Orgullo.

Los griegos, para liberarse del sentimiento de inferioridad, recurrían con frecuencia a una sabiduría completamente humana; la Biblia funda el orgullo del hombre en su condición de criatura y de hijo de Dios: el hombre, a menos que sea esclavo del pecado, no puede tener vergüenza delante de Dios ni delante de los hombres. El orgullo auténtico no tiene nada que ver con la soberbia, que es su caricatura; este orgullo es perfectamente compatible con la humildad. Así la Virgen María al cantar el Magníficat tiene plenamente conciencia de su valor, de un valor creado por Dios solo, y lo proclama a la faz de todas las generaciones (Lc 1,46-50).

La Biblia no tiene término propio para designar este orgullo; pero lo caracteriza partiendo de dos actitudes. Una, siempre noble, a la que los traductores griegos llaman parresía, tiene afinidad con la libertad; los hebreos la describen sirviéndose de una perífrasis: el hecho de mantenerse derecho, de tener el rostro levantado, de expresarse abiertamente; el orgullo se manifiesta en una plena libertad de lenguaje y de comportamiento. Deriva también de otra actitud emparentada con la confianza, cuya irradiación es; los traductores griegos la denominan kaukhesis: es el hecho de gloriarse de alguna cosa o de apoyarse en ella para darse aplomo, para existir uno frente a sí mismo, frente a los otros, frente al mismo Dios; esta gloria puede ser noble o vana, según que se alimente en Dios o en el hombre.

AT.

1. Orgullo del pueblo elegido.

Cuando Israel fue sacado de la esclavitud y hecho libre después de romper las barras de su yugo, entonces pudo “caminar con la cabeza levantada” (Lev 26-13), con parresía (LXX). Esta nobleza, orgullo que deriva de una consagración definitiva, obliga al pueblo a vivir en la santidad misma de Dios (Lev 19, 2). Este sentimiento, si bien puede fácilmente degenerar en desprecio (p. e., Eclo 50,25s), justifica en Israel el empeño por separarse de los otros pueblos idólatras (Dt 7,1-6). El orgullo sobrevive en la humillación misma, pero entonces se convierte en vergüenza, como cuando Israel tiene “el vientre pegado al suelo” porque Yahveh oculta su rostro (Sal 44,26); pero si se humilla, entonces podrá de nuevo “levantar la cara hacia Dios” (Job 23,26). En todo caso el pueblo, abatido hasta el suelo o con la mirada fija en el cielo, conserva en su corazón el orgullo de su elección (Bar 4,2ss; cf. 2,15; Sal 119,46).

2. Orgullo y vanidad.

Del orgullo a la soberbia no hay más que un paso (Dt 8,17); entonces el orgullo se convierte en vanidad, pues su apoyo es ilusorio. Este proceso de degradación se observa también en las naciones, que como criaturas deben dar gloria a Dios y no enorgullecerse por su belleza, su poder o su riqueza (Is 23; 47; Ez 26-32). Por el contrario, el auténtico orgullo es la irradiación de la confianza sólo en Dios, la completa fidelidad a su alianza. Vana es la gloria de poseer un templo en el que habita Dios, si el pueblo se ve dispensado por ello del culto espiritual (Jer 7,4-11). Asimismo, “que el sabio no se gloríe de su sabiduría, que el valiente no se gloríe de su valentía, que el rico no se gloríe de su riqueza. Pero quien quiera gloriarse, halle su gloria en esto: en tener inteligencia y en conocerme” (9,22s). Finalmente, los sabios gustan de repetir que el temor de Dios es el único motivo de orgullo (Eclo 1,11; 9,16), pero no la riqueza o la pobreza (10,22); el orgullo está en ser hijos del Señor (Sab 2,13), en tener a Dios por padre (2, 16). Ahora bien, el orgullo del justo no es sólo interior, y su irradiación condena al impío; éste, en cambio, persigue al justo. Y el orgullo del justo oprimido se expresa en la oración que dirige al que le da existencia: “No seré confundido” (Sal 25,3; 40,15ss).

3. El orgullo del siervo de Dios.

Los suplicantes del salterio aguardan el fin de su vergüenza de una intervención inmediata de Yahveh; dan gracias porque la confusión ha recaído sobre sus enemigos: “Tú me exaltas por encima de todos mis agresores” (Sal 19,49); “en tu favor exaltas nuestro cuerno” (89,18). Pero durante el exilio, Israel presiente que el justo puede ser restablecido en su orgullo según los caminos de la humillación aceptados por todos. Sin duda Dios sostiene a su siervo, lo lleva de la mano (Is 42,1.6); así en la persecución no será confundido (50,7s). Sin embargo, el profeta anuncia que las multitudes se horrorizaron al verle: no tenía aspecto de hombre, de tan desfigurado como estaba (52,14); delante de él se volvía el rostro porque él mismo había venido a ser despreciable y despreciado (53,2s). Pero si el siervo ha perdido el rostro a los ojos de los hombres, Dios toma su causa en la mano y justifica su orgullo interior inquebrantable “glorificándolo” a la faz de los pueblos: “será alto, exaltado, será muy elevado: mi siervo prosperará” (52,13) y “compartirá los trofeos con los poderosos” (53,12). Siguiendo el ejemplo del siervo, todo justo puede invocar el juicio de Dios: después que se le ha tenido por loco y miserable, he aquí que el último día “el justo se mantendrá de pie lleno de confianza” (Sab 5,1-5). NT. 1. El orgullo de Cristo. Jesús, que sabe de dónde viene y adónde va, manifiesta su orgullo cuando se proclama Hijo de Dios. El cuarto Evangelio presenta este comportamiento como una parresía. Jesús, sin reivindicar honor alguno personal, sino buscando únicamente la gloria del Padre (Jn 8,49s) habló “abiertamente” al mundo (18,20s), tanto que el pueblo se preguntaba si las autoridades no lo habían reconocido por el Cristo (7,25s); pero como este hablar franco no tiene que ver con la publicidad estrepitosa del mundo (7,3-10), no se le comprende, y debe cesar (11,54); Jesús cede, pues, el puesto al Paráclito que ese día dirá todo claro (16,13.25). Aunque el término no se halla en los sinópticos sino a propósito del anuncio de la pasión (Mc 8,32), sin embargo, describen comportamientos de Jesús que expresan la parresía. Así cuando reivindica frente a toda autoridad los derechos del Hijo de Dios o de su Padre: frente a sus padres (Lc 2,49), frente a los abusos impíos (Mt 21, 12ss; Jn 2,16), frente a las autoridades establecidas (Mt 23), como cuando es abofeteado en casa de Anás (Jn 18,23).

2. Orgullo y libertad del creyente.

El fiel de Cristo ha recibido con su fe un orgullo inicial (Heb 3,14), que debe conservar hasta el fin como un gozoso orgullo de la esperanza (3, 6). En efecto, por la sangre de Jesús está lleno de seguridad y confianza (10,19s) y puede adelantarse hacia el trono de la gracia (4,16); no puede perder esta seguridad ni siquiera en la persecución (10,34s), so pena de ver a Jesús avergonzarse de él (Lc 9,26 p) el día del juicio; pero si ha sido fiel, puede tranquilizar su corazón, pues Dios es más grande que nuestro corazón (Jn 4, 17; 2,28; 3,20ss).

El orgullo del cristianismo se manifiesta acá en la tierra en la libertad con que da testimonio de Cristo resucitado. Así desde los primeros días de la Iglesia los apóstoles, iletrados (Hech 4,13) anunciaban la palabra sin desfallecer (4,29.31; 9,27s; 18,25s), delante de un público hostil o desdeñoso. Pablo caracteriza esta actitud por la ausencia de velo sobre el rostro del creyente: refleja la gloria misma del Señor resucitado (2Cor 3,11s); tal es el fundamento del orgullo apostólico: “nosotros creemos, y por eso hablamos” (4,13).

3. Orgullo y gloria.

Como Jeremías, que en otro tiempo quitaba a todo hombre el derecho de “gloriarse”, a no ser del conocimiento de Yahveh, así lo hace también san Pablo (1Cor 1,31).

Pero Pablo sabe el medio radical escogido por Dios para quitar al hombre toda tentación de vanagloria: la fe. En adelante ya no hay privilegio en que uno pueda apoyarse, ni el nombre de judío, ni la ley, ni la circuncisión (Rom 2,17-29). Ni siquiera Abraham pudo gloriarse de obra alguna (4,2), mucho menos nosotros, que somos todos pecadores (3,19s.27). Pero gracias a Jesús que le ha procurado la reconciliación, puede el fiel gloriarse en Dios (5,11). y en la esperanza de la gloria (5,2), fruto de la justificación por la fe. Todo lo demás es despreciable (Flp 3,3-9); sólo la cruz de Jesús es fuente de gloria (Gál 6,14), pero no los predicadores de esta cruz (1Cor 3,21).

Finalmente, el cristiano puede estar orgulloso de sus tribulaciones (Rom 5,3); las flaquezas del Apóstol son fuente de orgullo (1Cor 4,13; 2Cor 11,30; 12,9s). Entonces los frutos del apostolado, que son las Iglesias fundadas, pueden ser la corona de gloria del Apóstol (1Tes 2,19; 2Tes 1,4): puede estar uno orgulloso de sus ovejas, incluso a través de las dificultades que suscitan (2Cor 7,4.14; 8,24). El misterio del orgullo cristiano y apostólico es el misterio pascual, el de la gloria que brilla a través de las tinieblas. Está orgulloso el que con su fe ha atravesado el reino de la muerte.

MIL y XAVIER LÉON-DUFOUR