Naciones.

En la perspectiva del AT se divide el género humano en dos partes, a las que el lenguaje bíblico tiende a designar con apelaciones diferentes. Por un lado Israel, pueblo de Dios ('am = gr. laos), para el que son la elección, la alianza, las promesas divinas; por el otro, las naciones, las gentes (goyim = gr. ethne). La distinción no es únicamente étnica o política, sino ante todo religiosa: las naciones son a la vez los que “no conocen a Yahveh” (los paganos) y los que no participan en la vida de su pueblo (los extranjeros). En el NT la noción de pueblo de Dios evoluciona, se amplía, para venir a ser la Iglesia, cuerpo de Cristo. Pero frente a este pueblo nuevo, abierto a todos los hombres, la humanidad aparece todavía dividida en dos: los judíos y las naciones (cf. Rom 1, 16; 15,7-12). La dialéctica que se mueve entre Israel y las naciones marca así el ritmo de todo el desarrollo de la historia de la salvación. Por un lado el designio de Dios se incorpora a la historia humana gracias a la elección y a la puesta aparte de Israel; por otro, este designio tiende siempre a salvar a la humanidad entera. Por esta razón la perspectiva oscila constantemente entre el particularismo y el universalismo, hasta que Cristo venga a reunir a Israel y a las naciones en un solo hombre nuevo (Ef 2,14ss).

AT.

I. EL MISTERIO DE LOS ORÍGENES.

En el punto de partida del AT, el llamamiento de Dios resuena en un mundo dividido, en el que se enfrentan las razas, las naciones, las culturas. Hecho histórico fundamental, que plantea diversas cuestiones: ¿fue querido por Dios?; de lo contrario, ¿cuál fue su causa? La Biblia no tiene a su disposición una respuesta científica, pero no por eso deja de escudriñar este misterio original de la sociedad humana para proyectar sobre él la luz de la revelación.

1. Unidad y diversidad de los hombres.

La unidad del género humano está latente en todas las representaciones esquematizadas del Génesis. Dios hizo de un solo principio a toda la raza de los hombres (Hech 17,26). No hay sólo identidad de naturaleza abstracta, sino unidad de sangre: todas las genealogías parten de Adán y de Eva; después del Diluvio, se reanudan partiendo de Noé (Gén 9,18s). Sin embargo, la unidad no es uniformidad indistinta. Los hombres deben multiplicarse y llenar la tierra (Gén 1,28). Esto supone una diversificación progresiva de las naciones y de las razas, que la Escritura considera como querida por Dios (Gén 10; Dt 32,8).

2. Las consecuencias sociales del pecado.

El estado actual de la humanidad no responde, sin embargo, a las intenciones divinas. Es que el pecado ha intervenido en su historia: Adán y Eva soñaron con “ser como dioses” (Gén 3,5); los hombres reunidos en el país de Sinear quisieron construir “una torre cuya cúspide llegara a los cielos” (11,4). Por los dos lados la misma desmesura sacrílega. El mismo resultado también, proclamado en los dos casos por un juicio divino (3,14-24; 11,5-8). La condición humana, tal como la experimentamos. es su consecuencia práctica. Por eso la diversificación de nuestra raza, efectuada en el clima de pecado, va a parar en los odios sangrientos (Caín y Abel: 4,1-16) y en la pérdida de la unidad espiritual (confusión de las lenguas: 11,7ss). Tales son las condiciones en que las naciones nacen a la historia, con la doble tara de la idolatría, que las separa de Dios, y de la soberbia, que las opondrá entre sí. Tal es el fondo del cuadro sobre el que se destaca la vocación de Abraham: si Dios lo escoge en medio de las naciones paganas (Jos 24,2), es para hacer de él el padre de un pueblo nuevo que ha de ser su pueblo, y para que todas las familias de la tierra sean finalmente bendecidas en él (Gén 12.1ss).

II. ISRAEL Y LAS NACIONES EN LA HISTORIA.

Israel no ignora su parentesco natural con ciertas naciones vecinas. Las genealogías patriarcales lo subrayan en el caso de Ismael (Gén 16) y Madián (25,1-6), Moab y los Amonitas (19,30-38), los Arameos (29,1-4) y los Edomitas (36). En la época de los Macabeos los judíos se buscaron incluso un parentesco de raza con los Espartanos (1Mac 12, 7.21). Pero la actitud de Israel frente a las naciones es dictada por motivos de otro orden, por la doctrina de la Alianza y del designio de salvación.

1. Las naciones, adversarias de Dios.

En razón de su vocación nacional, Israel es depositario de valores esenciales; el conocimiento y el culto del verdadero Dios, la esperanza de la salvación encerrada en la alianza y las promesas. Ahora bien, sobre todo esto hacen pesar las naciones una doble amenaza: la de la esclavitud política y la de la seducción religiosa.

a) Amenaza política.

Raros son los siglos en que Israel no ve amenazada su existencia. La soberbia y la codicia guían a las naciones; se enfrentan por cuestiones de prestigio o por la posesión de tierras. Israel, cogido en la marejada de la agitación internacional, debe defender con tenacidad el depósito que tiene confiado. Ha conocido la esclavitud de Egipto. Luego las guerras de Yahveh lo oponen a los cananeos, a los madianitas, a los filisteos... Bajo David se invierte por algún tiempo la situación (cf. 2Sa 8) y el imperio israelita goza de cierto prestigio. Pero rápidamente se degradan las cosas: hostilidad y codicia de los pequeños reinos vecinos, voluntad de poder de los colosos internacionales, Egipto, Asiria, Babilonia... La época de la monarquía está llena de estos enfrentamientos sangrientos, cuya verdadera fisonomía se descubre a veces: como en el tiempo del Éxodo (Éx 5-14), las naciones soberbias, adoradoras de falsos dioses, quieren resistir al Dios vivo (2Re 18,33ss; 19, 1-7.12-19). El mismo hecho aparecerá en época tardía cuando Antíoco Epífanes tratará de helenizar a la Judea (1Mac 1,29-42). Vistas desde este ángulo las relaciones entre Israel y las naciones, no pueden establecerse sino en un plano de hostilidad.

b) Seducción religiosa.

Frente al pueblo de Dios las naciones representan también el paganismo, unas veces seductor, otras tiránico. Israel, nacido de antepasados idólatras (Jos 24,2), propende no poco a imitarlas. En la época de los jueces cae en la idolatría cananea (Jue 2,11s). Salomón, constructor del templo, establece santuarios para los dioses nacionales de las países vecinos (1 Re 11, 5-8). En los siglos sucesivos, a los cultos cananeos se añaden los de Asiria, potencia de la que el pueblo elegido es vasallo (2Re 16,10-18; 21, 3,7; Ez 8). En la época de los Macabeos se experimentará también la tentación del paganismo griego, que tendrá en su favor el prestigio de la cultura, y que Antíoco Epífanes tratará de imponer en el país (1Mac 1,43-61). En estas condiciones se explican las severas prescripciones del Deuteronomio: Israel debe separarse radicalmente de las naciones extranjeras para no verse contaminado por su paganismo (Dt 7,1-8).

2. Las naciones en el designio de Dios.

Sería, sin embargo, un error tratar de reducir a esta actitud de oposición y de separación la doctrina del NT sobre las naciones. Yahveh es un Dios universal, del que todas dependen; incluso se incorporan ya a Israel sus primicias para tributarle un culto auténtico.

a) Las naciones ante Yahveh Yahveh tiene planes sobre todas las naciones: él es quien hizo subir a los filisteos de Caftor y a los arameos de Quir, como hizo subir a Israel de Egipto (Am 9,7). Certeza importante, que debería excluir todo nacionalismo religioso. Pero por su parte deben saber las naciones que están sometidas como Israel al juicio de un Dios único (Am 1,3-2,3). En este aspecto afirma ya el AT el universalismo del designio de salvación. Sin embargo, la función de las naciones en su desarrollo es solamente episódica: unas veces castigan a Israel como instrumentos de la ira divina (Is 8,6s; 10,5; Jer 27); otras están encargadas, como Ciro, de una misión salvadora (Is 41,1-5; 45,1-6). Por otra parte, los valores humanosde que son portadoras, no son de despreciar: en sí mismos son dones de Dios. Israel podrá, pues, sacar provecho de ellos: los hebreos en fuga despojan a los egipcios (Éx 12,35s); los invasores de Canaán sacan partido de su civilización (Dt 6,10s); cada época toma nuevos préstamos de la cultura internacional (cf. 1Re 5,9-14; 7,13s).

b) Las primicias de las naciones. Todas estas cooperaciones al designio de Dios son, a pesar de todo, extrínsecas: las naciones no gozan como Israel de los privilegios divinos. Hay, sin embargo, excepciones. En efecto, algunos de sus miembros ofrecen a Dios un culto que les es acepto: Melquisedec (Gén 14,18ss). Jetró (Éx 18,12), Naamán (2Re 5,17)... Algunos se incorporan al pueblo de la alianza: Tamar (Gén 38), Rahab (Jos 6,25) y Rut (Rut 1,16), antepasados de Jesús (Mt 1,2-5); el clan de los gabaonitas (Jos 9,19-27); los extranjeros residentes que se hacen circuncidar (Éx 12,48s; Núm 15,15s). Anuncio lejano del universalismo al que Dios abrirá finalmente a su pueblo.

III. ISRAEL Y LAS NACIONES EN LA PROFECÍA.

La perspectiva de la profecía no depende ya aquí de la experiencia; es la realización ideal del designio de Dios, que los profetas dejan entrever al final de los tiempos. Según los valores que representan las naciones, figuran en este cuadro ora para sufrir el juicio de Dios, ora para participar de su salvación.

1. Juicio de las naciones.

Los oráculos contra las naciones son clásicos en todos los profetas (Is 13-21; Jer 46-51; Ez 25-32). Adquieren un significado particular en época tardía, cuando la destrucción de los opresores paganos aparece como la condición necesaria de la liberación de Israel. Dios, cuando venga su día, quebrantará a Gog, rey de Magog, tipo de estos tiranos sanguinarios (Ez 38-39). Se enfrentará con todas las potencias enemigas (J1 4,9-14; Zac 14,1-6.21ss), destruirá a sus ciudades (Is 24,7-13) y juzgará a sus reyes (Is 24,21s). La historia ejemplar de Judit y el apocalipsis de Daniel están construidos sobre este tema (cf. Dan 7; 11,21-45), al que la persecución de Antíoco da una actualidad trágica.

2. Salvación de las naciones.

Pero el díptico tiene otra cara. En efecto, la salvación final no será patrimonio de Israel. Si el pecado rompió desde los orígenes la unidad del género humano, la conversión final de las naciones debe permitir rehacerla. Helas que llegan a Jerusalén para aprender la ley de Dios, con lo cual retorna la paz universal (Is 2,2ss). Se vuelven hacia el Dios vivo (Is 45, 14-17.20-25) y participan en su culto (Is 60,1-16; 25,6 Zac 14,16). Egipto y Asiria se convierten e Israel les sirve de enlace (Is 19,16-25). Yahveh, poniendo término a la dispersión de Babel, reúne en torno a sí a todas las naciones y todas las lenguas (Is 66,18-21). Todos los pueblos le reconocen por rey, todos se reúnen con el pueblo de Abraham (Sal 47), todos dan a Sión el título de madre (Sal 87). El siervo de Yahveh desempeña para con ellas, como para con Israel, la función de mediador (Is 42,4.6). Así debe volver a formarse el último día un pueblo único de Dios que recobre el universalismo primitivo. Si la ley daba a Israel una apariencia de exclusivismo, la profecía vuelve a enlazar con las amplias perspectivas del misterio original.

IV. ANTICIPACIONES.

El judaísmo postexílico, heredado de la ley como de los profetas, oscila entre estas dos tendencias, que responden a necesidades contarrias.

1. El exclusivismo judío.

La primera necesidad es la de cerrarse al paganismo: ¿no fue el contagio de su mentalidad y de sus cultos la causa de todas las desgracias pasadas? Así la restauración judía en tiempo de Nehemías y de Esdras se produce en un clima de particularismo reforzado (Esd 9-10; Neh 10; 13). Si el espíritu se dilata un tanto en lo sucesivo, la crisis de los tiempos macabeos provoca un recrudecimiento de nacionalismo religioso, que persistirá todavía dos siglos más tarde en las sectas farisea y esenia.

2. El proselitismo judío.

Pero en la misma época, por una paradoja que explican las exigencias complementarias de la fe judía, la comunidad de Israel se abre a los paganos de buena voluntad más de lo que se había abierto nunca. Se censura el fanatismo patriótico religioso, del que el autor de Jonás ofrece una irónica caricatura. Se da un estatuto oficial a los prosélitos que quieran agregarse a Israel (Is 56,1-8) y se cuenta con complacencia cómo algunos lo habían hecho en el pasado: Rut la moabita (Rut 1,16), Ajior el amonita (Jdt 5,5-6,20)... El judaísmo alejandrino se distingue en este punto por sus iniciativas. Traduce la Biblia al griego, esboza una apologética, de la que conservan muestras los libros de Baruc (Bar 6) y de la Sabiduría (Sab 13-15). Israel, pues, ha adquirido conciencia de su vocación de pueblo testigo, de pueblo misionero.

NT.

I. JESÚS Y LAS NACIONES.

Con Jesús se inauguran los úlitmos tiempos (Mc 1,15). Podría, pues, pensarse que desde su vida pública entraría ya por la vía del universalismo que le abrían los oráculos proféticos. Las cosas, sin embargo, no se presentan en una forma tan sencilla.

1. Palabras y actitudes contrastadas.

a) Comportamientos particularistas.

Jesús, aun cuando se halla en tierra extranjera, no sale de los límites del judaísmo para anunciar el Evangelio y realizar milagros; “Yo sólo he sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15,24); “No está bien tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perros” (Mc 7,27). A los doce, a los que envía en misión, les recomienda igualmente. “No toméis los caminos de los paganos” (Mt 10,5s).

b) Perspectivas universalistas.

En cambio, al paso que choca con la mala voluntad de las “ovejas perdidas”, no escatima su admiración a los extranjeros que creen en él: el centurión de Cafarnaúm (Mt 8,10 p), el leproso samaritano (Lc 17,17ss), la cananea (Mt 15,28)... En el reino de Dios estas gentes son las primicias de las naciones. Ahora bien, el desarrollo futuro del reino verá acrecentarse su número: de todas partes se acudirá al festín escatológico, mientras que los isarelitas, miembros natos del reino, se verán excluidos de él (Lc 13,28 p)... Sorprendente perspectiva, en la que se ve invertida la antigua situación de los judíos y de las naciones en relación con los privilegios de la alianza: la viña de Dios será retirada a Israel y confiada a otros viñadores (Mt 21,43).

2. Solución de la antinomia.

No hay contradicción entre el particularismo y el universalismo de Jesús, que se adapta más bien a las fases sucesivas de una situación que evoluciona. En los comienzos trataba de convertir a Israel para hacer de él el misionero del reino, en una perspectiva de universalismo total. Por eso no salía de su pueblo. Ahora bien, el endurecimiento de los judíos se opone a este plan. Así pues, Dios adaptará a estas circunstancias el curso de su designio de salvación. Jesús, desechado por su pueblo, derramará su sangre “por una multitud, para remisión de los pecados” (Mt 26,28), y este sacrificio abrirá el acceso del reino a todos los hombres sellando la alianza escatológica. Después de esto, el género humano podrá recobrar su unidad interna, puesto que se restablecerá su vínculo con Dios. Por eso, una vez consumado el sacrificio con su resurrección gloriosa, dará Jesús a los doce una misión universal: anunciar el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15), hacer discípulos de todas las naciones (Mt 28,19), testimoniar hasta los confines de la tierra (Hech 1,8). A la luz pascual quedará definitivamente superado el particularismo judío.

II. LA EVANGELIZACIÓN DE LAS NACIONES.

1. La comunidad primitiva y los paganos.

a) Ampliación progresiva de la Iglesia.

A pesar del significado universalista de pentecostés, cuando la alabanza de Dios es proclamada “en todas las lenguas” (Hech 2,8-11), la comunidad primitiva se limita primero a la evangelización de Israel: de aquí debe partir la salvación para extenderse al mundo entero. Pero bajo el impulso del Espíritu sale poco a poco la Iglesia de este círculo: Felipe evangeliza Samaria (Hech 8); Pedro bautiza al centurión Cornelio, un prosélito que todavía no ha sido incorporado a Israel por la circuncisión (Hech 10); finalmente, en Antioquía es anunciado el Señor Jesús a griegos que se convierten en gran número (Hech 11,20s). Por lo demás, la vocación de Pablo dio a la Iglesia el instrumento escogido que necesitaba para la evangelización de las naciones (Hech 9,15; 22,15.21; 26,17), conforme a las profecías (Hech 13,47; cf. Is 49,6).

b) La asamblea de Jerusalén.

Esta ampliación de la Iglesia plantea una cuestión fundamental: ¿hay que obligar a la ley judía a los paganos que han aceptado la fe? En la asamblea de Jerusalén insiste Pablo firmemente en que no se imponga tal yugo (Hech 15,1-5; Gál 2). Pedro lo apoya, y Santiago proclama que la conversión de los paganos está en conformidad con la Escritura (Hech 15,7-19). Así, a la luz de la experiencia, se sacan finalmente las consecuencias lógicas implicadas en la cruz y en la resurrección de Jesús: en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, las naciones obtienen un estatuto igual al de Israel, y Pablo se ve confirmado en su vocación particular de Apóstol de los paganos (Gál 2,7ss).

2. Pablo, Apóstol de las naciones.

El apostolado de Pablo respeta, sin embargo, el orden de cosas que dimana de la antigua alianza: anuncia todavía en primer lugar el Evangelio a los judíos; no pasa a los paganos sino una vez que ha chocado con su repulsa (Hech 13,45ss; 18,5s; 19,8ss; cf. Rom 136; 2,10). Pero, por otra parte, explica claramente cuál es la situación de las naciones frente al Evangelio.

a) Las naciones frente al Evangelio.

Los hombres procedentes de las naciones paganas están, como los judíos, bajo el golpe de la ira de Dios (Rom 1,18). Dios se les había dado a conocer por la creación (1, 19s; Hech 14,17), y ellos lo desconocieron (Rom 1,21s); les había dado a conocer su ley por medio de la conciencia (2,14s), y ellos se entregaron a sus concupiscencias desordenadas a consecuencia de su idolatría (1,24-32). Ahora bien, ahora quiere Dios usar con ellos de misericordia, como con los judíos, con tal que crean en el Evangelio (1,16; 3,21-31; 10,12). A los unos y a los otros la fe les aporta la justificación: según el testimonio de la Escritura, los verdaderos hijos, de Abraham, herederos de la bendición que les fue prometida, ¿no son precisamente aquellos que han nacido de la fe (Gál 3,6-9)? El pueblo que actualmente disfruta de esta promesa comprende a la vez a circuncisos e incircuncisos, y así es como Abraham viene a ser el padre de una multitud de naciones (Rom 4).

b) Los judíos y las naciones en la Iglesia.

Así pues, en Jesucristo queda restaurada la unidad humana. Ya no hay griego ni judío (Gál 3,28); judíos y paganos están reconciliados una vez que ha caído el muro de odio que había entre ellos. Forman ya una sola humanidad nueva, una sola construcción cuya piedra angular es Cristo, un solo cuerpo, cuya cabeza es él (Ef 2,11-22). Este misterio de unidad se realiza desde ahora en la Iglesia, en tanto que llega la consumación celestial. Sin embargo, la antigua división de la humanidad en dos sigue dirigiendo la dialéctica de la historia sagrada. En un primer tiempo descartó Dios al Israel endurecido, a excepción de un resto; era para procurar la salvación a las naciones paganas injertándolas en el tronco de Israel (Rom 11,1-24), y para excitar los celos de Israel a fin de inducirlo al arrepentimiento (11,11).

En el segundo tiempo, cuando la totalidad de las naciones haya entrado en la Iglesia, todo Israel se salvará a su vez (11,25-29). Los caminos de Dios llevan a la salvación final de todas las naciones, reunidas con Israel en el pueblo de Dios (15,7-12).

II. LA REFLEXIÓN CRISTIANA.

1. Los evangelistas.

a) Los sinópticos.

Los tres primeros evangelistas, recogiendo los recuerdos del paso de Jesús por la tierra, muestran, cada uno a su manera, su interés por la salvación de las naciones. En Marcos todo el relato converge hacia el acto de fe del centurión pagano al pie de la cruz: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios” (Mc 15.39). En Mateo, que subraya la presencia de mujeres paganas en la genealogía de Je sús (Mt 1,2-6), se revela éste desde la infancia como el rey de las naciones (2,1-11); inaugura su ministerio en la “Galilea de las naciones” (4,15s); sus últimas palabras son una orden de evangelizar a las naciones (28,19). En Lucas la genealogía de Jesús se remonta hasta Adán, padre de toda la raza humana, a la que Jesús viene a salvar (Lc 3,23-38); así el anciano Simeón saluda en él a “la luz que ilumina a las naciones y la gloria de su pueblo, Israel” (2,32); finalmente, el doble libro del Evangelio y de los Hechos muestra que la salvación, adquirida en Jerusalén por el sacrificio de Jesús, se extiende a partir de allí “hasta los extremos de la tierra” (Hech 1,8).

b) San Juan.

No descubre tanto esta preocupación porque piensa más en el destino de los judíos incrédulos (In 12,37-43). Éstos, de pueblo de Dios que eran, se convierten por su endurecimiento en una nación análoga a las demás (11,48ss; 18,35). En cambio, todavía durante la vida de Jesús se ve ya acercarse a él con fe a hombres que constituyen las primicias de las naciones (4,53; 12, 20-32). Finalmente, su muerte operará la reconciliación universal: morirá no sólo por su nación, sino para reunir en la unidad a todos los hijos de Dios dispersos (11,50ss).

2. El Apocalipsis.

El Apocalipsis, profecía crisitana, está atento, como los profetas de antaño, a las dos situaciones de las naciones en relación con el designio de Dios.

a) Juicio de las naciones hostiles.

Al igual que Israel, el nuevo pueblo de Dios se encuentra con naciones paganas que le son hostiles (cf. Ap 11,2). Tal es el sentido de las bestias que se hacen adorar por los hombres (13), de Babilonia, la prostituida blasfemia, que se embriaga con la sangre de los mártires (17)... Estos poderes sostienen contra Cristola guerra escatológica (17,13s; 19, 19; 20,7ss), puesto que son los depositarios del poder de Satán. Por eso serán juzgados y destruidos (14, 6-11; 18); sucumbirán en su combate contra Cristo (17,14; 19,15.20s).

b) Salvación de las naciones convertidas.

Pero frente a la humanidad pecadora que va así a su ruina tenemos a la humanidad nueva salvada por la sangre del cordero: es una multitud de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas (7,9-17), que saluda en Dios al rey de las naciones (15, 3s) y que habitará para siempre la Jerusalén nueva (21,24ss). El NT se cierra con esta visión de esperanza, en la que el género humano rescatado recobra por fin su unidad: O Rex gentium et desideratus earum, lapisque, angularis, qui facis utraque unum: veni, et salva hominem quena de limo formasti! “¡Rey de las naciones, por ellas deseado! ¡Piedra angular gracias a la cual todas las cosas llegan a la unidad! ¡Ven, salva al hombre que formaste del limo de la tierra!”

JOSEPH PIERRON y PIERRE GRELOT