Matrimonio.

AT.

1. EL MATRIMONIO EN EL DESIGNIO DEL CREADOR.

Los dos relatos de la creación terminan con una escena que funda la institución del matrimonio. En el relato yahvista (Gén 2) la intención divina es explícita en estos términos: “No es bueno que el hombre esté solo, voy a darle una ayuda que le sea apropiada” (2,18).

El hombre, que es superior a todos los animales (2,19s), no podría tallar esta ayuda sino en la que es “carne de su carne y hueso de sus huesos” (2,21ss). Ésta la creó Dios para él; por eso el hombre, dejando padre y madre, se adhiere a ella por el amor y los dos vienen a ser “una sola carne” (2,24). La sexualidad halla, pues, así su sentido traduciendo en la carne la unidad de los dos seres que Dios llama a darse ayuda mutua. Exenta de todo sentimiento de vergüenza en la integridad original (2,25), será, sin embargo, ocasión de turbación a consecuencia del pecado (3,7), y la vida de la pareja humana estará en adelante acechada por el sufrimiento y por las tentaciones pasionales o dominantes (3,16). Pero, a pesar de esto, la fecundidad de la “madre de los vivientes” (3,20) será para ella un beneficio permanente (4,1.25s). El relato sacerdotal (Gén 1) está menos cargado de elementos dramáticos. El hombre creado a imagen de Dios para dominar la tierra y probarla es en realidad la pareja (1,26s). La fecundidad aparece aquí como el fin mismo de la sexualidad, que es cosa excelente como toda la creación (1, 31). Así se afirma el ideal divino de la institución matrimonial antes de que el pecado haya corrompido al género humano.

II. EL MATRIMONIO EN EL PUEBLO DE DIOS.

Cuando Dios emprende la educación de su pueblo dándole su ley, la institución matrimonial no está ya al nivel de este ideal primitivo. Así, en la práctica, la ley adapta parcialmente sus exigencias a la dureza de los corazones (Mt 19,8). La fecundidad se considera como el valor primordial al que está subordinado todo lo demás. Pero, una vez asegurado este punto, la institución conserva la huella de las costumbres ancestrales muy alejadas del matrimonio prototipo de Gén 1-2.

1. Amor conyugal y coerción social.

Los textos antiguos están fuertemente marcados por una mentalidad en la que el bien de la comunidad se antepone al de los individuos, al que impone sus leyes y sus exigencias. Los padres casan a sus hijos sin consultarlo (Gén . 24,2ss; 29,23; Tob 6,13). El grupo excluye ciertos matrimonios en el interior de la parentela (Lev 18,6-19) o en el exterior de la nación (Dt 7,1-3; Esd 9). Ciertas uniones son regidas por la necesidad de perpetuar la raza, como la de la viuda sin hijos con su pariente más próximo (levirato: Dt 25,5-10; Gén 38,7ss; Rut 2,20). A pesar de todo, bajo estas apariencias de coerción, la espontaneidad del amor sigue muy viva. A veces el corazón se armoniza con una unión impuesta (Gén 24,62-67; Rut 3,10); a veces un hombre y una mujer porque ellos se han escogido (Gén 29,15-20; 1Sa 18,20-26; 25,40ss), en ciertos casos contra la voluntad de los padres (Gén 26,34s; Jue 14,1-10). Se hallan hogares unidos con un amor profundo (1Sa 1,8), fidelidades que duran libremente más allá de la muerte (Jdt 16,22). A pesar de la dote pagada a la familia de la mujer (Gén 34,12; Éx 22,15s), y el título de dueño o de propietario que lleva el marido (baal), la mujer no es sencillamente una mercancía que se compra y se vende. Se muestra capaz de asumir responsabilidades y puede contribuir activamente a la reputación de su marido (Prov 31,10-31). El amor de dos consortes libres, en un diálogo apasionado que se sustrae a la coerción, es lo que presenta el Cantar de los cantares; aunque sea alegórico y se refiera al amor de Dios y de su pueblo, el libro habla de él con las palabras y los términos que eran en su tiempo los del amor humano (cf. Cant 1,12-17; 6,4-8,4).

2. Poligamia y monogamia.

El ideal de la fecundidad y la preocupación por tener una familia poderosa hacen desear hijos numerosos (cf. Jue 8,30; 12,8; 2Re 10,1), lo que conduce naturalmente a la poligamia. El autor yahvista, cuyo ideal era monogámico (Gén 2,18-24), la estigmatiza atribuyendo su origen a una iniciativa del bárbaro Lamec (4,19). Sin embargo, a todo lo largo de la Biblia se encuentra el uso de tener dos esposas (1Sa 1,2; cf. Dt 21,1-5) o de tomar concubinas y mujeres esclavas (Gén 16,2; 30,3; Éx 21,7-11; Jue 19,1; Dt 21,10-14). Los reyes contraen gran número de uniones, por amor (2Sa 11,2ss) o por interés político (1 Re 3,1); así aparecen grandes harenes (1Re 11,3; 2Par 13,21), en los que el verdadero amor es imposible (cf. Est 2,12-17).

Pero el afecto exclusivo no es tampoco raro, desde Isaac (Gén 25, 19-28) y José (Gén 41,50) hasta Judit (Jdt 8,2-8) y los dos Tobías (Tob 11,5-15), pasando por Ezequiel (Ez 24,15-18) y Job (Job 2,9s). Los sapienciales evocan los goces y las dificultades de los hogares monógamos (Prov 5,15-20; 18,22; 19,13; Ecl 9, 9; Eclo 25,13-26,18), y en el Cantar de los cantares el amor de los dos esposos es evidentemente exclusivo.

Todo esto denota una evolución real en las costumbres. En la época del NT la monogamia será la regla corriente de los matrimonios judíos.

3. Estabilidad del matrimonio y fidelidad de los esposos.

La misma preocupación de tener descendencia pudo también introducir la práctica del repudio por causa de esterilidad; pero la poligamia permitía resolver esta dificultad (Gén 16). La ley, reglamentando la práctica del divorcio, no precisa qué “tara” puede permitir al hombre repudiar a su mujer (Dt 24,1s). Sin embargo, después del exilio cantan los sabios la fidelidad para con “la esposa de la juventud” (Prov 5,15-19) y hacen el elogio de la estabilidad conyugal (Eclo 36,25ss). Relacionando el pacto (berit) matrimonial con la alianza (berit) de Yahveh y de Israel afirma Malaquías que Dios “odia el repudio” (Mal 2,14ss). No obstante este encaminarse hacia un ideal más estricto, el judaísmo contemporáneo del NT admitirá todavía la posibilidad del divorcio y los doctores discutirán sobre las causas que pueden legitimarlo (cf. Mt 19,3). Por lo que se refiere a la fidelidad conyugal, la costumbre (Gén 38,24), sancionada luego por la ley escrita (Dt 22,22; Lev 20,10), castigaba con la muerte a toda mujer adúltera, así como a su cómplice. Pero esta prohibición del adulterio (Éx 20,14) miraba en primer lugar a hacer respetar los derechos del marido, pues nada prohibía formalmente al hombre las relaciones con mujeres libres o prostituidas: la práctica de la poligamia comportaba más fácilmente tales tolerancias. Pero, así como se tiende a la monogamia, también se produce un progreso en este punto: también el adulterio se prohibe al hombre (Job 31,9; Eclo 9,5.8.9; 41,22ss). Dentro de estos límites la práctica del adulterio es severamente denunciada por los profetas (Ez 18,6), aun cuando el culpable es el mismo rey David (2Sa 12). Por lo demás, los sabios ponen en guardia a los jóvenes contra las seducciones de la mujer extraviada (Prov 5,1-6; 7,6-27; Eclo 26,9-12), a fin de formarlos en la fidelidad conyugal.

4. El ideal religioso del matrimonio.

Aun cuando el matrimonio es ante todo cuestión de derecho civil y los textos antiguos no hacen alusión a un ritual religioso, el israelita sabe muy bien que Dios le guía en la elección de esposa (Gén 24,42-52) y que Dios asume en nombre de la alianza los preceptos que regulan el matrimonio (p. e., Lev 18). El decálogo, ley fundamental de Israel, garantiza la santidad de la institución (Éx 20,14; cf. Prov 2.17). Después del exilio, el libio de Tobías da una visión altamente espiritual del hogar preparado por Dios (Tob 3,16), fundado bajo su mirada en la fe y en la oración (7.11; 8,4-9), según el modelo que trazaba el Génesis (8,6; cf. Gén 2, 18), guardado por la fidelidad cotidiana a la ley (14,1.8-13). El ideal bíblico del matrimonio, llegado a este nivel, supera las imperfecciones que había sancionado provisionalmente la ley mosaica.

NT.

La concepción del matrimonio en el NT está inspirada en la paradoja misma de la vida de Jesús: “nacido de mujer” (Gál 4,4; cf. Lc 11,27), por su vida de Nazaret (Lc 2,51s) consagra la familia tal como había sido preparada por todo el AT. Pero nacido de madre virgen, viviendo él mismo en virginidad, da testimonio de un valor superior al matrimonio.

1. CRISTO Y EL MATRIMONIO.

1. La nueva ley. Jesús, refiriéndose explícitamente, por encima de la ley de Moisés, al designio creador del Génesis, afirma cl carácter absoluto del matrimonio y su indisolubilidad (Mt 19,1-9): Dios mismo une al hombre y a la mujer, dando a su libre elección una consagración que los supera. Son “una sola carne” ante él; así el repudio, tolerado “a causa de la dureza de los corazones”, debe excluirse en el reino de Dios, donde el mundo vuelve a su perfección original. La excepción del “caso de fornicación” (Mt 19,9) no tiende ciertamente a justificar el divorcio (cf. Mc 10,11; Lc 16,18; 1Cor 7,10s); se refiere o bien al repudio de una esposa ilegítima, o bien a una separación a la que no podrá seguir otro matrimonio. De ahí el espanto de los discípulos ante el rigor de la nueva ley: “Si tal es la condición del hombre frente a la mujer, vale más no casarse” (Mt 19,10).

Esta exigencia tocante a los principios no excluye la misericordia con los hombres pecadores. Repetidas veces se encuentra Jesús con casos de adulterio o con seres infieles al ideal del amor (Lc 7,37; Jn 4,18; 8,3ss; cf. Mt 21,31s). Los acoge, no para aprobar su conducta, sino para aportarles una conversión y un perdón que subrayan el valor del ideal traicionado (Jn 8,11).

2. El sacramento del matrimonio.

Jesús no se contenta con devolver la institución del matrimonio a la perfección primitiva que había empañado el pecado. Lc da un fundamento nuevo, que le confiere su significación religiosa en el reino de Dios. Por la nueva alianza que funda en su propia sangre (Mt 26,28), viene a ser él mismo el esposo de la Iglesia. Así para los cristianos, templos del Espíritu Santo desde su bautismo (1Cor 6,19), el matrimonio es “un gran misterio en relación con Cristo y con la Iglesia” (Ef 5,32). La sumisión de la Iglesia a Cristo y el amor de Cristo a la Iglesia, a la que salvó entregándose por ella, son así la regla viva que deben imitar los esposos; esto les será posible, puesto que la gracia de la redención alcanza a su mismo amor asignándole su ideal (5,21-33). La sexualidad, cuyas exigencias normales se deben apreciar con prudencia (1Cor 7,1-6), es incorporada a una realidad concreta que la transfigura.

II. MATRIMONIO Y VIRGINIDAD.

“No es bueno para el hombre que esté solo”. decía Gén 2,18. En el reino de Dios instaurado por Jesús se abre camino un nuevo ideal. Habrá hombres que se harán por el reino “eunucos voluntarios” (Mt 19,11s). Es la paradoja de la virginidad cristiana. Entre el tiempo del AT, en que la fecundidad era un deber primario para perpetuar el pueblo de Dios, y la parusía, en que será abolido el matrimonio (Mt 22,30 p), coexisten en la Iglesia dos formas de vida: la del matrimonio, transfigurado por el misterio de Cristo y de la Iglesia, y la del celibato consagrado, que Pablo estima la mejor (1Cor 7,8.25-28). No se trata de despreciar el matrimonio (cf. 7,1), sino de vivir en su plenitud el misterio nupcial en el que todo cristiano participa por su bautismo (2Cor 11,2): adhiriéndose al Señor sin reserva para no agradar sino a él solo (1Cor 7,32-35), se testimonia que la figura del mundo presente, de la que es correlativa la institución matrimonial, se encamina a su fin (7,31). En esta perspectiva, Pablo desea sin duda que “los que tienen mujer vivieran como si no la tuvieran” (7,29) y que las viudas no vuelvan a casarse. Pero todo depende en último término del Señor: se trata de vocaciones diversas y complementarias en el cuerpo de Cristo; en este terreno, como en los demás “cada uno recibe de Dios su propio don, unos de una manera y otros de otra” (7,7; cf. Mt 19,11).

CLAUDE WIÉNER