Jesús (nombre de).

En este artículo, se trata únicamente de señalar lo que sugiere y significa, entre no pocos nombres diversos, el empleo del nombre de Jesús.

1. “ESTE JESÚS.”

Este nombre significa por lo pronto lo que designa normalmente el nombre en el lenguaje humano y en particular en el pensamiento bíblico: el ser mismo en su singularidad, en su individualidad concreta y personal: él y no otro, él y todo lo que es, este Jesús, como lo nombran varios textos (Hech 1,11; 2,36; 5,30; 9,17). Este demostrativo, expresado o no, traduce casi siempre la afirmación cristiana fundamental, la continuidad entre el personaje aparecido en la carne y el ser divino confesado por la fe: “A este Jesús al que vosotros habéis crucificado, Dios lo ha hecho Señor y Cristo” (2,36); “Éste que os ha sido sustraído, este mismo Jesús vendrá... de la misma manera” (1,11); “A este Jesús que un momento fue rebajado por debajo de los ángeles, lo vemos coronado de gloria eterna” (Heb 2,9). La revelación que convirtió a Saulo en el camino de Damasco es del mismo tipo: “Yo soy Jesús, al que tú persigues” (9,5; 22, 8; 26,15); no sólo descubre al perseguidor, que la presencia del Señor es inseparable de los suyos, sino que le hace reconocer la identidad entre el ser celestial que se le impone con su omnipotencia y el blasfemo galileo, al que él perseguía con todo su odio. Ha sido para siempre “aprehendido por Cristo Jesús” (Flp 3,12) y sacrifica todas sus ventajas para entrar en “el conocimiento de Cristo Jesús [su] Señor” (3,8). El Cristo grandioso que llena el universo con la plenitud divina (Col 1,15-20) es “el Cristo tal como lo habéis recibido, el Señor Jesús” (2,6).

II. JESÚS NAZARENO.

Jesús, ser de carne, “nacido de mujer, nacido sujeto a la ley” (Gál 4,4), apareció en el mundo en una fecha dada, “mientras Quirino era gobernador de Siria” (Lc 2,2), en una familia humana, la de “José, de la casa de David” (1,27), establecida “en una ciudad de Galilea, llamada Nazaret” (1,26). El nombre que, como todo niño judío, recibe en la circuncisión (Lc 1,31; 2,21; Mt 1,21.25) no es excepcional en Israel (cf. Eclo 51,30). Pero Dios, que en este niño se ha hecho Emmanuel, “Dios con nosotros” (Mt 1,23), cumple en él la promesa hecha al primer Jesús, Josué, de estar con él y de revelarse “Yahveh salvador” (Dt 31, 7s). Sin embargo, su origen parece tan común que para designarlo no se añade normalmente a su nombre, como en el caso de una familia conocida, el nombre de su padre y de sus antepasados (cf. Eclo 51,30), sino sencillamente el de Nazaret, su patria. Las genealogías de Mt y de Lc subrayarán más tarde la ascendencia regia de Jesús; las primeras proclamaciones de la fe insisten más bien en la forma corriente de designarlo y en el recuerdo dejado por el paso de “Jesús nazareno” (Jn 19.19: Hech 22: 4. l n. 6.14: 22.8).

III. JESÚS EN LOS EVANGELIOS.

Jesús es el nombre empleado ordinariamente por los Evangelios para designar a Cristo y relatar su actividad. Parece, sin embargo, que generalmente se le llama “rabbi”, maestro (Mc 4.38: 5,35: 10.17), y después de su muerte y de su entrada en la gloria se evoca al “señor”. Pero los Evangelios, fuera de ciertas excepciones determinadas (cf. Mt 21,3 y sobre todo los trozos puramente “lucanos”: Lc 7,13; 10,1; etc.), hablan siempre sencillamente de Jesús. No es en modo alguno un esfuerzo artificial para establecer un lenguaje anterior a la fe, del tiempo en que Jesús no había todavía acabado de revelarse ), en que la mayoría no veían en él más que a un hombre. Sin el menor artificio siguen los evangelistas el movimiento mismo de la fe, que consiste siempre en aplicar a “este Jesús”, al personaje concreto, los títulos salvadores y divinos, los de Señor (Hech 1,21; 2,36; 9,17; etc.), de Cristo (2,36; 9,22; 18,28; etc.), de salvador (5,31; 13,23), de Hijo de Dios (9,20; 13,33), de siervo de Dios (4, 27.30). Los Evangelios, hablando siempre de Jesús, están exactamente en la línea de lo que quieren ser: el Evangelio, el anuncio de la buena nueva de Jesús (8,35), de Cristo Jesús (5,42; 8,12), del Señor Jesús (11,20; cf. 15,35). El Evangelio de Juan, el más solícito en subrayar constantemente la cualidad divina de Cristo, en mostrar en cada uno de sus gestos la gloria del Hijo único (Jn 1,14), la soberanía confiada al Hijo del hombre (1,51; 3,14), no pierde ninguna ocasión de pronunciar el hombre de Jesús, repitiéndolo incluso cuando parece superfluo, en los diálogos más sencillos (Jn 4,6.21; 11,32-41). A través de la voluntad de “confesar a Jesucristo venido en la carne” (Jn 4,2), esta atención revela la certeza, cada vez que recurre este nombre, de tocar y de revelar la riqueza del “Verbo de vida” (1,1).

IV. EL NOMBRE POR ENCIMA DE TODO NOMBRE.

Si la fe cristiana no puede desasirse de Jesús y de todo lo que este nombre implica en cuanto a rebajamiento y a humanidad concreta, es porque este nombre ha venido a ser “el nombre por encima de todo nombre”, el nombre ante el cual “toda rodilla se dobla, en el cielo, en la tierra y en los infiernos” (Flp 2,9ss). Jesús, al venir a ser el Señor, no pierde su nombre, como no pierde su humanidad, pero su nombre es como transfigurado, envuelto e invadido por la grandeza y el poder del Nombre inefable.

La única salvación de la humanidad (Hech 4,12), la única riqueza de la Iglesia (3,6), el único poder de que dispone es Jesús: “Jesucristo te cura” (9,34). Toda la misión de la Iglesia está en “hablar en nombre de Jesús” (5,40). Así Pablo, en las sinagogas de Damasco a raíz de su conversión, “predica a Jesús” (9,20); en el ágora de Atenas “anuncia a Jesús y la resurrección” (17,18), y en Corinto, “a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado” (1Cor 2,2). Toda la existencia cristiana consiste en “consagrar la vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Hech 15,26), y el gozo supremo consiste en ser “juzgado digno de sufrir ultrajes” (5,41) y en “morir por el nombre del Señor Jesús” (21,13).

JACQUES GUILLET