Humildad.

1. LA HUMILDAD Y SUS GRADOS.

La humildad bíblica es primeramente la modestia que se opone a la vanidad. El modesto, sin pretensiones irrazonables, no se fía de su propio juicio (Prov 3,7; Rom 12,3.16; cf. Sal 131,1). La humildad que se opone a la soberbia se halla a un nivel más profundo; es la actitud de la criatura pecadora ante el omnipotente y el tres veces santo; el humilde reconoce que ha recibido de Dios todo lo que tiene (1Cor 4,7); siervo inútil (Lc 17,10), no es nada por sí mismo (Gál 6,3), sino pecador (Is 6,3ss; Lc 5,8). A este humilde que se abre a la gracia (Sant 4,6 = Prov 3,34), Dios le glorificará (1Sa 2,7s; Prov 15,33).

Incomparablemente más profunda todavía es la humildad de Cristo, que por su rebajamiento nos salva y que invita a sus discípulos a servir a sus hermanos por amor (Lc 22,26s) a fin de que Dios sea glorificado en todos (1Pe 4,10s).

II. LA HUMILDAD DEL PUEBLO DE DIOS.

Israel aprende primeramente la humildad haciendo la experiencia de la omnipotencia (poder) del Dios que le salva y que es el único altísimo. Conserva viva esta experiencia conmemorando las gestas de Dios en su culto; este culto es una escuela de humildad; el israelita, al alabar y dar gracias imita la humildad de David que danza delante del arca (2Sa 6,16.22) para glorificar a Dios, al que todo le debe (Sal 103).

Israel hizo también la experiencia de la pobreza en la prueba colectiva de la derrota y del exilio o en la prueba individual de la enfermedad y de la opresión de los débiles. Estas humillaciones le hicieron adquirir conciencia de la impotencia radical del hombre y de la miseria del pecador que se separa de Dios. Así se inclina el hombre a volverse a Dios con corazón contrito (Sal 51, 19), con esa humildad, hecha de dependencia total y de docilidad confiada, que inspira las súplicas de los salmos (Sal 25; 106; 130; 131). Los que alaban a Dios y le suplican que los salve se dan con frecuencia el nombre de “pobres” (Sal 22,25.27; 34,7; 69,33s); esta palabra que designaba primeramente la clase social de los infortunados, adopta un sentido religioso a partir de Sofonías: buscar a Dios es buscar la pobreza, que es la humildad (Sof 2,3). Después del día de Yahveh, el “resto” del pueblo de Dios será “humilde y pobre” (Sof 3,12; gr. praus y tapemos; cf. Mt 11,29; Ef 4,2).

En el AT los modelos de esta humildad son Moisés, el más humilde de los hombres (Núm 12,3) y el misterioso siervo que, por su humilde sumisión hasta la muerte, realiza el designio de Dios (Is 53, 4,10). Al retorno del exilio; profetas y sabios predicarán la humildad. El Altísimo habita con aquel que es humilde de espíritu y tiene corazón contrito (Is 57,15; 66,2). “El fruto de la humildad es el temor de Dios, riqueza, gloria y vida” (Prov 22,4). “Cuanto más grande seas, más debes abajarte para hallar gracia delante del Señor” (Eclo 3,18; cf. Dan 3,39: la oración del ofertorio “1n spiritu humilitatis”). Finalmente, al decir del último profeta, el Mesías será un rey humilde; entrará en Sión montado en un pollino (Zac 9,9). Verdaderamente el Dios de Israel, rey de la creación, es el “Dios de los humildes” (Jdt 9,11s).

IIl. LA HUMILDAD DEL HIJO DE DIOS.

Jesús es el Mesías humilde anunciado por Zacarías (Mt 21,5). Es el Mesías de los humildes, a los que proclama bienaventurados (Mt 5,4 = Sal 37,11; gr. praus el humilde al que su sumisión a Dios hace paciente y manso). Jesús bendice a los niños y los presenta como modelos (Mc 10,15s). Para ser como uno de esos pequeñuelos, a quienes Dios se revela y que son los únicos que entrarán en el reino (Mt 11,25; 18;3s), hay que aprender de Cristo, “maestro manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Ahora bien, este maestro no es solamente un hombre; es el Señor venido a salvar a los pecadores tomando una carne semejante a la suya (Rom 8, 3). Lejos de buscar su gloria (Jn 8,50), se humilla hasta lavar los pies a sus discípulos (Jn 13,14ss); él, igual a Dios, se anonada hasta morir en cruz por nuestra redención (F1p 2,6ss; Mc 10,45; cf. Is 53). En Jesús no sólo se revela el poder divino, sin el cual no existiríamos, sino también la caridad divina, sin la cual estaríamos perdidos (Lc 19,10).

Esta humildad (“signo de Cristo”, dice san Agustín) es la del Hijo de Dios, la de la caridad. Hay que seguir el camino de esta humildad “nueva” para practicar el mandamiento nuevo de la caridad (Ef 4, 2; 1Pe 3,8s; “donde está la humildad, allí está la caridad”, dice san Agustín). Los que “se revisten de humildad en sus relaciones mutuas” (1Pe 5,5); Col 3,12) buscan los intereses de los otros y se ponen en el último lugar (F1p 2,3s; 1Cor 13,4s). En la serie de los frutos del Espíritu pone Pablo la humildad al lado de la fe (Gál 5,22s); estas dos actitudes (rasgos esenciales de Moisés, según Eclo 45,4) están, en efecto, conexas, siendo ambas actitudes de abertura a Dios, de sumisión confiada a su gracia y a su palabra.

IV. LA OBRA DE DIOS EN LOS HUMILDES.

Dios mira a los humildes y se inclina hacia ellos (Sal 138,6; 113, 6s); en efecto, no gloriándose sino en su flaqueza (2Cor 12,9), se abren al poder de la gracia, que no es en ellos estéril (1Cor 15,10). No sólo el humilde obtiene el perdón de sus pecados (Lc 18,14), sino que la sabiduría del todopoderoso gusta de manifestarse por medio de los humildes, a los que el mundo desprecia (1Cor 1,25.28s). ¡Qué humildad en aquel a quien el Señor envía para prepararle el camino y que no piensa sino en disminuirse (Jn 1,27; 3, 28ss)! De una virgen humilde, que sólo quiere ser su sierva, hace Dios la madre de su Hijo, nuestro Señor (Lc 1,38.43).

El que se humilla en la prueba bajo la omnipotencia del Dios de toda gracia y participa en las humillaciones de Cristo crucificado, será, como Jesús, exaltado por Dios a su hora y participará de la gloria del Hijo de Dios (Mt 23,12; Rom 8, 17; FIp 2,9ss; 1Pe 5,6-10). Con todos los humildes cantará eternamente la santidad y el amor del Señor, que ha hecho en ellos cosas grandes (Lc 1,46-53; Ap 4,8-11; 5,11-14).

En el AT la palabra de Dios lleva al hombre a la gloria por el camino de una humilde sumisión a Dios, su creador y su salvador. En el NT, la palabra de Dios se hace carne para conducir al hombre a la cima de la humildad que consiste en servir a Dios en los hombres, en humillarse por amor para glorificar a Dios salvando a los hombres.

MARC-FRANÇOIS LACAN