Gracia.

1. SENTIDO DE LA PALABRA.

La palabra que designa la gracia (gr. kharis) no es pura creación del cristianismo; figura ya en el AT. Pero el NT fijó su sentido y le dio toda su extensión. La utilizó precisamente para caracterizar el nuevo régimen instaurado por Jesucristo y oponerlo a la economía antigua: ésta estaba regida por la ley, aquélla lo está por la gracia (Rom 6,14s; In 1,17).

La gracia es el don de Dios que contiene todos los demás, el don de su Hijo (Rom 8,32), pero no es sencillamente el objeto de este don. Es el don que irradia de la generosidad del dador y envuelve en esta generosidad a la criatura que lo recibe. Dios da por gracia, y el que recibe su don halla cerca de él gracia y complacencia.

Por una coincidencia significativa, la palabra hebrea y la palabra griega, traducidas en latín por gratia y en español por grada, se prestan a designar a la vez la fuente del don en el que da y el efecto del don en el que recibe. Es que el don supremo de Dios no es totalmente ajeno a las relaciones con que los hombres se unen entre sí, además de que existen entre él y nosotros nexos que revelan en nosotros su imagen. Mientras que el hebreo hen designa en primer lugar el favor, la benevolencia gratuita de un personaje de alta posición, y luego la manifestación concreta de este favor, demostrado por el que da y hace gracia, recogido por el que recibe y halla gracia, y, por fin, el encanto que atrae las miradas y se granjea el favor, el griego kharis, con un proceso casi inverso, designa en primer lugar la seducción que irradia la belleza, luego la irradiación más interior de la bondad, finalmente los dones que manifiestan esta generosidad.

II. LA GRACIA EN LA ANTIGUA ALIANZA.

La gracia, revelada y dada por Dios en Jesucristo, está presente en el AT, como un promesa y como una esperanza. En diversas formas, con nombres variados, pero uniendo siempre al Dios que da con el hombre que recibe, por todas partes aparece la gracia en el AT. La lectura cristiana del AT tal como la propone san Pablo los Gálatas, consiste en reconocer en la antigua economía los gestos y los rasgos del Dios de la gracia.

1. La gracia en Dios.

Dios mismo se define así: “Yahveh, Dios de ternura y de gracia, tardo a la ira y rico en misericordia y fidelidad” (Ex 34,6). En Dios la gracia es a la vez misericordia que se interesa por la miseria (hen), fidelidad generosa a los suyos (hesed), solidez inquebrantable en sus compromisos (efnet), adhesión de corazón y de todo el ser a los que ama (rahamim), justicia inagotable (sedeq), capaz de garantizar a todas sus criaturas la plenitud de sus derechos y de colmar todas sus aspiraciones. Que Dios pueda ser la paz y el gozo de los suyos es efecto de su gracia: “¡Cuán preciosa es tu gracia (hesed), oh Dios! Los hombres se refugian a la sombra de tus alas, se sacian de la sobreabundancia de tu casa y los abrevas en el torrente de tus delicias” (Sal 36, 8ss), “porque tu gracia (hesed) es mejor que la vida” (63,4). La vida, el más precioso de todos los bienes, palidece ante la experiencia de la generosidad divina, fuente inagotable. La gracia de Dios puede ser, pues, una vida, más rica y más plena que todas nuestras experiencias.

2. Las manifestaciones de la gracia divina.

La generosidad de Dios se derrama sobre toda carne (Eclo 1, 10), su gracia no es un tesoro guardado codiciosamente. Pero el signo esplendente de esta generosidad es la elección de Israel. Es una iniciativa totalmente gratuita, no justificada en el pueblo elegido por ningún mérito. por ningún valor antecedente, ni por el número (Dt 7,7), la buena conducta (9,4), el “vigor de (su) mano” (8,17), sino únicamente por “el amor a vosotros y la fidelidad al juramento hecho a vuestros padres” (7,8; cf. 4,37). Como punto de partida de Israel sólo hay una explicación, la gracia del Dios fiel que guarda su alianza y su amor (7,9). El símbolo de esta gracia es la tierra que da Dios a su pueblo, “país de torrentes y de manantiales” (8,7), “de montañas y de valles regados por la lluvia del cielo” (11,11), “ciudades que tú no has construido... casas que tú no has llenado, pozos que tú no has excavado” (6,10s).

Esta gratuidad no carece de fin, no vuelca ciegamente las riquezas con las que no sabe qué hacer. La elección tiene por fin la alianza; la gracia que escoge y que da es un gesto de conocimiento, se adhiere a aquel que escoge y aguarda de él una res puesta, el reconocimiento y el amor: tal es la predicación del Deuteronomio (Dt 6,5.12s; 10,12s; 11,1). La gracia de Dios quiere tener asociados, pide un intercambio, una comunión.

3. La gracia de Dios sobre sus elegidos.

La palabra que sin duda traduce mejor el efecto producido en el hombre por la generosidad de Dios es el de bendicion. La bendición es mucho más que una protección exterior, en el que la recibe mantiene la vida, el gozo, la plenitud de la fuerza, establece entre Dios y su criatura un contacto personal, hace que se posen sobre el hombre la mirada y la sonrisa de Dios, y la irradiación de su rostro y de su gracia (bell, Núm 6,25), y esta relación tiene algo de vital, afecta a la potencia creadora. Al padre corresponde bendecir, y si la historia de Israel es la de una bendición destinada a todas las naciones (Gén 12,3), es porque Dios es padre y plasma el destino de sus hijos (Is 45,10ss). La gracia de Dios es un amor de padre y crea hijos. Como esta bendición es la del Dios santo, el vínculo que establece con sus elegidos es el de una consagración. La elección es llamamiento a la santidad y promesa de vida consagrada (Éx 19,6; Is 6,7; Lev 19,2).

A esta respuesta filial, a esta consagración de la vida y del corazón se niega Israel (cf. Os 4,1s; Is 1,4; Jer 9,4s). “Como mana el agua en un pozo, así mana en (Jerusalén) la maldad” (Jer 6,7; cf. Ez 16; 20). Entonces Dios piensa hacer en el hombre algo de lo que el hombre es radicalmente incapaz, y hacer que el hombre mismo sea su autor. De una Jerusalén corrompida hará una ciudad justa (Is 1,21-26): de corazones incurablemente rebeldes (Jer 5,1ss) hará corazones nuevos, capaces de conocerle (05 2,21; Jer 31,31). Estoserá obra de su Espíritu (Ez 36, 27); será el advenimiento de su propia justicia en el mundo (Is 45,8. 24; 51,6).

III. LA GRACIA DE DIOS SE REVELÓ EN JESUCRISTO.

La venida de Jesucristo muestra hasta dónde puede llegar la generosidad divina: hasta darnos a su propio Hijo (Rom 8,32). La fuente de este gesto inaudito es una mezcla de ternura, de fidelidad y de misericordia, por lo que se definía Yahveh, y a la que el NT dará el nombre específico de gracia, kharis. El deseo de la gracia de Dios (casi siempre acompañada de su paz, asociándose así el gran saludo semítico con el ideal típicamente griego de la kharis) encabeza casi todas las cartas apostólicas y muestra que para los cristianos la gracia es el don por excelencia, el que resume toda la acción de Dios y todo lo que podemos desear a nuestros hermanos.

En la persona de Cristo “nos han venido la gracia y la verdad” (Jn 1, 17), las hemos visto (1,14) y, por el mismo caso, hemos conocido a Dios en su Hijo único (1,18). Así como hemos conocido que “Dios es amor” (1Jn 4,8s), así, al ver a Jesucristo, conocemos que su acción es gracia (Tit 2,11; cf. 3,4).

Si bien la tradición evangélica común a los sinópticos no conoce la palabra, sin embargo, es plenamente consciente de la realidad. También para ella es Jesús el don supremo del Padre (Mt 21,37 p), entregado por nosotros (26,28). La sensibilidad de Jesús a la miseria humana, su emoción ante el sufrimiento, traducen por otra parte la misericordia y la ternura por las que se definía el Dios del AT. Y san Pablo, para animar a los corintios a la generosidad, les recuerda “la liberalidad (kharis) de Jesucristo..., cómo de rico que era se hizo pobre por vosotros” (2Cor 8,9).

IV. GRATUIDAD DE LA GRACIA.

Si la gracia de Dios es el secreto de la redención, es también el secreto de la forma concreta cómo la recibe y la vive cada cristiano (Rom 12,6; Ef 6,7) y cada Iglesia. Las iglesias de Macedonia han recibido la gracia de la generosidad (2Cor 8,1s), los filipenses han recibido su parte de la gracia del apostolado (Flp 1,7; cf. 2Tim 2,9), que explica toda la actividad de Pablo (Rom 1,5; cf. 1Cor 3,10; Gál 1,15; Ef 3,2).

A través de la variedad de los carismas se revela la elección, elección venida de Dios antes de todas las opciones humanas (Rom 1,5; Gál 1,15), que introduce en la salvación (Gál 1,6; 2Tim 1,9), que consagra a una misión propia (1Cor 3,10; Gál 2,8s).

La gratuidad inicial de la elección (Rom 11,5) marcará para Pablo toda la existencia cristiana. La salvación es el don de Dios y no salario merecido por un trabajo (Rom 4,4); de lo contrario, “la gracia ya no es gracia” (11,6). Si la salvación se debe a una observancia cualquiera, la gracia de Dios no tiene ya objeto, “la fe no tiene ya sentido, y la promesa carece de efecto” (4,14). Solamente la fe en la promesa respeta el verdadero carácter de la obra de Dios, que consiste en ser ante todo una gracia.

Lo que redobla la gratuidad de la elección son las condiciones concretas en que se efectúa. Dios escoge a un enemigo, agracia a un condenado: “Cuando todavía éramos desvalidos... pecadores.., enemigos de Dios”, impotentes para arrancarnos del pecado, “fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo” (Rom 5,6-10). Y la gracia de Dios no se contenta con salvarnos de la muerte mediante un gesto de perdón (3,24; Ef 2,5), sino que muestra una generosidad que rebasa todos los límites. Donde había proliferado el pecado, sobreabunda la gracia (Rom 5,15-21); ésta abre sin reservas la riqueza inagotable de la generosidad divina (Ef 1,7; 2,7) y la prodiga sin medida (2Cor 4,15; 9,14; cf. 1Cor 1,7). Una vez que Dios ha entregado por nosotros a su propio Hijo, “¿cómo no nos dará todas las gracias?” (Rom 8,32).

V. FECUNDIDAD DE LA GRACIA.

La gracia de Dios “no es estéril” (1Cor 15,10). Hace que la fe produzca obras, realice su actividad (1Tes 1, 3; 2Tes 1,11), “opere por la caridad” (Gál 5,6), produzca frutos (Col 1,10), “las buenas obras que Dios preparó de antemano para que nosotros las produjéramos” (Ef 2,10). La gracia es, para los apóstoles, fuente inagotable de actividad (Hech 14,26; 15,40); hace de Pablo todo lo que es y hace en él todo lo que él hace (1Cor 15, 10). hasta el punto de que lo más personal “lo que yo soy” es precisamente la obra de esta gracia.

Como la gracia es principio de transformación y de acción, requiere una colaboración constante. “Investidos de este ministerio, no flaqueamos” (2Cor 4, 1), atentos siempre a “obedecer a la gracia” (2Cor 1,12) y a “responderle” (Rom 15,15; cf. Flp 2,12s). Jamás falta esta gracia: siempre “basta”, aun en las mayores estrecheces, pues entonces es cuando brilla su poder (2Cor 12,9).

La gracia es también el nacimiento a una existencia nueva (In 3,3ss), la del Espíritu que anima a los hijos de Dios (Rom 8,14-17). Esta existencia es descrita con frecuencia por Pablo mediante categorías jurídicas que tratan de marcar la realidad del régimen instituido por la gracia. El cristiano está “llamado en la gracia” (Gál 1,6), “establecido en la gracia” (Rom 5,2), vive bajo su reinado (5,21; 6,14). Pero esta existencia no es sólo un estado de hecho, cuya denominación jurídica sea fijada por una autoridad, sino que es una vida en el sentido más pleno de la palabra, la vida de aquellos que, “habiendo vuelto de la muerte”, viven de una vida nueva con Cristo resucitado (Rom 6,4.8.11.13). La experiencia paulina, habiendo partido de un horizonte diferente, converge aquí perfectamente con la experiencia joánnica: la gracia de Cristo es el don de la vida (In 5,26; 6,33; 17,2).

Esta experiencia de la vida es la del Espíritu Santo. El régimen de la gracia es el del Espíritu (Rom 6,14; 7,6); el hombre liberado del pecado lleva frutos de santificación (6,22: 7,4). El Espíritu, que es el don de Dios por excelencia (Hech 8,20; 11,17), “da testimonio a nuestro espíritu” (Rom 8,16) con una experiencia indubitable de que la gracia nos hace realmente hijos de Dios, capaces de invocar a Dios como Padre: Abba. Tal es la justificación operada por la gracia (Rom 3,23s): el poder de ser delante de Dios exactamente lo que él aguarda de nosotros, hijos delante de su Padre (Rom 8,14-17; Un 3,1s). El cristiano, descubriendo entonces en la gracia de Dios la fuente de todos sus gestos, halla ante los hombres la actitud exacta, el orgullo auténtico que no se jacta de poseer cosa alguna, sino de haber recibido todo por gracia, y primeramente la justicia. Orgullo y gracia: Pablo gusta de asociar estas dos palabras (Rom 4,2ss; 5,2s; 2Cor 12,9; cf. Ef 1,6). En la gracia de Dios logra el hombre ser él mismo.

JACQUES GUILLET