Extranjero.

Entre los extranjeros distingue la Biblia cuidadosamente a los que pertenecen a las otras naciones y que hasta la venida de Cristo son ordinariamente enemigos; al extranjero de paso (nokri), considerado como inasimilable (así también a la “mujer extranjera” y más en particular a la prostituida, que arrastra con frecuencia a la idolatría: Prov 5); al extranjero residente (ger), que no es autóctono, pero cuya existencia está más o menos asociada a la de las gentes del país, como los metecos en las ciudades griegas. Este artículo se ocupa exclusivamente de los extranjeros residentes.

1. ISRAEL Y LOS EXTRANJEROS RESIDENTES.

La asimilación progresiva de los gerim por Israel contribuyó no poco a romper el círculo racial en el que tendía a encerrarse espontáneamente, y a preparar así el universalismo cristiano.

Israel, acordándose de que en otro tiempo había sido extranjero en Egipto (Ex 22,20; 23,9), no debe contentarse con practicar con los “residentes” la hospitalidad que otorga a los nokrim (Gén 18,2-9; Jue 19,20s; 2Re 4,8ss), sino que debe amarlos como a sí mismo (Lev 19,34), pues Dios vela por el extranjero (Dt 10,18), como extiende su protección a los indígenas y a los pobres (Lev 19, 10: 23,22). Israel les fija un estatuto jurídico análogo al suyo (Dt 1,16; Lev 20,2): autoriza más especialmente a los circuncisos a participar en la pascua (Éx 12,48s), a observar el sábado (Éx 20,10), a ayunar el día de la expiación (Lev 16,29); así pues, éstos no deben blasfemar el nombre de Yahveh (Lev 24,16). Su asimilación es tal que en el Israel del fin de los tiempos Ezequiel les da el país en partición con los ciudadanos de nacimiento (Ez 47,22).

Al retorno del exilio se deja sentir un movimiento de separación. Se obliga a ger a abrazar el judaísmo so pena de ser excluido de la comunidad (Neh 10,31; Esd 9-10). En efecto, la asimilación debe ser cada vez más rigurosa. Si un hijo de extranjero se adhiere a Yahveh y observa fielmente su ley, Dios lo admite en su templo, con el mismo título que a los israelitas (Is 56,6s). En realidad, en la dispersión tratan entonces los judíos de propagar su fe, como lo demuestra la traducción griega de la Biblia. Ésta traduce ger por “prosélito”, término que designa a todo extranjero que se adhiere plenamente al judaísmo; da a ciertos textos un alcance universal (Am 9, 12; Is 54,15). El movimiento misionero que supone tal adaptación de los textos es evocado por Jesús: Los fariseos surcan los mares para ganar un prosélito (Mt 23,15).

El día de pentecostés se hallan presentes prosélitos (Hech 2,11); son numerosos los que abrazan la fe de Cristo (Hech 13,43; 6,5). Pero el terreno más propicio para la actividad misionera de Pablo fueron los “temerosos de Dios” (Hech 18,7), paganos que simpatizaban con la religión judía, aunque sin llegar hasta la circuncisión, como, por ejemplo, Cornelio (Hech 10,2). Todas estas distin ciones desaparecen rápidamente con la supresión de la barrera entre judíos y paganos por la fe cristiana: todos son hermanos en Cristo (Ef 2.14; cf. Hech 21,28s).

II. ISRAEL, EXTRANJERO EN LA TIERRA.

En cambio, una transposición de la condición de ger sobrevive en la fe cristiana.

La tierra de Canaán fue prometida a Abraharn y a sus descendientes (Gén 12.1.7), pero Dios sigue siendo su verdadero propietario. Israel, ger de Dios, es únicamente locatario (Lev 25,23). Esta idea contiene en germen una actitud espiritual que se descubre en los salmos. El israelita sabe que no tiene ningún derecho frente a Dios, únicamente desea ser su huésped (Sal 15); reconoce que es extranjero en su país, transeúnte, como todos sus antepasados (Sal 39, 13: 1 Par 29,15). Transeúnte también en otro sentido, en cuanto que es breve la vida acá abajo; por eso pide a Dios que no tarde en socorrerle (Sal 119,19).

En el NT se profundiza todavía esta inteligencia de la condición humana. El cristiano acá abajo no tiene morada permanente (2Cor 5,1s); es extranjero en la tierra no sólo porque ésta pertenece exclusivamente a Dios, sino porque es ciudadano de la patria celestial: allí no es ya huésped ni extranjero, sino conciudadano de los santos (Ef 2,19; Col 1,21). Mientras no haya alcanzadoeste término, su vida es una vida de peregrinación (1Pe 2,11), a imitación de la de los patriarcas (Heb 11,13) que en otro tiempo se desgajaron de su ambiente para ponerse en camino hacia una patria mejor (Heb 11,16). Juan acentúa todavía este contraste entre el mundo en que hay que vivir y la verdadera vida en la que estamos ya introducidos. El cristiano, nacido de lo alto (Jn 3,7), no puede menos de ser extranjero en esta tierra, porque entre él y el mundo no hay acuerdo posible: en efecto, el mundo está en poder del Maligno (1Jn 5,19). Pero si el cristiano no es de este mundo, sabe como Cristo de dónde viene y adónde va, sigue a Cristo, que plantó su tienda en medio de nosotros (Jn 1,14) y que, de retorno al Padre (16, 28), prepara un puesto para los suyos (14,2s), a fin de que donde está él, esté también su servidor (12,26), establemente cerca del Padre.