Elección.

Sin la elección no es posible comprender nada del designio y de la voluntad de Dios acerca del hombre. Pero el hombre pecador, fatalmente desconfiado de Dios y envidioso de sus hermanos, se resiste siempre a aceptar la gracia y la generosidad de Dios: se queja de ella cuando otro la disfruta (Mt 20,15), y cuando él mismo es el agraciado, se hace fuerte como si se tratase de un valor que sólo depende de él. Entre el furor de Caín contra su hermano (Gén 4,4s) y el grito de Pablo que, torturado por sus hermanos de raza (Rom 9,2s), sumerge su angustia en la acción de gracias por “los decretos insondables y las vías incomprensibles de Dios” (11,13), hay todo el camino que lleva del pecado a la fe, toda la redención, toda la Escritura.

AT.

I. LA EXPERIENCIA DE LA ELECCIÓN.

1. El hecho inicial.

La experiencia de la elección es la de un destino diferente del de los otros pueblos, de una condición singular debida, no a un concurso ciego de circunstancias o a una serie de éxitos humanos, sino a una iniciativa deliberada y soberana de Yahveh. Si el vocabulario clásico de la elección (heb. babar y sus derivados) es relativamente preciso y particular, la conciencia de este comportamiento divino es tan antigua como la existencia misma de Israel como pueblo de Yahveh; la elección es inseparable de la alianza y expresa a la vez el carácter único (solo entre tantos otros) de ésta y el secreto interior (escogido por Dios). Así le da su profundidad religiosa, el valor de un misterio.

2. Las primeras confesiones de la elección divina

Las primeras confesiones de la elección divina se remontan a las expresiones más antiguas de la fe de Israel. El ritual de las primicias recogido por Dt 26,1-11 comporta un credo muy antiguo, cuya sustancia es la iniciativa divina que sacó a los hebreos de Egipto para conducirlos a una tierra de bendición. La relación de la alianza concluida en Siquem en tiempo de Josué hace remontar la historia de Israel a una elección: “Yo tomé a vuestro padre Abraham...” (Jos 24,3) y subraya que la respuesta a esta iniciativa no puede ser sino una opción: “Elegid a quien queréis servir” (24,15). Sin duda son más recientes las fórmulas de la alianza en el Sinaí, “Tú nos tomarás por tu heredad” (Ex 34,9), “Yo os tendré por míos entre todos los pueblos” (19,5), pero la fe que expresan se halla ya en uno de los oráculos de Balaán: “¿Cómo maldeciré al que Dios no ha maldecido?... He aquí un pueblo que habita aparte y que no se cuenta entre las naciones” (Núm 23,8s), y todavía antes, en el canto de Débora, en la que alternan las maravillas de “Yahveh, Dios de Israel” (Jue 5,3.5.11) y la generosidad de los combatientes que se han ofrecido “por Yahveh” (Jue 5,2.9. 13.23).

3. La elección, hecho continuado.

Todas estas confesiones refieren una historia y cantan la continuidad de un designio único. La elección del pueblo aparece preparada por una serie de elecciones anteriores y se desarrolla constantemente con la elección de nuevos escogidos.

a) Antes de Abraham

El esquema de la historia de la humanidad comporta, sí, preferencias divinas (Abel, Gén 4,4), tratamientos privilegiados (Henoc, 5,24), el caso único de Noé “único justo delante de mí en esta generación” (7,1), la bendición otorgada a Sem (9,26), pero no conoce todavía la elección propiamente dicha. Sin embargo, la supone constantemente: toda esta historia está construida para que de en medio de esta multitud humana entregada al pecado y que sueña con “penetrar los cielos” (11,4), Dios, cuya mirada sigue a todas las generaciones, escoja un día a Abraham para bendecir en él “a todas las naciones de la tierra” (12,3).

b) Sobre los patriarcas

Manifiesta Dios la continuidad de su designio de elección. Se escogió una raza y mantiene esta elección, pero en esta raza no es el heredero natural el que lleva su bendición (Eliezer, Ismael, Esaú o Rubén), sino que cada vez una iniciativa particular de Dios designa a su elegido: Isaac (Gén 18,19), Jacob y Judá. Todo el Génesis tiene por tema el contraste paradójico entre las consecuencias normales de la elección inicial de Abraham y los gestos por los que Dios desbarata los proyectos del hombre y mantiene así a la vez su fidelidad a sus promesas y la prioridad soberana de sus elecciones.

En estos relatos se afirma un rasgo permanente de la elección. Mientras que, desde el punto ae vista de los hombres, el privilegio del elegido implica automáticamente la desgracia de los que han sido descartados, como lo prueba el estribillo que jalona los oráculos pronunciados por los padres: “sean esclavos tuyos tus hermanos” (9,25; 27,29; 27,40), en las promesas divinas la palabra de Dios sobre su elegido hace de él una bendición para toda la tierra (12,3; 22,18; 26,4; 28,14).

c) En el interior del pueblo elegido

Se escogía Dios constantemente hombres a los que confiaba unamisión, temporal o permanente, y esta elección que los ponía aparte y los consagraba, reproduce los rasgos de la elección de Israel. En los profetas se manifiesta a menudo la elección a través de la vocación o llamamiento directo de Dios, que propone un nuevo modo de existencia y pide una respuesta. El caso típico es Moisés (Éx 3; cf. Sal 106,23: “su elegido”, pero Amós (Am 7,15), Isaías (Is 8,11), Jeremías (Jer 15,16s; 20,7) conocen también esta misma experiencia; fueron aprehendidos, arrancados a la vida ordinaria, a la sociedad de los hombres, constreñidos a proclamar el punto de vista de Dios y a oponerse a su pueblo.

Los reyes son elegidos, por ejemplo, Saúl (1Sa 10,24) y sobre todo David, escogido por Yahveh al mismo tiempo que es desechado Saúl (1Sa 16,1), y escogido irrevocablemente junto con su descendencia, que podrá, sí, ser severamente castigada, pero nunca será desechada (2Sa 7,14ss). Aquí no se oye ya un llamamiento: la elección divina es significada al rey por el profeta (1Sa 10,1) que la conoce por la palabra de Dios (1Sa 16,6-12; Ag 2,23), y con frecuencia se vale Dios del juego de los acontecimientos para elevar al trono al rey que ha elegido, por ejemplo, a Salomón con preferencia a Adonías (1Re 2,15). Pero se trata ciertamente de una elección (Dt 17, 15), no sólo a causa de la dignidad regia y del carácter sagrado dé la unción, sino también porque la elección del Ungido de Yahveh está siempre ligada con la alianza de Dios con su pueblo (Sal 89,4) y porque la función esencial del rey consiste en mantener a Israel fiel a su elección.

Sacerdotes y levitas son igualmente objeto de elección. El ministerio que les es confiado, de “mantenerse en presencia de Yahveh”, supone una separación, una “puesta aparte” (Dt 10,8; 18,5), una forma de existencia diferente de la del resto del pueblo. Ahora bien, esta consagración supone en su origen tina iniciativa divina: Dios tomó para sí a los levitas, en lugar de los primogénitos, que le correspondían por derecho (Núm 8,16ss), mostrando así que su soberanía no es una dominación ciega e indiferente, sino que se interesa por la calidad de sus asociados y que espera de ellos una ratificación gozosa. Los levitas, escogidos por Dios para ser su porción y su herencia, deben comprometerse a tomarle como su porción y su herencia (Núm 18,20; Sal 16,5s). Y si hay continuidad entre la elección de los sacerdotes y de los levitas y la de Israel, es porque Yahveh escogió a su pueblo para que fuera todo él “un reino de sacerdotes y una nación consagrada” (Éx 19,6).

Como escogió Yahveh a su pueblo, escogió también la tierra y los lugares santos que le destinaba, porque no es, como los Baales cananeos, prisionero de las fuentes o de las montañas donde actúa. Como “eligió a la tribu de Judá”, eligió también, porque la ama, “a la montaña de Sión” (Sal 78,68) y la “escogió como morada” (Sal 68,17; 132,13). Sobre todo escogió el templo de Jerusalén (Dt 12,5...; 16,7-16) “para hacer que habitara allí su nombre”.

II. EL SIGNIFICADO DE LA ELECCIÓN.

El Deuteronomio, que consagró en torno a la raíz bhr el vocabulario de la elección, despejó también su significado.

1. El origen de la elección es una iniciativa gratuita de Dios; “a ti te ha escogido Yahveh tu Dios” (Dt 7,7), que no eres tú el que le ha escogido a él. La explicación de esta gracia es el 'amor: ningún mérito, ningún valor la justifica, Israel es el último de los pueblos, “pero... Yahveh os ha amado” (7,7s). La elección establece una relación íntima entre Dios y su pueblo: “Vosotros sois hijos” (Dt 14,1); sin embargo, este parentesco no tiene nada de natural, como es tan frecuente en el paganismo entre la divinidad y sus fieles, sino que es efecto de la elección de Yahveh (14,2) y expresa la trascendencia de aquel que siempre “ama el primero” (Jn 4,19).

2. El fin de la elección es constituir un pueblo santo, consagrado a Yahveh “elevado por encima de todas las naciones en honor, en renombre y en gloria” (Dt 26,19), que haga irradiar entre los pueblos la grandeza y la generosidad del Señor. La ley, especialmente por las barreras que levanta entre Israel y las naciones, es el medio de asegurar esta santidad (7,1-6).

3. El resultado de una elección que pone a Israel aparte de los otros pueblos es señalarle un destino que no tiene nada de común con el de ellos: o bien felicidad extraordinaria, o bien desventura sin ejemplo (Dt 28). La palabra de Amós es como la carta de la elección: “Sólo a vosotros conocía yo entre todas las familias de la tierra; así, os visitaré por todas vuestras iniquidades” (Am 3,2).

III. LA NUEVA ELECCIÓN, ESCATOLÓGICA.

1. Elección y repudio.

El rigor de esta amenaza conserva un aspecto tranquilizador: para que Dios castigue así a su pueblo es menester que no haya renunciado a él. Lo más tremendo seria la eventualidad de que Dios anulara la elección y dejara a Israel perderse en medio de los pueblos. De la misma manera que para elegir a David había desdeñado a los siete hermanos mayores (1Sa 16,7), de la misma manera que había repudiado a Efráím para escoger a Judá (Sal 78,67s), ¿no hay peligro de que “repudie a la ciudad que había escogido, a Jerusalén” (2Re 23,27)? Los profetas, en particular Jeremías, se ven forzados a contar con esta posibilidad; Israel es como la plata que no se puede acrisolar, condenada al desecho (Jer 6,30; cf. 7,29); “¿Has, pues, desechado a Judá?” (14,19).

La respuesta es finalmente negativa: “Si pueden medirse arriba los cielos y descubrirse abajo los fundamentos de la tierra, entonces podré yo répudiar a toda la descendencia de Israel” (Jer 31,37; cf. Os 11,8; Ez 20,32). Es cierto que la esposa infiel ha sido “repudiada por sus pecados”, pero, con todo, puede Dios interrogar: “¿Dónde, pues, está el libelo de repudio de vuestra madre?” (Is 50,1). La elección se mantiene, pero en un gesto nuevo: “Yahveh eligirá todavía a Jerusalén” (Zac 1,17; 2,16), “escogerá de nuevo a Israel” (Is 14,1) por encima de su pecado y de su ruina, en forma de un resto que no será efecto del azar, sino del poder de Dios, “semilla santa” (Is 6,13). “Germen” (Zac 3,8), “los siete mil hombres que no han doblado la rodilla delante de Baal” (1Re 19,18) y que, según la interpretación de san Pablo, Dios mismo ha reservado (Rom 11,4, que añade “para mí”).

2. He aquí a mi elegido.

A este nuevó Israel se da con frecuencia el título de elegido en el segundo Isaías, siempre por Dios mismo (“mi elegido”, Is 41,8; 43,20; 44,2; 45,4, o “mis elegidos”, 43,10; cf. 65,9.15. 22), y conviene perfectamente para designar la iniciativa creadora de Dios, capaz de hacer surgir en plena idolatría un pueblo entregado al servicio del verdadero Dios. En el centro del mundo y de su historia se escogió Dios a este pueblo, y pensando en él, y por él, gobierna toda la tierra, escogiendo a un Ciro (45,1) y haciendo de él un conquistador”a causa de Israel. mi elegido” (45,4).

En el centro de esta obra hace Dios aparecer al personaje misterioso, al que no da otro nombre sino “mi siervo” (42,1; 49,3; 52,13) y “mi elegido” (42,1). No es un rey, ni un sacerdote, ni un profeta, pues todos estos elegidos son primero hombres antes de haber tomado conciencia de su misión; oyen el llamamiento de una vocación y reciben una unción. Pero éste ha percibido el llamamiento de Dios “desde el seno de su madre” (cf. Jer 1,5) y su nombre no le es dado por los hombres, sino que es pronunciado por sólo Diós (49,1). Toda su existencia es de Dios, es sólo elección, por lo cual no es tampoco más que servicio y consagración: el elegido es necesariamente el siervo.

NT.

I. JESUCRISTO, EL ELEGIDO DE DIOS.

Aunque raras veces se da el título a Jesús en el NT (Lc 9,35; 23,35; probablemente Jn 1,34), se trata siempre de un momento solemne, bautismo, transfiguración o crucifixión, y siempre evoca la figura del siervo. Dios mismo al pronunciarlo atestigua que en Jesús de Nazaret llega finalmente al término de la obra que había emprendido eligiendo a Abraham y a Israel; ha hallado el único elegido que merece plenamente este nombre, el único al que puede confiar su obra y que es capaz de colmar su deseo. El “he aquí a mi elegido”, de Isaías, anunciaba el triunfo de Dios, seguro de poseer ya al que no le decepcionaría jamás; el “he aquí a mi elegido” proferido por el Padre sobre Jesús revela el secreto de esta certeza; a este hombre de carne, desde el seno materno lp ha santificado y llamado su Hijo (Lc 1,35), y “desde antes de la creación del mundo” lo ha destinado a “recapitular en sí todas las cosas” (Ef 1,4.10; 1Pe 1,20). Sólo Cristo es el elegido de Dios y no hay elegidos sino en él. Él es la piedra elegida, la única capaz de sostener el edificio que Dios construye (1Pe 2,4ss).

Jesús, aunque no pronuncia jamás este nombre, tiene la más clara conciencia de su elección: la certeza de venir de otra parte (Mc 1,38; Jn 8,14), de pertenecer a otro mundo (Jn 8,23), de tener que vivir un destino único, el del Hijo del hombre, y de realizar la obra misma de Dios (Jn 5,19; 9,4; 17,4). Todas las Escrituras relatan la elección de Israel, y Jesús sabe que todas se refieren a él (Lc 24,27; Jn 5,46). Pero esta conciencia no determina en él sino la voluntad de servir y de cumplir y realizar hasta el fin lo que debe cumplirse (Jn 4,34).

II. LA IGLESIA, PUEBLO ELEGIDO.

La elección de los doce manifiesta pronto que Jesús quiere cumplir su obra teniendo “consigo a los que quería” (Mc 3,13s). Éstos representan en torno a él a las doce tribus del nuevo pueblo, y este pueblo tiene su origen en la elección de Cristo (Lc 6, 13; Jn 6,70), que se remonta a la elección del Padre (Jn 6,37; 17,2), y se hace bajo la acción del Espíritu (Hech 1,2). En el punto de partida de la Iglesia, como en el de Israel hay una elección de Dios: “No me habéis elegido vosotros” (Jn 15,16; cf. Dt 7, 6). La elección de Matías (Hech 1,24) y la de Pablo (Hech 9,15) muestran que Dios no pretende edificar su Iglesia sino sobre testigos establecidos por él (Hech 10,4; 26,16).

2. La elección divina es en la Iglesia una realidad vivida.

Las comunidades cristianas y sus jefes hacen elecciones y confían misiones (Hech 6,5), pero estas elecciones no hacen sino sancionar las elecciones de Dios y reconocer su Espíritu (6,3); si los Doce imponen las manos a los Siete (6,6), si la Iglesia de Antioquía aparta a Pablo y a Bernabé, es que el Espíritu los ha designado aquellos a quienes llama a su obra (13,Iss). La presencia de los carismas en la Iglesia revela que la elección no se extingue.

Reuniendo y fundiendo en un cuerpo estas vocaciones particulares queda elegida la Iglesia. El don de la fe, la aceptación de la palabra no se explican por la sabiduría humana ni por el poder ni el nacimiento, sino por la sola elección de Dios (iCor 1,26ss; cf. Hech 15,7; 1Tes 1,4s). Es natural que los cristianos, conscientes de haber sido “llamados de las tinieblas” para cons-'tituir “una raza elegida... un pueblo santo” (1Pe 2,9), se llamarán sencillamente “los elegidos” (Rom 16,13; 2Tim 2,10; 1Pe 1,1), y que no sólo por el gusto de la asonancia se asocie ekklesia y eklekte, iglesia y elegida (cf. 2Jn 13; Ap 17,14).

III. ELEGIDOS O REPUDIADOS.

El NT habla tanto de los elegidos como de los “elegidos de Dios”, afirmando así el carácter personal y lo soberano de esta elección (Mc 13,20.27 p; Rom 8,33). Sin embargo, habla también de los elegidos en contextos escatológicos, refiriéndose así, más allá de las pruebas, a aquellos cuya elección ha venido a ser como una realidad visible y revelada (Mt 22,14; 24,22. 24) como, frente a ella, la perdición.

El AT conocía un repudio anterior a la elección, el repudio del que no es elegido, pero este repudio tiene algo de provisional, dado que la elección de Abraham debe ser una bendición para todas las naciones. En el interior de la elección el repudio sucesivo de los culpables y de los indignos no merma la promesa, y la elección divina es irrevocable. En Jesucristo se realiza la elección de Abraham y toca a su fin el repudio de las naciones. En él judíos y griegos reconciliados (Ef 2, 14ss) han sido elegidos, “designados” para no formar sino un solo pueblo. “el pueblo que Dios se ha adquirido” (Ef 1,11.14); la elección lo ha absorbido todo.

Es posible, no obstante, “después de haber recibido el conocimiento de la verdad”, “pisotear al Hijo de Dios... profanar la sangre de la alianza... caer, cosa terrible, en las manos del Dios vivo” (Heb 10,26-31). Hay un repudio posible, que no consiste en repudiar la elección, sino que en la elección misma expresa el juicio del elegido, que no reconoce a los suyos. Su “no os conozco” de Mt 25,12 no anula el “yo os he conocido” de Am 3,2, de la elección, sino expresa la seriedad divina de la misma: “Así, os visitaré por todas vuestras iniquidades.”

Este repudio no pertenece ya al tiempo, sino a la escatología, por lo cual no ha caído sobre el pueblo judío. Ciertamente hay un pecado en su historia; los hijos de Israel dieron contra la piedra escogida y sentada por Dios (Rom 9,32s), rechazaron a su elegido. Sin embargo, siguen siendo “según la elección, queridos por causa de sus padres” (11, 28) y su segregación, como la de las naciones bajo la antigua alianza, es provisional y providencial (11,30s). Mientras no haya venido el Señor, no cesan de ser llamados a convertirse hasta que, una vez que todos los paganos hayan entrado en la elección, todo Israel vuelva a hallar la suya (11,23-27).

JACQUES GUILLET