Corazón.

Las resonancias que suscita la palabra “corazón” no son idénticas en hebreo y en nuestra lengua. Cierto que el sentido fisiológico es el mismo (2Sa 18,14; Os 13,18), pero los otros usos de la palabra difieren sensiblemente. En nuestra manera de hablar, el “corazón” sólo evoca la vida afectiva. El hebreo concibe el corazón como “lo interior” del hombre en un sentido mucho más amplio. Además de los sentimientos (2Sa 15,13; Sal 21,3: Is 65,14). el corazón contiene también los recuerdos y los pensamientos, los proyectos y las decisiones. Dios ha dado a los hombres “un corazón para pensar” (Eclo 17,6); el salmista evoca “los pensamientos del corazón” de Dios mismo, es decir, su plan de salvación que subsiste de edad en edad (Sal 33.11). “Anchura de corazón” (IRe 5,9) evoca la extensión del saber, “dame tu corazón” puede significar “préstame atención” (Prov 23,26), y “corazón endurecido” comporta el sentido de espíritu cerrado. Según el contexto puede restringirse el sentido al aspecto intelectual (Mc 8,17), o por el contrario extenderse (Hech 7,51). Con frecuencia hay que remontarse más allá de las distinciones psicológicas hasta el centro del ser, allí donde el hombre dialoga consigo mismo (Gén 17,17; Dt 7,17), asume sus responsabilidades, se abre o se cierra a Dios. En la antropología concreta y global de la Biblia, el corazón del hombre es la fuente misma de su personalidad consciente, inteligente y libre, la sede de sus elecciones decisivas, la de la ley no escrita (Rom 2,15) y de la acción misteriosa de Dios. En el AT como en el NT, el corazón es el punto donde el hombre se encuentra con Dios, encuentro que viene a ser plenamente efectivo en el corazón humano del Hijo de Dios.

EL CORAZÓN DEL HOMBRE.

1. Corazón y apariencia.

En las relaciones entre personas es evidente que lo que cuenta es la actitud interior. Pero el corazón se sustrae a las miradas. Normalmente el exterior de un hombre debe manifestar lo que hay en el corazón. Así se conoce el corazón, indirectamente por lo que de él expresa el rostro (Eclo 13,25), por lo que dicen los labios (Prov 16,23), por lo que revelan los actos (Lc 6,44s). Sin embargo, palabras y comportamientos pueden también disimular el corazón en lugar de manifestarlo (Prov 26,23-26; Eclo 12,16): el hombre tiene la tremenda posibilidad de aparentar. Al mismo tiempo su corazón tiene también dobleces, pues el corazón es el que impone una determinada expresión externa, al mismo tiempo que adopta interiormente posiciones muy diferentes. Esta doblez es un mal profundo, que la Biblia denuncia con vigor (Eclo 27,24; Sal 28,3s).

Dios y el corazón.

También frente al llamamiento de Dios trata el hombre de salir del paso con la doblez. “Dios es un fuego devorador” (Dt 4,24): ¿cómo afrontar sus exigencias tan radicales? El mismo pueblo escogido no cesa de buscar rodeos. Para dispensarse de una auténtica conversión, trata de contentar a Dios con un culto exterior (Am 5,21...) y con buenas palabras (Sal 78,36s).

Solución ilusoria

A Dios no se le puede engañar como se engaña a los hombres; “el hombre mira a las apariencias, pero Yahveh mira al corazón” (1Sa 16,7). Dios “escudriña el corazón y sondea los lomos y riñones” (Jer 17,10; Eclo 42,18) y desenmascara la mentira declarando: “Este pueblo me honra con los Labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29,31). Así, delante de Dios, se ve el hombre puesto en cuestión en lo más profundo de su ser (Heb 4,12s). Entrar en relación con Dios es “arriesgar el corazón” (Jer 30,21).

3. Necesidad de un corazón nuevo.

Israel fue comprendiendo cada vez más que no puede bastar una religión exterior. Para hallar a Dios hay que “buscarlo con todo el corazón” (Dt 4,29). Israel comprendió que de una vez para siempre debe “fijar su corazón en Yahveh” (1Sa 7,3) y “amar a Dios con todo su corazón” (Dt 6,5), viviendo en entera docilidad a su ley. Pero toda su historia demuestra su impotencia radical para realizar tal ideal. Es que el mal le ataca en el corazón. “Este pueblo tiene un corazón rebelde y contumaz” (Jer 5,23), “un corazón incircunciso” (Ley 26,41), “un corazón con doblez” (Os 10,2). En lugar de poner su fe en Dios, “han seguido la inclinación de su mal corazón” (Jer 7,24; 18,12), y así han cargado sobre ellos calamidades sin cuento. Ya no les queda sino “desgarrar su corazón” (Jl 2,13) y presentarse delante de Dios con un “corazón quebrantado y deshecho” (Sal 51,19), rogando al Señor que “cree en ellos un corazón puro” (Sal 51,12).

II. EL CORAZÓN NUEVO.

1. Promesa.

Y tal es ciertamente el designio de Dios, cuyo anuncio reanima a Israel. El fuego de Dios es, en efecto, un fuego de amor; Dios no puede pretender la destrucción de su pueblo; sólo ante esta idea se le revuelve el corazón (Os 11,8). Si ha conducido al desierto a su esposa infiel, es para hablarle de nuevo al corazón (Os 2,16). Así pues, se pondrá término a sus pruebas y comenzará otra época caracterizada por una renovación interior que obrará Dios mismo. “Circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes para que ames a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, y vivas” (Dt 30,6). Los israelitas no serán ya rebeldes, pues Dios, estableciendo con ellos una nueva alianza, “pondrá su ley en el fondo de su ser y la escribirá en su corazón” (Jer 31,33). Todavía más: Dios les dará otro corazón (Jer 32,39), un corazón para conocerle (Jer 24,7; comp. Dt 29,3). Después de haber ordenado: “Haceos un corazón nuevo” (Ez 18,31), promete Dios realizar él mismo lo que ordena: “Yo os purificaré. Yo os daré un corazón nuevo, pondré en vosotros un espíritu nuevo: quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36,25s). Así se asegurará una unión definitiva entre Dios y su pueblo.

2. Don. Esta promesa se cumplió por Jesucristo.

a)      En los Evangelios sinópticos, Jesús de Nazaret, volviendo a la enseñanza de los profetas, pone en guardia contra el formalismo de los fariseos; atrae la atención hacia el verdadero mal, el que viene del corazón: “Del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios...: esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15,19s). Jesús recuerda la exigencia divina de generosidad interior: hay que recibir la palabra en un corazón bien dispuesto (Lc 8,15), amar a Dios de todo corazón (Mt 22,37 p), perdonar al hermano del fondo del corazón (Mt 18,35). A los corazones puros promete Jesús la visión de Dios (Mt 5,8). Pero, superando en esto a todos los profetas, esta pureza él mismo, “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), la confiere a sus discípulos (Mt 9,2; 26,28). Resucitado, los ilumina: mientras les hablaba, su corazón ardía en su interior (Lc 24,32).

b)      En adelante la fe en Cristo, adhesión del corazón, procura la renovación interior, de otra manera inaccesible. Es lo que afirma Pablo: “Si tu corazón cree que Dios lo ha resucitado de los muertos, serás salvo. Porque la fe del corazón obtiene la justicia” (Rom 10,9s). Por la fe se iluminan los ojos del corazón (Ef 1,18); por la fe habita Cristo en los corazones (Ef 3,17). En los corazones de los creyentes se derrama un espíritu nuevo, “el Espíritu del Hijo, que clama: Abba, Padre” ((Sál 4,6), y con él, “el amor de Dios” (Rom 5,5). Así “la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guarda nuestros corazones” (Flp 4,7). Tal es la nueva alianza, fundada en el sacrificio de aquel al que el oprobio destrozó el corazón (Sal 69,21).

c)      Juan apenas si habla del corazón, a no ser para desterrar la turbación y el temor (Jn 14,27), pero proclama en otros términos el cumplimiento de las mismas promesas: habla de conocimiento (Jn 5,20; cf. Jer 24,7), de comunión (Jn 1,3), de amor y de vida eterna. Todo esto nos viene por Jesús, crucificado y glorificado: del interior de Jesús (Jn 7,38; cf. 19,34) brota una fuente que renueva íntimamente al fiel (4, 14). Jesús en persona viene dentro de los suyos para darles la vida (6,56s). Hasta se podría decir que, según Juan, Jesús es el corazón del nuevo Israel, corazón que pone en íntima relación con el Padre y establece entre todos la unidad: “yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno” (17,23; cf. 11,52; Hech 4,32): que el amor con que tú mehas amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).

JEAN DE FRAINE y ALBERT VANHOYE