Bautismo.

El nombre de “bautismo” deriva del verbo baptein/baptizein, que significa “sumergir, lavar”. El bautismo es, pues, una inmersión o una ablución. El simbolismo del agua como signo de purificación y de vida es tan frecuente en la historia de las religiones que no puede sorprender su existencia en los misterios paganos. Pero las semejanzas con el sacramento cristiano son puramente exteriores y no afectan a las realidades profundas. Las analogías se han de buscar primero en el AT, en las creencias judías y en el bautismo de Juan.

1. AT Y JUDAÍSMO.

1. El papel purificador del agua es muy marcado en el AT.

Aparece en diversos acontecimientos de la historia sagrada, que en lo sucesivo serán mirados como prefiguraciones del bautismo: por ejemplo, el diluvio (cf. 1Pe 3,20s), o el paso del mar Rojo (cf. 1Cor 10,1s). En numerosos casos de impureza impone la ley abluciones rituales que purifican y capacitan para el culto (Núm 19,2-10; Dt 23, 10s). Los profetas anuncian una efusión de agua purificadora del pecado (Zac 13,1). Ezequiel asocia esta lustración escatológica con el don del Espíritu de Dios (Ez 36,24-28; cf. Sal 51,9.12s).

2. El judaísmo posterior al exilio multiplica las abluciones rituales.

Vienen a ser de una minucia extremada y no se libran del formalismo entre los fariseos contemporáneos del Evangelio (Mc 7,1-5 p). Estas prácticas simbolizaban la purificación del corazón y podían contribuir a obtenerla cuando se les añadían sentimientos de arrepentimiento. Hacia la época del NT y quizás un poco antes, los rabinos bautizaban a los prosélitos, paganos de origen que se agregaban al pueblo judío (cf. Mt 23,15). Parece incluso que algunos consideraban este bautismo tan necesario como la circuncisión.

Los baños rituales son frecuentes entre los esenios, según Josefo, así como en las comunidades de Damasco y de Qumrán. Sin embargo, el baño no es aquí un rito de iniciación; no se admite a él sino tras larga prueba, destinada a manifestar la sinceridad de la conversión. Es cotidiano y expresa esfuerzo hacia una vida pura y la aspiración a la gracia purificadora. Uno mismo se sumerge en el agua, mientras que los penitentes que se presenten a Juan recibirán el bautismo de sus manos y una vez para siempre.

II. EL BAUTISMO DE JUAN.

El bautismo de Juan se puede comparar con el bautismo de los prosélitos. Este último introducía en el pueblo de Israel; el bautismo de Juan realiza una especie de agregación a la verdadera posteridad de Abraham (Mt 3,8 p), al resto de Israel, sustraído en adelante a la ira de Dios (Mt 3,7.10 p) y en espera del mesías que viene. Es un bautismo único, conferido en el desierto con miras al arrepentimiento y al perdón (Mc 1,4 p). Comporta la confesión de los pecados y un esfuerzo de conversión definitiva, expresada en el rito (Mt 3;6ss). Juan insiste en la pureza moral; no exige a los publicanos ni a los soldados que abandonen sus funciones (Lc 3,10-14).

El bautismo de Juan no establece sino una economía provisional: es un bautismo de agua, preparatorio para el bautismo mesiánico en el Espíritu Santo y en el "fuego (Mt 3,11 p; Hech 1,5; 11,16; 19,3s), purificación suprema (cf. Sal 51) que inaugurará el mundo nuevo y cuya perspectiva parece confundirse aquí con la del juicio. En realidad el don del Espíritu, enviado por el mesías glorificado, se distinguirá del juicio (Lc 3,16s p).

III. EL BAUTISMO DE JESÚS.

1. Jesús, al presentarse para recibir el bautismo de Juan, se somete a la voluntad de su Padre (Mt 3,14s) y se sitúa humildemente entre los pecadores. Es el cordero de Dios que toma así sobre sí mismo el pecado del mundo (Jn 1,29.36). El bautismo de Jesús en el Jordán anuncia y prepara su bautismo “en la muerte” (Lc 12,50; Mc 10,38), encuadrando así en dos bautismos su vida pública. Es también lo que quiere decir el evangelista Juan cuando refiere que el agua y la sangre brotaron del costado abierto de Jesús (Jn 19,34s; cf. 1Jn 5,6-8).

2. El bautismo de Jesús por Juan es coronado por la bajada del Espíritu Santo y la proclamación por el Padre celestial, de su filiación divina. La venida del Espíritu Santo sobre Jesús es una investidura que responde a las profecías (Is 11,2; 42,1; 61,1); es al mismo tiempo el anuncio de pentecostés, que inaugurará el bautismo en el Espíritu, para la Iglesia (Hech 1,15; 11,16) y para todos los que entren en ella (Ef 5,25-32; Tit 3,5ss). El reconocimiento de Jesús como Hijo anuncia la filiación adoptiva de los creyentes, participación en la de Jesús y consecuencia del don del Espíritu (Gál 4,6). En efecto, el “bautismo en la muerte” debe conducir a Jesús a la resurrección; entonces su humanidad glorificada, recibiendo la plenitud del Espíritu, será constituida “espíritu vivificante” (1Cor 15, 45), que comunique el Espíritu a los que crean en él.

IV. EL BAUTISMO CRISTIANO.

1. El bautismo de agua y de Espíritu.

 Juan Bautista anunciaba el bautismo en el Espíritu y en el fuego (Mt 3,11 p). El Espíritu es el don mesiánico prometido. El fuego es el juicio que comienza a verificarse a la venida de Jesús (Jn 3,18-21; 5,22-25; 9,39). Uno y otro son inaugurados en el bautismo de Jesús, que es el preludio del de los fieles. Este acto sagrado constituye así al nuevo pueblo; Pablo lo ve anunciado en el paso del mar Rojo que libera a Israel de la servidumbre (1Cor 10,1s). Su realización efectiva comienza en pentecostés, que es como el bautismo de la Iglesia en el Espíritu y el fuego. Pedro predica inmediatamente a sus oyentes, atraídos por el prodigio, la necesidad de recibir el bautismo con sentimientos de arrepentimiento, a fin de obtener la remisión de los pecados y el don del Espíritu Santo, lo cual se efectúa en seguida (Hech 2,38-41). Esta manera de obrar supone una orden dada por Cristo, tal como está anunciado por Jn 3,3ss y formulado explícitamente después de la resurrección (Mt 28, 19; Mc 16,16). El bautismo implica normalmente una inmersión total (cf. Hech 8,38) o, si no es posible, por lo menos una aspersión de agua sobre la cabeza, tal como lo atestigua la Didakhe 7,3. El bautismo va seguido de la imposición de las manos, por la que se obtiene el don plenario del Espíritu Santo (Hech 8. 15ss; 19,6).

San Pablo profundiza y completa la doctrina bautismal que resultaba de las enseñanzas del Salvador (Mc 10,38) y de la práctica de la Iglesia (Rom 6,3). El bautismo conferido en nombre de Cristo (1Cor 1,13) une a la muerte, a la sepultura y a la resurrección del Salvador (Rom 6,3ss: Col 2,12). La inmersión representa la muerte y la sepultura de  Cristo; la salida del agua simboliza la resurrección en unión con él. El bautismo hace que muera el cuerpo en cuanto instrumento del pecado (Rom 6,6) y hace participar en la vida para Dios en Cristo (6,11). La muerte al pecado y el don de la vida son inseparables; la ablución de agua pura es al mismo tiempo aspersión de la sangre de Cristo, más elocuente que la de Abel (Heb 12,24; 1Pe 1,2), participación efectiva en los méritos adquiridos por derecho para todos por Cristo en el Calvario, unión con su resurrección y, en principio, con su glorificación (Ef 2,5s). El bautismo es por tanto un sacramento pascual, una comunión con la pascua de Cristo; el bautizado muere al pecado y vive para Dios en Cristo (Rom 6,11), vive de la vida misma de Cristo (Gál 2,20; Flp 1,21). La transformación así realizada es radical; es despojo y muerte del hombre viejo y revestimiento del hombre nuevo (Rom 6,6; Col 3,9; Ef 4,24), nueva creación a la imagen de Dios (Gál 6,15).

Una enseñanza análoga, pero más sumaria, se halla en 1Pe 3,18-21, la cual, en el paso de Noé por las aguas del diluvio, ve el anuncio del paso del cristiano por las aguas del bautismo, paso liberador, gracias a la resurrección de Cristo.

2. El bautizado y las personas divinas.

El bautismo en el nombre de Jesucristo o del Señor Jesús (Hech 2.38; 8,16; 10,48; 19,5; 1Cor 6,11) significa que el bautizado pertenece a Cristo, que está asociado interiormente a él. Este efecto capital se especifica bajo diferentes formas: el bautizado se reviste de Cristo, es uno con él (Gál 3,27; Rom 13,14): además, todos los que reciben el bautismo están unidos entre sí en la unidad misma de Cristo (Gál 3.28) y de su cuerpo glorificado (1Cor 12, 13; Ef 4,4s); ya no forman más que un espíritu con Cristo (1Cor 6,17).

El bautismo en nombre de Jesús supone sin duda el empleo de una fórmula en la que sólo se mencionaba a Cristo. La fórmula trinitaria que prevaleció posteriormente (cf. Didakhe 7,1.3) deriva de Mt 28,19. Esta fórmula expresa excelentemente que al bautizado, unido al Hijo, lo está al mismo tiempo con las otras dos personas; el creyente recibe, en efecto, el bautismo en nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de Dios (1Cor 6,11); viene a ser templo del Espíritu (6,19), hijo adoptivo del Padre (Gál 4,5s), hermano y coheredero de Cristo, viviendo íntimamente de su vida y destinado a compartir su gloria (Rom 8,2.9.17.30; Ef 2,6). 3. Conversión y fe bautismal. El bautismo supone que uno ha confesado su fe en Jesucristo (Hech 16, 30s), cuyo artículo esencial, que resume y contiene los otros, es la resurrección de Cristo (Rom 10,9; Ef 2,17-21). El objeto de la fe puede, sin embargo, ser conocido implícitamente cuando es dado el Espíritu antes del bautismo (Hech 10,44-48), y parece que la fe del padre de familia puede valer para todos los suyos: así para Cornelio y el carcelero de Filipos (Hech 10,47; 16,33). Pero la fe en Cristo no es sólo adhesión del espíritu al mensaje evangélico; tal fe comporta una conversión total, una donación entera a Cristo, que transforma toda la vida. Desemboca normalmente en la petición del bautismo, que es su sacramento y en cuya recepción adquiere su perfección. Pablo no la separa jamás de él; y cuando habla de la justificación por la fe es para oponerla a la pretendida justificación por las obras de la ley que invocaban los judaizantes. Supone siempre que la profesión de fe es coronada por la recepción del bautismo (cf. Gál 3,26s).

Por la fe responde el hombre a la llamada divina que le ha sido manifestada por la predicación apostólica (Rom 10,14s), respuesta que, por lo demás, es obra de la gracia (Ef 2,8). En el bautismo el Espíritu se posesiona del creyente, lo agrega al cuerpo de la Iglesia y le da la certeza de que ha entrado en el reino de Dios.

Está muy claro que el bautismo no actúa de manera mágica. La conversión total que exige debe ser el punto de partida de una vida nueva en una fidelidad inquebrantable.

4. Fidelidad exigida al bautizado.

Otros aspectos subrayan la profundidad de la transformación espiritual realizada en el bautismo. Ha sido para el catecúmeno un nuevo nacimiento del agua y del Espíritu (In 3,5), un baño de regeneración y de renovación en el Espíritu Santo (Tit 3,5), un sello impreso en su alma (2Cor 1,22; Ef 1,13; 4,30), una iluminación que lo ha hecho pasar de las tinieblas del pecado a la luz de Cristo (Ef 5,8-14; Heb 6,4), una nueva circuncisión que lo ha agregado al nuevo pueblo de Dios (Col 2,11; cf. Ef 2,11-22). Todo se resume en la cualidad de hijo de Dios (1Jn 3,1) que le confiere una dignidad incomparable. No se trata de un nuevo estado estático, sino de una entrada en un estado dinámico, vida superior de la que el cristiano no debe nunca decaer, de donde se sigue la exigencia de un esfuerzo constante para hacer cada vez más efectiva la muerte al pecado y la vida para Dios (Rom 6,12ss). El acento se carga ora en la unión con la pasión, ora en la resurrección; estos dos aspectos se refieren a la única realidad pascual y permanecen íntimamente ligados. El bautizado, unido a la pascua de Cristo con esfuerzos y con una fidelidad generosa, se prepara para entrar en su reino glorioso (Col lj2s) y en la posesión de la herencia celestial, cuyas primicias posee por el don del Espíritu (2Cor 1,22; Ef 1,14).

FRANÇOIS AMIOT