Amor.

“Dios es amor.”

“Amaos los unos a los otros.” El hombre, antes de llegar a esta cima de la revelación del NT, debe purificar las concepciones totalmente humanas que se forman del amor, para acoger el misterio del amor divino, el cual pasa por la cruz.

La palabra “amor” designa, en efecto, gran cantidad de casas diferentes, carnales o espirituales, pasionales o pensadas, graves o ligeras, que expansionan o que destruyen. Se ama una cosa agradable, a un animal, a un compañero de trabajo, a un amigo, a los padres, a los hijos, a una mujer. El hombre bíblico conoce todo esto. El Génesis (cf. Gén 2,23s; 3,16; 12,10-19; 22; 24; 34), la historia de David (cf. 1Sa 18,1ss; 2Sa 3,16; 12,15-25; 19,1-5), el Cantar de los cantares son, entre otros muchos, testigos de sentimientos de todas clases. Con frecuencia se mezcla en ello el pecado, pero también hallamos rectitud, profundidad y sinceridad bajo palabras habitualmente sobrias y discretas.

Israel, poco llevado a la abstracción intelectual, da con frecuencia a las palabras una coloración afectiva: para él, conocer es ya amar; su fidelidad a los vínculos sociales y familiares (hesed) está totalmente impregnada de arranque y de espontaneidad generosa (cf. Gén 24,49; Jos 2,12ss; Rut 3,10; Zac 7,9). “Amar” (hebr. a.C.; gr. agapán; los LXX escogieron, entre las palabras que designan el amor, este verbo menos corriente, que vendrá a ser en el NT una palabra exclusivamente religiosa) tiene tantos armónicos como en nuestras lenguas.

En una palabra, el hombre bíblico sabe el valor de la afectividad (cf. Prov 15,17), aun cuando no ignora sus riesgos (Prov 5; Eclo 9, 1-9). Cuando la noción de amor penetra su psicología religiosa, está completamente cargada de una experiencia humana densa y concreta. Al mismo tiempo suscita numerosas cuestiones. Dios, tan grande, tan puro, ¿puede abajarse a amar al hombre pequeño, pecador? Y si Dios tiene la condescendencia de amar al hombre, ¿cómo podrá el hombre corresponder con amor a ese amor? ¿Qué relación existe entre el amor de Dios y el amor de los hombres? Las religiones se esfuerzan, cada una a su manera, por responder a estas cuestiones, cayendo ordinariamente en uno de dos extremos opuestos: relegar el amor de Dios a una esfera inaccesible, a fin de mantener la distancia entre Dios y el hombre, o profanar el amor de Dios convirtiéndolo en un amor totalmente humano, a fin de hacer a Dios presente al hombre. A estas búsquedas metafísicas o místicas responde la Biblia con claridad. Dios ha tomado la iniciativa de un diálogo de amor con los hombres; en nombre de este amor los induce y les enseña a amarse unos a otros.

1. EL DIÁLOGO DE AMOR ENTRE DIOS Y EL HOMBRE.

AT.

Aun cuando en los relatos de la creación (Gén 1; 2-3) no figura la palabra amor, en ellos se insinúa el amor de Dios a través de la bondad de que son objeto Adán y Eva. Dios quiere darles la vida con plenitud; pero este don supone una libre adhesión a su voluntad; Dios entabla el diálogo de amor indirectamente a través del mandamiento. Adán lo descartó queriendo apoderarse por fuerza de lo que le estaba destinado como don. Y pecó. Entonces el misterio de la bondad se profundiza en misericordia para con el pecador mediante las promesas de salvación; progresivamente se restablecerán los lazos de amor que unen a Dios y al hombre. La historia del paraíso expresa en compendio la historia sagrada.

1. Amigos y confidentes de Dios.

Dios, al llamar a Abraham, un pagano entre tantos (Jos 24,2s), a ser su amigo (Is 41,8), expresa su amor en forma de una amistad: Abraham viene a ser el confidente de sus secretos (Gén 18,17). Si es así, es que Abraham ha respondido a las exigencias del amor divino: ha dejado su patria siguiendo la llamada de Dios (12,1); debe penetrar más adentro en el misterio del temor de Dios que es amor, pues es llamado a sacrificar a su hijo único, y con él su amor humano: “Toma a tu hijo, al que amas” (Gén 22,2).

Moisés no tiene que sacrificar a su hijo; pero su pueblo entero se pone en contingencia por el conflicto entre la santidad divina y el pecado; Moisés está desgarrado entre Dios, cuyo enviado es, y su pueblo, al que representa (Éx 32,9-13). Si se mantiene fiel, es porque desde su vocación (3,4) hasta su muerte no cesó de progresar en la intimidad de Dios, conversando con él como con un amigo (33,11; prójimo); tuvo la revelación de la ternura inmensa de Dios, de un amor que, sin sacrificar nada de la santidad, es misericordia (34,6s).

2. La revelación profética.

Los profetas, también confidentes de Dios (Am 3,7), amados personalmente por un Dios, cuya elección se posesiona de ellos (7,15), los desgarra a veces (Jer 20,7ss), pero los llena también de gozo (20,1 1ss), son los testigos del drama del amor y de la ira de Yahveh (Am 3,2). Oseas, luego Jeremías y Ezequiel, revelan que Dios es el esposo de Israel, el cual, sin embargo, no cesa de ser infiel; este amor apasionado y exclusivo es correspondido únicamente con ingratitud y traición. Pero el amor es más fuerte que el pecado, aun cuando deba sufrir (Os 11,8); persona y recrea en Israel un corazón nuevo capaz de amar (Os 2,21s; Jer 31, 3.20.22; Ez 16,60-63; 32,26s). Otras imágenes, como la del pastor (Ez 34) o de la viña (Is 5; Ez 17,6-10), expresan el mismo celo divino y el mismo drama.

El Deuteronomio, promulgado sin duda (2Re 22) en el momento en que el pueblo parece preferir definitivamente al amor de Dios el culto de los ídolos, recuerda incesantemente que el amor de Dios a Israel es gratuito (Dt 7,7s) y que Israel debe “amar a Dios con todo su corazón” (6,5). Este amor se expresa en actos de adoración y de obediencia (11,13; 19,9) que suponen una elección radical, un desprendimiento costoso (4,15-31; 30,15-20). Pero sólo es posible si Dios en persona viene a circuncidar el corazón de Israel y a hacerlo capaz de amar (30,6).

3. Hacia un diálogo personal.

Israel, después del exilio, purificado por la prueba, descubre cada vez más que la vida con Dios es un diálogo de amor. Así es sin duda como relee el Cantar de los Cantares: con alternancias de posesión y de búsqueda, el esposo y la esposa se aman con un amor “fuerte como la muerte” (Cant 8,6).

También después del exilio se adquiere más convicción de que Dios se dirige al corazón de cada uno: Dios no ama sólo a la colectividad (Dt 4,7) o a sus jefes (2Sa 12,48s), sino a cada judío, sobre todo al justo (Sal 37,25-29; 146,8), al pobre y al pequeño (Sal 113,5-9). Y hasta poco a poco se esboza la idea de que el amor de Yahveh se extiende, más allá de los judíos, también a los paganos (Ion 4,10s), e incluso a toda criatura (Sab 11,23-26).

Próximamente a la venida de Cristo, el judío piadoso (hebr. hasid: Sal 4,4; 132,9.16) sabe ser amado por un Dios, del que canta la misericordia fidelidad a la alianza (Sal 136; Jl 2,13), la bondad (Sal 34,9; 100,5), la gracia (Gén 6,8; Is 30,18). Por su parte reitera sin cesar su amor a Dios (Sal 31,24; 73,25; 116,1) y a todo lo que se relaciona con él: su nombre, su ley, su sabiduría (Sal 34,13: 119.127: Is 56,6; Eclo 1,10; 4,14). Este amor debe con frecuencia probarse frente al ejemplo y a la presión de los impíos (Sal 10; 40,14-17; 73; Eclo 2,11-17); y esto puede llegar hasta al martirio, el de los Macabeos (2Mac 7) o el de rabbi Aquiba, que muere por su fe el 135 después de J.C.: “Lo he amado con todo mi corazón, dirá, y con toda mi fortuna; todavía no había tenido ocasión de amarlo con toda mi alma. El momento ha llegado.” Cuando se pronunciaba esta palabra sublime, la revelación plenaria había sido dada ya a los hombres por Jesucristo.

NT.

El amor entre Dios y los hombres se había revelado en el AT a través de una sucesión de hechos: iniciativas divinas y repulsas del hombre, sufrimiento del amor desdeñado, superaciones dolorosas para estar al nivel del amor y aceptar su gracia. En el NT el amor divino se expresa en un hecho único, cuya naturaleza misma transfigura los datos de la situación: Jesús viene a vivir como Dios y como hombre el drama del diálogo de amor entre Dios y el hombre.

1. El don del Padre.

La venida de Jesús es en primer lugar un gesto del Padre. Después de los profetas y de las promesas del AT, “acordándose de su misericordia” (Lc 1,54s; Heb 1,1) se da Dios a conocer (Jn 1,18); manifiesta su amor (Rom 8,39; 1Jn 3,1; 4,9) en aquel que no es sólo el mesías salvador esperado (Lc 2,11), sino además su propio Hijo (Mc 1,11: 9.7; 12,6), aquel a quien ama (Jn 3,35; 10,17; 15,9: Col 1,13).

El amor del Padre se expresa entonces en una forma que no puede ser superada por nada. Se realiza la nueva alianza y se concluyen las nupcias eternas del esposo con la humanidad. La gratuidad divina, que existía desde siempre (Dt 7,7s), llega a su colmo en un don sin medida común con el valor del hombre (Rom 5,6s; Tit 3,5; Un 4,10-19). Este don es definitivo, más allá de la existencia terrenal de Jesús (Mt 28,20; Jn 14,18s); es llevado al extremo, pues consciente con la muerte del Hijo para que el mundo logre la vida (Rom 5,8; 8,32) y para que nosotros seamos hijos de Dios (Jn 3,1; Gál 4,4-7). Si “Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3,16), es para que los hombres tengan la vida eterna; pero a sí mismos se condenan los que se niegan a creer en el que ha sido enviado y “aman más” las tinieblas que la luz (3,19). La opción es inevitable: o el amor por la fe en el Hijo, o la ira por la repulsa de la fe (3,36).

2. El amor perfecto revelado en Jesús.

Ahora ya el drama del amor se desarrolla no sólo con ocasión del contacto con Jesús, sino también a través de su persona. Por su misma existencia es Jesús revelación concreta del amor. Jesús es el hombre que realiza el diálogo filial con Dios y da su testimonio delante de los hombres. Jesús es Dios que viene a vivir en plena humanidad su amor y a hacer oír su ardiente llamamiento. En su persona misma el hombre ama a Dios y es amado por él.

a) La vida entera de Jesús manifiesta este doble diálogo.

Dado al Padre desde los comienzos (Lc 2,49; cf. Heb 10,5ss), viviendo en oración y en acción de gracias (cf. Mc 1,35; Mt 11,25) y sobre todo en perfecta conformidad con la voluntad divina (Jn 4,34; 6,38), está incesantemente a la escucha de Dios (5,30; 8,26. 40), lo cual le asegura que es escuchado por él (11,41s; cf. 9,31). Por lo que se refiere a los hombres, su vida se da completamente, no sólo a algunos amigos (cf. Mc 10.21; Lc 8,1ss Jn 11,3.5.36), sino a todos (Mc 10,45); pasa por el mundo haciendo bien (Hech 10,38; Mt 11,28ss), en un desinterés total (Lc 9,58) y atento a todos, incluso, y sobre todo, a los más despreciados y a los más indignos (Lc 7,36-50; 19,1-10; Mt 21,31s); escoge gratuitamente a los que quiere (Mc 3,13) para hacerlos sus amigos (Jn 15,15s).

Este amor exige reciprocidad; el mandamiento del Deuteronomio se mantiene en vigor (Mt 22,37; cf. Rom 8,28; 1Cor 8,3; 1Jn 5,2), pero se le obedece a través de Jesús: amándole se ama al Padre (Mt 10 40; Jn 8,42; 14,21-24). Finalmente, amar a Jesús es guardar íntegramente su palabra (Jn 14,15.21.23) y seguirle renunciando a todo (Mc 10, 17-21; Lc 14,25ss). Consiguientemente, a lo largo del evangelio se opera una división (Lc 2,34) entre los que aceptan y los que rechazan este amor, frente al cual no se puede permanecer neutral (Jn 6,60-71; cf. 3,18s; 8,13-59; 12,48).

b) En la cruz revela el amor en forma decisiva su intensidad y su drama.

Era preciso que Jesús sufriera (Lc 9,22; 17,25; 24,7.26; cf. Heb 2,8), para que se revelara plenamente su obediencia al Padre (Flp 2,8) ,y su amor a los suyos (Jn 13,1). Totalmente libre (cf. Mt 26, 53; Jn 10,18), a través de la tentación y del aparente silencio de Dios (Mc 14,32-41; 15,34; cf. Heb 4,15) en la radical soledad humana (Mc 14,50; 15,29-32), perdonando sin embargo y acogiendo todavía (Lc 23,28.34.43; Jn 19,26), llega Jesús al instante único del “más grande amor” (Jn 15,13). Entonces da todo, sin reserva, a Dios (Lc 23,46) y a todos los hombres sin excepción (Mc 10, 45; 14,24; 2Cor 5,14s; 1Tim 2,5s). Por la cruz es Dios plenamente glorificado (Jn 17,4); el “hombre Jesús” (1Tim 2,5) y con él la humanidad entera merece ser amada por Dios sin reserva (Jn 10,17; Flp 2,9ss). Dios y el hombre comunican en la unidad, según la última oración de Jesús (Jn 17). Pero todavía es preciso que el hombre acepte libremente un amor tan total y exigente, que debe llevarle a sacrificarse siguiendo a Cristo (17,19). Halla en el camino el escándalo de la cruz, que no es sino el escándalo del amor. Ahí es donde se manifiesta en su plenitud el don del Esposo a la esposa (Ef 5,25ss; Gál 2,20), pero también para los hombres la suprema tentación de la infidelidad.

3. El amor universal en el Espíritu.

Si el calvario es el lugar del amor perfecto, la manera como lo manifiesta es una prueba decisiva: de hecho los amigos del crucificado lo abandonan (Mc 14,50; Lc 23,13-24); es que la adhesión al amor divino no es cuestión de encuentro físico ni de razonamiento humano, en una palabra, de “conocimiento según la carne” (2Cor 5,16); hace falta el don del Espíritu, que crea en el hombre un “corazón nuevo” (cf. Jer 31,33s; Ez 36,25ss). El Espíritu, derramado en pentecostés (Hech 2,1-36), como lo había prometido Cristo (Jn 14,16ss; cf. Lc 24,49) está desde entonces presente en el mundo (Jn 14,16) por la Iglesia (Ef 2,21s), y enseña a los hombres lo que Jesús les ha dicho (Jn 14,26) haciéndoselo comprender desde dentro, con un verdadero conocimiento religioso; los hombres, testigos o no de la vida terrestre de Jesús, son aquí iguales, sin distinción de tiempo ni de raza. Todo hombre tiene necesidad del Espíritu para poder decir “Padre” (Rom 8,15) y glorificar a Cristo (Jn 16,14). Así se derrama en nosotros un amor (Rom 5,5) que nos apremia (2Cor 5,14), un amor del que nada puede ya separarnos (Rom 8,35-39) y que nos prepara al encuentro definitivo de amor, en el que “conoceremos como somos conocidos” (1Cor 13,12).

4. Dios es amor.

El cristiano, llevado así por el Espíritu a vivir con su Señor en un diálogo de amor, se acerca al misterio mismo de Dios. Porque éste no revela desde un principio lo que es: habla, llama, actúa, y el hombre accede por este camino a un conocimiento más profundo. Dios, dando a su Hijo, revela que él es aquel que se da por amor (cf. Rom 8,32). “El Hijo único que está en el seno del Padre”, viviendo con su Padre en un diálogo de amor absoluto, revelando así que el Padre y él son “uno” desde toda la eternidad (Jn 10,30; cf. 17,11.21s) y que él es Dios mismo (Jn 1,1; cf. 10, 33-38; Mt 11,27), nos da a conocer al Dios al que “nadie vio nunca” (Jn 1,18). Este Dios es él y su Padre en la unidad del Espíritu. Y el “discípulo amado”, el que pasó por la experiencia de la caridad y de la fe, puede formular lo que es sin duda la última palabra de todas las cosas: “Dios es amor” (Jn 4,8.16). De todas las palabras humanas, con sus riquezas y sus límites, la palabra “amor” es la que mejor puede hacernos entrever el misterio del Dios Trinidad, el don eterno y recíproco del Padre, del Hijo y del Espíritu.

II. LA CARIDAD FRATERNA.

AT.

Ya en el AT el mandamiento del amor de Dios se completa con el “segundo mandamiento”: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). A decir verdad, este mandamiento se presenta en forma menos solemne que el otro (comp. Lev 19,1-37 y Dt 6,4-13) y la palabra prójimo tiene un sentido bastante restringido. Pero al israelita se le invita ya a prestar atención a “los otros”. En los textos más antiguos es ya una ofensa a Dios ser indiferente u hostil al prójimo (Gén 3,12; 4,9s) y la ley une a las exigencias que conciernen a las relaciones con Dios, las que atañen a las relaciones entre los hombres: así el Decálogo (Éx 20,12-17) o el “código de la alianza”, que abunda en prescripciones de atención para con los pobres y los pequeños (Éx 22,20-26; 23,4-12). Toda la tradición profética (Am 1-2; Is 1,14-17; Jer 9,2-5; Ez 18,5-9; Mal 3,5) y toda la tradición sapiencial (Prov 14,21; 1,8-19; Eclo 25,1; Sab 2,10ss) van en el mismo sentido; no se puede agradar a Dios sin respetar a los otros hombres, pero sobre todo a los más abandonados, los menos “interesantes”. Nunca se creyó poder amar a Dios sin interesase "por los hombres: “practicaba la justicia y el derecho... juzgaba la causa del pobre y del desgraciado. Conocerme, ¿no es esto?” (Jer 22, 15s). El oráculo concierne a Josías, pero alcanza a todo Israel (cf. Jer 9,4).

Que a este amor se le llame explícitamente amor, esto no se dice con frecuencia (Lev 19,18; 19,34; Dt 10,19). Sin embargo, ya con ocasión del amor para con el extranjero se funda el mandamiento en el deber de obrar como Yahveh en los tiempos del Éxodo: “Yahveh ama al extranjero y le alimenta y le viste. Amad también vosotros al extranjero, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto” (Dt 10,18s). El motivo no es una mera solidaridad natural, sino la historia de la salvación.

Antes de la venida de Cristo, el judaísmo profundiza la naturaleza del amor fraterno. En el amor del prójimo se incluye al adversario judío y hasta al enemigo pagano; el amor se hace más universal, aun cuando Israel conserva su papel central. “Ama la paz”, dice Hilel. “Aspira a la paz. Ama a las criaturas, condúcelas a la ley.” Se descubre que amar es prolongar la acción divina: “Lo mismo que el Santo -¡bendito sea! - viste a los que están desnudos, consuela a los afligidos, entierra a los muertos, así tú también viste a los que están desnudos, visita a los enfermos, etc.” En estas condiciones era ya fácil hacer el enlace entre los dos mandamientos de amor de Dios y de amor del prójimo; así lo hizo un día un escriba que abordó a Jesús (Lc 10,26s).

NT.

Si la concepción judía podía hacer creer que el amor fraterno se yuxtapone en el mismo plano a otros mandamientos, la visión cristiana, en cambio, le da el puesto central y hasta único.

1. Los dos amores.

De un extremo a otro del NT el amor del prójimo aparece indisoluble del amor de Dios: los dos mandamientos son el ápice y la clave de la ley (Mc 12,28-33 p); es el compendio de toda exigencia moral (Gál 5,22; 6,2; Rom 13, 8s; Col 3,14), el mandamiento único (17n 15,12; 2Jn 5); la caridad es la obra única y multiforme de toda fe viva (Gál 5,6.22): “el que no ama a su hermano, al que ve, ¿cómo amará a Dios, al que no ve?... nosotros amamos a los hijos de Dios cuando amamos a Dios” (1Jn 4,20s; 5,2). No se podría afirmar mejor que en el fondo no hay más que un solo amor.

El amor al prójimo es esencialmente religioso, de un espíritu completamente distinto de la mera filantropía. En primer lugar por su modelo: imitar el amor mismo de Dios (Mt 5, 44s; Ef 5,1s.25; Un 4,11s). Luego por su fuente, y sobre todo porque es la obra de Dios en nosotros: ¿cómo seríamos nosotros misericordiosos como el Padre celestial (Lc 6,36) si no nos lo enseñara el Señor (1Tes 4,9), si no lo derramara el Espíritu en nuestros corazones (Rom 5,5; 15,30)? Este amor viene de Dios y existe en nosotros por el hecho mismo de que Dios nos toma por hijos (Jn 4,7). Y, venido de Dios, vuelve a Dios: amando a nuestros hermanos amamos al Señor mismo (Mt 25,40), puesto que todos juntos formamos el cuerpo de Cristo (Rom 12,5-10; 1Cor 12,12-27). Tal es la manera como podemos responder al amor con que Dios nos amó el primero (1Jn 3,16; 4,19s).

Mientras se aguarda la parusía del Señor, la caridad es la actividad esencial de los discípulos de Jesús, según la cual serán juzgados (Mt 25, 31-46). Tal es el testamento dejado por Jesús: “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 13,34s). El acto de amor de Cristo sigue expresándose a través de los actos de los discípulos. Este mandamiento, si bien antiguo por estar ligado con las fuentes de la revelación (1Jn 2,7s), es nuevo: en efecto, Jesús inauguró una era nueva que anunciaban los profetas, dando a cada uno el Espíritu que crea corazones nuevos. Si, pues, están unidos los dos mandamientos, es porque el amor de Cristo continúa expresándose a través de la caridad que manifiestan los discípulos entre sí.

2. El amor es don.

La caridad cristiana es vista, sobre todo por los sinópticos y san Pablo, conforme a la imagen de Dios que da gratuitamente su Hijo por la salvación de todos los hombres pecadores, sin mérito alguno por su parte (Mc 10,45; Rom 5,6ss). Es, pues, universal, sin dejar que subsista barrera alguna social o racial (Gál 3,28), sin despreciar a nadie (Lc 14,13; 7,39); más aún, exige el amor de los enemigos (Mt 5,43-47; Lc 10,29-37). El amor no puede desalentarse: tiene como leyes el perdón sin límites (Mt 18, 21s; 6,12.14s), el gesto espontáneo para con el adversario (Mt 5,23-26), la paciencia, el bien devuelto a cambio del mal (Rom 12,14-21; Ef 4,25.5,2). En el matrimonio se expresa en forma de don total, a imagen del sacrificio de Cristo (Ef 5,25-32). Para todos es finalmente una esclavitud mutua (Gál 5,13), en la que el hombre renuncia a sí mismo con Cristo crucificado (Fl 2,1-11). Pablo, en su “himno a la caridad” (1Cor 13) manifiesta la naturaleza y la grandeza del amor. Sin descuidar en modo alguno sus exigencias cotidianas (13,4ss), afirma que sin la caridad nada tiene valor (13,1ss), que sólo ella sobrevivirá a todo: amando como Cristo vivimos ya una realidad divina y eterna (13,8-13). Por ella es edificada la Iglesia (1Cor 8, 1; Ef 4,16); por ella el hombre viene a ser perfecto para el día del Señor (F1p 1,9ss).

3. El amor es comunión.

Desde luego, Juan no ignora la universalidad y la gratuidad del amor divino (Jn 3,16; 15,16; Un 4,10), pero es más sensible a la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu. Este amor se difunde en nosotros y nos invita a participar en él, no sólo amando a Dios, sino viviendo a su imagen en una intensa comunión religiosa de intercambio y de reciprocidad. La comunión de los discípulos es un fuego de amor que el cristiano debe animar con todo su corazón. Frente al mundo, al que no debe amar (1Jn 2,15; cf. Jn 17,9), amará a sus hermanos con un amor exigente y concreto (1Jn 3,11-18), en el que entra en juego la ley de la renuncia y de la muerte, sin la cual no hay verdadera fecundidad (Jn 12,24s). Por esta caridad el creyente permanece en comunión con Dios (Jn 4,7-5,4). Tal fue la última oración de Jesús: “que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26). Este amor fraterno, vivido por los discípulos en medio del mundo al que no pertenecen (17,11.15s), es el testimonio a través del cual el mundo puede reconocer a Jesús como enviado del Padre (17,21): “En esto conocerán que sois mis discípulos: si tenéis caridad los unos con los otros” (13,35).

CLAUDE WIÉNER