Alimento.

El hombre, como todos los seres vivos, está obligado a alimentarse para subsistir, y esta dependencia frente al mundo es un signo esencial de su inconsistencia, pero también es una invitación a alimentarse de Dios, único que tiene consistencia. La Biblia, para enseñar al hombre que su verdadero alimento es, como el del Señor, la voluntad de su Padre (Jn 4,34), le presenta los gestos de la alimentación en tres niveles diferentes: el de la creación y de la obediencia, el de la alianza y de la fe, el del Evangelio y de la caridad.

1. DIOS PROPORCIONA EL ALIMENTO DE SUS CRIATURAS.

“Yo os doy todas las hierbas que llevan simiente... todos los árboles que tienen frutos... A todos los animales de la tierra les doy como alimento la verdura de las plantas” (Gén 1,29s). Habiendo Dios creado al hombre y habiéndolo hecho señor de la creación, le da su alimento como a todo el mundo animal. En aquella edad de oro y de paz universal, ningún animal come la carne de otro; pero cuando, después del diluvio “pone (Dios) en manos del hombre” a todos los animales vivos para su alimentación, emplea el mismo lenguaje: “Os doy todo esto al igual que la verdura de las plantas” (9,2s). En este lenguaje aparece, a la vez, la dependencia de la naturaleza que tiene el hombre, sin la que no le es posible vivir.

El animal se alimenta de la hierba que encuentra o de la presa que persigue; el hombre se alimenta de los frutos y de las plantas que cultiva, de los animales que le pertenecen y que cría: se alimenta del producto de su cultivo, de su trabajo (3,19), de “la obra de sus manos” (Dt 14,29).

Hay, sin embargo, peligro de usar de este alimento con exceso y de caer en la glotonería o en la embriaguez, que pueden conducir a la miseria (Prov 23,20s; 21,17). Inversamente, el hombre puede utilizarla con egoísmo y caer en el lujo (Am 6,4) hasta la explotación de los pobres (Prov 11,26), olvidando que todo alimento es don de Dios. Si una sólida tradición de sabiduría es capaz de mantener el equilibrio (Eclo 31,12.31; 37,27-31) de reconocer a la vez que “el comer y el beber y el gozar de su trabajo” forman gran parte de la felicidad del hombre (Eclo 2,24; 3,13, etc.) y que, sin embargo, es “mejor comer legumbres donde hay amor que comer buey cebado donde hay odio” (Prov 15,17; cf. 17,1), es que esta tradición no olvida nunca, ni siquiera en el escéptico y desconfiado Eclesiastés, que “todo esto viene de la mano de Dios” (Eclo 2,24). Según el Evangelio, la regla áurea consiste en remitirse a la Providencia por lo que hace al cuidado de la propia alimentación (Mt 6,25-33; Lc 12,22-31). Así pues, cada día hay que pedir el alimento al Padre celestial en la oración (Mt 6,11; Lc 11,3).

Para mantener viva la conciencia de ser así alimentados por las manos de Dios ejercieron una función capital, por una parte los sacrificios y las ofrendas, y por otra las prohibiciones relativas a los alimentos. Las buenas comidas, las comidas de fiesta, se celebran una vez que se ha subido al santuario a inmolar una bestia, a ofrecer las primeras espigas y los más hermosos frutos de la recolección (Dt 16,1-7). La prohibición de los animales impuros (Lev 11), fundada en el principio “A pueblo santo, alimento sano” (cf. Dt 14,21), mantiene, en una zona tan importante de la existencia humana como es la alimentación, el respeto a la voluntad soberana de Dios.

II. DIOS ALIMENTA A SU PUEBLO CON SU PALABRA.

Por la alianza toma Dios a su cargo la existencia de su pueblo. El maná, venido “del cielo” (Ex 16,4), alimento procurado directamente por Dios (16,15) y en el que no tienen efecto el trabajo y los cálculos del hombre (16,4s), es signo de esta nueva condición. Pero esta condición supone la fe: el maná está destinado a alimentar el cuerpo y a alimentar la fe, para enseñar a Israel a esperar su subsistencia y su supervivencia de la palabra “que sale de la boca de Yahveh” (Dt 8,3; Sab 16,26; cf. Mt 4,4), y procura alegría (Jer 15,16). Sus mandamientos son más dulces que la miel (Sal 19-10s). No se trata de alimentarse con diversas especies de frutos, sino con la palabra del Señor (Sab 16,26). Así el profeta Ezequiel (Ez 3,1ss) y el apóstol Juan (Ap 10,8ss), antes de comunicar su mensaje asimilan esta palabra divina bajo el símbolo de un rollo (libro) que hay que englutir. En el tiempo de la nueva alianza, los cristianos seguirán alimentándose de los oráculos de Dios (Heb 5,12ss; cf. 1Cor 3,1s; 1Pe 2,2), comiendo un alimento espiritual y bebiendo de una roca espiritual, que es Cristo (1Cor 10,3s).

III. DIOS, ALIMENTO DE SUS HIJOS.

El hombre, por ser hijo de Dios puede a la vez prescindir de todos los alimentos de este mundo y utilizarlos todos. “¡Mata y come!”, dice a Pedro la voz del cielo (Hech 10,13): el cristiano no conoce ya distinción entre animales puros e impuros; no está ya “esclavizado a los elementos del mundo”, tiene “la adopción filial” (Gál 4,3s) y todo le pertenece en el universo (1Cor 3,22), incluso las carnes inmoladas a los ídolos (8,4; 10,26), a condición de que se acuerde de que él mismo pertenece a Cristo, como Cristo pertenece a Dios (3,23). Entonces cualquier cosa que coma o que beba, todo será para él fuente de acción de gracias (10,30s; 1Tim 4,3s).

Ahora bien, Cristo, para mostrar que Dios le basta y que su alimento es la voluntad de su padre (Jn 4, 34), ayuna cuarenta días y cuarenta noches (Mt 4,1-4). No es que desprecie el alimento: come como sus discípulos (Jn 4,31), acepta las invitaciones que se le hacen y comparte nuestras comidas (Mt 11,19), recomienda a sus discípulos aceptar todo lo que se les ofrezca (Lc 10,8); multiplica los panes para impedir que las gentes sufran hambre (Mt 15, 32 p). Con este milagro muestra Cristo que el Padre, protector de las aves del cielo (Mt 6,26), tiene todavía más cuidado de sus hijos, pero sobre todo quiere enseñar que es él “el pan del cielo, el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,32s). Así como en el sermón de la montaña invitaba a “no preocuparse por la comida” (Mt 6,25) y a “buscar primero el reino de Dios” (Mt 6,35), así también aquí invita a buscar otra cosa que “el alimento perecedero” (Jn 6,27; cf. Rom 14, 17) y se propone a sí mismo, tal como es, en su carne y en su sangre, como nuestro alimento (Jn 6, 55). La eucaristía, en la que el pan de la tierra viene a ser el cuerpo de Cristo, hace que el hombre, hecho hijo de Dios, sea capaz de alimentarse, en cualquier circunstancia, de Jesucristo, de sus palabras, de sus gestos, de su vida.

PIERRE-MARIE GALOPIN y JACQUES GUILLET