3. EL BIEN INTEGRAL DE LA PERSONA
Antes de entrar en el análisis de la pluralidad
de «bienes» de la persona, es necesario clarificar que es el «bien» del ser
humano. Algunos podrían pensar que se trata de un ejercicio gratuito o
meramente formal, ya que sostendrían que: a) se trata de algo «evidente» y
por tanto no necesitado de mayor profundización; o b) el «bien» es algo
netamente individual, ya que cada uno define el suyo propio, y por tanto no es
posible hacer generalizaciones.
No creemos que sea verdadera ninguna de ambas posturas,
sino que se nos impone una profundización cada vez mayor en el tema, ya que
parecería que cada vez se nos hace más difícil como personas delimitar
concretamente cuál es nuestro verdadero bien[1].
Si nosotros partimos de un concepto adecuado y no moralístico
de la ética[2], en el cuál el centro es la persona que, en apertura
total a lo trascendente, va haciéndose «hombre», mutuamente con los demás,
en la historia, mediante una praxis concreta, entonces no podemos obviar qué
significa el «hacerse hombre» y por ende, qué significa «ser hombre».
Así, el «bien» de la persona no puede ser otra cosa
que su «hacerse hombre» («humanizarse»), y su «mal» no es distinto de
aquello que no se lo permite («des-humanizarse»). Será, pues, «éticamente
bueno» lo que humaniza, y «éticamente malo» lo que deshumaniza. En el fondo,
se encuentra entonces la pregunta fundamental sobre que es «ser hombre», es
decir, la verdad antropológica.
En cristiano no es pensable que cada ser humano tenga
que establecer arbitrariamente y por sí mismo qué es «ser hombre». Los
seres humanos no existimos al azar, ni somos átomos aislados unos de otros. Los
hombres hemos sido creados por Dios con una intencionalidad precisa y
realizante, y por tanto el propio sentido de la existencia de la humanidad no se
apoya exclusivamente en sí misma, sino que la trasciende.
Al mismo tiempo, cada persona se inscribe en el
interior de una única historia, que no es mero «lugar» de actuación
individual, sino por el contrario es un largo camino que abarca a todos los
pueblos y todas las generaciones. Desde la perspectiva y acción de Dios, en esa
historia se va desarrollando el proceso fundamental de «verdadera humanización»,
que llamamos «historia de salvación»[3].
El «bien» de la persona es, pues, irse «haciendo»
mutuamente con los demás, progresivamente «más hombre». Es decir, el «bien
del hombre» es su «humanización», la cuál para ser «real» debe ser
concreta e histórica, y que sólo puede darse en la radical relacionalidad con
los otros.
El «bien moral» es el verdadero «bien» de la
persona, y lo que es el «verdadero bien» de la persona es su «bien moral»,
es decir, el «bien» al que debe tender la persona con todas sus fuerzas y
opciones. En otras palabras, la realización y felicidad de la persona consistirá
en perseguir y alcanzar su «verdadero bien», o sea, en llegar a ser plenamente
«hombre», o sea, en alcanzar la plenitud de sentido como existencia.
Pero en la historia, el «bien» no es perseguible en sí
mismo por las personas, sino que ante ellas se presenta una pluralidad muy
diversa y contradictoria de «bienes» concretos. Esos «bienes» pueden ser de
muy diferentes tipos (materiales, afectivos, espirituales, etc.), pero siempre
serán históricamente concretos, y por tanto gozarán siempre de la limitación
y ambigüedad de todo lo histórico. Sin embargo esos son los «bienes»
alcanzables, y por tanto únicamente a través de ellos podrá «hacerse hombre»,
es decir, realizarse como persona.
A la persona concreta se le presentan una pluralidad de
«bienes» que resultan atractivos en sí mismos, pero que en su globalidad no
son todos perseguibles (por limitación de tiempo y/o «fuerzas»), y que en
muchos casos inclusive son contradictorios entre sí. Esto lleva a la persona a
la necesidad de «optar», es decir, de «elegir» algunos bienes y para ello «renunciar»
a otros. Esto pertenece a la naturaleza histórica del hombre, y como realidad
en sí, es éticamente neutro.
Lo que no es éticamente neutro es el proceso y el
resultado de esa elección, ya que de ella depende la realización o no del
sujeto, es decir, de su verdadera humanización e inserción en la historia de
salvación.
En primer lugar podríamos decir que desde esta
perspectiva, la «libertad» no consiste tanto en poder «elegir» cualquier
opción posible sin «interferencias», sino que la libertad consiste en
edificar trabajosamente la propia unidad de sí en una coherencia de proyecto de
vida, frente al riesgo real que corre de ser llevado a la disgregación de sí
por la dualidad de las tendencias y apetitos. La libertad consiste, en un
ejercicio de liberación.
Frente a la pluralidad de bienes, la persona no puede
disgregarse persiguiendo cosas contradictorias, sino que debe buscar a través
de ellos su «verdadero bien», que llamamos el «bien integral» de la persona[4].
Por lo que ya hemos visto resulta claro que la
actividad de la persona tiene y debe tener una finalidad que consiste en
alcanzar su «bien integral» a través de la consecución de bienes concretos.
Es así claro que toda actividad de la persona tiene un «interés personal», y
que no hay nada que realice que no sea «interesado». La persona está (y debe
estarlo) absolutamente interesada en alcanzar su bien integral, y por tanto en
todo lo que haga buscará su «propio interés». Inclusive su actitud más «altruista»
se basará en el interés en alcanzar ese «bien integral».
Pero aquí debemos hacer una aclaración no sólo
pertinente, sino que nos conduce a uno de los núcleos fundamentales sobre la
verdad sobre «el hombre»: la diferenciación entre «egoísmo» y «legítimo
interés personal».
El punto es fundamental porque es aquí donde
justamente se da en muchas oportunidades una más o menos consciente y más o
menos (mal) interesada confusión entre el «interés» legítimo que la persona
pone en todo lo que hace y el «egoísmo» que pueda tener. Veamos más despacio
ambas posibilidades.
En primer lugar el «bien integral» de la persona
tiene una dimensión objetiva ineludible. No es la propia persona quien lo
establece con su sola voluntad, sino que ella lo descubre ya inscrito en sí y
en los otros como ya dado, y al mismo tiempo la persona debe conformarlo en un
proyecto propio. No es cualquier proyecto de vida ni cualquier acción que
pueden conducir al propio bien, sino que todo fin y todo medio tienen su
calificación ética según colaboren o no al bien integral de la persona.
La «objetividad» del bien integral del ser humano es,
en otras palabras, la objetividad de lo verdaderamente digno de la persona, que
a su vez es la objetividad de lo auténticamente humanizante. Hay «proyectos de
vida» que por muy personales que sean objetivamente conducen a la frustración
de la persona, y hay acciones que más allá de las intenciones son en sí
mismas objetivamente negativas[5].
De esa misma objetividad que tiene el bien de la
persona es que se derivan las dos dimensiones de la dignidad humana. La primera
dimensión es referida a que toda persona por ser tal tiene derecho al acceso
real a todos los bienes (materiales, espirituales, etc.) que necesita para
alcanzar su bien integral. Así, es violatorio de la dignidad de la persona, por
ejemplo, el quedar excluido del «circuito de consumo real» de bienes[6].
La segunda dimensión de la dignidad de la persona es
referida a su rectitud de conciencia[7], es decir a obedecer la voz de su conciencia que le
ordena «hacer el bien y evitar el mal» por una ley «que él no se da a sí
mismo pero a la cuál debe obedecer». Incluso lo más íntimo de sí mismo, la
propia conciencia, debe responder no al arbitrio personal sino a una objetividad
que lo trasciende.
No es el ser humano quien establece por sí y ante sí
lo que es bueno o malo, es decir, aquello que constituye su verdadero bien, su
humanización, sino que va descubriendo trabajosamente en la historia lo que es
la «verdad» sobre el hombre. Mucho menos aún, el individuo puede establecer
por sí y ante sí lo que es su propio bien, al margen de los demás, y sin
tomar en cuenta la objetividad de su ser creado.
La «autosuficiencia» constituye un grave error
antropológico, ya que implica renunciar a lo que son las fuentes objetivas de
la propia dignidad, rompiendo además con la propia estructura de relacionalidad
lo que conduce inevitablemente a la propia frustración como persona.
En segundo lugar, el bien integral de la persona exige
diferenciar los bienes «verdaderos» de los «aparentes». En principio no es
pensable una persona sana sicológicamente que buscase conscientemente su «mal»,
es decir, su frustración como persona.
Lo que sí ocurre es que la persona persiga lo que
considera un «bien» para sí, pero que en realidad lo conduce a la frustración.
En este caso nos encontramos frente a los «bienes aparentes». Un bien es algo
que despierta el «interés» de la persona, pero al menos desde dos
perspectivas ese «bien» puede constituirse en un «mal». No alcanza, pues,
con el «interés» de la persona por algo para que eso se convierta en un «bien».
La primera perspectiva consiste simplemente en que se
trate de un «mal» objetivo, que por diferentes razones es percibida como un «bien».
A modo de ejemplo podríamos pensar en una persona que busca ganar dinero
estafando a otro.
La segunda perspectiva consiste en que se trate de un
«bien» objetivo, pero que para la persona concreta, constituye un «mal».
Esto es posible en cuanto todo «bien» concreto debe ser integrado dentro de un
proyecto global de vida que conduzca hacia el bien integral de la persona.
Perseguir un bien que vaya contra la unidad y coherencia del proyecto de vida,
se constituye en un «mal para la persona».
A modo de ejemplo podríamos pensar en una persona que
busca formar una pareja. «Formar una pareja» es objetivamente bueno, pero
resulta que la persona en cuestión ya tiene una pareja formada, con lo que esta
nueva pareja viene a destruir el propio proyecto de vida y las opciones ya
realizadas. De este modo algo que en sí es bueno se convierte en mal para la
persona.
No resulta fácil discernir cuáles son «bienes
verdaderos» y cuáles son «bienes aparentes». Para ello es imprescindible,
por un lado, buscar seria y permanentemente junto con los demás hombres la «verdad
sobre el hombre»[8], de modo de clarificar qué caminos y acciones son
objetivamente humanizadores y cuáles no.
Por otro lado, es imprescindible integrar los bienes
buscados en un «proyecto de vida» coherente, y objetivamente humanizante. Esto
exige renunciar a muchos bienes alternativos para poder hacer realidad los
bienes elegidos. A su vez, los bienes elegidos deben ser compatibilizados
mediante una ponderación que permita que todos colaboren en alcanzar la unidad
de la persona y así el bien integral, y no que la disgreguen[9].
Uno de los aspectos que deben ser más cuidados en éste
tema es justamente el de no confundir el «interés» de la persona con la «bondad»
del objeto buscado, ya que puede despertar un «inmenso interés» en una
persona concreta algo que en sí mismo, o en el contexto de su proyecto de vida,
constituye su frustración y deshumanización.
En tercer lugar el bien integral de la persona incluye
de por sí la apertura a los otros como amor que es servicio.
El bien de la persona no es un bien autónomo de los
demás, ni un bien separado, aislado, al margen de los demás. El «bien
integral» de toda persona está indisolublemente unido al «bien» de las demás
personas.
No se trata únicamente de un «deber» moral, sino de
algo mucho más profundo aún que es la radical unidad de vinculación que todos
los seres humanos tenemos más allá de nuestros deseos y voluntades.
El ser humano como ser esencialmente relacional no
puede «hacerse» persona al margen del resto de la humanidad, sino que su
proceso de humanización o deshumanización dependerá en gran parte y, a su
vez, apoyará en gran medida el proceso de humanización o deshumanización de
la humanidad entera.
La persona puede aceptar y asumir en forma positiva su
intrínseca relacionalidad abriéndose a los demás (personas y sociedades), o
por el contrario, puede intentar desconocerla «cerrándose» y pretendiendo
realizarse como persona, sola.
Se trata de una opción fundamental y básica de la
persona, que no se hace en un momento específico de la vida, sino que subyace
como sentido de fondo de todas las opciones concretas que va realizando. La
persona va progresivamente «abriéndose» a los demás, es decir, va
progresivamente integrando en su propio horizonte de realización la realización
de los demás, o por el contrario, va progresivamente negando su relación con
la realización de los demás.
Reitero que no se trata de un problema de «bondad»
hacia los demás (eso será un aspecto posterior del tema), sino de asumir que o
nos «realizamos mutuamente» unos con otros, o nos «frustramos» todos. En
otras palabras, o juntos nos vamos humanizando mutuamente, o todos nos
deshumanizamos.
La postura de «encerramiento» es justamente
identificada con la actitud del «egoísmo». El egoísta es quien busca «su
propio bien», al margen de los demás (o incluso «a pesar de los demás»,
porque es muy difícil uno sin el otro), como si le fuese posible hacerse
plenamente persona por sí solo.
"Que cada uno se preocupe de buscar su propio
bien", que es una frase infinitamente repetida en forma explícita e implícita[10], debe ser completada para que manifieste su verdadero
sentido con: "sin preocuparse por el bien de los demás".
Inclusive la pretensión, siempre egoísta, de reducir
la preocupación por los demás (el altruismo, la «preocupación social» como
atención a los «pobres», etc.) a un «hobby» es profundamente destructora de
la propia persona. No uso la palabra «hobby» en sentido peyorativo sino en
sentido real, es decir, la actividad que se hace con la mejor intención y
atención, con el mayor entusiasmo y dedicación, pero referida al «tiempo
libre» (el tiempo que queda de la dedicación a las actividades centrales de la
vida). No se trata de que sea remunerado o voluntario, sino de algo mucho más
profundo, se trata de que se reduce a algo secundario en la propia vida, ya que
lo verdaderamente importante es otra cosa, y si es «otra cosa» no puede ser
sino el «lograr lo que más le sirve a sí mismo».
En términos cristianos, la apertura radical a los demás,
se concreta como actitud ética en la práctica del «amor». El «amor a Dios
sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo» es la clave fundamental
de la propia realización plena como persona. Es mediante el amor que la
humanidad se «humaniza», y es mediante el «no-amor» (odio, indiferencia,
etc.) que la humanidad se «deshumaniza».
Es mediante el amor, que el ser humano alcanza su
plenitud, ya que realiza en sí la «imagen y semejanza» de Dios que es. Dios
se nos revela no como un ser «encerrado», egoísta, indiferente, o preocupado
de «su propio bien», sino que se nos revela como un Dios profundamente
solidario, infinitamente abierto, y que por amor a los hombres se entrega a sí
mismo, inclusive hasta la muerte.
La capacidad de amar es el elemento central de nuestra
identidad como hijos de Dios, y realizarla es nuestro único camino de plenitud
personal y colectiva, porque nos configura históricamente como hijos de Dios[11].
El «bien integral» de la persona, por tanto, no sólo
incluye la apertura a los demás, sino que ella es central. El egoísmo, de por
sí, imposibilita alcanzar al plenitud propia y colectiva, ya que destruye la
identidad más propia del ser humano, y de hecho constituye su «mal» central.
Es necesario, sin embargo, explicitar que el «amor»
no es un sentimiento, sino que es esencialmente una actitud, una forma de vivir
en concreto. En la última cena Jesús insiste reiteradamente a sus discípulos
«ámense unos a otros como yo los he amado», porque no es cualquier forma de
concebir el amor la que vale, sino que es verdadera una sola forma de amor: la
que lo concibe como un «servir» a los demás.
Sin entrar en un desarrollo fundamental sobre el «servicio»,
pero que escapa a las posibilidades de este libro, simplemente diremos que el
servicio implica asumir como «más importante» la felicidad ajena a la propia.
No se trata de una actitud masoquista o de autoinmolación, sino que se trata de
comprender y asumir que la propia realización personal no pasa por el aferrase
a sí mismo, sino por el «entregarse» a los demás. No se trata de esperar un
«premio» de Dios en el más allá, sino de que la propia realización «acá»,
la propia humanización, pasa por salir de sí para encontrar al otro.
Trabajar por la «humanización» de los demás tiene
como resultado, en primer lugar, la propia humanización.
Repito una vez más: es éticamente correcto buscar el
«propio bien», si lo entendemos como «bien integral», y lo buscamos donde
está, es decir, en la apertura al bien integral de los demás. El amor que es
servicio a los demás como expresión de «apertura», es el único camino de
humanización, y por tanto de realización personal. El egoísmo, que pretende
la autorrealización en el encerramiento, implica de por sí la total frustración
de la persona.
4. EL BIEN DE LA PERSONA Y EL BIEN COMÚN
Otro elemento que aparece como fundamental de ser
clarificado es el referido a la relación entre el «bien» de la persona y el
«bien» de la sociedad, normalmente llamado «bien común».
Habitualmente se plantea el tema del bien común en
torno a tres perspectivas: a) el «bien común» es la proyección de los
propios intereses, de modo que "lo que a mí no me sirve, no le sirve a la
sociedad"; b) el «bien común» como la suma de los intereses de las
personas que integran la sociedad, de modo que lo que se necesita es únicamente
compatibilizar los intereses individuales (el problema radicaría en que no es fácil
lograrlo); c) el «bien común» es una resultante, automática, de que cada uno
se preocupe por sus propios intereses.
Desde una perspectiva cristiana las tres perspectivas
son erróneas, ya que pierden de vista al ser humano como un «ser social» (no
solo sociable), y por tanto no se percibe a la sociedad como una entidad en sí
misma, cuya realización atañe muy directamente a la realización personal de
sus integrantes.
Ya hemos analizado en un punto anterior la relación
persona-sociedad. Ahora únicamente ampliaremos desde la perspectiva del «bien»,
es decir, entre el «bien integral» de la persona» y el «bien común».
El concepto de bien común es muy antiguo. Antes de
entrar en el contenido concreto que se le adjudica a ese concepto, debemos
recordar que de por sí está representando la finalidad y la razón de ser última
de la sociedad.
La persona tiene una finalidad que trasciende la vida
presente para alcanzar la eterna. Así, su bien integral definitivo es la «participación
en el Reino eterno», y a ella debe estar referido el propio bien integral
intramundano. A su vez, la sociedad debe estar en función de la persona, por lo
que el bien común debe estar en función del bien integral de la persona.[12]
BIEN INTEGRAL
BIEN INTEGRAL
BIEN
COMÚN
)))
en función de
)))>
INMANENTE
))) en función de
)))>
TRASCENDENTE
DE
LA PERSONA
DE LA PERSONA
Esta clara funcionalidad ética de los diferentes
niveles, que supedita todo a la plena realización trascendente de la persona
humana, no debe hacer perder de vista que la sociedad tiene una finalidad propia
inmanente. Esa finalidad no es autónoma de la finalidad del hombre sino que está
en función de ella, pero no es posible derivar directamente una de la otra, ya
que en ningún modo el bien integral de la sociedad está constituido por la
mera suma de los bienes de las personas individualmente consideradas.
El concepto de bien común se desarrolla
fundamentalmente a partir de la tensión siempre existente entre individuo y
colectivo a todo nivel (de empresa, de país, de humanidad). En este siglo (y en
general toda la Doctrina Social de la Iglesia) se ha desarrollado a través del
intento de negar los dos polos opuestos históricamente manifestados: el
individualismo liberal capitalista, y el colectivismo marxista.
Para comprender el concepto de Bien Común, históricamente
se ha usado la analogía del «organismo natural» para ver la relación entre
individuo y colectivo (desde Séneca, hasta el Magisterio). La analogía tiene
tres aspectos fundamentales:
a) Mientras
las «células» pasan, los organismos quedan. Análogamente, la sociedad
permanece más allá de los individuos.
b) Las
partes del organismo no son meros elementos aislados y yuxtapuestos, sino que
están al servicio del todo. Análogamente la sociedad no es la suma de
individuos, sino que constituye una unidad espiritual, material y ética
ordenada, y por eso sus miembros sirven al todo.
c) Los
organismos no dejan morir sus miembros, sino que los nutren y cuidan, y sólo en
extrema necesidad los sacrifican para salvar el todo. Sto Tomás (S.Th. 60,5):
como la mano se expone instintivamente a ser cortada para salvar todo el cuerpo,
así el ciudadano debe «exponerse al peligro de morir para salvaguardar toda la
cosa pública».
El bien común no es el resultado de una suma, sino que
es un valor nuevo, específicamente distinto del bien del individuo y de la suma
de los bienes de los individuos.
Sin embargo es peligroso exagerar el valor de la analogía,
ya que pertenecen a dos niveles distintos de la realidad. Mientras que la célula
está íntegramente al servicio del organismo y su sentido únicamente se
deriva de éste, por el contrario la persona tiene sentido por sí misma, y el
colectivo en última instancia está al servicio de ella.
Por eso, desde una perspectiva cristiana, para
comprender adecuadamente el Bien Común complementamos la analogía del «organismo
vivo» con la afirmación de tres principios:
a) Sólo
la persona es una unidad de sentido en sí misma mientras que la sociedad es una
unidad de sentido relacional ordenada. La sociedad no existe independientemente
de los individuos.
b) El
bien común prevalece sobre el bien individual solo en la medida en que una
persona tiene obligaciones hacia un determinado organismo social por ser su
miembro. Ninguna sociedad (empresa, país, etc.) puede ver al hombre solo como
un miembro de sí (solo como un «ciudadano», etc.), es decir, no puede
reducirla a su función social.
c) La
sociedad, en último análisis, está al servicio de la perfección de la
persona. No obstante, se debe afirmar que la sociedad persigue un fin y hasta un
cierto sentido propios.
La analogía también tiene otro límite: el organismo
actúa espontáneamente bien, mientras que la sociedad para perseguir
unitariamente su finalidad necesita de una organización y de una autoridad que
guíe sus miembros para realizar el bien común.
El objetivo de la autoridad es el de tomar las medidas
necesarias para alcanzar el bien común, y el de garantizar la estabilidad de la
sociedad. Toda autoridad puede equivocarse, y sobre todo, está sujeta a la
tentación de abusar del poder. Por ello, en
función del propio bien común, debe a su vez ser controlada
adecuadamente (en democracia: sistema parlamentario, independencia de
poderes, opinión pública, elecciones periódicas, etc.). La sociedad no actúa
espontáneamente bien, sino que además de la eticidad de sus resultados, debe
también analizar en profundidad la eticidad de sus «procedimientos de decisión».
El contenido del concepto de bien común ha sido múltiples
veces planteado por el Magisterio de la Iglesia. En la última encíclica
social, Centesimus Annus, en el número 47b se establece:
"Bien común: no es la simple suma de los
intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha
según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una
exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona"[13]
A primera vista el concepto de bien común no parece
claramente definido en su contenido, y eso es verdad en parte debido a algunas
razones:
En primer lugar porque el «bien común» no existe en
abstracto, sino que siempre está referido a una unidad social determinada (una
asociación, una empresa, un grupo eclesial, un país, una familia, etc.). Su
contenido concreto dependerá tanto por del tipo de grupo social que sea, como
de las circunstancias concretas (histórico-culturales) en que se encuentra.
Sin que sea totalmente «relativo», sin embargo, el Bien Común sí es histórico
(depende en gran medida de las circunstancias históricas en las que se
encuentra la sociedad) y es concreto (se refiere a una sociedad concreta con una
identidad, una historia, y una cultura determinadas).
En segundo lugar porque su definición implica otras
definiciones que le subyacen (por ejemplo: definición de «desarrollo pleno»,
definición del concepto de «dignidad de la persona», etc.), y por tanto su
contenido se abre en una variedad importante de ramas. Esos temas están a su
vez desarrollados en otros lugares, por lo que el Bien Común siempre debe ser
mirado desde la globalidad de definiciones y nunca al margen de ellas.
Finalmente, porque en el fondo, el bien común responde
al concepto de «humanización» que el propio grupo social asume e intenta
plasmar en sus estructuras e instituciones. Ese «concepto de humanización» no
es expresado ni analizado teórica y abstractamente por la totalidad de los
miembros de la sociedad, sino que se va elaborando a partir de un sinfín de
iniciativas de muy diferentes niveles (económicas, políticas, artísticas,
religiosas, etc.) que van conformando una identidad y un proyecto de sociedad a
alcanzar. Este proceso obviamente no es homogéneo ni siempre claro, y existen
momentos especiales en que aparecen con una fuerza y nitidez poco comunes[14].
En algunos momentos parece que se identificaría la «cooperación»
entre las personas con el bien común[15]. Dejando de lado la perspectiva obvia del valor ético
de la cooperación entre las personas[16] (que no es la perspectiva aquí planteada), de por sí,
la «cooperación» en nada supone la búsqueda del bien común, y mucho menos
se puede identificar con él.
Como veíamos anteriormente cada persona tiene «intereses»
que corresponden a lo que él percibe como «su bien» (el que puede ser
verdadero o aparente). Por razones de eficacia, o de afinidad, o inclusive de
simpatía, diversas personas pueden cooperar mutuamente para alcanzar esos
bienes que persiguen. Sin embargo, esa cooperación mutua de por sí no
constituye un «bien», tanto para la persona como para la sociedad, sino que
dependerá de la eticidad de aquello que persiguen y eso se juzga justamente
desde el bien común y no al revés.
De por sí, también la «cooperación» con los demás
sólo constituye un «valor ético» en la medida que se entiende desde la
perspectiva de la «promoción» del otro y se inscribe dentro del bien común
de la sociedad. Es no solo pensable sino experiencia cotidiana lamentable,
constatar la «cooperación» mutua o a terceros con una finalidad fraudulenta.
Pero también es permanentemente constatable la cooperación entre personas que
no persiguen una finalidad mala en sí misma, pero que por considerar
exclusivamente sus intereses particulares atenta contra el bien común. No es
nada difícil encontrar una gran generosidad de cooperación al interior de un
grupo que no desarrolla sino el egoísmo del mismo grupo.
Como «ser social» la persona concreta no puede
realizarse al margen de la sociedad que integra. El es parte de la sociedad,
tanto como la sociedad es parte de él mismo. El es 100% originalidad única e
irrepetible (individualidad), y es 100% vinculación estructural social
(socialidad). Además ambas dimensiones no solamente no son separables (sólo
por un proceso lógico las podemos diferenciar), sino que ambas son mutuamente
dependientes.
La realización y felicidad de la persona dependen de
lo que él mismo haga con su vida y también dependen de lo que los demás hagan
con él. Pero más aún, la felicidad y realización de cada persona depende en
gran medida de la realización como tal de la sociedad que integra. Nadie puede
realizarse verdadera y auténticamente en plenitud, si la sociedad de la que
es parte está profundamente frustrada, alienada o destruida.
El «bien integral» de la persona incluye
necesariamente (por necesidad antropológica) la dimensión del «bien común»
de la sociedad que integra. El «bien integral» incluye su bien en cuanto
individuo, en cuanto relacionalidad con los demás, y en cuanto sociedad.
Pretender suprimir o desconocer una de las tres dimensiones, implica destruir la
«integridad» del «bien», y por tanto arriesga (o determina) la no
posibilidad de realización personal verdadera y plena.
A su vez, como ya dijimos, la sociedad no es
independiente de las personas que la integran, y su sentido último está en
función de aquellas. Por ello, el «bien común» no solamente no puede
desconocer el «bien integral» de cada persona que la integra, sino que su
propio contenido está en función de la promoción de ese «bien integral» de
cada persona. Ninguna sociedad puede realizarse en la medida que no se realicen
cada uno de sus integrantes.
El «bien integral» de la persona es que en todas sus
dimensiones llegue a ser plenamente «persona humana», es decir, que se
humanice plenamente. El «bien común» de una sociedad es que llegue a ser
verdaderamente «personalizante», es decir, que sea plenamente humanizadora.
Pero la «humanización» no es un dato, sino un
proceso global y total. Proceso de cada persona y proceso de la sociedad como
tal. Ambos se integran en un mismo proceso o ninguno se humaniza. El proceso no
es uniforme y homogéneo para todos, ya que depende de la libertad personal y de
las condiciones de vida concretas que le tocaron vivir a cada uno, pero sí es
claro que ni la sociedad se «humaniza» realmente si no hay personas luchando
por humanizarse y humanizar la sociedad, ni tampoco ninguna persona se puede
humanizar plenamente si no es al interior de un proceso mucho más amplio que
implica las estructuras sociales.
5. PROYECTO DE SI Y LIBERTAD
Qué es «la libertad» constituye uno de los ejes
fundamentales del tema que nos ocupa, no solo porque siempre se trata de un
elemento importante a la hora de considerar cualquier visión sobre el hombre,
sino además porque es uno de los elementos centrales más reivindicados por
este modelo que se nos propone.
La libertad es planteada esencialmente como ausencia de
condicionamientos, de modo de poder elegir siempre entre la mayor amplitud
imaginable de posibilidades. En la práctica (no así en la teoría donde no
conozco ningún autor que lo sostenga formalmente) esta concepción llega a la
necesidad de no asumir compromisos profundos de ningún tipo ya que todo
compromiso, por voluntario que sea, implica de futuro «condicionamientos».
Desde esta perspectiva, los «demás» pueden ser
vistos en forma «negativa» porque «condicionan» al sujeto. Los demás con
sus necesidades, sus intereses, sus afectos y sus criterios, constituyen «límites»
para la propia libertad, y pueden ser considerados como «condicionamientos
negativos» no solo porque «ponen» condiciones, sino porque ellos mismos por
su sola existencia ya me están condicionando. «La libertad de uno termina
donde empieza la de los demás» puede fácilmente ser considerada en cuanto que
cuanto más tome en cuenta a los demás, más «pequeña» será la propia
libertad.
Obviamente en la base de este planteo está la
perspectiva de individuo autosuficiente, que ya hemos analizado, intentando
desconocer toda la red de relaciones estructurales que lo conforman, y que por
tanto lo condicionan inevitablemente.
El ser humano, por ser histórico y concreto, está
inevitablemente condicionado por múltiples factores biológicos, culturales,
religiosos, económicos, etc. Esos condicionamientos son positivos o negativos,
es decir, son condicionamientos que colaboran para su humanización o, por el
contrario, la dificultan. La miseria económica, el crecimiento en un ambiente
egoísta o violento, la opresión sicológica o afectiva, etc., son todos
condicionamientos que innegablemente actúan de manera negativa sobre el proceso
de «humanización» de la persona.
Pero también hay condicionamientos positivos. Son
todos aquellos que permiten y posibilitan un crecimiento y desarrollo personal y
social, aunque constituyan situaciones conflictivas o difíciles. La valoración
ética de los condicionamientos no depende de que sean «no-conflictivos», o «cómodos
y fáciles», o «apetecibles». Su valoración ética depende exclusivamente de
que constituyan o no un medio para desarrollarse como persona.
A modo de ejemplo, la pertenencia a un determinado
pueblo supone grandes condicionamientos para la persona: una historia, «traumas»
y «mitos» comunes (la «garra charrúa» por ejemplo), una serie de cuestiones
elaboradas y resueltas por el conjunto y otras pendientes, una idiosincrasia,
una catalogación automática que los del exterior hacen de uno por identificación,
etc. Pero al mismo tiempo, todo eso permite una identidad personal plena,
permite una compenetración social intensa, permite una integración consciente
a un proceso global de humanización que no le es posible al individuo aislado,
etc.
En el mismo contexto hay una concepción de que lo «espontáneo»
es lo «natural», entendiendo por espontáneo aquello que se hace o se elige
sin previo discernimiento: «así como te sale».
Esto supone que los condicionamientos son «añadidos»
externamente a la «naturaleza» de la persona y no la integra, lo cual es
falso, ya que la «naturaleza humana» no es algo abstracto sino algo histórico
concreto, y por tanto indivisiblemente cultural, social, y estructural.
A su vez se está desconociendo que lo que espontáneamente
«sale» de la persona no es otra cosa que la expresión de todo aquello que ya
ha sido introyectado por la propia persona (consciente o inconscientemente), más
las resultantes de los estados sicológicos y afectivos que en el momento se
conjugan.
Identificar lo «espontáneo» con lo «natural», además
de suponer un grave desconocimiento de lo que es «la naturaleza humana»,
implica también un conjunto de actitudes entendidas como «lo más auténtico»
de la persona y que en realidad son resultado y expresión de lo acríticamente
introyectado.
Pretender ser libre de condicionamientos por actuar
espontáneamente, significa un error de graves consecuencias, porque supone
justamente lo contrario. Actuar «espontáneamente» en este sentido significa
perder la criticidad sobre las propias actitudes.
Así lo primero a aclarar es que no se puede pretender
suprimir todo condicionamiento ya que supondría dejar de ser «histórico y
concreto». Pero no solamente no se puede suprimir todo condicionamiento, sino
que además eso no es positivo para la persona. Lo que sí se trata es de
valorar críticamente los condicionamientos para rechazar los negativos y asumir
los positivos, lo cuál nos lleva al problema de cómo y en base a qué parámetros
realizar esa valoración.
Siempre el único criterio ético válido es la propia
«humanización» de la persona, como ya hemos visto. En cuanto a la «libertad»
podemos establecer dos perspectivas complementarias e irrenunciables.
La primera perspectiva, la de la libertad objetiva,
supone la posibilidad real de que cada persona pueda desarrollarse plenamente.
Esa posibilidad real de desarrollo, consiste en no sufrir condicionamientos
externos tales que no pueda actuar según su propia voluntad. Pero eso no es
suficiente, sino que con igual grado de importancia está el generar a su
alrededor las condiciones positivas (económicas, culturales, etc.) que le
permitan asumir la propia vida personal como un desafío positivo a ser
construido, y la propia sociedad como un bien mayor a ser desarrollado.
La segunda perspectiva, la de la libertad subjetiva,
implica el proceso real de la persona para hacerse «dueña de su propia vida».
Como veremos inmediatamente no se trata de un tema de «propiedad privada» en
cuanto «poseerse» a sí mismo, sino muy diferentemente se trata de irse «adueñando»
de la propia vida no frente a los demás sino frente a sí mismo.
Hacerse dueño de la propia vida implica en términos
generales que la persona no vaya pasando por la vida, sino que sea el verdadero
sujeto de sí mismo. Se trata de que la persona no solamente sobreviva lo mejor
posible, ni que viva y actúe por reacción a lo que la impacta, sino que
tomando las riendas de sí llegue a ser lo que quiere ser. Persona «libre» no
es aquella que puede hacer lo que le dé la gana, pero que en el fondo no «es»
nada, sino que persona libre es aquella que de tal modo se ha hecho dueña de su
propia vida que ha llegado a ser aquello que quería ser.
La libertad no depende de lo que se pueda llegar a «tener»
(en riqueza, o en fama o prestigio, o en ninguna otra especie material,
espiritual, o de la que sea), sino en lo que se puede llegar a «hacer de sí
mismo». En definitiva, libre es la persona que ha llegado a ser verdaderamente
«persona», recorriendo un camino que es único e irrepetible, porque es el
camino para llegar a ser él mismo.
La persona, como ya hemos repetido, no «es» sino que
«se construye», y para hacerlo el primer paso es tener un «proyecto de sí»,
es decir, un ideal de sí mismo que guíe el propio caminar. Ese «proyecto de sí»
debe ser verdadero para que el camino no lleve a la propia destrucción, por lo
que debe permanentemente ser confrontado con los parámetros objetivos de lo que
es verdaderamente «humanizante» y de lo que es «deshumanizante».
Ese «proyecto de sí» se va concretando en opciones sólidas
que la persona va realizando y que le permiten irse «haciendo a sí mismo».
Libertad no es «poder elegir», sino que libertad es «haber elegido»
coherentemente y sólidamente. Libre es la persona que se ha ido jugando
totalmente en opciones de vida concretas y que las ha mantenido con criticidad
por un lado, pero con tenacidad y fidelidad por otro, de modo de haber llegado a
ser él mismo. Libre es la persona que al final de su vida puede decirse con
alegría y paz: «ha valido la pena vivir, porque he descubierto lo que es ser
persona y he llegado a ser yo mismo».
«La libertad» no existe más que como concepto. En la
historia sólo existen seres humanos que se van progresivamente liberando o no.
La libertad es un proceso infinito de liberación, proceso que se basa en irse
progresivamente humanizando o no.
La libertad personal está íntimamente ligada a la
libertad social, aunque no dependa de ésta. El proceso de liberación personal
no se da al margen de los demás, porque nadie puede hacerse persona por sí
sola sino únicamente en el asumir positivamente la radical solidaridad que lo
une con los demás. Nadie se «hace persona» solo, sino que «mutuamente» nos
hacemos personas. Nadie «se libera» al margen de los demás, sino que «mutuamente»
nos liberamos en un mismo proceso. Obviamente cada uno realizará un proceso único
e irrepetible, pero jamás solo. Nadie puede liberarse manteniendo relaciones de
esclavitud u opresión con los demás.
Tampoco nadie puede liberarse al margen del proceso que
está realizando la sociedad que integra. La persona es 100% individualidad y es
100% socialidad. Nadie puede liberarse plenamente si es parte de una sociedad
esclava u oprimida. La dinámica persona de liberación necesita insertarse en
una dinámica mucho más amplia de liberación de la sociedad entera. Su proceso
de liberación personal le exige impulsar la liberación global y estructural, y
el proceso de liberación social impulsa a la persona a desarrollar un proceso
serio de liberación personal.
Todos son condicionamientos y ninguno es determinación.
Una persona puede liberarse al interior de una sociedad oprimida, siempre y
cuando esté realmente luchando contra la opresión social. Y una sociedad puede
estar liberándose y en su interior haber personas totalmente cerradas a ese
proceso. Siendo eso verdad, no obstante, ni persona ni sociedad pueden ser
plenamente libres si no es en un proceso común.
Volviendo al comienzo de este planteo, la libertad
consiste en no sufrir condicionamientos negativos. Libertad es «libertad de»
todo aquello que conduce a la persona a actitudes o acciones deshumanizantes. El
proceso de liberación personal mutua, implica el irse desprendiendo de todo
aquello que desde el exterior o desde el interior de sí mismo lo «esclavizan».
El proceso de liberación no es un proceso de «apropiación»
sino justamente al contrario, es un proceso de desprendimiento. Saber «renunciar»
aunque cueste y duela, no como masoquismo o como un abstracto proceso de «purificación»,
sino como único medio de no quedar atrapado por las cosas.
«Poseer» me esclaviza porque me lleva a dedicar la
vida a «defender lo mío». En la medida en que la persona es capaz de
renunciar a «ser rico» (adquirir y defender bienes me lleva a dedicarle la
vida a esos bienes), a «ser valorado» (la fama y el prestigio me llevan a
dedicar mi vida a no «romper» esa imagen), a «ser autónomo» (no depender de
nadie en ningún sentido me lleva a endurecer sistemáticamente el corazón y la
conciencia), etc. Inclusive «liberarse» de la propia vida, porque aferrarse a
ella a cualquier precio implica vivir para sobrevivir. La renuncia concreta
tiene sentido como «desprendimiento» que libera.
Pero la libertad no es únicamente «liberarse de», ya
que el fin no puede ser la mera renuncia, sino la renuncia necesita estar en
función de algo que vale la pena. Liberarse es también «liberarse para»
realizar el propio proyecto de sí.
La pregunta fundamental no es tanto «de qué liberarse»
sino «para qué liberarse». Ese «para qué» no es algo posterior como si el
ser libre fuera condición previa para llegar a algo, sino por el contrario, el
«para qué» es la propia liberación. Hacerse dueño de la propia vida,
significa tener claro y haber realizado en la práctica el propio sentido de
vida. No se puede llegar a ser uno mismo si no se tiene claro para qué se vive,
no se puede construir a sí mismo si no se tiene claro hacia donde se camina y
adonde se quiere llegar.
Por eso, libre es la persona que descubre y asume el
para qué de su vida, y en base a opciones serias y profundas conduce su vida
por ese camino, clarificando y revitalizando permanentemente el ideal al que
tiende con todas sus fuerzas.
La libertad no es un hecho sino que es un proceso. No
existe «la libertad» sino que por un lado existen espacios y posibilidades
concretas para que las personas y sociedades puedan descubrir y asumir realmente
su propia historia (objetividad), y por otro lado existen personas que buscan
con todas sus fuerzas ser las dueñas de su propia vida (subjetividad).
Por lo mismo nadie puede «liberarse» solo o al margen
de los demás. La persona, como ser de relaciones que es no puede desprenderse
de ellas para ser «él mismo», por el contrario, de ese modo solamente entraría
en un proceso de progresiva pérdida de sí mismo. La liberación implica la
globalidad de la persona, y eso necesariamente abarca la totalidad de relaciones
interpersonales y sociales que forman parte de la persona. Nadie puede hacer el
proceso de liberación sin generar espacios y condiciones concretas para la
liberación objetiva de los demás, y sin estimular a los demás a asumir sus
propios procesos de liberación.
La libertad es un proceso porque jamás tiene un punto
de llegada final. Siempre es incompleta y contiene ambigüedades, y siempre
necesita mayor desarrollo. Ninguna persona o sociedad puede considerarse
plenamente «libre», ya que eso significaría de hecho la renuncia a seguir
creciendo (porque «ya no se puede mejorar la realidad»), y de ese modo se caería
en una resignación totalmente esclavizadora. En ese mismo instante se dejaría
de ser dueño de la propia vida.
No se puede dedicar a «mantener» la libertad
alcanzada sin buscar acrecentarla, so pena de perderla inmediatamente. No se
puede ser cautivo de la propia libertad conseguida porque esa misma «libertad»
se convierte en esclavitud. La libertad es proceso ininterrumpido e infinito: ni
se puede parar, ni se le pueden poner límites.
En algunos medios se pretende que las instituciones
sociales «atentan» contra la libertad de la persona porque las condicionan en
su actuar. En esta «bolsa» caen especialmente el Estado y la Iglesia, pero
también los partidos políticos, los sindicatos, etc.
Ya hemos visto como todo en la historia «condiciona»,
y eso es inevitable, pero también hemos visto que los condicionamientos son
negativos o positivos y por tanto no descartables en sí mismos. Toda institución
histórica, padece de ambigüedades y de estructuras internas que facilitan o
entorpecen los procesos de liberación. Esto exige una actitud permanentemente
crítica de modo de saber discernir unas estructuras de otras, porque pretender
que una institución sea «perfecta» es, como vimos recién, abandonar el
proceso de liberación.
Pero lo que no es admisible es plantearse el mero
descarte de una institución porque contenga aspectos deshumanizantes. También
las personas individualmente los tienen, y tampoco son en modo alguno «descartables».
De ese modo se pierde todo lo sí humanizante que toda institución también
tiene. Lo que se trata entonces es de comprometerse con la permanente purificación
de las instituciones, no desde «afuera» sino como parte integrante e
interesada de las mismas, y como parte del propio proceso de liberación.
Lo grave del planteo no es tanto el negar la validez de
ciertas instituciones sino el pretender «ser libres» por sí mismos, ante sí
mismos, y al margen de toda posible institución. Esto es ahistórico y
constituye una verdadera falacia. Con todas sus limitaciones, pero las
instituciones son las mediaciones imprescindibles de la relacionalidad social
organizada. Sin ellas no existe sociedad como tal, y sin sociedad es imposible
el proceso de humanización. El proceso de liberación, como proceso de
humanización, pasa inevitablemente a través de las instituciones sociales.
El llamado del Señor al hombre es a ser «Señor» del
mundo y la historia, señorío que a imagen del de Dios no es opresor sino
liberador. Ese llamado no tiene límites, y el mismo Señor permanentemente nos
impulsa a superar los límites históricos que nosotros mismos creemos tener.
Por eso el proceso de liberación personal, social y cósmica, no son
separables, ni tienen más límite que el de nuestro propio empeño. Empeño que
no es individual, sino que es proceso que generación tras generación y persona
tras persona van realizando hacia la plena y total humanización.
En cristiano, a ese proceso hecho por Dios y por los
hombres simultáneamente, y que es un proceso de «liberación para» llegara
ser plenamente «humanos», se le llama «Historia de Salvación».
[1]
Dada la extensión del presente trabajo no es posible más que un
brevísimo acercamiento al tema, el cuál exige un análisis filosófico y
teológico aplicado a nuestra realidad mucho más profundo.
[2]
Cfr. el capítulo referido al concepto de ética o moral.
[3]
Cfr. el capítulo referido a la «historia de salvación».
[4]
El Magisterio ha asumido con mucha fuerza esta noción de «bien
integral» de la persona: p.e. GS 61; HV 7; PP 23; OA 40; FC 32; DV
introducción, 1,2,3, II.1; SRS 1,9,10, 29-33, 38; etc.
[5]
Cfr. GS 27; RP 17.
[6]
Siguiendo con el ejemplo, el Papa en la CA 11c donde se establece que
todo hombre tiene «derechos» que no provienen de ninguna otra razón que
su «ser hombre», y 34a donde se excluyen explícitamente del «mercado»
todos aquellos bienes que corresponden a las «necesidades humanas
fundamentales».
[7]
Cfr. GS 16.
[8]
Cfr. GS 16.
[9]
Existen una serie de criterios objetivos que permiten hacer esa «ponderación
de bienes» en forma adecuada, pero que no corresponde desarrollar aquí.
[10]
Se
puede pensar por ejemplo en el estímulo de la sola competencia entre las
personas, que permanentemente se presenta a nivel escolar, empresarial,
etc., y que de hecho supone que el «éxito» del otro es un «fracaso mío».
[11]
Cfr.
GS 24-25; 38; etc.
[12]
Esta
afirmación, clara, es hecha sin olvidar el otro extremo de la tensión que
desarrollaremos más adelante, y que Ricardo Antonsich y José M. Munárriz
en su libro "La Doctrina Social de la Iglesia" (Ed. Paulinas,
Madrid, 1987), expresan del siguiente modo (pág. 83):
"Si distinguimos en lo social lo social-real (leyes,
instituciones, estructuras) de lo social-personal (relaciones entre
las personas), no puede decirse que lo social debe subordinarse a lo
personal, porque lo social es persona y lo personal es social.
Lo que deben subordinarse son las instituciones (social-real) a las
relaciones entre personas (social-personal), lo que constituye precisamente
el contexto en el que Jesús pronunció la supremacía de la persona sobre
el sábado. El conflicto que se le presentaba no era individuo-sociedad,
sino anteponer lo social-real (una ley, una institución), a lo
social-personal (una relación fraterna con el prójimo).
[13]
Cfr.
asimismo: Pío XII Mensaje de Navidad 1942; MM 65; PT 60; GS 74; DH 7; SRS
10 (22-23, 36). También en el Documento de Puebla se establece:
"... el bien común, consistente en la realización cada vez
más fraterna de la común dignidad, lo cual exige no instrumentalizar a
unos en favor de otros y estar dispuestos a sacrificar aún bienes
particulares"
Nº 317
[14]
A
modo de ejemplo, cuando debido a un hecho determinado (positivo o negativo)
la sociedad se sensibiliza en torno a un «derecho humano» específico,
generando un consenso amplio acerca de su validez y exigibilidad general.
[15]
Por
ejemplo, cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 81.
[16]
De
por sí, también la «cooperación» con los demás sólo constituye un «valor
ético» en la medida que se entiende desde la perspectiva de la «promoción»
del otro y se inscribe dentro del bien común de la sociedad. Es no solo
pensable sino experiencia cotidiana lamentable, constatar la «cooperación»
mutua o a terceros con una finalidad fraudulenta.