Navidad según Sartre

La virgen está pálida y mira al niño.

Lo que habría que describir de su cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en su cara humana.

Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas.

Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina.

De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios.

Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí.

Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto.

Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.

Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño y es Dios.

Le mira y piensa: Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne.

Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí.

Y ninguna mujer, jamás ha tenido así a su Dios para ella sola.

Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios caliente que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar y que sonríe.

Es en uno de esos momentos cuando pintaría a María si fuera pintor.

Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe. 

  Jean Paul Sartre,                           

“Barioná, el Hijo del Trueno”

Navidad de 1940