El legado eclesiológico de Ignacio Ellacuría


José Antonio Benítez

 

El objeto de este artículo es exponer la propuesta eclesiológica de Ignacio Ellacuría desde una lectura atenta de toda su producción teológica. Sin pretender recoger exhaustivamente las aportaciones de nuestro autor, trataré de presentar de forma sencilla y sintética aquellas que, en mi opinión, revisten mayor importancia: que la Iglesia es esencial a la fe cristiana en la medida en que está al servicio del Reino de Dios que predicó Jesús de Nazaret, que la Iglesia de los pobres es el verdadero Pueblo de Dios, y que desde el Pueblo de Dios es desde donde se establece la sacramentalidad histórico-salvífica de la Iglesia.

Esta propuesta eclesiológica resulta relevante al menos por dos razones: por la prioridad que el propio I. Ellacuría concede al Reino de Dios como clave hermenéutica de toda su obra teológica, y porque las categorías de Reino de Dios, Pueblo de Dios e Iglesia de los pobres han sido marginadas, cuando no tergiversadas, en la vida eclesial.

 

1. LA IGLESIA AL SERVICIO DEL REINO DE DIOS

1.1. Reino de Dios e Iglesia

El tema «Reino de Dios e Iglesia» es esencial para la autocomprensión de la Iglesia y de su misión, así como para su transformación permanente(1). Ellacuría tuvo claro desde el inicio cuál es la esencia del Reino: dar testimonio de la verdad(2). Y a partir de ahí procuró desvelar las circunstancias que han provocado un creciente desplazamiento del Reino de Dios en función de la Iglesia, de los sacramentos, o de las definiciones dogmáticas o morales. Subrayó por activa y por pasiva que todo debe subordinarse al Reino de Dios(3), aún sabiendo que ni las relaciones entre Reino de Dios e Iglesia han estado claras, ni es sencillo encontrar un equilibrio adecuado entre lo que él denomina las cosas del Reino y las cosas de la Iglesia. Ahora bien, nunca llegaremos a un camino esclarecedor si no priorizamos el Reino sobre la iglesia, negando cualquier identificación ingenua(4).

La reflexión de I. Ellacuría parte de un principio: La necesaria institucionalización de la Iglesia sólo evitará la mundanización secularista si se da una permanente con-versión de la Iglesia al Reino(5). Para que pueda verse cada vez más libre de su versión-al-mundo mediante una auténtica con-versión al Reino, la Iglesia debe tener un centro fuera de sí misma, más allá de sus fronteras institucionales, para orientar su misión y aun para dirigir su configuración estructural. Y este centro y este horizonte no pueden ser otros que los que tuvo la evangelización de Jesús: el Reino de Dios(6).

La Iglesia como institución se encuentra doblemente amenazada: por una parte, el institucionalismo y el secularismo, que provocan la pérdida del horizonte y la perspectiva del Reino(7); por otra, la mundanización(8). La Iglesia sólo evitará ambos peligros cuando acepte y tome como base evangélica del Reino de Dios a los pobres(9). La palabra del evangelio debe oírse en su lugar natural que es el mundo de los pobres(10). Sólo en este contexto cabe preguntarse por las características de este Reino y por su aplicación histórica. Concretamente, nuestro autor señala estos cinco datos fundamentales: 1) El anuncio que hace la Iglesia de la buena noticia no debería ser el anuncio de sí misma, ni el anuncio de un Jesús y de un Dios al margen de la salvación real del hombre y del mundo. 2) El Reino es una realidad dinámica; es un reinado, una acción permanente sobre la realidad histórica. 3) El Reino de Dios es la norma para la superación del falso problema que plantean los dualismos interesados, porque pone en unidad a Dios con la Historia. 4) El Reino de Dios es un Reino de los pobres, de los oprimidos, de los que sufren persecución; los protagonistas de este Reino son aquellos que sufren en sus carnes los efectos del pecado, la injusticia y la negación del amor. 5. Por último, el Reino de Dios supera la dualidad entre lo personal y lo estructural, entre ética individual y ética social(11).

Como conclusión, podemos afirmar que I. Ellacuría ha priorizado el tema del Reino de Dios en la teología de la liberación convirtiéndolo en el objeto mismo de la teología, de la moral y de la pastoral cristiana(12). Lo que deben perseguir los verdaderos seguidores de Jesús es la mayor realización posible del Reino de Dios en la historia(13). Pero, al acentuar esta centralidad del Reino, hay que considerar también la realidad de Pueblo de Dios, pues existe entre ambas un correlato inseparable. Esto nos lleva a otro apartado.

 

1.2. Pueblo de Dios e Iglesia

Si la relación que existe entre el Reino de Dios y la Iglesia no ha sido todo lo transparente y comprensible que se hubiera deseado, provocando desórdenes y conflictos de graves repercusiones, algo semejante podemos decir al acercarnos ahora a la relación entre el Pueblo de Dios y la Iglesia(14). Para nuestro autor, el valor teológico de Pueblo de Dios ha sido preterido, cuando no desfigurado y desdeñado tanto en sí mismo como en su referencia a la Iglesia, y sobre todo en la práctica pastoral(15). Así, a pesar del lugar relevante que ocupa la definición de la Iglesia como Pueblo de Dios en la constitución dogmática Lumen Gentium, resulta incomprensible que aún no haya sido asumida ni en la pastoral ni en la organización de la Iglesia (16). Con todo, hay también algunos signos esperanzadores, visibles y concretos, para reconvertir esta realidad apremiante. Es el caso del próspero y pujante movimiento de las comunidades de base (17).

Como hemos indicado, "Reino de Dios" y "Pueblo de Dios" son dos conceptos y dos realidades inseparables, de tal modo que habrá Reino de Dios en la medida en que haya Pueblo de Dios y viceversa. Sin embargo, ambas realidades han sido tergiversadas, distorsionadas e incluso desfiguradas cuando han sido referidas directa, inmediata y totalmente al concepto de Iglesia. Con ello no se niega la profunda, necesaria y esencial relación que tienen con esta última. Pero ello no obsta a que deban ser considerados como conceptos distintos y para que deba seguir manteniéndose su diferencia y jerarquía (18).

Ellacuría afirma que el concepto de Pueblo de Dios está más relacionado con el concepto y realidad del Reino de Dios que con el concepto y realidad de la Iglesia. Ya a primera vista resulta más lógico el que un reino tenga un pueblo que no lo tenga la Iglesia. De hecho, en la revelación, el concepto de Pueblo de Dios se desarrolló antes que el concepto de Iglesia, como también fue antes el concepto del Reino que el de Iglesia. Sin embargo, nuestro autor deja para una reflexión posterior la discusión de si la Iglesia es la forma última y más perfecta de realización de las promesas hechas por Dios al pueblo en busca del Reino.

No se puede perder de vista el hecho de que tanto el Reino (de Dios) como el Pueblo (de Dios) se refieren directamente a la historicidad total de la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Cuando se reflexiona sobre los significados que contiene el título de "Pueblo de Dios" hay que poner el acento en la iniciativa divina: es Dios el que escoge un pueblo y el que lo constituye. La Iglesia es "convocada", escogida entre la humanidad para constituirse en sujeto de relación que sirve como símbolo a todos los hombres. Pero no debe pensarse que, por ser comunidad espiritual de los creyentes, la Iglesia podría ser plenamente Iglesia sin la exigencia de la materialidad propia del reino y del pueblo. Por esta razón se hace obligatorio el que refiramos constantemente la Iglesia al reino y al pueblo, y viceversa.

Lo que se quiere resaltar es que la Iglesia, antes que nada, es un pueblo, es decir, una colectividad personal, una comunidad. Así se tiende un puente entre la visión mistérica y la visión sociológica de la Iglesia. Al hablar de Iglesia ya no se comienza postulando el carácter institucional, societario, jurídico o jerárquico. Antes que institución, jerarquía o sociedad, la Iglesia es un pueblo que marcha en la historia. Pero no es cualquier pueblo. Es un pueblo animado por el Espíritu de Jesús y congregado en el seguimiento de Jesús. Es un pueblo, en definitiva, configurado según las exigencias del Reino de Dios. En la base de estas exigencias subyace la necesidad de una espiritualidad cristiana como punto de referencia del carácter eclesial del pueblo de Dios.

 

1.3. La espiritualidad: referencia eclesial del Pueblo de Dios

Encontramos en I. Ellacuría una preocupación constante por redimensionar y priorizar la categoría bíblica de "Reino de Dios", para entender sólo desde ella lo que ha de ser la Iglesia y para, en consecuencia, llevar a cabo su transformación en el verdadero Pueblo de Dios. Esta transformación supone una auténtica revolución, especialmente cuando son muchos los que piensan que lo que no es cristiano para los individuos puede serlo para las instituciones llamadas cristianas. En un plano individual, este peligro ha podido evadirse mediante lo que nuestro autor denomina el artificio de la espiritualización e interiorización. Pero no ha ocurrido así en el plano de la institución (19).

Dicho esto, el punto de partida del carácter eclesial de la espiritualidad cristiana, el criterio y el motor inconfundible para soslayar cualquier amenaza sólo puede ser el Reino de Dios. Desde él, en efecto, debe entenderse el carácter eclesial de la espiritualidad cristiana, entendida primariamente la Iglesia como pueblo de Dios, congregado en el seguimiento de Jesús (20). En definitiva, la Iglesia debe constituirse conforme a las exigencias del Reino de Dios anunciado por Jesús; un Reino al que no puede sustituir, con el que no se identifica y al que debe someterse.

Igualmente, para una correcta comprensión de la espiritualidad es necesario partir del supuesto de que "lo espiritual" no es sino una dimensión del hombre individual y socialmente considerado, así como del cristiano personal e institucionalmente entendido. Dicho con otras palabras, una correcta comprensión de la espiritualidad debe evitar tanto perspectivas dualistas como monistas y debe enmarcarse en perspectivas estructurales, más o menos dialécticas según los casos, de modo que una dimensión no sea lo que es, sino siendo co-determinante de la otra y co-determinada por ella (21).

Mantener esta percepción no es fácil, pues exige tener presentes constantemente los condicionamientos históricos. Y esto requiere, ante todo, un firme y persistente discernimiento de los signos de los tiempos (22). Este discernimiento hay que realizarlo con una seriedad absoluta, porque en caso contrario mutilaríamos la acción del Espíritu en la historia. En efecto, es en los signos de los tiempos donde acontece la revelación de Dios en la historia (23). Además, ni la riqueza de la vida de Dios en Jesús, ni él ímpetu renovador y creador del Espíritu de Cristo puede expresarse ni hacerse presente en una única forma histórica. Como tampoco existe un hombre, una comunidad, o incluso una institución, que pueda gloriarse de haber apurado en una forma histórica determinada todo lo que es el don del Espíritu. El discernimiento es también necesario por la intrínseca historicidad de la espiritualidad cristiana, que necesita acomodarse con cambios muy hondos a los profundos cambios de la historia; tales acomodaciones han permitido el profundo enriquecimiento histórico de nuestra espiritualidad, y todo ello gracias a las nuevas demandas de los tiempos y a la continua aparición de hombres llenos de Espíritu, que han logrado realizar una relectura de la persona y del mensaje de Jesús. Finalmente, el carácter eclesial de la espiritualidad cristiana hace que la Iglesia como pueblo y como cuerpo exija una pluralidad de funciones y comportamientos (24).

La espiritualidad cristiana es la presencia real, consciente y reflejamente asumida del Espíritu de Cristo en la vida y actividades de las personas, de las comunidades y de las instituciones que quieren tener un talante cristiano. La espiritualidad cristiana es necesariamente una espiritualidad del seguimiento de Jesús. Y sólo se percibe en el mundo de los pobres. Es en el mundo de los pobres donde tiene lugar la acción preferencial y la comunicación viva del Dios cristiano. Y el impedimento fundamental para que la vida de Dios, es decir, el Reino de Dios, irrumpa históricamente es el pecado del mundo. Por ello se hace más necesaria una praxis liberadora de este pecado (25).

En este contexto, la espiritualidad cristiana tiene por delante una ardua labor, ya que una espiritualidad que no venga y no vaya a una praxis liberadora del pecado y de sus consecuencias no responderá a la vida de Jesús (26). Esta tarea es esencial y resulta indispensable para que el Reino de Dios irrumpa en la historia. Pero también forman parte de nuestra espiritualidad algunas prácticas espirituales fundamentales, como la oración en todas sus formas. Por tanto, no todo es pura exterioridad: hay una interioridad en el hombre y en el cristiano que deben ser cultivadas expresamente.

Como características que deben impregnar una espiritualidad cristiana liberadora, Ellacuría señala: a) debe centrarse cristológicamente en torno a la misión; b) debe estar orientada según el espíritu del sermón de la montaña; c) debe estar cimentada en la fe, orientada por la esperanza y consumada en el amor (27).

 

Así comprendemos por qué la Iglesia debe estar permanentemente abierta y atenta a la novedad y a la universalidad del Espíritu, que rompe la rutina esclerotizada del pasado y los límites de una autoconcepción restringida. Sólo una Iglesia que se deja invadir por el Espíritu, renovador de todas las cosas y que está atenta a los signos de los tiempos, puede convertirse en el cielo nuevo, que necesitan el hombre y la tierra nueva (28). Se hace cada vez más necesaria e indispensable la apertura al Espíritu de Cristo desde la terrenalidad que implica el seguimiento del Jesús histórico. Además, el Espíritu de Cristo no ha delegado la totalidad de su presencia y de su eficacia en ninguna de las instancias institucionales, aunque la corporeidad histórica de éstas sea también una exigencia del Espíritu (29).

La renovación de la Iglesia y su proyección hacia el futuro ha de ser en la línea de la Iglesia de los pobres. Una Iglesia que haya hecho verdaderamente una opción preferencial por los oprimidos, por la pobreza y por la lucha contra todo tipo de injusticia, dará pruebas y será manifestación del Espíritu renovador presente en ella.

 

2. UN PROYECTO HISTÓRICO: EL PUEBLO DE DIOS

Cuando la Iglesia está configurada como Pueblo de Dios, desde una perspectiva profundamente maternal, y no tanto magistral, entonces está en condiciones de contribuir a la liberación del hombre y de la historia, es decir, de buscar el Reino de Dios y su justicia (30).

En este apartado vamos a ver cómo la Iglesia se configura como Pueblo de Dios, desmenuzando, en un segundo momento, cuáles son las claves que convierten a esta Iglesia en el verdadero Pueblo de Dios; finalmente, expondremos cómo ese Pueblo de Dios es el pueblo crucificado que sufre el mismo destino histórico de Jesús y se convierte en otro "Cristo".

 

2.1. La configuración de la Iglesia como pueblo

A partir de la eclesiología conciliar y, más concretamente, de la categoría de Pueblo de Dios, Ellacuría afirma que, en virtud del Espíritu de Dios, la Iglesia nace del pueblo creyente y oprimido(31). Desde esta concepción de Iglesia, nuestro autor intenta profundizar y reflexionar por qué y de qué modo el "pueblo" es el lugar de interpretación y de praxis de la fe cristiana. Comienza diciendo que es precisamente al pueblo a quien va dirigido el mensaje de salvación, sencillamente porque es un mensaje de liberación; porque es en el pueblo donde el mensaje de salvación y de liberación alcanza su sentido más completo; porque la finalidad, la significación y la misma interpretación de la salvación cristiana surge como un clamor ante el destino afligido y doliente de quien, en su sufrimiento, desvela la gravedad del pecado que le oprime; por último, sólo cuando la necesidad real del Reino sea la configuradora de las vidas de todos los creyentes, entonces alcanzarán la salvación, y harán que esa salvación ofrecida por Dios a todos los hombres en Jesús se convierta en luz de las naciones y en sal de la tierra. Todo ello muestra que el lugar de interpretación y de praxis de la fe cristiana es el pueblo, que sólo así entendido es el verdadero Pueblo de Dios. Sin embargo, I. Ellacuría aclara que el Pueblo sólo debe configurarse desde el Espíritu de Jesús. En palabras suyas, el Espíritu debe hacerse carne en el pueblo. Así es como desde el pueblo brota en plenitud la Iglesia de Cristo, plasmada y manifestada por unos signos inefables: señalados por el escándalo de las bienaventuranzas y la lucha por la justicia (32).

 

2.2. El verdadero Pueblo de Dios: la Iglesia de los pobres

Hablando de Monseñor Oscar Romero, I. Ellacuría dijo en una ocasión que fue el gran regalo de Dios al pueblo de El Salvador (33). Afirmó también que todos los que sufren y luchan por la justa liberación de los oprimidos siguen reconociendo en él al hombre que dijo la verdad sobre la miseria y los anhelos populares, que orientó y animó a todos los que quieren mantener la esperanza y trabajar por la liberación de pueblos crucificados (34). En palabras de un hermano en el ministerio episcopal, fue un santo de todos y para todos (35). Y también, un signo teológico (36). Testimonios como éstos nos ayudan a comprender por qué los tres años de Monseñor al frente de esa Iglesia de San Salvador, fueran considerados como tiempos de enorme densidad histórica (37). Una de las grandes aportaciones de este mártir de la liberación del pueblo fue precisamente desvelar las claves que permiten descubrir en verdad lo que constituye al verdadero Pueblo de Dios, claves que asumió desde lo más hondo I. Ellacuría (38). Esto es, que la Iglesia de los pobres es el verdadero pueblo de Dios cuando hace una opción preferencial por los pobres, cuando se encarna históricamente en las luchas por la justicia y la liberación, y cuando realmente da testimonio en contra de las estructuras de pecado instauradas en este mundo. En este caso, el auténtico Pueblo de Dios no puede menos que ser perseguido.

Cuando se toma en serio que los pobres son "lugar teológico", es decir, lugar de la manifestación del Dios de Jesús, de la vivencia y de la reflexión cristiana, y cuando son verdaderos sujetos de la evangelización y no sólo sus destinatarios preferidos, se entiende que no sean sólo una prioridad, sino, hasta cierto punto, un absoluto. De este modo, la denominación de "Iglesia de los pobres" debe tomarse como una formulación dogmática (39). Sin la inserción de modo radical en lo que se viene llamando Iglesia de los pobres, no se está en disposición de entender teóricamente lo que es el Reino de Dios. Por tanto, la Iglesia de los pobres es el lugar privilegiado de la reflexión teológica y de la realización del Reino de Dios (40).

Este planteamiento lleva a poner en entredicho la realidad y la praxis de las Iglesias instaladas en la riqueza de los países desarrollados. Con ello no se pretende una imposición, que rigiera la praxis eclesial y la teología por lo que es la Iglesia de los pobres. Sin embargo, cuando tomamos la revelación en su conjunto y, en particular, la del Nuevo Testamento, resulta que el lugar privilegiado ha sido siempre el mundo de los pobres y de los oprimidos. Junto a esto está el hecho de que, si la Iglesia quiere ser de verdad católica y universal, habida cuenta que la inmensa mayoría de la humanidad está marcada por la pobreza y la opresión, deben ser ellos los que estén atendidos privilegiadamente. Dice nuestro autor que las Iglesias instaladas en los países ricos deben tomarse muy en serio la parábola del buen samaritano, no sea que, ocupadas en tareas más elevadas y religiosas, pasen de largo ante el propio Jesús crucificado en la historia.

Es en la Iglesia de los pobres donde encontramos el lugar óptimo de santificación y de evangelización. Es el lugar privilegiado para el encuentro de Jesús. Es el lugar para un auténtico discernimiento de la tarea histórica que compete a la Iglesia, a saber, proclamar el Reino de Dios antes que la institucionalización eclesiástica, lo que supone un profundo rechazo de la sucesiva mundanización de la Iglesia. Ellacuría no niega el carácter jerárquico de la Iglesia, pero tampoco le ahorra la correspondiente crítica en su modo de ser y de actuar. Por otra parte, al presentar la Iglesia como Iglesia de los pobres, no se pretende en absoluto un magisterio paralelo, como muchas veces se ha dicho, ni una ruptura con la necesaria institucionalización de la Iglesia, aunque se pida una subordinación de los elementos de esta institucionalización a valores más profundos y afines al Jesús histórico (41).

 

2.3. El pueblo: el nuevo crucificado

Ellacuría inicia su reflexión con lo que él denomina pueblo crucificado(42). Esto es, la humanidad literal e históricamente crucificada por opresiones naturales y, sobre todo, por opresiones históricas y personales (43).

La opresión del pueblo crucificado viene de una suerte de necesidad histórica: la necesidad de que muchos sufran para que unos pocos gocen, de que muchos sean desposeídos para que unos pocos posean. La desfiguración del rostro del Tercer Mundo es el precio del maquillaje de otros mundos; su pobreza, el de su abundancia; su muerte, el de su vida. En palabras de I. Ellacuría, no sabemos si traducibles a otros idiomas, a América Latina los sucesivos dominadores y depredadores la han dejado como un Cristo (44).

Este planteamiento general, dice Ellacuría, no siempre ocurre o ha ocurrido de la misma manera, ni tampoco ha sido originado por las mismas causas, ya que el esquema de la opresión del hombre por el hombre adquiere formas muy variadas, tanto a nivel individual como a nivel colectivo (45). Pero lo cierto es que, actualmente, la opresión tiene unas características históricas globales que no pueden ignorarse y de las que son responsables activos u omisivos cuantos no se ponen al lado de la liberación (46). De hecho la Iglesia, aunque duela decirlo, debe comenzar a reconocer su contribución a la opresión injusta de los hombres.

La realidad de este pueblo crucificado se ilumina desde una lectura en la clave del Siervo de Yahvé (47). El pueblo crucificado centraliza de un modo objetivo determinadas condiciones que son esenciales del siervo doliente; él es el lugar histórico más adecuado para continuar la redención de Jesús, el Siervo, aunque no lo es actualmente y en toda su plenitud. Tampoco puede decirse quién lleva adelante con mayor plenitud la obra redentora de Jesús. Podría decirse que siempre será el Pueblo de Dios crucificado; pero esto, siendo acertado, deja sin definir quién es ese Pueblo de Dios, que no puede entenderse sin más como la Iglesia oficial, ni siquiera como Iglesia perseguida.

Decía I. Ellacuría que, cuando el punto de referencia de los otros mundos es el pueblo crucificado, éstos pueden conocer su verdad por lo que producen, a modo de un espejo invertido. Nuestro autor usaba una metáfora para explicar el estado de salud del Primer Mundo. Afirmaba que era necesario someterlo a un «coproanálisis», esto es, a un examen de heces. El diagnóstico presenta la realidad de los pueblos crucificados al mismo tiempo que da la medida de la salud de sus causantes. Este descubrimiento, aunque trágico, es obligatorio y saludable, ya que sólo de esta manera las naciones podrán basarse en la verdad (48).

El pueblo crucificado ilumina nuestra realidad, ofreciendo un discernimiento sobre nuestro mundo (49). Muestra que las soluciones presentadas por el Primer Mundo no son reales, al no ser universalizables, además de ser malas éticamente, porque deshumanizan.

El pueblo crucificado ilumina lo que históricamente puede y debe ser la utopía. Esa utopía en el mundo de hoy no puede ser otra cosa que la civilización de la pobreza (50), el compartir todos austeramente los recursos de la tierra, y la civilización del trabajo (51), que ha de prevalecer sobre la del capital.

Podemos concluir este apartado con unas palabras pronunciadas por nuestro autor en una conferencia pronunciada en Valladolid, y que algunos han interpretado como autobiográficas:

"Lo único que quisiera -porque eso de interpelación suena muy fuerte- son dos cosas: que pusieran ustedes sus ojos y su corazón en esos pueblos que están sufriendo tanto -unos de miseria y hambre, otros de opresión y represión- y después (ya que soy jesuita), que ante ese pueblo crucificado hicieran el Coloquio de San Ignacio en la Primera semana de los Ejercicios, preguntándose: ¿qué he hecho yo para crucificarlo?, ¿qué hago para que lo descrucifiquen?, ¿qué debo hacer para que ese pueblo resucite?"(52)

 

3. LA DIMENSIÓN SACRAMENTAL DEL VERDADERO PUEBLO DE DIOS

El que la Iglesia sea sacramento universal de salvación es un hecho afirmado tanto por el Vaticano II como por la Conferencia de Medellín (53). Ella es signo eficaz de lo que expresa. No sólo anuncia que hay salvación, sino que la realiza. Y esto se constata cuando la Iglesia se ha hecho Iglesia de los pobres: "la Iglesia de los pobres es sacramento histórico de liberación"(54).

 

3.1. La Iglesia como sacramento histórico de salvación

Entender a la Iglesia como sacramento no resulta, ciertamente, ninguna novedad. La novedad surge cuando hablamos de la Iglesia como sacramento "histórico" de salvación y de liberación. Según Ellacuría, para que la Iglesia sea realmente cauce de salvación histórica, es preciso que se configure desde el seguimiento del Maestro y sea realmente continuadora del mensaje (55), que anuncie y realice el Reino de Dios en la historia, dando muestras visibles y efectivas de la salvación que anuncia (56).

Por consiguiente, la Iglesia realiza su sacramentalidad histórico-salvífica anunciando y realizando el Reino de Dios en la historia. Así se comprende -digámoslo una vez más- que la Iglesia no es en absoluto un fin en sí misma, sino que toda ella está para cumplir el objetivo por el cual se fundó: el servicio al Reino de Dios. Es evidente que una Iglesia que está centrada en sí misma no será jamás sacramento de salvación. En todo caso, será un poder histórico más.

De este modo, si la Iglesia no encarna su preocupación por el Jesús resucitado en la realización del Reino de Dios en la historia está olvidando su misión principal y perdiendo con ello cualquier aval de ser la servidora eficiente del Señor. Sólo en el vaciamiento de sí misma, en el don de sí a los hombres más necesitados, puede la Iglesia pretender ser sacramento histórico de la salvación de Cristo (57).

Como sacramento histórico de salvación, a la Iglesia le toca el compromiso de ir historizando lo que este Reino de Dios exige en cada momento. Y esto supone combatir y eliminar el pecado del mundo en cada una de sus manifestaciones concretas (58). Pero, aunque nuestro primer compromiso es la liberación del pecado, en la salvación cristiana existe otro aspecto esencial, que está entrelazado con el primero: la divinización de nuestra humanidad (59).

Uno puede plantearse por qué el anuncio de la salvación molesta tanto a los poderosos. La respuesta estriba en que nuestro mundo está estructurado desde el pecado. Estando el Evangelio dirigido predominantemente hacia los oprimidos y necesitados, no puede menos que poner a la Iglesia en conflicto con los causantes, directos o indirectos, de la situación injusta de los pobres.

De este modo, el que la Iglesia como signo visible se ponga al servicio de la justicia y luche contra todo aquello que la impida es algo que pertenece a su esencial misión de quitar el pecado del mundo y de anunciar verdaderamente que Dios es la salvación del hombre.

Ante esto, la pregunta que surge es: ¿Cuáles son hoy los medios adecuados para que nuestra Iglesia, fiel a sí misma y a su tradición, sea para los hombres sacramento de salvación? Para nuestro teólogo, estos medios no tienen que ser algo novedoso; basta con que la Iglesia recupere la totalidad del Evangelio y del Jesús histórico; que anuncie la totalidad del mensaje a las personas a quienes quiere salvar, y al mundo en el que esas personas deben salvarse; y que profundice desde el Evangelio en los signos de los tiempos, para descubrir cuáles son las formas concretas que debe adoptar para que sea creíble y eficaz el mensaje de salvación (60). En este sentido hay que decir que no todo en la Iglesia es de hecho salvífico. De todos es conocido que muchas de las acciones de la Iglesia han conducido y conducen a la condenación (61).

Por tanto, para nuestro propósito no basta con afirmar que la Iglesia es el lugar histórico de la salvación. Aunque aceptemos que, por voluntad de Jesucristo y por asistencia del Espíritu, la Iglesia visible e histórica sigue manteniendo ese carácter excepcional de lugar de la salvación, hay que preguntarse qué de esa Iglesia histórica está en capacidad de serlo,o bien, qué de esa Iglesia histórica lo está contradiciendo (62).

 

3.2. La liberación, forma histórica de salvación

La liberación constituye una forma de la salvación en la historia. Y el contenido de la liberación cristiana se deduce por las fuentes propias de la historia de la salvación. Ahora bien, en el proceso teológico de encontrar las huellas salvíficas en la liberación, podemos encontrarnos también con otra realidad: la de la calumnia, la ofensa, la mentira, la imputación. A la teología de la liberación se le ha acusado en muchas ocasiones de proponer tan sólo una salvación socio-política (una reducción de la salvación que no se encuentra ni siquiera en el marxismo). Pero lo que la teología de la liberación ha afirmado hasta la saciedad es que la historia de la salvación no es tal si no alcanza a la dimensión socio-política, la cual es parte esencial suya, aunque no sea su totalidad (63).

En el Tercer Mundo, la realización de la historia de la salvación se presenta fundamentalmente en términos de liberación. Esto es lógico desde el momento en que su situación se haya determinada por la injusticia y la opresión. Es verdad que esta opresión puebe ser analizada con distintos instrumentos teóricos, pero el hecho es independiente de cómo y con qué medios se haga el análisis. La opresión existe.

Se ha objetado a la teología de la liberación que, al definir la situación en términos de opresión, no hace otra cosa que repetir las tesis del marxismo, o lo que ya han dicho otros, y no precisamente desde una inspiración cristiana. Sin embargo, esta acusación ignora las diferencias que existen en el análisis de la realidad y, sobre todo, que en los teólogos de la liberación esa realidad se encuentra iluminada por la fe cristiana (64). Pero, más que caer en la tentación dialéctica y en las acusaciones recíprocas, el problema que hay que plantear no es si cristianos o marxistas hablan hoy de liberación, sino en qué consiste la liberación cristiana, eso que el Vaticano II llamó la verdadera y plena liberación (65).

Lo cierto -dice Ellacuría- es que, cuando se vive y se experimenta esa opresión permanente, es cuando puede saberse hasta qué punto pertenece a la esencia de la historia de la salvación eso que se ha dado en llamar la lucha cristiana contra la opresión. El empeño de la teología de la liberación por situar su reflexión desde esta situación no se debe a otras razones que las puramente cristianas y teológicas, desde el momento en que la opresión es un pecado, y nunca será algo querido por Dios.

Por consiguiente, la Iglesia, como sacramento de liberación, tiene necesidad urgente de despertar de su letargo e intensificar su lucha por la justicia, en fuerza del propio amor cristiano. La liberación debe abarcar todo aquello que está oprimido por el pecado, hasta sus mismas raíces (66).

El carácter universal que tiene en estos momentos el grito de los hombres y los pueblos por la liberación de la opresión, tendría que hacer más fácil comprender que la Iglesia, como sacramento de salvación, se constituya en sacramento de liberación. Pero esto sólo podrá ser comprendido desde la perspectiva del Pueblo de Dios, que es en definitiva el correlato histórico-salvífico del Reino de Dios. En cuanto sujeto mediador e impulsor de la liberación, éste se debe entender a sí mismo preferencialmente como el pueblo de los pobres, como Iglesia de los pobres. Al carácter maternal de la Iglesia corresponde el engendrar vida liberadora dentro y fuera de ella, siendo cauce de liberación y, sobre todo, fuerza de liberación.

 

3.3. La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación

Al decir que la Iglesia es sacramento universal de salvación, se está diciendo que cada Iglesia particular es la expresión visible e histórica del misterio salvífico universal que se ha realizado en Jesucristo. Pero las palabras "sacramento" y "salvación" están marcadas por una larga tradición. En la teología de la liberación tiene lugar una historización de las mismas. Partiendo de la consideración del Jesús histórico, el misterio de la salvación es identificado con el anuncio y la realización del Reino de Dios en el curso de la historia. Esta realización aparece, por consiguiente, como un proceso histórico de liberación que se concreta en liberaciones parciales y que se ve obstaculizado por el rechazo del Reino, materializado en el pecado. El mismo Jesucristo aparece como anuncio y realización concreta de ese Reino que tiene un significado universal, pero con una universalidad histórica que se concreta en la preferencia por los pobres, los pequeños, los oprimidos (67).

Desde esta perspectiva, si Jesucristo es el sacramento original del encuentro de los hombres con Dios en la historia, los pobres son el lugar privilegiado del encuentro con Cristo. En cuanto comunidad que existe, en continuidad con la misión de Jesús, al servicio del Reino de Dios, la Iglesia se convierte en sacramento histórico de liberación: anuncio, expresión visible y realización concreta, aunque parcial, de la liberación prometida por Dios. En un mundo caracterizado por la conflictividad y por la injusticia, la Iglesia se convierte en sacramento histórico de liberación en la medida en que denuncia como pecado -por tanto, como contraria a Dios- la injusticia que se opone al Reino, y en la medida en que se solidariza concretamente con los pobres y con su lucha en cuanto destinatarios privilegiados del anuncio evangélico (68). Un signo inequívoco de la autenticidad de la fe que anuncia es la persecución (69). Esto no significa que la Iglesia tenga que reducir su misión a la lucha contra las estructuras injustas. Simplemente, se trata del riesgo que ella asume responsablemente cuando intenta ser fiel al anuncio del Reino de Dios que está en contradicción con toda situación de injusticia. Solamente así se anunciará una fe que no sea opio para el pueblo, sino principio de liberación.

En este sentido, solamente la Iglesia de los pobres se convierte en el sacramento histórico de la liberación que acoge el grito que se levanta hasta el cielo de parte de las mayorías pobres y oprimidas del continente (70).

La teología de la liberación ha hecho frecuentes afirmaciones sobre la relación entre Dios y los pobres. Ha sostenido la asunción por parte de Cristo del destino de los pobres hasta morir en la cruz. Ha afirmado en consecuencia la presencia real de Cristo entre los pobres hasta el punto de sostener que las mayorías oprimidas constituyen nada menos que el cuerpo de Cristo en la Historia (71).Pues bien, si la Iglesia reconoce a los pobres como su principal sujeto y como su principio de estructuración interna, su misma organización tendrá que hacerse funcional en orden a su servicio, superando el inmovilismo que se ha ido desarrollando en el seno de la institución a lo largo de la historia. A este propósito hemos de recordar que la Iglesia nace del pueblo por la acción del Espíritu y que este hecho nos ha de estimular a un esfuerzo continuo para superar toda forma de institucionalización que no esté claramente al servicio del Reino de Dios (72).

Podemos finalizar con dos textos de nuestro autor, en los que eleva un verdadero canto a la Iglesia de los pobres como depositaria de la salvación:

"La Iglesia es cuerpo histórico de Cristo en cuanto es Iglesia de los pobres; y es sacramento de liberación, así mismo, en cuanto es Iglesia de los pobres. La razón de ello estriba tanto en el célebre pasaje del juicio final como en la esencia misionera de la Iglesia. Si la Iglesia se configura realmente como Iglesia de los pobres, dejará de ser una Iglesia instalada y mundanizada para convertirse de nuevo en una Iglesia predominantemente misionera, esto es, abierta a una realidad que le obligará a sacar de sí sus mejores reservas espirituales; le obligará igualmente a convertirse a Jesucristo presente realmente de una manera especial en los presos, en los dolientes, en los perseguidos, etc." (73).

"La Iglesia de los pobres se constituye en el nuevo cielo... La afirmación utópica de una Iglesia como el cielo nuevo de una civilización de la pobreza es un reclamo irrecusable de los signos de los tiempos y de la dinámica soteriológica de la fe cristiana historizada en hombres nuevos, que siguen anunciando firmemente, aunque siempre a oscuras, un futuro siempre mayor, porque más allá de los sucesivos futuros históricos se avizora el Dios salvador, el Dios liberador" (74).

 

 


 

NOTAS:

(1) ELLACURÍA, Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. Para anunciarlo y realizarlo en la Historia, Santander 1984, 7; id., El Reino de Dios y el paro en el tercer mundo: Conc 180 (1992) 588-596; id., Escatología e historia: RLT 32 (1994) 113-129.

(2) Cf. id., El carácter político de la misión de Jesús: MIEC - JECI 13/14 (1974), 66ss.

(3) Cf. id., Conversión..., 270. En este mismo contexto L. Boff habla de correcta articulación: cf. Iglesia: carisma y poder. Ensayo de eclesiología militante, Santander 19926, 14-15.

(4) Cf. Ibid., 7. La afirmación de que la Iglesia no se identifica con el Reino no es en absoluto casual, ya que la ha venido sosteniendo desde el comienzo de su elaboración teológica. Así la encontramos en En busca de la cuestión fundamental de la pastoral latinoamericana: ST 759/760 (1976) 563-572; dos años más tarde llega a decir que nuestra Iglesia está aprendiendo lentamente aquello que es su gran verdad: Que ella no es el Reino de Dios, sino su servidora. (Id., Una buena noticia: La Iglesia que nace del pueblo latinoamericano. Contribución a Puebla: ECA 353 (1978) 161-173). En un artículo posterior afirma más contundentemente que no se acepta que el Reino de Dios se identifique con la Iglesia y, menos aún con lo institucional de la Iglesia, lo cual supondría, por un lado, la evasión del mundo al interior de la Iglesia y la reducción del Reino a una Iglesia reducida a lo institucional y, por otro, un empobrecimiento del mensaje y de la misión cristianas que acaban mundanizando y secularizando la Iglesia al conformarla en su institucionalidad con valores secularistas de dominación y riqueza y sometiendo a ella lo que es mucho mayor que ella, el reino de Dios. (Id., Aporte de la teología de la liberación a las religiones abrahámicas en la superación del individualismo y positivismo: RLT 10 (1987) 9ss).

(5) Ibid., 8. Sobre esto mismo, cf. L. BOFF, o.c., 91-95; 113-123.

(6) Ibid., 13-14.

(7) Cf. ibid., 8. Nuestro autor no niega la necesidad de una institucionalización de la Iglesia, pero advierte los peligros que conlleva: no configurar su vida con la de Jesús, aliarse con los valores que vive la sociedad y con los poderes de este mundo para subsistir como institución, cooperar con sociedades y estados en la búsqueda de un supuesto bien común cuando entrañan un pecado social y colectivo, etc (cf. ibid., 230-231).

(8) Cf. id., Conversión…, 10. Ellacuría denuncia claramente la mundanización de la Iglesia, por haber configurado su mensaje y aún su institucionalización más desde el poder que domina y controla que del ministerio que sirve (Cf. Utopía y profetismo, en Mysterium Liberationis (ML), I, Madrid 1990, 410-411). La Iglesia está amenazada constantemente por esta tentación, con el peligro de convertir su exigencia de encarnación en un vivir como el mundo, llegando incluso a pensar que la mundanización es imprescindible para la evangelización y la eficacia cristiana. (Cf. Liberación: misión y carisma de la Iglesia latinoamericana: ECA 268 (1971) 61-80). J. Sobrino también denuncia el peligro que tiene la Iglesia de adaptarse a la figura de este mundo pecaminoso: Cf. J. SOBRINO, Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, Santander 1981,100.

(9) Cf. ibid., 206. Resulta imposible detenerse para analizar las inmensas connotaciones que el concepto teológico "pobre" provoca en el pensamiento de nuestro autor. Me limito a ofrecer alguna bibliografía en donde aborda el tema de forma específica: I. ELLACURÍA, La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación, en I. ELLACURÍA - J. SOBRINO (eds), ML, II, 127-154; id., La teología como momento ideológico de la praxis eclesial: EstEcl 207 (1978) 457-476; id., La Iglesia y las organizaciones populares en el Salvador: ECA 359 (1978)692-702; id., Las bienaventuranzas como carta fundacional de la Iglesia de los pobres: Diak 19 (1981) 56-69; id., Los pobres: lugar teológico en América Latina: MisAb 4/5 (1981) 225-240; id., El auténtico lugar social de la Iglesia: MisAb 1 (1982) 98- 106; id., Las Iglesias latinoamericanas interpelan a la Iglesia de España: ST 826 (1982) 219-230; id., Pobres, en C. FLORISTÁN - J.J. TAMAYO (eds), Conceptos Fundamentales del Cristianismo (CFCr), Madrid 1993, 1043-1057; id., Luces y sombras de la Iglesia en Centroamérica: RazFe 208 (1983) 16-26; id., La teología de la liberación frente al cambio socio-histórico de América Latina: RLT 12 (1987) 241-264; id., Jesús, la Iglesia y los pobres, en I. ELLACURÍA, Teólogo mártir por la liberación del pueblo, Madrid 1990, 157-167; id., El pueblo crucificado, signo de los tiempos: SelTeo 29 (1990) 243-246.

(10) Cf. id., Liberación: misión y carisma..., 71.

(11) Cf. id., Conversión..., 15-16

(12) Cf. id,. En busca de la cuestión fundamental de la pastoral latinoamericana: ST 759/760 (1976) 570; El anuncio del Evangelio y la misión de la Iglesia, San Salvador, 1993, 44-69.

(13) Id., Aporte de la teología..., 9. En este contexto el autor cita otro artículo suyo: La Teología como momento ideológico de la praxis eclesial: Est Ecl. 207 (1978) 457-476, donde dice: La praxis eclesial no tiene el centro en sí misma ni tampoco en un Dios ajeno a la historia sino en un Dios que se hace presente en la historia. La praxis eclesial tiene su centro en el Reino de Dios y en la realización de ese Reino en la historia (463).

(14) No hay que decir que el concepto de "Pueblo de Dios" tiene una inmensa riqueza, tanto bíblica como teológica. Ambas dimensiones han sido reflexionada ampliamente por nuestro autor: Cf. I. ELLACURÍA, La Iglesia que nace del pueblo por el Espíritu: MisAb 1 (1978) 150-158; id., Una buena noticia: la Iglesia que nace del pueblo latinoamericano: ECA 353 (1978) 161-173; id., El verdadero Pueblo de Dios, según Monseñor Romero: SelTeo 84 (1982) 350-359; id., Aporte de la Teología de la Liberación a las religiones abrahámicas en la superación del individualismo y del positivismo: RLT 10 (1987) 3-27.

(15) Id., Pueblo de Dios, CFCr, 1094. Actualmente se advierte una corriente que tiende a desplazar, marginar, neutralizar o rechazar este concepto de Pueblo de Dios en favor de otros conceptos. Así, en la obra de J. RATZINGER- V. MISSORI, Informe sobre la fe, Madrid 1985, 55 encontramos un intento de limitar el contenido teológico del título. Cf. J. LOSADA, La Iglesia, pueblo de Dios y misterio de comunión: ST 74 (1986) 243-245, 254-255; J.M. CASTILLO, A los veinte años del concilio Vaticano II: MisAb 79 (1986) 71-79. Cabe notar que ya el excelente estudio de A. DULLES, Modelos de la Iglesia, Santander 1975, trataba el título de "Pueblo de Dios" (49-66) como uno más entre muchos: Cf. J.A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al Pueblo de Dios, Salamanca 1988, 176, nota 2; id., Las comunidades de vida cristiana en la Iglesia: Proyección 189 (1998) 111-113.

(16) Cf. I. ELLACURÍA., Conversión..., 210-211.

(17) Para interpretar este signo tan prometedor para el futuro de la fe en la historia, especialmente entre los pobres, que son las comunidades eclesiales de base (CEBs), L. Boff ofrece algunos criterios fundamentales: las CEBs son un encuentro del pueblo oprimido y creyente, nacen de la palabra de Dios, tratan de ser una nueva manera de ser Iglesia, son signos e instrumentos de liberación, y están fundadas en las celebraciones de la fe y de la vida: Cf. su obra ya citada Iglesia: carisma y poder, 197-205. Del mismo autor puede consultarse: Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Santander 19865; ...Y la Iglesia se hizo pueblo. «Eclesiogénesis»: La Iglesia que nace de la fe del pueblo, Santander 19862. Además, puede verse el número monográfico de Conc 104 (1975) 5-149. Para un acercamiento más concreto a este tema desde la realidad de El Salvador, cf. Mons. A. RIVERA DAMAS, Labor pastoral de la Arquidiócesis de San Salvador, especialmente de las CEB en su proyección a la justicia. Dentro de este marco, la persecución: ECA 348/349 (1977) 805-814.

(18) Cf. id., Pueblo de Dios, 1094-1097.

(19) Uno de los motivos por los que aún no se ha podido eludir satisfactoriamente esta amenaza estaría en la negación del espíritu y de la libertad en el marco institucional. Cf. Conversión...,12.

(20) Id., Espiritualidad, en CFCr, 418; cf. id., La espiritualidad cristiana: Diak 30 (1984) 123-132.

(21) Ibid., 413.

(22) Cf. ibid., 414. Para nuestro autor existe un signo que es más perceptibles que otros, y a cuya luz deben iluminarse los demás. Ese signo es siempre el "pueblo históricamente crucificado". (Cf. id., El pueblo crucificado signo de los tiempos: SelTeo 29 (1990) 243-246; id., Discernir el signo de los tiempos: Diak 17 (1981) 57-59). A propósito del primer artículo J. Sobrino afirma: En mi opinión Ellacuría está usando el concepto "signo" (de los tiempos) no sólo en su acepción histórico-pastoral como aquello que caracteriza una época (cf. GS 4), sino también en su acepción histórico-teologal como lugar de presencia de Dios o de sus planes (cf. GS 11). Con esto se quiere afirmar, teológicamente, que el mismo Dios está presente en el pueblo crucificado, y al hacer uso de esa radical teologización se afirma también la ultimidad de la tragedia histórica ( J. SOBRINO, Ignacio Ellacuría, el hombre y el cristiano, en Ignacio Ellacuría el hombre, el pensador, el cristiano, 21). Sobre el concepto de «signos de los tiempos» y su uso casi inflacionístico en la teología actual, puede verse el amplio trabajo de X. QUINZÁ LLEÓ, Signos de los tiempos. Panorama bibliográfico: MisCom 49 (1991) 253-283.

(23) Id., Conversión..., 233-234

(24) Id., Espiritualidad, 416.

(25) Cf. ibid., 415-417. Dice J. Sobrino que el pecado del mundo es lo que da muerte, lo que dio muerte a Jesús y lo que sigue dando muerte al pueblo crucificado. (Cf. El pueblo crucificado, en J. A. GIMBERNAT- C. GÓMEZ (eds), La pasión por la libertad. Homenaje a Ignacio Ellacuría, Estella 1994, 165; también en Jesucristo liberador, Madrid 1991, 321-342). Ellacuría denuncia el carácter pecaminoso de la situación latinoamericana en estos términos: Una situación que no permite a la mayoría ser personas y vivir como personas por estar sojuzgada y aplastada por necesidades vitales fundamentales; una situación de injusticia institucionalizada que impide positivamente la fraternidad entre los hombres; una situación configurada por modelos de la sociedad capitalista y de la sociedad de consumo, que impiden la solidaridad y la trascendencia cristiana; una situación en la que el mundo y la sociedad son la negación de la esencia amorosa de Dios como realidad última fundante de toda realidad; una situación en la que no aparece la imagen encarnada de Cristo sino más bien la negación permanente de esa imagen; una situación de tales características, desde el punto de vista cristiano, no tiene más que un nombre: pecado. (Liberación: misión y carisma..,73).

(26) Ibid.

(27) Cf. ibid., 418-420. Nuestro autor coincide con la criteriología de Jon Sobrino. Para éste, "el aprisionar la verdad en la injusticia es lo que dificulta la revelación y la comunicación de Dios y lo que se constituye en fuente de condenación" (Liberación con espíritu. Apuntes por una nueva espiritualidad, Santander 1985; id., Espiritualidad y seguimiento de Jesús, en ML II, 449-476).

(28) Id., Utopía y profetismo, 440; cf. id., Conversión...., 261; cf. id., Liberación: carisma y misión..., 78.

(29) Cf. ibid., 441.

(30) Cf. id., Liberación: RLT 30 (1993) 229

(31) Cf. id., Una buena noticia…, 168; Cf. L. BOFF, Iglesia: carisma y poder, 198.

(32) Cf. id., La Iglesia que nace del pueblo por el Espíritu, en Conversión de la Iglesia..., 68- 76. Estas páginas fueron publicadas anteriormente con el mismo título en MisAb 1 (1978) 150-158; y en Serv 83/84 (1978) 551-564.

(33) Cf. id., Monseñor Romero, un enviado de Dios para salvar a su pueblo: RLT 19 (1990) 5-10.

(34) Cf. id., Presencia de Monseñor Romero en la hora actual: ECA 401 (1982) 143.

(35) Cf. P. CASALDÁLIGA, Un santo de todos y para todos: RLT 19 (1990) 11.

(36) Cf. J. SOBRINO, Monseñor Romero: Mártir de la liberación. Análisis teológico de su figura y obra, Madrid 1980, 3.

(37) I. ELLACURÍA, La UCA ante el doctorado concedido a Monseñor Romero: ECA 437 (1985) 168.

(38) Cf. id., Conversión..., 81-125.

(39) Cf. Ibid., 170.

(40) Cf. id., La Teología como momento ideológico de la praxis eclesial: EstEcl 53 (1978) 474-476; id., Compromiso político de la Iglesia en América Latina: Cor XIII 4 (1977) 159; id., La Iglesia y las organizaciones populares en El Salvador: ECA 359 (1978) 696-697.

(41) Cf. id., Luces y sombras de la Iglesia en Centroamérica: RazFe 208 (1983) 23-26.

(42) Cf. id., Pueblo de Dios, CFCr, 1100; Conversión...,25-63; Este mismo artículo fue publicado por primera vez con el título El pueblo crucificado. Ensayo de soteriología histórica, en AA.VV, Cruz y resurrección, México 1978, 49-82; reimpreso en SelTeo 76 (1980) 325-342; posteriormente en RLT 18 (1989) 305-333; en ML, II, 189-216; por último, en Ignacio Ellacuría el hombre, el pensador, el cristiano, 119-130.

(43) Ibid., 25. Ante esta realidad tan cruel, a Ellacuría se le removieron las entrañas. Reaccionó. No se quedó en el puro lamento. No podía ver a todo un pueblo oprimido, postrado, engañado y burlado. Cf. J. SOBRINO, I. Ellacuría, el hombre,19, nota 65.

(44) Quinto Centenario. América Latina, ¿descubrimiento o encubrimiento?: RLT 21 (1990) 278. Para una profundización sobre el dolor del pueblo en el continente latinoamericano, cf. id., Una buena noticia..., 163-165.

(45) Una de esas formas histórica es la violencia, llamada por I. Ellacuría uso injusto de la fuersza. Nuestro autor escribió algunos artículos sobre el tema de la violencia, a destacar: Violencia y cruz, en Teología política, San Salvador 1973; id., Trabajo no violento por la paz y violencia liberadora: Conc 215 (1988) 85-94; id., Teología de la revolución y evangelio: ECA 266 (1970) 581-584; id., La paz mundial vista desde el tercer mundo: ST 6 (1983) 433-444; cf. J. SOBRINO, Apuntes para una espiritualidad en tiempos de violencia. Reflexiones desde la experiencia salvadoreña: RLT 29 (1993) 189-208.

(46) I. ELLACURÍA, Conversión..., 45.

(47) Cf. ibid., 47-63. El vigor y el talante de Ellacuría teólogo quedan evidenciados cuando conceptualiza teológicamente esta realidad y llama a los pobres de este mundo siervo sufriente de Yahvé o los equipara a Cristo crucificado; pero también se nos muestra aquí su captación de la tragedia de la realidad: la muerte, el terrible dolor de las víctimas de este mundo. Al conceptualizarla en lenguaje cristiano, antes que elevar la realidad a concepto teológico, vierte sobre nuestro mundo un juicio radical, nada postmoderno y ni siquiera sólo guiado por el rechazo de Dios. Este mundo es la aparición histórica del siervo de Yahvé en cuanto siervo sufriente y la aparición de Cristo en cuanto crucificado. (Cf. J. SOBRINO, I. Ellacuría, el hombre y el cristiano, 20). J. Sobrino también realiza una lectura bíblica del pueblo crucificado desde la clave del Siervo de Yahvé, en Meditaciones ante el pueblo crucificado: ST 871 (1986) 93-104, y en El principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados, Santander 1992, 86-90.

(48) Cf. J. SOBRINO, Jesucristo liberador..., 330.

(49) Cf. I. ELLACURÍA, Quinto centenario..., 277.

(50) Id., El Reino de Dios y el paro en el Tercer Mundo: Conc 180 (1982) 588-596.

(51) Id., El desafío de las mayorías pobres: ECA 493/494 (1989) 1075-1080.

(52) Id., Las Iglesias latinoamericanas interpelan a la Iglesia de España: ST 826 (1982) 230.

(53) Cf. LG 48; GS 45; AG 1 y 5; II CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del concilio. Conclusiones, Bogotá 51970, nn. 14,7; 15,9.

(54) Cf. I. ELLACURÍA, Conversión..., 179. Este artículo fue publicado por primera vez en ECA 348/349 (1977) 707-722; reimpreso en SelTeo 70 (1979) 119-135; recogido posteriormente en ML II, 127-153.

(55) Cf. ibid., 206.

(56) Ibid., 180s.187.

(57) Cf. ibid., 189.

(58) Cf. id., Teología y praxis eclesial: EstEcle 53 (1978) 457-476.

(59) Cf. id., Iglesia y realidad histórica: ECA 331 (1976) 217.

(60) Cf. ibid, 219.

(61) Cf. id., Salvación en la historia, en CFCr, 1269ss.

(62) Cf. id., Historicidad de la salvación cristiana, en ML I, 323-371.

(63) Sobre este particular, cf. el reciente estudio de JOSÉ Mª CASTILLO, Los pobres y la teología. ¿Qué queda de la teología de la liberación?, Bilbao 1997, 91-92.

(64) Cf. id., Conversión…, 200; cf. id., La Teología de la liberación frente al cambio sociohistórico de América Latina, en I. Ellacuría, teólogo mártir por la liberación del pueblo, Madrid 1990, 78-84.

(65) Ibid., 234. El texto del Concilio al que alude I. Ellacuría es GS 10.

(66) Ibid., 201-203.

(67) Cf. id., Notas teológicas sobre religiosidad popular: FomSo 127 (1977) 255.

(68) Cf. id., Conversión..., 204-206.

(69) Cf. ibid., 211.

(70) Cf. I. ELLACURÍA, Conversión..., 207-208.

(71) Cf. MONS. O. A. ROMERO, Dimensión política de la fe desde la opción de los pobres, en "¡Cese la represión!", Madrid 1980, 109-119; podemos encontrar este discurso en J. SOBRINO, I. MARTÍN BARO, R. CARDENAL, La voz de los sin voz, San Salvador 1980, 188ss; publicado posteriormente en Diak 20 (1981) 62-71.

(72) Cf. id., La Iglesia que nace del pueblo por el Espíritu: MisAb 1 (1978) 150-158.

(73) Id., Conversión…, 208-209.

(74) Id., Utopía y profetismo, en ML, I, 442.