¿NUEVOS PARADIGMAS

O FIN DE UNA ERA TEOLÓGICA?

Carlos Palácio, SJ

  CES - Belo Horizonte

Traducción de Vincenzo Paglione y José Kowalska

 

Nuevos paradigmas es una de esas expresiones afortunadas que, de repente, han comenzado a circular como moneda corriente en el debate académico. No resulta fácil explicar el motivo de su éxito. Y menos todavía el sentido exacto que adquiere en sus diversas transposiciones.

Su lugar de origen, como es ya sabido, es el de la filosofía de la ciencia y, más precisamente, el de la epistemología del conocimiento científico. Desde aquel contexto originario se ha transferido hacia otros ámbitos del conocimiento humano. Y en la actualidad esta expresión se puede encontrar en los más diversos campos del saber.

La teología no podía representar una excepción. Es suficiente dar una ojeada en algunas de las publicaciones más recientes para convencerse del éxito de esta fórmula mágica. ¿Pero es así evidente lo que esta expresión quiere significar en el ámbito de la teología?. El objetivo del presente estudio es el de esclarecer un poco más esta pregunta. Tengo la sospecha de que el encantamiento de los “nuevos paradigmas” con relación a la teología en realidad no hace otra cosa que ocultar el verdadero desafío frente al que se encuentra. Esta es la razón por la cual me he permitido modificar el título sugerido (“Incidencias de los nuevos paradigmas en la teología sistemática”). Porque aún más que los “nuevos paradigmas” lo que en la actualidad repercute en la teología es la situación de crisis de la cultura occidental y todo lo que ella comporta: la crisis de la razón moderna. Y para responder –con un cierto nivel y de forma original– a los desafíos de este momento histórico, la teología tiene que profundizar la cuestión que concierne su simbiosis histórica con esa civilización de la razón. De hecho, ése ha sido hasta hoy su paradigma.

Por lo tanto parece conveniente señalar ya desde el inicio la diferencia que existe entre paradigma y cambio de época (I). Esta distinción permitirá comprender mejor por qué la crisis de la razón moderna y occidental puede significar simultáneamente el ocaso de una era teológica (II). Entones será posible preguntarse bajo qué forma puede contribuir la teología a superar la crisis global de los saberes en la cultura occidental (III).

I.-¿NUEVOS PARADIGMAS O CAMBIO DE EPOCA?

El éxito de esta expresión tal vez se deba, en parte, a un cierto carisma por medio del cual ofrece puntos de apoyo hacia aquella indeterminación o inseguridad que parecen caracterizar en la actualidad a los diversos ramos del saber. Crisis que podría recibir la siguiente formulación paradójica: cuanto más se desarrolla el conocimiento de lo particular menos el ser humano moderno y la sociedad como un todo saben qué hacer con él. Se trata, por lo tanto, de una crisis de sentido que afecta a todos los aspectos de la vida humana y social. No es del caso si todas las ciencias o ramos del saber se reconocen de una u otra forma en esta situación. Los nuevos “derechos” de las minorías no hallan respuesta alguna en el antiguo orden jurídico e institucional; la extrema subjetivación de lo que sean el bien y la felicidad han desencadenado la búsqueda de una ética mínima del consenso; el fenómeno de la globalización suscita nuevos problemas sociales, económicos y políticos. Y los ejemplos se podrían multiplicar hasta alcanzar el ámbito de la religión y el de la teología. El denominador común de esta situación es la conciencia de lo que hay de radicalmente nuevo en el actual momento histórico con respecto a otras épocas. No existen, por tal motivo, modelos o soluciones prefabricados capaces de responder a los desafíos del presente. Precisamente aquí se introduce el concepto de “paradigma”. Etimológicamente este concepto significa modelo o ejemplo al cual poder referirse en una determinada situación. Pero, además, -y éste es uno de los indicios que determinan su carácter científico– este concepto alude al hecho de que, en una sociedad como la nuestra, será imposible alcanzar plenamente un consenso acerca de las nuevas soluciones que se podrían adoptar según los problemas que irán emergiendo sin antes poseer un mínimo de reconocimiento o de relativa unanimidad por parte de una “comunidad”. Estas dos características, unidas o adjetivadas con la mágica palabra de “nuevo”, podrían ser una primera explicación para llegar a comprender el éxito de la expresión “nuevos paradigmas”. Pero es a partir de aquí donde empiezan los problemas.

1. Uso ambiguo del concepto

El concepto de “paradigma” está asociado a los nombres de Th. Kuhn y K. Popper y a sus tentativas para comprender cómo funciona el conocimiento científico. En su acepción específica presente en el interior de la epistemología de las ciencias el paradigma se presenta como el marco conceptual, ampliamente aceptado por la comunidad científica en un determinado momento, que permite la generalización de ciertos resultados de la ciencia y ofrece una explicación coherente de los mismos, dando lugar a la formulación de una "teoría científica" capaz de orientar a la investigación y de conservar un tranquilo desarrollo de la ciencia.

Fuera de ese contexto el concepto de “paradigma” recupera el sentido primigenio de modelo o ejemplo. En la medida en que se ha vuelto lenguaje de uso común, la expresión “nuevos paradigmas” termina por ser un simple sinónimo de temas o problemas nuevos con los cuales la teología –para limitarnos a nuestro caso– se tiene que enfrentar. Pues bien, el hecho de que la teología esté obligada a enfrentar problemas de los cuales antes no estaba acostumbrada no quiere decir que por ello halla cambiado de paradigma.

Es suficiente conocer un poco la historia de la teología para poder constatar su profunda evolución a través de los siglos. No sólo por lo que concierne la matriz de su reflexión sino por lo que respecta a las categorías utilizadas en los ejes que han estructurado el pensamiento teológico de cada época. La primera es la de la teología patrística y la otra, bien diversa, es la de la teología escolástica. Sin por ello hablar de los rumbos seguidos por la teología en la época moderna. Pero desde una macroperspectiva histórica no sería exagerado afirmar que, a pesar de las innegables diferencias, la teología nunca salió del ámbito de la razón occidental, sea el de la “razón antigua” (desde los primeros siglos hasta llegar a la síntesis de Santo Tomás), sea el de la “razón moderna” (desde el siglo XVI hasta hoy).

Por lo tanto podríamos decir que ella nunca cambió de paradigma, aún cuando sus relaciones con la “razón antigua” la hallan configurado concretamente de una forma radicalmente diversa de la que sería más tarde su configuración por medio de la “razón moderna”. De una u otra forma, el último problema con el cual la teología cristiana tendrá que enfrentarse siempre es el de su superficialidad. La razón teológica no puede prescindir de la razón humana o “natural”. Pero no puede salir alterada de ese encuentro. Fue la profunda intuición de Santo Tomás la que asumió e integró la filosofía aristotélica en el teocentrismo de su experiencia de fe. Y ése parece ser el verdadero desafío para la actual teología frente a las vicisitudes de la “razón moderna”.

Evidentemente no se trata de una logomaquia vacía. Podemos darle al término “paradigma” un sentido cada vez más englobador, como lo hace H. Küng. Pero, en definitiva, la cuestión de la cual no podemos huir es la de la cosmovisión subyacente. Detrás de los “nuevos paradigmas” se encuentra –si así lo queremos decir– el “paradigma de la razón moderna” que es toda una forma de entender al ser humano en su existencia real: en todas sus dimensiones, en sus opciones concretas de valores y fines, en su responsabilidad por la historia y en su relación con la trascendencia.

La teología –así como las demás ciencias– no puede eludir las cuestiones que emergen de la peculiar situación histórica que estamos viviendo. Mas la introducción de nuevos temas en el campo de la teología no quiere decir que halla cambiado el modo de pensarlos. Y este modo de pensar podrá cambiar sólo cuando “problemas” como, por ejemplo, los de la afirmación de la mujer en la sociedad, el reconocimiento de las minorías o la cuestión ecológica, sean pensados en el ámbito de una lógica diferente de la que preside la razón moderna. Porque es innegable que, antes de que se reconociesen como perspectivas nuevas sobre la totalidad social, ellos han sido sólo “temas” de reflexión –y temas “problemáticos”– precisamente porque en ellos emergían los desequilibrios introducidos en la cosmovisión occidental debido a la unilateralidad de la razón moderna.

La ambigüedad que existe en el uso del concepto de “paradigma” tiene que ver, por tanto, con sus raíces científicas y, en último término, con lo que se reveló como el triunfo unilateral y dominador de la ciencia sobre cualquier otra forma de conocimiento o de saber. El modelo de la razón moderna occidental terminó siendo el de la razón técnico-instrumental. El resultado de esa unión es la crisis del conocimiento o el olvido de la sabiduría y el del sentido para el sujeto como existente.

Así que la razón occidental es el paradigma dentro del cual se desarrolló y con el cual se identificó la teología hasta hoy. El problema para la teología no es el de cómo integrar en la reflexión temas hasta ahora ignorados por ella, sino cómo pensarlos de otra forma y cómo integrarlos en una cosmovisión diversa de la que subyace en la razón técnica. En otras palabras, el desafío consiste en recuperar la autonomía de la razón teológica frente al de la razón moderna, mostrar lo que hay de específico en la teología como sabiduría de la fe y contribuir, con su discernimiento, a que estos “temas” dejen de ser “problemas” y se transformen de facto en perspectivas que se extiendan hacia otra cosmovisión. Pero lo que hasta aquí se ha dicho es mucho más que un cambio de paradigmas.

2. El fondo de la cuestión

Ya a comienzos del siglo Freud utilizó la imagen del “malestar” para referirse a las transformaciones de la moderna cultura occidental. Pero es necesario ir más allá de un sentimiento difuso e indefinido para comprender mejor las causas de la situación. En la medida que el siglo avanza hacia su final aparece más clara la raíz del malestar. Y su verdadero alcance también. Estamos asistiendo en este momento histórico a un verdadero cambio de época. Algo mucho más profundo que un simple cambio de paradigmas. Mutación comparable, bajo ciertos aspectos, a lo que, a partir de K. Jaspers, se denominó cambio del “tiempo-eje”. Tiempo que abarca aproximadamente unos 500 años, entre el 800 y el 200 antes de Cristo, y que introduce en la conciencia humana una ruptura radical, a partir de la cual se operó una profunda inflexión en el curso de la historia y de la civilización tales como las conocemos hasta hoy.

Simplificando un poco las cosas, esta mutación se podría resumir en los siguientes dos aspectos: una nueva autocomprensión de la existencia humana la cual estaba inseparablemente unida a una nueva manera de relacionarse con la trascendencia. Las repercusiones de esta mutación se han hecho sentir tanto en el ámbito socio-cultural cuanto en el religioso. El tránsito de una conciencia arcaica, cósmica y mítica hacia el de una conciencia abstracta y reflexiva hizo posible el surgimiento de la conciencia individual y, junto con ella, la afirmación de la persona frente a la colectividad y sus condicionamientos.

De algún modo, por lo menos en la cultura occidental, todavía vivimos de los resultados de esa conquista y de las consecuencias que representó ese cambio para el orden social y político. Desde el punto de vista religioso en esa conquista radica la toma de conciencia del destino personal y de la búsqueda inquieta de salvación que se hallan presentes en el origen de las grandes religiones salvadoras y universales, en contraposición a las religiones nacionales hasta entonces dominantes.

Es precisamente en el área geográfico-cultural del tiempo-eje (China, el actual Irán, en oriente; Grecia e Israel en el mediterráneo) donde tuvo lugar una profunda depuración de la idea de trascendencia: en el ámbito de las religiones orientales (sobre todo del budismo), en el ámbito profético del monoteísmo o aun en el ámbito de la crítica racional que la filosofía griega lanzó contra la mitología religiosa.

Existen muchos indicios que conducen a interpretar los síntomas de malestar y de crisis de nuestro tiempo como el resultado de un cambio del tiempo-eje. Es el conjunto de la cosmovisión hasta ahora dominante en Occidente la que está en juego: viejos problemas humanos (como la cuestión de la verdad, la ética, la religión) se revisitan, al mismo tiempo la toma de conciencia de la dimensión planetaria de la historia suscita nuevos problemas. Es innegable que la cultura occidental esté pasando por una de esas mutaciones que afectan todos los aspectos de la vida social y cultural. Existe una semejanza sorprendente entre los rasgos característicos de aquel fantástico cambio de época y la rigidez con la que parece presentarse la crisis actual. Crisis de sentido, la cual afecta no sólo al individuo sino también a la sociedad entera pensada como un todo. Lo que también hoy está en juego es la forma de entender la existencia humana (personal y social). El hombre moderno no sabe ya cómo entenderse en relación al cosmos y con relación a la trascendencia.

La razón moderna cada vez más se revela como una razón fragmentada, incapaz de encontrar la unidad que existía en el universo racional de la sabiduría griega y, menos aún, en el teocentrismo del mundo cristiano-medieval. Al transformar el sujeto en el fundamento y el punto de referencia absoluto, tanto del conocimiento de la verdad cuanto de la experiencia ética del bien, la filosofía moderna fundamentó los presupuestos de una ruptura entre ser humano, mundo y Dios que se transformó en mortal para el mismo ser humano. La exaltación de la utopía individualista, la depredación de la naturaleza en nombre de un desarrollo sin límites y el regreso sorprendente hacia una forma de religiosidad bajo muchos aspectos salvaje, son algunas de las manifestaciones de lo que puede ser esa absoluta afirmación del ser humano curvado sobre sí mismo, ese “homo clausus” que parece haber emigrado definitivamente desde la “agorá” griega hacia los modernos “condominios enclaustrados”.

Es evidente que la solución no se deberá encontrar en un imposible retorno a la premodernidad. Las conquistas de la ciencia son irreversibles. Pero resulta innegable que la razón moderna pide con vehemencia encontrar una unidad de sentido para la experiencia humana entendida como un todo. Unidad que requiere una forma inédita de relaciones del ser humano con el mundo (un equilibrio entre dominio del mundo y alianza con la naturaleza), con los seres humanos entre sí (o sea la integración del individuo en la conciencia mayor de un “nosotros”) y de la humanidad con Dios (referencia a la trascendencia como horizonte último del sentido del proprio antropocentrismo). Frente a la complejidad del mundo actual, esta lectura puede parecer precipitada y excesivamente apologética. Sea como fuere, una aproximación con la mutación cultural del tiempo-eje puede resultar iluminadora. Importa muy poco el nombre que le queramos dar. El hecho es que un simple cambio del paradigma resulta insuficiente para explicar la crisis de la modernidad en sus raíces más profundas.

Tal situación no podía dejar de producir repercusiones sobre el cristianismo y sobre la teología en cuanto expresión teórica de la fe cristiana. ¿Nuevo tiempo-eje o “nueva era”, para usar un lenguaje más a la moda? En todo caso un aspecto característico del actual momento histórico es la aproximación entre culturas y religiones que coinciden, en parte, con las áreas geográficas afectadas por aquella primera mutación. Es verdad que esta especie de “ecumenismo” resulta ser mucho más económico-tecnológico que político y religioso. En todo caso es ése el contexto en el cual se verifica la fusión de los horizontes y se manifiesta el reencuentro de universos simbólicos y religiosos que pueden explicar el cambio de época frente al cual se encuentra actualmente la teología.

II.-EL FIN DE UNA ERA TEOLÓGICA

Desde sus orígenes la teología ha marchado junto con la razón: sea por medio del encuentro que se produjo entre cristianismo y helenismo (civilización de la razón por excelencia), sea durante su convivencia, dos veces milenaria, con la cultura occidental. Por eso, no sería excesivo afirmar que la teología hasta hoy ha tenido un único paradigma: el de la razón occidental. Tampoco es de extrañar que también ella sufra los impases de la crisis de esa razón. Particularmente en sus dos aspectos bajo los cuales se manifiesta de modo más agudo esa crisis: la depauperación del conocimiento como saber y la desaparición de Dios.

1. El "pensamiento débil"

La razón moderna se ha transformado en objeto de muchas críticas. Las perspectivas pueden variar, pero todas acaban por denunciar el mismo mal: el carácter unilateral, fragmentario, instrumental del conocimiento científico como prototipo del conocimiento humano. Detrás de esas denuncias se vislumbran el escepticismo hacia la razón y sus poderes absolutos y la decepción por lo que representó el mito de la “ciencia pura”. Indicios, tal vez, del fin de su reino absoluto. La ciencia está dejando de ser el paradigma epistemológico para los otros ramos del saber. Y, por lo tanto, también para la teología.

Mediante ese desencanto se expresa el agotamiento de un modelo de conocimiento, insuficiente en sí mismo e insatisfactorio en sus resultados. Insuficiente no por estar desprovisto de importancia y validez, sino porque manifiesta un estrechamiento en el modo de entender la razón humana, característica de la modernidad. Insatisfactorio porque el ser humano, cual aprendiz de hechicero, no logra controlar ya las consecuencias del poder creciente que tiene en sus manos. Basta con pensar, por ejemplo, en la cuestión ecológica y en la ingeniería genética. Insuficiente en sí misma por no responder a las exigencias de unidad y de sentido inscritas en la experiencia humana. El conocimiento no constituye ya fuente de sabiduría. Es el triunfo del “interés”: conocimiento de lo inmediato, de lo verificable, de lo útil, de las causas “primeras”, sin capacidad para remontarse hasta las “últimas” causas. La crisis del conocimiento es una crisis antropológica. La razón instrumental presupone un modelo de “sujeto” y se apoya en una concepción antropológica que amenaza el equilibrio de la experiencia humana. El llamado “pensamiento débil” es la perfecta expresión de ese “homo debilis”, de ese estado de penuria al cual fue reducida la experiencia humana.

Mas no se trata hacer de la ciencia el chivo expiatorio de esta situación. Las causas se tienen que encontrar en los inicios de la época moderna. En particular en aquel tiempo de transición que fue el s. XIV. Porque es ahí donde se encuentran los presupuestos y las opciones que han modelado la razón moderna y, por lo tanto, la concepción del ser humano absolutizado pero curvado sobre sí mismo. De hecho, el mundo moderno es la inversión del orden intelectual del mundo cristiano-medieval: la armonía se transformó en separación, la síntesis en ruptura. El resultado fue la fragmentación de la experiencia humana. El ser humano moderno renunció a la unidad de su experiencia o, por lo menos, se hizo incapaz de armonizarla integrando sus diferentes dimensiones.

La aceptación de esa ruptura es uno de los presupuestos de la razón moderna. Ella comienza con la constitución de lo que podría ser llamado “razón natural” en oposición a la razón teológica o a la perspectiva de la fe en el universo medieval. Y coincide con el descubrimiento de Aristóteles que representa la otra cara de la cultura griega hasta entonces desconocida por la teología. En oposición al neoplatonismo –forma de pensamiento dominante en la elaboración de la teología cristiana– el aristotelismo, con su teoría de la ciencia y su concepción de la naturaleza como centro autónomo de las operaciones, representó el descubrimiento de la razón inductiva y experimental.

Desde un punto de vista antropológico aquel fue el punto de partida para una concepción del ser humano como “naturaleza pura”, o sea, al margen de cualquier referencia con la visión de la fe. En la medida que esa forma de pensar se fue extendiendo hacia todas las dimensiones de la experiencia humana, la razón moderna desembocó en una de las más trágicas rupturas del pensamiento occidental: la concepción del hombre “natural” en oposición al hombre “cristiano”. Y la teología no está exenta de culpa por el uso que hizo del concepto de naturaleza.

Uno de los símbolos de esa nueva estructura mental es el mito de la «doble verdad» -la verdad de la razón (natural) y la verdad de la fe (sobrenatural)– que marcó el carácter antagónico y cada vez más agresivo del pensamiento moderno contra la fe y la teología y que asumió progresivamente la forma de una afirmación del ser humano (natural) contra Dios (sobrenatural). La negación de la teología como ciencia, el problema del acceso a Dios por medio de la razón, la oposición entre razón y fe, etc. son sólo algunos de los aspectos de la nueva situación del conocimiento.

Un segundo presupuesto es el de la primacía absoluta dada a la perspectiva del sujeto que conoce. Primero en Descartes, con su afirmación radical del “cogito”; después en Kant, con su revolución copernicana que hace del sujeto el “principio y fundamento”, criterio de las condiciones de posibilidad para el conocimiento de la verdad y del bien. Esta absolutización del sujeto que “conoce” (primacía del lógico sobre el ser), y la del “sujeto en el mundo” (encerrado en su finitud inmanente) podría explicar no pocas de las características de una razón que se ha vuelto cada vez más formal, unilateral y dominadora. No sólo con relación a la naturaleza sino también por lo que concierne las relaciones sociales y económicas. Al fin y al cabo, la dominación intelectual es la condición para la “dominación de la naturaleza” por medio de la tecnología y, finalmente, para la “dominación social”, en la cual el otro se trasforma también en objeto.

Existe una curiosa convergencia en las piruetas operadas por la razón moderna. Porque ella no es sólo obra de la inteligencia humana sino también del deseo. Al hacer de la transformación y de la dominación del mundo creado su fin supremo, el conocimiento científico se vuelve radicalmente operativo y praxista. Es la victoria del producir para poseer y para consumir. El mismo deseo inclina al corazón humano a la dominación “mediante la inteligencia” y al apoderamiento de las cosas por medio de la dominación tecnológica y material. No es un caso si el reino de la ciencia y el reino del dinero se hallan en la aurora del mundo moderno, concluyendo el ciclo de la total inmanencia. El ideal del ser humano decepcionado de fines del s. XX parece ser la utopía terrestre, un esfuerzo desesperado para encontrar la unidad perdida reintegrándose en una naturaleza atravesada por fuerzas misteriosas y buscando ilusoriamente trascenderse en el “divino natural”.

Esa razón exorbitada, que perdió las referencias del lugar que ocupaba en el interior de un conjunto mayor, no sabe situarse ya con relación al mundo (problema de la ecología), a la sociedad (problema de la injusticia y de la exclusión de las minorías) y a la trascendencia (problema de Dios). Los resultados se hacen sentir cada vez más a través del estado de desamparo en que se encuentra hoy el ser humano. Por eso, tal vez, el hombre moderno se mueve cada vez más en la dirección de las experiencias-límite (drogas, terrorismos revolucionarios y anarquistas, violencia, sexo sin límites, etc.) que parecen submergirlo en las zonas más oscuras y tenebrosas del ser humano o bien en la voluntad desesperada de suprimir las fronteras que existen entre la razón y la sinrazón, o sea en la afirmación de lo irracional.

No hay nada de pesimismo en esta descripción. Ni tampoco se trata de una apología del pasado. Las conquistas de la ciencia son irreversibles. Sólo se trata de tomar conciencia de los desequilibrios introducidos por esta afirmación unilateral y exclusiva de la razón científica que conoce cada vez más (como lo demuestra la dinámica de la especialización y la acumulación de datos) sin saber para qué (fragmentación del conocimiento). La racionalidad funcional es una de las dimensiones del ser humano; y la ciencia una forma de captar la realidad. Cuando se pierde de vista esa limitación, el conocimiento científico tiende a desarrollarse a partir de sí mismo, sin un vínculo esencial con el mundo de la vida. Y, por lo tanto, con la cuestión del sentido: de los valores, de los fines, de las preguntas últimas. La sabiduría es siempre ciencia pero no toda la ciencia es sabia. Reconciliarlas, en una armonía vital y espiritual que es el desafío que, ya en 1935, Maritain consideraba como el problema peculiar de nuestra época. Pero ello presupone una urgente crítica del conocimiento humano.

Las huellas que dejó en la teología esa larga convivencia con la razón occidental son más que visibles y llevan las características de cada época. La teología supo adaptarse a las vicisitudes y a los avatares de la razón occidental pero acabó siendo víctima de los mismos desequilibrios. La teología se esforzó con todos aun corriendo el riesgo de no ser más ella misma. Tal vez su mayor engaño fue el de haber aceptado situarse en el mismo nivel de la razón «natural» sin comprender cuán diferentes eran sus presupuestos. Tal vez porque no tuvo suficiente conciencia de la profunda tensión que había entre el antropocentrismo de la razón moderna y el teocentrismo de la razón teológica. O porque era necesario que los presupuestos de la razón moderna fuesen explicitados en la historia para percatarse de la distancia que la separa de la razón teológica. Es lo que se pone de manifiesto en ese “eclipse de Dios” que cual acaba privando a la teología de su proprio objeto y de su razón de ser.

2. La desaparición de Dios

Parece paradójico, inclusive contradictorio, hablar de la desaparición de Dios en un momento de efervescencia religiosa como el que está conociendo nuestra época. De hecho, la indiferencia religiosa y el ateísmo como mentalidad conviven con las búsquedas más contradictorias de lo sagrado y de lo divino. Mas el carácter heteróclito de esta religiosidad puede ser el indicio de un problema mal resuelto: la cuestión de Dios, el interrogarse sobre la trascendencia. ¿No es ese otro de los grandes impases de la razón moderna que esperan una respuesta?

La trayectoria de la moderna razón occidental ha evolucionado a partir del “hombre natural”, separado del teológico, hasta el abandono de la trascendencia o negación de Dios, pasando por la afirmación del antropocentrismo radical. La lógica interna de la modernidad es, por lo tanto, la lógica de una razón secular en el sentido etimológico de la palabra, o sea, el confinamiento del ser humano a la inmanencia del mundo y de la historia.

De hecho, una de las características de la sociedad moderna es la de la dislocación social de la religión. La sociedad se organiza –en todas sus dimensiones– según sus propios criterios, sin hacer referencia alguna a la religión o a la trascendencia. Hecho que es absolutamente inédito en la historia de la humanidad. Pero, contra todas las previsiones de los sociólogos, la secularización no es así absoluta como se podría imaginar. La prueba más evidente es la que en la actualidad se presenta bajo la forma de “regreso a lo sagrado”, o bien la “revancha de Dios”. Lo religioso ha vuelto por la puerta trasera y de forma nada convencional, antes anarquista, heterogénea y hasta salvaje.

La teología de la secularización fue un primer tentativo para interpretar este hecho histórico. Para la fe cristiana se trataría sólo de la justa autonomía del mundo creado. Mas la vertiginosa evolución de la sociedad en las últimas décadas ha demostrado que esta lectura pecaba por exceso de optimismo. Si el mundo moderno no se deja cristianizar tan fácilmente es porque hay una ruptura entre cultura y evangelio. La fe cristiana no constituye ya la matriz de la cultura moderna. Y ése es, según Paulo VI el “drama de nuestro tiempo”.

Para otros –y ésta sería una segunda interpretación– estaríamos entrando en una nueva etapa de la historia religiosa de la humanidad. Las grandes religiones, sobre todo en sus formas tradicionales e institucionalizadas, estarían cediendo el espacio hacia otras formas religiosas más adecuadas a la cultura de la modernidad. Transformación de lo sagrado pero no desaparición de la religión y menos aún negación de la trascendencia. Lo que está en juego es la evolución religiosa de Occidente. Y más exactamente su matriz cristiana. El fenómeno histórico de la secularización no se puede analizar únicamente en su vertiente teórica, según la lógica inherente a la razón secular. La indiferencia religiosa y el ateísmo moderno en Occidente tienen causas históricas y explicaciones culturales que no pueden ser transpuestas bajo argumentaciones ontológicas. Es preciso tener en cuenta los condicionamientos históricos que han hecho posible la inflexión atea de la cultura occidental para no hacer del mundo moderno un mundo constituyentemente a-teo e incompatibile con la fe cristiana.

A primera vista la sociedad moderna habría “resuelto” el problema de Dios alejándolo de su horizonte cultural. Desde un punto de vista teórico es el paso de un ateísmo militante hacia la indiferencia tranquila, la cual constituye más una apariencia que el resultado de conclusiones teóricas o de opciones existenciales. Desde el punto de vista práctico significa la marginalización social de la religión y el abandono de la práctica religiosa, aunque la relación del ser humano con Dios continúe siendo vivida y buscada por otros caminos.

La teología no está exenta de culpa. Identificada con la razón moderna sin una suficiente posición crítica, ella fue incapaz de presentarle a ésta un anuncio cristiano que fuese apto para abrirle esa reclusión en la inmanencia de la historia en que se encontraba y llevarla hacia la auténtica trascendencia cristiana. Desorientada, la teología se aventuró en la búsqueda desesperada de la legitimación. Es lo que explicaría las recurrencias acríticas a los llamados «lenguajes de préstamo». Fenómeno que se repite, bajo otra forma, en el actual apego a la teoría de los «nuevos paradigmas». Habiendo perdido su propio objeto, la teología termina por tomar prestados no sólo el lenguaje sino que también la temática de las demás ciencias humanas, descaracterizándose y perdiendo su especificidad.

No es por medio de un simple mimetismo con la razón natural que la razón teológica hará escuchar su voz, sino que a través de una confrontación dialéctica con ella. O sea, “sobreasumiendo” sus desafíos con los de la razón moderna, acogiéndolos e integrándolos en la propia perspectiva de la fe. Pero ello presupone un discernimiento crítico no sólo de la razón moderna sino de la teología también.

III.- LA TEOLOGÍA COMO "SABER" IRREDUCIBLE

Constatar el fin de una "era teológica" (esa larga convivencia de la teología con la razón occidental) no significa que la alternativa esté en el abandono de la razón. Ni se trata de optar por el retirada de la teología a la sacristía de la vida y de la historia en un olvido irresponsable de los problemas reales. Mas es innegable que la contribución de la teología habrá de pasar por la recuperación de su especificidad como "saber".

Por eso, la crítica de los límites de la razón debe ser, al mismo tiempo, una autocrítica de la teología. Su palabra sólo será tomada en serio si es capaz de mostrar lo que posee de nuevo, de diferente, de irreducible. Saber específico, pero no absoluto. Y mucho menos totalitario. Dicho con otras palabras, la "ratio theologica" debe mostrar que es "ratio" y que es "theologica", o sea, que es un saber sensato (y por tanto racionalidad, no puro sentimiento ni experiencia ciega) sobre la experiencia común de la vida humana. Por eso puede interesar a otros. Mas saber específico, a partir de la perspectiva particular que es la fe (y por tanto irreducible a otros saberes, aunque no opuesto a ellos).

La relevancia social de la teología brota de lo que ella es o estará condenada a ser un discurso mimético y repetitivo de lenguajes ya conocidos. Apuntar en qué dirección puede ser prolongada esta reflexión, teniendo en cuenta las lecciones sacadas de la crisis de la razón moderna, es lo que se trata de hacer ahora a modo de conclusión.

1. De la crítica a la autocrítica

La historia de la teología, desde el punto de vista de sus relaciones con la cultura occidental, puede ser resumida en un doble encuentro: con la razón griega y con la razón moderna. La primera era una razón metafísica, pero todavía integrada en una cosmovisión religiosa del universo. Ese fue el espacio de reflexión dentro del cual se elaboró el primer discurso cristiano. En contraposición, la razón moderna representa un desplazamiento radical del punto de vista epistemológico que hace de ella una razón decididamente secular: antimetafísica y no-religiosa.

En ambos casos el desafío para la razón teológica fue el de su especificidad. Es preciso reconocer que la teología no tuvo siempre la lucidez necesaria para mantener la distancia crítica sin la cual era imposible preservar su "logos" propio. Porque la encarnación, como experiencia histórica, es el criterio definitivo para la elaboración teológica de cualquier logos sobre Dios y sobre el ser humano. La pregunta que surge entonces es saber hasta qué punto la teología, en su convivencia con el paradigma de la razón, antigua o moderna, se dejó configurar por la estructura de la razón "natural".

Es innegable, bajo muchos aspectos, que la razón teológica fue asumiendo bastantes trazos de la razón dominante: griega con los griegos, moderna con los modernos. Neoplatónica, en gran parte, en los primeros siglos; nominalista en el final de la Edad Media y en la época moderna luchando desesperadamente para que le fuera reconocido su estatuto "científico". Mas, no siempre con la distancia crítica necesaria para dejar claros los presupuestos que comandaban la estructura de la razón en cada época. Fue el caso, por ejemplo, de la "apologética" en el siglo pasado. Y lo que explica también que la unidad de la teología se haya hecho pedazos a partir del siglo XVII. Ese parece haber sido igualmente el problema de las "teologías en genitivo", en las cuales se fragmentó la "teología de escuela" en el tiempo postconciliar. De todas formas, contemplando el último extremo de ese arco histórico, la razón teológica presenta muchas de las características de la razón occidental: unilateral, fragmentada y sin raíces en la experiencia.

Unilateral por haber reducido la razón a una forma de racionalidad que acabaría expulsando de la teología otros tipos de conocimiento. La razón teórica tiende a ser en sí misma (también en la teología) totalizante, si no totalitaria. Incluso cuando varían sus metamorfosis: de la teología de "controversia" a la sistemática, como se prefiere decir hoy, pasando por la apologética o por la dogmática. También en la teología se dio la primacía del conocimiento sobre la vida, de lo abstracto sobre lo concreto, del sujeto que conoce sobre el misterio conocido. ¿Cómo explicar entonces esa especie de confianza incondicional en la razón, la fascinación por las ideas claras y distintas y la ilusión engañadora de que la realidad del misterio se agota en el concepto?

Es visible, por otro lado, el carácter fragmentario de la teología actual, reflejo de una razón fragmentada en parte por opción metodológica. Como la ciencia, también la teología avanza separando y dividiendo. La especialización es necesaria y al mismo tiempo peligrosa. Permite conocer siempre más, pero sacrificando la unidad de la experiencia. La teología no escapa a la especialización del conocimiento y a la acumulación de datos. Pero, ¿para qué? ¿Qué hacer con ellos? El difícil diálogo entre las disciplinas muestra que la lógica de la especialización, tanto en la teología como en las ciencias, es la división del trabajo y el campo propio de aplicación del conocimiento. La desarticulación de los pénsum de estudio es la expresión más clara de esa fragmentación y de esa pérdida de la unidad.

Mas esa fragmentación todavía tiene otro motivo, del cual no siempre somos conscientes. La visión que la teología tiene de la realidad, al adoptar la perspectiva de las ciencias humanas, es necesariamente fragmentada. Porque esa es la condición de la razón "científica": escoger un punto de vista. El problema comienza cuando la justa delimitación metodológica de un punto de vista, olvidada de su parcialidad, se presenta como la visión de la realidad. El resultado es la absolutización de lo que no pasa de ser un aspecto: el psicológico, el económico, el político. Las personas están así condenadas a vivir compartimentadas en una peligrosa esquizofrenia de sentido. ¿Puede la teología renunciar a una visión unitaria de la realidad? ¿Y no podría ser una de sus tareas importantes, en diálogo con otros saberes, el devolver la unidad a la experiencia humana? Mas para eso es necesario que ella encuentre su propia unidad.

La teología, como las ciencias, perdió en parte sus raíces en la experiencia. Es más claro a primera vista para las ciencias. El reino de la ciencia prolongado en la tecnología es el mundo de los "intereses". En función de ellos se toman las opciones. El conocimiento científico se desenvuelve a partir de sí mismo y sin ningún vínculo esencial con el mundo de la vida y de sus verdaderas urgencias.

El paralelismo no puede ser forzado, mas basta conocer un poco la historia de la teología para concluir que la reflexión teológica estuvo y continúa estando muchas veces lejos de la experiencia concreta de la vida de fe, de las urgencias pastorales, de los problemas reales de la comunidad eclesial. No sólo por el lugar en que se elabora la reflexión teológica, también por los "intereses" que la dirigen.

Estos son sólo algunos trazos en los cuales la teología puede encontrar un campo importante para repensar sus relaciones con la razón moderna. Sin una autocrítica lúcida y radical no podrá recuperar su especificidad ni encontrar su lugar en el conjunto de los otros "saberes".

2. La teología como "saber"

Nada de esto debería sonar como una apología del aislamiento de la teología, espléndidamente alienada detrás de las murallas de la fe. Mas la preocupación por la relevancia social de la teología hace que cualquier esfuerzo para rescatar la especificidad se torne sospechoso. Pues, la pertinencia humana de la teología pasa por una redefinición honesta y sin pretensiones de su lugar y de su papel en el conjunto de las otras ciencias.

La distinción moderna entre los diversos campos de saber obliga a la teología a recogerse a una posición más realista. Ella no es la única ciencia sobre el mundo, sobre el ser humano ni sobre Dios. Y mucho menos (como en la visión medieval de la "universitas scientiarum") la reina, la corona de todas las ciencias. Ella es un saber al lado de otros saberes. Lo que presupone no sólo la distinción sino también la autonomía de cada saber. Todos los saberes son limitados, parciales y por eso complementarios. También la teología, que no puede confundirse con el "espíritu absoluto".

Delimitar así la teología es relativizarla, esto es des-absolutizarla y ponerla en relación. La teología necesita de las otras ciencias como los otros saberes necesitan de la teología. La revelación y la fe presentan, sin duda, una perspectiva, son una "palabra" específica sobre la totalidad de lo real. Mas no ofrecen conocimientos ni contenidos propios sobre el cosmos, el ser humano, o la historia. La teología precisa de las otras ciencias, de todas. El antiguo dicho "philosophia ancilla theologiae" debe ser corregido y ampliado: porque la autonomía de las ciencias excluye la subordinación y porque en esa relación deben entrar también las otras ciencias. La relación "ministerial" o "ancillar" sólo es correcta si es mutua, esto es, ejercida en las dos direcciones. La teología ilumina, pero es iluminada también. Se trata de saberes diferentes pero no opuestos.

¿Relativización peligrosa de la teología o aceptación honesta de su particularidad? La teología es una reflexión sobre la existencia cristiana. Mas esta existencia es una posibilidad de comprenderse humanamente, de habitar y de configurar este mundo de una manera diferente. El pluralismo del mundo moderno está ahí para probarlo. Interpretación particular, sin duda, más sensata. Y capaz de generar sentido. Posible de medirse con otras visiones y de contribuir con ellas para la construcción de un mundo más sensato.

Aceptar esta particularidad es la condición para que pueda ser reconocida la especificidad de la teología. Pero eso significa también que ella no tenga vergüenza de asumirla. Y que renuncie a la pretensión de poder hablar todas las "lenguas". Cosa que ninguna otra ciencia se atrevería hacer. ¿No habría ahí una manera muy sutil de continuar siendo la "reina" de las ciencias?

Reconducida a su debido lugar entre los otros saberes la teología tiene, evidentemente, una palabra propia. Palabra que le es dada en la historia (es el sentido de la "revelación") y en ella tiene que ser acogida libremente (es el sentido de la "fe"). Porque ella nos fue dicha en la historia concreta de un hombre, Jesús de Nazaret, que es para nosotros la palabra indivisible sobre el ser humano, sobre la historia y sobre Dios. Toda la experiencia cristiana gira alrededor de la encarnación. Por eso, la historia es parte integrante de la elaboración teológica. Una teología que sea verdaderamente cristiana nunca podrá ser hecha al margen de la realidad. La teología no precisa pedir permiso para ser teología sin añadiduras, como si eso fuera sinónimo de alienación.

Dentro de la realidad, lo que se espera de la teología es su propia palabra. Y la palabra de la teología no es lo que dicen las otras ciencias, sean ellas exactas o humanas. Es de ellas de quien la teología recibe los contenidos concretos de lo que es hoy el ser humano, la sociedad, la historia, el cosmos. Y, por tanto, sus dinamismos, sus interrogaciones, sus impases. Mas su tarea no es sustituir a las ciencias o repetir su lenguaje. Es poner en contacto esa actualidad histórica con la tradición de Jesús de Nazaret, de la cual vive la teología. En ese sentido la función de la teología es de mediación: Hacer que las cuestiones del presente interroguen a la tradición para que la tradición pueda resonar en el presente. No se trata sólo de colocar lado a lado dos lecturas de la realidad (paralelismo o bilingüismo estéril), sino de mostrar que el evento único e irrepetible que es Jesús de Nazaret hace posible otra visión de la realidad. Visión particular, sin duda, más sensata y capaz de generar sentido para un mundo más humano.

Pero eso sitúa la propuesta de la teología en el espacio humano de la libertad y del sentido último. Y, por eso, del diálogo, de la confrontación y de la crítica. Porque Jesucristo no es una teoría, sino un acontecimiento concreto que nos coloca ante de la cuestión del sentido (origen y meta de la historia humana) de manera histórica, libre y personal. La relevancia social y la pertinencia humana de la teología dependen de la adhesión libre a esa "palabra" y de la capacidad que ella posee de suscitar un modo de vivir que es "sensato" y puede interesar a los hombres y a las mujeres con los cuales convivimos. Mostrar, con algunos ejemplos, esa fuerza "reconstructora" de la razón teológica es lo que nos resta por hacer antes de concluir.

3. La teología como reconstrucción de sentido

La teología no es un discurso cerrado sobre sí mismo. Ella tiene su propio contenido, su estatuto e su coherencia. Mas todo eso tiene que ser dicho y elaborado dentro de una perspectiva humana. La prueba de la teología no es tanto su coherencia lógica cuanto su coherencia antropológica frente a algunos aporías de la razón moderna.

a) Desplazamiento del "cogito".

Al afirmar de manera absoluta la primacía de lo lógico sobre el ser, la razón moderna privilegió la perspectiva del sujeto que impone a la realidad su código interpretativo. El resultado fue la ruptura que nunca fue superada entre sujeto y objeto, con todos sus desdoblamientos, y el aislamiento en sí mismo de un sujeto autocentrado, no-dialogal.

Para salir de esta aporía no basta hacer una crítica del conocimiento. Incluso en nombre de una "razón comunicativa". Es preciso descender hasta la antropología que sustenta la pretensión absoluta de la razón moderna. Porque ella no es la única manera de entender el ser humano. La teología puede ofrecer para eso una palabra "reconstructora", sin necesidad de huir o de demonizar la razón moderna. En efecto, en Jesucristo el ser humano aparece como acto de escucha y de acogida de la palabra que lo constituye y lo supera. El ser humano es constitutivamente dialogal, un "yo" delante de un "Tú". Ser relacional en sí mismo. Es la condición de la filialidad de Jesús, esto es, de su capacidad de reconocerse como hijo, de reconocer a Dios como Padre (y no como rival o como poder) y de reconocer los otros como hermanos.

Esta perspectiva sobre el ser humano podría y debería ser prolongada en una nueva epistemología: la descentralización de la razón. No para negarla, sino para transgredirla, para "ir más allá". Lo primigenio en la experiencia humana no es el "cogito" que aísla, el pensar auto-centrado, sino el ser pensado por alguien. Y, por tanto, ser amado. De modo que el "cogito ergo sum" cartesiano podría y debería ser transcrito como "amor ergo sum". Sólo un ser humano constitutivamente relacional es capaz de superar la aporía del "conocimiento sin amor".

b) Recuperar la unidad del conocimiento

La primacía de lo lógico en la razón moderna lleva consigo o presupone el olvido del ser, el abandono de lo ontológico. Pero si el punto de partida del conocimiento no fuera el acto de existir en su concreción histórica, la unidad de la experiencia quedará definitivamente comprometida. Y con la unidad desaparece también la cuestión del sentido. No habrá ya correspondencia entre la estructura del conocimiento y la estructura metafísica de la realidad. La fragmentación del conocimiento y el distanciamiento de la experiencia y de la vida (dos características de la razón moderna) son consecuencias inevitables. El ser humano tórnase "razón" sin sentido.

Proteger esa unidad entre razón, ser y saber, es vital para la teología pero también su manera discreta de prestar un servicio importante a la antropología. Porque, al postular la unidad, la teología apunta para el Absoluto que la habita y del cual habla. El ser humano es un ser situado: responsorialmente ante de Dios y responsablemente ante de los otros. Nada escapa a la totalidad de esta experiencia.

Habría que preguntarse si una de las razones de la poderosa atracción que ejercen hoy las religiones orientales sobre el mundo occidental no pudiese estar en la dimensión "sapiencial" que las caracteriza. En ellas el ser humano moderno parece buscar una unidad, un sentido y una salvación que la ciencia y la razón no le pueden dar. ¿Una contribución importante de la teología en su diálogo con las otras ciencias no podría consistir en la recuperación de la unidad de la experiencia humana? Dar sabor a la vida, inspirar, alentar, animar, dar sentido. Incluso que para eso tenga que ser menos "ciencia" y más "sabiduría", menos "sistemática" e más abierta e inacabada, como la vida.

c) Transcendencia, ¿pero qué transcendencia?

Esta es una de las cuestiones pendientes de la modernidad. La sociedad moderna no sabe cómo situarse ante de Dios. Los desplazamientos de la religión, tanto en el nivel personal como en el institucional, son la cara visible de ese problema. Por un lado, el fenómeno socio-histórico de la secularización con todas sus secuelas; por otro lado, la efervescencia de lo religioso bajo las formas más inesperadas. La relación del ser humano con la transcendencia continúa siendo vivida y buscada, aunque las respuestas -no tanto teóricas cuanto pragmáticas- que el ser humano moderno va encontrando no siempre sean coherentes. Pero por lo menos permiten colocar el problema en otros términos.

La conciencia religiosa del ser humano moderno, en sus más diversas manifestaciones, podría ser caracterizada como una vaga conciencia de lo divino. Vaga, porque los trazos de eso "divino" son muy difusos y están más próximos a lo sagrado descrito por R. Otto, misterioso, tremendo y fascinante de lo que a una transcendencia personal. Conciencia, no obstante, y por tanto necesidad de ese referencial para la construcción del sentido. Mas para eso es indispensable que la manera de vivir y de tematizar esa referencia a lo divino no esté basada en una regresión imposible a lo premoderno.

Así, algunas tendencias de la actual búsqueda religiosa, como el holismo, la fascinación por las religiones orientales, la aspiración a la mística, etc., no parecen satisfacer a las exigencias de lo que estaba inscrito en la nueva conciencia de transcendencia que emergió en el eje-tiempo. Ella, de hecho, era inseparable de una comprensión consecuente del ser humano como ser responsable y libre delante de Dios. La búsqueda de sentido y de salvación "en Dios" no puede significar la anulación del ser humano.

Y aquí está la ambigüedad de muchas búsquedas actuales de lo "divino". Inspiradas o no en la tradición de la sabiduría y de la mística de las religiones orientales, ellas son, en el fondo, un esfuerzo desesperado para huir de la dureza de lo real. La salvación que proponen acaba comprometiendo la transcendencia de Dios y su autonomía humana. El descubrimiento del sentido (la "unificación del ser") consistiría en la inmersión del ser humano en el cosmos para apropiarse de las misteriosas energías que lo atraviesan y así poder transcenderse en lo "divino". Mas si la "salvación" consiste en liberarse de la condición humana, ella es la renuncia a una existencia contingente. Salvación ilusoria, por tanto, pues nada más sería que la aceptación impotente de que "fuera" de Dios nada pode existir.

También aquí la teología cristiana debería mostrar la fuerza "reconstructora" inherente a su concepción de las relaciones entre el ser humano y Dios. La "sabiduría cristiana", en efecto, parte de la afirmación del acto de existir y por tanto de la aceptación serena de lo contingente, de lo que no es Dios. La idea cristiana de creación como separación es precisamente la que da consistencia a la realidad humana delante de Dios. No es preciso "perderse" en lo divino para existir con sentido. En términos cristianos el ser humano existe de modo personal delante de Dios, es un "tú" en diálogo, es una existencia nombrada y reconocida.

Abrirse a la transcendencia, por tanto, no significa negar la condición limitada de la existencia humana, sino acogerla como don. Para "existir con sentido" no es necesario perderse en Dios, ni renunciar al lugar central que el ser humano ocupa en el mundo y en la historia. Es suficiente situarse en esa relación constitutiva sin que la "dependencia" sea interpretada como humillación y sin que la autonomía se entienda como el grito de independencia.

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La vida de Jesús de Nazaret es el lugar concreto en el cual se opera el pasaje de la onto-logía para la teo-logía, o sea de una existencia que sobrepasa la "analogia entis" para entenderse como "analogia amoris". Por eso, una teología cristiana consecuente no debería tener miedo de ser (¡valga la redundancia!) teología de Dios, de ese Dios que se reveló en la historia concreta de Jesús de Nazaret. Porque Él es para el cristiano la palabra indivisible sobre el ser humano, sobre la historia y sobre Dios.