CREEMOS-ESPERAMOS

EN LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

Y EN LA VIDA ETERNA

 

                                             

Prof. Rosa Ramos Correa              

 

PRESENTACIÓN PERSONAL

 SENTIDO Y VALOR DEL TRABAJO

 

El Concilio Vaticano II, concretamente en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, recuerda a toda la Iglesia, Pueblo de Dios, el significado del bautismo por el cual somos consagrados sacerdotes, profetas y reyes, e invita  a vivir comprometidamente ese bautismo.

 

Especialmente a los laicos recuerda la función propia de vivir en el siglo, consagrando diariamente el mundo, ordenando según Dios los asuntos temporales en los cuales su vida está como entrelazada, a estar presente allí donde sólo por nosotros la Iglesia lo está y a comprometer esfuerzos saneando las estructuras injustas. El Concilio nos mueve a ser coherentes con el Evangelio del que somos verdaderos apóstoles.

 

Pero, cuál es la realidad a la que estamos llamados a ordenar según Dios?, ¿cuál es el siglo presente?, ¿ ¿quiénes son, cómo viven, qué esperan los hermanos a quienes llegar con nuestro apostolado?

 

Le hemos escuchado varias veces decir al escritor, y aún mejor “decidor” uruguayo, Eduardo Galeano, que mientras media humanidad se muere de hambre de pan, la otra media se muere de hambre de abrazos. Existe una sociedad de hambrientos y  miserables, donde la vida es precaria y continuamente amenazada, y existe otra de la abundancia, autosatisfecha con sus logros individuales, pero también marcada por la soledad y otras hambres.

 

¿Pero son dos sociedades paralelas y sin contacto? En realidad sucede que gran parte de la media humanidad que vive en la miseria, también sufre la violencia y la falta de amor. En el país de Galeano, que es también el mío, actualmente el 56 % de los niños nacen –viven y mueren- bajo la línea de pobreza, y en el mismo paisito la tasa de suicidios es de más las altas del mundo.

 

Simultánea, y paradójicamente, en otros extractos sociales se proclama “el fin de la historia”, un tiempo que alcanzó su plenitud y donde las utopías, otrora impulsoras de la historia, se descalifican hoy como megarelatos, meras quimeras absurdas.

 

Se preguntarán muchos, incluso varones y mujeres de fe, si tiene sentido en el mundo actual que los cristianos, y concretamente una mujer laica de esta Iglesia y de este país, se dedique a leer, a estudiar Teología dogmática y dentro de ella ¡Escatología! ¡Y a profundizar un artículo del Credo que habla de la vida Eterna! No pocas miradas de asombro he percibido, tan alejado de la realidad parece el tema.

 

Cuando la vida presente para muchos es tan frágil y amenazada, cuando mucho más de media humanidad muere de hambre de pan, y cuando para muchos se ha alcanzado “un mundo feliz” donde ya no hay nada que esperar ni siquiera hay lugar para Dios:

¿Será teológica y pastoralmente  relevante el tema elegido?

¿No será absurdo y anacrónico predicar hoy la resurrección y la vida eterna?

¿Será buena noticia, noticia de liberación, de salvación, para la humanidad de hoy?

¿O será en el mejor de los casos absolutamente irrelevante, y, en el peor una actitud  alienante, y hasta antievangélica, el “andar pirinchando el cielo”?

 

Desde fuera de la Iglesia, ciertamente el tema elegido tiene escasa y muy mala prensa. En la Modernidad –no tanto en la actualidad- se ha acusado a la Iglesia, por una parte de antimoderna y enemiga de los grandes avances científicos y técnicos que abren el progreso de los pueblos, de oscurantista y opuesta a los cambios. Por otra, se ha criticado también a la Iglesia de complicidad con las fuerzas inmovilizadoras o regresivas y a los cristianos de prescindencia y falta de compromiso histórico.

 

Si la religión cristiana se ha considerado opio del pueblo ha sido precisamente por su sobreocupación de los asuntos “celestiales” y la subocupación de los “terrenales”.

 

Desde dentro de la propia Iglesia, los problemas prácticos pastorales parecen también tener la prioridad, así las cuestiones relativas a la moral, a la participación eclesial y a la misión en una sociedad que ya no es de cristiandad y que cambia constante y aceleradamente ocupan un lugar mucho más importante que temas al parecer abstractos y lejanos a la práctica eclesial. (En medios académicos es distinto)

 

Sin embargo, creemos en primer lugar que el tema que nos ocupa es central en la fe cristiana, por lo tanto ineludible seguir pensándolo, y, por otra parte que no es un tema ajeno a la realidad contemporánea ni a las necesidades prioritarias del hombre de hoy y de los pueblos que claman,  a veces a gritos, a veces silenciosamente, por “otro mundo posible” y esperan contra toda esperanza.

 

Creemos también que la realidad es mucho más compleja y rica, afortunadamente, y la visión apocalíptica de que no hay esperanza posible -tanto desde una sociedad opulenta como desde la más desheredada- nos parece reductiva y no abarcativa del fenómeno humano actual. En nuestra sociedad también hay maravillas y bellezas por doquier, incluso santidad, como dice el Concilio.

 

No hay sociedades ni épocas “perdidas”, desde la fe creemos que el Espíritu sopla y crea y recrea sueños y utopías, hace siempre posible realidades nuevas y fecundas. La vida que se multiplica en cantidad y diversidad, el arte y la ciencia, el amor siempre vuelto a intentar, el sueño de otro mundo posible que aparece una y otra vez en la historia de mil modos, son signo de la esperanza humana y revelan las semillas del Verbo que debemos reconocer.

 

Por lo tanto pensamos que el tema elegido es pertinente, necesario, relevante también hoy y aquí  y no lo calificamos ni de quimérico ni de escapista ni de ideológico.

 

El destino final del hombre, la palabra definitiva acerca de la justicia, el sentido del amor y la ternura con que tejemos nuestras existencias, las luchas por una humanidad más fraterna, todas las maravillas de la naturaleza y las creaciones de que somos capaces, todo este universo pletórico de vida y de relaciones, está  siempre amenazado por la nihilidad del fracaso, la injusticia, y la muerte.

 

La muerte como el fin de la existencia que conocemos y que amamos, esa muerte que provoca el grito, el poema y la filosofía, siguen interpelando al hombre y a la mujer del siglo XXI, que sigue, paradójicamente y porfiadamente, amando, buscando la justicia, la fraternidad universal, creando y reclamando eternidad.

 

A nivel pastoral tampoco es un tema secundario, pues todos necesitan un sentido auténtico para sus vidas y una esperanza que permita vivir la existencia con responsabilidad y aliente el compromiso activo y a la vez a trascender el presentismo con una mirada más alta y de largo aliento.

 

La fe, la esperanza y el amor tienen para el cristiano un objeto concreto y personal: Jesucristo.  A él le creemos cuando nos revela que ha venido para que tengamos vida y vida en abundancia, una vida con sentido, una vida eterna que ya tenemos por la gracia, pero que será plenificada. La esperanza cristiana no es en “algo”, sino en Alguien, esperamos al Señor resucitado. La caridad o el amor cristianos tienen su alimento en Jesucristo, y desde él amamos a todos los hermanos, que son los suyos, coherederos del Reino, e hijos amados del Padre.

 

Desde la fe creemos que nada es en vano, que nuestros esfuerzos humanos en esta hermosa tierra y en esta vida sagrada  –regalos de Dios- tienen sentido “ya”, si bien “todavía no” han alcanzado la plenitud, ni la alcanzarán sin que medie otra magna intervención del Dios de la Vida, análoga a la Creación, la Parusía del Señor.

 

Esta buena noticia no puede ser callada por temor al ridículo o al anacronismo histórico, debe ser proclamada con libertad, sencillez y alegría. Y debe ser anunciada no sólo por los sacerdotes y religiosos sino también por los laicos y laicas, en el entendido que anunciar – la martyria es una realización de la Iglesia, junto con la liturgia y la diakonía- es testimoniar con la vida.

 

Finalmente nos proponemos mostrar el valor pastoral del tema elegido y que la escatología no constituye una reflexión ajena y desinteresada del mundo y de los problemas de los hombres en este presente, aunque apunta a una definitividad que lo trasciende y se hunde en el misterio de Dios mismo y de sus promesas.

 

Cándido Pozo plantea la escatología como apertura a la revelación divina, una reflexión sobre el misterio, que sigue siendo tal, pero que nos permite obtener frutos valiosos:

 

“Ante todo quede claro que la escatología no es futurología, en cuanto no se trata de hipótesis sobre el futuro del hombre todas de consideraciones naturales. Hay que decir categóricamente que es una reflexión sobre un mensaje de Dios acerca del destino del hombre… El resultado de esta reflexión no llegará al fondo del misterio –ello no es posible cuando se trata de misterios -, pero implica siempre un fruto positivo y muy valioso”[1]

 

Dedicación:

·       A todos mis muertos queridos con los que sigo en comunión y comparten los bienes eternos conmigo. Su amor me sostiene como una apretada urdimbre, y me sigue fecundando –como a Ana, como a Isabel, como a María- para que viva y genere vida.

·       A todos los que amo y me aman en esta hermosa tierra, por medio de ellos Dios me regala las primicias de la Vida eterna, y aviva en mi el deseo de la eternidad de fiesta compartida –mesa, abrazos, luz, poesía- cuando Él sea todo en todos.

 

OBJETIVO Y CONTENIDO SUMARIO DEL TRABAJO

 

El objetivo de este trabajo es desarrollar y fundamentar desde la Palabra de Dios y desde el Magisterio de la Iglesia, a la vez que plantearemos la reflexión teológica correspondiente, a la última afirmación que rezamos en el Credo: Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Desde ya aclaramos que hacemos una síntesis de la afirmación del Credo Apostólico que dice “creo” y del niceno-constantinopolitano que dice “esperamos”, subrayando la unidad entre la fe y la esperanza y el valor de ambas.

 

La afirmación antes mencionada la expondremos desde la perspectiva de una escatología, presentista y futurista a la vez, sosteniendo que la vida eterna “ya” empezó, pero “todavía no” ha sido consumada. No abordaremos el tema como “allendidad” sino en su estrecha relación con la “aquendidad” y sus desafíos.

 

Elegimos un tema de Escatología, siendo un tratado tan amplio y del que surgen muchos temas y cuestiones, modestamente nos dedicamos específicamente a un aspecto elemental y primario. No sin pesar, debemos renunciar a abordar otros aspectos sumamente importantes como el juicio particular y el universal y la llamada la escatología intermedia; no trataremos los temas de salvación y condenación eternas, ni abordaremos los símbolos “cielo”; “infierno”, “purgatorio”; y ni siquiera abordaremos uno de los temas más caros a nivel personal, como la comunión de los santos. Los límites propios, y los de la monografía, nos llevaron a esta múltiple renuncia.

 

El trabajo se divide en tres partes y luego una conclusión, según el siguiente detalle:

 

Primera parte.

 

El trabajo comienza con una mirada fenomenológica a la realidad humana: el hombre ante el misterio de la muerte. En primer lugar hacemos un planteo desde algunos poemas y canciones populares, estos fueron elegidos más por la resonancia personal que por el valor universal de los mismos. En segundo lugar hacemos una incursión por las búsquedas filosóficas de la antigüedad griega y de la escolástica medieval.

 

Elegimos autores griegos para mostrar que en occidente las interrogantes y las respuestas sobre el destino del hombre allende la muerte son anteriores - y tienen un punto de partida diverso-, al que veremos en el pueblo elegido. Y saltamos al pensamiento medieval para ilustrar como Santo Tomás de Aquino intenta la síntesis entre las categorías de pensamiento griego - aristotélicas, y la fe cristiana.

 

Segunda parte.

 

Fundamentación bíblica. Podemos y debemos afirmar “creo en la resurrección de los muertos” desde la Palabra de Dios. Iremos rastreando en el Antiguo Testamento el largo proceso de revelación divina y de la aletheia humana en el pueblo elegido, desde la concepción arcaica del sheol hasta llegar a los planteos confesionales del libro de Daniel y el segundo de los Macabeos. Fundamentalmente queremos mostrar como esta fe tardía se fragua a partir de un doble objeto de reflexión: primero, el sufrimiento y martirio del justo, y segundo, la fidelidad y misericordia de Dios.

 

La misma afirmación “creo en la resurrección de los muertos”, en el Nuevo Testamento es forma contundente desde los primeros escritos, las cartas paulinas, donde aparece íntimamente ligada al kerigma. La expresión más clara la encontramos en la 1ª carta a los Corintios, en el capítulo 15 donde dice que rechazar la fe en la resurrección de los muertos sería rechazar la resurrección de Jesucristo, con lo cual sería vana nuestra fe. La resurrección de Jesús es el paradigma de nuestra resurrección.

 

La afirmación de la fe en “la vida eterna” la encontramos muy fuertemente planteada en los escritos joánicos. Un texto clave aquí es: “He venido para que tengan vida, y vida en abundancia” (Jn. 10, 10), también son muchas las veces que Jesús en este evangelio habla de la vida eterna y la vincula directamente a la fe en él: quien cree tiene ya vida eterna y no morirá.  (Jn. 6, 40; 11, 25-26)

 

El tema de la vida eterna, y la insistencia de Juan en el mismo, es análoga a la categoría de “Reino de Dios” en los evangelios sinópticos y a la recurrencia de esta temática en ellos.

 

Subrayaremos la tensión dialógica entre el “ya” del reino que irrumpe con Jesucristo y el “todavía no” por el cual nos enseña a esperarlo y vivir de cara a esa consumación. La prédica de Jesús terreno del reino hace presente esta realidad como adviniendo a nosotros. Hablaremos de una inmanentización de lo escatológico en la persona de Jesús. Y, simultáneamente, iremos mostrando que el reino ya incoado sólo será consumado y pleno con la parusía o segunda venida, ahora gloriosa, del Hijo de Dios. Allí con la resurrección de los muertos se abre la vida eterna donde realmente seremos quienes somos, pues veremos a Dios.


De ahí que el cristiano, desde las primeras comunidades hasta hoy, vive intensamente en actitud de acogida del reino y las novedades que implica aceptar el señorío de Dios y a la vez suspira por el encuentro pascual y definitivo cuando “Dios sea todo en todos” y la creación sea recreada. En actitud de vigilancia las comunidades cristianas esperan y rezan: “maranathá”, ven Señor Jesús.

 

Tercera parte.

 

A nivel del Magisterio haremos un largo, pero sintético, recorrido por las enseñanzas escatológicas, desde las confesiones de fe primitivas hasta el presente. Haremos hincapié en aquello que se mantiene constante y se va reafirmando a través de distintas declaraciones magisteriales, a la vez mostraremos como la Tradición y la reflexión lleva a enriquecer y profundizar nuevos tópicos.

 

En la reseña del Concilio Vaticano II nos detendremos más, empezando por señalar el lugar de la Escatología dentro de la Eclesiología. En la Constitución Dogmática Lumen Gentium se insiste en la “índole escatológica de la Iglesia” que peregrina a la casa del Padre, animada por el Espíritu Santo que santifica y alimenta la esperanza de los cielos nuevos y la tierra nueva en aquellos que se reúnen en torno al Hijo, y, de un modo que sólo Dios, conoce a todos los hombres de buena voluntad.

 

También haremos hincapié con el Concilio en que la vida futura se teje ya aquí en las nuevas relaciones propias del reinado de Dios. En el siglo presente construimos la “materia del reino celeste”, “el cuerpo de la nueva humanidad”. De ahí el  ineludible compromiso histórico del cristiano en el mundo, su eminente dignidad, y la de sus obras. Los padres conciliares son muy sobrios en cuanto a la descripción de la vida eterna, pero muy claros y contundentes en afirmar la esperanza que nos aguarda y que involucra no sólo a los varones y mujeres creados a imagen de Dios, sino a toda la creación.

 

Simultáneamente, el Magisterio y la reflexión teológica actual, recogiendo la Escritura y la Tradición, nos recuerdan el destino que nos aguarda como don de Dios: la plena y definitiva comunión en la perijóresis intratrinitaria. Dios que es Alfa y Omega, a la protología de la  Creación, corresponde una escatología de la Consumación. Por la impronta de la creación la vocación más profunda y primigenia de la humanidad es esa participación en la vida divina, aunque en nuestra libertad podemos rechazarla.

 

Conclusión.

 

Allí buscamos integrar y recoger lo desarrollado en una síntesis nueva  y enriquecida por algunos textos significativos. Creer en la resurrección de los muertos y en la vida eterna es sacar las consecuencias últimas de la fe en el Dios de Jesucristo, vivir en el espíritu de las bienaventuranzas comprometidamente la existencia encarnada, y esperar la Parusía, para con Jesucristo, vestidos como él de fiesta –resucitados-, entrar al banquete de bodas, a la fiesta eterna de la Vida. Intentamos justificar el valor pastoral de lo expuesto en tanto Buena Noticia para la humanidad presente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1ª PARTE

 

 

EL HOMBRE ANTE EL MISTERIO DE LA MUERTE

 

UNA MIRADA FENOMENOLÓGICA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Contenidos:

·       La angustia existencial en algunos poemas de José Carvajal, Líber Falco; José Luis Borges; Miguel de Unamuno, Antonio Machado; León Felipe, Jaime Ross.

 

·       Las búsquedas en la filosofía: en la antigua Grecia, pasando por una mirada discordante y llegando al planteo aristotélico-tomista en la escolástica.

 

Planteo bisagra:

Encuentro entre la búsqueda humana y la respuesta divina.

 

 

 

LA ANGUSTIA EXISTENCIAL EN VERSOS

 

El tema de la muerte, su angustia y su negación, de la inmortalidad anhelada, reclamada o proclamada a porfía, aparece de distintas formas en poetas de distintas épocas y culturas, en poetas “agnósticos” y ateos, tanto como en poetas creyentes, a veces con una angustiosa fe templada en las dudas más hondas.

 

Advertimos: Habiendo exponentes tan importantes en la literatura universal, elegimos pocos poetas de renombre y calidad artística indiscutida, en cambio privilegiamos otros desconocidos y nacionales. Somos concientes de asumir una extraña selección de autores y textos para esta parte: quisimos plantear la temática desde la propia sensibilidad.

 

Elegimos poetas y estos versos para ilustrar brevemente, ora angustia, temor y rechazo, ora confianza, esperanza, apuesta a la vida eterna.

El rechazo a la muerte, a la finitud, a la nada, que amenaza como sombra la felicidad presente o su ilusión, aparece muy fuerte en los versos finales de uno de los poemas del cantautor uruguayo José Carvajal:

 

“... La muerte andaba rondando,

quién sabe dónde andará,

no me dejes alegría,

no te vayas vida mía,

que esa puta, vieja, y fría,

nos tumba sin avisar”[2]

 

Tras la muerte no hay esperanza alguna, dilatarla lo más posible, aferrarse a la vida con todas las fuerzas es el único antídoto contra la muerte como amenaza de disolución total, el poema, antes citado en su final, comenzaba así:

 

“Me enrosco en tus ancas fuertes

y en tus ternuras, mi negra.

Me gusta vivir la vida

entregándome a la suerte,

p’a no tener tanto miedo

cuando me abrace la muerte...”

 

Otro poeta uruguayo, pero de la primera mitad del siglo XX, Liber Falco, en uno de sus más hermosos poemas –no en todos- plantea lo inexorable de la muerte y del fin total del hombre. El poema se titula Despedida:

 

“... A trabajar jugamos muchos años,

A estar tristes o alegres, mucho tiempo.

La vida es lo poco y lo mucho que tenemos:

La moneda del pobre, compañeros!

A gastarla jugamos muchos años,

Entre risas, trabajos, y canciones.

Así vivimos días y compartimos noches.

Mas, se acerca el invierno que esperó tantos años...”[3]

 

Aquí la vida se expresa en la vívida imagen de la moneda del pobre, ¡la única!, moneda que vamos apostando sabiamente de día y de noche, entre trabajos y canciones. La muerte aparece en ese invierno definitivo, y la vida-moneda- reaparece al final del poema, pero ya sin brillo, gastada:

 

“... Adiós, adiós, adiós, os saluda un hermano

que gastó su moneda de un tiempo ya pasado.

Adiós, ya se acerca el invierno que esperó tantos años.”

 

En la orilla de enfrente, en la otra ciudad puerto, Buenos Aires, el gran poeta agónico Jorge Luis Borges, también sufre la muerte como el fin definitivo de la vida, descreído de todo posible cielo o infierno eternos, condenado al instante único:

 

“... el hoy fugaz es tenue y eterno;

otro cielo no espera, ni otro infierno.”[4]

 

La misma aceptación resignada, dolida acaso, la encontramos en otro poema de Falco:

 

“Nadie te esperaba,

nadie.

Tampoco ahora

nadie te esperará..

Detrás de la última puerta

tú solo, y nada

y nadie.”[5]

 

En tan pocos versos el nadie se repite una y otra vez, se confunden el antes y el ahora, puertas y ausencia de esperas, y la soledad se profundiza en la repetición insistente del “nadie”. Experiencia terrible del ya gravemente enfermo poeta que muere sin cumplir cincuenta años.

Pero en las mismas circunstancias, durante la enfermedad, Liber Falco oscila entre su falta de fe y su búsqueda, escribe otro poema bien distinto al anterior en el que se atisba la esperanza, la entrega al amor del hasta ahora ignorado:

 

“Sólo tu amor Señor

por mi mismo amor

deseado

sólo tu amor Jesús

puede ayudarme.

Caí Señor golpeado.

Por mi misma

ignorancia de ti

golpeado.”[6]


Si en el anterior poema el “nadie” era la constante, las palabras repetidas en este son “golpeado”, dos veces, y “amor” tres veces. Pareciera que en esta oscilación terrible entre la ignorancia de Dios y el amor de Dios deseado, ganara este último, o, más bien venciera la confianza en ese amor que puede ayudarlo.

 

Cruzando nuevamente a la otra orilla y encontrándonos nuevamente con Borges, también observamos un cambio respecto a los versos antes citados, pareciera que el hombre necesita alivio a esta nada que no soporta como tal, así sea un alivio engañoso, un opio consolador. El mismo Borges apuesta a la inmortalidad en la memoria de los que nos suceden:

 

“No arriesgue el mármol temerario

gárrulas transgresiones

al todopoder del olvido...

... Lo esencial de la vida fenecida,

la trémula esperanza,

el milagro implacable del dolor

y el asombro del goce siempre perdurará.

Ciegamente reclama duración el alma arbitraria

cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,

cuando tú mismo eres el espejo y la réplica

de quienes no alcanzaron tu tiempo

y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra”[7]

 

Contrasta este consuelo en la memoria ajena con el sin consuelo que se convierte en grito en el filósofo y hombre de letras español Miguel de Unamuno:

 

“Si del todo morimos, ¿para qué todo, para qué?

Es el ¿para qué? de la esfinge,

es el ¿para qué? que nos corroe el meollo del alma...

No quiero morirme, no;

no quiero, ni quiero quererlo;

quiero vivir siempre, siempre, siempre,

y vivir yo, este pobre yo que me soy

y que me siento ser ahora y aquí...

Más, más, y cada vez más: quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo.”[8]

 

En Unamuno el rechazo a la disolución del yo y a la muerte definitiva es visceral. No cabe ni la duda - que veremos en su compatriota inmediatamente-, se impone el deseo y en el deseo la esperanza, el reclamo entre ingenuo y hasta blasfemo.

El mismo Unamuno se rebela contra la filosofía y su búsqueda racional y omnipotente:

 “...Pues  bien: no! No me someto a la razón y me revelo contra ella, y tiro a creer, en fuerza de fe, a mi Dios inmortalizador y a torcer con mi voluntad el curso de los astros... Locura tal vez, y locura grande, querer penetrar en el misterio de ultratumba; locura querer sobreponer nuestras imaginaciones, preñadas de contradicción íntima, por encima de lo que una sana razón nos dicta.... Y, sin embargo... hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la tumba...”[9]

 

Pero no queremos en este capítulo llevar el asunto a la vera de la filosofía sino permanecer aún en la rivera de la poesía.

Antonio Machado, el gran poeta español de la angustia existencial, y de la presencia-ausencia de Dios, no llega al grito de su hermano. Más respetuoso, pero no menos torturado por la posibilidad de la imposibilidad se preguntaba:

 

¿Y ha de morir contigo el mundo mago

donde guarda el recuerdo

los hálitos más puros de la vida,

la blanca sombra del amor primero,

la voz que fue a tu corazón,

la mano que tú querías retener en sueños,

y todos los amores

que llegaron al alma, al hondo cielo?

¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,

la vieja vida tuya en orden tuyo y nuevo?

¿Los yunques y crisoles de tu alma

trabajan para el polvo y para el viento”[10]

 

Este mundo nuestro pleno - cual galera de mago – de ocultas luchas, temores, esperanzas, sueños, amores, desamores... este mundo único e irrepetible de cada uno es el que el poeta se niega a aceptar su simple aniquilación. No lo afirma, lo plantea en forma de interrogación, pero también de rechazo, como no admitiendo la posibilidad de la muerte definitiva, ni tampoco la posibilidad  terrible y absurda de que trabajemos para el polvo y para el viento. Pareciera que no le consuela a Machado como a otros el ser polvo enamorado.  Una vida golpeada fiera y constantemente como un yunque, una vida acrisolada como el oro más fino a tan altas temperaturas, no puede dispersarse y desaparecer en la inmensidad como meras cenizas.

 

A veces los poetas ante la muerte se resignan y la aceptan como ese invierno inexorable, como Falco y Borges, otras buscan consuelos o se aferran al instante presente, como Carvajal, otras gritan reclamando vivir siempre, Unamuno, a veces cuestionan, interrogan desesperados según vimos recién en Machado. Otra variante que exponemos aquí es la confianza en los caminos insondables de Dios, como vemos en León Felipe, el tercer español elegido para esta  breve incursión por la poesía:

 

“Nadie fue ayer,

ni va hoy,

ni irá mañana

hacia Dios

por este mismo camino

que yo voy.

Para cada hombre guarda

un rayo nuevo de luz el sol...

y un camino virgen

Dios.”[11]

 

Este conocer a Dios –en el sentido bíblico de amar e intimar-, expresado en ese ir hacia Dios ayer, hoy, mañana, y hacerlo por un camino inédito, virgen, que es don, regalo exclusivo del mismo Dios para cada uno, seguramente incluye la vida eterna de comunión con ese Dios conocido-amado-, alcanzado en sucesivos y nunca acabados encuentros, tan bellamente expresado por el poeta.

 

Pero volvamos a nuestros incrédulos poetas uruguayos, ¿incrédulos?, faltos de fe?!

Veamos su confesión de fe:

 

“El hombre no cree en la muerte

 cree en la vida

 busca  belleza...”[12]

 

Esta es la definición de hombre más profunda y bonita que conozco, del ya citado José Carvajal, agnóstico, ateo, o tal vez “golpeado por la ignorancia” de Dios, parafraseando a Liber Falco.

 

Personalmente suscribo esta concepción antropológica, nacida no de la filosofía racionalista, sino de la experiencia sencilla y cotidiana, de la intuición sensible, propia de los poetas. Plantea la idea del hombre como ese ser capaz de rechazar la muerte, porfiadamente y creativamente, buscando la vida y la belleza, creyendo en ambas con todo su ser.

 

Carvajal no habla de inmortalidad, ni de vida de ultratumba, habla de la maravilla siempre nueva y creadora del hombre viviente. ¿Estará sin saberlo hablando de la gloria de Dios, al decir de San Irineo?

 

Finalmente, otro compatriota, Jaime Ross en una de sus canciones donde aborda nada menos que el tema de la comunión de los santos, sin saberlo tal vez, dice:

 

“... Pues no te olvides de algo,

que se adivina en la vida:

y es que la vida misma es un milagro de amor,

milagro de amor”[13]

 

La vida -milagro de amor- no se abisma en la nada, el amor no acepta la muerte del otro como lo dirá el filósofo Gabriel Marcel. El autor de los versos citados le asegura a su amada que si se va antes no morirá, seguirá siempre a su lado en una misteriosa unión:

 

“... y no nos reencontraremos,

pues siempre estuve a tu lado”

 

En este rápido vuelo por la poesía española y rioplatense del siglo XX quisimos destacar los variados sentimientos y búsquedas de algunos hombres sensibles ante el misterio, inquietos por el mismo, porque la duda corroe “el meollo del alma” como vimos. Lo interesante de observar en la poesía es precisamente como, trasmutados por el arte, tanto la esperanza, como la angustia, el temor o la desolación se hacen belleza y transparencia del misterio fascinante.

LAS BÚSQUEDAS EN LA FILOSOFÍA

 

En la Antigua Grecia

 

Aún no había nacido en el pueblo elegido la fe en la resurrección de los muertos, cuando en Grecia los filósofos disputaban y argumentaban racionalmente acerca de la inmortalidad del alma. Los contextos eran distintos, las preguntas también.

 

Grandes disputas existen aún hoy acerca de la diferencia o coincidencia, compatibilidad  o incompatibilidad, entre nuestra fe en resurrección de los muertos y la Vida Eterna con el planteo griego del alma inmortal. Lo que es innegable es la gran influencia de este enfoque griego no pocos siglos de la Iglesia y en su explicación acerca del destino futuro del hombre. Es muy reciente –paulatino y oscilante - el desprendimiento de la Teología católica del concepto griego de alma. (ver Anexo I)

 

La filosofía es un intento de explicación racional acerca de la realidad[14]. Adoptamos aquí el concepto aristotélico de “ciencia teórica de los primeros principios y de las primeras causas”[15]

 

En el siglo VI AC los primeros filósofos occidentales andaban buscando el “arché” o principio primordial, aquel principio que explicara toda la realidad que percibían como múltiple y cambiante, así el agua, el aire, o lo indefinido se fueron disputando esa calidad de arché en las reflexiones de Tales de Mileto, Anaximandro y Anaxímenes.

 

Muy pronto la disputa giró en torno a la primacía del cambio o de la permanencia, de la diversidad o de la unidad, del devenir continuo o de la constancia. Encontramos en esta reflexión a Parménides de Elea y a Heráclito de Efeso, el primero defendiendo la tesis del Ser opuesto e inconciliable con el No-Ser, que ni siquiera podía ser pensado, exponiendo el Ser como lo originario y supremo, homogéneo, continuo, permanente, eterno, perfecto y por tanto inmutable. Mientras tanto su contrincante,  Heráclito argumentaba el cambio constante, poniéndonos tanto la imagen del río en su continuo devenir– el río en el que no nos bañamos jamás dos veces, porque tanto el río como nosotros ya no somos los mimos – y del fuego en su multicolor dinamismo que todo la abarca y transforma. En realidad no eran tan contrarios como tantas veces se los presentó, pues para Heráclito también hay algo permanente: el logos, la razón, o la ley del cambio.

 

Si la realidad investigada en esos albores de la Filosofía racional era la naturaleza, el mundo exterior, el cosmos tal como se les aparecía y asombraba-maravillaba, muy pronto los griegos incluyeron en esa realidad digna de ser investigada al propio hombre, su naturaleza y su destino.

 

El giro de interés hacia lo antropológico se dio en primera instancia y fundamentalmente con Sócrates y Platón. La preocupación de estos filósofos era fundamentalmente ética, su interés por el hombre, era un interés por el Bien y por la Virtud, que necesariamente implicaban un conocimiento de la realidad humana, del sujeto capaz de una vida moral a nivel personal y público.

 

El interés de nuestro trabajo nos lleva a detenernos concretamente en sus planteos acerca del hombre, su estructura y su destino ulterior.

 

Como es sabido, Sócrates (470-399 AC), no dejó nada escrito, lo que sabemos de su reflexión filosófica es por sus discípulos, entre los cuales ocupa sin duda el lugar primerísimo Platón (427-347 AC). En la prolífica obra de este encontramos algunas que la crítica llama “socráticas”, es decir con clara influencia de su maestro, y claramente distinguibles de otras obras, que llamamos de “madurez o período doctrinario”, donde vemos su propio pensamiento. Precisamente en torno al tema de la muerte hay una evolución muy notoria.

 

Por Platón, entonces, conocemos el planteo socrático acerca de la muerte, nos referiremos particularmente a lo expuesto en la “Apología de Sócrates”, escrita por Platón pero en primera persona, como si fuese la versión grabada de la autodefensa de Sócrates en el juicio que lo condujo a la muerte.

 

Allí encontramos un Sócrates que no teme a la muerte, y que lo expresa con distintos argumentos. El primero de los cuales podríamos llamarlo argumento “gnoseológico”, pues hace referencia al conocimiento, o más exactamente al desconocimiento de lo que es la muerte: no sabiendo si esta es un mal o un bien, temerle, presuponiendo que es un mal, sería propio de ignorantes que creen ser sabios no siéndolo. Sócrates asegura en el juicio que temerá y huirá de lo que sabe que es un mal – la injusticia – pero no de la muerte que le es desconocida. Este argumento se refuerza más tarde , con otro que reconocemos como argumento “ético”, lo propone sobre el final de la Apología, en la tercera parte, cuando ya ha sido condenado a muerte y le habla a los que votaron a su favor llamándolos “jueces” -por haber juzgado con justicia se merecen este título -:

 

“Así, pues, jueces, es menester que tengáis buenas esperanzas en la muerte y en reconocer como cosa verdadera que no hay ningún mal para el hombre bueno mientras vive ni cuando muere, ni su causa es jamás descuidada por los dioses.”

 

La confianza en la muerte radica entonces en la vida moral, aún cuando la muerte sea algo desconocido, el hombre honesto debe tener esperanza, pues ningún mal puede afectarlo, es invulnerable.

 

Antes de plantear este argumento Sócrates en el mismo discurso plantea a sus amigos dos hipótesis posibles: la primera plantea la muerte como el anonadamiento total, comparable a una noche en que se duerme sin soñar, lo cual califica de un bien; la segunda plantea la muerte como un tránsito del alma a otro lugar donde se reencontraría con los que también han muerto injustamente, a verdaderos jueces, así como con héroes y personajes admirables. Respecto a esta hipótesis plantea “¿qué bien mayor que este habrá, jueces?”, y un poco más burlonamente dirá “Yo quisiera morir muchas veces si todo esto fuera verdad”, y siguiendo esta línea propia de su ironía dice que se pasaría interrogando y examinando a cuantos allí encontrara para determinar si son verdaderos sabios o no.

 

Pero ambas son meras hipótesis, no asegura ninguna, y las concluye con el pasaje ya citado de la esperanza ante la muerte basada en la virtud. La Apología concluye con la afirmación que mantiene la actitud filosófica socrática de la docta ignorancia:

 

“Pero ya es hora de irnos, yo a morir, vosotros a vivir. Quién de nosotros se lleva la mejor parte, no lo sabe nadie sino el Dios[16]

 

En las obras posteriores de Platón, aún cuando Sócrates sigue siendo el protagonista de todos los diálogos, el pensamiento platónico se va perfilando como propio y distanciando del de su maestro.

 

En el período de madurez, Platón ha elaborado su doctrina dualista a nivel ontológico, proponiendo la existencia de dos mundos o planos de la realidad, uno sensible y otro inteligible, a nivel gnoseológico, planteando la doxa como el conocimiento sensible, variable, inseguro, y la episteme, como el conocimiento verdadero, inmutable, perfecto, por el cual se accede a las esencias o Ideas. Junto a estos dos niveles del dualismo se intercala un tercero, el dualismo antropológico, que es el que nos interesa aquí, si bien toda la filosofía platónica es sistemática y por tanto sus conceptos están en íntima relación.

 

Según este dualismo antropológico el hombre es una realidad compuesta de cuerpo y alma, dos naturalezas distintas coexistiendo temporal y accidentalmente durante la vida humana. El cuerpo pertenece al mundo sensible, y tiene sus mismas características: compuesto, cambiante, visible, disoluble, corruptible, mortal. El alma, en tanto, es para Platón de la misma naturaleza de las Ideas: simple, siempre idéntica a si misma, inmutable, invisible, inteligible, indisoluble y por ende inmortal.[17]

 

Esta distinta naturaleza ya indica el destino del cuerpo y el destino del alma: muerte para el cuerpo e inmortalidad para el alma. Precisamente lo que acabamos de plantear es uno de los varios argumentos que Platón plantea acerca de la subsistencia del alma más allá de la muerte, argumento que la crítica llama de la identidad de naturaleza del alma con las Ideas.

 

Sin querer adelantarnos, ya podemos insinuar aquí la influencia que tuvo esta concepción dualista platónica, luego profundizada por Plotino (204-270 DC), en el cristianismo medieval, sobre todo en la Patrística, cuyo máximo representante fue San Agustín de Hipona (334-430).

 

Si Sócrates planteaba como una de las dos hipótesis, el tránsito del alma luego de la muerte, Platón, lo asegura e intenta argumentarlo racionalmente de varias maneras en el Fedón o acerca de la inmortalidad del alma[18], pero también en el Fedro y aún en el libro de la República expone otros argumentos complementarios. Sin duda el Fedón la obra más importante sobre el tema, hasta por el recurso literario de ubicar el diálogo como sucedido entre Sócrates y sus discípulos la víspera del ajusticiamiento del maestro. ¿Dónde ubicaría mejor un gran escritor como Platón su planteo acerca de la muerte y el destino del hombre?

 

Para Platón el alma es eterna, preexiste y subsiste al cuerpo, viene del mundo inteligible –no explica claramente por qué “cae”, recurre en el Fedro a un mito, el del carro alado. Y, al no ser corruptible, una vez muerto el hombre, el alma inmortal puede tener dos destinos posibles[19]: la reencarnación si no recorrió el camino de ascesis mediante el conocimiento, o el retorno al mundo inteligible donde contemplará directamente las Ideas, máxima aspiración del filósofo. 

 

A propósito de esto, digamos de paso otra idea platónica que tuvo su eco en el pensamiento y la mística cristianas: el filósofo desea la muerte, en tanto liberación de la cárcel corpórea y apertura plena al conocimiento perfecto, aunque no le es lícito suicidarse, está colocado en el mundo como un centinela y no le corresponde a él decidir la partida.

 

La muerte en el planteo platónico implica una justa retribución, de ahí que hayan dos futuros posibles, uno malo para quien no se ocupó de cuidar su alma sino que se apegó al cuerpo, las riquezas y los honores –de ahí su temor y rechazo a la muerte -; y un futuro mucho mejor, divino, para los buenos, entendiendo por estos a los que mueren luego de una vida dedicada a la búsqueda de la verdad y la vida virtuosa. Esta justicia es inexorable, según Platón.[20] Fácil es ver la relación con el juicio final que plantea también la Iglesia desde tempranas épocas.

 

Respeto al sentido de la vida, Platón profundiza la visión de su maestro Sócrates, éste afirmaba que el sentido de la vida radicaba en el gozo de intercambiar razones todos los días acerca de la verdad y de la virtud, pues “una vida sin examen no es vida para el hombre”[21], la vida vale ser vivida en tanto es un continuo cuestionamiento y una dialéctica en búsqueda de la verdad. Platón, planteará en el libro VII de la República, en la alegoría de la caverna, que la misión del filósofo es liberarse de la ignorancia en la que le sumerge el cuerpo y los sentidos y mediante la razón ascender al mundo inteligible, al conocimiento del Bien, alcanzando así la sabiduría, y desde ella la virtud, y por ende la felicidad. En el Fedón sostiene asimismo el valor de la sabiduría, como la única moneda de buena ley con la que se puede adquirir todas las demás virtudes, a saber la fortaleza, la templanza, la justicia.

 

En síntesis, para ambos filósofos, maestro y discípulo, verdad-sabiduría, bien-virtud y felicidad constituyen una tríada inseparable, que convierte al hombre en invulnerable más allá de la muerte. Claro que Platón se atreve a ir más allá, a partir de su concepción del mundo inteligible como la verdadera realidad.

 

Una voz discordante

 

Antes de mencionar al gran discípulo de Platón, Aristóteles, hagamos una mención a una voz distinta que también se levanta en Grecia: Epicuro de Samos (341-270 AC), que fundó una escuela importante en Atenas dando respuesta a nuevas situaciones y cuestionamientos de los hombres. Epicuro adopta el estilo epistolar para transmitir sus enseñanzas, y suponemos que ha escrito alrededor de trescientas cartas, de las cuales sólo llegaron a nosotros cuatro enteras[22] y unos pocos fragmentos de otras obras.

No obstante coincidir con Platón en la necedad del temor a la muerte, propia del ignorante y no del sabio, Epicuro justificará la serenidad ante la muerte con otras razones.

 

Al contrario de Platón, Epicuro sostiene que el alma es material, formada por partículas más sutiles y móviles, responsables de la sensibilidad y distribuidas por todo el cuerpo. Esta concepción atomista, que toma de Demócrito, lo llevará a plantear la unidad no accidental y transitoria del cuerpo y del alma, sino esencial y definitiva. El alma para Epicuro nace y muere junto con el cuerpo, negando tanto la preexistencia como la subsistencia del alma.

 

Su argumentación para no temer a la muerte es que la vida y la muerte jamás se encuentran, mientras vivimos la muerte no existe para nosotros, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos, puesto que la fuente de la sensibilidad es el alma y esta perece. Dice Epicuro en la Carta a Meneceo procurando eliminar el temor a la muerte:

 

“… Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que el bien y el mal no existen más que en la sensación, y la muerte es la privación de sensación. Un conocimiento exacto de este hecho, que la muerte no es nada para nosotros, permite gozar de esta vida mortal evitándonos añadirle la idea de una duración eterna y quitándonos el deseo de la inmortalidad…”

 

Cabe preguntarse si realmente Epicuro logra disipar el temor a la muerte y quitar el deseo de inmortalidad, negando toda posibilidad de subsistencia, es decir abismando al hombre en la nada absoluta, claro que sin conciencia de ella –ese es precisamente el argumento –

 

Asimismo este filósofo toma distancia de Platón al afirmar que el sabio no teme pero tampoco desea la muerte, pues ama la vida y no la ve como una carga, y al decir que la filosofía consiste no en la preparación para la muerte, sino en el conocimiento que permite vivir libres de temores, es decir una vida de ataraxia (ausencia de turbaciones, serenidad) y aponía (ausencia de dolores). Estas notas, junto con la autarquía (autogobierno, autosuficiencia) son las distintivas del sabio y por tanto del hombre feliz.

 

Filosofía y felicidad coinciden para Epicuro, de ahí que recomienda filosofar siempre, tanto de jóvenes como de viejos, pues siempre aspiramos a ser felices, y el modo de lograrlo es el conocimiento. Asimismo plantea que Filosofía y Medicina son dos modos del cuidado del hombre, la primera del alma, la segunda del cuerpo.

 

De la antigüedad griega al medioevo cristiano.

 

No vamos a desarrollar todos los conceptos platónicos y neoplatónicos que la Patrística y en particular San Agustín tomaron. Tampoco, aunque sería muy interesante, nos vamos a referir a la concepción de los estoicos romanos, en particular Séneca y Epicteto, en torno a los cuales se tejen hipótesis acerca de su vinculación más o menos cercana a los Padres de la Iglesia. En realidad así como hubo una atmósfera existencialista a mitad del siglo XX, hubo una atmósfera intelectual estoica en los primeros siglos de la era cristiana donde las influencias con el cristianismo, y las direcciones de los movimientos, son difíciles de distinguir y exceden el propósito que nos mueve aquí.

 

Preferimos, en función del espacio del trabajo y la orientación del mismo, pasar a mostrar brevemente a otros filósofos de gran relevancia por su influencia en la teología cristiana posterior. Abordaremos, entonces, los planteos y la relación entre Aristóteles (384-322 AC) y Santo Tomás de Aquino (1225-1274).

 

Aristóteles fue el discípulo más destacado de Platón, capaz de aprender a pensar y a defender sus ideas con argumentos, al punto de poder contradecir a su maestro en tópicos tan importantes como el dualismo ontológico, planteando que las esencias no constituyen un mundo separado -existe una única realidad-, sino que se dan en las existencias particulares.

 

Para Aristóteles, como para los griegos en general, el alma o psiché, es lo que anima los cuerpos, de modo tal que todo ser vivo, animado, tiene alma, pero no todos con las misma complejidad y funciones, así los vegetales poseen solamente vegetativa o nutritiva, los animales además la apetitiva que les permite buscar y moverse, y el hombre además posee el alma racional o intelectiva que le es exclusiva y por la cual accede al conocimiento de la realidad.

 

Respecto a la estructura del hombre Aristóteles plantea la concepción hylemórfica, la unidad esencial entre materia y forma, es decir entre cuerpo y alma, que no considera como su maestro naturalezas enemigas castigadas a coexistir temporalmente. Para Aristóteles, la materia y la forma son una de cara a la otra, una desea la otra, y juntas constituyen la sustancia, toda sustancia particular es un compuesto de materia y forma, y el hombre también lo es. El alma es la forma o entelequia del cuerpo, y también el acto, en tanto que el cuerpo es la materia y por tanto la potencia.

 

“El alma es aquello por lo que vivimos, sentimos y razonamos primaria y radicalmente, de ahí que siendo la materia potencia y no acto”… “el cuerpo no constituye la entelequia o forma del alma, sino al revés, ésta constituye la entelequia del cuerpo”… “Por esto, están en lo cierto los que dicen que el alma no existe sin el cuerpo, ni es en sí misma un cuerpo”.[23]

 

Aristóteles si bien plantea el intelecto activo como algo divino, e invita al hombre a no temer el pecado de hybris y sí a inmortalizarse por la vida contemplativa, no llega a afirmar claramente la inmortalidad del alma individual, y da lugar a diversas interpretaciones y a la controversia en siglos posteriores.

 

No obstante sin duda deja la puerta abierta a la posibilidad de la inmortalidad y por ella entrará siglos después Santo Tomás de Aquino. Pero antes veamos brevemente y sin citar textualmente la íntima relación entre el alma racional, el conocimiento, la vida contemplativa y la felicidad en Aristóteles, todo lo cual será recogido y mirado desde la fe cristiana por el creador de la Suma Teológica.

 

El filósofo griego plantea que la felicidad es el supremo bien, y no un bien instrumental, de ahí que sea el único bien apetecible por si mismo, independiente, absoluto, definitivo y perfecto. Tendrá entonces que explicar en qué consiste la felicidad, ese supremo bien, y lo hará argumentando que debe corresponder a la “areté”, virtud, propia del hombre. Luego de descartar la vida, la sensibilidad y el movimiento, presentes en los otros seres vivos concluye que la virtud propia del hombre es la razón, y por lo tanto la vida feliz propiamente humana es la vida contemplativa, la dedicada al conocimiento de lo más excelente, los primeros principios y causas, el ser en tanto ser y sus atributos esenciales.[24]

 

Todas las categorías y las grandes intuiciones de la filosofía aristotélica, serán  desconocidas durante siglos por el cristianismo y descubiertas en el siglo XIII por el filósofo de Aquino, que lo conoció por medio de los filósofos árabes. Una vez estudiado a Aristóteles, Santo Tomás lo prefirió a Platón como un pensador que permitía hacer una síntesis más perfecta entre razón y fe, el gran objetivo de esa época.

 

Tomás logró imponerlo –no sin dificultades- en las universidades medievales, a la vez que plasmar en sus Sumas la gran síntesis que conocemos hoy como filosofía aristotélico-tomista. La misma fue en el siglo XVI, en el Concilio de Trento, asumida por la Iglesia como la filosofía oficial y se convirtió en medida de verdad –con todas las consecuencias que conocemos- hasta el Concilio Vaticano II, en pleno siglo XX.

 

Vayamos sin más preámbulos al planteo del alma humana y de la inmortalidad de la misma,  realizado en el siglo XIII por Tomás de Aquino a partir de las categorías aristotélicas.

 

Tomás asume el hylemorfismo aristotélico y desde él afirma que el alma no es el hombre. Argumenta que la materia es parte de la especie de las cosas naturales, por lo tanto lo “es de la esencia del hombre que conste de alma, carne y huesos, puesto que debe pertenecer a la sustancia de la especie todo cuanto a la sustancia de todos los individuos contenidos bajo esa especie”. Por otra parte hombre es aquello que realiza las funciones propias del hombre, y el sentir es una operación propia del hombre y no sólo del alma. Así pues, “es evidente que el hombre no es solamente el alma, sino que es un compuesto de alma y cuerpo[25]

 

Al igual que el maestro, Tomás afirmará también que el alma no contiene materia, en primer lugar puesto que corresponde a la naturaleza del alma ser la forma de su cuerpo y aquello que da forma -da la esencia- es acto puro, no potencia. En segundo lugar porque la naturaleza del alma humana en cuanto es intelectiva, tiene como función especial conocer lo universal, y si estuviese compuesta el alma de materia y forma sólo le sería accesible lo singular, es decir lo igual a ella, compuesto por materia que es el principio de individuación. Dice Tomás:

 

“Resulta, pues, que el alma  intelectiva y toda sustancia intelectual que conoce las formas de un modo absoluto no está compuesta de materia y forma:”[26]

 

A partir de estas bases aristotélicas, Tomás va más allá y afirmará resueltamente en el siguiente artículo de esta cuestión que el alma humana es incorruptible, es decir inmortal. No así la de los animales, los “brutos”, que no es subsistente por sí misma y por lo tanto se corrompe al corromperse sus cuerpos.

 

“Necesariamente hay que decir que el alma humana, en cuanto es principio intelectivo, es incorruptible….Es imposible que una cosa subsistente comience a ser o deje de ser accidentalmente.”

 

No le corresponde la generación ni la corrupción por causas ajenas. Tampoco el alma podría corromperse por sí misma, puesto que la corrupción consiste en la separación en la sustancia individual de la materia y de la forma, pero siendo el alma ser en acto puro,  no potencia, carece de materia de la cual separarse, por cuanto, concluye:

 

“Y como es imposible que una forma se separe de sí misma, es imposible también que una forma subsistente deje de existir.”[27]

 

Otra demostración de la incorruptibilidad del alma la plantea Tomás en relación al principio de inercia y a la imposibilidad de frustrar el deseo natural: “del deseo que, naturalmente, tiene cada ser de permanecer en su modo de ser”. El deseo en los seres cognoscentes es conocer siempre, y aspira a un conocimiento absoluto, universal, que trascienda los límites espacio - temporales que sólo puede alcanzar el alma racional, a diferencia del conocimiento sensible que capta lo particular en un tiempo y un lugar determinado. Entonces concluye esta argumentación:

 

“De donde se sigue que todo ser que goza de entendimiento, naturalmente desea existir siempre. Y el deseo natural no puede ser en vano. Por lo tanto, toda sustancia intelectual es incorruptible.”[28]

 

Finalmente, el filósofo y teólogo de Aquino planteará otra prueba sobre la inmortalidad del alma siguiendo también a Aristóteles, para éste ya vimos que el bien supremo al que aspira el hombre es la felicidad, y  la felicidad humana consiste en la perfección de la obra que le es propia, es decir en el ejercicio de su propia areté, la razón.

 

Aristóteles se quedaba allí, en el planteo de que la felicidad perfecta consiste en la vida contemplativa, intelectual, la del filósofo que goza conociendo las causas primeras, lo más escible y digno de ser conocido. Tomás deducirá que la felicidad perfecta del hombre, creado por Dios, será la contemplación de la divina esencia, alcanzable en la visión sobrenatural, ya que no se conforma meramente con el conocimiento de su existencia como causa primera a la que puede llegar a partir de los efectos. En las propias palabras de Tomás:

 

“La última y perfecta felicidad no puede estar sino en la visión de la divina esencia… Así, pues, si el entendimiento humano, al conocer la esencia de algún objeto creado, no conoce de Dios, sino su existencia, todavía su perfección no alcanza simplemente a la causa primera, sino que le queda aún el natural deseo de inquirir dicha causa, por lo cual no es todavía perfectamente feliz. Así, pues, para la perfecta felicidad se requiere que el entendimiento llegue a la esencia misma, de la primera causa, y de este modo obtendrá su perfección por la unión a Dios, como al objeto en que únicamente consiste la felicidad del hombre.”[29]

 

La sed de eternidad y la búsqueda de fundamentaciones racionales ha sido una constante a lo largo de la historia del pensamiento humano, sería imposible abarcarla en este trabajo y no es tampoco su objetivo[30], de modo que nos conformamos con dejar planteada la búsqueda filosófica-racional acerca de la inmortalidad del alma humana en los griegos y su asunción y profundización por la filosofía medieval.

 

Antes de entrar propiamente al desarrollo teológico de nuestra afirmación haremos un planteo “bisagra”, es decir mostraremos la continuidad y la discontinuidad entre la mirada fenomenológica que vimos hasta aquí, y la mirada creyente con la que empezaremos a trabajar. Se trata del mismo hombre que busca, que se cuestiona, pero en la mirada creyente afirmamos la revelación de Dios a los hombres y desde ella reflexionamos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ENCUENTRO ENTRE LA BÚSQUEDA HUMANA Y LA RESPUESTA DIVINA

 

En la breve exploración realizada de la tan basta búsqueda humana sobre la vida eterna o de sus sucedáneos, con el corazón y con la razón, con la poesía y con la filosofía, nos encontramos con dudas, gritos, afirmaciones, argumentaciones… en torno a la muerte, al futuro de la vida humana más allá de ella, a la posible inmortalidad, o al rechazo de la misma.

 

Elegimos como apertura esa mirada antropológica, pero no queremos ocultar que puede aportarnos luces y sombras sobre la temática a tratar, es decir, tiene la virtud de partir de la realidad humana y sus inquietudes más profundas, y, tiene su faz peligrosa, que puede - y de hecho ha sido así - dar lugar a ciertos peligros y no pocas confusiones.

Muchas interrogantes se abren, en ese diálogo de la búsqueda humana y la revelación divina.  A modo de ejemplo las presentamos formuladas como interrogantes:

 

·       La negación de la muerte como nulidad absoluta que lleva a la nihilidad de la vida, ¿es una prueba de la inmortalidad?

·       ¿La afirmación de la inmortalidad del alma de algunos filósofos coincide, al menos en parte, con la fe en la resurrección?

·       ¿Tenemos dos vidas, una mortal y otra inmortal?

·       ¿Es el hombre un ser de suyo inmortal, o es naturalmente un ser mortal al que Dios en su libérrima voluntad regala una vida eterna?

·       ¿Todos los hombres tienen o tendrán vida eterna?

·       ¿Cuándo empezó o cuándo empezará, si existe?

·       ¿El aquí y el ahora, el presente, “esta vida trabajada que tenemos”, qué valor tienen y en qué medida deciden el futuro?

·       ¿La vida futura guarda relación con la vida presente, cómo se relacionan?

 

Aunque muy interesantes todas estas cuestiones, y tantas más, que brotan del genuino sentir humano, y que pensamos tienen un valor pastoral que amerita tenerlas en cuenta,  no las abordaremos ni dilucidaremos una a una. Esperamos, sin embargo, que a través del planteo que desarrollaremos puedan ir siendo repensadas, mejor formuladas, y en parte esclarecidas, ya sea por la doctrina o por la reflexión

 

Desde ya podemos anticipar una suerte de solución con Kasper:

 

“La pregunta por el sentido por parte del hombre no se puede contestar sólo desde dentro de la historia, sino que únicamente es posible hacerlo desde el punto de vista escatológico. Por eso el hombre en todas sus realizaciones fundamentales de su ser se mueve implícitamente por la cuestión sobre la vida y su sentido definitivo. Por supuesto que la contestación sólo es posible al final de la historia”[31]

 

A propósito del peligro en estas búsquedas tanto poéticas como filosóficas y que han pasado a la teología y desde ella a la pastoral durante mucho tiempo, es el de abordar la muerte y también los temas escatológicos desde une perspectiva individualista y futurista. Joseph Ratzinger reconoce ese peligro y apunta su solución:

 

“Resulta innegable que ha pasado muy a primer plano la amenaza totalmente personal que procede de la muerte y de los poderes a su servicio. La cuestión escatológica se convierte en la cuestión de mi destino personal en la muerte. Quiere decir que se hace acuciante la cuestión de la salvación personal, oscureciéndose la referente a la historia en su conjunto…acecha el peligro de la individualización y del desplazamiento de lo cristiano hacia el más allá. Ambas cosas tienen que arrebatar a lo cristiano su fuerza vital histórica y es ésta la tarea del quehacer hoy respecto a la escatología: hay que trabajar por la integración de perspectivas, integración que mira conjuntamente persona y comunidad, presente y futuro.”[32]

 

Frente a este peligro que nos muestra la búsqueda afanosa del hombre de inmortalidad, que como dice Ratzinger amenaza a reducir la escatología a la cuestión del destino personal ante la muerte, Joào Batista Libanio, un teólogo brasileño, es más indulgente, o nos muestra otro ángulo, más semejante al de Gabriel Marcel o al de Unamuno, cuando plantea el rechazo de la muerte desde el amor:

 

“En el fondo de las aspiraciones humanas está latente esa llamada de Dios a la comunión con él, Trinidad santísima, en la plenitud de la resurrección…Este ser hombre fue creado por una Trinidad comunidad, la primera y la más perfecta comunidad. Por eso toda su existencia está atravesada por esa aspiración profunda hacia la convivencia en comunidad”[33]

 

Frente a las grandes interrogantes del hombre que vimos en la poesía y en la filosofía, tal vez la respuesta más sencilla y directa la podemos encontrar en el sabio e inspirado planteo del Concilio Vaticano II, cuando en la Constitución Dogmática Gaudium et Spes[34], afirma:

 

          “La razón más alta de la dignidad humana está en su vocación a la comunicación con Dios” (19) “… si este fundamento divino y la esperanza de la vida eterna desaparecen, la dignidad del hombre sufre gravísimas lesiones, como tantas veces hoy se deja ver, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solución, de modo que no raras veces el hombre cae en la desesperación” (21) “En realidad, el misterio del hombre, no se aclara de verdad, sino en el misterio del Verbo encarnado. Adán, el primer hombre, era, en efecto, figura del que había de venir, Cristo, el Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[35]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2ª PARTE

 

 

LA FE EN LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

Y LA VIDA ETERNA.

FUNDAMENTOS BÍBLICOS

 

UNA MIRADA CREYENTE QUE DESCUBRE

 

 

Contenidos:

·       Antiguo Testamento. Una revelación tardía y paulatina. (remitimos al anexo I sobre claves hermenéuticas) Comprende el planteo sobre el sheol; el tema de la retribución personal y allí los aportes de Jeremías y Ezequiel; la angustia y la revelación de lo inédito en algunos salmos; el Apocalipsis de Isaías; el tema de la resurrección propiamente dicho planteado en el libro de Daniel y en el segundo libro de los Macabeos.

 

·       Nuevo Testamento. Jesucristo la plena revelación. Empezamos por el planteo de la resurrección de Jesús en las proclamaciones del Libro de los Hechos; continuamos con las cartas de San Pablo; luego los Evangelios sinópticos con el desarrollo del mensaje de Jesús: el Reino de Dios, y finalizamos con el de Juan y la categoría de vida eterna.

 

 

 

 


 

FUNDAMENTOS BÍBLICOS.

PROGRESIVA REVELACIÓN DIVINA

 

Introducción.

 

En relación a la fe en la resurrección y la vida eterna, nuestro tema, hemos visto a nivel antropológico y desde las luces naturales, la búsqueda cuasi desesperada del hombre. Veremos en esta parte la respuesta de Dios.

 

¡Pues Dios responde al hombre y quiere entregarle su Palabra de Vida eterna! Habrá que leerla, entenderla, rumiarla, saborearla, y actualizarla en categorías que nos sean inteligibles y significativas hoy.

 

La Constitución Dogmática Dei Verbum, sobre la Divina Revelación, empieza por manifestar el por qué y el para qué, el desde dónde y el sentido de la revelación:

 

“Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante la cual los hombre, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina”[36]

 

El Concilio valora como revelación divina los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconociendo en ellos la economía de la salvación y la pedagogía divina, así como la inspiración. A la vez señala la importancia de la investigación de los géneros literarios, de las épocas, de las circunstancias en que los distintos textos fueron escritos para poder comprender la intención de los hagiógrafos, y desentrañar la Palabra eterna de Dios en el ropaje humano[37].

 

Esta aclaración previa nos parece importante, al igual que tener presente ciertas claves hermenéuticas que tendremos en cuenta para esta parte. Por razones de espacio dichas claves están colocadas fuera del texto, en el ANEXO 1[38] al que remitimos.

 

Antiguo Testamento. Una revelación tardía y paulatina.

 

La fe en la Resurrección surge tardíamente en Israel, pero tiene una larga preparación. En el libro del Génesis cuando se trata la muerte, por ejemplo la de Abraham, de Jacob o de José, se plantea la reunión con el pueblo, con los antepasados en el sheol”, pero este se concibe como el lugar de los muertos, como morada indiferenciada para todos los muertos, sin que la suerte de los justos y de los impíos sea diferente. La idea de sheol no implica la de retribución individual.

 

Todos los padres de Israel, Abraham, Isac y Jacob, Moisés y los jueces, los reyes y los profetas, partieron al final de su vida hacia la oscuridad, a pesar de haber vivido y actuado movidos por la fe en Dios y a favor de su pueblo. Ni ellos mismos esperaban otra cosa, ni tampoco el pueblo, afirma Hans Küng[39], durante más de un milenio los judíos no creyeron en la resurrección de los muertos ni en la vida eterna que hoy profesamos los cristianos.

 

“El mundo inferior de los antiguos israelitas, o sea el sheol, es imaginado como un espacio cerrado bajo la capa terrestre y entendido como lugar de oscuridad y silencio, de impotencia y olvido, donde los hombres se ven condenados a llevar una existencia fantasmal... Una triste y desconolada tierra sin retorno. Definitivo lugar de reposo de toda vida, sin esperanza de volver jamás a la luz, a la tierra.”[40]

 

Esta idea arcaica compartida con otras culturas supone para los muertos una existencia vacía como de una sombra en ese lugar de los muertos, sheol, separados del lugar de los vivientes, carente de relaciones con ellos. A propósito de esta concepción dice Joseph Ratzinger señalando la ausencia de Dios, lo más terrible de este sheol,:

 

“La profundidad de esa vaciedad aparece en toda su amplitud en el hecho de que Yahveh  no se encuentra allí, de que allí no se le alaba: tampoco respecto de él se da allí comunicación absolutamente alguna. La muerte es, pues, prisión que jamás acaba, es ser y no-ser a un tiempo, un cierto ser-todavía y, sin embargo, un no vivir ya.”[41]

 

La novedad, fruto del diálogo fecundo entre la búsqueda de un pueblo religioso como Israel y la revelación amorosa de su Dios, se irá dando paulatinamente. La novedad, el cambio respecto al destino común del sheol y la apertura a la fe en la resurrección tendrá un doble asiento: la búsqueda de la justicia y la confianza en la fidelidad de Dios.

 

El tema de la retribución será insoslayable para Israel que cree en la justicia de Dios. Yahveh Dios no defraudará a los que esperan en él. Al principio esa justicia divina el pueblo la ubicará en la historia, en la tierra, y así la confianza en Yahveh supone esperar, para el justo, larga vida, prosperidad y descendencia. Vida plena es bendición, muerte, o vida indigna, es maldición. Con el drama de Job encontramos se cuestiona hondamente esta concepción hasta echarla por tierra. También los profetas clamarán a Dios por justicia, Jeremías es aquí el paradigma.

 

Pero es importante recordar que antes de plantearse el tema de la retribución individual, el pueblo elegido, con el que Dios hizo Alianza, concibe la justicia divina -y por ende sus premios y castigos-, como colectivos, puesto que cree en  una responsabilidad común, en una solidaridad en el bien y en el mal. Así el fracaso, la opresión, el exilio del pueblo son leídas como castigos, a la vez que como oportunidades para la conversión.

 

Respecto al reclamo de la retribución personal señalamos el aporte fundamental de los profetas Jeremías y Ezequiel. Ambos plantean como oráculos de Dios la novedad de la justicia por los frutos de las obras de cada uno, ni siquiera a nivel familiar se heredará el castigo, cada cual responderá por su vida. (Por motivos de espacio del trabajo no nos detendremos en estos textos pero los señalamos como importantes) [42]

En muchos salmos, pero en particular 37, encontramos un canto a la justicia divina: Yahveh “ama lo que es justo y no abandona a sus amigos.” Este salmo de confianza y de esperanza, contiene las bienaventuranzas que luego proclamará Jesús, especialmente la referente a la posesión de la tierra distribuida a lo largo del todo el texto. (vv 8. 11. 22. 29. 34)

 

La confianza del justo en Dios y su justicia, que hasta aquí era planteada como terrena, llevará a descubrir que la relación, la comunión, del hombre y Dios no puede romperse ni siquiera con la muerte. En los llamados “salmos místicos”, quizá post-exílicos,  encontramos una nueva clave de esperanza o, si se prefiere, un nuevo mojón de la revelación divina, el tránsito a la esperanza futura que luego se presentará más diáfana.

  

 En el salmo 16 lo que se canta es la fidelidad a Yavheh: “Tú eres mi Señor, mi bien, nada hay fuera de ti” (v 2), muestra el amor y la intimidad del autor  -un levita por el lenguaje- y su Dios que lo colman de bienes, de delicias. Es interesante también ver en el versículo 9 la unidad del hombre: corazón, entrañas, carne, todo el ser goza de la relación con Dios. Los versículos finales plantean la esperanza futura basada en la confianza del amigo, parece hasta superado el temor a la muerte: “no dejarás a tu amigo ver la fosa”, y aún espera más: “hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, para siempre”. El fiel a Yaveh, el amigo, espera estar siempre ante su rostro gozando. ¿Hay aquí ya una esperanza de eternidad? ¿O es muy apresurado afirmarlo?

 

En el salmo 49, como en otros textos sagrados, aparece la cuestión de la retribución aparentemente injusta, la felicidad de los impíos y el sufrimiento injusto de los justos. Para un pueblo que creía que la larga vida, la descendencia y la riqueza eran los frutos de la justicia –como ya señalamos-, constatar la desgracia del justo era muy duro,  pues interpelaba sobre la justicia del Yavheh.

 

El progreso en la revelación, esa zarza ardiente que no se consume delante de nuestros ojos, aparece en este salmo al descubrir la superación del enigma que interpelaba: mientras que los malvados, pastoreados por la Muerte, son llevados como ovejas al sheol, la vida del justo es asegurada por la intervención de liberadora de Dios (v 15-16). Dios “tomará”, “cobrará”, asumirá al justo y lo liberará del destino común: la muerte.

 

El salmo 73 plantea el mismo tema, esta vez de un modo más terrible pues la riqueza de los impíos lleva a cuestionarse el sentido de la fidelidad, ¿habrá guardado en vano el corazón puro? (v 12-13), incluso confiesa el salmista que poco faltó para que, al ver la paz de los impíos, sus pies y sus pasos se extraviaran de la fidelidad (v 2-3), es que la vida de fe llega a parecerle absurda: necedad. Desde la hondura del dolor y el cuestionamiento profundo un día hace la experiencia fundante y es en la fe, en la oración, en la contemplación de Dios (v 17), que encuentra la respuesta a sus búsquedas. Podemos ver aquí la diferencia con la búsqueda racional de los griegos.

 

El salmista descubre – se le revela – que el éxito y la felicidad de los impíos no son para siempre, son efímeras, los impíos perecerán (v 19 y 27). Antes no comprendía, era un estúpido (v 22), ahora se le hace la luz: hay otra felicidad y es la que nace de la comunión íntima con su Dios: “mi bien es estar junto a Dios (v 26). Esta felicidad del justo que “ya” colma su vida de sentido, es incomparable con la de los impíos y están llenos de orgullo, malicia, violencia, tienen su corazón lleno de artimañas y se sonríen pregonando su maldad (v 5-8).  La comunión con Dios es más fuerte que la muerte.

 

Estos salmos místicos, tomados en su conjunto como hacen los críticos, aportan una nueva mirada de fe hacia el futuro del hombre, expresan una misma y profunda intuición. La unión amorosa, íntima, esa comunión entre Dios y el justo –su amigo-, debe ser indisoluble, la muerte no puede tener más poder que el amor. Con distintos matices e intenciones lo señalan tanto Ratzinger[43], como Pozo[44], como Ruiz de la Peña.[45]

 

“La dimensión que se descubre en estos poemas místicos otorga a la vida con Dios una exigencia de perennidad… los tres salmos dan testimonio de una actitud nueva, en la que la esperanza no claudica, ni siquiera ante la muerte….la situación del sheol no puede predicarse del que está unido a Dios por el amor, pues esta comunión interpersonal trasciende incólume cualquier obstáculo, incluido el de la muerte.”[46]

 

Los textos más significativos sobre la resurrección en el AT son sin duda los de Daniel y Macabeos, pero previo a su análisis rápidamente mencionamos como antecedente el apocalipsis de Isaías sobre el juicio de Yahveh y más concretamente su canto de victoria en el capítulo 26.

 

Hay un pasaje en especial que es considerado como la cumbre poética y teológica del AT. Si bien algunos críticos lo comparan con los oráculos de Oseas y Ezequiel como profecía de restauración nacional y dudan de su valor escatológico –por ejemplo Pozo-, la mayoría, ve en este pasaje el primer anuncio claro de la esperanza de los justos en la resurrección:

 

“Revivirán tus muertos,

tus cadáveres resurgirán,

despertarán y darán gritos de júbilo

los moradores del polvo;

porque rocío luminoso es tu rocío,

y la tierra echará de su seno las sombras.” (Is. 26, 19)

 

Este texto plantea una imagen grandiosa y resplandeciente de la tierra grávida que se abre y devuelve del polvo a los muertos, refaim- sombras, más aún: da a luz  a los muertos, que gritarán de júbilo. Nos da una visión muy “materialista” de la resurrección, en palabras de Ruiz de la Peña: “otorga a la idea de resurrección un acusado matiz físico, casi biológico”.

 

Con el profeta Daniel, promediando el siglo II AC, llegamos al primer testimonio categórico de la fe en la resurrección de los muertos en el Antiguo Testamento. La finalidad de este libro es sostener la fe y la esperanza de los judíos perseguidos por Antíoco Epífanes. En tiempos de persecución y martirio las preguntas acerca de la retribución se hacen más acuciantes: ¿qué sentido puede tener la muerte del mártir por la fe, cuál será su destino? ¿Esa existencia sin poder siquiera alabar a su Dios, sería justa? Más aún, ¿corresponde a la identidad de Dios, del Dios fiel de la Alianza?

 

En este libro apocalíptico se afirma de modo contundente la resurrección, unos para la vida eterna, otros para la condenación eterna, se trata de un texto sin duda escatológico:

 

“Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad (Dan. 12, 2-3)

 

Este texto de Daniel es clave y es citado por los teólogos aún con perspectivas distintas respecto al tema. A modo de ejemplo, Pozo en la obra citada recurre siete veces a esta cita, en primer lugar lo hace para afirmar la continuidad de la existencia o la pervivencia  luego de la muerte. En segundo lugar para ilustrar la resurrección universal, unos para la vida otros para el oprobio. En esta línea otra de sus citas vincula directamente este texto de Daniel con el pasaje neotestamentario de Jn. 5, 28-29 sobre la resurrección y el juicio final. En otra alusión une Daniel con Lc. 16, 19-31 subrayando la distribución para justos e impíos ya inmediatamente después de la muerte en el sheol en espera del juicio definitivo.

 

En otros teólogos es claro el pasaje del profeta Daniel respecto a la resurrección de los justos, pero lo consideran discutido y pasible de análisis crítico respecto al sentido literal de la resurrección para la muerte, la ignominia y el horror, discrepan por ejemplo Ruiz de la Peña, Küng, Tornos[47], Torres Queiruga[48], entre otros. No obstante estas discrepancias teológicas, sanas y necesarias, es necesario aclarar que el Magisterio –lo veremos más adelante- afirma la resurrección universal en el sentido de Daniel, unos para la vida eterna, otros para la eterna condenación.

 

Pero volvamos a la Palabra de Dios, estábamos llegando al punto culminante dentro de los testimonios del Antiguo Testamento, para descubrir la fe en la resurrección en el segundo libro de los Macabeos. Se trata de un libro deuterocanónico reconocido por la Iglesia como inspirado, y cuyo aporte más significativo constituye, precisamente, las tan contundentes afirmaciones respecto a la resurrección, planteada como acción de Dios y esperanza firme del justo que muere por su causa. 

 

Allí en el contexto de la represión de Antíoco y sus seguidores, el libro luego de relatar el martirio de Eleazar (2 Mac. 6, 18 – 31), un anciano escriba que prefiere morir honrosa y fielmente como ejemplo para los jóvenes, pasa al texto que nos interesa particularmente, el del martirio de los siete hermanos cuyo testimonio, y el de su madre, son fundamentales (2 Mac. 7). Prestaremos especial atención a los versículos 9, 11, 14, 22, 23, 28 y 29 donde párrafo a párrafo se va profundizando la fe en la resurrección.

 

Mientras el primero de los siete hermanos moría en el suplicio, la madre y los hermanos se animaban mutuamente recordando el cántico de Moisés donde manifiesta la confianza en Dios que se apiadará de sus siervos (v 6), pero esta confianza podría ser en que Dios salvara la vida del resto de la familia. Es el segundo hermano, en el último suspiro, quien por primera vez habla de la resurrección y contrapone la acción inicua del rey que quita la vida, a la del Rey del mundo que nos resucitará para la vida eterna:

 

Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna” (v 9).

 

El tercero de los hermanos sorprende al rey y a sus secuaces por su temple para soportar el dolor, este tercero manifiesta la confianza en recibir de nuevo sus manos, que ofrece valientemente al verdugo, de Aquel que por don del Cielo le dio los miembros y por quien los desdeña (v 11). Es interesante ver que mientras los egipcios momificaban a sus muertos para guardarlos íntegros, aquí se confía en el poder de Dios para quien no hay límites ni siquiera la mutilación física del mártir.

 

El cuarto hermano reafirma la fe en la resurrección manifestada por el segundo, con dos agregados interesantes, el primero es que la esperanza en la resurrección es don de Dios,  y el segundo, que dará lugar a múltiples especulaciones a los teólogos, que para el criminal no habrá resurrección a la vida. El tirano, o resucitará para el oprobio -como planteaba el profeta Daniel-, o no resucitará en absoluto, su condena será la muerte eterna – como apuntamos antes en esta línea de interpretación se colocan varios teólogos actuales -, pero escuchemos al cuarto hermano:

 

“Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida” (v 14).

 

El quinto reprocha al rey su poder usado injustamente y le asegura que Dios no ha abandonado a su raza aunque lo parezca por su silencio. El sexto como el quinto alude a la justicia divina, el impío no quedará impune (vs 15-19). Este silencio de Dios, que ahora calla ante el suplicio de sus hijos fieles, lo reencontraremos respetuosa y misteriosamente ante la cruz del Hijo, pero ya sabemos lo sucedido: Su última palabra es el triunfo del amor, de la justicia, ¡de la Vida!.

 

Un lugar especial otorga el escritor sagrado (vs 20-29) a la madre de los siete hermanos y que será también ella sometida al martirio luego de ver padecer a los siete hijos. Será la madre quien confirme la fe en la resurrección, no desde elucubraciones conceptuales sino desde la sencillez de una mujer que asume la ignorancia humana acerca de la  acción divina, a la vez que se maravilla y confía en la magnificencia de la obra del Dios Creador del mundo y del hombre.  Esta mujer y madre “tenía la esperanza puesta en el Señor” y desde ella animaba y sostenía a cada hijo:

 

“Yo no sé como aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes” (vs 22-23)

 

Y lo sigue haciendo ardiente y valientemente aún cuando el rey la insta a disuadir al más pequeño:

 

 “Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo, antes bien, muéstrate digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia.” (vs 28-29)

 

No se explica ni cuándo ni cómo será esa resurrección y ese reencuentro, no hay especulaciones teológicas ni descripciones futuristas, lo que está patente es la esperanza y la confianza en el Dios de la vida que resucitará a quienes la dan por fidelidad a la Alianza y a su nombre santo. Como ya habíamos señalado, la fe en la resurrección surge tardía y lentamente en el pueblo de Israel y es en gran parte fruto de la experiencia de la injusticia.

 

Las reflexiones de Jeremías, de Isaías, más las que vimos en los salmos y en especial la angustia de Job, cuajan ahora en esta fe en la resurrección que es fundamentalmente fe en la justicia de Dios. El mártir es fiel a Yahveh en la vida y en la muerte, cabe esperar que Dios oiga su clamor y triunfe el derecho y la justicia, como ya lo anunciaba Isaías.

 

Llegados a este punto, estamos en las antípodas de la comprensión arcaica de la retribución del justo con larga vida, descendencia y bienes: por el contrario descubre el pueblo ante el martirio del justo que la fe, la justicia y la fidelidad a Dios conducen a la pérdida temprana y cruel de la vida, ayer, hoy y siempre. Simultáneamente se llega a ver con claridad que quien muere por Dios y su causa no se hunde en la nada, sino que entra en la realidad y la vida. Así lo plantea Ratzinger:

 

“… en el camino recorrido por el Antiguo Testamento precisamente el sufrimiento por el que se pasó y al que se superó espiritualmente, se convierte en lugar hermenéutico, en el que se separan  realidad y apariencia, lugar en el que la comunión con Dios se reveló como el lugar de la vida verdadera[49]

 

Simplemente mencionamos aquí que este contraste entre la presencia de Dios y del mal ha cuestionado no sólo a los judíos y religiosos de todos los tiempos, sino que lo encontramos también repetidas veces en la filosofía. Desde un Epicuro –a quién ya citamos – que elabora cuatro hipótesis para explicar la coexistencia de los dioses y el dolor humano y opta por el no intervencionismo para asegurar la responsabilidad humanas, hasta el contemporáneo Hans Jonas que se cuestiona cómo creer en Dios después de Auschwitz[50]

 

Pero la fe en la resurrección no es simplemente, o no es solamente, “respuesta” de Dios o retribución al justo. La resurrección es revelada al corazón del hombre -y así descubierta- como la acción misericordiosa del Dios fiel, como un don coherente con su identidad de Amor, con su ser el Creador y con su libre Alianza con el hombre. La resurrección es concebida como el milagro de una nueva creación en virtud de la fidelidad de Dios a su criatura.[51]

 

Según Ratzinger el pueblo judío llega a un estadio en que admitir sin más la muerte sería tan contradictorio como afirmar la existencia de una frontera contra la que Yahveh no puede, el pueblo deberá elegir. Afirma contundente:

 

“Al final de cuentas no podía ocurrir sino una de estas dos cosas: o desaparecía la fe en Yahveh o tenía que acabar por imponerse lo ilimitado del poder de Yahveh y, en consecuencia, la validez absoluta de la comunidad a la que él dio comienzo.”[52]

 

La fe en la resurrección que finalmente se instala en el pueblo de Israel, no supone que el hombre “no pueda morir”, de hecho sí que lo puede!, recordemos el clamor angustioso de inmortalidad que vimos en algunos versos[53], es más bien el fruto maduro de una reflexión sobre Dios mismo, el Dios que crea para la vida y cuyo amor y fidelidad es más fuerte que la muerte. En palabras de Ruiz de la Peña:

 

“Se trata, en suma, de una concepción teocéntrica y no antropocéntrica, que pugna no tanto ‘por dar al hombre lo que es del hombre’, cuanto por dar ‘a Dios lo que es de Dios’. (aquí cita otros autores: Greshake, Martín-Achard y Kehl) Debe, pues, ponerse a buen recaudo, frente a las inveteradas críticas del pensamiento increyente, el carácter antiproyectivo de la fe resurreccionista, que no nace del nostálgico anhelo humano de inmortalidad, sino de una reflexión en profundidad sobre el ser y los atributos de Dios[54]

 

A partir del libro segundo de los Macabeos la fe en la resurrección se convierte en patrimonio del judaísmo, si bien no faltan quienes la rechazan, como los saduceos aún en tiempos de Jesús y de las primeras comunidades cristianas.

 

Nuevo Testamento. Jesucristo la plena revelación.

 

En Teología fundamental afirmamos, siguiendo a la Escritura, la Tradición y el Magisterio, que Jesucristo es mediador y plenitud de toda revelación de Dios.[55] Pues siendo él el revelador por excelencia en todo lo concerniente a Dios y a nuestra salvación, su muerte y su resurrección constituyen  sin duda el climax de la revelación acerca de la resurrección y la vida eterna.

 

Es importante tener en cuenta aquí las claves hermenéuticas con las que nos manejamos, pues valen también para el Nuevo Testamento (ver Anexo I)

 

El Nuevo Testamento es fundamentalmente cristocéntrico, Jesucristo es la buena noticia desde los primeros escritos –las cartas paulinas- al Apocalipsis que culmina en el llamado “Ven Señor Jesús”. Si bien hay libros, especialmente el de los Hechos de los Apóstoles que tienen como protagonistas las nuevas comunidades, estas se asientan sobre la fe en el Señor resucitado. Así el núcleo de todo el NT es la Pascua: la muerte y resurrección de Jesús. Los cuatro evangelios, escritos a lo largo de al menos cuatro décadas, tomaron como núcleo primigenio la pascua y a partir de ella construyeron en función de sus respectivos intereses teológicos “la obertura” al gran acontecimiento.

 

Nuestro tema, la fe en la resurrección y la vida eterna, tienen como paradigma la resurrección de Jesucristo y su exaltación “a la derecha del Padre”, de ahí que será difícil la selección y la ordenación de las citas del NT, puesto que todo tiene directa o indirectamente relación a nuestro tema.  La exposición puede resultar recurrente, veámoslo más positivamente como circular o envolvente, teniendo como centro al Centro de Nuestra fe: Jesucristo.

 

La resurrección de Jesús, paradigma de la nuestra, ha sido la obra del Padre, como lo señalan los apóstoles Pedro y Pablo en forma clara, confesional y reiterada en sus discursos según el Libro de los Hechos: 2, 23-24 .32-33. 36; 3, 15; 4, 10; 5, 30; 13, 30-34) se trata de algo fundamental, del kerigma que anunciamos. En estos textos del libro de los Hechos se opone la acción de los que matan a Jesús y la acción del Padre, o del Padre que por el Espíritu resucita al Hijo, mostrando su poder sobre la muerte. Pero esta obra del Padre por el Espíritu tiene el valor del “SÍ” definitivo a la vida de Jesús, a su “causa”: la prédica del “Reino de Dios”.

 

Siguiendo la reflexión antes planteada en relación a la revelación sobre el tema en el Antiguo Testamento, concretamente en relación a los libros de Daniel y Macabeos,2º, aquí también cabe comprender la acción de Dios como respuesta a la muerte inicua del justo, en este caso del Hijo (cfr parábola de los viñadores homicidas). La resurrección viene a ser el desenlace feliz, el don generoso del Padre que ratifica la entrega del Hijo.

 

Muriendo y resucitando Jesús nos sigue mostrando el rostro del Padre, concretamente su justicia y fidelidad en la historia de la pasión del mundo. El hombre puede tener la penúltima palabra provocando la humillación, el martirio y la muerte, pero la última palabra no es el fracaso, la injusticia, el odio, la iniquidad, la última palabra la tiene Dios y es siempre palabra de Vida, triunfo de la justicia, la verdad, el amor.

 

Desde aquí podemos iluminar también la fe en nuestra resurrección. El Dios fiel que resucitó a Jesús, resucitará a quienes vivimos y morimos en fidelidad a su Hijo, y a su causa, el reino de Dios. En esta línea de pensamiento encontramos a los teólogos de la liberación, particularmente: Jon Sobrino, Ignacio Ellacuría, Juan Bautista Libanio. Pero no sólo autores de esta línea, veamos la afirmación de Joseph Ratzinger:

 

 “El Hijo es la respuesta a la cuestión sobre el reino. En él se ha resuelto también la insoluble separación entre el ya y el todavía no. En él se han juntado muerte y vida, destrucción y ser. La cruz es la pinza que cierra la separación….la redención no viene por la satisfacción de los egoísmos, como se imagina nuestra silenciosa escatología privada… El ser Dios, la “emancipación” en orden al reino de Dios… no es algo producido, sino regalo… Precisamente así es “esperanza” el reino de Dios. La esperanza existe únicamente donde se da amor. El hombre puede esperar, porque en el Cristo crucificado ha surgido el amor más allá y por encima de la muerte”[56]

 

Y de la fe en nuestra resurrección San Pablo da cuenta muchas veces en sus cartas. En  la carta a los Romanos por ejemplo de distintos modos va afirmando que participamos ya de la muerte y de la vida de Cristo y que el Padre nos resucitará. (Rom. 5, 6-11; 8, 11) En la carta a los Efesios dirá que ya estamos resucitados y sentados en los cielos con Cristo (Ef. 2, 6), la misma idea la expone en la carta a los Colosenses (2,13; 3, 1-4). Pero es en la Carta a los Corintios donde encontramos las más claras afirmaciones: “Y Dios que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder” (1ª Co. 6,14; 2ª Ci0. 4, 14).

 

Un texto clave en San Pablo y que resume la fe y la esperanza en la resurrección de modo insuperable lo encontramos también en la primera carta a los Corintos. Todo el capítulo 15 lo dedica al tema, comenzando por el planteo del kerigma en su forma más elaborada y litúrgica (vs 3-5), luego se escandaliza Pablo ante quienes andan diciendo que no hay resurrección de los muertos (v 12), ante lo cual reacciona fuertemente. Los versículos claves van del 13 al 22, de un modo reiterativo y circular enlaza nuestra resurrección a la de Cristo, haciendo depender la fe de la una en la otra, de modo tal que negar una es negar la otra y entonces vana sería nuestra fe e hipócrita la predicación:

 

“Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si es que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, nuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados” (1ª Co. 15, 13-17)

 

Sin duda este texto es clave y nos muestra el impacto de la resurrección de Jesucristo en las comunidades nacientes, y las consecuencias que de ella derivan. La fe en la resurrección, que veníamos viendo crecer desde el siglo II y I AC, alcanza después de la Pascua su confirmación y aquí en este texto paulino su exigencia de fe.

 

El capítulo sigue desarrollando largamente el tema, pasando al cómo será la resurrección, lo que Pablo ilustra con una serie de imágenes de la vida cotidiana de su tiempo, y culmina con la esperanza y la afirmación de la parusía que ve próxima.

 

Si comparamos las citas anteriormente mencionados de Pablo y esta de Corintios, vemos como se da en el primer escritor del Nuevo Testamento ya una escatología presentista y futurista articulada en torno a la persona de Cristo, por él ya tenemos la vida nueva, por él ya pasamos de la muerte a la vida, ya fuimos resucitados con él, pero el Padre que lo resucitó, nos resucitará en el último día y seremos transformados.

 

La vida nueva o eterna “ya” comenzó, sin embargo para nosotros, y para la creación toda, esa Vida “todavía no”  es plena, no está consumada, por eso aguardamos la Parusía por la que el Resucitado vendrá glorioso a darle cumplimiento definitivo. Sólo entonces se manifestará plenamente lo que seremos, seremos semejantes a Él pues le veremos cara a cara (1ª Jn. 3,2). “Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con  él” (Col. 3, 4). Esa consumación afectará a todo el cosmos, se hablará de cielos nuevos y tierra nueva.

 

La dinámica escatológica del Nuevo Testamento se mueve entre los polos del “ya”, pero “todavía no”, afirmando ambos con idéntica fuerza en la escatología católica, tomando como punto de inflexión la encarnación, la cruz y la resurrección. Del modo análogo la reflexión teológica mantiene esta bipolaridad. Veámoslo en expresiones de Pozo:

 

“Lo escatológico es “ya” realidad en Cristo resucitado y tiene “ya” un comienzo en nosotros por la misma vida de la gracia, a la que, como vida que es, corresponde un determinado tipo de actitud; sin embargo, en nosotros “todavía no” ha llegado lo escatológico a su cumplimiento”[57]

 

A nivel pastoral es fundamental este doble acento de la escatología, pues el polo del “ya” nos mueve a la responsabilidad histórica, nos compromete en la construcción de una historia que no nos es ajena: el esperante cristiano ha de ser el operante en la dirección de lo esperado. Nada de abstenciones, nada de vivir ajenos a la tierra. Entretanto, la consecuencia del polo “todavía no”, impide divinizar el presente y ayuda a relativizar las utopías intramundanas. Retomaremos e insistiremos en  estas ideas, que las encontraremos también al tratar la escatología del Concilio Vaticano II.

 

En los Evangelios, escritos con posterioridad a las cartas paulinas, como ya dijimos el centro en torno al cual se elaboran es la Pascua, y desde ella se lee todo el acontecimiento Jesucristo, por eso desde el principio se respira la fe, la confianza y la alegre esperanza. Cada evangelista desde su teología pondrá los matices y elegirá los hechos en función del propósito, pero es una constante -que nos interesa al desarrollo del trabajo- el carácter, a la vez que cristológico, escatológico de los evangelios.

 

Con Jesucristo llega “ya” el Reino de Dios y la Vida Eterna, Él es el Reino, Él es la Vida, con su vida, muerte y resurrección inaugura lo escatológico, lo definitivo. En Él encontramos la promesa y el cumplimiento a la vez. El Nuevo Testamento nos sacude con la maravillosa y extraña noticia: el eschaton, lo definitivo, ha irrumpido en la historia, se ha encarnado en ella, se trata de “la más espectacular inmanentización del eschaton”, dice Ruiz de la Peña.

 

Estamos en el tiempo de la salvación, no es tiempo de temor, es tiempo de gran alegría al decir de Lucas en la epifanía a los pastores, pues nos “ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc. 2, 11). Lucas es el evangelista de la alegría, desde el anuncio a María, hasta la vuelta a Jerusalén de los discípulos de Emaús, luego del encuentro con el Resucitado, todo el evangelio es un camino y un canto de alegría por esa salvación prometida y cumplida.

 

En los sinópticos es clave el tema del Reino de Dios, se trata de una categoría escatológica, que anuncia lo definitivo como ya presente e incoado en la historia desde la encarnación, será el centro de la prédica de Jesús, su causa o mensaje, pero todavía no ha llegado a la plenitud, será consumado al fin de los tiempos.

 

Es importante que veamos el planteo del Jesús terreno y su mensaje, cuyo centro es el Reino de Dios, la basileia esperada, Jesús proclama su llegada con palabras y gestos coherentes, a la vez que incita a aceptar su novedad, a acogerlo como niños, a dar vuelta nuestra vida –metanoia- en función de su llegada. El evangelio según  Marcos  -el más breve y el primero de los cuatro evangelios- expresa en forma concisa y contundente el contenido del mensaje de Jesús:

 

“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc. 1, 15).

 

Mensaje que es evangelio, alegre noticia por la misericordia que evidenciaba, a diferencia del mensaje del bautista que lo precede. Buna noticia que urge ser anunciada,  lo hace el propio Jesús y envía a sus discípulos a hacerlo con la misma premura, pues el Reino está cerca (Mt, 4, 17; 10, 7; Lc10, 9.11). La prédica se atestigua con signos muy concretos que Jesús enumera como pruebas ante la duda de Juan el bautista: 

 

“Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia; y dichoso aquel que no halle escándalo en mi(Mt. 11, 4-6)

 

La Buena Noticia es patente en los signos, gestos preñados de significación para el que se abre a ella, pero también puede escandalizar, tanto que a Jesús le costó la vida su prédica. La vida y mensaje en Jesús son tan coherentes que escandalizan, si el mensaje  era claro, las obras confirmaban el mensaje, por lo tanto no había escapatoria, había que acoger ese reino con radicalidad: ¡convertirse y creer! Estamos en la hora, en el centro de la historia, no hay dilatorias posibles, es el “ya” escatológico que interpela y exige una decisión definitiva.

 

Podemos agrupar los signos de la presencia del reino[58] en curaciones, exorcismos y perdón de pecados. Se trata de signos de valor escatológico, definitivo, donde irrumpe el nuevo eón ya aquí: las curaciones son liberaciones que ponen al curado en pie y en dignidad plena para vivir en la comunidad de donde estaba excluido por impureza. Se atreve a curar en sábado, transgrediendo la Ley (Mc.3, 1-6), y afirmando la primacía del hombre -sobre el sábado- y del amor -que acude a socorrer la vida amenazada (Lc. 10, 25-37).

 

Junto con las curaciones se dan las resurrecciones, que hacen alusión al poder sobre la muerte, y los exorcismos que aluden al poder sobre el mal (Cfr. Lc. 11, 20).

 

Más novedad aún –y más escándalo- implica la potestad que se arroga Jesús de perdonar  los pecados: sólo Dios puede perdonar (Mc. 2, 5-7), pero él lo hace con libertad y autoridad.

 

Otro signo escatológico y escandaloso es que Jesús come con pecadores, si el tema de las comidas es importante en los evangelios -banquetes vividos o utilizados en las parábolas-, las comidas con publicanos y pecadores son motivo de irritación grande entre sus enemigos (Mc. 2, 15-17). Pero Jesús sigue adelante, y se atreve a autoinivarse  a la casa y a la mesa de un pecador público: El Reino es la hora de la salvación mesiánica: hoy ha llegado la salvación a esta casa, le dice Jesús a Zaqueo (Lc. 19, 1-10)

 

Finalmente es un signo especialmente significativo de la novedad del Reino que está cerca, es la creación de la comunidad  de los Doce, muchos son los que siguen a Jesús y son sus discípulos, pero los cuatro evangelistas dan cuenta de una comunidad estrecha elegida por Jesús para “estar con él”, conviven, le ayudan en la misión, pero sobre todo tiene esta comunidad un carácter simbólico escatológico referido a la reunión de las doce tribus de Israel.


Sin duda el Reino con sus signos evidencian que se trata de algo totalmente inédito que sólo Dios como señor de la vida y de la historia puede dar. Del mismo modo, veremos que la consumación de este reino, sólo puede ser don de Dios. EL Jesús que predica y actúa el Reino, ese Jesús que hace presente el Reino, es el revelador por excelencia de Dios, es él mismo el Verbo encarnado. Jesús es el profeta escatológico.

 

Bajo el concepto de Reino de Dios, las expectativas son diversas para los distintos sectores del pueblo de Jesús, pero con los signos antes mencionados vemos la orientación que Jesús le da. Podríamos con Kasper sintetizar las expectativas más puras y amplias del resto fiel como las de un reinado de justicia, donde se protegiera a los desvalidos, a los débiles y a los pobres; un reinado de liberación del injusto señorío:

 

“El reino de Dios era la personificación de la esperanza de salvación. En definitiva su llegada coincidía con la realización del shalom escatológico, de la paz entre los pueblos, entre los hombres, en el hombre y en todo el cosmos… El mensaje de Jesús sobre la llegada del reino de Dios tiene, pues, que entenderse en el horizonte de la  pregunta de la humanidad por la paz, la libertad, la justicia y la vida… Se trata de la certeza de la fe de que Dios al final acabará por mostrarse como absoluto señor de todo el mundo[59]

 

Con la proximidad del Reino la esperanza escatológica se cumple ahora. En Lucas se nos dice “el reino de Dios ya está entre nosotros (Lc. 17, 21). También en la predicación inaugural en la sinagoga de Nazaret, luego de leer a Isaías, Jesús proclama: “Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (Lc. 4, 21). Él es el Reino incoado en la historia, como señalamos antes en expresiones de Pozo y Ruiz de la Peña.

 

El tiempo bíblico es distinto al tiempo lineal y homogéneo del hombre moderno, dividido en medidas más pequeñas idénticas las unas a las otras (ya se trate de años, de días, o de segundos), es un tiempo cuya densidad lo cualifica. El tiempo se mide por su contenido, de ahí que podamos decir que el tiempo del Reino de Dios es el del adviento, un tiempo preñado de futuro, donde este es inseparable del presente con el que coexiste en paradójica simultaneidad. Veamos este ilustrativo comentario de Ruiz de la Peña:

 

“… según en Nuevo Testamento, el eschaton no implica fin del mundo. Y lo que es aún más sorprendente: tampoco implica el fin del tiempo, puesto que la historia sigue. Aquí es donde radica la originalidad de la doctrina escatológica del NT: en mostrarnos que no sólo la historia es proceso, sino que también el eschaton reviste un carácter procesual, y no un carácter puntual. El acontecimiento escatológico ha perforado la historia para madurarla desde dentro y pilotarla hacia su término. El eschaton se implanta con la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo, se desarrolla en un arco temporal de duración indeterminada, pero que puede ser llamado “la última hora”, “los últimos días”, “el nuevo eón”, y se consuma con la parusía del Señor resucitado”[60]

 

El Reino está viniendo, está entre nosotros, y a la vez no está consumado, plenificado, hay que decidirse por él, pero también esperarlo y pedirlo. Así consta en la única oración que enseñó Jesús a pedido de sus discípulos, el Padrenuestro (Mt. 6, 10; Lc. 11, 2). Y hay que velar, estar atentos (Mt. 24, 42-44).

 

Ante esta relación dialógica presente-futuro, es entendible que los discípulos se inquietaran y preguntaran por el cuándo, a lo que Jesús responde enigmática pero firmemente su ignorancia: el día y la hora sólo lo sabe el Padre (Mc 14, 32; Mt. 24, 36).

 

Trabajar y velar, esperar y siempre apostando y construyendo. La actitud escatológica que corresponde al esperante, es vivir aquí actuando en dirección a lo esperado, so pena de perder el banquete de bodas ya sea por otras ocupaciones (Mt. 22, 1-14), ya por necedad (25, 1-13), o incluso por temor (25, 14-30). Todo este discurso escatológico del evangelio mateano concluye con la paradigmática parábola del juicio final en la parusía del Hijo del Hombre glorioso. Allí seremos juzgados en el amor, en el amor práctico al menesteroso con el que Jesús se identifica (25, 31-46)

 

Johann Baptist Metz propone una teología escatológico-política. En la cita que transcribimos aparece claramente el valor teológico y pastoral de la escatología, coincidiendo en el valor de la esperanza con Moltmann[61], no ocultamos que estas posturas han sido criticadas por otros teólogos y a veces mal comprendidas:

 

“En ella vemos primordialmente el mundo como el mundo social de nuestros contemporáneos y como mundo de la historia. Y a la historia la vemos primordialmente como historia final, como historia definitiva. Asimismo, a la fe la vemos primordialmente como esperanza. Y a la teología como teología escatología y crítico social…La escatología cristiana debe comprenderse a sí misma como una escatología “productiva”y crítica… la fe escatológica y el compromiso terreno no se excluyen mutuamente””[62]

 

El título cristológico preferido por Jesús, en el planteo sinóptico, es el del “Hijo del hombre”, y podemos ver el mismo título usado en dos sentidos que pueden ilustrar la tensión “ya pero todavía no”. En la confesión de la ignorancia del día y la hora podríamos ver lo que Ruiz de la Peña llama “manifestación kenótica”, pero habrá que esperar otra “manifestación mayestática[63], donde Jesús se identifica con las expectativas apocalípticas del libro de Daniel: Y entonces verán al Hijo del Hombre que viene entre las nubes con gran poder y gloria (Mc. 14, 26)

 

La realidad del reino implantado por Jesús, la realidad del Reino que es él mismo haciendo posible el señorío de Dios -señorío de amor, perdón, misericordia-, está sin embargo abierta, inconclusa, la promesa se ha cumplido incoativamente, no acabadamente. Y su consumador será el propio Jesucristo cuando vuelva glorioso. Afirma Ruiz de la Peña:

 

“Lo escatológico se desplaza del final al centro de la historia, mas -como contrapartida- escatologiza el trecho histórico que discurre desde el centro hasta el final”[64]

 

Lo escatológico, el eschaton, lo entendemos como lo definitivo, como lo pleno, pero también como “telos” o fin, fin a su vez se puede entender como final o como meta. Apunta tanto a lo último, a lo más lejano en el tiempo y el espacio, como a lo más elevado, lo más perfecto, lo más sublime. Se comprende entonces la cita anterior, Jesucristo constituye  el eschaton y por tanto este se adelanta y ocupa el “lugar” central de la historia, la divide en un antes y un después, pero ese después está marcado de forma indeleble por su presencia y por la dirección que le imprime hasta su vuelta. Sugerimos relacionar la cita anterior con la previamente transcripta del mismo autor[65].

 

Es interesante el planteo por el que Kasper explica lo indefinido del tiempo bíblico que hace que la espera del reino definitivo sea abierta e impredecible. Señala que la historia no obedece a un plan divino ni tampoco humano, sino:

 

“La historia acontece más bien en el diálogo entre Dios y el hombre. La promesa de Dios abre al hombre una nueva posibilidad; pero el modo concreto de su realización depende de la decisión del hombre, de su fe o incredulidad. Por tanto, el reino de Dios no prescinde de la fe del hombre, sino que viene donde Dios es realmente reconocido como señor en la fe. Este carácter dialogal de una historia que está aconteciendo hace comprensible la tensión entre espera inmediata y retraso de la parusía[66]

 

El “sí” o el “no” del hombre son muy importantes, son tomados en serio por un Dios, comunidad de personas, que desbordante amor crea al hombre, varón y la mujer, a su imagen y semejanza: libres y capaces de ser co-constructores en su creación. El hombre puede cultivar y pastorear la tierra, o puede expoliarla y esto tiene particular importancia en el tema de la fe en la resurrección y la vida eterna.

 

Este planteo de Kasper de la relación dialogal entre Dios y el hombres, coincide con el que hacen también los padres conciliares, fundamentalmente en la Constitución Gaudium et Spes, al señalar el valor eminente de la dignidad del hombre y de las acciones humanas[67], este aspecto lo desarrollaremos en la parte dedicada al Magisterio.

 

Autores como Metz; Moltmann, Tillich, Libanio, y en general los teólogos de la liberación estarían de acuerdo con esta afirmación de Kasper, todos ellos insisten en el valor de la esperanza como motor de la historia y de las utopías, sin confundirse con ellas. Joào Batista Libanio habla del valor teologal de la esperanza y de su dimensión escatológica, comparándola con el concepto de utopía:

 

“El término esperanza es considerado aquí en su dimensión teologal, escatológica. Si el término utopía acentúa la dimensión horizontal, intrahistórica, inmanente, mundana, la esperanza quiere apuntar al futuro absoluto, al misterio divino, hacia la plenitud de la realidad, hacia la autocomunicación de Dios. La esperanza es teologal porque su dirección es el propio Dios. Es escatológica porque se refiere a lo último y definitivo ya presente en nuestra realidad histórica, bajo la forma sacramental, del signo, de la mediación, y que se desvelará y se plenificará más allá de la muerte.”[68]

 

Y agrega algo interesante sobre la relación esperanza cristiana-utopía:

 

“Es mística (la utopía) que inspira las acciones transformadoras… Y cuando esta utopía viene animada y penetrada por la esperanza cristiana, su fuerza se vuelve irresistible, conservando, al mismo tiempo, dentro de sí una instancia crítica que la salva del orgullo humano y de la pretensión absolutista y totalitaria”[69]

 

En relación al reino de Dios y la historia, el valor de ésta, su provionalidad y su definitividad, que coinciden en una visión de la escatología del “ya, pero todavía no”, nos parecen muy elocuentes las palabras de Paul Tillich:

 

“Las victorias fragmentarias del reino de Dios en la historia apuntan por su mismo carácter al aspecto no-fragmentario del reino de Dios “por encima de” la historia. Pero incluso “por encima de” la historia, el reino de Dios está relacionado con la historia; es el “final de la historia…. La historia es creadora de lo cualitativamente nuevo y corre hacia lo últimamente nuevo, que, sin embargo, jamás puede alcanzar en sí mismo porque lo último trasciende todo momento temporal. La plenitud de la historia radica en el permanentemente presente final de la historia, que es el aspecto trascendente del reino de Dios, la vida eterna.”[70]

 

El tema del Reino de Dios, su urgencia y definitividad ya, y la espera del don de Dios que lo consumará al fin de los tiempos, nos llevó a planteos teológicos. Pero no por ello hemos perdido el hilo conductor de esta parte, el Nuevo Testamento y su revelación, la retomamos con el cuarto evangelio para encontrar un nuevo concepto clave.

 

Ya es hora de traer aquí el concepto de “vida eterna” que es el clave en el evangelio según San Juan. Más que un término se trata de una categoría de pensamiento, análoga a la de “reino de Dios” o “reino de los Cielos” en los sinópticos, y que aparece reiteradamente en Juan, como su paralela en aquellos

 

Vimos en Lucas el anuncio a los pastores del nacimiento del Salvador, pues ese salvador para Juan es la Palabra eterna de Dios, que se hizo carne y ha puesto su morada entre nosotros (Jn. 1, 14). Juan comienza la buena noticia en la allendidad, en el seno mismo de la Trinidad, desde Dios viene el Hijo y sólo el Hijo ha visto al Padre y puede contar lo que ha visto. Pero quien ha visto al Hijo ha visto al Padre (Jn. 14, 9ss).

La unidad del Hijo y del Padre es tal que quién acepta al uno acepta al otro y quién niega al uno niega al otro.

 

Si en Marcos 1, 15 teníamos el sentido de la misión de Jesús: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca”, paralelamente en Juan encontramos el sentido del envío del Hijo.

 

“Yo he venido para que tengan vida, y la tengan  en abundancia” (Jn. 10, 10)

 

Esa maravilla de un Dios que se hace hombre por amor al hombre, esa novedad de que lo definitivo que viene del origen, que se inmanentiza en la historia y la vuelve de cara al destino último y soñado desde la eternidad por la Trinidad, tiene un objetivo que aparece diáfano en ese versículo que resume todo: darnos vida y vida en abundancia.

 

El citado versículo de Juan, en lo personal, me remite inmediatamente a otro del mismo evangelio, que me parece como su complemento, o el reverso del mismo mensaje:

 

“Os he dicho esto (estaba hablando Jesús del amor y de permanecer en ese amor), para que mi gozo esté con vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (Jn. 15, 11)

 

Juan logra estos magníficos paralelos con distintas expresiones que ahondan la misma realidad: Vida en abundancia, gozo colmado, felicidad en el amor, vida eterna.

 

Vida en abundancia es Vida Eterna. Vida eterna que empieza a correr como un agua viva que sacia para siempre la sed (Jn. 4, 14), o como vino que alegra la fiesta ya aquí: en la fiesta de Caná  (Jn. 2, 1-12), pero que no acaba aquí, Jesús le confiesa en la entrevista con Nicodemo, que: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16)

 

Vida abundante que se regala ya en la multiplicación de los panes –sobran doce canastos- , pero también vida eterna, ligada al pan de vida.

 

“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno como de este pan, vivirá para siempre: y el pan que yo le daré es mi carne por  la vida del mundo… el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día… el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mi, y yo en él” (Jn. 6, 51. 54.56)

 

También en Juan encontramos la escatología bipolar, del presente y del futuro. El Hijo encarnado, el Hijo enviado, el Hijo que hace la voluntad del Padre, más la expresión típica de Juan “Yo soy”, acentúa el “ya”, la dimensión presente de lo definitivo, del eschaton. Pero como vimos en el último pasaje, también Juan habla del futuro y de la resurrección como promesa. El futuro aparece nítido en Juan en el contexto de la última cena y el testamento que lega a los discípulos precisamente de cara al tiempo nuevo:

 

“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones: si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn. 14, 1-3; cfr. 17, 24)

 

Inmediatamente declara ser el Camino, la Verdad y la Vida (14, 6). El Hijo no viene a condenar, sino a salvar, y para que todo el que crea tenga vida eterna (3, 15.17; 6, 47)

Las resurrecciones, o revivificaciones, son ya un anticipo de la victoria sobre la muerte, concretamente en Juan, la resurrección de Lázaro es la ocasión para declarar:

 

“Yo soy la resurrección. El que cree en mi, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mi, no morirá jamás” (11, 25-26).

 

En Juan, como en los sinópticos, aparece también el tema del juicio que no tratamos porque excede lo que nos hemos propuesto, ¡daría lugar a otra tesis, o a varias! Pero a propósito de la centralidad que Juan le da a la fe en Cristo como condición para la vida eterna, queremos plantear una afirmación de Pozo, en la que confiesa parafrasear a von Baltasar, que a su vez desarrolla una sentencia de San Agustín (“Sea el mismo (Dios), después de esta vida, nuestro sitio”):

 

“Cristo es la realidad última de la creatura. Como alcanzado es cielo; como perdido, infierno; como examinante, juicio; como purificante, purgatorio. Cristo es aquel donde lo finito muere y por lo que para El, en El resucita”. A lo cual agrega inmediatamente: “De este modo, todo el tratado (de escatología) tiene que tener, inevitablemente, una fuerte orientación escatológica. Cristo debe ser el centro de toda reflexión sobre la escatología”[71]

 

A análoga conclusión llega Ratzinger según hemos visto ya, en tanto que otros teólogos enfatizan la centralidad del Reino de Dios como categoría escatológica por excelencia, cuya plenitud sería la Vida eterna, y otros la esperanza. Son acentos, pues Cristo, Reino y Esperanza, no son incompatibles, todo lo contrario, coinciden para el cristiano.

 

Para finalizar esta fundamentación bíblica de nuestra tesis, tomemos simplemente dos afirmaciones que marcan la fe y la esperanza propia del cristiano, por las que peregrinamos unidos y gozosos al encuentro definitivo. Una es de Pablo en su carta a los Romanos, ante la pregunta ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Y luego de enumerar varias vicisitudes, afirma enfáticamente: “ni la muerte… podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”. Rom. 8, 35 - 39). Este texto nos recuerda la fe incoada, chiquita, casi la expresión de deseo más que certeza, que vimos en los salmos místicos, especialmente el 73. Ahora la fe se ha hecho madura, profética, valiente.

 

La otra afirmación aludida es de la 1ª carta de San Juan: “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos al cual es” (1ª Jn. 3, 2)

 

He aquí el misterio de la esperanza cristiana: si la vida eterna no es cosa del futuro sino de comunión ya aquí con Jesucristo y, con él, y en él, con los hermanos y con el Padre y el Espíritu, sin embargo aún cabe la esperanza de la comunión plena cuando Dios sea todo en todos y cuando seamos semejantes a él porque reflejaremos ya sin opacidades su rostro.

 

Animados por esta esperanza los cristianos vivimos intensamente, haciendo historia, humanizando la creación, partiendo y repartiendo la vida que nos ha sido regalada para regalar, y celebrando en la liturgia  lo definitivo -lo conquistado- y lo esperado. En la Iglesia que es una, la peregrina y la triunfante, cantamos al unísono el mismo Santo, Santo, Santo. Y en cada Eucaristía volvemos a proclamar: “Maranatha”. El señor viene, Ven Señor Jesús.

 

Sólo resta decir a esta esperanza. ¡Amén!

 

 

 

3ª PARTE

 

 

LA FE EN LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS Y LA VIDA ETERNA.

FUNDAMENTOS MAGISTERIALES

 

UNA MIRADA DESDE LA FE DE LA IGLESIA

 

 

 

 

 

 

Contenidos:

·       Las primeras confesiones de fe y el Credo Apostólico

·       El Credo Niceno-Constantinopolitano

·       Afirmaciones magisteriales posteriores

·       Afirmaciones del Concilio Vaticano II y comentarios teológicos (comprende citas de las cuatro Constituciones Dogmáticas y desarrollo del Capítulo VII de la Lumen Gentium y Capítulo III de la Gaudium et Spes)

·       Un aporte magisterial posterior al Concilio

 

 

 

 

 

 

 

 

AFIRMACIONES MAGISTERIALES.

UNA MIRADA DESDE LA FE DE LA IGLESIA

 

Las primeras confesiones de fe y el Credo Apostólico.

 

El sentido, y el valor de la profesión de fe cristiana, están claramente expuestos en el Catecismo de la Iglesia Católica[72] Quién dice “Yo creo” dice “Yo adhiero a lo que nosotros creemos”. La comunión de la fe necesita un lenguaje común y normativo para toda la Iglesia.

 

Las primeras y primitivas fórmulas de fe hacen referencia al Kerigma, proclamación de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, las encontramos en los primeros escritos del Nuevo Testamento, en San Pablo. Se trata del núcleo central de la fe en torno al cual se fueron nucleando las primeras comunidades cristianas. Inmediatamente  por la fuerza del Espíritu y el celo apostólico esas comunidades se fueron multiplicando y difundiendo por territorios nuevos, incluyendo tanto a judíos como a paganos. Empiezan a surgir además de las cartas de Pablo, otros textos que con el correr del tiempo se transforman en los Evangelios que hoy reconocemos como canónicos.

 

No corresponde aquí una historia de la difusión de la fe cristiana primitiva, simplemente queremos dar cuenta que junto con la fe celebrada y compartida fueron surgiendo fórmulas orales, luego puestas por escrito, y también - necesariamente -  fue creciendo la reflexión teológica. Reflexión nacida de las comunidades en sus distintas inserciones culturales, respondiendo a sus necesidades de identificación y a veces de defensa de otros elementos ajenos que amenazaban la fe naciente. (Remitimos otra vez al anexo I)

 

Asimismo con el pasar del tiempo y la muerte de los testigos privilegiados de la fe, es decir de los apóstoles y discípulos y discípulas de Jesús desde la primera hora hasta su resurrección, fue importante reflexionar, conservar y unificar un núcleo de tradiciones fundamentales de la fe, que acogerían los nuevos adherentes y profesarían en su bautismo. Así nacen  las primeras profesiones de fe, que llamamos “símbolos de la fe” o “Credo”.

 

El “símbolo de la fe” es un signo de identificación y de comunión entre los creyentes, y es un sumario de las principales verdades de la fe, principal referente de la catequesis para los neófitos. Lo llamamos “Credo” porque así comienza cada afirmación.

 

Siendo el bautismo “en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo” la primera profesión de fe, que data probablemente del año 70 y que aparece consignada como fórmula en el Evangelio según San Mateo (28, 19), las confesiones desarrolladas posteriormente en los símbolos toman este esquema de articulado en torno a las tres Personas de la Trinidad.

 

El Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, son el núcleo de nuestra fe cristiana, somos Iglesia  ícono de la Trinidad, siguiendo el planteo del Concilio Vaticano II: “la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”[73] porque adherimos vitalmente y amorosamente al Dios Uno y Trino y nos sentimos signo e instrumento suyo para la unidad.

 

En íntima conexión o articulación con la fe en el Espíritu Santo, y en el párrafo final del Credo, afirmamos la fe también en la Iglesia, obra suya, y, finalmente el artículo elegido para este trabajo: la resurrección de los muertos y la vida eterna.

Aún las confesiones de fe más sencillas (DZ[74] 1-6) y primitivas, contienen este artículo de fe, y aparece en todas las llamadas “confesiones estructuradas” (DZ 10-76), que son expuestas antes de los “Documentos del Magisterio eclesiástico”, donde se incluyen todos los documentos conciliares (DZ a partir del 101).

 

A propósito del ordenamiento del Credo, y en particular de nuestro tema, recogemos textualmente lo que dice el Denzinger que nos parece fundamental y claro:

 

       “La estructura gramatical de las confesiones que siguen este esquema, corresponde a la triple pregunta que se hace al bautizando acerca de su fe en la Divina Trinidad. Constan de tres partes principales, cada una de las cuales se refiere a una de las tres Personas divinas. Es difícil la ordenación de los artículos que expresan la fe en la Iglesia, en el perdón de los pecados, en la resurrección, etc. En la mayoría de los casos estos artículos adhieren de tal modo al artículo sobre el Espíritu Santo, que las verdades enunciadas en ellos podrían aparecer como atribuidas al Espíritu Santo. Pero tal expresión no tiene en cuenta el desarrollo histórico. Como se ve con claridad por las confesiones sencillas, estos artículos poseyeron anteriormente un lugar propio que se agregaba a los artículos acerca de las tres Personas divinas. Después que las secciones trinitarias se desarrollaron y ampliaron, aquella agregación original desapareció o quedó suprimida. Así es que, desde el punto de vista histórico, es preferible considerar esas secciones como el “suplemento” o como el “final” de una confesión trimembre.”

 

El Símbolo de los Apóstoles o Credo apostólico es una fórmula de fe que durante muchos siglos se pensó que había sido compuesta por los apóstoles mismos, de ahí su prestigio, incluso había una leyenda por la cual se decía que cada uno de los apóstoles contribuyó escribiendo un artículo. En el año 390 en la carta enviada al Papa Ciricio por el Sínodo de Milán presidido por San Ambrosio se menciona por primera vez el nombre de “credo apostólico”. La versión más antigua de este credo es de finales del siglo II, conocida como la forma romana.

 

En el Símbolo o Credo apostólico se afirma al final:

“Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.”

 

El Credo Niceno – Constantinopolitano.

 

El otro gran Símbolo es el Credo “largo” que es común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente, y que en nuestros lares suele rezarse en Eucaristías especiales. Tiene el valor y autoridad de ser fruto de los dos primeros Concilios ecuménicos: Nicea en el 325 y Constantinopla I en el 381, ambos son Concilios fundamentales por las definiciones cristológicas y pneumatológicas que allí se asumen.

 

En Nicea lo fundamental es la declaración magisterial acerca de la divinidad de Jesucristo contra los arrianos. Pero sobre el final se afirma escuetamente: “Y en el Espíritu Santo”. Nada se declara aquí acerca  de la resurrección de los muertos, ni tampoco acerca de la Iglesia.

 

El primer Concilio realizado en  Constantinopla, en el 381, tiene como objetivo fundamental la definición de la divinidad del Espíritu Santo, contra los pneumatómacos que precisamente negaban su divinidad y le asignaban un papel subordinado. La novedad entonces y el gran aporte de este Concilio es la declaración dogmática de la verdad de fe en el Espíritu Santo:

 

“…Y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas[75]

 

Lo que llamamos Credo Niceno-Constantinopolitano” se reconoce como tal desde fines del siglo XVII, como si fuera un simple desarrollo del Credo Niceno, en realidad es mucho más, y además se duda si fue compuesto dicho Credo en el Concilio de Constantinopla o si ya existía con anterioridad, lo cual es probable pues sus afirmaciones las encontramos en otros escritos. Primero fue asumido en Oriente como credo bautismal, más tarde en occidente. Respecto a la afirmación que nos interesa en este trabajo, Constantinopla afirma, a continuación de la cita anterior:

 

“Y en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Reconocemos un solo bautismo para el perdón de los pecados y esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén”

 

Como vemos, la Iglesia ha afirmado desde las confesiones más sencillas, a la definición de su Credo que aún nos reúne, la fe en la resurrección de los muertos y en la esperanza de la vida eterna[76]. Esta fe tiene sus sólidos fundamentos bíblicos, como ya vimos en la parte anterior, y va siendo reflexionada a lo largo de la historia de la Iglesia desde los Padres hasta el presente.

 

Afirmaciones magisteriales posteriores

 

El Magisterio fue afirmando en sucesivas declaraciones algunas precisiones respecto a esta fe en la resurrección y en la vida futura –hoy preferimos hablar de Vida Eterna y decimos que “ya empezó” o que ya barrunta en el presente -, teniendo en cuenta las desviaciones e inquietudes propias de cada Sitz im Leben. Obviamente no podemos referirnos a todas, y destacaremos solamente algunos momentos claves de ese largo Magisterio, para detenernos más en las afirmaciones del último Concilio.

 

Conceptos claves en torno al tema han sido: la parusía o segunda venida del Cristo glorioso y el juicio universal para vivos y difuntos; la resurrección de la carne y las discusiones en torno a cómo entender esa afirmación; el juicio particular inmediatamente después de la muerte y la consiguiente retribución: bienaventuranza, purificación o condenación, que dieron lugar a extensas especulaciones y definiciones en torno a la bienaventuranza eterna y su contenido, a la doctrina del purgatorio y también a la existencia y naturaleza del infierno.

 

Durante muchos siglos la especulación y las consiguientes definiciones se centraron más en el juicio particular y sus consecuencias inmediatas y definitivas para el individuo, que en el Reino de Dios, su presencia incoada y su consumación definitiva,  tema que el Concilio Vaticano II y la teología actual han puesto de relieve. Veamos ahora en forma muy somera los planteos previos al último Concilio. Aunque no corresponde a nuestro tema desarrollar estos aspectos, al menos los mencionamos como parte importante del Magisterio y damos las referencias correspondientes.

 

Respecto al juicio particular[77] encontramos afirmaciones claras en el Concilio II de Lyon, en 1276, en tiempos del Papa Gregorio X[78]; en la Constitución “Benedictus Deus” del Papa Benedicto XII, de 1336[79]; en el Concilio de Florencia, en 1445, en tiempos de Eugenio IV[80]; y en el Concilio de Trento se define la existencia del purgatorio -tema discutido junto con el de las indulgencias en ese tiempo de Reforma y Contrarreforma- en el Decreto del 3 de diciembre de 1563[81].

 

De los documentos antes citados es fundamental la Constitución “Benedictus Deus" para ilustrar en qué consiste la bienaventuranza eterna. Allí se plantea la visión intuitiva y cara a cara, sin mediaciones, de la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y patentemente. También afirma en forma reiterada junto con la visión la fruición continua, y esta inmediatamente después de la muerte hasta el juicio final y desde entonces hasta la eternidad.

 

En cuanto a la relación méritos-gracia, el Magisterio se pronunció afirmando que las buenas obras del hombre son dones de Dios y simultáneamente obras propiamente suyas, así encontramos al Papa Celestino I (422- 432) afirmando la estrecha relación entre el auxilio de Dios y el libre albedrío del hombre[82];  especialmente es afirmada la relación en el Concilio de Trento, donde incluye también el anatema a quién rechace tal relación.[83]

 

En relación a la venida gloriosa de Cristo y el juicio universal, esta fue afirmada desde las confesiones de fe más sencillas, pasando por las confesiones estructuradas –a ambas hicimos mención anteriormente-, hasta el último Concilio. Hacemos apenas mención a otros momentos importantes intermedios: Sínodo IV de Toledo, 485-486; Sínodo VI de Toledo también, en el año 638; Sínodo XI de Toledo, del 675; Sínodo XVI de Toledo, año 693[84]; el Concilio IV de Letrán en 1215, también afirma esta segunda venida y juicio a los vivos y a los difuntos en la Definición contra los Albigenses y los Cátaros[85]; el II Concilio de Lyon en su cuarta sesión en 1274[86]; como asimismo el mencionado Concilio de Trento advierte no juzgarse a sí mismos puesto que “toda la vida de los hombres ha de ser examinada y juzgada no por el juicio humano, sino por el de Dios… quien retribuirá a cada uno según sus obras[87]

 

El Magisterio a lo largo de la historia se ha pronunciado reiteradamente también acerca de la resurrección universal, de todos, ya sea para la vida o para la muerte eterna, y  la plantea como resurrección de la carne. Además de las profesiones de fe, credos  y documentos mencionados en el párrafo anterior, agregamos aquí como texto importante la “Fides Pelaggi” del 557, de Pelagio I[88]

 

Afirmaciones del Concilio Vaticano II

 

Nos detendremos ahora en el planteo del tema elegido en el 21º Concilio Ecuménico, el Vaticano II, convocado y abierto por el Papa Juan XXIII y celebrado entre el 11 de octubre de 1962 y el 8 de diciembre de 1965 bajo el pontificado de Pablo VI. Este Concilio aprueba cuatro Constituciones, nueve Decretos y tres Declaraciones.

 

El Concilio aborda el tema que nos convoca, la fe en la resurrección de los muertos y la vida eterna, en varios documentos y le dedica el capítulo VII de la Constitución Dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia. Ese capítulo VII se titula “Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia Celestial”. Es interesante ya señalar el lugar que ocupa el tema escatológico, dentro de la Eclesiología, dándole su orientación.

 

Antes de entrar al capítulo mencionado señalaremos otras afirmaciones importantes de la Lumen Gentium vinculadas a nuestro tema.

 

En el capítulo I, referente al Misterio de la Iglesia, empieza por plantear a la Iglesia en su relación con Dios y con todo el género humano, como signo y como instrumento de salvación (LG 1), inmediatamente plantea el origen remoto en Dios Padre y en su voluntad salvífica y dice que se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos (LG 2), en tanto que por la misión del Hijo se inauguró en la tierra el reino de los cielos, y todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos, y hacia quien caminamos (LG 3). La Iglesia que continúa la misión del Hijo de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, constituye ya en la tierra germen y principio de este reino, a la vez que lo anhela consumado y lo espera ardientemente (LG 5) Vemos ya aquí la índole escatológica de la Iglesia.

 

Esta índole escatológica está omnipresente, atravesando toda la Constitución:

 

“La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que Él venga. Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas y para descubrir fielmente, aunque entre sombras, el misterio de Cristo en el mundo, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.”[89]

 

Pero también esta índole peregrina y escatológica atraviesa otros documentos, por ejemplo en la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la Liturgia leemos:

 

“En la Liturgia terrena pregustamos y tomamos parte de aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos... aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestaremos también gloriosos con Él.”[90]

 

En la liturgia y en los sacramentos ya participamos realmente de la vida de Jesucristo y su gloria, como primicia del encuentro definitivo en el día sin ocaso. Libanio dice:

 

          “Cada uno de nosotros participa doblemente de la resurrección de Jesús. Sacramentalmente, en germen, en la historia terrestre por la fe, por el bautismo, por la eucaristía, por la caridad, por todo acto libre de acogida a la gracia victoriosa de Cristo. Muertos participaremos de esa resurrección de Cristo de modo pleno… Con la resurrección, toda esperanza humana, que durante la historia alimentó tanta lucha de los pobres, tantos momentos de victoria y de fracaso, llega a su plenitud. La historia que ella fecundó se glorifica.”[91]

 

En la Constitución Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el Mundo Actual, también se afirma que el sentido de la vida humana, del dolor y de la muerte  – asumiendo el compromiso histórico y asociándolo al crucificado -, se halla en la esperanza de la comunión definitiva con Dios, dada la vocación divina del hombre:

 

“Realmente el misterio del hombre, solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Ciertamente urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar contra el mal con muchas tribulaciones y también de padecer la muerte; pero asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, fortalecido por la esperanza, llegará a la resurrección. Esto vale no sólo para los cristianos… Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina…. Así pues, con Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma. Cristo resucitó, destruyendo la muerte con su muerte, y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos al Espíritu: ‘¡Abba! ¡Padre!’ [92]

 

El pasaje que acabamos de transcribir bien puede leerse como la respuesta de la fe a las interrogantes y angustias que expusimos en los capítulos dedicados a las búsquedas humanas a través de la poesía y de la filosofía. ¿Es el hombre un ser para la muerte… ha de morir con nosotros el mundo mago,… los yunques y crisoles de nuestra alma trabajan para el polvo y para el viento? NO: Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es la divina. ¿Puede el hombre alentar esperanza más allá del dolor, de la injusticia, y de la muerte? SÍ: Cristo ilumina el enigma del dolor y de la muerte, resucitando nos dio la vida.

 

Luego de este rápido pasaje por otros documentos conciliares, detengámonos en el mencionado capítulo VII de la Lumen Gentium, “Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia Celestial” que comienza afirmando:

 

“La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada hasta su plena perfección sino en la gloria celestial, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado en Cristo.”[93]

 

La Iglesia, la humanidad, el universo entero alcanzarán la plenitud más allá de la historia, en la vida definitiva participando de la gloria con Cristo. La restauración prometida que esperamos ya comenzó y está en marcha por la acción del Espíritu Santo que ilumina el sentido de nuestra vida aquí y ahora, nos sostiene la obra que el Padre nos ha confiado y alienta nuestra esperanza en la pascua definitiva.

 

El Concilio nos habla de la plenitud futura y regalada por Dios, de la expectativa en los cielos nuevos y la tierra nueva, pero afirma simultáneamente el valor del presente y de la historia, donde la renovación del mundo empieza en el siglo presente e incluye, aunque de modo imperfecto, la verdad, la belleza, y hasta la santidad. Esta idea será desarrollada cuando tomemos como referencia el planteo de la Gaudium et Spes.

 

En esta misma línea Joseph Ratzinger plantea el significado y las consecuencias de la reflexión acerca de la muerte, mostrando que llevan a un compromiso vital:

 

“Resulta claro, en esta perspectiva, precisamente al reflexionar sobre lo más personal, sobre la muerte, resulta claro, digo, que la escatología cristiana no rehuye las tareas comunes de este mundo, escapándose al más allá. Se ve igualmente que no significa limitarse a la salvación privada del alma… El contenido de la escatología e sencillamente la tarea de nuestra vida en pro de la verdad, el derecho y el amor[94]

 

La plenitud de los tiempos ha llegado a nosotros, porque ha llegado Cristo, pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es.

 

El Concilio nos plantea la dinámica escatológica del “ya”, pero “todavía no”: la salvación y la vida eterna ya comenzaron, pues el Reino llegó con Jesucristo, está ya incoado en nuestra historia y en la Iglesia, sin embargo aún peregrinamos y también gemimos en la espera de la consumación definitiva de ese Reino de Dios. La Lumen Gentium desarrolla el tema con muchas citas de la Palabra de Dios, en especial de las cartas paulinas, que señalan la tensión hacia la meta y la esperanza activa. Estas afirmaciones del Concilio quedan claras con los comentarios hechos en la parte bíblica.

 

El Magisterio actual retoma el tema del juicio particular y universal que hemos expuesto a través de documentos anteriores:

 

“En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo durante su vida en este cuerpo; y al fin del mundo, saldrán los que obraron en bien para la resurrección de vida, pero los que obraron mal para l resurrección de condenación. Teniendo, pues, por cierto, que los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros, fuertes en la fe, aguardamos la feliz esperanza y la venida gloriosa del gran Dios y de nuestro Salvador, Jesucristo. El transfigurará nuestro humilde cuerpo en un cuerpo glorioso, parecido al suyo…[95]

 

La exposición de la Constitución continúa con el planteo de la comunión los santos, de toda la Iglesia, la peregrina y la triunfante. Mientras aguardamos la Parusía del Señor, todos estamos ya formando una unidad en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos un mismo himno de alabanza. La unidad de los vivos y de los difuntos, de los que peregrinan a la casa del Padre y de lo que ya alcanzaron la meta, “no se interrumpe, más bien se fortalece - afirma el Concilio - con la comunicación de los bienes espirituales”.

 

El amor y la solidaridad entre los miembros de la Iglesia, se hace más visible y efectivo desde los bienaventurados que contemplan a Dios cara a cara y están más íntimamente unidos a Cristo. Los santos del cielo consolidan a la Iglesia en la santidad, realzan el culto que aquí celebramos y contribuyen de múltiples formas a la mayor edificación de la Iglesia e interceden constantemente por nosotros ante el Padre: “Su solicitud de hermanos ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad”

 

La solidaridad es mutua, afirma el Magisterio presente apoyándose en declaraciones pasadas. La Iglesia peregrina conserva el recuerdo de los difuntos y ofrece oraciones por ellos, los honra con particular aprecio, e implora también su ayuda. Los santos constituyen también estímulo y modelo para quienes aún peregrinan, son signo del Reino y testigos de que es posible vivir el Evangelio.

 

Respecto a las relaciones entre los vivos y los difuntos, el culto a los que ya están en la gloria, y el intercambio de bienes espirituales, el presente Concilio retoma lo afirmado  por el Magisterio anterior y concretamente por Trento:

 

“Conviene pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; que demos a Dios las debidas gracias por ellos, ‘que los invoquemos humildemente, y acudamos a sus oraciones, a su ayuda, y protección, para conseguir de Dios sus beneficios, por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro único Señor y Redentor’[96]

 

La liturgia, y más específicamente la Eucaristía, constituye el modo más sublime de comunión de la Iglesia toda, celestial y peregrina, allí elevamos el mismo cántico de alabanza al Dios Uno y Trino.

 

La Constitución dogmática Gaudium et Spes, acerca de la Iglesia en el mundo, también hace aportes muy significativos para nuestro tema, pues en ella el Concilio se pronuncia acerca de la íntima relación entre el “ya” y el “todavía no”, entre la vida presente y la futura, entre el don que esperamos y la dignidad y seriedad de nuestras empresas humanas en la historia.

 

Reviste particular importancia el Capítulo III: “La actividad humana en el mundo”. Allí con sabia humildad los Padres conciliares se proponen unir la luz de la revelación a la inteligencia de todos para iluminar el nuevo camino de la humanidad que ante tantos progresos científicos y técnicos se pregunta:

 

“¿Cuál es el sentido y valor de esta actividad?, ¿qué uso se ha de hacer de todas estas cosas?, ¿cuál es el fin que pretenden conseguir los esfuerzos de los individuos y de las sociedades?”[97]

 

La valoración que se hace de la actividad humana es admirable, es justa en realidad, pues respeta y lleva a sus últimas consecuencias la bondad de la creación del hombre y el principio de encarnación del Verbo. El hombre creado por Dios, redimido por Cristo, santificado por el Espíritu Santo, más allá de su pecado y de su permanente necesidad de conversión, es capaz de grandes y bellas obras, y con ellas colabora en la creación continua, eso es precisamente lo que ilumina el Concilio:

 

“Una cosa es cierta para los creyentes: que la actividad humana, individual y colectiva, es decir el conjunto de los esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para mejorar su condición de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios…Con ese mismo trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal, a que se cumplan los designios de Dios en la historia”[98]

 

Las obras humanas son valiosas por sí mismas, no son desechables, ni son contrarias a la voluntad de Dios, todo lo contrario. Y, simultáneamente estas obras expresan la grandeza y la bondad de Dios que se gloría colocando al hombre en calidad de co-creador.

 

De ahí también que la fe y la vida, la contemplación y la acción, lo sagrado y lo profano pierden sus límites –en realidad los perdieron con la encarnación del Verbo, que asume todo lo humano -, y son presentados como aspectos de una única realidad que comulga al mismo fin. Tampoco podremos entonces establecer divisiones entre deberes religiosos y deberes mundanos, el Concilio nos dice que los primeros nos imponen la responsabilidad sobre los segundos:

 

“… el mensaje cristiano no aparta al hombre de la construcción del mundo, ni lo impulsa a descuidar el interés por sus semejantes; más bien lo obliga a sentir esta colaboración como un verdadero deber”

 

La obra del hombre es especialmente valiosa porque por ella se hace, se construye a sí mismo, se humaniza, alcanza su vocación, en palabras del Concilio: “se perfecciona a sí mismo”. El progreso técnico, valorado positivamente, está sin embargo supeditado a la promoción humana, debe ordenarse a ella:

 

“…todo lo que el hombre hace para conseguir una mayor justicia, una más extensa fraternidad, un orden más humano en sus relaciones sociales, vale más que el progreso técnico[99]

 

El Concilio advierte acerca de los peligros del progreso sin el necesario acompañamiento de los valores humanos, de las tentaciones y apegos que puede provocar, y apela a la necesidad de conversión continua para lograr la unidad, la libertad  y la coherencia.

 

Pero lejos está el Concilio de plantear una fuga del mundo, un desprecio a las realidades humanas, nos invita a amar todo lo creado, más aún, invita a “hacer uso y disfrutar de todo lo creado en pobreza y libertad de espíritu, a poseer sin ser poseído, con la libertad de los hijos de Dios.

 

Todo lo mencionado de este capítulo de la Gaudium et Spes plantea una nueva luz sobre el tema elegido, justamente en su papel de Madre y Maestra la Iglesia enseña el valor de todo lo humano como gestación del mundo futuro. Nada se pierde, ninguno de nuestros esfuerzos por la vida, la paz, el amor, la justicia, la libertad – “la promoción humana”, según decía el documento – caen en el vacío u olvido eternos, todo lo contrario, constituyen “la materia del reino celeste”.

 

Todas las búsquedas de la humanidad a lo largo de todos los tiempos y culturas, todos los esfuerzos humanos por la paz tienen sentido y son el “ya” de ese “todavía no” que esperamos. Nuestra acción humana y nuestra esperanza en Dios van de la mano:

 

”A quienes creen en el amor divino les asegura que el camino del amor está abierto para todos los hombres y que el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal no es inútil

 

La vida presente y la vida futura no son extrañas, menos enemigas, ni alternativas entre las que debemos elegir:

 

“Constituido Señor por su resurrección, Cristo, a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, actúa ya en los corazones de los hombres por la virtud de su Espíritu, no sólo excitando en ellos el anhelo de la vida futura, sino animando, purificando y robusteciendo con eso mismo los generosos deseos con que la familia humana se esfuerza por humanizar su propia vida y someter toda la tierra a este fin… La esperanza de la tierra nueva no debe debilitar, al contrario, debe excitar la solicitud por cultivar esta tierra, en la que crece el cuerpo de la nueva humanidad, que ya presenta esbozadas las líneas de lo que será el siglo futuro[100]

 

La síntesis de lo humano y lo divino en la gestación de la tierra nueva y del cielo nuevo que presenta este capítulo es una de las joyas más brillantes de este Concilio. Presenta de forma magistral y poética la vida eterna, el Reino consumado, como don y como tarea, como hechura humana y como regalo generoso de Dios. Las expresiones “materia del reino celeste” y “cuerpo de la nueva humanidad”, para referirse a nuestros trabajos y creaciones las recogemos con orgullo y agradecimiento, como regalos del Espíritu.

 

La valoración de la dignidad y las creaciones humanas alcanzan su punto más alto, a la vez que plantea la superabundancia del amor de Dios que superará con creces nuestros más altos sueños:

 

“Los bienes que proceden de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad, bienes que son un producto de nuestra naturaleza y de nuestro trabajo, una vez que en el Espíritu del Señor y según su mandato, los hayamos propagado en la tierra, los volveremos a encontrar, pero limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva a su Padre el reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz.”[101]

 

El Reino de Dios ya está presente en la tierra, de una manera misteriosa, y los frutos de nuestros trabajos serán bendecidos con la eternidad por la infinita bondad y ternura de Dios que recreará, hermoseará y completará lo que falte cuando el Señor vuelva.

 

La magnificencia de la acción de Dios, haciendo nuevas todas las cosas, sobrepasando nuestros deseos más hondos, no anula sino que valida de modo definitivo todo lo bueno que habremos alcanzado; y esto tanto para el cosmos y la humanidad toda al fin de los tiempos, como para la resurrección a la hora de la muerte de cada varón y de cada mujer.

 

 “Vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que se había sembrado débil y corruptible se vestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo el amor y sus frutos, toda aquella creación que Dios hizo a causa del hombre, será liberada de la servidumbre de la vanidad[102]

 

Aunque no sabemos ni el tiempo ni el modo en que sucederá, esto es lo que el Concilio nos anima a esperar -mientras vivimos con alegría y con sencillez de corazón las primicias del Reino-, fiados en el Dios fiel que nos ha dado en prenda de amor al Hijo, Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.

 

Un aporte magisterial posterior al Concilio

 

Antes de finalizar esta parte referida al Magisterio haremos mención a la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe acerca de las “Cuestiones escatológicas”, dirigida a todos los obispos, el 17 de mayo de 1979[103]. Allí se propone recoger y sintetizar lo que la Iglesia enseña sobre la muerte del cristiano y la resurrección universal.

 

Empieza afirmando la fe en la Resurrección de los muertos, referida a todo el hombre, y concebida como la extensión de la misma resurrección de Cristo a los hombres.

 

Otro aspecto importante de esta Carta es la afirmación de la supervivencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo “yo humano”. Se señala de este modo la continuidad, a la vez que la discontinuidad, entre la vida presente y la futura por este yo personal. Tradicionalmente la Iglesia ha llamado “alma” a este elemento, y aquí se retoma el término. La Congregación para Doctrina de la Fe no ignora las dificultades del término y su ambigüedad, pero lo considera necesario.

 

Se afirma la esperanza en la Parusía del Señor glorioso, como aplazada y distinta con respecto a la condición de los hombres inmediatamente después de la muerte.

 

Es decir, se afirma por una parte que hay una identidad de la persona entre el ser humano que vivió la historia terrena y el que resucitará; por otra parte, se afirma que la plenitud del hombre se alcanzará al fin de los tiempos como don de Dios.

 

Esta carta recuerda, en una línea de fidelidad al Nuevo Testamento y a la Tradición, el destino diverso para los justos y para los pecadores, estos serán privados de la visión de Dios, en tanto que a los justos les aguarda la felicidad con Cristo. Retoma también la afirmación del purgatorio como “una eventual purificación para los elegidos, previa a la visión divina.

 

Además de las ideas ya señaladas, consideramos importante el final de la Carta, donde plantea la continuidad y la discontinuidad, la identidad de la única vida en Cristo y en el amor, y la novedad absoluta que significa la vida futura:

 

“Ni la Sagrada Escritura ni los teólogos nos dan la luz suficiente para una adecuada descripción de la vida futura después de la muerte. El cristiano debe mantener firmemente estos dos puntos esenciales: debe creer, por una parte, en la continuidad fundamental existente, en virtud del Espíritu Santo, entre la vida presente en Cristo y la vida futura (en efecto, la caridad es la ley del reino de Dios y por nuestra misma caridad en la tierra se medirá nuestra participación en la gloria divina en el cielo); pero, por otra parte, el cristiano debe ser consciente de la ruptura radical que hay entre la vida presente y la futura, ya que la economía de la fe es sustituida por la de la plena luz: nosotros estaremos con Cristo y ‘veremos a Dios’; promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente nuestra esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva y profundamente”[104]

 

Si otrora predominó la imaginería para describir y pintar la vida después de la muerte, hoy la Iglesia se muestra muy sobria, con lo cual no deja de ser clara en la afirmación de lo que debemos creer y lo que podemos esperar.

Basta creer que conservaremos la identidad, comulgaremos con las otras identidades amadas y que permaneceremos en el Amor de Dios Uno y Trino, y aún podemos esperar y soñar con una comunión perfecta, total, y definitiva, inambigua, no fragmentada…

 

 

 

A MODO  DE CONCLUSIÓN

ABIERTA

 

UNA MIRADA DE ESPERANZA

 

 

 

 

 

Contenidos:

·       Síntesis conclusiva

·       Razones de una conclusión abierta

·       Fragmentos del poema “Coplas a la muerte de Tom” de Ernesto Cardenal

·       Salmo “La vida eterna ya empezó” de Benjamín González Buelta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A MODO DE CONCLUSIÓN ABIERTA

 

Si principio tienen las cosas, también tienen un final, luego de tanto esfuerzo, de tanto límite a superar, de tantos recortes a lo que nos interesaría plantear… es hora de ir concluyendo este trabajo.

 

Empezamos con una mirada fenomenológica a la realidad humana, encontramos al hombre, varón y mujer, confrontado con el límite, el dolor y la muerte como enigmas insuperables desde sí mismos. Vimos que ese misterio humano sólo encuentra luz en la Luz del mundo, en Jesucristo el Verbo encarnado. Él, verdadero Dios y verdadero hombre, muriendo y resucitando, es la respuesta al misterio último del hombre. Así nos lo esclarece el Concilio (GS 22)

 

En el comienzo de la Modernidad, Pascal proponía una imagen del hombre: “junco pensante”. Hoy parafraseando a Pascal diríamos que el hombre es frágil y precario, pero dotado de una consistencia interior insuperable: la esperanza. Una esperanza contra toda esperanza, como la de Abraham (Rom. 4, 18), una esperanza sobre lo que no se ve (Rom. 8, 24-25), una esperanza que va más allá de esta vida, o seríamos los más dignos de lástima (1ª Co. 15, 19). Una esperanza teologal al decir de Libanio:

 

“(el hombre) Es trascendencia hacia más allá de la historia. Es un ser-para-el-futuro, y no solamente un futuro pequeño intra.terreno. El futuro absoluto le viene en forma de gracia. Lo constituye como  posibilidad real, ofrecida en gracia para su ser histórico. Por eso, en cada acción humana libre, histórica, el hombre se confronta con el futuro último, definitivo, absoluto.”[105]

 

En Moltmann toda la teología es teología de la esperanza – así titula su obra, de modo tal que teología y escatología coincidirían:

 

          “En realidad escatología significa doctrina acerca de la esperanza cristiana, la cual abarca tanto lo esperado como el mismo esperar vivificado por ello. En su integridad, y no sólo en un apéndice, el cristianismo es escatología; es esperanza, mirada y orientación hacia delante, y es también, por ello mismo, apertura y transformación del presente… Pues la esperanza cristiana vive de la resurrección de Cristo crucificado y se dilata  hacia las promesas del futuro universal de Cristo.”[106]

 

La esperanza humana sólo puede colmarse desde el futuro y desde Dios, como gracia, de ahí la natural insatisfacción permanente del hombre: cualquier logro o meta alcanzada se convierte en plataforma para un nuevo lanzamiento. El hombre es un puente al infinito, un ser cuyo modo de ser es rebasarse, auto-trascenderse. Esto fue puesto de manifiesto ya por San Agustín, y aparece muchas veces en la filosofía, en Pascal como esa felicidad imposible, en Kierkegaard como angustia, y, particularmente, en la filosofía existencialista, tanto de corte cristiana como en su vertiente atea. En nuestro trabajo no pudimos abordar este aspecto ni el planteo de estos autores, pero en esta síntesis pueden ser al menos mencionados a propósito de la mirada fenomenológica a la existencia humana que descubrimos como criatura de límite y de esperanza.

 

Al empezar el trabajo nos preguntábamos si tenía sentido una tesis de escatología, si el tema no era irrelevante ante las urgencias del presente. Creemos, por lo expuesto, y por lo que ahora estamos recreando, que no lo es.

 

En un mundo en general, y en una América Latina en particular, donde muchos son los desechables, los que padecen hambre de pan, y también de salud, de abrazos y, peor aún, de esperanza, la victoria de Jesús sobre la muerte, victoria por gracia del Padre, y por el Espíritu, es evangelio. Evangelio que alienta y sostiene en las luchas y en las muertes cotidianas de tantos y tantas, y, es también llamado urgente a la conversión al Dios de la Vida para quienes que gastan una vida vacía y esconden, en el humo de la apariencia, su sed de vida verdadera, abundante, eterna.

 

Los privilegiados de Jesús fueron los pecadores, las mujeres, los niños, los enfermos: “los pobres” o menesterosos en general, así también hoy la resurrección como Palabra de Dios sobre la muerte injusta, es especialmente buena noticia para ellos.[107] Pero sobre todo llamamos “rico” al autosuficiente de corazón cerrado, y llamamos “pobre” a todo aquel que experimenta que la vida no le pertenece, que no puede producirla, y se abre receptivo, virginal,  al don de Dios.

 

La Pascua es Buena Noticia para todos los hombres, pues Cristo murió por todos, se trata de que lo descubramos y aceptemos, asumiendo el compromiso de seguir sus huellas, que por la cruz, conducen a la Resurrección y a la plenitud de la Vida eterna. Claro que esta fe es “locura” (1ª Co. 1, 22-24), como locura de amor fue la de Dios, es la de Dios, al amarnos hasta el extremo. (Jn. 13, 1)

 

La fe en la Resurrección y en la Vida eterna no es un agregado a nuestra fe cristiana[108], es  la consecuencia de radicalizar la fe en Dios, confiar como aquella madre (2º Mac. 7) en que el Creador de todo, que llama del no-ser al ser, es capaz de llamar de la muerte a la vida: “porque yo a este Dios le creo capaz de todo, incluso de lo último, de la victoria sobre la muerte”.  Creer en la Resurrección es creer en y creerle a Jesucristo, pues no creemos primariamente en la resurrección, sino en el Resucitado que vive entre nosotros y sigue procurándonos la vida abundante.

 

Además Hans Küng nos dirá que creer en la resurrección:

 

“No equivale a cultivar un optimismo barato en la esperanza de un final feliz; creer en la resurrección significa más bien: testimoniar con hechos que en este  mundo mortal la nueva vida de Jesús ha quebrantado el dominio universal de la muerte, que su libertad ha triunfado, que su camino lleva a la vida, que su Espíritu, que es el mismo Espíritu de Dios, no deja de actuar; tomar partido por la vida donde quiera que la vida sea lesionada, ultrajada, destruida…”[109]

 

Cuando San Pablo reta a creer en la resurrección de los muertos (1ª Co. 15), ya vimos que también balbucea un intento de explicación acerca de cómo será esa resurrección. Nos gustaría plantear dos intentos contemporáneos, que, sin perder la sobriedad que admiramos en los padres conciliares, iluminan nuestra comprensión:

 

“La resurrección de los muertos es la cercanía salvífica de Dios, que termina su obra llevándola a su consumación espiritual-corpórea. La resurrección de los muertos es el acontecimiento último y definitivo a lo largo de la existencia histórica, con todo el nudo de relaciones, manifestándose en el esplendor del encuentro con el Señor glorificado. Por eso es también parusía…el Señor aparece resucitando a los suyos para la vida.”[110]

 

En la vida eterna el centro de la persona individual descansa en el centro divino que lo une todo y, a través del mismo, entra en comunión con todos los demás centros personales…Vida eterna es vida de amor inambiguo y no fragmentario, vida de amor universal y perfecto donde el yo queda preservado y realizado en plenitud… el ser finito llega más allá de sí mismo… la vida eterna incluye el sentido positivo de la historia, liberada de sus distorsiones negativas y realizada plenamente en sus potencialidades”[111]        

 

Decir persona es decir relación,  relación con Dios, con los otros, con la realidad, con la historia, con el mundo. Por eso la vida eterna es vida de comunión, pero más aún cuando en el Credo decimos “creo en la resurrección de la carne”, estamos afirmando que todas estas relaciones en las que la vida humana está entretejida no se pierden, se consuman, de ahí que la vida eterna supone también “la pascua de la creación”[112].

 

Esta conclusión va ya siendo demasiado extensa, pero es que si no fue fácil encontrar los caminos para el desarrollo, tampoco resultan fáciles los caminos de salida, y mucho queda por plantear… pero dejamos por aquí planteando que es esta una conclusión abierta.

 

Sólo puede tratarse de una conclusión abierta, y eso porque abierta es la historia que construimos en corresponsabilidad y junto al Espíritu Santo.

 

Abierta, porque en todas las relaciones de amor alcanzamos ya, en los instantes sublimes y en los cotidianos, la eternidad, pero nuestra sed de amor no se sacia, crece.

 

Abierta, porque en cada logro y en cada creación nos sentimos más humanos, y vislumbramos lo que verdaderamente somos.

 

Abierta, porque al no poder mantener el acto creador, que nos resulta esquivo, volvemos a empezar una y otra vez.

 

Abierta hacia el pasado, que ya poseemos definitivamente, pues elegimos “la mejor parte, la que no nos será quitada”

 

Abierta y luminosa como la vida nueva que poseemos ahora ya en Cristo.  

 

Abierta hacia el futuro feliz, porque ni el ojo vio, ni el oído oyó, porque aún no se ha manifestado lo que seremos.

 

Abierta, porque se trata nada menos que de la Vida Eterna, incoada, pero aún no consumada.

 

Abierta por la anchura, la profundidad y la altura, plásticas expresiones para expresar lo inefable del misterio fascinante.

 

Abierta, porque en la oración personal y en la liturgia comunitaria pedimos “venga  a nosotros tu Reino” y clamamos “Maranatha”: ¡Ven Señor Jesús!.

 

Si comenzamos el trabajo con poesías, en esta conclusión abierta dejamos también la penúltima palabra a la poesía:

 

Coplas a la muerte de Tom. (Merton) – Ernesto Cardenal[113]

(fragmentos)

…..Sólo en momentos en que no somos prácticos

concentrados en lo Inútil, Idos

se nos abre el mundo.

La muerte es el acto de la distracción total

también: Contemplación.

El amor, el amor sobre todo, un anticipo

de la muerte.

Había en los besos un sabor a muerte

         ser

                   es ser

                            en otro ser

         sólo somos al amar.

Pero en esta vida sólo amamos unos ratos

y débilmente.

         Sólo amamos o somos al dejar de ser

al morir

         desnudez de todo el ser para hacer el amor

… Y ya nada tenemos sino sólo somos

         sino que sólo somos y somos sólo ser

         La voz del amado que habla

         Amada mía quítate esa bra

La puerta abierta

que nadie podrá cerrar ya

         -“Dios que nos mandó vivir”

…. morir no es salir del mundo

es hundirse en él

estás en la clandestinidad del universo

…        Sólo amamos o somos al morir.

El gran acto final de dar todo el ser.

 

La vida eterna ya empezó – Benjamín González Buelta[114]

La vida eterna

ya la sentimos ahora

atravesar nuestra existencia.

 

La vida eterna

no es sólo final

que nos espera

para acogernos

si logramos sortear

las trampas,

resolver los acertijos

y completar la tarea

en esta tierra de prueba.

 

En instantes de gracia,

todo se ilumina,

incandescente

síntesis de luz,

sin recortes de orillas

ni temblor de duda…

 

La vida eterna

se asoma discreta

en la última mirada

de una vida que se extingue

sobre la almohada blanca,

en la dignidad serena

de un rostro trabajado

a golpes de injusticia,

en la palabra firme

de un líder incorrupto,

y en esa pequeña flor

que crece sin permiso

en el alero del tejado…

 

La vida eterna

nos escoge al inicio

para existir en su aliento,

nos recoge cada día

para unir nuestra dispersión,

y nos acoge al final

en un abrazo sin medida.

 

La vida eterna

avanza dentro de nosotros

y se llama comunión,

yo liberado,

amor que nunca pasará.

 

Poesía, canto, arte, penúltimas palabras capaces de apuntar más a lo indecible, no la última, esa sólo podrá decirla el que dijo el “fiat” en la aurora de la Creación.

A Él todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA GENERAL

 

 

 

- BIBLIA DE JERUSALÉN. Ed. Desclee de Brouwer. Bilbao 1976

- DENZINGER – HÜNERMANN. EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. Ed. Herder. Barcelona 1999

- DOCUMENTOS COMPLETOS DEL VATICANO II. Ed. Mensajero. 17ª ed. Bilbao

- CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA. Ed. Lumen. Montevideo 1992

- LEON-DUFOUR. X. Vocabulario de Teología bíblica. Ed. Herder. Barcelona. 17ª ed. 1996

 

 

BIBLIOGRAFÍA 1ª PARTE  (LITERATURA Y FILOSOFÍA)

 

- BORGES, J. L. Poemas selectos. Ed. Banda Oriental. 1983

- FALCO, L. Tiempo y  tiempo. Ed. Banda Oriental. Montevideo 1979

- FELIPE, L. Antología rota. Ed. Losada. Bs As. 1990

- GONZÁLEZ BALADO, J. L. Ernesto Cardenal. Ed. Sígueme. Salamanca 1978.

- GONZÉLEZ BUELTA, B. En el aliento de Dios. Salmos de gratuidad. Ed. Sal Terrae. Bilbao 1995

- MACHADO, A. Poesía. Biblioteca. Edad. Madrid 1979

- UNAMUNO, M. Del sentimiento trágico de la vida. Selecciones Austral. Espasa-Calpe. Madrid 1985

- ARISTÓTELES. Obras Ed. Aguilar . Madrid 2ª edición 1977.

- JONAS, H. Pensar sobre Dios y otros ensayos. Ed Herder, Barcelona, 1998

- PLATON. Diálogos. Ed. Guadarrama. Madrid 1969

- TOMÁS DE AQUINO. Suma teológica. Ed Austral. Buenos Aires 1942

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA ESPECÍFICA (2ª y 3ª PARTE)

 

 

 

- BOFF, L. “La resurrección de Cristo, nuestra resurrección en la muerte” Ed Sal Terrae

- BOFF, L. “Hablemos de la otra vida” Ed Sal Térrea. Santander, 1978

- BOROS, L. “El hombre y su última opción” Ed Verbo Divino, Estrella 1977

- LIBANIO, J. B. Y BINGEMER, Mª C. “Escatología cristiana” Ed Paulinas, 1985

- LIBANIO, J. B. Esperanza, utopía y liberación en MISTERIUM LIBERATIONIS. Ed Trota. 2º Edición 1990

- METZ, J.B. Teología del mundo. Ed. Sígueme. Salamanca 1971

- MOLTMAN, J. “Teología de la esperanza”. Ed Sígueme. Salmanca 1977

- POZO, C. Teología del más allá. Biblioteca de autores cristianos (BAC) Madrid 2001

- KASPER, W. Jesús, el Cristo. Ed. Sígueme. Salamanca 1989

- KÜNG, H. ¿Vida eterna? Ed. Cristiandad. Madrid 1983

- RATZINGER, J. Escatología. Ed Herder. Barcelona 1980

- RUIZ DE LA PEÑA, J. L. “La otra dimensión. Escatología cristiana” Ed Sal Térrea, Madrid 1975

- RUIZ DE LA PEÑA, J. L “La pascua de la creación” BAC. Madrid 1996

- RUIZ DE LA PEÑA, J. L. La muerte, destino humano y esperanza cristiana. Madrid 1983

- TILLICH, P. “Teología sistemática” Tomo III. Ed Sígueme. Salmanca 1984

- TORNOS, A. “El más allá”. PPC Editorial. Madrid 2002

- TORNOS, A. “Esperanza y más allá en la Biblia. Verbo Divino, Estrella, 1992

- TORRES QUEIRUGA, A. “¿Qué queremos decir cuando decimos INFIERNO?” Ed Sal Térrae. Santander 1995

 

ÍNDICE GENERAL

Página

INTRODUCCIÓN

 

PRESENTACIÓN PERSONAL Y SENTIDO Y VALOR DEL TRABAJO...……. 1

 

OBJETIVO Y CONTENIDO SUMARIO DEL TRABAJO ……………………… 4

 

EL HOMBRE ANTE EL MISTERIO DE LA MUERTE

UNA MIRADA FENOMENOLÓGICA

 

LA ANGUSTIA EXISTENCIAL EN VERSOS ………………………………….    7

 

LAS BÚSQUEDAS EN LA FILOSOFÍA   ………..……………………………… 12

En la antigua Grecia  ……………………………………………………………. ..  12

Una voz discordante  ………………………………………………………………   16
De la antigüedad griega al medioevo cristiano  …………………………………    18

 

ENCUENTRO ENTRE LA BÚSQUEDA HUMANA

Y LA RESPUESTA DIVINA ……………………………………………………… 21

 

FUNDAMENTOS BÍBLICOS. PROGRESIVA REVELACIÓN DIVINA

UNA MIRADA CREYENTE QUE DESCUBRE LA REVELACIÓN

 

Introducción ……………………………………………………………………….  23

Antiguo Testamento. Una revelación tardía y paulatina………………………..  23

Nuevo Testamento. Jesucristo la plena revelación………………………………. 30

 

FUNDAMENTOS MAGISTERIALES.

UNA MIRADA DESDE LA FE DE LA IGLESIA

 

Las primeras confesiones de fe y el Credo Apostólico…………………………..  41

El Credo Niceno – Constantinopolitano………………………………………….  42

Afirmaciones magisteriales posteriores………………………………………….   43

Afirmaciones del Concilio Vaticano II…………………………………………… 45

Un aporte magisterial posterior al Concilio……………………………………...  51

 

A MODO DE CONCLUSIÓN ABIERTA…………………………….  53

 

BIBLIOGRAFÍA GENERAL.……………………………………………………. 58

BIBLIOGRAFÍA 1ª PARTE……………………………………………………….58

BIBLIOGRAFÍA ESPECÍFICA…………………………………………………  .59

ÍNDICE GENERAL……………………………………………………………….  60

 

ANEXO I ………………………………………………………………………….   61

 

 

 

 

 

 

 

ANEXO

 

 

 

 

 

 

 

Contenidos:

·       Claves hermenéuticas para la lectura de la Palabra de Dios

·       Claves para la reflexión teológica

 

 


 

 

ANEXO  I

 

 

Claves hermenéuticas en relación a la lectura de la Palabra de Dios.

 

 

Aunque brevísimamente, nos parece importante el señalar algunas claves de lectura que tendremos en cuenta en relación a la Palabra de Dios como fuente primera de todas nuestras afirmaciones.

 

No somos una religión del “libro”, somos seguidores de una Persona, Jesucristo, quien nos revela al Padre y al Espíritu Santo, y quien venciendo a la muerte nos abre camino a la Trinidad, pero, precisamente, la revelación paulatina y su culminación en Jesucristo, la sabemos por los textos que llamamos sagrados, que reconocemos como inspirados, y por lo tanto son los canónicos.

 

Dios en su bondad y admirable condescendencia, habla el lenguaje humano, por medio de hombres y mujeres, desde culturas y situaciones concretas, y – nos lo dice claro el Concilio - los escritores sagrados son verdaderos autores. Por tal motivo la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se leyeron los signos y se escribieron los hechos. También hay que atender la unidad de todos los textos, es decir no caer en el fundamentalismo y la manipulación de la Palabra, de ahí la importancia de la Tradición viva de la Iglesia y la analogía de la fe[115].

 

Hechas estas aclaraciones acerca del valor de la Escritura y de la verdad de fe que resplandece en ella, conviene aclarar también las claves hermenéuticas que - siguiendo las orientaciones del Concilio – tendremos  para este capítulo:

 

·       Los textos sagrados no son crónicas ni historias en el sentido científico moderno, son lecturas de fe de los acontecimientos. Son experiencias que el pueblo creyente acrisoló e interpretó desde una fe que se va purificando y madurando. Esta clave vale tanto para el Antiguo Testamento, como para las primeras comunidades cristianas que contemplaron desde la luz de la Pascua el acontecimiento Jesús, y lo escribieron para que creamos (Mc. 1, 1Jn. 20.30)

 

·       Si bien vamos a manejar muchas citas del Antiguo y Nuevo Testamento en relación a nuestro tema de la fe en la resurrección de los muertos y de la vida futura: No haremos una lectura literal ni fundamentalista.

 

·       Los textos sagrados serán leídos en clave cristológica, es desde la resurrección de Jesucristo que se ilumina la expectativa ante la muerte y la revelación anterior que encontramos en los textos del Antiguo Testamento. Esa lectura centrada en la Pascua es la que ya hace San Pablo en las cartas, primeros escritos neotestamentarios.

 

·       Haremos una lectura desde la mirada global de la historia de la salvación, teniendo siempre presente el mensaje central de la misma: Dios nos ama y quiere la vida plena de sus criaturas y de su creación.

 

·       Intentamos una lectura histórico-crítica, teniendo en cuenta los aportes de la exégesis que recogen los teólogos que manejamos.

 

·       Buscaremos en los textos sagrados una respuesta a las cuestiones del hombre de hoy: los leemos desde la cultura y mentalidad del presente. La actualización de la Palabra de Dios no sólo es legítima, sino que es necesaria para que esa Palabra sea portadora de vida y de esperanza, de sentido.

 

Estos criterios generales para la lectura de la Escritura, son especialmente importantes en nuestro tema donde las imágenes y descripciones no pueden tomarse al pie de la letra, deben ser comprendidas en el contexto en que fueron planteadas, para trascender el ropaje cultural y quedarnos con el sentido perenne o la verdad de fe que expresan.

 

Detrás de las claves o criterios mencionados, lo que especialmente queremos tener en cuenta es que la revelación de Dios a los hombres es histórica, progresiva, y por medio de los hombres mismos. No se trata de un “dictado” de Dios al oído del amanuense, como representan muchas pinturas, se trata más bien de una revelación en el corazón del hombre –la zarza que no se consume y que “ve” arder Moisés -, un caer en la cuenta de lo que Dios está tratando de dar a conocer a la humanidad.[116]

 

Cuando se trata de la revelación acerca del eschaton, de aquello que ya es y que será definitivo en el hombre, de su fin en el doble significado de final y de meta - sentido, tenemos que tener en cuenta que no se trata de informes ni de descripciones acerca de lo que es y sucederá.

 

La vida eterna nos es revelada por Dios como la realidad última del hombre, como su gran promesa -regalo, de un modo lento, progresivo y simbólico. Y, simultáneamente los hombres van descubriendo, desvelando, esa revelación desde su historia y circunstancias, y le van poniendo expresiones e imágenes significativos en su cultura. De ahí que la lectura, precisamente para ser fiel, no puede ser literal.

 

 

Claves también para la reflexión teológica.

 

 

Lo que hemos señalado para la lectura de la Escritura, vale asimismo para la lectura de la reflexión teológica, sobre todo queremos destacar el carácter histórico cultural de las categorías de pensamiento.

 

La reflexión teológica inevitablemente está condicionada por las categorías filosóficas que maneja, los términos, connotan categorías de pensamiento y con ellas traemos al imaginario toda una cosmovisión, respiramos una atmósfera intelectual epocal.

 

Cuando en la escatología encontramos el término “alma” casi se nos pega “inmortal”, es inevitable que unamos al término toda una visión platónica y neoplatónica dualista  que a nuestro inconsciente asoma con el término. Y será necesario aclarar desde qué premisas manejan el término otros autores o incluso el Magisterio a lo largo de la historia.

 

Pero no es tan distinto a cuando encontramos en obras de escatología la cuestión por el sentido último de una existencia singular cuyo modo  peculiar de ser es ser-aquí-con los otros, o se nos habla del ser-para-la-muerte, sin duda traemos al imaginario la filosofía existencialista.

 

Esto revela el condicionamiento histórico de nuestro pensamiento, pero es también la oportunidad de diálogo con los contemporáneos, de diálogo auténtico que busca descubrir con otros y desde comunes interrogantes. Vale decir, cada término del lenguaje teológico es propio de un contexto y comporta límites culturales pero también posibilidades.

 

Deberíamos estar menos preocupados por los límites y condicionamientos y más orgullosos de ellos, implica nada menos que ajustarnos al principio de encarnación, asumido kenóticamente por Dios mismo. Usar las categorías de pensamiento de cada momento histórico es estar justo en el lugar y el tiempo propicios para la revelación divina y para la aletheia humana.  

El desafío será usarlos con rigor y a la vez con libertad, estar atentos a las nuevas categorías que van surgiendo y asumirlas sin vaciarlas, más bien recreándolas o hipostasiándolas desde nuestra fe.

 

 

 


 

[1] POZO, C. Teología del más allá. BAC. Madrid, 4ª edición, 2001. Pág. 86-87

[2] José Carvajal “La muerte”.

[3] FALCO, L. Tiempo y  tiempo. Ed. Banda Oriental. Montevideo 1979

[4] BORGES, J. L. Poemas selectos. Ed. Banda Oriental. 1983 (poema: El instante)

[5] FALCO, L. op. cit. (poema: Final)

[6] FALCO, L. op. cit. (poema: Solo tu amor)

[7] BORGES, J L op. cit. (poema Inscripción en cualquier sepulcro (1923)

[8] UNAMUNO, M. Del sentimiento trágico de la vida. Selecciones Austral. Espasa-Calpe. Madrid 1985

[9] ibid

[10] MACHADO, A. Poesía. Biblioteca. Edad. Madrid 1979 ( poema LXXVIII de Galerías)

[11] FELIPE, L. Antología rota. Ed. Losada. Bs As. 1990 (poema I de Versos y oraciones del caminante)

[12] José Carvajal. La flota.

[13] Jaime Ross. SI me voy antes que vos.

[14] Claro que aún esta sencilla definición no sería suscripta por todos los filósofos, algunos de los cuales han abdicado de la búsqueda estrictamente racional, considerándola como insuficiente, apelando a la búsqueda “gimiendo”- Pascal-, con todo el ser, incluso partiendo de la experiencia afectiva –Filósofos existencialistas- y otros han optado por conjugar la razón y la fe –Santo Tomás y los filósofos cristianos en general-. Pero a los efectos de este capítulo adoptamos el concepto griego de “contemplación racional”-Arsitóteles-, de búsqueda humana de respuestas sobre las grandes interrogantes del hombre desde las luces naturales, en concreto desde la razón.

 

[15] ARISTÓTELES. Obras Ed. Aguilar . Madrid 2ª edición 1977. Metafísica. Libro I

[16]Dios” que siempre en los diálogos platónicos es difícil de determinar, pues oscila entre el politeísmo y el monoteísmo, cuando habla de los dioses burlonamente acude al nombre de Zeus, cuando, en una de su última obras, el Timeo, se refiere al dios ordenador, al que hace posible el pasaje del caos inicial al cosmos, lo denomina Demiurgo.

 

[17] PLATON. Diálogos. Ed. Guadarrama. Madrid 1969. Fedón 78-80

[18] El argumento más conocido de los cuatro planteados en este diálogo, tal vez porque el propio Platón le dedica un gran tiempo y ejemplos para su exposición, es el de la reminiscencia, por el cual afirma que saber es recordar, y si es posible recordar es porque antes se aprendió, y eso implica la preexistencia del alma en el mundo inteligible en contacto con las Ideas o esencias eternas, como la Belleza, la Justicia, el Bien.

[19] PLATON. Op. cit. Fedro 248-249 y Fedón 81

[20] PLATON. Op. cit. Leyes 904-905; Fedro 248-249

[21] PLATON. Op. cit. Apología de Sócrates 38

[22] Nosotros aquí manejaremos los conceptos vertidos por Epicuro en la Carta a Meneceo.

[23] ARISTÓTELES. op. cit.  Tratado del Alma  (414)

[24] ARISTÖTELES op. cit. Ética a Nicómaco. (libro I, 8;  X, 6, 7, 11)

[25] TOMÁS DE AQUINO. Suma teológica. Ed Austral. Buenos Aires 1942 ( I cuestión LXXV, art. 4)

[26] ibid, art. 5

[27] ibid, art. 6

[28] ibid, art. 6

[29] ibid Iª, II, cuestión III, artículo 8

[30] No sin pesar renunciamos a abordar la temática de la muerte en pensadores tan relevantes del siglo XX.

[31] KASPER, W. Jesús, el Cristo. Ed. Sígueme. Salamanca 1989. pág. 169

[32] RATZINGER, J. Escatología. Ed. Herder. Barcelona 1980. Pág. 27

[33] LIBANIO, J. B. Esperanza, utopía y liberación en MISTERIUM LIBERATIONIS, tomo II. Pág. 509-510

[34] Documentos completos del Concilio Vaticano II. Ed. Mensajero. Bilbao. 17ª edición. Constitución dogmática Gaudium et Spes (GS)

[35] ibid. GS, 22

[36] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, 2

[37] ibid. 11-13

[38] Al final del trabajo encontrarán algunos anexos

[39] KÜNG, H. ¿Vida eterna? Ediciones Cristiandad. Madrid, 1983. Cfr. Pág 138 ss

[40] KÜNG, H. op.cit , pág. 145

[41] RATZINGER, J. Op.cit. Pág. 84-85

[42] Cf. Jer. 17, 10; 31, 29-34; Ez. 14, 12 – 23; 18, 1 -32; 33, 10 – 20. Ver también comentarios al pie de página de la Biblia de Jerusalén.

[43] RATZINGER,J. Op.cit, pág. 90-92

[44] POZO. C. Teología del más allá. BAC, Madrid 2001. Pág. 214-220

[45] RUIZ DE LA PEÑA, J.L. La Pascua de la creación. Escatología. BAC, Madrid, 1996. Pág. 73-78

[46] RUIZ DE LA PEÑA, J.L. Op.cit, página 77

[47] TORNOS, A. El más allá. Mitos y creencias. PPC Editorial. Madrid 2002

[48] TORRES QUEIRUGA, A. ¿Qué queremos decir cuando decimos “infierno”?. Ed. Sal Terrae Santander. Bilbao 1995

[49] RATZINGER, J. Op.cit, pág. 93-94

[50] JONAS, H. Pensar sobre Dios y otros ensayos. Ed Herder, Barcelona, 1998

[51] Cfr. KÜNG, H. Op.cit. Pág. 149-152

[52] RATZINGER, J. op.cit, pág. 86

[53] Claro que si el anhelo de inmortalidad de suyo no es garantía de nada, no es tampoco despreciable, bien podría ser don de Dios, fruto de la impronta de la creación del hombre a su imagen y semejanza, pero afirmar esto sería hacer otra tesis.

[54]RUIZ DE LA PEÑA, op. cit, pág. 84

[55] Constitución Dogmática Dei Verbum, 2

[56] RATZINGER, op. cit. Pág. 71-72

[57] POZO, C. op. cit. pág. 80

[58] Esta agrupación la hace, entre otros, Ruiz de la Peña, pero la tomamos con libertad, comentando y agregando elementos.

[59] KASPER, W. op. cit. Pág. 88 y 90

[60] RUIZ DE LA PEÑA, op. cit, pág. 117-118

[61] MOLTMANN, J. Teología de la Esperanza. Ed. Sígueme. Salamanca 1977

[62] METZ, J.B. Teología del mundo. Ed. Sígueme. Salamanca 1971. Pág. 106-107 y 122-123

[63] RUIZ DE LA PEÑA, op, cit. Pág. 96

[64] ibid. Pág. 98

[65] ibid. pág. 117-118

[66] KASPER, W. op. cit. Pág. 94-95

[67] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, capítulo III.

[68] LIBANIO, J.B. op.cit. Pág. 449

[69] LIBANIO, J. op. cit. Pág. 504

[70] TILLICH, P. Teología Sistemática III “La vida y el Espíritu, la historia y el Reino de Dios”. Ed. Sígueme. Salamanca 1984. pág. 473 y 476

[71] POZO, ip. cit. Pág. 86

[72] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 185-197

[73] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium (LG), 1

[74] DENZINGER, H. y HÜNERMANN, P. El Magisterio de la Iglesia. Ed Herder. Versión castellana de la 38ª edición alemana. Barcelona 1999

 

[75] DZ 150, versión griega, en la versión latina dice: “Y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.  Tenemos aquí el tema del “Filioque” que tal vez fue añadido luego de terminado el Sínodo.

[76] Para una visión sumaria de las menciones a este artículo de fe referimos al DZ Primera parte, páginas 53-80, y luego en la Segunda Parte, Documentos del Magisterio Eclesiástico, a los Concilios citados, Nicea y Constantinopla I.

[77] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1021- 1037 y 1051-1058.

[78] DZ, 857-858

[79] DZ, 1000-1002

[80] DZ, 1304-1306

[81] DZ, 1820

[82] DZ, 248

[83] DZ, 1548 y 1580

[84] Cf estas menciones a los Sínodos de Toledo en DZ 485, 492, 540,574

[85] DZ, 801

[86] DZ, 852 y 859

[87] DZ, 1549

[88] DZ, 443

[89] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 8

[90] Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 8

[91] LIBANIO, op. cit. Pág. 509

[92] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 22

[93] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 48

[94] RATZINGER. Ibidid Pág. 101-102

[95] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 48

[96] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 50, cf. Cita del Concilio de Trento, DZ 1821

[97] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Gaudium et Spes, 33

[98] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Gaudium et Spes, 34

[99] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Gaudium et Spes, 35

[100] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Gaudium et Spes, 38 y 39

[101] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Gaudium et Spes, 39

[102] Ibid

[103] DZ, 4650 - 4659

[104] DZ, 4659

[105] LIBANIO, J B. op. cit. Pág. 501

[106] MOLTMANN, J. op. cit. Pág. 20

[107] Cfr. LIBANIO. J, B. op. cit. 495- 510

[108] Cfr.  KÜNG, H, op. cit. Pág 190 -199 (hacemos un manejo libre y con otros elementos)

[109] KÚNG, H. op. cit. Pág. 197

[110] LIBANIO, J B y BINGEMER, Mª C. Escatología cristiana. Ed. Paulinas. Madrid 1985. pág. 226

[111] TILLICH, P. op. cit. Pág. 477 y 483

[112] Titulo de una de las obras de Ruiz de la Peña que tanto hemos citado en el presente trabajo.

[113] GONZÁLEZ BALADO, J. L. Ernesto Cardenal. Ed. Sígueme. Salamanca 1978. Pág. 105-120

[114] GONZÉLEZ BUELTA, B. En el aliento de Dios. Salmos de gratuidad. Ed. Sal Terrae. Bilbao 1995

[115] Constitución Dogmática Dei Verbum. 11-13

[116] Para redactar este punto hemos tenido en cuenta fundamentalmente los planteos de BÓRMIDA, J. Teología Fundamental; TORRES QUEIRUGA, A. ¿Qué queremos decir cuando decimos “infierno”?; RAFFO, A. ¿Cómo experimentamos las promesas del Señor? Artículo publicado en Revista Misión nº 149, noviembre 2004