LOS GÉNEROS LITERARIOS

Armando Levoratti

El P. Armando Levoratti, profesor de Sagrada Escritura en el Seminario Mayor de La Plata, Argentina, y miembro de la Pontificia Comisión Bíblica, ya ha colaborado en Traducción de la Biblia. Como consultor honorario de Sociedades Bíblicas Unidas, trabajó, junto con otros biblistas de la institución, en el proyecto que concluyó con la publicación de La Biblia de estudio Dios habla hoy.

El presente artículo será, indudablemente, una valiosa contribución al trabajo de traductores y estudiosos de la Biblia. La ubicación del texto bíblico en el amplio marco de la literatura universal - sin menoscabo alguno de su esencia particular como palabra de Dios -, ayudará a comprender mejor el sentido del mensaje bíblico en su en su contexto propio.

Los lectores, por lo general, no escogen los libros al azar; acuden a ellos a partir de ciertas preferencias o de un interés particular. Eligen, de acuerdo con gustos o necesidades, obras en prosa o en verso, historia o ficción, novelas, ensayos, cuentos, tratados o piezas dramáticas. Cada una de estas obras posee una determinada forma literaria y, según sea la índole del texto, el lector asume distintas expectativas al tomarla en sus manos. Si se dispone a leer un libro de historia, lo que espera es una presentación fiel y un análisis objetivo de los hechos; pero si el objeto de sus preferencias es una novela, sabe de antemano que no encontrará en ella la crónica de episodios realmente acaecidos, sino un relato forjado por la imaginación del escritor. Puede ocurrir también que el lector se halle ante una novela histórica, y entonces tendrá que deslindar dos planos narrativos distintos: el plano anecdótico, que desarrolla una trama ficticia pero verosímil, y el histórico real en que se inserta la acción. Si el narrador acierta a evocar con exactitud y realismo las condiciones de vida imperantes en una época determinada, la novela le permitirá conocer esa época con tanta o mayor eficacia que una obra rigurosamente científica. Otras son, en cambio, las expectativas que crea la autobiografía: aquí el lector espera que los hechos consignados concuerden con la realidad; pero tanto o más que eso le interesan el punto de vista del autor, su forma de ser, las experiencias que vivió y sus recuerdos e impresiones personales. En escritos como las autobiografías y las memorias los lectores suelen valorar, e incluso justificar, toda una serie de apreciaciones subjetivas que estarían fuera de lugar en la obra de un historiador.

Ejemplos como los anteriores muestran que hasta el lector menos experimentado realiza, en forma espontánea, una clasificación de las obras literarias según determinadas características de forma o de contenido. En el lector común, estas clasificaciones tienen casi siempre un carácter empírico, precientífico y más o menos vago[1]. La ciencia de la literatura, por el contrario, se empeña en establecer una clasificación basada en criterios objetivos y trata, por lo general, de fundamentar estos criterios en una teoría.

Los géneros literarios en la Grecia antigua

Los poetas y escritores griegos crearon numerosos géneros literarios. Algunos perduran todavía hoy; otros, como la epopeya homérica y las tragedias clásicas, no se han vuelto a dar con las mismas características, pero su carácter irrepetible no ha impedido que sirvieran de modelos y de inspiración a innumerables generaciones de poetas antiguos y modernos.

El genio clasificador de los griegos realizó, además, los primeros intentos de diferenciar los géneros; ya en el siglo IV a.C. estableció las grandes divisiones de la poesía y las principales modalidades de la prosa literaria.

Platón

Numerosas referencias a la poesía y al arte en general se encuentran en los diálogos de Platón. Según él, la grande y verdadera poesía solo es posible cuando proviene de la inspiración divina. En un célebre pasaje del diálogo lon, el Sócrates platónico niega al poeta toda ciencia y hasta toda participación activa en el proceso de la creación poética. Solo le concede el “entusiasmo”: fuerza divina que le viene desde fuera y sobre la que él no tiene ningún poder. El poeta, cuando actúa como tal, es arrebatado por el entusiasmo que lo inspira, de manera que produce únicamente el género que la Musa quiera dictarle. Así uno se destaca en los ditirambos, otro en los encomios y aquel otro en la epopeya. “Los poemas bellos no son obras humanas sino divinas y de los dioses”; “por el poeta más menospreciable el dios entona el canto más inapreciablemente bello” (534 E) [2]

Estas consideraciones pueden parecer a primera vista un elogio de la poesía. Pero, de hecho, Platón nunca manifestó mucha estima por la inspiración poética; él subordinaba sus gustos particulares a los intereses del Estado y tomaba en cuenta únicamente el valor educativo de la poesía. Como el poeta no es capaz de producir nada que merezca el nombre de poesía si no está “inspirado” (es decir, si no está fuera de si, privado de entendimiento y de razón), la inspiración tiene un carácter puramente emocional. De ahí que las apreciaciones del sabio griego sobre la poesía y los poetas (incluso sobre Homero y Hesíodo, los grandes “educadores” de la Hélade) sean más bien negativas.

En La República, Platón discute el tema de la poesía como medio para la educación del ciudadano responsable y concluye que ella ejerce una influencia perniciosa. El poeta crea un mundo de puras apariencias; la poesía no había a la parte racional del alma, sino que incentiva los instintos y pasiones[3]. Si los ciudadanos debían ser educados en una atmósfera sana, penetrada de razón, no eran ciertamente los poetas los más aptos para crear esa atmósfera, ya que tanto los de ahora como los antiguos “no hacen otra cosa que divertir al género humano con fábulas”. De ahí deriva la condena moral de la poesía: los poetas, aun los divinamente inspirados, debían ser desterrados del Estado ideal que Platón pretendía fundar. Allí solo tendrían cabida los himnos a los dioses y las alabanzas en honor de las personas excelentes.

De todas maneras, no se encuentra en Platón un intento de clasificar los géneros literarios con rigor sistemático. Él conoce sin duda la epopeya, la tragedia y la comedia, pero no describe sus características prestando especial atención a los aspectos formales. También distingue la poesía que hoy llamaríamos lírica, en la que convergen tres elementos: la palabra, la melodía y el ritmo. En cuanto a las melodías que se utilizan para el canto, Platón las evalúa en razón del sentimiento o emoción que suscitan: la melodía lidia provoca emociones quejumbrosos, que enervan la reciedumbre viril; la melodía jónica despierta emociones sensuales, impropias de varones. Ambas ‑y aquí interviene una vez más el moralista‑ deben ser desterradas para siempre de la república ideal. Pueden admitirse, en cambio, las melodías dóricas (apaciguadoras) y las frigias (belicosas), porque suscitan virtudes tan apaciguadoras como la serenidad y el valor. Se aprecia fácilmente que esta clasificación no está basada en criterios estéticos sino éticos. Más que a géneros literarios, parece referirse a géneros éticos o morales.

Aristóteles

A diferencia de su maestro, Aristóteles forjó sus teorías sobre la consideración de obras concretas; se apartó del punto de vista moralizador e intentó una caracterización de las obras literarias fundada en observaciones empíricas. Este método se aprecia de un modo especial en su Poética, que somete a examen los distintos géneros y formas y trata de explicar su génesis, su desarrollo y sus posibles efectos sobre el alma humana.

Para Aristóteles, el género literario más noble es, sin duda, la tragedia En la tragedia, ala imitación se efectúa por medio de personajes en acción, y no narrativamente”, como sucede en la epopeya[4]. Los actores representan una acción seria, porque la felicidad y la desgracia son imposibles de concebir sin acción, y lo trágico se manifiesta siempre en un acontecimiento dramático. Otro elemento constitutivo de la tragedia es la dignidad del lenguaje poético, que debe poseer ritmo, armonía y métrica. Pero lo más característico de la concepción aristotélica está relacionado con el efecto que la contemplación del espectáculo trágico provoca en el espectador. Aristóteles designa esta reacción particular con el nombre de kátharsis[5].

Escasas son las indicaciones relativas a la comedia, quizá porque el filósofo se ocupó de ella en los libros perdidos de su Poética. La comedia presenta caracteres inferiores, menos universales que los de la tragedia, aunque no falta por completo la tendencia tipificadora. Aquí los personajes exhiben una cierta fealdad; pero como lo feo de la comedia no causa dolor ni perjuicio, lo que hace, en realidad, es provocar la risa del espectador.

Respecto de la imitación narrativa o epopeya, Aristóteles considera que Homero poseía mayor inspiración que los demás poetas, porque no intentó hacer un poema con todo el asunto de la guerra de Troya, sino con solo una parte de ella. Así redujo la acción a su medida adecuada. De lo contrario, la narración habría resultado confusa, dada la multitud de los acontecimientos en desarrollo. La epopeya difiere de la tragedia en cuanto a extensión, pues la acción trágica queda confinada dentro de los limites de una revolución solar o los excede apenas un poco (es decir, dura un solo día), mientras que la epopeya no tiene limites de tiempo definidos.

Tampoco faltan las comparaciones entre los distintos géneros. Una de las más célebres es la que establece entre el género poético y el histórico: “La poesía ‑dice Aristóteles‑ es más filosófica y elevada que la historia, porque la poesía aspira a expresar lo universal, mientras que la historia se ocupa de lo particular” (Poética IX). Esto significa que el poeta no se conforma con imitar las cosas de la naturaleza, sino que propende a la Idea, sin romper los contornos que caracterizaban al objeto imitado.

Curiosamente, Aristóteles no trata de los géneros líricos. También esta omisión se suele explicar por la forma fragmentaria en que su Poética ha llegado hasta nosotros.

El enfoque aristotélico puede caracterizarse como el de un filósofo que analiza, describe y juzga obras literarias que le son familiares. Estos juicios presuponen una atenta lectura de Homero y de los trágicos griegos (en especial de los que llevaron ese género literario a su máximo esplendor: Esquilo, Sófocles y Eurípides). Los principios de su filosofía no están ausentes, pero la base filosófica no deforma el juicio que surge de la lectura directa.

Clasificación por géneros

Desde diversas perspectivas, los tratadistas modernos han procurado clasificar por géneros el conjunto de la literatura griega. Aunque muchos materiales se han perdido, este conjunto imponente se presenta todavía hoy como un modelo de perfección y belleza. Una clasificación sumaria debería incluir, al menos, los géneros siguientes:

Entre los géneros narrativos, la epopeya es probablemente el más antiguo. De hecho, la literatura griega se inicia con dos formidables poemas épicos (la Ilíada y la Odisea), divididos cada uno en 24 rapsodias o cantos. La leyenda pinta a su autor como un vate errante y ciego, conocido con el nombre de Homero. Estos poemas homéricos de la aurora griega aparecen ante nosotros hoy con toda su admirable perfección. En el género épico se incluyen también los poemas de Hesíodo (la Teogonta y Los trabajos y los días, siglo VIII a.C.), de carácter más bien didáctico.

La poesía lírica, que expresa por lo general una emoción o un sentimiento individual o colectivo, se vertía en complejas y variadas estructuras, unas veces graves y sentenciosas, otras triviales y burlonas. El gran lírico griego es Píndaro, cuyos magníficos epinicios u odas triunfales celebran las victorias de los atletas en los juegos olímpicos. En otras ocasiones la poesía se ponía al servicio de la lucha política (como en las sátiras y arengas de Arquíloco y de Tirteo), o bien expresaba sentimientos más íntimos y personales (los placeres de la vida en Anacreonte y la pasión amorosa en Safo de Lesbos). También son dignos de mención los himnos destinados a honrar a los comensales en los banquetes (encomios), o los que se entonaban ante la cámara nupcial (epitalamios) y en los funerales (trenos y epicedios).

En la poesía dramática se destacan dos grandes géneros: la tragedia (del gr. tragos, “macho cabrío”) y la comedia (del gr. komos, “festín”), desprendidas ambas de la lírica coral de los cultos dionísiacos. Las primeras obras de teatro griegas se remontan al siglo V a.C. Característico de la tragedia es el tema del destino que pesa sobre los seres humanos de manera inexorable. La comedia comprende dos períodos: en la comedia antigua, cuyo máximo exponente es Aristófanes (siglo V a.C.), predomina la sátira política. En el segundo periodo, una vez prohibida la sátira política, la comedia nueva ridiculiza los tipos y costumbres de la sociedad. Menandro (siglo IV a.C.) representa como nadie este último género.

La prosa que podríamos llamar literaria incluía también distintos géneros: la fábula, importada de Asia en tiempos prehistóricos; la historia, que alcanzó en las obras de Tucídides y de Polibio una considerable madurez, y el diálogo, utilizado genialmente por Platón para expresar su pensamiento filosófico.

Finalmente, es bien conocida la importancia de la oratoria en la vida pública de los griegos. En los debates de la asamblea y en el tribunal, la palabra ya no era fórmula ritual ni imposición autoritativa, sino discurso fundado en la argumentación y en la refutación de los argumentos contrarios. Esta práctica llevó a analizar con cierto rigor las distintas formas del discurso. Así surgieron los primeros esbozos de una retórica[6].

Los géneros literarios en la Biblia

También la Biblia contiene una variedad considerable de géneros literarios. En ella hay escritos en prosa y textos poéticos. Entre los textos en prosa se destacan de un modo especial los de carácter narrativo. A su vez, los poéticos presentan múltiples formas distintas: himnos, dichos proféticos, proverbios, acertijos y bienaventuranzas. También hay relatos cosmogónicos, cartas, leyes, parábolas, fábulas y parénesis o exhortaciones. Algunos tienen paralelos muy claros en la literatura extrabíblica. Los Evangelios, en cambio, constituyen un género aparte, sin su correspondiente exacto fuera de la Biblia.

El reconocimiento de esta diversidad estaba ya de algún modo implícito en la división tripartita de la Biblia hebrea: la Torah, los Profetas (anteriores y posteriores) y los Escritos. La tradición cristiana habla a su vez de libros históricos, proféticos y sapienciales, y el canon del Nuevo Testamento incluye escritos tan diferentes como los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las Cartas apostólicas y el Apocalipsis. Pero esta división es extremadamente genérica, y hace falta realizar un análisis mucho más minucioso para descubrir toda la variedad y riqueza de la literatura bíblica.

La determinación del género literario contribuye siempre a una mejor comprensi6n de los textos, porque las formas lingüísticas, lejos de ser simples “envolturas” de los significados, son ellas mismas “significantes”. En algunos casos, sin embargo, esta tarea se vuelve mucho más imperiosa, ya que la exacta determinación del género literario es la condición indispensable para acceder a la verdad de la Escritura[7]. El libro de Jonás puede servir de ejemplo. Al abrir este libro, el lector se encuentra con un texto narrativo. Ello puede hacerle pensar que en él se relatan sucesos realmente acaecidos; pero a medida que avanza la lectura, uno advierte que el relato contiene varios detalles sorprendentes y aun inverosímiles. En efecto, no es algo frecuente que un profeta sea tragado por un gran pez, pase tres días y tres noches en el vientre del cetáceo y, al fin, sea vomitado vivo en la costa del mar. No menos inusitada es la disposición unánime de los ninivitas para convertirse y hacer penitencia con solo oír a un profeta extranjero' e insólita resulta la planta de ricino que crece y se seca en un instante. Por estos y otros detalles de carácter histórico, arqueológico y literario, la gran mayoría de los exegetas contemporáneos se inclina a pensar que el libro de Jonás no es una narración histórica sino una ficción didáctica[8]. El autor sintió la necesidad de comunicar a su pueblo una enseñanza de capital importancia, y consideró que el medio más eficaz era construir un relato lleno de ironía y humor. La ficción narrativa le sirvió de vehículo para transmitir su mensaje, como Jesús se valió más tarde de las parábolas (que también son relatos ficticios) para revelar los misterios del Reino de Dios[9].

Otro tanto sucede con el Cantar de los cantares (o Cantar de cantares, como traduce Fray Luis de León). El libro se presenta como un conjunto de poemas amatorios en el que, con encendido lirismo, dos jóvenes enamorados se manifiestan una y otra vez su amor. El lenguaje transparente y directo invita a leer los poemas como lo sugiere el sentido inmediato de las palabras, es decir, como un canto al amor del hombre y la mujer. Sin embargo, una larga tradición judía y cristiana consideró que este modo de interpretar el texto no era correcto, porque en un libro sagrado como la Biblia no habla lugar para un simple diálogo amoroso. Las palabras ya no se tomaron al pie de la letra, sino que se buscó el verdadero sentido de estos cantos de amor más allá de su significado inmediato. El Amado fue identificado con el Esposo divino, y el libro pasó a ser una alegoría del amor de Dios hacia su pueblo (o de Cristo hacia su Iglesia y el alma individual)[10]. Hoy, en cambio, ya no se piensa que es indispensable recurrir a la interpretación alegórica para que el Cantar de los cantares revele su sentido más profundo. Sin descartar por completo la posibilidad de “releer” los poemas amatorios en clave “espiritual”, se considera indispensable atenerse al sentido del texto tal como este se manifiesta en una lectura libre de prejuicios. Un cambio de sensibilidad y la revalorización de la sexualidad y del amor humanos han desempeñado un papel importante en esta reinterpretación del libro[11].

Estos dos ejemplos confirman lo dicho anteriormente: la determinación del género ayuda siempre a una mejor comprensión de las obras literarias; en algunos casos, sin embargo, resulta imposible acceder al sentido de un texto si no se acierta a determinar con exactitud cuál es su género literario. Esta necesidad, que también tiene aplicación en el campo de la exégesis único y exclusivo; en un entorno cultural que sexualizaba a los dioses y sacralizaba el eros, el Cantar “seculariza” el amor, despojándolo de sus implicaciones míticas. Al mismo tiempo, enseña a vivir en el amor la relación de alianza y muestra la igualdad plena allí donde los papeles del varón y la mujer se concebían como disimétricos. La relación del hombre y la mujer ya no tiene un alcance hierogámico con vistas a la fertilidad, sino que recupera su lugar en el orden de la creación. Cf. Anne‑Marie Pelletier, op. cit., p. 32 s. bíblica, nos invita a definir con toda precisión posible qué es un género literario.

Los géneros literarios: ¿realidad o ficción?

La teoría de los géneros literarios ha tenido a lo largo del tiempo defensores y detractores. Según hemos visto, para los griegos el género literario tenla existencia real, era una norma que se imponía al poeta, el cual debía someterse en no escasa medida a sus reglas y convenciones. En el siglo XVIII, el poeta francés André Chénier expresó un punto de vista igualmente favorable a la existencia de los géneros:

La nature dicte vingt genres opposés

d'un fil léger entre eux chez les Grecs divisés;

nul genre, s'écartant de ses bornes prescrites,

n'auralt osé d'un autre envahir les limites.

Para este poeta, clásico en sus concepciones pese a los atisbos románticos que despuntan en su poesía, los géneros eran algo “natural”. Una posición semejante se mantuvo tenazmente entre los cultores renacentistas y neoclásicos de la preceptiva literaria, quienes durante mucho tiempo la consideraron única e insustituible. Se reconocían como absolutamente válidas las normas establecidas en la antigüedad, especialmente las contenidas en la Poética de Aristóteles y la Epístola a los Pisones de Horacio. El verdadero arte consistía en recuperar las virtudes de los clásicos griegos y latinos, que ofrecían el modelo atemporal para toda labor poética, de modo que su carácter ejemplar debía estar presente en toda obra bella. Como lógica consecuencia, los preceptistas se abocaron a la minuciosa tarea de extraer de ellos las reglas de la elaboración artística correcta. Nicolás Boileau (1636‑1711) fue el más famoso preceptista de este rigor literario. Dentro de una normativa tal, nada quedaba librado a la espontaneidad y a la libre inspiración; todo era cuestión de cálculo, disciplina y razón[12].

Evidentemente, la imposición de reglas tan estrictas ‑y con frecuencia arbitrarias favorece el desprestigio de los recetarios poéticos y promueve tarde o temprano la reacción contraria[13]. Ello sucedió cuando el neoclasicismo tuvo que ceder ante el ímpetu del movimiento romántico. El poeta romántico canta por un imperativo que brota de él mismo y debe atender únicamente a la pura y sincera expresión de su yo íntimo y personal. Así se postula un arte libre de trabas retóricas, que atienda únicamente a la voz del genio creador. Ahora, el único factor que cuenta es la libertad del artista. No hay una norma exterior permanente, como la que pretendían imponer los preceptistas, sino que el artista mismo, orgulloso y libre, se erige en norma de su propia creación. De este modo se invierte el sentido de la producción literaria: el poeta ya no trata de verter un contenido en un molde preexistente, sino que la intensidad de la inspiración busca las formas de expresión adecuadas. Esta manera nueva de concebir todo el proceso de la composición poética dio lugar a un enriquecimiento de las formas literarias que, en casos como el de Víctor Hugo (Francia) y José Zorrilla (España), llegó a la fastuosidad.

En épocas más recientes, una parte de la critica literaria ha adoptado posiciones escépticas y nominalistas con respecto a los géneros literarios. Entre sus adversarios más decididos está el filósofo, historiador y critico literario italiano Benedetto Croce, que en varias de sus obras se ha pronunciado en contra de la existencia de los géneros literarios. Según él, los llamados géneros son “clasificaciones más o menos arbitrarías, hechas por los viejos tratados”, útiles apara hacernos entender pero sin ningún valor científico”. Los artistas auténticos nunca han hecho caso de las reglas. Por eso el critico y el historiador, en vez de referirse a esos fantasmas vacíos (tragedias, comedias, dramas, odas, elegías, novelas) tiene que fijar su atención en las obras singulares y efectivas. Al hablar de géneros literarios, dice Croce, se utilizan nombres útiles, incluso imprescindibles; pero esos nombres no son más que denominaciones más o menos vagas, puramente extrínsecas, que no corresponden a nada real en las obras mismas[14].

En defensa de los géneros literarios

Creatividad y convención

Está fuera de duda que el anterior rechazo brota de un cierto desdén romántico por las técnicas artísticas y expresa una visión unilateral de la creación poética. Las obras de arte, consideradas individualmente, aparecen siempre en solución de continuidad y conclusas en si mismas. La historia del arte, en cambio, las considera con todo derecho como partes de una continuidad más o menos ininterrumpida, porque cada una de ellas alcanza su verdadero sentido gracias a su relación con las obras que la han precedido y con las que vienen después. El nexo histórico entre las distintas obras es una fuerza viva pero oculta que un examen critico puede convertir en objeto de experiencia aprehensible y analizable. Como dice A. Malraux, la obra de arte se crea, más que a partir de la visión personal del artista, a partir de otras obras[15].

La primacía concedida al estudio del texto en si mismo es un principio metodológico fundamental. Esto quiere decir que antes de examinar la obra en relación con otra cosa, es preciso realizar un tipo de análisis que esté centrado en el texto mismo y no en circunstancias ajenas a él. Dicho con otras palabras: la critica, en primera instancia, debe ser inmanente a la obra misma; de ella tiene que extraer sus propias categorías analíticas, y solo después de haberla descrito desde el interior (en sus conexiones internas, o como suele decirse, en su estructura), podrá relacionarla convenientemente con algo exterior (la historia, la economía, la cultura o la persona y las experiencias del autor).

Este principio, sin embargo, no excluye otro tipo de consideraciones. Toda obra de arte pertenece a un sistema más vasto; es la producción singular de un autor, pero también se inscribe dentro de una tradición cultural. Existe, por lo tanto, un común denominador para el conjunto de las obras de una misma época o de un mismo país. La espontaneidad de la creación artística no implica la eliminación de normas o cauces, cuya presencia no es menos espontánea en el espíritu humano. No se menoscaba la intransferible individualidad cuando se reconocen esas afinidades, manifiestas o secretas, que hacen posibles los agrupamientos esclarecedores.

Cabe señalar, asimismo, que hay épocas sumisas y épocas revolucionarias. En las primeras los artistas se afanan por someterse a las reglas; en las otras parecería que la esencia del arte consiste en transgredirlas. Esta dualidad se da también de algún modo en la trayectoria personal de todo auténtico artista. El joven aprendiz, cuando se inicia en el conocimiento de la técnica literaria o artística, es más bien receptivo y suele estar como absorbido por los maestros que despiertan su admiración y le sirven de modelos. En esta etapa receptiva se moldea y ejercita por un tiempo su fisonomía personal. Luego sobreviene una segunda época de sinceridad creadora y de mayor autenticidad, en la que maduran las tendencias propias y el artista encuentra su propia voz. Por regla general, esta lucha contra la repetición no completa su ciclo de una sola vez: la biografía de los artistas y la historia del arte muestran, más bien, que en cada nueva creación resurgen la tendencia a la originalidad y la aspiración a renovar las formas de expresión.

No es de extrañar que esta doble manera de concebir la producción poética haya tenido importantes consecuencias en la historia de la literatura. Hay, en efecto, una gran poesía de perfil más bien clásico, con largos siglos de tradición. Allí la razón conduce y ordena, y las formas objetivas heredadas de la tradición atemperan y encauzan el ímpetu del sentimiento. Aunque no se llegue a identificar expresamente la creación poética con la puntual aplicación de ciertas reglas, esta poesía no se concibe sin determinadas restricciones formales (como el metro, el esquema acentual y la rima). A este ideal de perfección clásica, con sus exigencias formales, sus reglas y sus leyes, se contrapone otra poesía, que se complace en infringir las reglas hasta traspasar incluso los márgenes de libertad que permiten los usos ya fijados del idioma. La abundancia y el atrevimiento de estas transgresiones llega en algunos casos a un punto tal que el estilo del escritor adquiere un inusual poder de sugestión.

Neruda

Dentro de esta segunda corriente sobresale la sorprendente obra poética de Pablo Neruda. Refiriéndose a él, Amado Alonso habla de “hostilidad programática a la forma”. Neruda, en efecto, lanza sus pensamientos en chispazos entrecortados, más como embriones y larvas de pensamiento que como ideas totalmente configuradas. En sus poemas, como dice también Amado Alonso, se oye una voz soterraño y confusa, que brota de un sentimiento entrañable, por debajo del umbral de la conciencia. Las ideas no siguen un orden lógico; las imágenes más dispares se aglomeran y entrecruzan confusamente, y todo el poema es como la erupción del volcán que estalla bajo el impulso de una presión insoportable[16]. No se trata de poemas hechos para ser leídos una sola vez. Es imposible comprenderlos y gustarlos sin dejarse contagiar por la sugestión de las imágenes, por la insistencia con que reaparecen ciertos motivos y, sobre todo, por la fuerza y expresividad de las construcciones sonoras[17].

Algo semejante hay que decir de las construcciones sintácticas. Bastarán para demostrarlo, entre muchos otros ejemplos posibles, los versos siguientes:

Pálido, desbordante,

siento hundirse palabras en mi boca,

palabras como niños ahogados, y rumbo y rumbo y rumbo, y dientes crecen naves

y aguas y latitud como quemadas.

y hagamos fuego, y silencio, y sonido,

y ardamos, y callemos, y campanas.[18]

El impacto poético que producen estos versos proviene sin duda de sus audacias sintácticas. En el primer fragmento, la expresión “dientes crecen naves” es lógica y sintácticamente inconsistente (la acción de “crecer” no es transitiva, sino que se realiza en el sujeto), de manera que para encontrarle un sentido habría que hablar, como lo hace Amado Alonso, de “pensamiento onírico”: por una curiosa transformación, los dientes ya no son dientes sino naves, según las extrañas metamorfosis que se perciben en los sueños. En el otro caso, la falsa coordinación “y ardamos y callemos y campanas” es un modo de expresar el pensamiento con meros bloques de significación, sin recurrir a las conexiones sintácticas usuales. Este modo inusual de disponer las palabras hace pensar que “el poeta se complace en perder el hilo sintáctico del pensamiento, dejando que asomen como burbujas libres palabras en libertad[19].

Seria falso suponer que esta desintegración de la forma responde a un mero capricho. Muy por el contrario, la yuxtaposición de palabras gramaticalmente desarticuladas, lo mismo que todo aquello que desde un punto de vista normativo constituiría ejemplo de mala sintaxis (el uso de los gerundios seria un caso típico), le sirve a Neruda para comunicar con singular eficacia su mensaje poético. La desintegración de las formas es un reflejo del mundo desgarrado en que vive el poeta, mundo caótico de materias desvencijadas. Nuestro prurito intelectual pretende introducir orden en el caos, pero no hay que dejarse seducir por ese juego. El poeta es un perceptor extraño del mundo, dispuesto a recoger la realidad como la antena recoge los ruidos, hasta llegar a las fuerzas elementales en su estado caótico. Poetizar, dice Neruda, es aplicar el oído a la “pura circulación” de las cosas, auscultarlas tal como se presentan, sin tratar de atribuirles una forma que en realidad no tienen. Es una falsedad obstinarse en la pauta métrica prefijada, dar a las imágenes coherencia objetiva cuando brotan incoherentes, y aun dibujar limpiamente el perfil sintáctico de las frases. Esto no es más que un ordenamiento impuesto a la realidad desde fuera de ella misma[20].

Sin embargo, toda transgresión tiene un limite[21]. La obra literaria transmite un mensaje; en cuanto objeto de naturaleza verbal, forma parte de un proceso de comunicación. Si constara únicamente de elementos originales y creadores resultaría ininteligible, ya que solo se alcanza a comprenderla por su sometimiento a las convenciones del lenguaje y por su renuncia parcial a la originalidad[22]. De ahí que sea por completo irreal la idea del genio que descansa solo en si mismo y que lo debe todo a su creatividad personal, como lo es también el concepto de la obra aislada y conclusa a la manera de una mónada. Los movimientos poéticos de vanguardia se resisten a aceptar las convenciones del periodo anterior, pero no por eso dejan de incurrir en nuevas convenciones.

Esto hace que en todo acto de creación poética se produzca de algún modo el enfrentamiento entre la originalidad y la convención, entre el molde tradicional y la irrupción de algo nuevo. “Casi me atreverla a decir que en toda poesía debe vislumbrarse el caos”, decía Novalis. “Hay cierta gloria en no ser comprendidos”, añadía Beaudelaire. Pero el puro caos es ininteligible, y el mismo Beaudelaire aclara en otro pasaje que escribir un poema es expresar algo nuevo dentro de los cauces abiertos por una tradición.

La mera expresión de un sentimiento por medio de palabras, sonidos o gestos, no es de por si solo una obra de arte. Lo esencial en el arte es el sometimiento de una materia a la forma artística: de la piedra o el bronce a la estatua, del sonido a la melodía, de los movimientos corporales a la danza, del lenguaje a la poesía. El arte es plasmación, configuración o, como decían los griegos, mimesis (término generalmente traducido por “imitación”, pero que más bien equivale a “representación”. Véase nota 4.) Por lo tanto, una actividad solo puede considerarse artística allí donde comienza el esfuerzo por configurar algo de acuerdo con ciertas técnicas artísticas. Esto es lo que separa a la poesía más incoherente de la conversación más henchida de sentimiento, y a la danza más torpe de los gestos más expresivos.

El lenguaje

En el ámbito específicamente literario, la primera constricción proviene del lenguaje. El lenguaje ofrece infinitos recursos para la comunicación, pero también impone sus reglas y ejerce sobre el hablante una cierta coerción. Si alguien quiere hacerse entender en un idioma determinado, debe tener en cuenta las normas del habla correcta, es decir, debe respetar las reglas de la lengua en sus distintos niveles (fonológico, morfológico, sintáctico y semántico). Por otra parte, si el discurso pretende ser algo más que una mera sucesión de sonidos, palabras o frases, también debe atender a las conexiones que hacen de una serie de frases un parlamento coherente. En esta serie convergente de niveles complementarios, como se verá mejor más adelante, el género literario aparece como un componente más que condiciona la configuración del discurso literario por encima del nivel gramatical.

En cuanto objetos de naturaleza verbal, el mensaje literario y los mensajes transmitidos en la vida cotidiana coinciden plenamente. Sin embargo, uno y otros difieren en un punto esencial: en la comunicación corriente, las palabras se desvanecen casi apenas pronunciadas, dejando paso a las ideas, impresiones o sentimientos que el hablante ha querido comunicar. El oyente normal, por su parte, capta el significado de las palabras sin prestar demasiada atención al sonido de la voz, salvo en casos excepcionales (como, por ejemplo, cuando percibe un acento extranjero 0 siente que en esa voz hay algo “extraño”). En una palabra: aquí el lenguaje desempeña un papel puramente funcional.

En el mensaje literario, por el contrario, las palabras ya no se emplean con la sola finalidad práctica de comunicar una idea, un sentimiento o un deseo. Quien ejerce el oficio de escritor, y más aún el poeta, dispone las palabras de tal manera que el mensaje es en amplia medida inseparable del lenguaje que lo expresa. Ya no cuenta única o casi exclusivamente el contenido que se intenta comunicar, sino que también intervienen otros factores, como el pleno aprovechamiento del poder sugestivo y evocador de las palabras. Así se establece una intrincada conexión de los efectos sonoros y connotativos del lenguaje con sus valores semánticos, de manera que la significación de la obra literaria procede de la forma tanto o más que del contenido. Una conexión tal es esencial a la poesía, donde la concentración imaginativa del lenguaje, además de su peculiar musicalidad y de su regularidad rítmica, hacen que forma y significado constituyan algo así como una alianza indisoluble. De ahí que el intento de expresar lo mismo de otra manera, y hasta un simple cambio en las palabras, despojan al mensaje poético, en todo o en parte, de su poder de sugestión. O dicho más brevemente: el mensaje poético no puede comunicarse por un medio distinto del poema mismo[23].

Algunos géneros literarios de la Biblia

Sin perder de vista las reflexiones anteriores, trataremos ahora de examinar algunos géneros literarios de la Biblia, describiendo sus rasgos más característicos. Este rápido examen tiene como finalidad ayudarnos a descubrir la importancia que reviste el conocimiento de los géneros literarios para la interpretación correcta de la Sagrada Escritura.

La alegoría

A fin de comprender lo que es una alegoría conviene empezar con un ejemplo concreto, como el que ofrece el pasaje de Ezequiel 17.3‑10:

El águila grande,

de grandes alas y largas plumas,

de espeso plumaje, lleno de colorido,

llegó hasta el Líbano y tomó la copa de un cedro.

Arrancó la más alta de sus ramas

y la llevó a un país de comerciantes,

la paso en una ciudad de mercaderes.

Tomó además una semilla del país

y la sembró en un campo de cultivo:

la plantó como un sauce

junto a abundantes aguas.

Ella brotó y se convirtió en una vid,

exuberante, de tamaño pequeño,

que volvía sus ramas hacia el águila

y tenía sus raíces debajo de ella.

Así se convirtió en una vid,

produjo ramas y dio sarmientos.

Pero había otra águila grande,

de grandes alas y abundante plumaje,

y esa vid le tendió ansiosamente sus raíces

y dirigió sus ramas hacia ella,

para que la regara mejor

que el terreno donde había sido plantada.

Ella estaba plantada en un campo fértil,

junto a abundantes aguas,

para dar sarmientos y producir frutos,

para convertirse en una espléndida vid.

Por eso dirás: Así habla el Señor:

¿Podrá florecer esa vid?

¿Acaso no se la arrancará de raíz

y se cortarán sus frutos

para que se sequen todos sus tiernos retoños?

Si, se secará,

y no hará falta un brazo fuerte ni mucha gente

para arrancarla de raíz.

Este relato presenta a primera vista ciertos rasgos que bien podrían calificarse de surrealistas. Resulta, en efecto, verosímil que un águila arranque una rama de cedro y la traslade a otro sitio; pero lo es mucho menos que esa misma águila plante luego una semilla al borde de las aguas, como lo haría un agricultor. Más extraño todavía es el comportamiento de la vid, que orienta ansiosamente sus raíces y sarmientos hacia otra águila, desviándola de las aguas. Esta nueva orientación revela la presencia de una segunda águila gigantesca, pero no explica por qué la vid se apartó del que la había plantado y buscó el amparo de otro dueño. Igualmente enigmáticos, en el marco del proceso narrado, son algunos otros detalles. El texto sugiere, por ejemplo, que la primera de las águilas arrancó la rama de cedro y la llevó a otro sitio en forma intencional y no por mera casualidad. Pero el recurso a ese antropomorfismo deja sin explicar por qué el punto de llegada fue “un país de comerciantes” y a una ciudad de mercaderes”. Tampoco se aclara por qué el comportamiento de la vid es un motivo para arrancarla de raíz y hacer que se sequen sus tiernos retoños.

La extrañeza que produce esta narración hace sospechar que el relato tiene un sentido distinto del que sugiere la primera lectura ingenua. El águila que planta una semilla, o la vid que desvía sus raíces son algo tan alejado de la realidad que seria absurdo tomar la narración al pie de la letra. Cabe suponer, por lo tanto, que el verdadero sentido no coincide con el sentido literal. Esta suposición, que al comienzo no era más que una sospecha, se ve confirmada cuando el lector sigue leyendo el texto de Ezequiel y encuentra la siguiente pregunta: “¿No saben lo que esto significa?” (v. 12).

El profeta advierte con esta pregunta que el relato es algo así como un mensaje cifrado, cuyo significado oculto es preciso descubrir. Pero este reconocimiento no basta para resolver el enigma. Hace falta, además, poseer la clave que permita descifrar el lenguaje alegórico y comprenderlo conforme a su intención. Esa clave la da el mismo Ezequiel, cuando muestra que se trata de la presentación figurada de hechos histéricos. Así se establece una relación entre el episodio narrado y la última etapa del reino de Judá. La narración expone “en clave” el destino de los dos últimos reyes de Judá, Joaquín y Sedecías, en el campo de tensión creado por Babilonia y Egipto, las dos grandes potencias del antiguo Oriente. A la luz de ese referente histérico aparece sin ambigüedades el verdadero sentido del texto.

La primera de las grandes águilas es Nabucodonosor, rey de Babilonia, quien en el 597 a.C. se llevó cautivo a Joaquín, rey de Judá (“la copa de un cedro”, v. 4), y puso en su lugar a Sedecías (“una semilla del país”, v. 5). Este se dejó atraer por el Faraón de Egipto (la “otra águila grande”, v. 7), y así provocó el segundo asedio de Jerusalén y su caída final (cf. 2 Reyes 24.18-25.21).

A partir de este ejemplo concreto resulta más fácil definir la alegoría: tropo o figura literaria que sirve para expresar una idea por medio de imágenes, de tal modo que exista una correspondencia entre los elementos de la rama real y los de la rama imaginaria[24]. Una vez obtenido la clave, resulta fácil identificar las correlaciones y pasar de una cosa a la otra.

Quintiliano (Institutio oratoria V11 6,47)[25] distingue dos formas de alegoría: la perfecta ( tota allegoria), que codifica globalmente el tema, y la imperfecta ( allegoria imperfecta), que alterna las partes codificadas con las interpretaciones ( permixta apertis allegoria)[26]. La más frecuente es esta última, que ofrece al mismo tiempo la serie de imágenes y la clave para su interpretación. Más rara, en cambio, es la que no da ningún indicio, o solo uno muy tenue, para pasar del plano conceptual a la transposición imaginativa[27].

La parábola

Jesús anunciaba su mensaje por medio de parábolas (Mc 4.33‑34). Esta forma de lenguaje fue un rasgo distintivo de su predicación. Así lo atestiguan ampliamente los evangelios sinópticos, que le atribuyen 43 parábolas distintas, sin incluir en esa cifra las frases llenas de imágenes que pueblan su discurso:

Nadie puede servir a dos señores”. (Mt 6.24) “La mies es abundante pero los obreros pocos”. (Lc 10.2) “Sí, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios”. (Lc 18.25)

Si Jesús fue un admirable narrador de parábolas, no se puede decir que él inventó el género. En Israel y fuera de Israel, antes, al mismo tiempo y después que él, muchos otros contaron parábolas. Hay parábolas en el Antiguo Testamento y también habla excelentes parabolistas entre los rabinos judíos. Las parábolas pertenecen a la corriente milenaria de la narración, que comprende, como géneros afines, el cuento y la fábula.

Dada la importancia que tienen las parábolas en la tradición evangélica, es importante comprender las principales características del género.

El efecto parábola

El parabolista construye una narración y así traslada a su auditorio a un mundo ficticio. Pero ese traslado es algo provisorio: inmediatamente después los oyentes serán re‑transferidos al mundo real y tendrán que encontrarse cara a cara con una realidad bien determinada, que el parabolista tenía presente desde el comienzo. El problema que se plantea es, entonces, el siguiente: ¿por qué ese rodeo a través de la ficción? ¿No es mejor enfrentar la realidad en forma directa, sin alejarse de la situación real y sin correr el riesgo de incurrir en ambigüedades y malentendidos? Si al final hay que volver a la realidad, no se ve qué razón podría tener esa trayectoria curva, evocada por el término “parábola” en sentido geométrico.

Es preciso, por lo tanto, justificar de algún modo este paso a través de la ficción. El mejor modo de hacerlo es mostrar que por medio de él se logra un efecto que no se obtendría de otra manera. De ahí que un aspecto de capital importancia en el estudio de este género literario sea averiguar en qué consiste el “efecto parábola”.

El sentido de esta expresión se aclara más fácilmente si se parte de un texto concreto; por ejemplo, de la parábola narrada por el profeta Natán a David en 2Sam 12.1‑7.

David habla cometido un doble pecado: el adulterio con Betsabé y el homicidio de Urjas. La trampa que mandó tender en el frente de batalla para deshacerse de Urjas habla funcionado, y solo unos pocos cómplices estaban al tanto de lo sucedido. David se sentía tranquilo y sin remordimientos; parecía no haber tomado conciencia de la gravedad de sus crímenes.

En esta circunstancia intervino el profeta Natán. El deber del profeta era amonestar al rey y hacer que reconociera su pecado, a fin de llevarlo al arrepentimiento y a la conversión. Para ello debía hallar la forma adecuada, porque si interpelaba a David en forma directa, corría el riesgo de excitar su enojo y de obtener lo contrario de lo que pretendía. La prudencia aconsejaba, entonces, hacer que David tomara con. ciencia de sus crímenes sin evasiva posible.

Con este propósito se presentó ante el rey, y en vez reprocharle sus pecados le contó una historia. El relato no hablaba de adulterio, mucho menos de homicidio, y no mencionaba para nada el nombre de David. Presentaba, más bien, a un rico prepotente, deseoso de homenajear a un huésped de paso, que en lugar de sacrificar una de sus muchas cabezas de ganado, le arrebató a un vecino pobre la única oveja que tenía. El relato estaba bien construido y no tardó en arrancarle a David una sentencia condenatoria: “¡Ese hombre es reo de muerte!”.

Esta era la condena que el profeta esperaba escuchar de labios del rey. Por eso, apenas David pronunció estas palabras, Natán descubrió el juego y lo enfrentó con la cruda realidad: “¡Ese hombre eres tú!”. Así la situación tomó un giro imprevisto y el profeta pudo lograr su objetivo: David tuvo que rendirse ante la evidencia y reconocer que era culpable.

Una situación similar es la descrita en Lc 7.36‑50. Huésped de Sim6n el fariseo, Jesús estaba a la mesa cuando una mujer se presentó ante él y se puso a llorar a sus pies; los bañ6 con sus lágrimas y los ungió con perfume. El fariseo presenció la escena; pero lejos de sentirse movido a compasión, vio con desagrado que Jesús se mostrara tan condescendiente con aquella mujer, que era pecadora (7.39). Al percibir tal reacción, Jesús podía responder de distintas maneras: podía, por ejemplo, entablar una discusión sobre la actitud más conveniente en aquella situación, o reclamar de él un juicio menos severo. Sin embargo, prefiró6 seguir un camino más eficaz: le contó la historia de un prestamista que tenía dos deudores; uno le debía una suma muy grande y el otro mucho menos. Como ninguno de los dos tenía con qué pagar, el hombre les perdonó la deuda. Después de contarle esa historia, Jesús preguntó a Simón: “¿Quién de los dos lo amará más?”. La pregunta admitía una sola respuesta, y Jesús felicitó al fariseo por haber respondido acertadamente: “Has juzgado bien”, le dijo (v. 42).

Al emitir este juicio, Simón entró en el juego de la parábola. Jesús no tuvo que entrar a discutir opiniones contrarias, sino que creó un espacio en el que su interlocutor podía estar de acuerdo con él: la deuda perdonada es causa de amor y de agradecimiento, y estos son tanto más intensos cuanto mayor era la deuda. Pero con esa respuesta ano no se había alcanzado totalmente el “efecto parábola”. Hacia falta completar el ciclo, y para lograrlo habla que abandonar el terreno de la ficción y aplicar el hecho ficticio a la situación real.

De estos ejemplos se pueden sacar algunas conclusiones. La estrategia del parabolista consiste en lograr la aprobación del interlocutor a propósito de un caso ejemplar. En lugar de provocar un enfrentamiento directo, el parabolista da un rodeo e introduce al interlocutor en una historia ficticia, es decir, en una historia cuyos protagonistas e intriga, al menos a primera vista, no tienen nada que ver con el tema controvertido. David no habla robado una oveja y Simón no había contraído deudas, pero la presentación del hecho ficticio incluía la invitación a pronunciarse sobre el caso propuesto, sin que ellos supieran qué relación podía haber entre el caso propuesto y su situación actual. Una vez que el interpelado ha emitido su juicio, solo hace falta completar el proceso refiriendo el episodio relatado a la vida real. Obviamente, para que la parábola sea eficaz es necesario que haya una clara analogía entre la situación ficticia y la real: solo así el juicio se puede transferir con toda naturalidad de una situación a otra.

Como puede verse fácilmente, se trata de un procedimiento al que conviene recurrir en ciertas circunstancias; sobre todo, cuando se trata de convencer a una persona que es parte interesada en el asunto y hay razones para pensar que ella no estaría dispuesta a reconocer la verdad si se la encara en forma directa. Para obviar el enfrentamiento, la parábola traslada el diálogo a un plano ficticio antes de pasar al plano real. Sin este rodeo a través de la ficcó6n, la comunicación se vería entorpecida, y aun correría el peligro de cortarse[28].

De este modo queda claro que la comprensión de la parábola incluye varios momentos distintos y sucesivos. Ante todo, es preciso comprender el relato en cuanto tal y pronunciar el juicio correspondiente: “ ¡Ese hombre es reo de muerte! “.

Pero en seguida hay que salir de la ficción y enfrentarse con la realidad concreta: a ¡Ese hombre eres tú!”. Es entonces cuando se percibe la correspondencia entre el relato ficticio y el hecho real, y se puede transferir el juicio de uno al otro.

Sin esta transferencia al plano real no se puede hablar de parábola en sentido estricto. En la parábola se dan dos términos correlativos—la parte figurativa y la parte real—, ambos igualmente esenciales. Una y otra parte son las dos mitades de un todo, de manera que entender la parábola es captar la transposición por analogía. Si falta este elemento, no hay efecto parabólico. De ahí se puede concluir que la parábola, más que transmitir un significado, trata de producir un efecto: un efecto que no se podría lograr sin la intervención del relato imaginario.

La parábola es traducible pero no sustituible. Se la puede traducir, porque es posible expresar el contenido de la narración en términos más o menos abstractos. Pero una vez traducido (es decir, interpretado o explicado), el relato parabólico no puede ser descartado como un simple subsidio didáctico o mnemónico, sustituible por una paráfrasis. O dicho más brevemente: no puede procederse como si lo dicho “en parábola” pudiera expresarse tan bien (o quizá mejor) en términos directos y explícitos

Las parábolas de Jesús

Como ya hemos indicado, el empleo del lenguaje parabólico es una nota distintiva de la predicación de Jesús: “Él les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas” (Mc 4.2). Si nos preguntamos ahora por algunas de sus características, cabe destacar que las parábolas de Jesús presentan una sorprendente amalgama de lo realista y lo desacostumbrado.

Ante todo, no hay en estas parábolas nada prodigioso. La ficción narrativa describe siempre escenas relacionadas con el mundo real de los oyentes, y solo muy raramente se percibe una cierta aproximación al estilo de los cuentos. No intervienen ángeles o demonios, no se idealizan las circunstancias ni se introducen elementos que inviten a la fuga de la realidad; muy por el contrario, todas las parábolas evocan escenas de la vida cotidiana: el agricultor que siembra las semillas al voleo, el pescador que echa la red barredera, el propietario que contrata obreros para trabajar en su viña, el padre que reparte una herencia, las jóvenes que esperan la llegada del novio, la mujer que prepara la masa del pan o que enciende lámparas para encontrar la moneda perdida. Todo esto es tan cotidiano como la acción de los bandidos en el camino de Jerusalén a Jericó, como la invitación a un banquete de bodas, o como el hecho de hacer rendir cuentas a un administrador deshonesto. Las parábolas evangélicas tienen una “impronta secular”, y esta impronta permite afirmar que Jesús valoraba positivamente las condiciones de la vida humana, incluso las más humildes.

El inventario anterior pone bien en evidencia que los temas de las parábolas reflejan circunstancias familiares a todos. Pero junto con esos rasgos realistas hay otros elementos que contrastan con la experiencia cotidiana y se desvían de lo ordinario. Esto es a tal punto cierto, que se ha podido decir con razón: “En la dramaturgia de las parábolas predomina la excepción, no la regla; lo inaudito, no lo ordinario y general[29].  Es lo que sucede, por ejemplo, con el pago de los jornaleros empezando por los últimos (Mt 20. 1‑15). Si al comienzo de la parábola predominan los detalles realistas, ese realismo inicial cambia en seguida de tono, y el relato concluye de una manera desconcertante. Al dar a todos los obreros la misma retribución, sin tener en cuenta las horas de trabajo, el dueño de la viña se comporta de un modo sorprendente. Mucho más natural nos parece la reacción de los que trabajaron todo el día e hicieron oír su protesta por lo que consideraban una flagrante injusticia.

También en otras parábolas hay detalles insólitos. No es lo más común que se hagan grandes festejos por la vuelta al hogar de un hijo que dilapidó su herencia de manera irresponsable (Lc 15.1 1‑32), ni que un pastor deje en el campo noventa y nueve ovejas para ir en busca de la que se habla perdido (Lc 15.3‑7). Tampoco es muy verosímil que en una boda de aldea se le cierren las puertas a un grupo de jóvenes poco previsoras (Mt 25.1‑12), o que un patrón mande a su hijo a cobrar una deuda, sabiendo que antes los arrendatarios hablan maltratado a sus siervos (Mc 12.1‑9). Hay asimismo algo de inaudito en la parábola de los dos deudores: sin duda causa estupor la condonación de una deuda tan fabulosa; pero más sorprendente todavía resulta el cruel comportamiento del deudor insolvente y beneficiado con tan generoso perdón (Mt 18.23‑34).

Estas disonancias entre la trama narrativa de la parábola y la realidad cotidiana revelan la intención narrativa de “extrañar” al oyente y de producir estupor. En el marco de un relato verosímil y cercano a la realidad, surge de pronto algo imprevisto e inaudito. Así estas imágenes cotidianas se trascienden a si mismas y apuntan al reinado de Dios, haciendo experimentar de algún modo su presencia.

Las confesiones de fe

Una lectura atenta del Nuevo Testamento nos permite asistir al nacimiento y elaboración de ciertas fórmulas breves, hechas para ser aprendidas de memoria y repetidas, en las que se expresó desde el principio la fe de la iglesia en el Señor Jesús. Estas “primeras palabras de la fe” se encuentran diseminadas en casi todos los escritos del Nuevo Testamento. La fe se expresa en ellas con formulaciones diferentes, pero todas poseen un rasgo común: “confiesan” a Jesucristo, el Mesías de Israel, nacido de la estirpe de David según la carne y constituido Hijo de Dios con poder par su resurrección de entre (os muertos (Rom 1.3‑4)

Estas “confesiones de fe”- que más tarde la iglesia amplió y desarrolló en el Credo de los Apóstoles y en otras expresiones semejantes—son el vinculo profundo que da unidad a todos los escritos del Nuevo Testamento, más allá de las diferencias de enfoque o de estilo que estos puedan presentar.

Una de estas primeras palabras de la fe cristiana es la que confiesa: “Jesús es el Señor”. Tal profesión de fe se encuentra en varios pasajes del Nuevo Testamento. Entre muchos otros, cabe mencionar los textos siguientes:

Nadie puede decir: “Jesús es el Señor, si no es bajo la influencia del Espíritu Santo”. (1Cor 12.3)

y toda lengua proclame: “Jesucristo es el Señor”, para la gloria  de Dios Padre. (Filp 2.11 )

Si confiesas con tu boca que “Jesús es el Señor”, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos serás salvado. (Rom. 10.9)

En este último pasaje, Pablo emplea dos verbos: creer y confesar. Creer que Jesucristo resucitó de entre los muertos y confesarlo como Señor son dos aspectos inseparables de un mismo acto de fe. El creyente recibe en su corazón la palabra que suscita la fe y confiesa con su boca lo que ha creído. La respuesta a la palabra de Dios escuchada y acogida en la fe no es un asunto privado. El creyente tiene que dar testimonio público de su adhesión a Cristo, y para ello necesita de una expresión lingüística adecuada. El género literario que hace posible dar ese testimonio es la “confesión de fe”, unas veces breve y otras más extensa.

Las bienaventuranzas

La bienaventuranza o macarismo (del griego makarios, “feliz”, “dichoso”)[30] es una exclamación gozosa que proclama felices a una o varias personas por lo que son (v. gr., los pobres) o por lo que hacen (v. gr., los que trabajan por la paz). En la Biblia, las bienaventuranzas son un género literario relativamente frecuente, que aparece en distintos contextos (Salmos, escritos sapienciales, oráculos proféticos). Más bien raras, en cambio, son las bienaventuranzas dispuestas en serie, como aparecen en los evangelios (Mt y Lc).

Las bienaventuranzas se distinguen de las fórmulas de bendición (cf., por ejemplo, Lc 1.68: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel...”). A diferencia de estas últimas, que son palabras cargadas de poder y que según la concepción más antigua producían su efecto en forma irreversible (Gen 27.27‑29,37), las bienaventuranzas pertenecen al orden del anuncio: un acontecimiento venturoso es fuente de felicidad y se convierte en motivo de felicitación: "¡Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!” (Lc 1.45).

En lo que respecta al contenido, las bienaventuranzas pueden dividirse en dos categorías: las que proclaman feliz a la persona a causa de un acto o de un estado que existen realmente; y las que incluyen un matiz condicional, y son una forma indirecta de exhortar a la práctica de una conducta determinada. Como ejemplo de la primera categoría puede citarse Sal 33.12:

¡Feliz la nación cayo Dios es Yahvé,

feliz el pueblo que él se eligió como herencia!

La bienaventuranza de Sal 32.2, en cambio, contiene una exhortación velada:

¡Feliz el hombre a quien Yahvé

no le tiene en cuenta las culpas

y en cayo espíritu no hay doblez!

Las bienaventuranzas de Jesús han sido trasmitidas en dos versiones distintas (Mt 5.3‑11 y Lc 6.20‑23), y constan siempre de dos elementos: primero se proclama felices a ciertas categorías de personas (los pobres, los que tienen hambre, los que sufren persecución); luego se enuncia el motivo de esa felicidad (porque...). El motivo está siempre relacionado con el reino de Dios, del que las bienaventuranzas son un anuncio.

El evangelio de Lucas trae cuatro bienaventuranzas formuladas en segunda persona: “Felices los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (6.20). Esta proclamación está dirigida a los pobres, a los que ahora tienen hambre, a los que lloran y a los que son perseguidos, marginados o insultados. Lc se refiere a los pobres en sentido material; no se trata de cualidades éticas, sino de situaciones concretas[31].

En labios de Jesús, estas bienaventuranzas son gritos de alegría por la presencia del Reino. Para los pobres y afligidos la llegada del Reino es realmente una buena noticia.

Mateo, en cambio, pone al comienzo del sermón de la montaña una serie muy bien construida de nueve bienaventuranzas. Las ocho primeras están formuladas en tercera persona: “Felices los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (5.3). La novena bienaventuranza se distingue de las demás por su minuciosidad y porque está formulada en estilo directo: “Felices seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por causa mía; alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos...” (5.12).

En cuanto al contenido, Mt incluye en sus bienaventuranzas determinadas cualidades éticas que condicionan la promesa contenida en cada una de ellas. Son las condiciones de admisión en el reino de Dios, y puestas al comienzo del sermón de la montaña recuerdan las liturgias de entrada que se practicaban en el templo de Jerusalén: “¿Quién subirá al monte de Yahvé?... E1 de manos limpias y puro corazón...” (Sal 24.3‑4).

La pobreza “en el espíritu” (tema de la primera bienaventuranza) es una cualidad moral, una actitud religiosa; se refiere a la humildad que tiene por modelo al mismo Cristo, amanso y humilde de corazón” (Mt 11.29)[32]. Las otras bienaventuranzas de Mt tratan de una conducta determinada: humildad (v. 5), misericordia (v. 7), pureza de corazón (v. 8), trabajo en favor de la paz (v. 9), implantación de la justicia (v. 6 y 10). Solo la bienaventuranza de “los afligidos” (v. 4) parece orientada de manera distinta: la tristeza no es una actitud que puede adoptarse libremente, sino una disposición en la que uno se encuentra. Podría pensarse que el consuelo es la contrapartida escatológica de un dolor real y verdaderamente humano, cualquiera que sea su origen; pero el contexto de Mt hace pensar, más bien, en los que hacen penitencia y lloran por sus propios pecados y por los del pueblo de Israel.

Estas dos versiones permiten establecer un paralelismo muy instructivo. Es evidente, en efecto, que la tradición ha recorrido dos caminos distintos hasta llegar, respectivamente, a Mt y Lc. Lucas ha radicalizado las bienaventuranzas en sentido social; Mateo, en sentido “espiritual”. La considerable divergencia de estas dos versiones nos invita a preguntar qué bienaventuranzas se remontan a Jesús, cuál fue su forma literal originaria y quiénes fueron los primeros destinatarios de aquellas exclamaciones gozosas.

Aunque estas preguntas no pertenecen a la critica literaria sino a la crítica histórica, conviene decir algo al respecto. Ante todo, se puede afirmar con suficiente seguridad que Jesús pronunció realmente las tres primeras bienaventuranzas de Lc. En segunda persona del plural (“¡Felices vosotros....!“), Jesús se dirige a los pobres, a los hambrientos y a los afligidos, y su proclamación emplea el estilo directo. Él no habla de los pobres, sino que los interpela directamente con la palabra viva de la bienaventuranza.

A diferencia de Lucas, Mateo “espiritualiza” las bienaventuranzas. Él expone ciertas exigencias propias de la vida cristiana, de modo que las promesas quedan reservadas solo a los que observan tales exigencias. Esta transformación se expresa en el plano lingüístico mediante el paso de la segunda a la tercera persona: para que se cumpla la bienaventuranza, también tienen que cumplirse las condiciones.

A modo de conclusión podemos citar las bienaventuranzas que se encuentran en el libro del Apocalipsis: 1.3; 14.13; 16.15; 19.9; 20.6; 22.7,14.

Leyes casuísticas y apodícticas

El Pentateuco contiene, además de textos narrativos, un conjunto de prescripciones legales. Estas leyes suelen estar formuladas de dos maneras distintas: en forma condicional o en forma incondicional. A partir de un célebre estudio de Albrecht Alt, estas dos formas suelen denominarse, respectivamente, derecho casuístico y derecho apodíctico[33].

El derecho casuista describe un caso y determina la sanción; por ejemplo, Ex 2 1 .33‑34:

Si alguien abre un pozo o cava una fosa y no la tapa, y un buey o un asno caen dentro, el propietario del pozo deberá indemnizar: pagará en efectivo al dueño del buey o del asno el precio debido, y el animal muerto quedará para él”.

La forma de esta prescripción se caracteriza por su enunciado condicional y por la formulación impersonal. Una cláusula condicional y general, que suele empezar con la conjunción hebrea ki (así,), y que emplea la tercera persona, indica el hecho delictivo; en algunos casos, otras cláusulas lo especifican todavía más. Luego viene la frase principal, que determina la sanción. Esta puede ser una reparación simple o múltiple, y a veces incluso la muerte (cf. por ejemplo Dt 22.23‑27)[34].

La formulación apodíctica, en cambio, hace sentir con más fuerza el tono imperativo del mandato:

No pronunciaras el nombre de Yahvé, tu Dios, en vano.

No matarás.

No cometerás adulterio.

No robarás.

No darás falso testimonio contra tu prójimo.

(Ex 20.7,13‑l6; Dt 5.11,17‑20)

 


 

[1]           El lector de periódicos también distingue espontáneamente la crónica política de la policial, los informes sobre el estado de la economía, las opiniones de los analistas políticos, económicos, culturales o religiosos, y los artículos de fondo. Por supuesto, no todos estos géneros le merecen la misma credibilidad.

[2]          Según el Fedro de Platón (249 E), el “entusiasmo” (gr. enthousiasmós, lit. “en‑diosamiento”) es una posesión divina. Cuando se encuentra en ese estado, el alma está fuera de sí, en un verdadero trance extático. Los poetas son “entusiastas”; pero lo es también el filósofo en la medida en que lo mueve el amor y lo inspira la visión de la sabiduría. En el lon, los poetas forman una cadena de inspirados, movidos por el entusiasmo (533 E). En otro lugar ( Tim 71 E) el entusiasmo está relacionado con la mántica o potencia adivinatoria (mantibe). Cf. Ioseph Pieper, Entusiasmo y delirio divino. Sobre el diálogo platónico “Fedro”, (Madrid, México, Pamplona: Rialp, 1965).

 

[3]           La ”más grave acusación” que Platón dirige contra la poesía radica en su capacidad para corromper incluso a las personas de bien: “Hasta los mejores de entre nosotros sentimos placer al oír cómo Homero o algún otro de los poetas trágicos imita a un héroe angustiado, que prorrumpe en lamentos prologados, o que canta golpeándose el pecho; entonces, como sabes bien, nos dejamos llevar por el curso de la representación con simpatía y entusiasmo, y alabamos como buen poeta al que con mayor fuerza nos pone en una disposición semejante”. Así la poesía, en vez de enseñar a dominar la tristeza, la ira o el dolor con el poder de la razón, hace a las personas viciosas y desdichadas por la fuerza que esas pasiones ejercen sobre el alma (cf. Rep., V, 603 C‑VI, 606 D). Platón no se detiene a considerar si Homero era un gran poeta; lo que le interesa saber es si de veras era capaz de educar a la Hélade, como pensaban los griegos. Desde este punto de vista exclusivamente pedagógico, el filósofo se pregunta si alguna vez los poetas contribuyeron a mejorar la ciudad o a perfeccionar sus instituciones. La respuesta, por supuesto, es negativa.

[4]           Para Aristóteles, la esencia de lo estético radica en la mimesis (palabra griega precariamente traducida por “imitación”). Esta mimesis se realiza por distintos medios (la poesía se vale de las palabras, la música de los sonidos, la pintura de los colores y las formas). Así la obra de arte es la transposición a un nuevo modo de ser de algo que de alguna manera estaba ya en la realidad, sobre todo, en la realidad humana. Este nuevo modo de ser presupone la recreación estética de lo imitado, ya que hace intervenir la actividad del artista que revive, interpreta y asume estéticamente lo que expresa luego en la obra. No se trata, por lo tanto, de una copia literal o de un simple remedo de lo real (como podría sugerirlo a primera vista la palabra “imitación”), sino de lo que hoy llamaríamos una “representación”. Por otra parte, la representación estética no imita todos los rasgos de la cosa representada, sino sus aspectos más destacados o significativos. Así, según Aristóteles, la obra de arte libera la realidad de algunos de sus accidentes concretos y expresa lo universal en lo particular; no lo universal abstraído de lo individual y fenoménico, sino la forma universal particularizada.

[5]           Mucho se ha discutido sobre el significado del término kátharsis en la Poética de Aristóteles. En la antigua civilización griega, ese término tenía una acepción medicinal y otra religiosa. En medicina significaba algo así como “expurgación”, y se refería a la expulsión de las materias orgánicas nocivas para el cuerpo (o, según la terminología de la época, de los humores dañinos, como la bilis y la flema). Aristóteles emplea aquí el término kátharsis en sentido analógico, para referirse al efecto que el espectáculo trágico provoca en los espectadores. La representación de acontecimientos pavorosos o desdichados es característica de la tragedia; por lo tanto, el miedo y la piedad son esenciales en el espectáculo trágico, y son estos sentimientos los que están sujetos a la kátharsis. En la tragedia de Sófocles, por ejemplo, el destino de Edipo provoca en el espectador una serie de excitaciones corporales y de experiencias espirituales, similares a las producidas en ciertos ritos religiosos. Así la tragedia, como las ceremonias del rito dionisíaco de donde habla emanado, removía oscuros sedimentos de la naturaleza humana y enfrentaba al espectador con un gran enigma. Al compenetrarse con el destino de Edipo, tan abismal y misterioso, aunque inherente a su propia condición humana, la tragedia operaba en el espectador la purificación d e las pasiones que el espectáculo suscitaba en él. El miedo y la piedad que se experimenta ante el espectáculo trágico, precisamente porque provienen de una representación artística, no son emociones violentas como las de la vida real, sino emociones estéticas que producen un goce sereno. Excitando esas pasiones, la tragedia las descargaba de su violencia nociva, y así producía un efecto expurgador, favorable a la armonía interior. La teoría aristotélica de la kátharsisileva implícita una crítica a los ataques de los moralistas como Platón.

[6]           Véase, por ejemplo, José Alsina, Literatura griega. Contenidos, problemas y métodos (Barcelona: Ariel, 1967; con abundante bibliografía).

[7]           Cf. Kees de Blois, “Forma y significado. Cómo expresar un significado mediante diferentes formas” ( Traducción de la Biblia, 2 [1 9911, 14‑20).

[8]           Las introducciones y comentarios científicos al libro de Jonás exponen los datos arqueológicos e histéricos que fundamentan esta afirmación.

[9]           Sobre el contenido de esta enseñanza puede consultarse la Introducción al libro de Jonás en La Biblia de Estudio Dios habla hoy.

[10]          Toda la tradición patrística y mística interpretó el Cantar como una alegoría. Entre los testimonios más ilustres cabe mencionar el Comentario de Orígenes, en el siglo III, los Sermones de San Bernardo sobre el Cantar (que prolongan la exégesis antigua y le añaden una nota propia de la espiritualidad del siglo XII) y el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz (obra maestra de la mística cristiana y de la poesía lírica universal). La única excepción ha sido Teodoro de Mopsuestia, en el siglo V. En contra de la opinión general, él negó que el Cantar haya sido inspirado por Dios y sostuvo que debía entenderse como un epitalamio o canto nupcial escrito para justificar el matrimonio de Salomón con la hila del faraón. Esta interpretación fue condenada por el segundo Concilio de Constantinopla (553), de manera que la suya fue una opinión aislada prácticamente hasta el siglo XVI. Algunos exegetas contemporáneos rechazan por completo la interpretación alegórica; otros afirman la polisemia de los textos poéticos y no excluyen la posibilidad a una lectura “espiritual”. Cf. Anne‑Marie Pelletier, El Cantar de los Cantares, Cuadernos Bíblicos 85, (Navarra, Estella: Editorial Verbo Divino, 1995), p. 36 s.

[11]          Para una exposición más amplia de esta cuestión, véase la Introducción al Cantar de los cantares en la ya citada La Biblia de Estudio Dios habla hoy. Téngase en cuenta que no es necesario recurrir a la interpretación alegórica para extraer del Cantar un mensaje nada desdeñable. En una sociedad que practicaba la poligamia y en la que el repudio de la mujer era una práctica común, el Cantar proclama un “amor fuerte como la muerte” y evoca un amor único y exclusivo; en un entorno cultural que sexualizaba a los dioses y sacralizaba el eros, el Cantar “seculariza” el amor, despojándolo de sus implicaciones míticas. Al mismo tiempo, enseña a vivir en el amor la relación de alianza y muestra la igualdad plena allí donde los papeles del varón y la mujer se concebían como disimétricos. La relación del hombre y la mujer ya no tiene un alcance hierogámico con vistas a la fertilidad, sino que recupera su lugar en el orden de la creación. Cf. Anne‑Marie Pelletier, op. cit., p. 32 s.

[12]          Es importante señalar que la interpretación de Aristóteles por los pedagogos y preceptistas del Renacimiento no tuvo en cuenta este hecho fundamental: la Poética no era una obra normativa sino descriptiva; en el momento de exponer sus teorías, el filósofo examinaba y evaluaba los procedimientos de una literatura que ya pertenecía al pasado. La lectura renacentista y neoclásica, en cambio, interpretaba la Poética como un manual de preceptos para una producción futura, tergiversando así el sentido original de la obra aristotélica.

[13]          La oposición al normativismo de la preceptiva literaria se remonta por lo menos al siglo I a. C., cuando el epicúreo Filodemo criticó las ideas del estoico Aristón de Quíos, formuladas unos doscientos años antes. Según este último, “todas las obras que violan las reglas son imperfectas, no obstante el brillo con que hayan sido concebidas”. El romanticismo avanza mucho más en esta critica, al considerar que las llamadas técnicas artísticas son en realidad una disposición intuitiva y un impulso inconsciente. Cf. Jaime Rest, Conceptos de literatura moderna, (Buenos Aires: Fondo Editor de América Latina, 1979), p. 125.

[14]          Cf. Delfín Leocadio Garasa, Los géneros literarios {Buenos Aires: Ed. Columba, 1969), p. 195 ss.

[15]          La presencia de otros textos en un texto determinado constituye el fenómeno que hoy se suele designar con el nombre de intertextualidad. Dicha presencia se manifiesta de muy diversas maneras (no solo en las citas explícitas o implícitas, sino también bajo la forma de alusiones, evocaciones, imitaciones y plagios). El concepto de intertextualidad sirve a la critica reciente para analizar metódicamente lo que antes se designaba, de un modo más bien vago, con el nombre de “influencias”. Obviamente, este concepto puede prestar importantes servicios en el ámbito de la literatura comparada. Cf. A. ). Greimas, Courtés, Semiótica Diccionario razonado de la teoría del lenguaje (Madrid: Gredos, 1982), p. 227 s.

[16]          Amado Alonso, Poesía y estilo de Pablo Neruda (Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1966), p. 83.

[17]          También es difícil la poesía de Góngora y de los poetas culteranos, pero allí hay un pensamiento claro, que sigue la vía compleja y a la vez estricta de la estructura sintáctica. Góngora añade un inciso tras otro, explota hasta el extremo las posibilidades del hipérbaton, acumula imágenes audaces y motivos heterogéneos, pero no anula la idea directriz. Un riguroso sistema de equivalencias oculta el pensamiento; sin embargo, este se entrevé claramente tras las líneas retorcidas y frondosas, pero exactas, de la construcción barroca. En los poemas de Neruda, por el contrario, el pensamiento tiene siempre algo de embrionario, que nunca llega a configurarse en una forma cerrada.

[18]         El primer fragmento pertenece al poema “Materia Nupcial” y el segundo a “Entrada en la Tierra”, ambos de Residencia en la Tierra II. En el último verso, el simbolismo de las campanas se aclara, como tantas otras veces, a la luz de un pensamiento poético desarrollado por Neruda en otro lugar:

“¡Oh, poder celebrarte con todas las palabras de alegría

Cantar, arder, huir como un campanario en las manos de un loco!”. I Poema XIII )

[19]          Amado Alonso, op. cit, p. 129.

[20]          La idea del “poeta antena”, que pone el oído “en la pura circulación”, se encuentra en el poema “Débil del alba” (de Residencia en la tierra 11). Allí abundan las expresiones que manifiestan el carácter caótico de las experiencias suscitadas por dicha auscultación (así, por ejemplo, “entre lo confuso”, “cediendo sin rumbo el paso a lo que arriba, a lo que surge vestido de cadenas y claveles”, “con un desgarrador olor frío”).

[21]          Amado Alonso (op. cit., p. 175 s.) hace notar también que en Neruda la voluntad de forma ha ido en aumento a medida que avanzaba su obra, y esto por un proceso de maduración personal. Se trata de una forma bien construida, con un principio generador de todo el poema, aunque sin llegar nunca a las formas clásicas, contrarias a su temperamento poético.

[22]          Al escribir la primera frase, al trazar la primera pincelada, o al componer el primer acorde, el artista se somete ya a las reglas de una convención, acepta un sistema de leyes formales y de criterios del gusto. Pero así como no hay una tradición unívoca y absolutamente fila, tampoco hay una tradición de la técnica artística que signifique lo mismo para todos y en cualquier condición. Las convenciones y reglas vigentes no se imponen de manera absoluta, sino que adoptan desde el principio el sentido que el sujeto creador les da. Este se acerca a ellas con intención creadora; no solo se deja limitar o determinar por ese sistema, sino que lo amplia, lo modifica y le imprime un sello más o menos personal.

[23]          La peculiar relación de forma y significado en el lenguaje poético trae a la memoria el culto de le mot juste (“la palabra justa”), tal como lo practicó, con una tenacidad no exenta de angustia, el novelista francés Gustave Flaubert. Si es verdad, como él pensaba, que hay un solo modo de decir cada cosa, el primer deber del escritor es descubrir ese modo único. Pero Flaubert creta además en la armonía preestablecida de lo eufónico y lo exacto, de manera que la palabra justa (que no es necesariamente anómala o asombrosa) es también la más musical. De hecho, el lenguaje de Madame Bovary o de Bouvardy Pécuchet es normal y no excluye los lugares comunes y la imágenes imprecisas, aunque nunca enigmáticas o violentas. Jorge Luis Borges llamó la atención en varias oportunidades sobre esta supersticiosa convicción de Flaubert, “cuya doctrina y cuyo destino, más que su obra, son ejemplares en la literatura de nuestro tiempo”. También hizo notar que le mot juste degeneró más tarde en el vanidoso mot rare de los cenáculos simbolistas. Véase, entre otros textos de Borges, la “Página final” de su libro sobre Leopoldo Lugones y el ensayo titulado “Flaubert y su destino ejemplar” (en su libro Discusión, de 19321.

[24]          Cuando la correspondencia entre la imagen y el término real no se percibe con claridad (al menos inmediatamente) se produce el enigma, como en el siguiente poema de García Lorca “En la redonda/ encrucijada/ seis doncellas/ bailan./ Tres de carne y tres de plata./ Los sueños de ayer las buscan/ pero las tiene abrazadas/ un Polifemo de oro”/ (= la guitarra).

[25]          Quintiliano (Marcas Fabius Quintilianus) es uno de los más célebres retóricos latinos. De origen hispano, en el 68 d.C. fue llamado a Roma por el emperador Galba, y allí abrió una escuela de retórica. Tuvo varios discípulos ilustres, entre ellos Plinio el Joven y probablemente el historiador Tácito.

[26]          Cuando el poeta argentino Enrique Banchs escribe: “Si en el mar de la vida soy estela/ que se deshace apenas levantada...”, da a entender de inmediato que el “mar” representa la “vida” y que el individuo es como la “estela” fugaz que el barco deja detrás de sí. El lenguaje alegórico y su interpretación se dan aquí en forma simultánea y no sucesivamente, como en el texto de Ezequiel. La alegoría que compara la vida con la navegación por un mar proceloso es una de las más frecuentes en la literatura universal. Un ejemplo ilustre es la oda de Horacio que comienza con la frase “ O navis, referent in mare te novi puctus” (Libro 1, XIV).

[27]          Aquí cabe mencionar, a título de ilustración, la fina y breve alegoría de Stephan Mallarmé, inspirada en la trayectoria poética de Arthur Rimbaud. Esa trayectoria fue tan vertiginosa y genial, que tiene algo de sobrehumano. A los catorce años, o quizá antes, Rimbaud empezó a escribir poemas en latín y en francés; a los quince, ya dio claras señales de sus dotes excepcionales, y a los dieciséis sorprendió con sus escritos a poetas como Hugo y Beaudelaire. En tres años de actividad ininterrumpida produjo una serie deslumbrante de poemas, genial entrevero de turbulencias abismales y de visiones angélicas. Pero a los dieciocho años, su inspiración ya estaba agotada. En 1873 escribió su última obra poética ( une saison en enfer ), y a partir de aquella fecha, en los diecisiete años que duró todavía su enigmática vida, solo utilizó la pluma para escribir recibos comerciales y cartas de familia. A diferencia de otros grandes poetas, Rimbaud no logró llevar hasta su edad madura la precoz genialidad de la juventud. De ahí la alegoría de Mallarme: “Fulgor de un meteoro que surge fortuitamente, solo para extinguirse enseguida”. Como puede verse con facilidad, la alegoría solo resulta inteligible para el que conoce el referente. Sin este conocimiento, la imagen poética resulta ininteligible, o es susceptible de una interpretación distinta.

[28]          El episodio del profeta enmascarado (I R 20.35‑43) muestra de manera emblemática que este “enmascaramiento” es esencial dentro del procedimiento parabólico. Igualmente ilustrativo es el caso de la mujer de Tecoa: como el oficio del rey es la administración de la justicia, ella presenta a David un caso ficticio y le pide una decisión judicial. David piensa que se trata de un hecho acaecido realmente y pronuncia su dictamen. Solo entonces se descubre la estratagema urdida por Joab para obtener el retorno de Absalón (2 Sam 14. 1‑24). Cf. también Jue 9.7‑21; Is 5.1‑6.

[29]          E. Biser, Die Gleichnisse Jesu. Versuch einer Deutuag (Munich: 1965), p. 42 (citado por WofgangHarnisch, Las Parábolas de Jesús Salamanca: Editorial Sígueme, 19891, p. 129).

[30]          Makarios es una forma derivada de makar, expresión poética que se encuentra por primera vez en Píndaro (c. 518/7‑438 a.C.) y que se refiere a la felicidad de los dioses y a la de aquellos que gozan de una existencia dichosa y libre de preocupaciones. En el siglo IV a.C. el término entró en el lenguaje corriente y pasó a ser una expresión común, de manera que los poetas dejaron de usarla (cf. Diccionario Teológico del Nuevo Testamento [Salamanca: Editorial Sígueme, 19851 1, p. 182). Algunos exegetas consideran que el adjetivo makarios se traduce casi siempre con demasiada tibieza. En labios de Jesús sugiere la idea de una felicidad extrema, de un gozo casi inconcebible. Así les habla a los agobiados y oprimidos para invitarlos a esperar, a pesar de todo, el surgimiento de un mundo nuevo.

[31]          A las cuatro bienaventuranzas Lc les añade cuatro “malaventuranzas”, que son como el reverso de las primeras: “¡Ay de vosotros, ricos...!”.

[32]          En el griego corriente, la palabra ptojós (“pobre”) se refiere únicamente a la penuria material. En cambio, hay numerosos textos de la Biblia y del judaísmo antiguo que asignan a ese mismo adjetivo un matiz moral y religioso. Así, por ejemplo, en el Salmo 69 (XX 68) los “pobres” (Hab. anawim, gr. ptojos están en paralelismo con “los que buscan a Dios' (v. 33). Cf. también Sal 18.28; Is 66.2.

[33]          A. Alt, Die Urspriinge des israelitischen RecAtes (Los orígenes del derecho israelita) (1934) A. Alt, Die Urspriinge des israelitischen RecAtes (Los orígenes del derecho israelita) (1934)

[34]          Las leyes del antiguo oriente presentan por lo general una forma similar (cf., por ejemplo, el célebre Código de Hammurabi).