Teología del cuarto evangelio

Francisco de la Calle

en Javier Pikaza y Francisco de la Calle, Teología de los evangelios de Jesús, Ed Sígueme. Salamanca 1980  359-477 ,

 

NOTA BIBLIOGRÁFICA

El evangelio de Juan o IV evangelio tiene una bibliografía ilimitada; su carácter de evangelio espiritual, con que fue reconocido en la antigüedad en oposición a los sinópticos, más materiales, más aparentemente afincados en un Jesús hombre histórico de sus días, ha dado origen a un sinnúmero de comentarios desde los primeros tiempos del cristianismo. Nuestra intención al poner esta reducida nota bibliográfica es la de orientar al lector erudito en las tendencias exegéticas que nos han servido de cañamazo para trazar esta teología del IV evangelio. Recogemos tan sólo aquellas obras que, según nuestro parecer, señalan los hitos exegéticos de nuestro siglo.

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INTRODUCCIÓN

Las diferencias del IV evangelio o de Juan con respecto a los otros tres sinópticos saltan rápidamente a la vista. A pesar de tratarse de narraciones sobre Jesús de Nazaret, en pocas cosas está de acuerdo con los sinópticos, si dejamos a un lado los relatos de la pasión.

No aludimos a la posibles relaciones con los sinópticos; en esta cuestión, se han dado tantas opiniones como son posibles matemáticamente: 1) Juan conocía los tres sinópticos; 2) conocía Marcos y Lucas; 3) conocía Marcos o una fuente suya; 4) conocía Lucas; 5) no conocía ninguno de los sinópticos, sino una tradición común a ellos. En el reato, pretendernos referirnos al estilo y expresión propios del IV evangelio.

El estilo, los temas, las acciones están vistas desde una perspectiva particularísima. El Jesús de Juan realiza su ministerio casi siempre en Jerusalén, mientras que los sinópticos hacen hincapié en el ministerio galileo; actúa públicamente por dos o tres años, mientras que, en los sinópticos toda la aparición de Jesús se reduce a un año; Jesús no habla en parábolas o con frases lapidarias, sino que desarrolla su doctrina en largo y misteriosos discursos...

Para explicar estas diferencias, se ha apelado desde siempre al acento teológico o simbólico del evangelio. Juan habría usado un lenguaje propio, que no era el de Jesús, sino transformado y expresado con categorías simbólicas entresacadas del antiguo testamento o de propia creación teológica. El evangelio de Juan era un evangelio teológico. Esto se decía casi en oposición a los sinópticos tenidos por históricos. Ha sido últimamente cuando se ha descubierto el valor histórico de Juan.

Independientemente de su veracidad histórica, en los últimos tiempos que llegan hasta nosotros, ha tenido lugar un intento científico de buscar las fuentes primitivas que utilizó el autor del IV evangelio. El paciente y erudito estudio se debe a R. Bultmann, el autor que había encauzado ya desde la misma perspectiva el estudio del material pre-sinóptico. Su aportación puede ser discutida, no tanto en las líneas generales cuanto en sus conclusiones particulares; lo que no puede hacerse es pasar por alto su laboriosa obra.

En el evangelio de Juan, distingue el autor tres tipos de material narrativo o fuentes prejuánicas; la fuente de los signos, la de los discursos y otra que contiene un material paralelo al de los sinópticos. La segunda, la más importante, sería una fuente precristiana, nacida en el ámbito del gnosticismo. La idea o intención del evangelista sería la de cristianizar el gnosticismo o, dicho de otra manera, presentar en moldes gnósticos el mensaje cristiano.

En el plano de la elaboración de estas fuentes, Bultmann distingue tres etapas diferentes. En la primera, se llegó, mediante la elaboración armónica del material preexistente, a un evangelio completo, cuyo final aparece actualmente en 20, 30 s.; un libro que narraría los signos del revelador Jesús. Su autor habría sido un discípulo del Bautista. En un segundo momento, sin que conozcamos sus causas, el orden primitivo del evangelio se perdió. El fundamento para postular esta hipótesis está en la carencia actual de orden en la narración evangélica. Una muestra puede apreciarse en el discutido orden de los capítulos 6 y 7 que, en un orden estrictamente cronológico y geográfico parece que deberían estar invertidos.

Y, en una tercera y última etapa, hubo un autor que intentó reestructurar el descompuesto evangelio, añadiendo de su cosecha retoques de importancia como el capítulo 21; este autor es precisamente el que se autoidentifica con el discípulo amado. Consecuente con esta hipótesis, Bultmann, en, su comentario a Juan, trata de encontrar el orden del primitivo evangelio, agrupando las narraciones en virtud de su material y origen.

Bultmann es el representante de más calidad dentro de la corriente exegética neotestamentaria, conocida con el nombre alemán de Formgeschichte o historia de las formas. Los autores de esta tendencia, admitida universalmente en sus rasgos generales, intentan explicar el origen concreto de cada una de las tradiciones independientes que dieron origen a los actuales evangelios. Bultmann es el autor que ha estudiado en profundidad tanto la tradición sinóptica como en el evangelio de Juan. Sus dos obras en esta dirección son Geschichte der synoptischen Tradition, Göttingen 1958 y Das Evangelium des Johannes, Göttingen 1968.

Este problema del orden del evangelio es de importancia para nuestro trabajo. En última instancia, lo que interesa a un autor que quiera exponer el pensamiento de otro es encontrarlo -si de un escritor se trata- en una obra literaria, cuya estructura sirve de armazón a la exposición. En el caso de un evangelio, viene a suceder un poco, mutatis mutandis, como con algunos libros de nuestros días que recogen material anterior a sus autores y lo ordenan y elaboran de un modo personal, para exponer su propio pensamiento. Para un teólogo del nuevo testamento, lo que cuenta como primario es el texto mismo, si bien ha de tener en cuenta su procedencia. El último autor evangélico, el que ha legado a nuestra fe cada una de las obras literarias ya completas, es el exponente de la fe cristiana; aunque haya usado fuentes anteriores, muy a tener en cuenta a la hora de ahondar en su pensamiento, las ha releído, quizás reinterpretado, en una nueva dimensión personal. Es la que buscamos en nuestra exposición.

I. EL ESQUEMA LITERARIO DEL CUARTO EVANGELIO

La idea central del IV evangelio es bastante clara; ha habido históricamente un único revelador de Dios, y fue Jesús de Nazaret. Apareció en la historia, y los hombres pudieron ver en él toda la gloria de Dios; unos le aceptaron como tal, mientras otros le recusaron. Con él, llegó a los hombres todo el ser de Dios, una revelación que no es solamente verbal, sino también y esencialmente vital: el hombre que cree en Jesús de Nazaret alcanza la salvación, manifestada como vida eterna. En virtud de esta doble postura de los hombres ante el revelador, éste aparece presentándose de dos maneras diversas: como aceptado y como rechazado. Es la magna división primaria que puede observarse en el texto evangélico. A partir del capítulo 13, Jesús se manifiesta a los suyos; desde el capítulo 3, se ha manifestado ante aquellos que terminarían por recusarle. Todo el evangelio se convierte en una especie de lucha entre el revelador y los hombres. Aparentemente vencen los hombres, pero, en este su vencer, Jesús está juzgándoles: los que creyeron en él tienen vida eterna, quedan inextricablemente unidos al mundo divino; los que no creyeron, se quedan en el más aquí de la salvación, en un mundo humano en el que no ha entrado Dios.

Esta historia de Dios en el mundo está precedida del llamado prólogo (1, 1-18) y de la figura del Bautista. El primero es una especie de resumen anticipado de todo el evangelio; el segundo es la figura de enlace y contraposición con el revelador de Dios. Damos a continuación un esquema, que seguimos en nuestra exposición del pensamiento juánico y que puede servir para una lectura del evangelio.

I. INTRODUCCIÓN: 1, 1-34.

1. Prólogo: 1, 1-18 5. a) El logos y Dios: 1, 1-2. b) EL logos y la creación: 1, 3-5. c) El logos y Juan: 1, 6-8. d) Función del logos: 1, 9-14. c) Jesús y Juan: I, 15. ' b) Jesús y los hombres: 1, 16-17. a) Jesús y Dios: 1, 18.

El esquema del prólogo está tomado esencialmente de M. E. Boismard, El prólogo de san Juan, 126. En lo restante, hemos seguido bastante de cerca a Bultmaan, aunque corrigiendo su esquema en los puntos que hemos juzgado oportunos.

Transición a Jesús: 1, 19-34. a) Primer testimonio de Juan: 1, 19-28. b) Segundo testimonio de Juan: 1, 29-34.

II. LOS ENCUENTROS CON EL REVELADOR: I, 35-6, 71.

1. Los discípulos: 1, 35-2, 22.

a) Encuentros: 1, 35-51. b) Dos signos para su fe: 2, 1-22.

2. Con todos los hombres: 2, 23-6, 71.

a) Introducción: 2, 23-25. b) Cuatro interlocutores de Jesús: 3, 1-4, 54. Nicodemo: 3, 1-21. El bautista: 3, 22-30. La samaritana: 4, 1j12. El oficial real: 4, 43-54. c) Dos signos para la fe: 5, I-6, 59. Curación del paralítico: 5, 1-47. El pan multiplicado: 6, 1-59. Conclusión: 6, 60-71.

III. LUCHA Y VICTORIA SECRETA DEL REVELADOR: 7, 1-12, SO.

1. Introducción: 7, 1-13.

2. Enseñanzas del revelador: 7, 14 - 8, 59.

3. Signos del revelador: 9, I-11, 54. a) Jesús es luz: 9, I-10, 42.

b) Jesús es vida: 11, 1-54.

4. Victoria secreta universal: 12, 1-36. a) Los judíos le confiesan mesías: 12, 1-19. b) Los gentiles vienen a él: 12, 20-36.

5. Conclusión: 12, 37-50.

IV. EL REVELADOR ANTE LOS SUYOS: 13, 1-21, 25.

1. Introducción: 13, 1.

Revelación verbal: 13, 2-17, 26. a) Los mandamientos: 13, 2-14, 14. b) Revelación del mundo divino: 14, 15 - 16, 33. c) Ruego de Jesús al Padre: 17, 1-26. Revelación real: 18, 1-21, 23. a) El camino hasta la cruz: 18, I-19, 42. b) - La resurrección: 20, 1-21, 23. Conclusión: 21, 24 s.

En la primera parte, se establece todo el entramado de la obra literaria; la lucha entre luz y tinieblas que se verificó en la historia de Jesús de Nazaret y que sigue siendo el esquema siempre válido en la vida de los cristianos. En la segunda; comienza la historia con dos clases de dialogantes de Jesús;. los discípulos y los demás hombres. Todavía no existe lucha, sino diálogo, autopresentación del revelador. A partir de ella, los hombres se van a ir diferenciando, estableciéndose la crisis, el juicio o distinción entre dos tipos de hombres; los que han aceptado al revelador y los que le han recusado. La presentación de Jesús se .realiza siempre de dos maneras; a través de la palabra y a través de los signos. En ellos, hay que llegar a distinguir al Jesús que es presencia de Dios en el mundo. En la tercera parte, Jesús y el mundo se perfilan como seres antagónicos claramente; palabras y hechos del revelador van encontrando la repulsa, porque desenmascaran a los hombres. Jesús termina venciendo escondidamente: la luz producirá ciegos, quieren matar al que es la vida, judíos y gentiles corren tras Jesús. Y Jesús se oculta a todos. En la cuarta y última parte, Jesús se revela a los suyos. Las palabras del revelador se les presentan como portadoras de nuevos preceptos y desveladoras de toda la realidad divina que ha entrado con él en el mundo de los hombres. Su obra se presenta en dos partes complementarias: muerte que es resurrección; es la obra de la que dimana al creyente toda la salvación de Dios.

EL MUNDO AMBIENTAL DEL CUARTO EVANGELIO: EL GNOSTICISMO

EI IV evangelio, como todos los demás, ha nacido al conjuro de unas necesidades de la comunidad cristiana primitiva; lo ha hecho dentro de un marco preciso de pensamiento, dentro del cual encuentra hoy su mejor expresión. Si bien es cierto que su calidad de libro inspirado lo coloca en el más allá de toda ideología, como palabra perpetuamente válida para la fe cristiana, no es menos ver­dad que necesita de una especie de traducción a nuestro lenguaje; la culpa está en que la mentalidad humana de hoy es bastante di­versa de aquella en que se originó el evangelio

Para explicar este mundo ambiental, en el que se hizo el evan­gelio de Juan, se han lanzado cinco hipótesis: antiguo testamento, judaísmo post bíblico en general, la literatura sapiencial en espe­cial, Qumran y, por último, la gnosis. De entre todas estas hipó­tesis, parece más viable la última; el IV evangelio expresa con mol­des gnósticos el contenido de la fe cristiana. Es, al menos, la hi­pótesis que brinda más soluciones de interpretación.

Claro está que, al hablar de gnosis, una gran cantidad de au­tores siente como si el contenido del evangelio se hubiera conver­tido de golpe y porrazo en heterodoxo, porque por gnósticos se conocen en la historia de la iglesia a los primeros herejes del cris­tianismo; los nombres de Marción y Valentiniano, acompañados, en España, de Prisciliano, saltan inmediatamente a la memoria de todos. Pero es que el gnosticismo como fenómeno científico‑reli­gioso es una realidad bastante anterior al cristianismo y contri­buyó a formar una mentalidad que, en sus líneas esenciales, tiene todavía vigencia en un gran número de personas de nuestro occi­dente cristiano.

Ha habido en la historia muchos tipos de gnosticismos; todos ellos, sin embargo, tienen una mentalidad común, una especie de líneas maestras que el autor del IV evangelio trata de superar. El gnosticismo parte esencialmente de un dualismo original, mezcla de ideas griegas y persas. De un lado, está el mundo de Dios, el ámbito de lo divino, inasequible totalmente al hombre; de otro, el mundo de aquí abajo, de la materia. En este segundo plano está el hombre ansioso de conocimiento y salvación. En el mundo de lo sobrenatural está el verdadero ser de las cosas, por esto el conocimiento de la realidad de Dios implica el conocimiento de todo; lo que importa es el conocimiento ‑gnosis‑, la compren­sión de las realidades que circundan al hombre. El conocimiento de Dios, la gnosis, es la comprensión del universo.

Para llegar a ella, el gnóstico se aparta del método experimen­tal, de la ciencia, y apela a la visión de Dios, a una especie de superconocimiento. Para llegar a esta visión de Dios ‑teoría, en el lenguaje clásico‑ el hombre tiene que verificar una ascesis, en la que demostrar a Dios su buena postura ante él. La razón está en que el Dios alejado y trascendente no puede ser captado si él mismo no se da. El hombre no es ya, como en Platón, una dualidad humano‑divina (cuerpo y alma), sino que pertenece por completo al mundo de la materia, imposibilitado para llegar hasta Dios. Es Dios el que se da al hombre bueno, al que ha elegido.

Y el gnóstico sabe cuál sea el camino para mostrarse bueno ante Dios, para provocar, por decirlo así, la autodonación de Dios, la visión mística del mismo, engendradora de vida eterna. Y el gnóstico llegará hasta la visión a través de toda una ascesis, llena de principios filosóficos y morales, uno de los cuales es el célebre “conócete a ti mismo”; hace falta una iniciación a los misterios.

Al hombre, preparado ya por esta ascesis, Dios se le comuni­ca, y con él llega el perfecto conocimiento de toda la realidad circunstante y la vida eterna. Se evade de este mundo para entrar en el ámbito de lo divino, en el que encuentra su realidad plena, que es donación de Dios a su esfuerzo.

Frente a esta mentalidad, Juan va a exponer su evangelio. Dios es el mismo alejado e inasequible, pero la donación de sí mismo es histórica. Empezó a realizarse en Jesús de Nazaret, constituido como revelador de Dios, como Dios mismo, en la historia de los hombres. La ascesis gnóstica queda destruida por su base; Dios se da ahora a quien crea en Jesús de Nazaret y cumpla sus man­damientos. El carácter exclusivo de revelador que tiene Jesús de Nazaret suprime cualquier intento gnóstico de llegar hasta Dios.

Este Dios aparece radicalmente como el que ama y se entrega al que ama; pero no es ya un amor a Dios, sino un amor entre los hermanos. La ascesis, que se fundamenta en los mandamientos que dará Jesús, es obrar el amor de Dios entre los hermanos. No es una evasión de la realidad, sino un compromiso con la misma. El cristiano no se ha evadido, en su ser más profundo de hijo de Dios, del mundo real que le rodea, sino que ha sido el ámbito de lo divino el que ha entrado en este más aquí, transformándolo. Dios no es ya el alejado, sino el que continúa habitando en los cristianos que están ejercitando entre los hermanos el mismo amor de Dios presente en Jesús, el que murió por todos.

El evangelio de Juan establece la verdadera gnosis cristiana, el conocimiento de la realidad divina salvífica para el hombre. Dios es amor y ha mandado a su hijo al mundo para que todo el que tenga fe en él se salve, guardando sus preceptos, que entrañan el mutuo amor de los fieles, y dando testimonio de la salvación, mediante la palabra que procede del revelador y se amplía en com prensión por obra del Espíritu. Todo ello se centra en un hecho plenamente histórico: Jesús crucificado. La verdadera gnosis cristiana es el Crucificado.

III. LOS SIGNOS

En el IV evangelio, la personalidad oculta del revelador aparece, se desvela, a través de acciones concretas, que el autor llama signos. A partir de Caná, Jesús hace una serie de signos; son la resurrección (2, 18), la curación del hijo del oficial real (4, 54), la del tullido (5, 20) y, en general, todos aquellos hechos que pueden quedar catalogados bajo el nombre de milagros. Ellos, juntamente con la palabra del revelador que instruye muchas veces desvelando el profundo significado de estos milagros, forman el entramado de la presentación de Jesús; son la gloria que despidió su persona y que es atestiguada por el evangelista (1, 14. 15; 20, 30 s.; 21, 24 s.).

Pero Juan no ha creado esta terminología de los signos. Tanto en el mundo hebreo como en el griego, por los que se extendió en principios el evangelio, existía ya un concepto elaborado sobre las actuaciones prodigiosas y su significación religiosa. Y es conveniente recordarlas, porque de ellas va a depender la figura del personaje que aparezca detrás de estas acciones. Juan ha recibido y moldeado una teoría anterior a él; con ella concuerda en parte, y en parte diverge. Su quehacer como evangelista, en este punto concreto y de gran importancia, consistirá en revestir de un nuevo sentido cristiano los hechos fundamentales de un Jesús taumaturgo.

1. Los signos en el ámbito judío

No es nuestra intención establecer toda la teología que de los signos maravillosos corre por las páginas del antiguo testamento, sino establecer unas bases de comprensión a la mentalidad del evangelista. Porque el cristianismo incipiente se encuentra con dos cosas, que ha de conciliar: los hechos de Jesús, muchos de ellos milagrosos, y la mentalidad semita con la que empezaron, tanto históricamente en vida de Jesús como después de su resurrección, a ser interpretados. En esa línea de interpretación, el IV evangelio se encuentra en un grado de evolución muy desarrollado; el cristianismo, sin dejar del todo sus resabios semitas, se ha encontrado ya con la mentalidad helenista, y va a resultar sumamente difícil transvasar el contenido de salvación a los moldes de las religiones paganas. Los resultados se empezaron bien pronto a palpar con las primeras desviaciones o herejías. El mundo cultural helénico era demasiado fuerte, y terminó, en la práctica, por absorber y explicar a su manera el cristianismo. Todavía hoy dura su influencia.

En el mundo ambiental judío, los “signos y prodigios” se mueven en tres dimensiones diversas: teofánicos, mesiánicos y proféticos. Provienen, en última instancia, siempre de Dios, el autor de la naturaleza; por, eso son siempre algo extraordinario, que no sucede todos los días, milagro. No se trata de una alteración de las leyes de la naturaleza, tal como nuestra imaginación occidental y esquemática puede pensar. Para un hebreo, el mundo no está dirigido por leyes; es sencillamente la casa de Dios, y en ella pone y quita a su antojo sus utensilios.

La finalidad de estos hechos no es siempre la misma. En el caso de Dios, es manifestación que suele inducir al temor; en boca de los profetas, es testimonio de veracidad; en el mesías, era signo dé reconocimiento.

a) Los signos teofánicos

Dios ejecuta acciones que, a los ojos de los hombres que las contemplan, son maravillosas, excepcionales. En el fondo, no es más que una explicación de los fenómenos inexplicables. Lo nunca visto, lo que excede a la comprensión humana, que tiene casi en exclusiva su propia actuación y fuerza como arquetipo de lo posible, proviene de tina fuerza inconmensurable que, en una religión, se atribuye al influjo del mundo superior sobre el inferior. En una religión monoteísta, como llegó a ser Israel, estas cosas sólo podían provenir de Dios, de Yahvé. 

De este pensamiento de ida -de explicación del fenómeno-, se pasó rápidamente a un pensamiento de vuelta. Si Dios intervenía en la historia, tenía que hacerlo de una manera estentórea. Y no es patrimonio exclusivo del pueblo hebreo; antes de que tuviera conciencia de su ser como pueblo, existían ya auténticos géneros literarios, que describían las teofanías o apariciones de Dios.

Ya en la antigua mesopotamia, el dios de la tempestad -Adad (acádico) o Iskur (sumerio)- se aparecía con unas características precisas de truenos, relámpagos, nubes y lluvia. Llegó a existir un género literario apto para expresar la presencia de Dios en un lugar. Dios llegaba con todo el aparato de su fuerza arrolladora, y el mundo circunstante reaccionaba ante su aparición: los hombres temían y la naturaleza entera temblaba. Con estos elementos, se construyó precisamente la teofanía del Sinaí. Si el pueblo de Israel tenía conciencia de que Dios se le había manifestado en su histo­ria, este Dios no podía menos de aparecerte tal como las mitolo­gías conocidas presentaban a Dios, en medio de signos y pro­digios.

Precisamente, uno de los problemas cruciales del Israel que se estaba for­mando al contacto con otras poblaciones poseedoras de fuertes tradiciones religiosas fue el distinguir a Yahvé de Baal, por ejemplo. Y esto lo realizó, a veces, mediante una teofanía distinta de la de Baal, dios que se aparecía en la lluvia. De aquí el relato de la teofanía de Yahvé a Elías; Dios no estaba, como Baal, ni en la lluvia ni en el viento ni en el fuego, sino en el blando y ligero susurro (1 Re 19, 11 s.).

Del mismo modo, sabedor Israel de que Yahvé se manifestaba en su propia historia como auténtica salvación, se retocaron los hechos cumbres en que había puesto la intervención de Yahvé. Las plagas de Egipto y los prodigios del paso del mar Rojo se fueron elevando de categoría hasta constituir, ya en los sapiencia­les, auténticos fenómenos cósmicos. Así el célebre paso del mar Rojo, primitiva fuga de un grupo de orientales residentes en Egip­to, burlando la vigilancia de las fronteras establecidas para impedir el paso a pueblos nómadas, y aprovechándose de las oportunidades que ofrecía un terreno cenagoso, se convirtió posteriormente, por haber visto en el hecho mismo la ayuda de Dios, en un inmenso y descomunal milagro, en el que el mar se había abierto de par en par. Para expresar la acción de Dios, el escritor sagrado había de­jado rienda suelta a su imaginación, porque Dios, cuando actúa, no puede ser menos del Dios grande que imaginan sus categorías humanas.

Dentro de esta categoría de prodigios, se llegará a poner toda la creación como signo de su poder y manifestación de su gloria, por lo que el hombre tiene incesantemente que dar gracias (cfr. Sal 136). Dios es el maravilloso y maravillosamente tiene que actuar en el mundo.

Estos signos ‑y es característica de la literatura veterotesta­mentaria‑ se han dado en el pasado y se repetirán, de alguna manera, en el futuro. El presente está como fuera de los tiempos en que Dios se manifestaba directamente. En el presente que vive cada israelita, Dios se manifiesta a través de los profetas, de los sueños, de las suertes...

En el futuro, Dios intervendrá directamente en la historia de los pueblos, asegurando el triunfo a Israel. Y en esta su interven­ción, no van a faltar, consecuentemente, una reata de prodigios. En el nuevo éxodo, que saldría ahora de tierras babilónicas, los montes se allanarían, crecería un vergel en el desierto, y el pueblo que retornaba a Palestina efectuaría lo que hoy podemos llamar un viaje de placer. Bajo estas perspectivas están escritas las imá­genes del Deuteroisaías.

Una misma idea, descrita con las características anejas a la apo­calíptica, aparecería en el ropaje de una lucha cósmica en la que milagrosamente Dios intervendría, arruinando los ejércitos enemi­gos y dando la victoria a Israel.

Los signos estentóreos y magníficos de Dios se habían dado y se repetirían, multiplicados, en el avenir del pueblo de Israel. Todo era una descripción más adecuada a la mentalidad de los hombres que a la realidad de los hechos.

b) Los signos proféticos

Los profetas, en sus anuncios de la palabra de Yahvé, usaban bastante a menudo de acciones simbólicas. Con ellas, se llamaba la atención del público y el oráculo de Dios se fijaba más en aque­lla mentalidad. Una especie de “métodos conversivos”. Jeremías, con un yugo sobre su cuello, era una viva estampa del porvenir de Jerusalén: soportar el yugo babilónico (Jer 28). Pero estas acciones simbólicas no tenían nada de maravilloso o extraordina­rio; era algo que cualquiera podía hacer.

Otras veces, y esto es interesante para nosotros, añadían al oráculo una especie de prueba de su veracidad, un signo de que su palabra iba‑ a cumplirse necesariamente. El hombre de Dios que acude a Helí para decirle, en nombre de Dios, que su familia ha sido rechazada y ninguno de sus sucesores serviría ya en ade­lante en la casa de Yahvé, se vale de un signo para atestiguar la veracidad de sus palabras: los hijos de Helí morirán un mismo día (1Sam 2; 27‑34). Es la norma más general, acudir a un futuro que el hombre, por sus propias fuerzas, es incapaz de prever. En este mismo sentido, hay que interpretar el signo de Isaías a Acab (Is 7, 12; 2 Re 19, 29); algo más exagerado parece el caso de Ezequías (2 Re 20, 19).

A veces también el signo extraordinario es prueba de que un hombre ha sido enviado por Dios a su pueblo. Es el caso dé Moi­sés, el gran enviado, que, con sus signos, mandados por Yahvé ‑el cayado que se convierte en serpiente y la mano en la que aparece y desaparece la lepra‑ consigue que el pueblo que sufre en Egipto crea en él y adore a Yahvé (Ex 4, 1‑7. 28‑31). Pero esta mentalidad pertenece ya a una teologización de la figura de Moisés; cuando un profeta aparecía ante Israel como enviado de Dios, la única señal que tenían para discriminarlo de tantos falsos profetas como pululaban era que sus oráculos se hubieran cumplido (Jer 28, 9).

c) Los signos mesiánicos

Para el judaísmo en el que nace la iglesia primitiva, los últimos tiempos, inmediatamente anteriores a la gran manifestación última de Dios estarían acompañados por una gran cantidad de signos maravillosos y extraños, tal como se describen en la llamada literatura apocalíptica. En este ámbito de los últimos días y sus prodigios, tiene una fuerza especial el personaje llamado mesías.

La figura del mesías nunca fue única y exclusiva a través de la tradición veterotestamentaria. Iba a ser tanto rey como guerrero, sacerdote...; habría uno o dos -Qumran- mesías. Pero, independientemente de su papel multiforme, según todas las apetencias judías de cada momento histórico, el mesías se presentaría de un modo maravilloso, haciendo signos y prodigios a montones, para darse a conocer a Israel. Los acontecimientos del éxodo habían servido para construir los signos, mediante los cuales, el mesías se daría a conocer. Habría una repetición del milagro del maná, un nuevo paso por entre las aguas, una victoria sobre los gentiles. Otros signos estaban calcados sea en la literatura apocalíptica, aparición repentina y milagrosa en el templo -viniendo del cielo- que en la historia pasada de los Macabeos: la purificación del templo.

No es extraño que los que se presentaban como mesías del pueblo, prepararan su actuación en el desierto; tal y como los Macabeos habían hecho, preparando sus armas, hará el egipcio, por quien fue confundido Pablo (Hech 21, 38) y los retirados de Qumran, profundizando en el conocimiento de la ley (Cf. IQS -Regla de la comunidad--, 8, 13-16). Ni tampoco puede extrañar la noticia que nos legó Flavio Josefo; Teudas, a quien también recuerdan los Hechos (Hech 5, 36), había prometido a sus seguidores la repetición del milagroso paso enjuto por el Jordán (Ant 20, 51).

En el fondo del que nace la primitiva comunidad cristiana; existían datos suficientes como para poder interpretar cualquier cosa que pareciera extraordinaria en una línea multiforme. Detrás de los signos, podía bien estar un profeta, el mesías e, incluso, Dios.

2. Los signos en el ámbito griego

Bajo las creencias múltiples y eclécticas del mundo no judío por el que se extendió el cristianismo primitivo, existía el mismo hombre que bajo la religiosidad israelita. Tanto el gentil como el judío se maravilla ante el hecho prodigioso, nunca visto. Pero, mientras el judío ortodoxo tenía que explicarlo desde su fe monoteísta y sus esperanzas escatológicas, el griego, en general, podía echar mano a un sinnúmero de posibilidades, nacidas del politeísmo y la especial concepción del alma humana como una cierta participación de Dios.

En el mundo helénico, hablando en general, resultaba fácil poder hablar de apariciones esporádicas de un dios sobre la tierra, que había tomado forma humana, y también de semidioses, seres intermedios, mezcla de dios y de hombre. Ambas entidades aparecían, realizando cosas sobrehumanas. Los mitos griegos que, con los conquistas de Alejandro, se habían puesto de moda en el mundo helenizado, y que ya -en los primeros tiempos de la iglesia naciente- se encontraban mezclados tanto con los romanos como con las corrientes mistéricas de Egipto y del próximo oriente, constituían un perfecto acicate para explicar todo un mundo milagrero.

El Zeus que se había disfrazado de toro para raptar a Europa, podía también disfrazarse de hombre. Los mismos Hech constatan esta creencia popular. Cuando, en Listra, Pablo cura a un hombre de su cojera, la gente interpreta el hecho, diciendo: “Dioses en forma humana han descendido a nosotros”. Bernabé es tenido por Zeus y Pablo por Hermes; y los sacerdotes de Zeus repentizan una procesión sagrada, con bueyes destinados al sacrificio (Hech 14, 8-13).

La época helenista conoce toda una serie de “hombres divinos” o “divinizados”, a algunos de los cuales, se les llegó incluso a tributar culto. Los motivos para esta divinización podían ser de tipo naturalista, político o maravilloso. Así, en el primero de los casos, nos encontramos con la divinización de Baco o Dionisos, hecho hijo de Zeus y Seleme, al que se atribuía el cultivo de la vid y el invento del vino. Baco era un semidiós porque había traído a los hombres el gran bien del vino; y, en. los cultos mistéricos, se celebraba anualmente la aparición del vino, en medio de las festividades báquicas. En el segundo caso, tenemos la divinización de los emperadores, idea que ya encontramos muy anteriormente tanto en Egipto como en algunas regiones del oriente próximo: el rey era hijo de Dios. En el tercer caso, tenemos la divinización de Asclepios, el médico griego, a quien se le llegó a atribuir incluso el poder de abrir los ojos de los ciegos.

Normalmente, sin embargo, estas divinizaciones -caso aparte sucede con los emperadores- sucedían después de la muerte de hombres célebres que, durante su vida, habían hecho, o se le habían atribuido por la imaginación popular, prodigios inexplicables.

El portento no es, en las religiones helénicas, signo de que la persona ejecutora sea un enviado divino, sino de que él es un ser divino, o de que se ha apoderado, mediante la magia, de los poderes divinos. El tránsito del mago al hombre divino se ejercía sin dificultad alguna. Del hombre poseído por un espíritu bueno, por un dios benéfico; al hombre divino había escasa diferencia; y en el campo de lo histórico ambas realidades se entremezclaban frecuentemente.

En el hecho extraordinario, la mentalidad humana, en su afán de explicarlos, ha visto siempre algo más allá del mismo hecho; se ha convertido en un signo de otra cosa. Cuál fuese esta cosa, queda pendiente de las posibilidades de explicación de los hombres de cada tiempo. En el judaísmo ortodoxo, es Yahvé quien respalda, desde su trascendencia, lo maravilloso. En el mundo no judío, se da la propensión a la divinización de las personas.

Los hechos corren también de manera diversa, de la persona a sus obras. Si una divinidad hace irrupción en el mundo, va acompañada de fenómenos prodigiosos. En el judaísmo, cada vez que aparezca Yahvé o un enviado en su nombre, los prodigios se multiplicarán. Fuera del judaísmo, la proliferación será mayor aún, ya que las posibilidades de encarnaciones divinas o de héroes semidivinos es mayor todavía. Los prodigios brotarán casi necesariamente, como una fuerza incoercible que detecta la existencia de un ser sobrehumano en medio de los hombres.

3. Jesús y sus milagros

Toda la tradición preevangélica es unánime en atribuir a Jesús de Nazaret curaciones, exorcismos y portentos; algunas veces, con retoques precisos, que indican el marco ambiental en que se mueven. Curaba de males concretos -la hemorroísa-, echaba demonios mediante la aplicación de fórmulas y calmaba tempestades. Otras veces, estos prodigios se resumen en breves sentencias, como “curó de muchas enfermedades” o “pasó por el mundo haciendo el bien”. Jesús hizo portentos es una confesión de fe, que llega hasta la misma historia del profeta de Nazaret.

Estos prodigios pasaron rápidamente a ser explicados como signos de su persona y actividad, dentro del círculo de los fieles primeros, encargados de expandir su mensaje de salvación. Las explicaciones resultaron múltiples, como de múltiple expresión es también la misma persona de Jesús, cuya mismidad queda siempre en un algo más de todo lo dicho y que es asequible sólo por la fe.

De los estratos más antiguos, en la interpretación de sus milagros, podemos entrever la voluntad decidida de presentar a Jesús como el mesías, nuevo Moisés que había repetido el milagro del maná en el desierto. La multiplicación de los panes y los peces -éstos en lugar secundario- había sucedido “en el desierto” y Jesús se presentaba como el capaz de dar de comer a la multitud en este lugar (cfr. Mc 8, 1-9), como el nuevo Moisés. Aunque existe también la tendencia más evangélica de negar precisamente estos signos, puesto que Jesús no era el mesías que ellos esperaban, sino algo mucho más superior; más que el mesías de Israel, era el mesías de Yahvé. De aquí que, en los relatos de Mateo y Lucas, el mismo hecho de comer en el desierto pan proveniente de un milagro sea tenido como una tentación de Satán (Mt 4, 3 par).

Otras veces, los milagros sirvieron para expresar el poder de Jesús, y no tanto su persona. Puede tratarse tanto de las curaciones hechas en sábado, para expresar que el sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado, como de la curación del tullido que, dada la mentalidad mágica en la que la enfermedad era castigo del pecado, se convertía así en una prueba insoslayable de que Jesús, y por consiguiente su iglesia, tenía el poder de perdonar los pecados (cfr. Mc 2, 1-12 par).

Los milagros de Jesús habían sido vistos desde la perspectiva de signo de una realidad escondida e inasequible a los hombres, de no apoyarse decididamente en la fe. Jesús no fue tan sólo un taumaturgo, que hacía milagros por el simple hecho de hacerlos; detrás de ellos, había un sentido oculto, del que cada evangelista usó en orden a exponer sus ideas inspiradas sobre la personalidad de Jesús. El IV evangelio tiene una idea concreta y diferente, respecto a los sinópticos, de la persona de Jesús y, en consecuencia, expondrá también una diversa teoría sobre el significado de las acciones milagrosas de Jesús de Nazaret.

4. Los signos del cuarto evangelio

El autor del IV evangelio, en cuanto hoy por la crítica podemos suponer, ha usado, para construir su obra literaria, de tres fuentes diversas y anteriores a él. Una de ellas, que contiene prácticamente todo el material narrativo menos los sucesos últimos de Jerusalén, es apellidada “fuente de los signos”. .En ella, la figura de Jesús es la del hombre divino omnisciente y taumaturgo por naturaleza, muy asimilable a la mentalidad helenista. Los hechos de Jesús son usados en orden a presentar la figura de este hombre divino, llamado Jesús.

En el hacerse de la obra literaria, la fuente de los signos quedó acoplada, en labor inteligente y creadora del autor evangélico, a las otras dos fuentes, -en especial a la llamada “fuente de los discursos”-, en la que Jesús se presentaba como revelador de verdades ocultas. Con ello, el evangelista, dio una nueva significación a los milagros que, generalmente, están usados en íntima conexión con las enseñanzas de Jesús.

Al no tener ya elemento alguno de comparación, el intento de reconstruir las fuentes anteriores al IV evangelio resulta sumamente arriesgado. En los evangelios sinópticos resulta relativamente fácil separar entre los datos recibidos de la tradición constitutiva de los mismos evangelios y la labor redaccional de los diversos tutores. En el cuarto evangelio no es así. Por ello, no insistimos más en el sentido que el signo pudo tener en la fuente y dando por hipotéticamente válida la solución de Bultmann, compartid también por Haenchen, Schweitzer y, prácticamente, también Boismard.

El probable sentido de la palabra signo en la fuente prejuánica sería el de milagro, hecho taumatúrgico. El evangelista intentaría, en el IV evangelio, volver al sentido primitivo de signo, añadiéndole la connotación de presencia dl Padre en Jesús. El texto evangélico que sirve de base a las distintas opiniones sobre la materia es Jn 4, 46-54. (Cf. M. E. Boismard, St. Luc et la rédaction du quatriéme evangile, 185-211)

Podemos decir, en general, que los milagros son signos en cuanto que demuestran quién sea Jesús y cuál su oficio entre los hombres. Pero se trata de unos hechos en el pasado ya initerable. Tuvieron como finalidad, buscar la fe de los judíos, pero hacía falta, precisamente, fe para entenderlos. Por eso, los signos se quedaron en incomprensión para unos y en inicio de fe para otros, puesto que su perfecta cognoscibilidad dependía del hecho de la resurrección de Jesús. Pero todo este párrafo necesita de una ampliación subsiguiente.

a) Qué son y qué significan los “signos” en general

Bajo la palabra “signo”, se encuentran principalmente hechos maravillosos a los ojos de los hombres, milagros. Signos son la

conversión del agua en vino (2, 11), curaciones genéricas y concretas (4, 54; 6, 2; 9, 16), la multiplicación de los panes y los peces ( 6, 14 ) y la resurrección de Lázaro (12, 18 ). También entra en esta categoría de signos las palabras de Jesús a los judíos, con ocasión de la purificación del templo -”destruid este templo.. . “, etc.- y que se refieren, según interpreta el evangelista, a la resurrección (2, 18). Por otra parte, no todos los milagros son apellidados “signos”. La curación del tullido, en la interpretación que le da Jesús, es una “obra” (5, 20).

La palabra “signo” referida a los milagros se pone generalmente en boca de alguno de los actores del evangelio. Los circunstantes (2, 23; 3, 23; 6, 2. 14; 9, 16), los que se han enterado de la acción (7, 31; 11, 47) o el relator (2, 11; 4, 54; 12, 18) son los que hablan de “signos”. En boca de Jesús, aparece tan sólo en 4, 48 -al oficial real- y en 6, 26, al pueblo que ha presenciado la multiplicación de los panes y los peces.

Jesús llama normalmente a estos milagros con el nombre de “obras”, “acciones” (5, 20. 36; 7, 21; 10, 25. 32; 14, 12); pero no lo hace en exclusiva, porque también sus parientes les llaman así (7, 3). Dentro del argot atribuido a Jesús, los milagros –“obras”- entran dentro de toda la gran “obra” que él ha de ejecutar en nombre del Padre.

Con esto, tenemos que los milagros se sitúan en la perspectiva global de la actuación de Jesús. Son signos respecto a los demás, pero él, y solamente él supo -a los discípulos lo revelará más tarde- que eran exponente de su unión radical con el Padre (5, 32).

Y esto es lo que significan los milagros de Jesús en el IV evangelio, la unión en el ser y el quehacer de Jesús con el Padre. Una verdad que en un último momento desveló a sus discípulos, que tampoco entendieron gran cosa: “El Padre que permanece en mí es el que. hace las obras... creedlo al menos por las mismas obras” (14, 10 s.). Es el Dios sumamente trascendente el que residió y actuó en Jesús de Nazaret, el profeta muerto y resucitado. Los milagros fueron parte de la gloria del unigénito, que se desbordó en el mundo, durante su permanencia entre los hombres. En Jesús de Nazaret, estuvo presente la plenitud de Dios, y ésta pudo ser perceptible, a través de los muchos milagros que hizo.

Estos milagros fluyeron de la persona de Jesús de una manera racional y equilibrada; no fueron productos de su fuerza incoercible, a la manera de hombre divino helénico. Jesús fue dueño de su poder taumatúrgico y usó de él dentro de todo el conjunto de su “obra”, que era la gran obra de Dios en el mundo, que los creyentes tuvieran vida por él.

Un cierto resabio de la actuación de Jesús como varón divino al tipo helénico aparece en las narraciones sinópticas de la hemorroísa (Mc 5, 24-34 par). La mujer es curada sin que intervenga una acción voluntaria de Jesús; un milagro “por contagio”.

Pero estos milagros, cuando el evangelista escribe, quedan en el pasado; son cosas que hizo el ,Jesús histórico, que ahora está junto al Padre. Es por ello que, si bien estos milagros pueden ser narrados ahora con una perspectiva total de inteligencia y pueden servir a la fe (20, 30 s.), se han convertido en un recuerdo; y hay que apoyar esta fe, de la que depende la continuación de la obra salvífica de Dios, en otra cosa que también provenga de Jesús: en la palabra del revelador.

b) Del milagro-signo a la palabra reveladora

La labor más importante que ha de hacer, en su vida terrena, el Jesús del IV evangelio es revelar a Dios. Dios tiene, sobre los hombres, designios de salvación; los ama y quiere darles vida eterna, a través del Hijo. De esta manera, toda la vida de Jesús se convierte en revelación de esta verdad; es el Revelador, por antonomasia y exclusividad, porque solamente el que ha visto al Padre puede decirnos quién sea y qué quiera. Sus milagros, sus acciones y, sobre todo, sus palabras son el vehículo adecuado de esta revelación. Por esto, a la confesión mesiánica de Pedro tal como aparece en los sinópticos, el IV evangelista ha antepuesto una frase, que expresa toda su teología. Ante la dispersión de los discípulos Pedro confiesa: “ ¿A quién vamos a ir, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna” (6, 68).

Son las palabras de Jesús, que en sí mismo es la palabra -el Logos- del Padre, el fundamento de la fe de los primeros cristianos. Para el hombre de fe, Dios está detrás de cada decir del Cristo del IV evangelio. Y el evangelista ha hecho uso de esta aseveración de fe, para expresar la idea de que todo el ámbito cristiano en el que su comunidad vive, toda la iglesia, está apoyada en esa palabra siempre válida.

El milagro-signo apoyaba la calidad revelante de la palabra de Jesús; si Dios obraba en sus milagros, también hablaba en sus palabras. Pero también las palabras interpretaban el signo y presagiaban un futuro en el que la significación tendría una realidad efectiva. De esta manera, la palabra se quedaba como trabazón interna entre el signo y la realidad; y ésta última se estaba dando en la-iglesia posterior a Jesús y sus palabras.

Un ejemplo aclara lo que parece pura tautología. El milagro de la multiplicación de los panes y los peces (6, 5-15) es visto por Jesús mismo como un signo (6, 26). Pero este signo, que en la tradición sinóptica había servido para presentar a Jesús como el nuevo Moisés-mesías que había dado de comer al también nuevo Israel en el desierto, no es tomado por el IV evangelista como tal milagro, signo demostrativo del mesianismo de Jesús. Cuando los judíos acuden, en el mismo episodio, pidiéndole un signo para poder creer en él, Jesús no remite a la multiplicación que ha apenas realizado, sino a su misma persona. Es él el pan verdadero que ha bajado del cielo (6, 32-33). El milagro anteriormente realizado ha debido de servir solamente para que crean en él, en su enseñanza, en su persona, capaz de convertirse en alimento del mundo.

Jesús mismo y su misión de dar vida al mundo es el signo que piden los judíos. Y éstos se deben de apoyar en el milagro que ha realizado anteriormente. El milagro-signo ha sido solamente el tránsito a la persona del revelador.

Pero las cosas no quedan aquí. El alimento real pasa a un futuro: “Buscad eh alimento que sirve paró la vida eterna, y que el hijo del hombre os dará” (6, 27), “El pan que yo os daré es mi propia carne por la vida del mundo” (6, 51). Lo que buscan los judíos, recibir este pan (6, 34) producto de vida sin fin, como algo que es futuro en relación a la vida de Jesús, queda dependiendo exclusivamente de su palabra. Se había empezado el relato por un signo que conducía a la fe en Jesús, y se ha acabado en la desnuda fe en su palabra, sin apoyo ya en signo alguno.

La Eucaristía, compartida en la comunidad primitiva, es la productora de vida eterna; a través de ella, es posible empalmar con la persona del Revelador. Pero esto lo sabe el cristiano, apoyándose únicamente en la palabra reveladora de Jesús, en quien, a pesar de los signos, no creyeron los judíos. El milagro-signo ha quedado relegado a una función histórica en el pasado. El contenido revelador de los mismos llega hasta el cristiano más explícito en las palabras de Jesús.

c) Origen y finalidad de los signos

En el IV evangelio, los signos no provienen ya de una fuerza que tenga Jesús, una “dinamis” recibida, a la manera de un poder mágico o divino. Es Dios mismo el que, en unidad con Jesús, estuvo presente en cada uno de sus milagros. Y éstos entran en el todo de la misión salvífica de la Palabra hecha carne. Yendo al fondo de la realidad, tal como nos la presenta este evangelio, todas y cada una de las acciones de Jesús adquieren igual importancia; todas y cada una son y provienen de la unidad Jesús-Padre.

Los milagros forman parte de la donación de amor que Dios hace, por su Hijo, al mundo; son exponente ante los hombres de su propio amor. Y esto, precisamente en su cualidad de signos. En ellos, se dio oportunidad a los hombres concretos de una determinada época histórica para conocer los planes de Dios sobre el mundo. No se trata ya del bien material que podía desprenderse de cada uno de los milagros de Jesús; éste tenía una importancia totalmente secundaria. El amor de Dios, presente en los milagros de Jesús, no se cifraba en que los hombres recuperaran la salud o quedaran satisfechos de su hambre, sino en que este mismo hecho les era dado como un puente para llegar hasta la fe en el hijo.

Y esta es, en definitiva, la única distinción existente entre los milagros y toda otra actuación -cualquiera que fuese- de Jesús. Con ellos, Dios, en y desde Jesús, iba buscando la fe de los individuos en la persona del Revelador, único medio para poder realizarse la salvación, que los hombres tuvieran vida eterna.

Una fe que no se limita a la expresión verbal de la misma, sino que implica el depositar toda esperanza y confianza en la palabra del revelador y que lleva necesariamente a establecer entre los hombres una comunidad en la que el precepto de “amaros los unos a los otros como yo os he amado” (13, 34) se hace realidad plena.

Pero es una fe con distintas etapas, cuya culminación está más allá de la vida terrena del Revelador, porque solamente después que el hijo del hombre ha sido elevado, y en virtud del Espíritu santo, se llega a una comprensión plena de la misma fe (3, 14 s.; 14, 26). En el plano histórico, la fe que podía dimanar al contacto con el signo fue una fe incipiente, un empezar a creer que en Jesús de Nazaret se estaba revelando Dios.

d) Signos y crisis

Una cosa es cierta; que el pueblo de Israel, oficialmente a través de sus dignatarios, intervino en el asesinato de Jesús de una manera definitiva. Fueron ellos los que le condenaron a muerte y los que consiguieron del poder romano la confirmación de la sentencia. Según un primer estrato de la confesión cristiana de fe, Israel había asesinado al mesías que esperaba. Cada evangelista, en su obra literaria, tendrá que dar una razón teológica a este hecho. Y, para el cuarto evangelista, en el plano humano, la muerte de Jesús estuvo motivada por sus “signos”; en el sanedrín, se preguntan: “¿Qué haremos? porque este hombre hace muchos signos. Si le dejamos continuar, creerán muchos en él, y los romanos vendrán y nos exterminarán” (11, 47 s.).

Esta noticia, propia del IV evangelio, y que, muy posiblemente, se ajuste en gran parte a los acontecimientos históricos está revestida del ropaje teológico que encierra su idea sobre, los signos. Jesús muere, porque se había hecho semejante a Dios (5, 18; 10, 33), que es justamente la finalidad intrínseca de los mismos signos: revelar su comunidad con el Padre.

De esta manera, el signo adquiere una ambivalencia radical; es medio para prestar fe en el revelador y también para asesinarle. Los milagros de Jesús se convirtieron en “crisis” de los hombres. Unos le aceptaron y otros le mataron, fundamentándose en unas mismas realidades: los signos. Pero frente a aquella discriminación histórica, causante de la iglesia y de la muerte de Jesús, Dios establece un signo perpetuo y universal, que es esperanza para los que mataron al Cristo y muro de separación: “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días” (2, 19). El signo total del quehacer del Cristo, que los judíos piden y los discípulos necesitan para llegar a la comprensión plena (2, 18. 22) es la resurrección de Jesús de Nazaret.

Con su explicación propia de la persona de Jesús, el IV evangelista ha encontrado un camino nuevo para entender, también, los milagros-signos que la tradición le había legado. No se mueve ya en la esfera del judío o del helenista; ha superado ambas, porque Jesús no es ni el mesías dé Israel ni el hombre divino del helenismo. Jesús es el Dios unigénito que estuvo de paso entre los hombres y que ahora está de nuevo con el Padre.

Sus milagros habían estado dosificados por la misma sabiduría divina; de ellos había nacido toda la realidad presente al evangelista: la muerte de Jesús y la existencia de la iglesia. Movidos por los milagros, unos creyeron y otros le recusaron. Pero, en este ahora, ya de nada valen los signos hechos sin la explicación adecuada de la palabra divina reveladora, esa misma palabra que tuvo Jesús, y en la que se fundamenta la fe de los cristianos.

LA ENTRADA DE DIOS EN EL MUNDO - (1, 1-34)

En el plano de la historia y de la tradición, Jesús de Nazaret comenzó su actuación emparejado con la figura apocalíptica de Juan Bautista. En la historia, fue discípulo suyo, y en la tradición se trató de ver la unidad y discontinuidad de las dos grandes figuras. Juan Bautista aparecerá como el precursor y anunciador de los tiempos de Jesús. El IV evangelio tiene que aceptar esta tradición e, incorporándola a la confesión de fe cristiana, explicar la figura del Bautista.

Para ello, se encuentra con una dificultad mayor que sus predecesores. Los sinópticos, si bien de diversa manera cada uno, presentan, en el fondo, a un Jesús de Nazaret que fue el mesías, aunque no el esperado por el pueblo hebreo; Jesús fue más que el mesías. Y el Bautista había sido sencillamente su precursor. Ambos se movían en un mismo plano de la historia de los hombres. Para el IV evangelio, Jesús es Dios hecho carne, un habitante del mundo sobrehumano que hizo irrupción en el de los humanos. Nada liga la historia de Jesús a la del Bautista; son seres de distintos planetas. En consecuencia, el Bautista aparecerá solamente como el que dio testimonio de la personalidad de Jesús.

Tiene que establecer con sus criterios teológicos la primacía de Jesús sobre el Bautista. Y la encuentra precisamente en la preexistencia; Jesús, el logos hecho carne, es anterior al Bautista. Todo lo que dimane de éste no tiene validez, si no es camino para Jesús. Y el Bautista tendrá que aparecer ya en el prólogo del evangelio y, después, en los primeros pasos del revelador sobre el mundo.

Con esta mentalidad, en orden a distinguir entre Juan y Jesús y hacer una catequesis sobre sus personas y su función en los planes salvíficos de Dios, están escritos los primeros versículos del evangelio. Una primera parte, llamada universalmente prólogo (1, 1-18) y otra segunda en que aparece ya la historia del Bautista como puente hacia Jesús.

I. EL PRÓLOGO (1, 1-I8)

El llamado prólogo de Juan (1, 1-18) es de los pasajes neotestamentarios más discutidos. Salvo en la afirmación de que se trata de una especie de introducción a todo el evangelio, en nada se está de acuerdo; se discute sobre el texto, su puntuación, sus fuentes y su interpretación; es decir, sobre todo lo que es materia de discusión en un texto bíblico.

A muestra de ejemplo: es posible, en 1 13, leer “que ha nacido de Dios” (referido a Jesús” y “que han nacido de Dios” (referido a los cristianos); en 1, 3-4, son ya célebres las dos posibilidades de puntuación: a... y sin él no se hizo nada de cuanto fue hecho. En él estaba la vida” y “... y sin él no se hizo nada. Cuanto fue hecho tenía vida en él”; el verbo usado en 1, 5, puede traducirse por “y las tinieblas no le acogieron” o por “las tinieblas no le vencieron”. Es una breve cata del texto, sin meternos en las lógicas y discrepantes exégesis.

Dentro de una maraña de opiniones, es sumamente verosímil que se trate de una composición anterior a la construcción del evangelio; de aquí que su personaje principal, el Logos, en cuanto tal palabra, no vuelva a aparecer en el contexto de todo el evangelio. En lo que era primitivamente un himno de procedencia gnóstica y que celebraba la figura de un revelador, se ha introducido la figura del Bautista y se ha cristianizado, identificando a este Logos con Jesús de Nazaret.

El prólogo viene a ser una especie de introducción al evangelio. No es propiamente una introducción a la manera de Lucas, que nos describió en el inicio de su evangelio (Lc 1, 1-4) la finalidad de su obra y la metodología y fuentes utilizadas. El prólogo de Juan es una especie de obertura que presenta en síntesis tensa que va a desarrollar posteriormente. Es un concentrado teológico para presentar el núcleo del pensamiento juánico, la irrupción en el mundo de los hombres de la figura cumbre del único revelador, de Jesús de Nazaret. Hay partes que se mueven en el mundo de lo divino; hay partes que dan en comprimido la historia de Dios en el mundo de los hombres.

Su personaje principal es el Logos, la Palabra. Y para hallar su sentido recurren los autores a cuatro hipótesis, muy en consonancia con las distintas explicaciones dadas al ámbito vital del evangelista; es dicen, una creación de Juan (1), la misma palabra creadora del Génesis (2), el logos de Heráclito y, posteriormente, de los estoicos (3) y, finalmente, un concepto tomado de la sabiduría veterotestamentaria o de la gnosis (4). Una determinación no es en manera alguna posible. Tenemos que contentarnos con exponer el mismo texto, sin apoyarnos demasiado en sus posibles orígenes.

Lo cierto e indiscutible es que este Logos aparece esencialmente como el mediador exclusivo entre Dios y el mundo. El Dios inasequible y escondido, del que nadie nada puede llegar a saber, se hace presente exclusivamente a través de este Logos. Primero en la creación; después, en la encarnación, porque este Logos -es el carácter inaudito del pensamiento juánico- llega a convertirse en hombre. Y es entonces cuando sabemos que Jesús de Nazaret y el logos se identifican. Veamos más de cerca el ser y quehacer de este logos.

El logos y Dios

La iglesia primitiva expresó de diferentes maneras la filiación divina de Jesús. Era consciente de que con Jesús había llegado la gran salvación al mundo, y de que esta salvación provenía, en definitiva, de Dios. Dios y Jesús tenían “algo” en común. Una de las maneras de expresar ese “algo” consistió en aplicarle un título -hijo de Dios-, cuyo sentido y explicación no es en manera alguna homogéneo.

En los textos más primitivos (Rom 1, 3 s.), el título se refiere al modo de ser de Jesús posterior a la resurrección. Durante su vida, Jesús fue el mesías; a partir de la resurrección, es establecido como Hijo de Dios por Dios mismo. En otros textos, la adopción tiene lugar en el momento del bautismo: “Tú eres mi hijo” o de la transfiguración.

Muy pronto se pasó del momento a la persona. No interesaba tanto cuándo fue instituido hijo, sino el hecho de que lo fue. Esta realidad, fundamental en la fe cristiana, se expresó en dos moldes diversos, que hicieron nacer el concepto de preexistencia. Siguiendo los viejos moldes comunes a todas las religiones, en las que los hombres célebres e incluso los reyes aparecían designados como “hijos de Dios”, se aplicó en exclusiva a Jesús el engendramiento divino. Así aparecen los relatos de Mateo y de Lucas, en que Jesús no es engendrado por varón alguno, sino que es la misma fuerza divina la que posibilita la fecundación de la virgen madre. Es el llamado esquema “encarnacionista”; se explica el ser de Jesús por su naturaleza. Si Jesús fue realmente hijo de Dios, tuvo que nacer físicamente del contacto de Dios con la virgen madre. La idea del Dios sumamente trascendente impidió una descripción similar a la del cisne de Leda. Su carácter de exclusividad -solamente Jesús es el hijo de Dios- alejaban a Jesús de, por ejemplo, Cástor y Polux. El segundo molde, en que se expresó la filiación divina, es el llamado “epifánico”. El acento no recae en la naturaleza, sino en la actuación del héroe; los hechos de Jesús, sus milagros, mostraban que era más que un hombre, que en él residía, se manifestaba la misma fuerza de Dios (cfr. Hech 2, 22; 10, 38). Ni que decir tiene que la noción inspirada de la salvación, entendida en sus límites cristianos sobrenaturales, sobrepasa, en su realidad, los moldes usados para describirla. Lo mismo pasa con la figura de Jesús.

Paralelamente a estas explicaciones, nació la presentación de Jesús como el preexistente. Jesús había existido antes de que apareciese en tierras de Palestina. “Dios ha enviado a su hijo”, nos dice Pablo (Rom 8, 3), con una formulación que ya es, con toda seguridad, anterior a él. Este envío se traza dentro de las coordenadas de la preexistencia. Jesús, el hijo de Dios, no es un enviado a la manera de los viejos profetas; es toda su persona la que está implicada en el envío, porque Jesús no solamente anunció un nuevo mensaje, sino que puso toda su vida al servicio de la salvación de los hombres. Esta realidad, entendida en los moldes helenísticos o judeohelenísticos, dio por resultado la elaboración de cánticos, como el de Filp 2, 6 s., en los que se celebraba la preexistencia de Jesús. La expresión hijo de Dios pasaba a ser explicada en un ámbito de ser, de existencia, en un plano superior del que había descendido para encarnarse. Y es aquí donde puede empezarse a comprender el prólogo de Juan, en cuanto habla de las relaciones Dios-logos.

Dios y el Logos forman una cierta unidad primordial. Este es el contenido esencial de los dos primeros versículos del prólogo. En la esfera de lo divino, Dios no está solo; aparece junto a él otro ser, paradójicamente distinto e idéntico, el Logos. Las expresiones usadas tienden más a una diversificación de ambas personas que a su mutua unión. De sólo contar con este texto, estaríamos a punto de postular una dualidad en Dios, dos dioses primigenios.

El Logos no es una creación de Dios, no es como la sabiduría judía, “la que fue engendrada antes que los abismos” (Prov 8, 22 s.); pertenece desde siempre, al orden divino, increado. Dios se hace presente en el Logos, y esto, antes de la constitución del mundo, en el tiempo infinito de Dios. El logos es Dios y está junto a Dios. La misma realidad de resucitado, del que, en la terminología juánica, está junto al Padre (13, 1; 14, 12; 16, 10: 17. 28; 20, 17), se aplica al Jesús preexistente, que ya no es solamente anterior a Juan Bautista (1, 30) o a Abraham (8, 58), sino ala misma creación; desde siempre “estaba junto a Dios.”

Dios queda allá en el fondo como un ser incomprensible sin el Logos. Si al prólogo de Juan le quitásemos la figura del logos, Dios no tendría consistencia alguna. Lo mismo que si le quitamos Jesús. Sería imposible llegar a un conocimiento real de lo que es Dios. Al contrario de los sinópticos, que dan por conocido a Dios que demuestra a Jesús, en Juan es justamente el Logos quien da razón de existencia a Dios. Sin el logos, el Dios del IV evangelio vendría a ser una especie de sexto continente aún sin descubrir y sin posibilidad siquiera de existencia comprendida o intuida. Todo menos Dios mismo depende de él. Es una especie de demiurgo divino, que hace posible toda realidad.

El mundo de lo divino, nos viene a decir Juan, no es solamente el de un Dios aislado en su soledad de siglos eternos; el sumo trascendente al que había llegado, por una parte, el último judaísmo y, por otra; el pensamiento filosófico griego. Dios ha sido siempre él mismo y su posibilidad de establecer contacto con algo más, que va a empezar creando.

En este pensamiento, Juan no es original. Judíos y gentiles han participado de él. Su novedad consiste en hacer coincidir a este Logos con la persona de Jesús de Nazaret. Filón, y en general el fenómeno filosófico-religioso conocido por “gnosis”, lo habían descrito anteriormente, dejándole, sin embargo, en una personalidad confusa y mítica, “el segundo dios”.

2. El logos y la creación

Una relación doble une a este logos con las demás cosas que no son Dios con el mundo, al que nosotros llamamos creado; es hacedor y revelador desconocido. Todo lo creado cae bajo su poder, depende de él. Pero su actuar no es independiente. La expresión “por él” (1, 3), que puede ser entendida ambivalentemente, como si el logos fuese la causa principal o una especie de instrumento, queda determinada con esta otra: “Sin él no se hizo nada absolutamente” (1, 3 b). Su papel cae fuera de las terminologías clásicas de “causas”; Dios y el logos, a pesar de ser dos realidades distintas -dos personas-, están mutuamente implicadas en su ser y actuar. Así como, en el relato evangélico que sigue, Jesús y el Padre son una misma realidad, porque ambos a una están siendo-obrando la misma realidad salvífica, así sucede también en el plano de la creación. Desde el punto de vista humano, todo Dios está presente en el logos, como lo estará en la vida de Jesús de Nazaret, y nada hay, fuera del logos, que pueda hablar de Dios. Por ello, si la creación puede hablar de Dios, revelarle de alguna manera, de esa misma manera tiene que estar presente en ella el logos. La creación manifiesta al Dios inasible, luego el logos revelador ha intervenido necesariamente en ella.

La creación tiene esencialmente un papel de revelación; su existencia dimana de la única existencia anterior a ella misma, la de Dios y del logos; la creación está prendida a la existencia de Dios, que le ha posibilitado, por el logos, su llegar a ser. Es, quizás, de los textos bíblicos más en consonancia con la llamada creación “ex nihilo” los seres deben toda su existencia, sin materia alguna preyacente, a la acción del logos.

Ha existido siempre en él. Leemos 1, 3b-4 así: “Lo hecho tenía vida en él”, entendiendo el pronombre como referido al logos. El imperfecto tenía indicaría la continuidad en el existir; de aquí que, en el texto, decimos “ha existido siempre”.

La vida de los seres no puede entenderse aislada de la acción del logos: “Lo hecho tenía vida en él” (1, 4). Y esta misma vida de los seres viene a convertirse en luz para los hombres (1, 4 b). No es la vida del logos, sino la de las criaturas, aquella que debía de haber funcionado coma faro iluminador del hombre, quién, a través de ellas, debía haber llegado hasta Dios. Es, en el fondo, el mismo pensamiento de Rom 1, 20: “Lo invisible de él (de Dios) se muestra a los hombres a partir de la creatura”.

Continuamente, desde que el mundo es mundo, el hombre había podido llegar hasta el conocimiento de Dios, porque la creación participa en su ser más íntimo, su ser-en-el-mundo, de la capacidad reveladora del logos. El hombre, sin embargo, no llegó a aceptar, a recoger (etimológicamente el verbo griego usado (katalambano) significa algo que se está cayendo) esta indicación, quedando a oscuras sobre el verdadero ser de Dios. 

Los autores discuten si este versículo (1, 5) trata del logos preexistente o del logos encarnado (Jesús de Nazaret). Creemos que el planteo formulado como una disyuntiva no es adecuado. El v. 5 abarca los dos términos de la disyuntiva; trata del Iogos preexistente y presagia, adelantándose, al logos encarnado.

Las relaciones del logos con el mundo de lo creado no se queda solamente en el ámbito de la pura naturaleza. La participación vital de su existir llega al máximo con lo que pudiéramos llamar la segunda creación, que empieza a verificarse en la tierra a raíz de la venida personal del logos (1, 11-13).

En un segundo paso de revelación, el logos viene a los suyos, se instala en medio de los hombres y hace participantes de su mismidad divina a aquellos que se acogieron. No se trata ya de la gnóstica vida eterna que aparecerá frecuentemente en el texto evangélico, sino de un llegar a ser hijos de Dios. El cristiano se convierte en hijo de Dios. En este sentido, Jesús queda ya denominado como Dios unigénito (1, 18); es el primero en la serie de hijos de Dios.

La diferencia entre Jesús y los cristianos es, sin embargo, profunda. Jesús es el logos preexistente que ha llegado a ser hombre; el cristiano es el hombre existente que llega a ser hijo de Dios. Jesús es el capacitador de esta filiación como antaño el logos lo fuera de la vida de la creación.

Esta nueva creación es al mismo tiempo revelación. En el cristiano, se está revelando la figura más exacta de Dios, que se hizo históricamente presente en Jesús de Nazaret. El cristiano viene a ser una especie de continuación de la encarnación. El mundo divino, que se hizo pleno en Jesús de Nazaret, continúa su historia mundana a lomos de los cristianos. Y los hombres podrán ver en el cristiano la imagen viva del Dios que por amor se hizo hombre y murió en la cruz.

3. EL logos y Jesús de Nazaret

La última vez que Juan habla del logos es para determinar la venida del mismo al mundo que anteriormente había creado: “El logos se hizo carne y puso su tienda entre nosotros” (1, 14). En perfecto paralelo con 1, 1, el logos no hecho llega a hacerse; el que estaba junto a Dios y, al mismo tiempo, en el vivir de los seres llega a convertirse en carne, en hombre. Es Jesús de Nazaret, Dios unigénito, revelador del Padre, en quién estuviera anteriormente, y distribuidor a los hombres de toda gracia y verdad (1, 16-18).

Jesús y el logos tienen un mismo carácter funcional para los hombres, su papel de revelador en exclusiva. Antes de la existencia mundana de Jesús, el logos se hacía presente en la vida de los seres del universo, y, a través de esa vida que era donación, el hombre podía haber llegado hasta un cierto conocimiento de Dios, del que estaban participando. Con Jesús de Nazaret llega la plenitud de ese conocimiento, de esa integración en el orden de lo divino. El es el mediador único que, por su haber estado y estar en unión con el Padre (La expresión “que está en el seno del Padre” (1, 18) puede entenderse en presente y en pasado, sin que se excluya una de las dos significaciones), es capaz en exclusiva de narrarle, de dar a conocer a Dios (1, 18), capaz de engendrarle hijos sobre la tierra (1, 13).

La unión entre el logos y Jesús no se verifica solamente en virtud de un mismo papel a realizar en los planes de Dios, sino que este actuar está lógicamente respaldado por un mismo e idéntico ser. Jesús y el logos son una misma realidad divina. En realidad, siguiendo el hilo del pensamiento de Juan, no era necesaria esta connotación, ya que, en todo el IV evangelio, ser y actuar se identifican. Sin embargo, el evangelista no ha dudado en presentar a este logos transformándose en hombre, en Jesús de Nazaret.

No se trata solamente de que Dios se muestra en Jesús de Nazaret; es que Jesús de Nazaret es el mismo logos que estuvo siempre presente junto a Dios. Si Dios es perceptible en Jesús de Nazaret, como exige la fe juánica, es porque Jesús, al igual que el logos, pertenece al ámbito de lo divino. No se trata de una cualidad añadida al hombre Jesús, sino de una entidad total y real: Jesús es Dios, Lo que, traducido, significa: Jesús no dejó de ser el logos. Es éste el que ha cambiado en su modo de estar entre los hombres; en principio, unido a la vida de cada uno de los seres; ahora en la persona de Jesús y posteriormente en la de los cristianos. Los mundos antagónicos de Dios y el hombre se confunden en una misma historia, la de los cristianos. Jesús de Nazaret es el logos que ha empezado una nueva etapa de relaciones entre los dos mundos distantes por naturaleza.

4. El logos y Juan Bautista

Por dos veces, en perfecto paralelo alrededor del logos hecho carne, se habla en el prólogo de Juan Bautista. En la primera (1, 6-8), se habla del ser del Bautista en su relación para con el logos; en la segunda de cómo actualizó ese ser, el testimonio (1, 14-15). El IV evangelio tiene que defender, al igual que los otros tres, la preminencia de Jesús y establecer al Bautista en su papel de predicador precristiano. Esto lo realiza de acuerdo con el carácter dado a Jesús de logos encarnado.

Juan es ciertamente un enviado de Dios, pero es radicalmente un hombre. No tiene preexistencia ni ha estado jamás junto a Dios, sino que es su enviado con un papel concreto: dar testimonio de la luz, del logos. En sí, no tiene personalidad ni está llamado siquiera a creer; debe solamente inducir, mediante su testimonio, a creer a los hombres en el auténtico revelador. Tampoco es revelador, en el sentido del evangelio, sino un servidor del revelador. Existe un lazo entre Dios y el Bautista, pero éste apunta necesariamente a Jesús.

Para el IV evangelio, no tiene valor ya ni el bautismo de Juan ni su predicación de penitencia como preparación al reino. El Bautista es tan sólo el que, por revelación divina, apuntó a Jesús como el salvador del mundo, declarándole mayor que él, a pesar de haber aparecido en la historia después de él (1, 15).

Estas son las ideas centrales del prólogo del evangelio; lo que sigue no es más qué un desarrollo de las mismas. La gloria inherente al Dios hecho carne se manifestará en las narraciones sobre Jesús de Nazaret. A su paso por la historia, irá dejando a los hombres divididos; los que, en el mundo en que entró por la encarnación, le aceptan y continúan su envío, haciendo posible un mundo divino, y los que no le aceptan y se quedan así en su puro papel de hombres de este mundo.

II. EL COMIENZO DE LA HISTORIA (1, 19-34)

De una manera similar a Marcos, el IV evangelio comienza la narración propiamente histórica inmediatamente con la figura del Bautista. No hay ningún episodio de la infancia de Jesús ni de su nacimiento; todo comienza con el Bautista. Aparece de improviso en escena, siendo interrogado por los fariseos que acuden a él en busca de una respuesta (1, 19. 24), ¿será Juan uno de los actores principales del gran drama cósmico que esperaba Israel? El Bautista responderá en dos dimensiones distintas, situando su propia persona en el concierto de las esperanzas judías y señalando a Jesús como el salvador del mundo. Con estas dos soluciones, Juan se pone como puente hacia Jesús, tal y como, en la práctica, sucedió con la primera pareja de discípulos: llegarán a Jesús a partir de la palabra y discipulazgo del Bautista.

Juan ha venido a testimoniar. Así se ha dicho ya en el prólogo y éste es el tema y la palabra que une el comienzo de la historia evangélica con el final del prólogo (1, 19). El Bautista es la figura típica de los hombres del antiguo testamento que esperan ansiosamente los tiempos mesiánicos prometidos; no solamente de un momento concreto; los tiempos de Jesús de Nazaret, sino de toda la historia del pueblo de Israel. Los fieles israelitas de todos los tiempos, por boca del Bautista, atestiguan en favor de Jesús. En esta especie de proceso de salvación que es el IV evangelio, él Bautista es testigo que depende en favor de Jesús; con él ha llegado a los hombres toda salvación de Dios.

Su ministerio de bautizados, de hombre popular y tenido por importante dentro del ámbito de las esperanzas escatológicas de Israel, le había situado en un nivel elevado dentro de las primeras comunidades cristianas. El autor del IV evangelio usa de esta noticia -Juan bautizaba- en una dimensión nueva. No se trata ya de un bautismo para perdonar los pecados, para echar las bases del cristianismo posterior o para presentar a Jesús bautizándose; Juan bautiza para hacerse preguntar por los judíos fariseos que vienen de Jerusalén. La preparación del Bautista consiste solamente en el testimonio que da.

Juan no es ni el Cristo mesías ni Elías ni el profeta (1, 20 s.); no es nada de lo que piensan los círculos religiosos judíos. Con su actividad, no están llegando los tiempos escatológicos esperados. Su misión es cumplir las viejas promesas del antiguo testamento, que ahora se ven desde la perspectiva del testimonio. Juan bautiza para atestiguar que hay una persona escondida entre el pueblo, y que de ella va a llegar la salvación (1, 19-28). La irrupción de Dios en el mundo se verifica a partir de Jesús.

En un segundo paso, el Bautista profundizará en su testimonio, ahora de una manera positiva: explicitando el ser-quehacer de Jesús y distinguiéndolo de la multitud innominada. Jesús es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el que es anterior a Juan, y el capaz de introducir a los hombres en el Espíritu (1, 29-34). Jesús es el preexistente que viene a sacar al mundo de su incapacidad natural para llegar a Dios; el que viene, en alguna manera, a mezclar la historia de Dios con la de los hombres, a hacer que Dios esté perpetuamente con el mundo.

Juan sabe estas cosas por revelación especial; su oficio de ser “la voz del que clama en el desierto” no le ha valido para reconocer al hijo de Dios presente entre los hombres, sino que ha necesitado de la palabra interpretativa de aquel que le había mandado a bautizar con agua (1, 33). El hecho del espíritu bajando del cielo y permaneciendo en Jesús, qué en los sinópticos tenía un valor de inicio en el mesianismo o testimonio público de la dignidad de Jesús, es solamente un signo externo; válido para Juan, de la realidad interna de Jesús. Ya no hay bautismo de Jesús, signo alguno de sumisión al Bautista. Jesús es el de desde siempre, el logos eterno, aparecido entre los hombres. Y Juan, movido por Dios, tiene que repetir a todo el mundo lo que se le ha revelado, para servir así de puente a los hombres de su tiempo. Por esto, los dos primeros discípulos de Jesús provendrán del círculo de los discípulos del Bautista (1, 35). Hay que pasar de Juan a Jesús y es el Bautista mismo, con su testimonio, el que ayuda a dar este paso.

El Bautista queda el primero en la lista de atestiguadores veraces de la persona de Jesús: sus obras (5, 36. 39; 10, 25) su palabra, las escrituras santas (5, 39) y Juan el Bautista; todas estos testimonios, traídos de la mano por el evangelista, certificador y garante de la verdad de su propia exposición (21, 24). Es el primero en la historia de Dios entre los hombres.

En el fondo de todo testimonio, y también en el de Juan, está el Dios que avala; es Dios, en definitiva, quien hace posible el testimonio sobre la personalidad oculta del revelador. Y éste se erige, a su vez, en el atestiguador de las cosas celestes (3, 11) y del pecado de los hombres (7, 7). Cielos y tierra son comprendidos a partir de la revelación de Jesús. El cristiano llega al conocimiento del cosmos visible e invisible en su contacto con el revelador. Sólo que este conocimiento del cosmos reside solamente en saber de su impotencia y de la ayuda divina para ascender hasta Dios. El viejo conocimiento gnóstico queda superado.

La persona del Bautista ha quedado redimensionada, al quedar redimensionado también Jesús, presentado ahora como el logos preexistente. El fiel del antiguo testamento tiene forzosamente ahora que escuchar la voz que está detrás de la actividad del Bautista, la voz de Dios, que saltar a la comprensión de Jesús. Sin este escuchar, todo esfuerzo es inútil. De nada vale la religión del antiguo testamento, sin escuchar la voz de Dios, que el Bautista ha atestiguado escuchar, reveladora de la personalidad oculta de Jesús. Y, una vez escuchada la locución divina, el Bautista quedará solamente “en disminuir” (3, 20) y desaparecer de la escena. El tránsito entre el antiguo testamento y los tiempos nuevos requiere la interpretación divina a escuchar y testimoniar; nadie puede quedarse en el antiguo testamento con esperanzas de salvación. Con Jesús de Nazaret,-Dios ha entrado en el ámbito de los hombres; toda salvación está pendiente de su persona.

LOS HOMBRES ANTE EL REVELADOR (1, 35-6, 71)

EL Jesús histórico pasó muy inadvertido los días de su vida. A partir de su resurrección empezó a formarse la congregación de hombres que le prestaban fe, confesándole mesías. De los hombres de su tiempo, la inmensa mayoría le desconoció, una parte grande terminó por recusarle y asesinarle, mientras que una pequeña porción empezó a dilatar su fe en el mesías muerto y resucitado. Esta es la pequeña historia del mayor movimiento religioso del mundo.

A los ojos profundos de la fe, el resucitado había venido al mundo a traer la salvación de Dios, había predicado y hecho milagros que habían servido para esclarecer su doctrina y su persona. Ante ese núcleo que es Jesús y su mensaje, los hombres se habían dividido; de una parte estaban sus discípulos; de otra, sus contradictores. Unos portadores de salvación; otros, de condenación.

El IV evangelio tiene que desarrollar estas ideas, apoyándose en los hechos históricos y en su concepto de Jesús como logos hecho carne. Palabras y acciones serán la manifestación externa de la oculta personalidad de Jesús. Los hombres van a tener que tomar partido ante él en virtud de un juicio que han de formar, al contacto con estas realidades reveladoras. Unos le seguirán, otros no le entenderán, otros le condenarán. Jesús se mostró ante los hombres; estos tomaron o empezaron a tomar una actitud ante él. Fue es el contenido de 1, 35 - 6, 71.

En primer lugar, los discípulos, los hombres que siguieron al Jesús histórico, que llegaron a intuir la realidad de Jesús, pero que no llegarían a su comprensión más plena sino después de la resurrección (1, 35 - 2, 22). En segundo lugar, un representante por cada tendencia de aquellos hombres que, en vida, no llegaron a prestar fe en Jesús (2, 23 - 6, 71). Ambas partes, con una estructura semejante. Primero, una presentación de los hombres ante el velador (1, 35-51; 3, 1 - 4, 54); en segundo lugar, dos signos (-2, 1-22; 5, 1 - 6, 71).

I. LOS PRIMEROS DISCIPULOS (1, 35 - 2, 22)

Acercarse hasta Jesús es relativamente fácil, como lo fue a los discípulos históricos de Jesús. Pero su persona era una especie de cuesta arriba, cuya meta no lograron sino después de tiempo de duro bregar. El primer encuentro es siempre sorpresa, y el final permanece velado. Cada uno va buscando sus propias esperanzas, y se encuentra solo con la abrumadora persona de Jesús, a laque se va entregando. De los discípulos, de cómo se les manifiesta Jesús en la intimidad cristiana, hablará el evangelista en los capítulos evangélicos a partir de 13; ahora es solamente un primer contacto, una fe inicial que tiene que llegara reconocer en Jesús al portador de palabras de vida eterna (6, 68). Primero tendrán que venir hasta Jesús y presenciar sus signos.

Los dos primeros discípulos vienen a Jesús desde el testimonio y el discipulazgo del Bautista (1, 37 );son Andrés y el supuesto autor del evangelio, que aparece innominado. Para ellos, ha servido el testimonio del Bautista, que ha cumplido así su oficio de puente hacia Jesús. Después, vendrá Simón de la mano de su hermano Andrés (1, 42); Felipe, llamado directamente por el Maestro (1, 43), y Natanael, requerido por Felipe (1, 45). Todos vienen de distintas procedencias; desde cualquiera de ellas es posible llegar hasta el revelador. Todos vienen a la búsqueda del mesías de las antiguas promesas, y se encuentran con un Jesús que cambia de nombre a Simón (1, 42), que reconoce a Natanael antes de que le hubiera llamado Felipe (1, 48) y que promete cosas aún mayores: “ Veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y bajan sobre el hijo del hombre” (1, 51).

Los discípulos llegarán a ver, en la persona de Jesús, el único lugar de la revelación de Dios, allí donde Dios se hace presente a los hombres. Este es el contenido de la frase última que dirige a todos, con ocasión de la respuesta de Natanael (1, 51). El autor sagrado ha elegido la descripción veterotestamentaria del sueño de Jacob (Gén 28, 12 s.), que presentaba una teofanía, en el lugar cúltico cananeo de Bétel.

Jacob se había llenado de pavor sagrado ante el lugar que, por la teofanía tenida en sueños, venía a convertirse en “ la casa de Dios y puerta del cielo”, donde Dios mismo estaba (Gén 28, 16 s.). En los tiempos -nuevos a ser vistos por los discípulos, la escalera que abre el contacto con el mundo celestial no está apoyada en Bétel, sino en la persona de Jesús, todavía velada con el apelativo de “hijo del hombre”, titulo escatológico que encontramos en la tradición sinóptica y que posiblemente llegue hasta la historia misma de Jesús. “Hijo del hombre es una expresión de origen semita que connota a un hombre cualquiera; en la tradición sinóptica la encontramos unida a tres conceptos: padecimientos de Jesús (Mc 8, 31 par), su acción sobre la tierra (Mc 2, 10 par) y la parusía. Muy posiblemente Jesús habló en su predicación de “la venida del “hijo del hombre”; la comunidad primitiva, movida por el Espirito santo, identificó a Jesús con el hijo del hombre.

Es toda la cristología del IV evangelio la que queda implicada en esta promesa de Jesús a sus discípulos: Jesús, logos, puerta, verdad, vida, camino 

Pero, desde este primer encuentro prometedor, en el que cada discípulo tropieza con aquello que ha ido buscando, y la promesa realizada, existe una larga andadura de fe. El discípulo entra buscando y confesando a Jesús mesías de sus propias y religiosas esperanzas, y tiene que salir reconociendo en él al gran y único revelador. Es el camino que va desde el Jesús, compañero en la historia, al Resucitado. El IV evangelista nos da una síntesis de esa andadura, en dos episodios: el de Caná y el del templo (2, 1-22).

En las bodas de Caná, Jesús, convirtiendo el agua de las tinajas en vino generoso, hizo su primer signo. Y sus discípulos creyeron en él (2, 1-11). La actuación de Jesús es un signo externo de su profunda e inalienable personalidad. Detrás de los milagros de Jesús, en el IV evangelio, no está el mesías o el taumaturgo, sino Dios mismo, colaborando con él. Los milagros son la manifestación externa, la “gloria” aneja al Dios que se esconde en Jesús, y que es perceptible sólo por la fe. Según el evangelista, Jesús no hace milagros para decir que sea el mesías, ni para expresar que tiene poder sobre las leyes cósmicas, sino para demostrar su unión con el Padre.

Y el hombre de fe tiene que saltar, de cara al milagro, hasta confesar a Dios presente en los hechos de Jesús. Con ello, se empieza a recibir al logos hecho carne, que terminará, en su función de revelador, por iluminar vitalmente a la persona que le ha acogido. La aceptación del signo saca al hombre de fe de los estrechos límites de la religión judía, pero es solamente un inicio a complementar. De la noción de salvador de Israel, se pasa a la de enviado divino, pero falta aún ver en toda su perspectiva a Jesús, presencia entre los hombres del Dios que ama.

Los discípulos, presentes a las bodas de Caná, han ido buscando en Jesús al mesías de Israel. Y el primer signo de este Jesús nada tiene que ver con el mesianismo; ha convertido el agua en vino. Nada de manifestaciones apoteósicas, esperadas del mesías en el judaísmo tardío; solamente un milagro sin aparente sentido, y que ha sido percibido por pocas personas. Y, en él, ha aparecido ante los hombres la gloria concomitante de Dios. En el IV evangelio aparece con suma frecuencia la palabra gloria y glorificador. Hay que entenderla en el ámbito judío en el que la trascendencia divina se ocultaba bajo su gloria; en la práctica, gloria y Dios eran términos equivalentes. Jesús, en sus milagros, y sobre todo en su muerte, está manifiesta su gloria; es la presencia misma de Dios, que se deja palpar por la fe.

Los discípulos acatan el hecho, y comienzan a creer en la persona de Jesús (2, 11). Las traducciones españolas no dejan ver con claridad el texto griego, sino que traducen literalmente. En el texto griego, parece que debe de traducirse por un aoristo ingresivo, que indica el comienzo de una acción. El siguiente episodio dará luz definitiva a la incipiente fe.

Se trata esta vez de una narración ya conocida por la tradición sinóptica, la de la purificación del templo. Jesús, un día cercano a la Pascua, la emprendió, en el templo, contra los compradores y vendedores de animales, que ofrecían su mercancía para el culto. En los sinópticos, parece tratarse de un signo mesiánico; el mesías debía, según la tradición rabínica 4, purificar el templo.

En Juan, el episodio se describe de manera diferente. Al final de la acción, se da un enfrentamiento entre los judíos y Jesús, y una actuación doble de los discípulos. De una parte, interpretan el episodio a la luz del salmo 69 -”el celo de tu casa me devora”-. De otra, ven en la respuesta de Jesús -”destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días” (Jn 2, 19)- una alusión a su futura resurrección: “El lo decía, refiriéndose al templo de su cuerpo” (Jn 2, 21) . El recuerdo de la cita del salmo y de la palabra de Jesús, una vez que él resucitó de entre los muertos, se convierte en fe en las Escrituras y en su palabra (2, 22).

Los discípulos necesitarán de la resurrección del maestro para comprender el significado profundo tanto de las escrituras como de la misma palabra de Jesús. Es entonces, cuando podrán prestar fe tanto a una como a otra, en su relación con el hijo de Dios. La comprensión total de los signos no se podrá llevar a cabo, sin contar con la resurrección. Es a partir de este hecho, cuando la escritura y la misma palabra de Jesús se convierten en vehículo adecuado para llegar hasta la mismidad del maestro.

Un mismo signo -Jesús, expulsando la comercialización del templo- y unas mismas palabras -”destruid este templo...” adquiere un valor ambiguo, según la calidad de los receptores. A los discípulos, les sirve para dar el último salto a una fe más perfecta: toda la escritura y las palabras de Jesús tienen un sentido. A los judíos, les sirve, para quedarse anclados en la ironía de lo inasequible: “Cuarenta y seis años se han empleado en edificar este templo, ¿y tú vas a levantarlo en tres días?” (2, 20). La división que cruza todo el evangelio y que se había anunciado en el prólogo comienza a manifestarse. De una parte, los discípulos, quienes, a pesar de haber aceptado en principio al maestro, tendrán que ir pasando por la dura criba de la fe, desnuda y contradictoria (cfr. 6, 60. 66), hasta llegar al momento postpascual. De otra, los contradictores natos, ejemplificados bajo el nombre de judíos, impotentes para salvar el abismo que media entre sus propias convicciones y la manifestación de Dios en Jesús de Nazaret.

LOS OTROS QUE NO FUERON DISCIPULOS (2,23-6,71)

Los discípulos, al contacto con los signos, perfeccionaron su fe incipiente; son los hombres de buena voluntad que han esperado el cumplimiento de las viejas promesas del antiguo testamentó y se han entregado sin demasiados prejuicios a la persona del maestro; no han esperado los signos para ir tras él. Los demás hombres, en general van a necesitar de signos. Pero, al contacto con ellos, que expresan la realidad oculta de Jesús, estos hombres van a demostrar lo que llevan dentro. Los signos son caminos abiertos para ver en Jesús la irrupción de un nuevo orden de cosas, que culminan con la inmortalidad del creyente. La fe en Jesús es un medio para que el mundo divino entre en contacto con el humano. Pero este mundo divino desconcierta las categorías humanas; de su contacto, surge el choque inevitable, porque los hombres somos esclavos de nuestros propios pareceres.

La fe inicial que brota del contacto con los signos es imperfecta. Esto en dos dimensiones. En el nivel histórico del Jesús fue hizo los signos y en el nivel universal del hombre que se funda sólo en los signos para creer. Hace falta que el hijo del hombre muera y resucite, y que el cristiano se fíe ya exclusivamente de su palabra, que propone bautismo y eucaristía como núcleos esenciales, dimanadores de vida eterna y acicate para una comprensión plena del revelador.

El evangelista desarrolla estas ideas en los capítulos 3-6. Usa, para expresarlas, de cuatro personajes -Nicodemo, el Bautista, la samaritana, y el oficial real- que entran en diálogo inquisitorio con Jesús. Después, introducirá dos signos -curación del paralítico y multiplicación de los panes- que sirven de base a discursos alee Jesús, en los que presenta su ser y su quehacer.

1. Los cuatro interlocutores de Jesús (3, 1 - 4, 54)

Es relativamente fácil empezar a creer en Jesús, viendo los signos que hacía, que hizo (2, 23). Ante lo maravilloso e inexplicable, el hombre puede saltar a postular diversas realidades tras los milagros, pero todas ellas se quedan en el escalón de lo humano, sin remontarse al misterio escondido. Se puede confesar en Jesús al maestro; al profeta, al taumaturgo, a Dios inclusive; pero todas éstas son palabras humanas, alejadas de la gran realidad, de que son tan, sólo un indicativo de la presencia de Dios en nuestro mundo, a cuyo contacto vital debe de surgir la vida eterna, que se traduce en amor de Dios entre los hombres.

a) Nicodemo, el maestro de Israel

Entre los hombres, cuyo fondo conocía Jesús, se encuentra, en primer lugar, Nicodemo, principal entre los judíos y apellidado por Jesús como maestro de Israel (3, 1. 10). Nicodemo es el representante de la mentalidad judía, de aquellos que, apoyándose en los signos que Jesús ha hecho, se maravilla y salta a una confesión de fe en el maestro; es el representante de aquellos que, en vida de Jesús, vieron algo más que un puro hombre en él; y de los que se quedan parados en la mentalidad veterotestamentaria, en su ir a Jesús.

Nicodemo entra en escena, emitiendo una confesión de fe que, a primera vista, coincide con la del mismo evangelista: “Sabemos que has venido de Dios, porque nadie puede hacerlos signos que tú haces, si Dios no está con él” (3, 2). Jesús, sin embargo, contesta de una manera aparentemente incoherente: “Si uno no nace de arriba, no puede ver el reino de Dios” (3, 3) 5. Y por tres veces, ante la ignorancia de Nicodemo, va ampliando el tema. No da por válida la confesión de fe de Nicodemo.

Y es que una misma fórmula adquiere valor distinto, según la mentalidad del pronunciante. Para Nicodemo, los signos hechos constituyen la legitimación del papel magistral de Jesús. Jesús es un nuevo Rabí, cuya doctrina queda avalada por Dios; los milagros testimonian que Dios está con él. Para el evangelista, los signos prueban que Jesús obra .en nombre del Padre, que él y el Padre son una misma cosa. Pero esto no puede saberlo Nicodemo. Y Jesús iniciará su catequesis, para que la fórmula de fe adquiera su sentido preciso.

Es mucha la problemática que se esconde IV este párrafo y que versa, en generaI sobre la palabra “agua”. Primero, es anacrónico que Jesús hable de un bautismo, cuando el mandamiento de bautizar es posterior a la resurrección (Mt 28). Por consiguiente, se trataría de una palabra secundaria en la tradición juánica proveniente de la tradición eclesial. Un segundo problema es indicar las mutuas relaciones entre “agua” y “espíritu”. ¿Existe una subordinación del uno al otro, u diciendo que el espíritu se confiere por el bautismo? ¿Obra el espíritu por bautismo? ¿Es el agua un símbolo del espíritu?

Muy posiblemente, como dice E. Schweitzer (ThWNT, 6, 439), ambas expresiones son complementarias. El espíritu es el influjo de Dios, que provoca la fe (conocimiento y renovación) junto y desde el bautismo. No se trata del bautismo, o de la vida bautismal.

Para la comprensión de la persona de Jesús, realidad que implica la antigua expresión “ ver y entrar en el reino de los cielos”, se hace necesario un nuevo nacimiento, un nuevo modo de ser de la persona, que Nicodemo todavía no ha adquirido ni es capaz de comprender: “Hay que nacer de lo alto”, “ hay que nacer del agua y del Espíritu” (3, 3. 5).

El mundo de la carne y la sangre, el mundo en el que, por naturaleza, se mueve el hombre no puede llegar a la comprensión de Jesús, que implica una transformación radical del mismo hombre. Comprender 'a Jesús lleva consigo la entrada en el ámbito supramundano de la realidad divina, la única que puede expresar convenientemente a Jesús.

Jesús presente entre los hombres es fruto nacido del amor de Dios al mundo que le resulta enemigo (3, 1G). Ha venido para salvar al mundo, a los hombres de carne y sangre, dotándolo de vida inmortal. Y solamente a través de él, reconociendo su papel de presencia de Dios .y adhiriéndose plenamente a su palabra y a sus hechos, el hombre puede conquistar su propia inmortalidad. Debido a que es el único medio, se convierte necesariamente en “crisis” del mundo, en separación. Los hombres que han optado por la fe de cada día se destacan netamente -son inmortales de los que no han admitido la salvación presente en el revelador.

Esta realidad, latente en la verdadera confesión de fe, escapa a la visión de Nicodemo por dos razones, esencialmente conexas. Porque sólo después del fin humano de Jesús es perceptible en su totalidad (3, 14), y porque el hombre debe de comprometerse a vivir del agua y el Espíritu. El nacimiento no es sencillamente un término a quo, un punto de partida, que una vez puesto, continúa obrando casi mágicamente; nacer del agua no es solamente recibir el bautismo. Se trata de un progresivo nacimiento, que empieza eternamente con el agua y se continúa ininterrumpidamente mediante la acción del Espíritu, del mundo divino, que va empujando  el hombre hacia lo desconocido.

El Espíritu, guía hacia la verdad plena (16, 13 ), a recibir por los discípulos posteriormente a la resurrección (20, 19-23), es el único garante de una confesión de fe en Jesús. Y, mientras no llega este Espíritu, Nicodemo tiene que fiarse a ciegas de la palabra de Jesús; es solamente él, el que subirá al cielo después de estar en la cruz, quien sabe con seguridad lo que el maestro judío no puede, a pesar de su magisterio, llegar a saber. En el IV evangelio, existe una terminología propia y distinta, con respecto al verbo “conocer”. Cuando se trata de un conocimiento intuitivo, se usa el verbo griego oída; cuando de un proceso cognoscitivo, se usa ginosko. Cf. I. de la Potterie, Oída et ginosko, 709-725. En la narración de Nicodemo, esta distinción es clarividente; Nicodemo no es capaz de llegar a conocer la complicación del “nacer del agua y el espíritu”; sus bases rabínicas no le dan pie para ello. Jesús lo sabe, porque anteriormente lo ha escuchado. Y Nicodemo -todo judío- sólo puede recibir o recusar el testimonio, la palabra, de Jesús.

Tanto la aceptación como la recusa se verifican por una serie continuada-. de actos humanos, enjuiciados desde la nueva perspectiva de la actuación cristiana. El hombre, a partir de la venida del Cristo, sabe que su quehacer se centra en el “amaos los unos a los otros, como yo os he amado” (13, 34), el gran mandamiento que el evangelista hace dimanar de la realidad íntima cristiana. Este comportamiento exigido por la fe choca desmesuradamente con el comportamiento usual humano, amador de las cosas de este mundo a la manera de este mundo. Es con y por este choque de mentalidades, de donde surge necesariamente la discriminación ante el revelador. El que ha elegido, con su actuación, seguir encerrado en su perspectiva humana no puede venir a la luz, está recusando paso a paso al revelador, no se fía de su palabra, no cree en él. El que ha elegido, con su actuación, la apertura al amor divino trascendente, viene a la luz, al revelador, y termina dándose cuenta de que su obrar es comunión con Dios, porque tan sólo de Dios puede venir el actuar de Cristo, que se está repitiendo en él; y éste se fía de la palabra del revelador, cree en él.

La nueva realidad que desvela Jesús rompe totalmente la concepción de Nicodemo. A pesar de que las palabras parecían idénticas, en la mente de Jesús tienen una realidad distinta, que es necesario aceptar, de querer que esa confesión de fe sea cristianamente válida. Es todo el ser del hombre el que queda implicado detrás de las palabras de Nicodemo, rectamente interpretadas. Los signos han quedado ya en un lugar totalmente secundario; son solamente la puerta de ingreso a la interioridad del revelador, pero no dan esta interioridad, sin el concurso del Espíritu actuante en los hombres.

La mentalidad judía respecto a los signos es falsa; Jesús no es un maestro, avalado en su doctrina por signos y prodigios de Dios, es Dios presente y dador de vida eterna al que crea en él; los signos son para que crean en él, en su persona, única capaz de enseñar a los hombres la figura auténtica de Dios, que se hace actuación humana, con posibilidad de compartimiento, de comunión.

b) El Bautista, antítesis de los judíos

El segundo, en el desfile de personajes ante Jesús, es Juan el Bautista. No viene a interrogar a Jesús, sino que, fiel al papel que le ha asignado el evangelista, volverá a dar testimonio del revelador, esta vez haciendo hincapié en el carácter gozoso de su ocaso (3, 29). Juan es el prototipo de sus discípulos y la antítesis de los judíos. La meta de los discípulos del Bautista es irse tras Jesús, y Juan se alegra de ello. Los judíos, por el contrario, se duelen de que la gente vaya tras él (12, 19), y decretarán su muerte (11, 48 s.).

El discípulo del Bautista es el que ha partido en busca del mesías, y ha aceptado a Juan como el enviado de Dios a bautizar; el que se ha movido honradamente en el seno de las esperanzas escatológicas de Israel, que aguarda, con su fe puesta en el Dios fiel, la renovación escatológica de los tiempos mesiánicos.

Esta postura, en principio válida, queda fuera de lugar ante .la presencia del revelador. El Bautista -último representante, para el cristiano, de la tradición auténticamente israelita- es sólo un hombre de paso; quedar enraizado en él, en antítesis con el revelador (3, 26), es continuar la serie de los que han venido antes que él, pero han hablado, porque pertenecen a la tierra, cosas tan sólo de la tierra ( 3, 31).

Juan Bautista ha recibido, con su misión, una revelación de Dios, que le capacita para presentar el revelador a Israel (1, 33). Y es por ello, en relación siempre a Jesús, que pueda hablar palabras de Dios, porque el Espíritu no se da cicateramente ( 3, 28. 34 ).

Habrá observado el lector que tomamos los vs. 31-36 como puestos por el evangelista en boca del bautista. La cosa aparece así en el texto evangélico. Sin embargo los comentaristas, por la semejanza del párrafo con 3, 16-21, lo ven como un trozo desplazado o como una reflexión del evangelista.

Estas palabras se concretizan en presentar a Jesús como el sujeto del amor del Padre, sobre el que ha dejado todo poder, y, en consecuencia, resulta lógico el que los hombres, en vez de ir tras Juan, vayan tras él. Juan no puede dar la vida eterna, sino Jesús.

Jesús es el que está por encima de todo, porque proviene del cielo. Juan se erige en el testigo de esta verdad (3, 32), que, quien sea su discípulo, debe de aceptar, confirmando así al Dios veraz (3, 33). Sólo el discípulo de Juan que se pase a las filas del revelador está sometiéndose a los planes salvíficos de Dios. Y, como resul­tado de este su pasarse a la fe en el revelador, se cumplirá plena­mente la predicación apocalíptica: «Tendrá la vida eterna» (3, 36); el que no se someta al hijo, permanecerá bajo la ira de Dios (3, 36).

Ser discípulo de Juan no sirve para nada. Ha sido el Bautista mismo quien lo ha enseñado. Con el Bautista se está más cerca del revelador, pero hay que hacer caso total a Juan, y pasarse a la fe en Jesús. El Bautista aventaja a Nicodemo en cuanto que es capaz de comprender a Jesús, pero él mismo no puede dar el salto hasta la fe en el revelador. Juan no cree en Jesús, se limita tan sólo a dar testimonio de lo que ha visto. Queda ya muy lejos la figura del Bautista muerto; su figura es la reinterpretación cristiana y ca­riñosa de quien, quizás, fue discípulo suyo.

c) La mujer de Samaría

Los habitantes de Samaría, si bien despreciados por los ju­díos. Los samaritanos procedían étnicamente del resto que dejara en el reino del norte el rey asirio Salmanasar y de los colonos babilonios con que fue repoblada la tierra (2 Re 17, 24‑41). Religiosamente, tenían un culto sincretista en el que, junto a Yahvé, se adoraban dioses diversos. De esta impureza religiosa dependió la enemistad de los samaritanos con los judíos que volvieron del destierro. En principio, admitidos a participar en la reconstrucción del templo de Jerusalén, fueron expul­sados posteriormente (Es 4, 2). A partir de este momento, nacen las últimas riva­lidades. En el siglo ii, los samaritanos se aliarán con los seleúcidas contra los judíos.

Se consideraban herederos de los antiguos patriarcas; se apoyaban en el Dios del Sinaí con la misma insistencia de los ju­díos; celebraban sus cultos, al cerrárseles las puertas de Jerusalén, en el monte Garizim, y, entre sus esperanzas, figuraba un mesías, apellidado Taeb que, en sus tradiciones religiosas, tendría el co­metido de aclarar los últimos acontecimientos cósmicos. Sobre el Taeb, cf. J. McDonald, The tbeology of the samaritans, London 1964. La doctrina sobre el Taeb revelador escatológico se encuentra en el libro sagrado de los samaritanos Mermar Marqab o “Doctrina de Marqah”. Toda una postura de auténtica fe, bastante similar a la judía, a la que el evangelista pone en parangón con la fe cristiana. Para ello, hace uso de un personaje nuevo y desconocido de toda la tradición evangélica: la mujer samaritana que acudió a buscar agua al pozo de Jacob.

La samaritana tiene un gran parecido con Nicodemo; ambos empiezan malentendiendo las palabras de Jesús; ninguno de los dos presta fe al revelador. Existen también, diferencias profundas; la samaritana llega a plantear una problemática en la que se da la inteligencia mutua con Jesús (4, 20‑26) y sirve de tránsito para que los samaritanos presten la gran confesión de fe, no fundamen­tada en signos sino en la misma palabra de Jesús: «Es el salvador del cosmos» (4, 42). En definitiva, el fiel samaritano está más cer­cano al revelador que el rabí judío. Nicodemo, no; ni presta fe al revelador ni sirve de puente a la fe de los de su pueblo.

Entre la fe de los samaritanos y la cristiana que propugna el IV evangelio hay una gran diferencia, pero esa fe, desechada por los judíos, tiene un punto válido, su concepto especial de mesías ­revelador.

La samaritana va a coger agua del pozo de Jacob. Jesús se le presenta como el donante de agua que dará vida eterna. Toda la conversación gira. en torno del agua. La samaritana pretende ex­traerla del pozo de Jacob, y cree que el agua prometida por Jesús procederá también del mismo pozo (4, 11). Jesús, en contraposi­ción al pozo, se presenta como el dador de un manantial (4, 14).

La tradición judía extrabíblica habla con insistencia del sen­tido simbólico de las palabras «pozo» y «agua viva»; los vocablos sobre los que giran el diálogo de Jesús con la samaritana. Israel tenía un pozo misterioso, dado por los padres, del que emanaba agua viva. El pozo era la ley mosaica; las aguas, la doctrina dima­nante del conocimiento de la ley.  Esta parece ser la mentalidad del evangelista. Los samaritanos confían en la ley antigua, como engendradora de vida. Jesús se les presenta, en esta primera etapa del diálogo (4, 7‑15), como el dador de agua, de la que están ne­cesitados.

En un primer momento, como paso necesario, hay que conocer al revelador, al don de Dios (4, 10). Posteriormente, en el futuro, llegará, desde el revelador, la fuente de agua productora de vida eterna. Y la samaritana llegará, en su diálogo, hasta provocar la autorrevelación de Jesús (4, 26); para ello, ha recorrido una asce­sis de fe: ,Jesús es judío (4, 9), posiblemente mayor que Jacob (4, 12. 15), profeta (4, 19), y, muy posiblemente también, el me­sías revelador (4, 29).

El hombre, que parte de la fe samaritana, si quiere llegar hasta los tiempos cristianos, tiene que empezar por admitir que la sal­vación proviene de los judíos (4, 22), que el «salvador del mundo» proclamado por ellos (4, 42) fue un judío. Lo cual, sin embargo, no significa una conversión al judaísmo, porque los nuevos tiempos no están ya caracterizados por un lugar de culto a Dios aquí o allá, sino en una adoración que brote de la acción del Espíritu en los corazones de los hombres; una adoración, “en espíritu y verdad” (4, 23).  

En la antigüedad, la expresión ha servido de bandera para establece un culto eminentemente personal (los protestantes) frente a un culto externo (los católicos). En la actualidad, parece que todos están de acuerdo para ver en “el espirito”, al Espíritu santo, y en “ la verdad” la revelación divina. Una adoración que brota del espíritu y se acomoda a la revelación.

Como último grado, ha de admitir que Jesús es el revelador. Para ello, el samaritano cuenta. con un punto de apoyo, del que carecen los judíos: el mesías. Los judíos esperan un mesías libertador político; los samaritanos, un mesías revelador de las últimas cosas. Y Jesús, que no se ha presentado, en el IV evangelio, ante los judíos, como su propio mesías, lo hace frente a los samaritanos: “Soy yo, el que hablo contigo”. A la confesión “yo soy el mesías”, se añade “que hablo contigo”, con la significación de revelación; que te estoy revelando las cosas que tú esperabas (4, 25).

Y, cabalgando sobre esta revelación, los samaritanos llegarán a formular su confesión de fe en Jesús. La samaritana ha servido de puente a los hombres de su ciudad, pero éstos no creen ya por su testimonio, sino por la revelación de él (4, 42). Con ella, han llegado a formular el núcleo esencial de la misión del hijo, tal como éste lo había expresado ante Nicodemo: “No mandó Dios al mundo a su hijo para juzgarlo, sino para que se salvase por él” (3, 17). Los samaritanos confiesan: “Es el salvador del mundo” (4, 42). Lo saben con certeza; han escuchado y aceptado la palabra del revelador.

Los samaritanos no han necesitado de signos para llegar hasta la auténtica fe cristiana; se han fiado de la palabra del revelador. Están ya capacitados para recibir el don del agua productora de vida sin fin; cosa que acaecerá en el futuro: “Daré” (4, 14). El Espíritu, del que brotará el nuevo culto, tiene abierto el paso a los samaritanos, que confesaron en el Jesús histórico al salvador del cosmos.

d) El recto uso de los signos

Como cuarto y último dialogante de Jesús, aparece, en el IV evangelio, la figura de un oficial real, que viene a Jesús implorando la curación de su hijo enfermo de muerte (4, 46-54). Es un relato que se encuentra también en la tradición sinóptica, pero que ha sido ampliamente transformado en Juan. Este oficial real es la representación de los hombres que, acuciados por la necesidad, vienen implorando un milagro, que les sirve de trampolín para saltar a la fe en Jesús.

Este episodio cierra la serie de interlocutores de Jesús que han empezado -Nicodemo- y terminado con la problemática de los signos. El primero, que creía saber la realidad oculta tras los signos, se encuentra con su ignorancia en el transcurso del diálogo con el Cristo y no llega a formular una fe ante el revelador; ha acudido a Jesús, cargado con toda la mentalidad rabínica, ganosa de verdades nuevas que no llega a entender. El último llega, confiando en el Jesús taumaturgo que va a sacarle de su problema vital: el hijo está para morir; es solamente esto lo que le interesa. Al final se va a encontrar con la fe, porque el taumaturgo no había fallado.

Creer que Jesús fue un taumaturgo, es una fe imperfecta y recusada por el evangelista, que pone en boca de Jesús la expresión: “Si no veis signos y prodigios, no creéis” (4, 48). Es necesario, ante el control del prodigio (4, 51 s.), llegar a la confesión de fe cristiana: “Creyó él y toda su casa” (4, 53). La frase pertenece a la terminología misional de la iglesia primitiva. De la conversión al cristianismo: cfr. Hech 8, 8; 11, 14, etc.

Al mismo tiempo que se da la recta interpretación de la finalidad del signo, se insinúa la imperfección del mismo. Es preferible, para el evangelista, la confesión fundamentada solamente en l palabra del revelador, en la predicación que ejecuta la iglesia, ala fundamentada en los signos (cfr. 20, 29).

Jesús hizo ciertamente signos, que el evangelista transmite en orden a que el hombre crea en Jesús, el hijo de Dios (20, 30 s.), pero, en los tiempos que siguieron al Jesús histórico, sus signos pueden solamente ser atestiguados como algo que sucedió en el pasado y que no todos interpretaron rectamente. Es mejor el tiempo actual, sin signos directos, pero con la palabra del revelador presente en su iglesia. Por eso, Jesús recrimina la postura del oficial real, a pesar de que éste supo aprovecharse del milagro para legar a la confesión de fe.

Lo que muestran los signos y la crisis que engendran (5,1-6,71)

En el diálogo con Nicodemo, el evangelista ha dado un compendio de la realidad profunda que encierran; demuestran, conducen hasta el Jesús que es presencia de Dios en el mundo que ha venido a salvar. Pero esta explicación, cuyo alcance no vio Nicodemo, se convirtió en quicio de contradicción. Los judíos no creyeron, a pesar de los signos y la interpretación dada, desde distintos ángulos, por Jesús. Los judíos, fundamentados precisamente en la realidad velada de los signos, van a matar al revelador, “porque se ha hecho a sí mismo Dios” (5, 18). La persona de Jesús, manifestada a través de sus signos, se convirtió así en auténtica “crisis” , en división que llevará a la condena, a pesar de que Jesús era el salvador del mundo.

Se trató, evidentemente, de una reelaboración de la vida de Jesús, considerándola desde la nueva perspectiva del logos hecho carne, cuya presencia continúa efectiva entre los hombres en virtud del amor, que hace posible la comunidad con él y el Padre y de un bautismo y una eucaristía hecha realidad en la propia existencia de los cristianos. Los signos que el Jesús histórico hiciera quedan ya anticuados, queda ahora, en el momento en que el evangelista escribe, el valor desnudo de la palabra del revelador, perceptible en la iglesia, y que apunta al agua y a la carne de Jesús como los signos nuevos, a través de los cuales, es todavía posible llegar hasta el hondón del revelador y recibir de él la vida sin fin.

Después del desfile de las cuatro personas, que sintetizan las posibles posturas de los hombres ante el revelador que se acerca, el evangelista, continuando la misma temática, desarrolla los efectos de la palabra reveladora, primero ante los judíos en general, y después ante sus discípulos. Ambas actitudes salen a luz con ocasión de un milagro, de un signo, cuyo íntimo significado desvela Jesús: el paralítico de la Probática y la multiplicación de los panes

a) La gran verdad desvelada públicamente (5, 1-47)

Jesús hizo un milagro. El que yacía paralítico desde hacía 38 años se levanta de su enfermedad, ante la palabra imperativa del maestro. Era un día de sábado. Y los judíos acusarán a Jesús de quebrantador del sábado (5, 1-18). La tradición sinóptica es pródiga en relatarnos los incidentes entre Jesús y los judíos, con ocasión de la transgresión sabática (Cf. Mc 1, 21-28 par; 2, 23-28 par; 6, 1-6 par.). Aquí, el IV evangelista, consecuente con su teología, añade a la antigua acusación una más nueva: “Llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose con esto igual a Dios” (5, 18). Es, a la vez, el sentido propio de los signos y el motivo de condenación a muerte, por parte del pueblo judío, en la redacción del IV evangelio (19, 7).

Ante el signo de la curación, los judíos buscan “al hombre que dijo levántate y anda” (5, 12); van, ley en mano, tras el que declara, con su mandato de caminar, que el sábado puede ser transgredido. Cuando, porque Jesús quiere -se ha encontrado de nuevo con el ex-paralítico (5, 14)-, los fariseos se enteran de que ha sido Jesús, se encuentran con que el hombre buscado se confiesa Dios (5, 17).

Los signos que hace Jesús son índice de su conformidad con el Padre (5; 19. 30). No se trata ya de que, a través de los signos, se muestre el Padre, sino que cualifican el querer del Padre la actuación del hijo. Y, en el caso concreto de la curación del tullido, abroga la ley sabática e indica la llegada del juicio, ambas cosas en íntima relación.

El hijo que quebrantado la ley del reposo sabático, haciendo un milagro y, sobre todo, mandando cargar con la camilla y andar a aquel hombre. Y esto quiere decir que la ley ha dejado de existir, porque también así obra el Padre, de donde Jesús ha aprendido todo (5, 17). La última raíz del aprendizaje de Jesús es el amor que el Padre le tiene (5, 20). Con ello, toda la actuación de Jesús es una manifestación del Dios que ama.

El juicio ha llegado ya con la actuación de Jesús. La actuación discriminatoria que Dios había de realizar en los últimos tiempos, separando los malos de entre los buenos se está realizando ya. Aquel que preste fe, que se una a la palabra del Cristo posee la ;vida sin fin, y con ello se ha librado del juicio; ha pasado ya de la muerte a la vida (5, 24). El gran don de poder repartir vida, propio de Dios, ha quedado en manos del Hijo, que la dará a quien quiera. Es la misma vida de Dios, que ha sido dada al revelador en posesión personal (5, 26). Con ella, ha venido ya el juicio a este mundo. El juicio-salvación al mismo tiempo. La acción salvadora del hijo -dar vida divina a los hombres- se convierte necesariamente en discriminación de los hombres, del mundo. Los que han optado al revelador, confesando vitalmente la procedencia divina del mismo y honrando, en consecuencia, tanto al hijo como al Padre, reciben la vida eterna, el modo mismo de vivir de Dios. Los que no reciben al hijo, se han quedado anclados en este modo de ser humano, sin perspectivas de vida eterna, que han recusado.

Y el juicio que ha venido ha efectuar el revelador no se queda relegado a un tiempo concreto. No son solamente los hombres que han existido después de Jesús de Nazaret los que tienen la oportunidad de prestar fe en él. Toda la humanidad queda pendiente la voz del revelador, incluso los muertos, cuya participación en la vida que puede dimanar del encuentro con él queda pendiente su actuación pretérita (5, 25-29). Es la palabra del revelador, que está diciendo de la suerte de los hombres que han existido antes de que apareciera plenamente en la carne de Jesús de Nazaret.

Toda la escatología se hace presente; no hay un juicio último ni una segunda venida del logos. El cristiano empieza ya en esta vida a estar en comunicación directa con Dios, a través del amor realizado entre los hermanos"; es de aquí de donde brota necesariamente la vida eterna, es ya vida eterna; y, en consecuencia, se ha discriminado el cristiano de todo aquel que no obra la vida de Dios en él. El -juicio ya ha llegado, se está dando entre los hombres que aceptan o recusan vitalmente su unión con el logos, que estuvo presente -fue- en el Jesús de Nazaret.

Con este milagro, en el que Jesús se ha mostrado como juez divino, los judíos deberían de ver la obra de Dios, actuada por manos de Jesús. Que Dios ha encargado a Jesús de efectuar el juicio discriminatorio entre los hombres, dándole la potestad de vivir eternamente en el amor mismo de Dios. Y de esta verdad, la escritura es garante (5, 31-40). No es Jesús quien se ha erigido en juez, sino Dios quien le ha constituido. La prueba de ello está en las Escrituras y en el milagro mismo.

Y es precisamente esta escritura –Moisés- la que servirá de acusador ante el Padre.

b) Del signo a la palabra: el pan eucarístico (6, 1-71)

El milagro de la multiplicación de los panes y los peces (6, 1 14) fue también un signo, que los judíos dejaron pasar por alto, sin ver tras él al revelador, que terminará por hablarles de la eucaristía. El milagro, en el IV evangelio, está relatado de manera diversa que en los sinópticos. Aquí es Jesús mismo el que distribuye el pan; y los que se han saciado de él han podido observar el milagro. A la multiplicación, se añade -como también la tradición sinóptica- el milagro de la deambulación de Jesús por las aguas, aunque en el IV evangelio, el énfasis se pone en la pronta y taumatúrgica llegada a Cafarnaún (6, 21) y en la escapada misteriosa de Jesús, huyendo del acoso de la multitud. Con estos dos milagros, se cierra la serie de presentaciones de Jesús ante los hombres, sin entrar en lucha abierta con ellos, como lo hará en la parte siguiente.

Jesús es el alimento, que engendra vida nueva en el mundo; lo es, en cuanto que, a partir de la cruz -que, en Juan, es el momento de la glorificación del hijo-, los hombres que han creído en él pueden hacerse participantes de la misma vida que le inunda. Esta participación se verifica al contacto -comer y beber- de la eucaristía, que presupone fe inicial en la palabra del revelador y engendra, al mismo tiempo, una fe adulta, tal de reconocer en ella ha presencia salvífica del revelador, y la realización del signo mesiánico del maná.

Los judíos, carentes de fe inicial, que no han visto en el pan multiplicado un signo que presenta a Jesús como “el bajado del cielo” (6, 42), siguen aferrados en considerar al revelador como el “hijo de José” (6, 42). No pueden trascender, y, como el antiguo pueblo del desierto, murmuran primero (6, 41) y luchan después (6, 52). No aceptan la palabra de vida, que expresa el revelador. Y sus discípulos se dividen también (6, 60. 66). De un grupo grande de seguidores, solamente Pedro, portavoz de los Doce, acepta la palabra, porque ha llegado a saber que Jesús es el Santo de Dios ( 6, 68-69 ).

Los antiguos y creídos signos mesiánicos no valen, como tampoco es válida la idea que del mesías se han formado los judíos. Las esperaban, para reconocer al mesías, la repetición del maná, él alimento que tuvieron los padres en el desierto; en el reino mesiánico, todos se alimentarían de este pan milagroso, bajado del cielo (Así el Apoc de Baruc 29, 8; los oráculos sibilinos 7, 148 s., y el Midras de Rut 2 14). Y esto es lo que piden los judíos a Jesús; piden un signo 6; 30), poniendo de contraste el acontecimiento del éxodo (Ex 16, 15; Núm 11, 7-9), tal como lo ha visto el autor que escribió la plegaria de los levitas, en Neh 9, 15; y, cuando Jesús les dice, con la anfibología propia del IV evangelio, que el verdadero pan es el bajado del cielo, los judíos vuelven a pedir de ese pan (6, 33-34), quieren hacerse partícipes del reino mesiánico.

Y Jesús presenta el signo verdadero de su mesianismo: su misma  persona que se entrega a la muerte y es capaz de vivificar el mundo (6, 51).

El milagro de la multiplicación de los panes y los peces se encuentra también en la tradición sinóptica (cfr. Mc 6, 30-44; 8, 1-10 par). Juan aporta un dato interesante: la reacción de los presentes, que intentan proclamar rey (mesías) a Jesús. En la tradición sinóptica, este dato ha sido voluntariamente omitido, porque solamente los discípulos aquellos que se dan cuenta del milagro, pero el movimiento popular de los presentes, que han visto en el milagro un signo mesiánico, se deja entrever todavía en la expresión “y Jesús obligó a embarcar a sus discípulos” (Mc 6, 45); expresión que no tendría sentido si no tuviera que huir de alguna cosa.

Para el evangelista, no ha sido válido como signo mesiánico la multiplicación de los panes, a pesar de la tradición anterior a él y de los mismos datos que aporta su relato los judíos que acuden a Jesús pidiendo el signo no recuerdan para nada que anteriormente, en vista precisamente de la multiplicación, han querido proclamarlo rey -en el substrato arameo de la historia, mesías. Jesús, nos dice el evangelista, ni fue tenido por mesías ni quiso ser tenido por tal. La comprensión de su mesianismo -si se le puede llamar así- empieza a partir de la comprensión de su persona y sus proyecciones salvíficas; solamente en el cristianismo es factible confesarme cías de los judíos a Jesús.

El signo de que los tiempos mesiánicos han llegado es Jesús mismo, pero esta realidad no será perceptible hasta que haya dado su vida en la cruz. De manera semejante a como se expresó con Nicodemo (3, 14) y, anteriormente, con los mismos judíos, pedigüeños de signos (2, 19-22), se expresa ahora, añadiendo una connotación interesante; es a partir de su propia muerte, cuando se hace realmente participable, en toda su dimensión personal, el revelador (6, 51). La vida sin fin, don peculiar de la salvación del Cristo, se verifica por una permanencia del revelador, cargado de la vida del Padre, en el que le ha aceptado por fe (6, 56 s. ).

Lo imposible de una participación post mortem se realiza mediante una comida. Encontraste con el alimento perecedero, producto del milagro de Jesús, está el alimento verdadero, la carne y la sangre del revelador que ha retornado al Padre, que ha muerto (6, 27.55.56). Es la eucaristía. Es una carne y una sangre entregada por la salvación del mundo, manifestación suprema del amor de Dios presente en Jesús y que avala toda la vida del revelador. Es una carne y una sangre manifestativas del triunfo, la exaltación del Cristo, porque la muerte de Jesús tiene este sentido en el IV evangelio.

Para todo ello, sin embargo, hace falta fe. En primer lugar, una fe incipiente, que descubre en el Jesús de la historia al revelador de Dios. En segundo lugar, una fe adulta, consecuencia de la primera, que sea capaz de experimentar en la eucaristía participada la unión íntima, productora de vida eterna, con el Jesús glorificado ya y la llegada total de los tiempos mesiánicos cristianos, en los que la muerte no es posible.

Hay que creer que el Jesús crucificado por los judíos fue la revelación y el revelador del Padre, hay que buscar al maestro, en vista de los signos hechos, y no como los judíos (6, 26), que primero buscan el pan material y más tarde se retira murmurando y luchando, ante la no acogida de la revelación (6, 41. 52). El fondo del que nace este movimiento es la inquietud por los tiempos últimos y el doblegarse ante la enseñanza del Padre (6, 45). Por último, apoyado solamente en la palabra de Jesús (6, 51. 53-58), toda la realidad última y pretendida llega a su fin; la vida eterna fluirá al contacto con la eucaristía, que implica la fe en el Jesús histórico y la realización, en la comunidad, de la misma eucaristía o “carne y sangre por la vida del mundo”, acto último y máximo del amor de Jesús.

El hombre que llega hasta Jesús, afanoso de bienes materiales debe de cambiar su postura ante él; ha de llegar, primero, hasta el hondón de su persona reveladora. Y sólo después, fiado ya de su palabra de vida eterna, arrimarse hasta la eucaristía. En ella encuentra el contacto necesario, para extender su vida en la nueva .encuentra de eternidad.

El principio de este apartado estaba encabezado con la figura de Nicodemo, el judío que necesitaba de la obra del Espíritu en el, para calar en la profundidad de los signos. El final está marcado con la participación eucarística. Dos realidades complementarias. No es solamente la fuerza del Espíritu la que lleva al hombre hasta su incorporación al Cristo, sino que va acompañado necesariamente de la participación vital de la eucaristía. Y ahora ésta como antes aquél no en una función mágica de donación mística, sino de realidad cotidiana de un entregarse continuo a la muerte humana, en nombre del amor divino. Pero esta última connotación, que era posible intuir, ya que Jesús se presenta en su ser y actuar como presencia del amor de Dios, no aparecerá desveladamente hasta que el Revelador se dirija en exclusiva a sus discípulos, a los que se entregaron, confiados, a su palabra salvadora; en IV evangelio, a partir del c. 13.

4 LUCHA ABIERTA DEL REVELADOR Y VICTORIA SECRETA SOBRE EL MUNDO (7, 1 - 12, 50)

Desde el capítulo 7 al 12 inclusive, Jesús pasa a la ofensiva. Ya no actúa solamente esperando la actitud de los hombres, sino que los acosa, descubriendo lo que tienen dentro. Se dijera que tiene prisa en morir, en cumplir lo que el Padre le preceptuara, y no duda, por eso, en recriminar abiertamente a los judíos. Sabedor de que su hora aún no ha llegado, aprovecha los escasos momentos que le quedan aún antes de irse al Padre para terminar de desvelarse ante el pueblo que va a condenarle a muerte. El revelador entra en lucha abierta contra el mundo; con sus palabras y sus signos está provocando continuamente la escisión, el juicio, que ha venido a hacer. Los hombres tienen que decidirse ante su figura de hijo de Dios, aunque de esa decisión tenga que venir necesariamente la muerte del revelador.

Jesús va a morir, pero se trata de una muerte voluntaria, porque es él quien solamente tiene el poder de poner y recibir su propia vida. Por ello a pesar de la crucifixión, su morir es auténtica victoria. El que es capaz de dar la vida a Lázaro muerto y se cataloga a sí mismo como la vida es imposible que muera del todo. Jesús va venciendo en cada uno de sus encuentros con el mundo -judíos, fariseos, hombres sin fe-; es una victoria tácita y que es perceptible sólo por la fe.

Estas ideas maestras, a las que se unen, en círculos cada vez más agobiantes, las de “crisis”, “signos”, “personalidad del revelador”, aparecen estilísticamente dispuestas de una manera semejante a la anterior, a través de dos núcleos de discursos y dos signos, últimos que realiza -curación del ciego y resurrección de V evangelio. En toda esta parte priva mucho más aún que en la anterior la revelación de Jesús, iterativa y progresiva. Los mismos elementos que hemos encontrado en la parte anterior se hacen vez más explícitos, más claros: doctrinas, posturas de los hombres. Todo se va trágicamente amontonando en orden a dejar sentado claramente el rol de los que no dan su fe al revelador, y que se repite en cada hombre que viene a este mundo.

I. LAS ENSEÑANZAS VITALES DEL REVELADOR (7,1.4-8,59)

En el encuadre de la festividad de “los tabernáculos”', el IV evangelista ha colocado dos núcleos de enseñanzas de Jesús (7, 14-52; 8, 12-59) y el milagro de la curación del ciego (9, 1-41), seguido dé otras dos enseñanzas -Jesús puerta; Jesús pastor- , en íntima conexión. Después, fuera ya de la fiesta, tendrá lugar el segundo milagro de esta serie, la resurrección de Lázaro (c. 11). Las palabras -enseñanzas- preceden a los hechos, dándole un marco preciso, en el que tienen sentido.

Hasta ahora, Jesús ha enseñado en público solamente con ocasión de sus signos, tratando de darles sentido como obra del Padre. Sus enseñanzas han sido más bien ocultas: Nicodemo, la samaritana... Ahora se desvela públicamente. Lo hace en Jerusalén, con ocasión de la festividad de los Tabernáculos, en un ámbito escatológico y mesiánico.

La fiesta de los tabernáculos era una de las tres grandes fiestas judías (pascua, pentecostés y tabernáculos); se celebraba hacia septiembre. En su origen había sido una fiesta de acción de gracias por la vendimia; más tarde, dándole un sentido religioso, se evocaba el tiempo del desierto, cuando Israel vivió bajo tiendas; de aquí su nombre. En los tiempos postexílicos, en tos que vivió el Cristo y la comunidad cristiana primitiva, tenía un sentido escatológico y mesiánico. De aquí la importancia en este evangelio: Jesús se revela en el ámbito de las esperanzas escatológicas judías. Cf. J. Daniélou, Le symbolisme eschatologique de la féte des tabernacles: Irénikon 31 (1958) 19-40.

No se trata, sin embargo, de una revelación plena, sino “escondidamente” (7, 10), porque la plena manifestación será la de su muerte. Es una revelación que tiene por finalidad establecer la crisis entre los hombres tal como ya la había anunciado anteriormente (5, 22), y que se había empezado a realizar (6, 41. 52. 66). Ahora, la crisis llevará a Jesús hasta la muerte, cuando haya llegado su hora (7, 6).

1. La doctrina de Jesús

Como anteriormente sus obras, ahora su doctrina está reflejando a Dios. El punto de arranque para la comprensión de su doctrina no está en que haya tenido maestros anteriormente (7, 15) al estilo rabínico, sino en que es la misma doctrina del Padre, que le ha enviado (7, 16). Jesús no habla en nombre propio. Y la función de sus oyentes es la de remontarse hasta el origen de esta doctrina ( 7, 17 ), llegar a reconocer al Padre. Como antes las obras, ahora su doctrina es un medio de acceso a la realidad oculta de la palabra hecha carne.

Que su doctrina no le sea propia, sino que es presencia de Dios en el mundo, que ha de salvarse mediante la fe en él, puede llegar a ser evidente por su propio comportamiento: no busca su propia gloria (7t 18) y es el revelador (8, 13-19). Ambas realidades, un tanto apoyadas en las escrituras divinas.

Jesús no busca su propia gloria, sino la de Dios con cada una de sus palabras y acciones, pero esta gloria revierte en su persona, a la que es necesario tributar el mismo honor (5, 23), amor (8, 42) fe (14, 1) que a Dios. La razón es que existe una mutua dialéctica entre Dios y Jesús; éste busca primordialmente la gloria de dios, pero Dios mismo va buscando la gloria del hijo, de Jesús; ;es Dios el cuidador tic la gloria de Jesús (8, 50. 54). Gloria que se consuma, se lleva a término, en el momento de la crucifixión, de la que dimana a los hombres toda salvación.

Jesús, con su palabra y su actuar, no va tras el reconocimiento humano (5, 41), sino el reconocimiento de fe, en el que se apoya la salvación de los hombres. Y éste versa esencialmente en confesar en Jesús la presencia de Dios. Es para Dios toda la gloria que puede dimanar de Jesús y sus obras. En esta actuación carente, podríamos decir, de egoísmo, está la primera prueba de que su doctrina es de Dios.

La realidad más profunda, sin embargo, es que Dios mismo está presente en la doctrina de Jesús, es Dios mismo el que está hablando a través de su palabra. Son Dios y Jesús los que están atestiguando la gran verdad de toda su predicación ( 8, 14 s. ).

Partiendo de esta realidad, asequible sólo por fe, cobra valor testimonio de la escritura: el testimonio dado por dos hombres es testimonio veraz (Dt 17, 6; 19, 15; Jn 8, 17). Pero hay que partir de la fe necesariamente. Estamos en un círculo vicioso, imposible de saltar; las palabras llevan a la fe y la fe es necesaria para calar en las mismas palabras. No hay demostración apodíctica. Y el hombre que juzgue solamente con sus propios criterios o con cualquier criterio no divino, revelado, que parta del revelador, se en un juzgar “según las apariencias” (7, 24) o “según la carne“ (8, 15), alejado de la salvación. De este círculo se podrá salir en vista del mutuo amor imperante en los discípulos, criterio distintivo de selección (13, 35). Solamente quien cree puede amar como él amó. ¿Hay amor de Dios sobre la tierra? Es posible confesar que Jesús de Nazaret fue el revelador del Padre.

Y es precisamente este amor el que va buscando, con su palabra, Jesús. Pero este amor es imposible sin el nacimiento de arriba, sin la fuerza del Espíritu, sin la muerte de Jesús. Ni siquiera a sus discípulos, pedirá Jesús este amor; sólo después de la resurrección, Pedro confesará su amor al Maestro (21, 15-19). Y es justamente lo que los hombres no pudieron dar al Jesús de Palestina; por eso Jesús no tuvo más remedio que morir.

2. Contenido de la predicación

Las enseñanzas contenidas en la predicación de Jesús no son ya ni el reino, ni las parábolas ni nada semejante, como en los sinópticos; en el IV evangelio, la palabra de Jesús en sus alocuciones a la muchedumbre es una autorrevelación; es su persona la que va desvelándose paulatinamente antes, ahora, a sus amigos, a el mundo. Palabras que terminan ineluctablemente por la acusación directa de sus adversarios, provocando su muerte y la crisis de los hombres.

Jesús es el que ha venido del Padre, ha estado durante un tiempo entre los hombres para convertirse en su luz salvadora, y se marcha, de nuevo, a su sitio primitivo. Una realidad desvelada conceptualmente, pero que sólo después de su ida, será desvelada vitalmente. Para establecer estas verdades, el evangelista va poniendo en cotejo la mentalidad judía sobre el mesías y su noción de Jesús. La palabra de Jesús descubre a los judíos que el auténtico mesías no es el esperado sino el revelador.

Jesús, según el conocimiento que podían tener sus contemporáneos, provenía de Galilea (7, 41. 52). Y de Galilea no podía venir el mesías. Según las creencias del tiempo, el mesías tendría que venir de la estirpe de David y de Belén (7, 42) o de un lugar desconocido. Ambas concepciones son falsas. La primera, porque la auténtica procedencia es el Padre; la segunda, porque el cristiano llegará a saber esta procedencia.

Jesús viene del Padre; es el único enviado de Dios al mundo, con un quehacer salvífico. Sólo él puede hablar de las cosas de Dios, de sus planes respecto al hombre; es el revelador (8, 25 s.). Todas las palabras dichas anteriormente a los hombres no tienen valor alguno.

Pero no se trata de una verdad estática y fría, a la manera de solución de un problema. Jesús no es el revelador de los secretos del Padre, para aumentar el conocimiento, la ciencia dé los hombres; su revelación es esencialmente dinámica y salvífica. No dice solamente cuál sea el ideal que del hombre tenga Dios, sino añade cómo es posible realizar este ideal. Todo depende de él, que el Padre ha dejado todo en sus manos. De aquí, que toda la revelación tenga que centrarse necesariamente en su propia persona.

El Jesús de la historia es un hito de primera necesidad en los es de Dios. Al hombre le es necesario confesar en él al revelador de Dios. No importa que hayan pasado los tiempos, y el revelador esté de nuevo con el Padre; su figura histórica -vista .con la perspectiva de fe- sigue siendo la base de la confesión de fe de aquellos hombres que quieran adherirse al mensaje cristiano de salvación. Por esto, el evangelista puede afirmar que Jesús es luz, como, posteriormente y en la misma dirección, nos lo presentará como Puerta y Pastor. Su palabra certifica su condición de luz.

Jesús fue en la historia y es en la fe la luz para el mundo. El evangelista concentra en esta expresión todo el quehacer de Jesús, como ya lo había anunciado en el prólogo (1, 5. 9) y explicará un poco más adelante con la curación del ciego de nacimiento ( 9, 1-41). El carácter distintivo de esta luz es su capacidad de engendrar vida (8, 12), que constituye su finalidad. El Jesús revelador es un polo de atracción para los hombres, que encuentran en él su propia salvación; es luz que conduce, primero, hasta su propia persona y, en consecuencia, se desprende de ella, una vez aceptada por la fe, la vida misma de Dios.

Pero el Jesús de la historia fue algo transitorio y escondido, realidad íntima, para todos, inclusive sus propios discípulos. Su papel de luz verdadera, de auténtica salvación, de revelador del Padre sólo empezó a actuar eficazmente después de su resurrección. Es por ello, que el evangelista vuelve a repetir, como antes a Nicodemo, la necesidad de su muerte- (8, 28); solamente entonces podrán los hombres ver claramente, y decidirse en consecuencia, que el Jesús de la historia fue -y es- el revelador.

Es por esto, que el Jesús de la historia pueda ser descrito preponderamente como “el que se fue al Padre” (7, 33 s.; 8, 21-29). A los discípulos, que le habían prestado en vida una fe incipiente, les aclarará el sentido y la finalidad de esta ida (13, 33; 14, 1-6), pero a los judíos les habla sólo lo necesario, lo que, a juicio del evangelista, servía para expresar el núcleo esencial de la fe cristiana y que, dada la mentalidad de los judíos, no podía ser rectamente entendido.

Al hablar de su ida al Padre, los judíos la entienden dé dos modos diversos e inexactos; creen que se trate de una ida a los judíos de la Dispersión (7, 35) o de un suicidio (8, 22). La expresión anfibológica es “vosotros no podéis ir allí a donde yo voy”. Jesús la entiende con sus categorías de revelador como la vuelta definitiva a su lugar primero, del que saliera para venir al mundo, como la permanencia en Dios posterior a la muerte. Los judíos la entienden -con sus categorías que, inesperadamente, resultarán verídicas, porque la doctrina de Jesús se expandirá por la gentilidad después de su muerte (12, 24; 11, 52) y porque es Jesús mismo quien la ha elegido libremente (10, 18).

Posteriormente a su ida, los judíos, como también los discípulos, buscarán a Jesús, pero se trata de dos búsquedas diversas. Los primeros seguirán a la espera del libertador, del mesías, de los planes de Dios. Y no encontrarán nada, “morirán en su pecado” ( 8, 21), si no reconocen en el muerto al que está con el Padre ( 8, 24). Los suyos, los discípulos, que han dado ya el primer paso de fe, recibirán el mandamiento nuevo y la promesa de un retorno del Padre y el hijo, perceptible en su vida comunitaria de amor.

En contraste con su personalidad celestial de revelador del Padre, Jesús desvela también la personalidad de los judíos, de los que, en el evangelio, actúan como representantes de los que no prestan su fe en él. Son los judíos históricos que condenaron a muerte a Jesús y los hombres sin fe que pululan alrededor del mensaje de. Jesús sin aceptarlo.

Los judíos no pueden aceptar a Jesús; son “los malos” en este drama de fe. No se trata de un dualismo determinista, como si los judíos no pudiesen aceptar a Jesús; es el evangelista el que usa del esquema dualístico, de proveniencia quizás gnóstica, para explicar el hecho de que unos admitieron y admiten al salvador y otros ni le admitieron ni le admiten. Existe ciertamente, a través de todo el evangelio, la constante de que sólo después de su muerte, Jesús fue plenamente admitido, pero esto incluso por sus discípulos; el evangelista la expresa de diversas maneras. A Nicodemo, hablándole del nuevo nacimiento, en conexión con el don del Espíritu y la muerte de Jesús, como, en general a los judíos (7, 3739; 8, 28) y a los gentiles (12, 20-26). A los discípulos, mediante el envío del Espíritu, continuador e intérprete de la misma revelación de Jesús (14, 26). Pero esto no implica una determinación, como si ninguno de los actores del evangelio pudieran salirse de un papel de buenos o de malos. Solamente la historia pasada cae tejo un cierto determinismo; los judíos que mataron a Jesús fueron “malos”, pero se les da la oportunidad de reconocer a Jesús después de su muerte (8, 28). Incluso Judas no está determinado a entregar a Jesús; si lo hace es porque sus obras no eran buenas, era ladrón (12, 6).

Es el evangelio de Juan el único en damos este detalle sobre Judas, que no es en modo alguno personal, como aparece en alguna literatura moderna (cfr. D Fabbri, El proceso a Jesús). Judas está en el evangelio de Juan conformado a su papel; si entregó a Jesús es porque sus obras no eran buenas. Y Juan tendrá que le alguna obra no buena: era ladrón.

Los judíos no pueden creer en Jesús; más todavía, cuando hay algunos que creen (8, 30), Jesús procura, con sus medios de revelador al alcance (8, 31-38. 39-47. 48-59), que terminen por llamarle samaritano endemoniado (8, 48) y no tomar piedras con intención de lanzarlas contra él (8, 59). Los judíos no pueden creer, porque sus obras son malas y Jesús, en plan de revelador, se las está metiendo siempre por los ojos (7, 7), es el acusador, cuya obra será continuada por el Espíritu santo (16, 8).

Obras malas no pueden entenderse primordialmente en un contexto ético, sino en un contexto místico, de no-actuar-con-Dios. Existe un dualismo primordial en el IV evangelio: Dios y el mundo, Dios y lo-no-Dios, lo bueno y lo malo. Pero no se trata del dualismo maniqueo espiritual-corporal, sino, más bien, de tipo mítico, anterior a la encarnación del hijo de Dios. Una vez que el hijo se ha hecho carne, hombre, Dios ha entrado en contacto directo con lo malo, transformándolo en bueno. Jesús, a pesar de ser hombre, es revelación de Dios, algo bueno, lo bueno en el mundo, por su unión con el Padre. Y, a partir de su muerte-resurrección, el hombre -el mundo- queda capacitado para entrar -o dejar entrar- lo bueno en el mundo; el cristiano es aquel en quien Padre e hijo moran (14, 23), la realización de lo bueno en el mundo, y visible en el mutuo amor.

El Jesús histórico, la obra mala de los judíos fue no aceptarlo como mesías; realidad que el IV evangelista ha transformado aceptarle como revelador del Padre. La obra mala fue recusar a Jesús y su palabra, cuya manifestación máxima fue la muerte dada a Jesús; realidad que el IV evangelista pone de mano tanto en la misma muerte cuanto en los intentos por matarle (8, 59; 10, 31) y las repetidas manifestaciones de que buscaban su muerte (5, 18; 7, 1. 30, etc.). De aquí que el Jesús del IV evangelio esté acusando siempre a los judíos, en esta sección de querer darle muerte (7, 19; 8, 37. 40), cosa que es conocida en algunos círculos (7, 25); está demostrándoles que sus obras no son buenas. Se trata casi de una tautología, a la que es inútil tratar de dar vueltas: los judíos no pudieron creer en Jesús, porque históricamente, durante la vida del maestro, no creyeron de hecho.

En el Jesús de la fe, la obra mala que los judíos continúan haciendo -y los “judíos” no son ya el pueblo . de Israel, sino el prototipo de todo incrédulo- es no reconocer en el Jesús de la historia al revelador del Padre; restringir la personalidad de Jesús al nivel de mesías o de puro hombre. Jesús y su palabra son la realidad fundamental del cristianismo, visto por el IV evangelio; prestar fe a uno lleva implicado el creer en la otra. Y, una vez ido Jesús al Padre; queda pendiente sobre el incrédulo la palabra Juzgadora del maestro (12, 48).

3. Reacción ante la palabra del revelador

Los judíos no creyeron en Jesús. Cuando el evangelista hace el resumen de la postura ante el revelador de los judíos (12, 3743 ), dirá taxativamente que, a pesar de todos los signos, no creyeron en él (12, 37). En el mismo contexto sin embargo, reconocerá que “muchos, incluso de los principales, creyeron en él, pero no le confesaron por temor a los fariseos, para no ser echados de la sinagoga” (12, 42). Dos aseveraciones que parecen contradecirse.

De la tradición anterior a él, firmemente arraigada en la historia, el evangelista ha tomado la explicación teológica al hecho de que el pueblo de Israel, a pesar de esperar al mesías, no le reconoció oficialmente en Jesús de Nazaret, sino que le dio muerte. Para el IV evangelista, Jesús fue más que el mesías esperado, fue el revelador del Padre. La fuerza expresiva de Jesús, más que en sus milagros, está en sus palabras. Por ello, pondrá el énfasis en la postura de los judíos ante-la palabra de Jesús; los judíos fueron los que no admitieron la palabra del revelador.

Por otra parte, no todos los judíos históricos rechazaron a Jesús; la iglesia primitiva nace en un contexto netamente judío. Pero ésta se origina, como fenómeno religioso, después de la muerte de Jesús. Por esto, tendrá que recalcar cuidadosamente cómo el momento de esta iglesia tiene lugar después que “ el hijo del hombre ha sido glorificado”, “ha sido elevado a lo alto”, ha sido crucificado.

Esta tirantez entre “todos” y “algunos”, “historia” y “fe” aparece, en el IV evangelio, trasladada con otros términos. Los judíos son los que no fueron discípulos de Jesús durante su vida. De ellos, con posterioridad a la resurrección, seguramente salieron discípulos, pero no antes. Son los que “creyeron en él, pero quisieron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (12, 42 s.); los que necesitaron de la resurrección y del Espíritu para confesar en Jesús al revelador del Padre.

Con esta mentalidad, el evangelista que poner a los judíos oponiéndose a la palabra reveladora de Jesús, porque ninguno de ellos creyó en el revelador. Los judíos no son ya los que condenaron a Jesús históricamente -los jefes del pueblo, en los sinópticos-, sino todos los que no fueron discípulos del Jesús histórico. La reacción ante la palabra de Jesús no puede dejar de ser totalmente negativa.

En principio, antes de que Jesús comience a hablar, los judíos buscan y existe una división radical en su apreciación de la persona del revelador; unos le tienen por bueno y otros por embaucador de la gente (7, 11-12). Después que el revelador ha explicitado su procedencia, en respuesta al interrogante que se formulan (7, 27), “muchos creyeron en él” (7, 31). Pero es una fe sin apoyo ": en la palabra de Jesús, sino en sus obras (7, 31); los judíos no han comprendido que el auténtico mesías no es el de los milagros, sino el de la palabra. De nada ha servido que Jesús explicite su procedencia; no le reconocen como al revelador,, sino como el mesías de las esperanzas del pueblo. Otros se separan claramente de su persona, intentando matarle (7, 30). Es una primera división te la palabra. De una escisión en ponderar la persona de Jesús (7, 11 s.), se ha pasado a una escisión en la fe prestada a su persona; unos se oponen decididamente, y otros se quedan anclados su antigua fe mesiánica, que tampoco es válida.

La división se acentúa después que Jesús revela tanto su ida Padre como el futuro de los creyentes en él (7, 32-39); unos le confiesan profeta, otros mesías y otros no; algunos intentan de nuevo matarle (7, 40-44). La razón es que no atienden a la palabra de Jesús, sino que tratan de hacerle entrar en su concepto de mesías, escrutando las escrituras que interpretan con mentalidad rabínica: el mesías tiene que venir de David y haber nacido en Belén. Cuestión que deberían ya haber superado, ya que Jesús enseñado que “proviene del Padre”.

La división llega al culmen, cuando se dirige a los muchos que fan creído en él, después que les acaba de anunciar precisamente que sólo después de su muerte les será posible reconocer al revelador (8, 21-29). El que quiera ser auténtico discípulo de Jesús tiene que dejar atrás todo el judaísmo, ser liberado de los prejuicios mesiánicos y dejar cabida a la palabra (8, 31-38). Pero esto es realmente imposible. Los judíos están aferrados a su propia ideología y no tienen puerta abierta a la palabra del revelador; son, ante todo, “hijos de Abraham” (8, 39).

La doctrina de un mesías, recomponedor político del Israel descendiente de-Abraham es incompatible con el mesías revelador del cristianismo de Juan. La doctrina de un Jesús preexistente, igual al Padre y mayor, en consecuencia, que Abraham es incompatible con la doctrina judía de un mesías hijo fiel de Israel, que se fundamenta en Abraham. Y el choque tiene que ser inevitable. Ningún judío puede ser discípulo del revelador. Por eso, no pueden menos, estos auditores que habían creído en él (8, 29), de coger piedras con ánimo de tirarlas contra Jesús (8, 50).

Todo Israel queda bajo el mismo rasero. A excepción de sus discípulos -y bajo este nombre entendemos a todos los que creyeron en él durante su vida histórica-, nadie en Israel le prestó fe. Los más se quedaron defraudados en que no fuera el mesías prometido. No pudieron intuir, a pesar de su palabra revelarte, que era más que el mesías, el revelador; se habían fijado, a lo sumo, en los signos, cuando lo primordial era su palabra.

La palabra de Jesús ha provocado el odio del mundo, de los no creyentes, tal como había anunciado, al inicio de esta parte, Jesús a sus parientes, que tampoco creían en él (7, 7). Ante la acusación directa hecha a los judíos, los hombres que buscan, concediéndoles el máximo, la satisfacción de sus esperanzas, éstos no pueden responder sino con el odio mortal. Todo es porque no se han sabido desprender de sus propias ideas. Han buscado a Jesús y se han encontrado con el revelador del Padre. Pero ellos no buscaban a Jesús, sino al mesías liberador, incompatible con el mesías cristiano.

Es aquí donde el judío representa al hombre de todos los tiempos, que acude al cristianismo en busca de la satisfacción de sus propios esperanzas y no sabe cambiarlas al contacto con la palabra reveladora. El odio que nazca de esta frustración lo seguirá recibiendo el Jesús que habita ahora en sus discípulos; por esto, serán ellos los odiados por el mundo (15, 18-25), porque los cristianos, de manera parecida a Jesús, están naciendo cada día a la vida misma de Dios y no pueden mezclarse, en su ser-actuar, con el mundo, con el no creyente.

II. LA ACTUACION DE LA LUZ 5 (9, 1 - 1O, 42)

La fiesta de los tabernáculos era la fiesta de la luz. Por la tarde, el templo se iluminaba festivamente (cfr. Misná Sukkah, 5, 2-4); era el momento en que, como escribía Zacarías (14 7): “será un día único, no habrá día ni noche y al atardecer luz”. La actuación de Jesús que nos presenta el IV evangelio está en paralelo con la festividad: Jesús es luz

La lucha entre Jesús y el mundo continúa, explicitándose aún. Jesús, que se ha presentado, en la fiesta de la luz, como la verdadera (8, 12), que ilumina con su palabra reveladora, es hecho actuar ahora, por el evangelista; con un milagro simbólico: duración del ciego de nacimiento. En íntima unión con él, hará también hablar a Jesús de su papel de puerta y pastor; luz que y luz que abre los ojos y conduce hasta la intimidad con Dios.

Un sábado y en Jerusalén, Jesús hizo un milagro. A un ciego nacimiento le untó con barro hecho con saliva en los ojos, le mandó ir a lavarse en el estanque de Siloé, y el ciego vio. En torno esta sencilla acción de Jesús, el evangelista monta toda una escena, en ella, intervienen principalmente el ciego curado, los fariseos. y los familiares del ciego. Jesús sólo aparece al principio y al fin del acto, para aleccionar con su palabra al ciego y a los fariseos. Todo el contexto de disputas, posturas y enseñanzas se deduce de la actuación de Jesús, porque él, “mientras está en el mundo, es luz del mundo” (9, 5).

Lo realmente importante para el ciego no es que llegará a distinguir los objetos materiales, sino que terminó por tributarle al del hombre, a Jesús, el signo de adoración debido a Dios: creyó y le adoró (9, 38). El verbo griego que significa “adorar” (proskynein) es usado por Juan exclusivamente en el culto tributado a Dios en Jerusalén (4, 20-24; 12, 20). Jesús recibe esos honores que Dios. Para llegar hasta aquí, se afianzó en su honradez y en la palabra de Jesús; y, en su camino hasta él, se vio silo de la sinagoga, excomulgado.

El ciego no ha querido ni pedido su curación; la ha aceptado sencillamente como resultado de la acción de Jesús, que le ha ordenado ir a lavarse al estanque de Siloé. El ciego curado se convierte en una especie de tierra de nadie en la que se libra la batalla del revelador con los fariseos, con el mundo; éstos le condenan, declarándole pecador y echándole de la comunidad judía, de la sinagoga (9, 34); aquél le recibe entre sus ovejas, puesto que le ha reconocido (9, 38; 10, 14. 16) y le ha declarado, ya de antemano, exento de todo pecado (9, 3).

El primer encuentro del ciego ya curado tiene lugar con los vecinos y conocidos (9, 8-14). Ante ellos, testifica dos cosas; que es él mismo aquel que antes no veía y que ha sido el hombre llamado Jesús quien le mandó a Siloé, donde quedó curado, pero ignora dónde esté ahora este hombre. El resultado es que es llevado a presencia de los fariseos.

Los fariseos, junto con los sumos sacerdotes, son en el IV evangelio los asesinos de Jesús (18, 3). En el momento en que se escribe este evangelio, las distinciones históricas de los actuantes en el drama están ya muy desviadas; se entremezclan judíos y fariseos y se confunden con el sanedrín, aunque históricamente cada uno de ellos tuviera un oficio propio y distinto. En el presente episodio, se capacita a los fariseos para echar de la sinagoga a los fieles, para excomulgarlos; cosa inadmisible desde el punto de vista de la historia. Claro está que tampoco a admisible que, en tiempos de Cristo, se echara a alguien de la sinagoga por confesarse mesías. El evangelista está retrotrayendo a la historia de Jesús cuestiones que sucedieron mucho después.

El beneficiario del milagro se limita a expresar honradamente lo que ha sucedido, sin añadir explicación alguna de su propia cosecha. Es él y no otro el agraciado por la curación. En el que le ha hablado, reconoce solamente al hombre Jesús. No dice de él ni siquiera que sea un taumaturgo, e ignora dónde pueda estar. Ante el Jesús ido, los vecinos de Jerusalén preguntan por él a quien ha recibido su presencia taumatúrgica. Pero el ex-ciego no sabe nada. Con su primer testimonio ha sacado de la duda a sus vecinos -es él mismo-, pero los ha introducido en otra superior: ignoran dónde esté Jesús.

La problemática pasa a los fariseos, y con ellos, ante el testigo, sucederá algo parecido. De entrada, discuten ya, no sobre la realidad del hecho, sino sobre la capacidad de Jesús. Jesús es un pecador porque ha quebrantado la ley del reposo sabático, y un pecador no puede estar cercano a Dios. Otros niegan la tesis, aceptando el milagro (9, 16). El problema ha pasado ya descaradamente a ser un enjuiciamiento de la persona de Jesús. ¿Es o no pecador?

Y, en este juicio, es llamado a declarar el ex-ciego. Dado que él es el receptor del milagro, ¿qué opina de él? La mayoría de las traducciones, siguiendo la interpretación de la Vulgata, unen la causa de la pregunta a la pregunta misma: “¿qué dices tú de aquél que te abrió los ojos?”. El sentido es otro, casi sarcástico: “¿qué dices tú de él?, porque te abrió los ojos, ¿no?”. Los fariseos dudan de la realidad del milagro. Es un profeta, responde ( 9, 17 ). Su confesión de fe va más arriba; ya no se trata del hombre llamado Jesús, sino de un enviado de Dios, como interpretará posteriormente ante los mismos fariseos. Estos, incrédulos del milagro, han interrogado a los padres del que fue ciego, y vuelven a acosarle, esta vez dentro de un ámbito sagrado: “Da gloria a Dios” (9, 25). Y da su última respuesta, en medio de una ,graciosa diatriba (9, 30). El milagro dice a las claras que Jesús es enviado de Dios; el curado lo dice con unas palabras semejantes a las de Nicodemo (3, 2): “Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada” (9, 33). El antiguo ciego ha llegado hasta el máximum que un judío, según el IV evangelista, puede dar de sí.

En consecuencia de esta confesión de fe, es echado fuera de la sinagoga, del ámbito religioso judío. Y es entonces cuando se encuentra con Jesús, que le pide una última meta en su confesión de fe; ha de creer “en el hijo del hombre”. El que había sido ciego está dispuesto a todo, pero ignora quién sea este hijo del hombre. Jesús se le revela: “Es aquel que has visto y que está hablando contigo” (9, 37). Jesús es aquel que en el momento el ciego ve, pero que ha visto anteriormente, el que se ha ido pero perteneció a la historia. Ahora podría ya dar respuesta a la segunda pregunta de sus vecinos ( 9, 12 ). Y es también y esencialmente el revelador, el que está hablando con él. Y el ciego ve ahora: creyó y le adoró (9, 38).

El ciego ha dado el paso adelante que no pudo dar Nicodemo. Es el prototipo de la fe perfecta, como en el evangelio de Marcos , el hijo de Timeo (Mc 10, 46-52); el ciego curado por Jesús a las puertas de Jericó, es, en Marcos, el prototipo del seguidor perfecto. Y es justamente esta fe, causada por el Jesús de la historia revelador eterno, la que sirve de discriminante entre los hombres. El ciego curado es la parte iluminada por la luz, que la ha recibido plenamente, pasando de fe en fe.

2 . Los videntes que se convirtieron en ciegos

Los fariseos son la parte que, viendo la luz, no la admitieron y se erigieron en jueces de ella o se quedaron simplemente en el conocimiento del hecho milagroso sin pasar a una confesión de fe. Tanto unos como otros se han convertido, en la perspectiva de fe, en ciegos voluntarios, cuyo pecado les es descubierto por el revelador.

Los fariseos-judíos, niegan la evidencia del hecho; no creen que el hombre que se confiesa curado haya sido ciego alguna vez. Lo hacen, fundamentándose en su propia interpretación de la ley de Moisés, de quien se confiesan discípulos. Jesús no puede ser el autor del milagro, porque ha quebrantado la ley sabática del reposo y es, consecuentemente, un pecador. Están recusando el que podía ser primer paso para una confesión de fe; reconocer en Jesús al enviado de Dios.

Ellos lo saben, tienen conciencia cierta de ello (9, 24), como saben también que Dios ha hablado a Moisés (9, 29) e ignoran de la misma manera la procedencia de Jesús (9, 29). Se apoyan en la escritura, en sus conocimientos de sabios -”sólo el pueblo ignorante de la ley sigue a Jesús”, han dicho anteriormente (7, 49)-, pero sin calar en su profundo significado, porque, bien interpretada, la escritura habla de Jesús, testimonia sobre él (5, 39). Interpretación rabínica e interpretación cristiana de una misma cosa se encuentran frente a frente. De tejas abajo, ambas con el mismo valor. Desde el ámbito de la fe, la cristiana es un punto de apoyo más, junto con los signos, la palabra y el testimonio de los demás, para reconocer en Jesús al revelador.

Los fariseos-judíos, sin embargo, la toman aisladamente, con valor propio y exclusivo, sin contar con el milagro ni con el testimonio del ex-ciego. Por eso, se les vuelve en contra (5, 45 s.), y la palabra del revelador confirma la sentencia: “Si fuéseis ciegos, no tendríais pecado; pero ahora decís "vemos": vuestro pecado permanece” (9, 41).

Su sabiduría les lleva a no reconocer en Jesús al revelador, capaz de salvar, y con ello quedan fuera de toda perspectiva salvífica; han desaprovechado la oportunidad de creer y, de jueces, se han convertido en reos. Lo que achacaban a Jesús -es pecador-” en la nueva perspectiva de fe cristiana, ha recaído ineluctablemente sobre ellos mismos.

El juicio discriminatorio que Mateo puso al final de los tiempos, ha llegado ya. En los judíos fariseos están todos los hombres de todos los tiempos que no reconocen en el Jesús de la historia, hacedor de milagros al revelador del Padre y, consecuentemente, se oponen a él. En el ciego curado está todo hombre que, desde su impotencia natural, sabe dejarse en manos de la palabra para llegar hasta una confesión de fe, que va a transformar su existencia. Confesión que, en primer lugar, le separa del mundo en que ha vivido -en el texto, de la sinagoga-, y, posteriormente, le hace entrar en la mismidad de Dios.

Pero la palabra condenatoria del revelador no se queda en algo negativo, en hacer patente la ceguera y la visión de unos y otros; penetra más hondamente aún. Su misión de luz no queda completa con causar una crisis de fe, unos creen en Moisés y otros en Jesús; se complementa con la entrada del creyente en Dios y la liberación, anterior y consecuente, de los estrechos moldes del judaísmo. Esto adquirirá Jesús, y de un modo inasequible a la mentalidad humana: poniendo la vida por sus ovejas.

Jesús, puerta y pastor (10, 1-5. 6. 7-10. 11-18)

La lucha del revelador con el mundo, que ha nacido esta segunda vez a consecuencia de la curación del ciego, sigue todavía el relato bíblico.

Primera razón es bastante manipulable y no puede ser criterio definitivo; se fundamenta en un orden histórico-cronológico del evangelio, que hay que probar primero si fue intención del último redactor o si proviene de anteriores. Más verosímil parece que la perícopa 10,25-30, se una a la inmediatamente anterior desde el punto de vista de la temática. Así, C. H. Dodd, H. Van Bussche” F. M. Brown A. Feuillet, etc.

A los asistentes a la dura condena de los fariseos, les sigue diciendo, ahora en forma de comparación que aclarará posteriormente 12: “Os digo en verdad: el que no entra por la puerta al recinto de las ovejas, sino que sube por otro lugar, aun ladrón y un depredador. Sin embargo, el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste es al que abre el portero, las ovejas oyen su voz, llama a las ovejas propias por su nombre y las saca. Cuando las ha sacado, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su llamada. Al ajeno no le seguirán, sino se le escaparán, porque no conocen su llamada” (10, 1-5).

Un punto difícil de solucionar en este texto es la relación que media entre que la parte que el evangelista llama paroimia (10, 1-5) y la siguiente (10, 7-18). ¿Se trata de una parábola con interpretación alegórica? ¿son tres grados de revelación alegórica? Hemos elegido la solución primera. En la primera parte (10, 1-5), se de una parábola, en la que es imposible, por naturaleza misma del género buscar un perfecto paralelo entre lo que se dice y la realidad; tiene un sentido genérico, como una metáfora ampliada. La segunda parte sería una alegoría; cada palabra tiene una trascripción en la realidad.

Los judíos no entendieron la parábola (10, 6 ). El evangelista, cuente con su teología, da la explicación alegórica; Jesús es, al mismo tiempo, puerta y pastor (10, 7-10. 11-18).

Jesús es puerta, en dos dimensiones distintas: de entrada (10, 7-8) hasta las ovejas y de salida (10, 9-10) para las mismas. Solamente él ha venido a traer la auténtica salvación de Dios a la humanidad que la acepte en su persona; es él el único capacitado por

La conexión entre ambos relatos (curación del ciego y buen pastor) es discutida los autores. Las razones para postular su no conexión son principalmente: a) transición dura entre los capítulos 9 y 10, b) se vuelve a hablar de las ovejas y en 10, 25-30, narración que el autor coloca en otra fiesta distinta, en la dedicación (10 22). Entre las fiestas de los tabernáculos y de la dedicación tres meses (cfr. J. H. Bernard, D. Mollar, R. Bultmann, E. Schweizer).

Dios para tener vida en sí y para darla a quien quiera (5, 26 s.). Todos los que han venido a las ovejas anteriormente a él son ladrones, no pueden aportar la salvación de Dios. Y, en este todos, quedan involucrados no solamente los movimientos zelotas del tiempo dé Jesús, sino, en orden descendente, los fariseos, Juan Bautista y Moisés. Venido Jesús, el revelador, ninguno de ellos tiene ya vigencia; seguirles; dándoles un valor perenne y no de mero tránsito, es entrar a las ovejas por diverso sitio que por la puerta. Y eso es, en el contexto inmediato de la curación del ciego, lo que están haciendo los fariseos. El revelador es la única y exclusiva presencia total de Dios. Y las ovejas, los hombres, que saben de ello, como el ciego curado, no puede oír la voz del que no ha entrado por la puerta, del que sigue presentado como válido a un Moisés no interpretado cristianamente.

Y lógicamente es también la puerta de salida para las ovejas (10, 9-10). La salvación escatológica, posterior a la vida histórica de Jesús -de aquí el uso de los tres futuros en 10, 9- consiste primariamente en una salida del ámbito veterotestamentario, como el ex-ciego que ha sido echado de la sinagoga. En un segundo momento, convivir con el revelador " y, en un sentido metafórico, vivir del revelador-”encontrará alimento” (10, 9).

El evangelista expresa esta convivencia con las palabras “entrar y salir”, término que, aplicado a una ciudad, significa libertad de movimientos en tiempos de paz y que, aplicado a personas, significa convivir, ser compañero de alguien en todo: cfr. P. Bocaccio, 1 termini contrari come espressione della totalità in ebraico: Bibl 33 (1952) 173-190.

Jesús es, también, el pastor en dos dimensiones distintas, en cuanto defiende las ovejas de los ataques del lobo a cambio de su propia vida (10, 11-13) y en cuanto reconoce sus ovejas dondequiera que estén (10, 14-16). La vida divina, constituyente de la salvación cristiana, no ha sido posible sin la muerte del Cristo. Solamente después de ella, el Dios de Jesús es, en el evangelio de Juan, el Dios de los discípulos (20, 17). Por eso, al hablar de la salvación que en Jesús encuentran los cristianos, el evangelista tiene que hacer alusión necesariamente a la muerte del revelador, del que sabe ya el modo como se va a verificar esta salvación. Y, siguiendo la comparación, Jesús se presenta como el que libremente y por un acto de amor hacia sus ovejas, se deja quitar la vida, sabedor de que no se trata de una muerte total, sino transitoria, porque, después, la volverá a tomar (10, 11. 17-18). Su muerte de cruz es el signo externo evidente del amor del revelador hacia los hombres. Con él se pueden parangonar, en desequilibrio evidente, todos aquellos que se hayan presentado como portadores de salvación. Es el buen pastor.

Y entre Jesús revelador y sus creyentes existe un perfecto conocimiento, fundamentado y dirigido modélicamente por el mutuo amor-conocimiento que existe entre Dios y el revelador. De aquí, la finalidad del pastor sea la de congregar a los hombres de fe, cualquiera que sea su procedencia, bajo la unidad misma de Dios (10, 14-16). El revelador, que conoce lo que hay en el fondo del hombre (2, 23-25) y que está dispuesto a llevar a cabo la redención mediante su muerte, sabe distinguir entre oveja y oveja, sabe cuáles sean las suyas (10, 15), como ha sabido distinguir entre fariseos y ciego. Estas ovejas suyas, a su vez, le reconocen, le prestan fe, como antaño sus discípulos y hace un poco el ciego, saben que él es el revelador. Y su oficio de pastor le hace buscar las propias ovejas en rediles diversos del pueblo de Israel (10, 16). Su misión salvífica se extiende a todos los hombres -muere por todas - ovejas-, pero sólo- algunas de uno y otro redil -Israel y paganos- saben apropiarse de la salvación -las suyas.

El Jesús histórico se reveló ante los judíos como la única luz capaz de dar sentido a la salvación que esperaba Israel; esto lo hizo precisamente en el día o fiesta de los tabernáculos, cuando el templo, al atardecer, se encendían las grandes luminarias y el pueblo de Israel pensaba en los tiempos mesiánicos. Se reveló, según las esperanzas judías, sino como quien era en realidad, el revelador del Padre, juez que engendra discriminación, salvación y compañero inseparable -en el ser y en el obrar- de Dios. El Jesús adorado hijo de Dios en el mundo cristiano es el mismo Jesús de Nazaret, que anduvo por tierras de Palestina.

4. Reacción de los que vieron la luz (10, 22-39)

Ya hemos hablado anteriormente, dentro de este mismo capítulo, de las reacciones positivas y negativas, productos -”crisis”- de los contactos con el revelador. Dejando aparte al ciego y a los fariseos, jueces condenados, en 10, 22-39, igual que anteriormente al final de las palabras de Jesús ( 8, 59 ), se vuelve a reír, ya casi machaconamente, la división causada por la actuación de la Luz.

Los judíos llegan hasta Jesús y le preguntan sin ambages si es en realidad el mesías (10, 24). Y Jesús da la respuesta conveniente y clara, que se ha dejado entrever ya anteriormente. Son sus obras que atestiguan; él es el salvador, el que viene a traer la vida sin fin a los que crean en él. No es el mesías, es el Dios presente a sus ojos: “Yo y el Padre somos una sola persona” " (10, 30). Jesús y el Padre están actuando una misma realidad en el mundo: su salvación.

El último recurso para la fe son las obras (10, 38), que deben de conducir, como al ciego, hasta una fe perfecta, “para que empecéis a conocer y lleguéis de una vez a conocer que el Padre está en mí y yo en el Padre” (10, 38). Pero los judíos no están dispuestos a reconocer las obras, si éstas están unidas a la palabra del revelador, que les da el verdadero sentido. Por eso, vuelven, esta, segunda vez, en dos momentos, a intentar matarle, apedrearle como a blasfemo.

El odio del mundo, cuyos representantes son los judíos, se va definiendo cada vez más claramente. Sólo falta ya el milagro revelador de la resurrección de Lázaro, para que condenen fatalmente a muerte al revelador.

III. LA ACTUACION DE LA VIDA (11, 1-54)

En la lucha que el revelador está sosteniendo -que sostuvo históricamente y que sostiene la iglesia en su nombre- ha aparecido ya reiteradamente la aseveración de que él es el dado de vida. El fin de toda su actividad es precisamente esa; el hombre que deposita su fe en él tiene asegurada la misma vida sin fin, que lo identifica, de alguna manera, con Dios mismo. Y así como anteriormente, para presentar la verdad de que el revelador es luz, el evangelista ha narrado el milagro de la curación del ciego, así ahora, para expresar que es vida, nos narra la resurrección de Lázaro.

El hermano de Marta y María es dejado morir por Jesús, para que tenga lugar el milagro de la resurrección. En torno al muerto, se levantan diversas ideologías sobre el sentido de la vida y la resurrección. Jesús da primero la enseñanza cristiana sobre la vida, realiza el milagro en corroboración con su doctrina y, por último, y como es cosa usual en esta parte del IV evangelio, los judíos ya oficialmente, se conjuran para dar muerte al autor de la vida.

1. La doctrina contra las doctrinas

Tanto Marta y María como “algunos de los judíos” que habían ido a dar el pésame a las hermanas creen en el Jesús taumaturgo, capaz de curar cualquier enfermedad. Las primeras tienen esta seguridad y habían esperado que Jesús curaría al enfermo, cuando le han rogado implícitamente que viviera: “Señor, aquel a quien tú quieres está enfermo” (11, 3). Por eso, las dos se quejan cuando Jesús ha llegado (11, 21. 32). Algunos judíos se asocian a esta idea, al verle llorar ante el sepulcro (11, 37). Todos se conmueven unívocamente en una sola valoración de la vida como continuación en la existencia humana, que debería de proteger Jesús, puesto que amaba al muerto, no dejándole morir. En su raíz, están todos en un plano biológico al enjuiciar la vida. Indirectamente, están enjuiciando también el papel de Jesús, a la manera como los asistentes a la multiplicación de los panes buscaban a Jesús porque les había dado de comer (6, 26).

De esta doctrina imperfecta y rasera sobre el sentido cristiano la vida, Marta, la que sale apresuradamente ante el Jesús que se acerca, va a dar un paso adelante: su hermano resucitará en el último día (11, 24). Es la respuesta de fe, que históricamente, en tiempos de Jesús y de la naciente iglesia, compartían los fariseos. Al final de los tiempos, habría una resurrección como satisfacción individual de los justos. En principio –Hillel, fundador de una escuela rabínica, la más afamada y opuesta a de Samai-, este mundo edad última no se identifica con los tiempos mesiánicos; primero vendría el mesías, y con él, el triunfo del pueblo de Israel; pues, ya al final, el tiempo último, con la retribución definitiva. Sólo al fin del siglo III se introdujo la resurrección como bien mesiánico.

Marta reconoce en Jesús al mesías, por eso sabe que el último ya está relativamente cerca; en él, dentro del contexto de una resurrección general de los justos, resucitará también su hermano. Y así interpreta la respuesta primera de Jesús: “Tu hermano resucitará” (11, 23). Se equivoca, sin embargo, Marta, porque Jesús se está refiriendo a la resurrección real de Lázaro, que está para suceder. Pero ésta no tiene ya el sentido de un milagro ni el de llegada de los últimos tiempos, al menos según ella podía imaginarlo. La resurrección de Lázaro tiene un sentido esencialmente simbólico.

La resurrección y la vida misma es Jesús, el revelador; de su unión con él, mediante la fe, se sigue ya la vida. La muerte del que cree en el revelador no es muerte; el creyente continúa viviendo,' aunque haya muerto, porque la vida en que está injertado no se acaba (11, 25 s.). No se trata de una pervivencia de las almas, en espera de la resurrección de los cuerpos, sino de una continuidad en la existencia divina, que se ha obtenido, en este más aquí, mediante la fe en el revelador. La resurrección que dimana del revelador no es una aseguración de que los hombres que crean en él- a dejar de morir o van a volver un día a la existencia que tuvieron. Es la misma vida del revelador -¡del Resucitado!-'la que hace posible seguir viviendo la misma vida que se ha introducido en la existencia humana y cuyo exponente es el amor, tal como se manifestó históricamente en el Jesús que murió por los hombres.

Pero sus palabras reveladoras no son de fácil comprensión. Ni María ni los judíos se dan cuenta de esta realidad y siguen diciendo y pensando en que bien podía Jesús haber impedido la muerte de Lázaro. Y el revelador no puede resistir las lágrimas de María y las de los asistentes; su palabra no es capaz de hacer comprender el sentido cristiano de la vida y de la muerte. EL texto evangélico habla por dos veces (11, 33.38) de que Jesús “se enfureció” en sus adentros. Las traducciones liman el relato, perdiendo con ello valor la postura de Jesús ante la de María y los judíos. Y es cuando hace el milagro: “Lázaro, venga, afuera” (11, 43).

Lázaro ha resucitado porque todavía vive. La palabra del revelador no le ha ordenado levantarse -como., en los sinópticos a la viuda de Naim (Lc 7, 14)-, solamente le ha urgido a salir, como si Lázaro se hubiera escondido en su tumba. Lázaro, aquel a quien Jesús amaba (11; 5), a pesar de haber muerto, vivía todavía. Esta verdad que había enseñado el revelador a Marta se hace patente, cuando Lázaro, envuelto con los signos de la muerte (11, 44), obedece la voz del revelador.

Jesús es verdaderamente resurrección y vida, que la reparte a aquellos a quienes ama y que creen en él. Pero se trata de una vida perceptible por la fe y realizada en el amor. Hay que fiarse, una vez más, tan sólo en la palabra del revelador.

2. La oposición a la vida

Los judíos presentes al hecho se dividen en la-apreciación del milagro, pero ninguno llega hasta el hondón del mismo. Unos comienzan a creer en él y otros le acusan ante los fariseos (11, 45 s.). Sumos sacerdotes y fariseos se reúnen en consejo y determinan dar muerte a Jesús (11, 47-53 ). Todos los actores judíos, que han visto o han oído del milagro, lo reconocen como tal. Y, fundamentándose en una misma realidad -los signos hechos-, unos inician su camino de fe en él y otros determinan asesinarle. Primera contradicción. Deciden dar muerte -segunda contradicción, al que vive eternamente, y se acaba de manifestar como tal, en la resurrección de Lázaro.

Fariseos y sumos sacerdotes temen que Jesús, por sus signos, tenga partidarios (11, 47). Al gran consejo de la nación no les importa que Jesús sea o deje de ser el cumplimiento de las viejas promesas mesiánicas; se han erigido en cuidadores del pueblo -“no sea que vengan los romanos y destruyan el lugar y la nación” (11, 48)-. Se han puesto ellos mismos como responsables de la salvación del pueblo, que, según la fe cristiana, no podía venir sino del revelador del Padre, de Jesús. Ahora están ya totalmente en contra Jesús y el consejo. En la lucha del revelador por hombres, el consejo se ha puesto decididamente en el lugar de las tinieblas, de los enemigos que, en parangón con Jesús, pretenden salvar al pueblo.

Y por la salvación del pueblo, el consejo decreta que Jesús de morir (11, 50-52). Piensan que, una vez muerto Jesús, el pueblo se va a salvar. Con ello, y sin saberlo, están dando razón a la fe cristiana, que el evangelista ha puesto repetidamente en del Cristo: “Cuando sea exaltado, atraeré todas las cosas a mí”. Se equivocan, sin embargo, al interpretar la salvación. No es ya la permanencia de Jerusalén y de Israel lo que se va a conseguir con la muerte de Jesús, sino la unión de todos los hijos de Dios (11, 51 s.), provenientes del judaísmo o de la gentilidad. Jerusalén e Israel serán destruidos por los romanos.

EL gran consejo quiere destruir a Jesús y sus signos. Por eso deciden matar a Lázaro (12, 9-11) y a Jesús. Sin su persona ni sus signos, Israel seguirá fiel a sus consignas. Pero, es justamente a partir de la muerte de Jesús cuando se alzará el gran signo: “ Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días... El hablaba del templo de su cuerpo” (2, 19. 21). El gran consejo quiere lo imposible. Y su esfuerzo sirve tan sólo para que la salvación de Dios ente en Jesús se manifieste totalmente a sus discípulos.

IV. LA ESCONDIDA VICTORIA DEL REVELADOR (12, 1-36)

A partir de la fe cristiana, Jesús de Nazaret, el profeta a quien dieron muerte en Jerusalén los jefes de los judíos, es el hijo de Dios, portador de la salvación a los hombres todos. Para el cristiano que escribió el IV evangelio, Jesús fue el revelador del Padre, portador a los hombres de vida y luz, engendradoras de crisis, de división. El revelador tomó contacto con los hombres a través de sus palabras y sus signos; y los hombres tomaron y toman una postura ante él. De una parte, Dios, en la persona de Jesús, trayendo salvación; de otra, los hombres. En el plano de la historia, triunfaron los hombres que se opusieron: dieron muerte al revelador. En el plano de la fe -único totalmente válido-, triunfó el revelador, porque consiguió todo lo que Dios pretendía del hombre, de la manera como había prefijado de antemano: con la misma muerte de Jesús. En la lucha establecida, tenía que darse necesariamente el triunfo de Dios sobre los hombres.

El IV evangelista traslada a la historia de Jesús esta misma lucha y el triunfo. Tiene que defender, por una parte, la primordialidad del revelador invicto; y, por otra, es sabedor de que sólo después de la muerte-resurrección de Jesús se llevó a cabo esta victoria en los hombres que reconocieron en el muerto al resucitado, al revelador del Padre. Y tiene que expresar esta victoria. Lo hace de dos modos: en vida, triunfó ocultamente y profetizó, supo, de su victoria definitiva después de la muerte.

El triunfo se va a ir concretizando poco a poco, en la medida en que el lector va conociendo la evolución de la postura de los hombres que no prestaron fe en el revelador. En principio, la lucha es con los hombres que no quieren aceptarle. Al final, es la lucha por los hombres que quieren aceptarle y contra los que se oponen a ello.

Del primer momento de esta lucha, hemos visto su victoria en el hecho de que, como revelador que es, tiene siempre la última palabra. Nadie puede afirmar lo contrario a lo que él afirma. Se acepta o se recusa, pero no se puede contradecir. Y, de la aceptación o de la recusa, surge la crisis, el juicio entre los hombres. Unos reciben luz y recibirán vida, y otro quedan culpablemente en su ceguera. El revelador se convierte en el juez de sentencia inapelable. Pasemos ahora al final del encuentro, que el evangelista narra en el c. 12: el pueblo de Israel viene a él y también los gentiles (12, 12-26); la victoria última está para ser conseguida (12, 27-36). Todo se cierra con un doble epílogo: los judíos no creyeron (12, 37-43) y sólo en Jesús hay salvación (12, 44-50).

1. Historia de la victoria secreta

En la lucha del revelador por abrirse paso en el mundo, al que trae la salvación de Dios, se ha llegado a una perfecta delimitación de planos; Jesús y el gran consejo de la nación se disputan los hombres, esa tierra de nadie, capaz de salvación (11, 47-53). En la mutua tirantez, el revelador -ya en su historia- salió vencedor: todas las gentes se fueron tras él. Pero fue una victoria oculta, ignorada por la mayoría de los espectadores; tan sólo la reconocieron en su momento Jesús y los fariseos, los dos enemigos. Y, después de la resurrección, todos los hombres de fe, los cristianos.

Para el pueblo judío, fue con ocasión de la entrada de Jesús  en Jerusalén, próxima ya la pascua. La multitud, el pueblo, hizo una acogida triunfal a Jesús, que se presentó ante ellos montado en un pollino. El pueblo lo hizo, motivado por el gran y último ,signo que hizo Jesús al llamar del sepulcro a Lázaro (12, 12-18). El pueblo enarbola ramos de palmera y aclama a Jesús por rey de Israel.

No se trata ya, como en los sinópticos, de las “ramas de los árboles” (Mt 21, 8) o del “follaje de los campos” (Mc 11, 8), sino de “palmas”, como a rey victorioso (cfr. 1 Mac 13, 51; 2 Mac 10, 7 . Ap 7, 9). Este pueblo le sale al encuentro, proclamándole rey de Israel, mesías (12, 13). Y Jesús consiente con estas manifestaciones. Lejos de escaparse, como hiciera cuando el pueblo intentó mismo con ocasión del pan multiplicado (6, 15), echa mano de pollino, presentándose justamente como el rey mesiánico que 'era Zacarías: “No temas, hija de Sión; mira que tu rey viene sentado sobre un asno” (Zac 9, 9).

Son precisamente los fariseos quienes se dan cuenta del hecho se dicen entre ellos: “Veis que no se saca ningún provecho; el celo va tras de él” (12, 19). Han decretado que muera (11, 53), han dado órdenes para que le delaten (11, 57), y, sin embargo, Jesús aparece en público y es recibido triunfalmente por la gente. meren impedir que el pueblo vaya tras de él (11, 48) y no lo n conseguido en absoluto; el pueblo le aclama mesías a la vista su último signo.

Los discípulos, sin embargo, no se han dado cuenta de este triunfo de Jesús ni han tomado parte en él. Cuando Jesús resucitó de entre los muertos se dan cuenta de esta realidad: en vida, Jesús había triunfado ya directamente sobre sus adversarios; había sido el mismo pueblo el que había testimoniado en favor de él (12, 17).

Y no sólo el pueblo de Israel, sino también los griegos, los gentiles habían intentado llegar hasta Jesús (12, 20-26). Lo hicieron a través de Felipe y Andrés, solicitando una audiencia con el revelador, que no les fue concedida. Ante el anuncio de que algunos griegos querían verle, Jesús comenzó a hablara sus discípulos sobre su próxima muerte y los frutos abundantes que debían dimanar de ella; así como de la postura a adoptar por aquellos que quisieran seguirle.

Los gentiles, los hombres no israelitas que entraron a formar parte de la comunidad cristiana, después de la muerte de Jesús y no sin dura oposición por parte de los judeocristianos, no llegaron a tener contacto con el Jesús histórico, pero a ellos estaba reservada la misma palabra del revelador, que ahora tendrán que recibir a través de los apóstoles. Razón tenían los fariseos al decir que el mundo iba tras del revelador (12, 19). En el secreto de la fe, los discípulos, los cristianos, saben que en el ir universal de todos los hombres hasta Jesús, estaba triunfando ocultamente sobre sus enemigos.

2. Dinámica interna de la victoria

La victoria real del revelador comenzó históricamente después de su muerte; cuando los discípulos confesaron en el muerto al resucitado y portador de todas las esperanzas de Dios. Para el cristiano, la cruz es el principio de su salvación. En el IV evangelio, la confesión plena de fe en el revelador, la presencia de amor de Dios en los cristianos, el acceso a Dios a través de Jesús se inicia también después de la muerte. En la cruz, se da la victoria definitiva del revelador, que posibilita al hombre la salvación. Y el evangelista pone en boca de Jesús mismo, que ya ha hablado repetidas veces del tema, el secreto de su victoria.

La muerte de cruz que sabe va a sufrir va a ser una continuación de la manifestación de Dios a los hombres. Dios ha sido glorificado en las obras y la palabra de Jesús, en su vida. Cada uno de sus detalles ha sido para el creyente, una revelación, un aparecer de la misma gloria de Dios. Y también lo será la muerte del revelador. Dios mismo se ha comprometido a ello. Antela proximidad de la hora dolorosa, Dios reconoce y promete: “Glorifiqué y, de nuevo, glorificaré” (12, 28).

Se trata de una glorificación que va a llevar a término la obra iniciada por el revelador. La crisis real, que se ha venido ejecutando en una división de pareceres en torno a él, va a tener lugar precisamente en la muerte de Jesús. De una parte, se quitará la imposibilidad de prestarle fe total -”el príncipe de este mundo ya a ser echado fuera” (12, 31)-; de otra, va a llegar el momento de la atracción total (12, 32). A partir de su muerte-resurrección, será visible a la fe la realidad íntima de la persona del revelador, y la vida que vino a dar hará irrupción en sus fieles. Este será el gran juicio discriminatorio, que se ha incoado en vida de Jesús.

El Jesús de la historia, en quien el creyente debe de confesar al revelador de Dios, está para desaparecer. Desapareció ya. Su vida en Palestina, incomprendida de todos, tuvo el sentido de la gran oportunidad para sus contemporáneos; fue el pequeño tiempo en el que la luz estuvo entre ellos. Unos anduvieron bajo esta luz y creyeron; otros permanecieron en la oscuridad, y no llegaron ser hijos de la luz.. Sólo los que confiesan en el Jesús de la historia al revelador pueden, en el momento en que escribe el evangelista, en nuestro momento, llegar a ser hijos de la luz (12, 34-36).

Y Jesús revelador se ocultó para siempre de ellos (12, 36 b). ,lo quien sea capaz de confesar revelador al Jesús de la palabra os signos podrá ver en el muerto al resucitado. Para el que no prestase su fe, Jesús, el revelador, desapareció para siempre en su muerte.

V. RESUMEN FINAL DE LA LUCHA (12, 37-SO)

Para cerrar el capítulo de la lucha y victoria escondida del retador con el mundo, el IV evangelista aduce dos trozos (12, 37. 44-50), que son el resumen de toda la doctrina expuesta. Los judíos no creyeron y, sin embargo, Jesús sigue siendo el único portador de la presencia salvífica de Dios.

Los judíos no creyeron de verdad. Empezaron a creer algunos pero su seguridad les impidió confesar abiertamente en él al mesías esperado. La fe en el Cristo llevaba implícita la separación del mundo religioso judío, ser echados de la sinagoga. Y esto atemorizó a los creyentes. El evangelista, anacrónicamente, retrotrae la problemática posterior a los acontecimientos a la vida misma de Jesús: Con ello, modela un poco, aminorándola, la perspectiva presinóptica que, del rechazo oficial del mesianismo de Jesús, había fiado a expresar el rechazo total del pueblo (cfr. Mt 13, 13 par). es que, en realidad, la iglesia que confesó mesías al crucificado había nacido dentro del ámbito judío.

Y frente a este miedo de los judíos, se alza como posibilidad de salvación única, la voz del revelador (12, 44‑50). Es él el gran venido, luz reveladora del Padre que le ha enviado. Fuera de él no hay salvación posible. Solamente aquel que creyere que Jesús de Nazaret fue el revelador obtendrá una vida sin fin, porque su palabra es juicio discriminatorio, que va separando a los hombres en nombre de Dios mismo.

EL REVELADOR ANTE LOS SUYOS (13, 1‑21, 25)

La iglesia cristiana nace después de la resurrección de Jesús, pero tiene sus raíces en la historia misma del resucitado. Los cristianos confiesan salvador del mundo al Jesús histórico que murió y resucitó. Los primeros acompañantes del Jesús histórico cambiaron radicalmente su perspectiva de enjuiciamiento del maes­tro, a partir de la confesión de fe: “Jesús ha resucitado y se ha aparecido a Simón”. Unos hombres que había visto en Jesús muy posiblemente al mesías esperado, restaurador de las prerrogativas triunfalistas de Israel, tuvieron que pasar al Jesús hijo de Dios, salvador del mundo entero, en una dimensión espiritual, divina. Esta salvación, insospechadamente, les obligó a la formación una comunidad de creyentes, aunada en el nombre de Jesús abierta a todas las gentes. Todo era ‑así lo confesaban‑ la obra salvífica de Dios en el mundo, que había comenzado en Jesús de Nazaret.

En el IV evangelio ‑y hay que recordarlo siempre‑ Jesús tiene el papel esencial de revelador del Padre. Los cristianos son Aquellos que han aceptado plenamente esta revelación y se han incorporado a ella. Y la ven desde una perspectiva distinta a como vieron judíos y fariseos y a como ellos mismos, en la vida histórica de Jesús, pudieron captarla. Habían ciertamente prestado Jesús, pero era una fe incipiente, que sólo después de la resurrec­ción, y movidos por Dios mismo, se hizo posible.

Es así como nacen los últimos capítulos del IV evangelio; los que contienen los llamados “discursos de despedida” (13‑17) y los sucesos últimos, pasión y resurrección. En esas palabras y esas Jesús de Nazaret, el revelador del Padre, se desveló totalmente a ellos. Ellos son ahora los que reconocen en el Jesús historia al revelador. Por ello, tendrán que pintar en el Jesús que se les manifiesta, aquello que realmente ‑para su fe‑ era Y, en una tensión entre yo os lo digo y el Espíritu os lo hará en­tender todo, están redactados estos capítulos. Porque Jesús es, Je­sús lo dijo y lo hizo, pero nosotros no nos dimos cuenta, viene en definitiva, a decir.

De los discípulos, en el IV evangelio, hasta el c. 13 se había dicho muy poco, solamente lo necesario. Creyeron en él (6, 69) y tuvieron que pasar, de una fe incipiente ‑Caná (2, 11)‑, a una fe postpascual (2, 22). Ahora, colocado a la manera de un testa­mento del revelador, se nos dan sus palabras (c. 13‑17), ya sin signos, milagros; después su hecho salvífico ‑pasión y muerte (18‑19) y su gran signo, la resurrección (20‑21)‑. Así se mani­fiesta Jesús‑a los suyos, con una vigencia eterna.

La característica esencial de este aparecer ante los suyos es el autor. La palabra amor, que sólo ha aparecido de pasada en el con­texto del IV evangelio (5, 42), sirve ahora de base a los discursos de despedida y engloba toda la manifestación a los suyos: “El día antes de la pascua, sabedor Jesús de que le había llegado la hora de abandonar este mundo camino del Padre, habiendo amado siem­pre a los suyos, los amó hasta la plenitud” (13, 1).

Ante “el mundo”, ante los hombres que deben de tomar una postura frente a él, Jesús se ha revelado, en el IV evangelio, a la manera de luz iluminadora o cegadora y de vida. Ante los suyos, lo hace como amor. Uno mismo es el revelador y una misma esen­cialmente su aparición, su revelación; la característica envolvente, sin embargo, es diversa. Antes de la elección o la recusa de Jesús, todo está, de su parte, movido por el amor, porque él es el pro­ducto del amor de Dios al mundo ‑“tanto amó Dios al mundo... “ (3, 16)‑‑, pero no es perceptible sino por aquel que le ha pres­tado fe; sólo el cristiano puede ver en Jesús y su obra ‑toda la obra salvífica de Dios en el mundo‑ la mejor expresión del amor de Dios.

No se trata de describir la obra de Jesús con conceptos prove­nientes de la mente humana; no es una analogía clásica, en la que se atribuye a Dios, pasándolo antes por el tamiz de conveniencias e inconveniencias, categorías humanas. Es justamente al revés. La actividad de Dios, en su relación salvífica con el hombre, es activi­dad de amor, es amor, el amor; sus características no están toma­das del amor de los hombres, sino que son los hombres que deseen amar los que deben de tomar de su actuación estas características.

Dios y el hombre salvado están unidos en su ser y su actuar por el Amor, tal y como se hizo presente en Jesús de Nazaret. Este es el núcleo esencial del cristianismo que presenta el IV evangelio. La manera concreta irá apareciendo, desvelándose, en las palabras y la obra del revelador.'

EL REVELADOR QUE HABLA A LOS SUYOS (13, 2 ‑ 16, 33)

Jesús, conocedor de su ser más profundo ‑presencia de Dios en la tierra‑ y todopoderoso ‑todo lo puso el Padre en sus manos‑, comienza a adoctrinar a los suyos (13, 3). A los ojos de los hombres sin fe, sus discípulos están solos en el mundo en su tarea de representar a Dios. Porque ésta es, en el fondo, la gran tarea cristiana, hacer presente a Dios a la manera como Jesús lo repre­sentó. A los ojos de la fe, sin embargo, el cristiano está en con­tacto íntimo con ‑Dios, vía Jesús. Y este Dios es, radicalmente, el que ama y se entrega. Los hombres, como Pedro, seguirán juzgan­do “según la carne” y no entenderán, pero la palabra del revelador sigue enhiesta como garantía del buen quehacer cristiano.

Los cristianos son los enviados de Jesús, como Jesús es el en­viado del Padre. El cristiano es un don de Jesús, del revelador, al mundo ansioso de salvación. Mediante la fe, se ha injertado en la corriente vital de Dios mismo; está naciendo cada día del Espíritu, de Dios, como de Dios nació un día la palabra. El cristiano está en el mundo, poniéndole, con su vivencia del amor, en crisis, de la que nacen nuevos hijos de Dios. El cristiano recibe la ale­gría de Dios y el odio del mundo. Como Jesús de Nazaret, el cris­tiano es el escondido amor de Dios a los hombres.

Y Jesús, en su función de revelador, va a ir diciendo todo esto a sus discípulos; es toda la misión y sus consecuencias, el tema de sus discursos. Lo hace, en algún sentido, veladamente, porque la misión formal vendrá con posterioridad a la resurrección (20, 21), enviando el ansiado y prometido Espíritu venga sobre ellos.

Es toda esta parte, la que pudiéramos llamar “fundación de la iglesia”. Toda ella está fundamentada ciertamente en la dinámica de Dios, proveniente de la cruz ‑resurrección, Pentecostés pero es la palabra del revelador la que contornea esa realidad funda­mental y vital.

1. Una acción simbólica y su interpretación

Jesús, levantándose de la mesa, coge toalla y vasija con agua y se pone a lavar los pies de sus discípulos. Algo insospechado, que aparece de repente. El revelador que tiene palabras de vida eterna (6, 68 s.) puesto a hacer un menester de esclavos. Pedro no lo entiende y se subleva, pero la palabra de Jesús es dura: “Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo” (13, 4‑11). A continuación, Jesús mismo descubre la enseñanza que estaba detrás de la‑insólita acción (13, 12‑20).

Entre los cristianos, todos son iguales, y las mutuas relaciones están regidas por un primer principio de la mutua ayuda; una ayuda cualificada: estar al servicio del otro. No son ya cosas para los demás, sino la misma persona, la que debe ponerse al servicio del otro. Hay que hacerlo, a imagen y semejanza de Jesús, primero en dar ejemplo (13‑, 15). Y, con ello, la actitud de servicio rompe los límites del ejemplo aducido, porque Jesús es el que ha dado la vida por todos. Su servicio a los demás le ha llevado hasta la muerte.

No se queda este servicio restringido a la comunidad cristiana primitiva, a los apóstoles, sino que tiene que derramarse hacia los demás hombres, a quienes, después de la resurrección, serán en­viados (20, 21). Su papel de futuros enviados no les da mando o poder alguno sobre los hombres, sino que, al contrario, deberán servirles de esclavos. Ello porque Jesús que es el Amo y el Man­dante, la única autoridad de Dios en la tierra, ha desarrollado esta autoridad entregando su propia vida (13, 16).

Estos futuros enviados, que deben de desarrollar en el servicio hasta la muerte su calidad de tales, van sellados con la misma im­pronta de Dios. Recibirles, dar acogida a su palabra de salvación, es recibir a Dios mismo (13, 20). La continuidad en el mundo de la salvación del revelador va a quedar supeditada a 1'a presencia de sus discípulos.

Es un quehacer difícil; de aquí que “serán bienaventurados, si hicieran lo que ya saben” por las enseñanzas de Jesús (13, 17). Es un quehacer duro de aceptar, porque, para la mentalidad hu­mana, el amo es el amo, y el esclavo es el esclavo, como viene en decir Pedro (13, 6). Pero de esta radical actitud, que importa un cambio de mentalidad, va a estar pendiente, para los discípulos ‑para los cristianos‑, “el tener parte con el revelador” (13, 8).

Tener parte con alguien es un semitismo que puede significar participar con otro en una partición (cfr. Dt 10, 9; 14, 27. 29) o en un destino común (cfr. 2Sam 20, 1). Pedro que, por su mentalidad, no acepta el ejemplo, tiene que cambiar. De ello depende su propio destino, que se ha ligado, por vocación y fe, al del revela­dor, el que va al Padre. Si Pedro, si el cristiano, quiere ir al Pa­dre, tiene que aceptar el nuevo orden de cosas, por duro y repe­lente que sea. Este es el primer mandamiento constitutivo de la comunidad de creyentes. El ejemplo se convierte en un primer acto en la nueva serie de cosas que se han empezado con la vida del revelador y debe de continuar en la de su iglesia.

2. EL mutuo amor

El segundo mandamiento tiene lugar en un contexto literario bien definido. En conexión íntima con la muerte de Jesús, tenida ya como acto supremo de glorificación, que significa la separación, la ida del revelador (13, 31‑33), y entre la consumación de la trai­ción de Judas (13, 21‑30.) y el anuncio de la negación de Pedro (13, 36‑38). Cuando todo resuena a odio del mundo –Judas-e incomprensión de su palabra ‑Pedro asegura que está pronto a seguir al Maestro allí a donde vaya‑, Jesús, que está reconocien­do la inminencia de su muerte como acto de glorificación porque ha nacido del amor, deja el segundo mandamiento: “Que os améis mutuamente. Como yo os auné, amaos también vosotros mutua­mente. En esto llegarán a reconocer que sois mis discípulos, en que os tenéis mutuo amor” (13, 34 s.).

El mandamiento es un mandamiento nuevo. Y no es que, con anterioridad al cristianismo, se desconociera un precepto que ha­blara de las relaciones entre los humanos bajo el aspecto del amor; el antiguo testamento, a pesar de que no le hubiera dado cabida en el decálogo, lo había conocido y expresado; “amarás a tu pró­jimo como a ti mismo”, decía el Levítico (19, 18). La novedad radica ahora en la realidad profunda de este amor y su consiguiente primordialidad.

El amor que tiene que darse entre los hermanos es la conti­nuación histórica del mismo amor que llevó a Jesús a la muerte de cruz; es la continuación histórica del mismo amor de Dios. El evangelista nos hablará de ello un poco más adelante (14, 15 ‑ 15, 17); ahora connota esta realidad con la expresión “como yo os amé”. El amor mutuo se presenta como una especie de emanación del amor de Jesús. En griego, y sobre todo en el griego de san Juan, la comparación “ como yo... así también vosotros” (13, 34) no significa solamente a la manera de, “sino una conformidad profunda, porque es al mismo tiempo norma y fundamento de este amor”.

Es primordial, porque queda como el único distintivo del ser cristiano; es el criterio distintivo. Así como lis obras de Jesús in­dicaban su íntimo ser de presencia de Dios, así el mutuo amor de los cristianos será la obra en que resplandezca, en que se haga pa­tente la condición de discípulos de Jesús, que es, en definitiva, como se nos dirá más adelante, hacer presentes a Dios.

Estos son los dos preceptos que han de tener vigencia en la comunidad cristiana. Amor mutuo, manifestativo de la presencia de Dios, que se realiza, a .su vez, en el servicio a los hermanos, y envío de esta realidad a los demás hombres, al mundo que espera la salvación de‑Dios, que ahora empezamos a ver como salvación en el amor.

Hay otros dos preceptos más; esta vez en relación directa para con Jesús y con Dios: creer (14, 1‑14) y amar (14, 15 ‑ 16, 15) al revelador; el acento ‑cómo no‑ recae en el segundo, que im­plica una mutua dialéctica en el amor, y del que dimana la condi­ción cristiana de la alegría. Una promesa de esperanza (16, 25‑33) cierra toda la enseñanza del revelador sobre el ser‑que‑hacer cris­tiano.

3. Fe en el revelador

En Jesús, hay que tener la misma fe que en Dios. Y este Jesús se presenta ahora como el gran revelador', que declara a sus dis­cípulos el hecho inminente de su ida, de su muerte (14, 1‑14), y de su vuelta, cuyo sentido quedará plenamente desvelado.

Hay una fe central, de la que debe dimanar la plena confianza y adhesión a Jesús; es la creencia de que es el Padre que está en Jesús quien habla y actúa (14, 10. 11). De ella ha hablado repe­tidas veces Jesús en su manifestación ante el mundo; y de su no aceptación, ha salido la condena de muerte. Ante los suyos, vuelve al tema, sabedor, sin embargo, de que sólo después de la vuelta que seguirá a la muerte‑resurrección (14, 18‑20) y que va a anun­ciar ahora (14, 3 ), podrá ser comprendida. Es una fe que puede apoyarse. en las obras milagrosas que ha hecho Jesús ante sus dis­cípulos: “Creedlo al menos por mis obras” (14, 11).

Si las palabras que habla Jesús provienen de su unión con el Padre, la fe que debe de tributársele es, consecuentemente, la mis­ma fe que a Dios. Y esto es justamente lo que pide a sus discípu­los. Para ellos, no hay ya más Dios que el presente en Jesús; él es la verdad del Padre, capaz de dar vida. Todo posible interme­diario de Dios para con el hombre queda borrado radicalmente de la fe cristiana; es Jesús el único camino. Por eso, el que preste fe a sus palabras se convierte ‑vida‑ en el continuador de las mis­mas obras, que han podido revelar ante los hombres, la presencia de Dios en el mundo (14, 4. 6. 7. 12).

Y el revelador, creído ya como al mismo Dios, habla ahora del hecho histórico fundamental del cristianismo: su muerte. Los ju­díos no habían llegado a comprender a dónde iba (7, 35; 8, 22); los suyos tampoco. De aquí la intervención de Pedro (13, 37) y la pregunta de Felipe (14, 8). Pero se les ha empezado a desvelar el misterio. La desaparición de Jesús de entre ellos, su muerte, es un irse al Padre, del que los discípulos van a sacar auténtico pro­vecho; van a ser todos los frutos que hoy llamamos de la Reden­ción y que el evangelista explica como “preparar un lugar” y “vol­ver” (14, 2 s.).

El discípulo tiene que creer en la función salvífica de la muerte de Jesús y en la misma salvación. Porque Jesús murió, el cristiano tiene acceso a la misma intimidad de Dios. No es un esfuerzo del hombre el que le empuja hasta Dios, ni tampoco un mito, sino un hecho real: la muerte de Jesús, que se dio en la historia concreta de los hombres. El hombre se salva, porque entra en la esfera de Dios ‑concepto de salvación gnóstica‑, pero ésta ha quedado posibilitada por un hecho estrictamente histórico, la muerte de Jesús ‑‑concepción cristiana de la salvación.

4. La dialéctica del amor

Todo el mundo, que ha entrado con Jesús en época de salva­ción, es, para el IV evangelio, un continuo y recíproco ir y venir del amor de Dios. Dios ama a los hombres, dándoles la salvación presente en su hijo, y ama a su hijo, dándole los hombres, para que los vivifique; el hijo ama al Padre, porque sigue de cerca sus mandamientos, y ama a los hombres, porque da su vida y su reve­lación a todos; los hombres aman a Dios, porque aman a Jesús, guardando sus mandamientos, y aman a los demás hombres, dando su propia vida por ellos. En el hecho de “darse para que tengan vida eterna” se centra todo el amor.

Para el cristiano del IV evangelio, el hecho primordial de sal­vación es que Dios ama al mundo y que, en virtud de ese amor, se da al que le acepte. Es una donación personal e intransferible, perceptible solamente por la te. El cristiano, ya en este mundo, entra a participar en el mismo orden de ser de Dios; es Dios quien anima realmente al hombre que, anteriormente, ha prestado su fe a Jesús. Pero no se trata de una donación mística, estática, sino histórica y dinámica. Dios se hace historia en cada cristiano, pro­vocando continuamente la “ crisis”, la división salvadora entre los hombres. De una parte, los que aceptan la fe vivida; de otra, los que la rechazan, matando al portador de Dios, que sigue vi­viendo.

El cristiano viene a ser una continuación de la palabra hecha carne, como éste ha sido, históricamente, la presencia total de Dios en el mundo. En el Jesús histórico que murió muerte de cruz, sólo la fe es capaz de reconocer al hijo de Dios, que resucitó y vive en los suyos; al hijo que murió por ser obediente al Padre y traer así a los hombres que le acepten, el mismo modo de ser‑actuar de Dios: amor hasta la muerte física. Lo mismo sucede con el cris­tiano. Sólo la fe hace posible ver en él, que es obediente a los mandatos del hijo, la continua presencia histórica de Dios en los hombres.

La visión de fe que el cristiano tiene del Jesús de la historia es el arquetipo del amor de Dios, que él debe de imitar en su ac­tuación y, al mismo tiempo, dinámica interna de la misma actua­ción, porque el resucitado está con el Padre, mediante el Espíritu, en el hondón del hombre que le ha prestado fe honrada. Así el amor de Dios, que apareció en plenitud en la persona histórica de Jesús, continúa su aparición histórica en la vida de los cristianos que se esfuerzan por admitir el amor de Dios en sus vidas.

El hombre cristiano es el encargado de amar a los demás hom­bres a la manera de Jesús; con una dinámica externa y otra inter­na. La primera es la obediencia; la segunda, la presencia real de Dios en él. Ambas en mutua dialéctica; se llega a la obediencia por el amor, y se llega al amor por la obediencia.

La obediencia versa sobre los mandamientos que el revelador acaba de dar a los discípulos, tiene como modelo la dé Jesús res­pecto al Padre, nace como acto de amor a Jesús, posible por la muerte del Revelador, y tiene como finalidad y fruto la misma salvación.

Servir hasta la muerte a los hombres, para demostrarles a Dios que es Amor, amas a los hermanos y creer en la palabra del reve­lador son los tres preceptos que involucran y representan el amor del cristiano respecto a Jesús. En el cumplimiento de estos pre­ceptos, está el verdadero amor del cristiano. El amor a Cristo no es una evasión de la realidad, un afecto platónico, sino un com­promiso de obediencia, que lleva al cristiano a seguir los mismos pasos vitales del revelador (14, 15. 21). Porque Jesús ha llevado a cabo lo preceptuado por el Padre: la salvación de los hombres, a través de su muerte (14, 31).

De este amor‑obediencia, más la intercesión de Jesús ‑el evangelista ha situado la palabra de Jesús antes de que él haya muerto‑, se sigue al cristiano la realización plena de la salvación; el Espíritu, en su papel multiforme, que hace posible la conviven­cia vital del cristiano con el mundo de lo divino y el conocimiento de la misma convivencia (14, 19 s.), sustituirá al revelador y per­feccionará la obra comenzada con el Jesús de la historia.

Después que Jesús haya muerto, que haya consumado el acto de amor‑obediencia, los discípulos, que han prestado una fe inci­piente en Jesús, al confesarle revelador de Dios, van a recibir la fuerza misma de Dios, el perpetuo intermediario, que mantiene abierto al hombre creyente la irrupción del mundo divino; es el Espíritu. El sustituye a Jesús histórico como revelador‑presencia de lo divino. Su papel estriba en conducir a la verdad plena (16, 12), que se ha incoado con la palabra de Jesús. Está en íntima y vital conexión con él; nada nuevo añadirá el Espíritu, porque todo proviene de Dios y Dios se ha hecho realidad plena en Jesús (16, 14 s.). Sustituye al Jesús histórico en la historia de los discí­pulos, pero es al mismo tiempo el soporte de la presencia del Jesús­ Dios. En el cristiano que cree y practica los mandamientos, la per­sonalidad escondida del revelador está presente, porque el hombre ha entrado en el ámbito de lo divino, no ya en una dimensión pu­ramente externa, sino también interna, existencial. ‑El cristiano practicante existe en la misma intimidad divina, que históricamen­te fue perceptible en Jesús de Nazaret.

Pero este amor‑obediencia no es una condición necesaria para que el cristiano reciba el don de la salvación, si la condición se toma en el sentido de anterioridad. No hay, temporalmente, un primer cumplir los mandamientos y un segundo momento en el que venga el Espíritu. Son realidades concomitantes y dialécticas.

Los mandamientos se concentran en el segundo, en el amar a los hermanos hasta la muerte (15, 12 s.). Y este amor es precisa­mente la entrada en el mundo de lo divino. Dios se ha presentado, en Jesús ‑y el hombre de fe lo sabe‑ como donación de amor, y en tanto en cuanto expresa esta donación ‑en cuanto Jesús es obediente al Padre‑ es representación de Dios. Jesús permanece en unión con el Padre, porque realiza hasta el fin la entrega de amor por los suyos (16, 32; 15, 10 ). Dios ‑y Jesús están unidos en virtud de un mismo amor, que implica la obediencia de Jesús.

De la misma manera, el cristiano cumplidor del mandamiento de amar a los hermanos está en unión de amor con Jesús; el amor del cristiano es la continuidad en el mismo amor de Jesús, que es amor del Padre. ”Permaneced en mi amor” (15, 9) es amar a los hermanos, a imagen y semejanza del Jesús histórico.

En el cristiano histórico, se está dando la misma realidad que en el Jesús histórico. Este realizó el amor de Dios, que le lleva a la muerte, siendo obediente a su mandamiento; aquél tiene que realizar el mismo amor de Jesús ‑en quien se hace presente Dios‑,siendo obediente a sus preceptos. Y así como la íntima unión Dios‑Jesús hace posible al revelador desarrollar el amor de Dios en el mundo en que le tocó vivir, así también la íntima unión con el Dios‑Jesús hace posible al cristiano desarrollar el amor de Jesús en el mundo en que le ha tocado también vivir.

Es lo que se expresa en la alegoría de la vid y los sarmientos (1 5, 1‑10), que completa la visión primera de la salvación (14, 15­31).Ser y actuar se confunden en uña misma realidad. Dioses amor (1 Jn 4, 16) quiere decir que Dios ha actuado y actúa en el mundo dándose a los hombres, haciéndoles partícipes de su reali­dad íntima, e involucrándolos en el mismo amor dinámico. Por eso, todo el que ama, ha nacido de Dios (1 Jn 4, 7 ). El amor de Dios, su ser respecto a los hombres, se hizo patente históricamente en la persona de Jesús (1 Jn 4, 8), y, si Dios ha entrado en los hombres, éstos tienen necesariamente que continuar su mismo amor (1 Jn 4, 11 s.).

El amor de Dios es primordial histórica y entitativamente. Esto quiere decir que aparece pleno en la figura de su hijo, y so­lamente a partir de su aparición queda el hombre posibilitado para amar realmente a Dios. Este amor cristiano no es ya una devolu­ción de amor, como si el hombre de fe devolviera a Dios afecto por amor, sino una continuación en el mismo amor; porque Dios ha amado, el cristiano debe de amar a los hermanos, y es justa­mente en este amor en el que está encontrando a Dios y está aman­do a Jesús.

En la medida que el cristiano está amando a los hermanos con el mismo amor de Jesús, va llegando al conocimiento profundo del mismo Jesús y de su calidad de salvado. En aquel día “llegaréis a conocer que yo estay en el Padre, vosotros en mí y yo en vos­otros” (14, 20). En el día en que el cumplimiento de los mandamientos y la fuerza de Dios, el Espíritu, empiecen a hacer posible la continuidad en el amor.

5. La crisis postpascual

Con la muerte‑resurrección del revelador, el Espíritu hace irrup­ción en los hombres que hayan prestado su incipiente fe en el maestro. Jesús vuelve a los suyos, de los que le ha separado la muerte física, posibilitando la continuación de la salvación; los cristianos serán en él como él es en el Padre. Pero esta realidad va a sacar a relucir la crisis profunda que el revelador ha venido a efectuar a este mundo.

Los sinópticos habían puesto la victoria histórica de Jesús, en el momento de la parusía. Al final de los tiempos, habría el retor­no triunfal del mesías, que pondría las cosas en su lugar. Parusía que aparece sumamente materializada en el evangelio de Mateo, el que pone el advenimiento del juez‑Jesús, seleccionados de los hombres. Para Juan, esta selección escatológica empieza a verifi­carse plenamente en los tiempos inmediatos a la muerte‑resurrec­ción de Jesús.

Durante su vida, Jesús ha manifestado a través de sus signos ‑la curación del ciego‑ y de sus palabras que el juicio ha llegado con él; que los hombres van a dividirse, en virtud de su postura ante el revelador. No es una determinación del juez, sino una con­secuencia de la actuación humana de cara a Jesús, representante de la salvación de Dios. Esta selección, sin embargo, no se llegará a realizar plenamente sino después de la resurrección, porque tam­poco la salvación es posible antes de entonces.

La salvación no es ya algo escatológico, a acontecer al final de los tiempos, sino algo histórico. Como existe un empalme natural entre el Jesús que estuvo por Palestina y el Jesús‑que se ha ido al Padre, existe también un lógico empalme entre el hombre que ha servido de receptáculo a Dios y que sigue viviendo en Dios. El ­mundo de lo divino se ha hecho posibilidad humana con la muerte del Cristo y el hombre vive ya en el mismo nivel de lo divino y perdurable: el amor manifestado en Jesús. En la medida en que el hombre de fe ama, está realizando y viviendo la salvación cristiana.

De manera similar, la condenación cristiana se está realizando ya en este más aquí de la existencia y se hace evidente en el con­traste con los que viven en y desde la salvación. A partir de la muerte del revelador, tiene su realidad el juicio de Dios en los hombres que no se han abierto a la palabra, que no la han recibido con todas sus consecuencias de una realidad plena. Estos hombres, que han empezado por no reconocer en el Jesús de la historia al revelador de Dios, llegan consecuentemente a una negación vital del resucitado, que no puede inhabitar en ellos, siendo ésta la úni­ca gran salvación de Dios. Se encuentran irremisiblemente aislados de la salvación, están condenados.

Este es el papel a desarrollar por el Espíritu. Una vez él ve­nido, no sólo constituye la salvación de los creyentes, sino que realiza, al mismo tiempo, en y desde los salvados, la condenación de los otros. El Espíritu convencerá de pecado, justicia y condena­ción. Saldrá a la luz, todo desde una perspectiva de fe, la imposi­bilidad de salvación de aquellos que no han prestado su fe al Jesús de la historia. Jesús ido, no ya presente, viviendo en el Padre es la justicia de Dios (1.6, 10), que no tiene entrada, sino en el cre­yente (14, 19). Jesús, la salvación de Dios no ha sido aceptada por el mundo, sino puesta injustamente en la cruz; ha odiado a muer­te a la salvación, manifestándose así el amor de Jesús al Padre (14, 30 s.). El principio regidor de este mundo ha dado muerte a Jesús, y con ello ha quedado juzgado (16, 11). No puede en ade­lante llevar salvación a los hombres.

De esta crisis en el mundo, que se está llevando a cabo de ma­nera similar a la crisis de los hombres frente al revelador en su propia historia, se sigue necesariamente el odio del mundo ha­cia los portadores de Dios, hacia los discípulos del Cristo. Ellos son los enviados a ofrecer a los hombres, a través de su actuar de amor, la salvación presente en el revelador. Mediante su inserción en la esfera de lo divino, han dejado de pertenecer a un mundo, al que son enviados a salvar. Y el mundo, por la misma razón que va a crucificar a Jesús, perseguirá a muerte a sus discípulos; no saben ver en ellos la presencia de salvación de Dios. Serán echa­dos de la sinagoga y asesinados, creyendo, con ello, dar gloria a Dios (16, 2). El mundo seguirá rechazando en la historia de los hombres la salvación presente en el discípulo y que se remonta, a través de Jesús, hasta el mismo Dios. “No puede ser el siervo mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vos­otros os perseguirán” (15, 20).

6. La alegría cristiana

El cristiano, para unos ojos carentes de fe, es el hombre des­tinado a morir a manos de los demás hombres, de los que rigen este mundo. Jesús les ha prometido una persecución a muerte. Su vida se va a deslizar entre la saña y el odio del mundo, ante quien tiene que presentar, con su amor vivido en la comunidad, que es posible el amor de Dios entre los hombres y .que en este amor está precisamente la salvación de Dios. Es un hombre al que se le exige la calidad de amor y se le promete en cambio el odio del mundo. Su amor se mueve en un plano reconocible por la fe y sólo en la fe tiene su respuesta de amor. Es un retrato humanamente som­brío. Y, sin embargo, está caracterizado por la alegría; la alegría de Dios.

La alegría es la característica que resumen la existencia cris­tiana en el mundo. Es una extraña alegría que se contrapone a la del mundo, brota de la tristeza que se cambia al contacto con la existencia del revelador, se fortalece, sabiendo que el Padre es­cucha la petición hecha, y nadie ni nunca podrá robarla.

El fundamento nuclear de esta alegría está en la vuelta del muerto. El hombre de fe sabe que Jesús continúa viviendo, con­cretamente en él. Este saber no es una teoría, sino una vivencia, puesto que él está viviendo la misma vida que el revelador ‑amor entre y hacia los suyos‑. Por esto, la alegría comenzará “cuando vuelva a veros” (16, 22) y en unión indefectible con el amor de Dios en el que está impregnada su existencia (15, 11). Es la ale­gría que empezaron históricamente a experimentar los discípulos cuando vieron al resucitado y les dio su espíritu (20, 20).

Humanamente, sin embargo, se desarrolla a partir de la tris­teza y en contraposición a la alegría del mundo. Los discípulos no pueden estar alegres ante la responsabilidad de su misión, que el evangelista ha resumido en los tres mandamientos, precisamente cuando a la palabra del revelador anuncia también la inminencia de su partida. Desde una perspectiva humana, van a estar solos en su quehacer cristiano. La desaparición del Cristo les deja solos en su soledad. Y es el justo momento de la alegría del mundo, que ha triunfado aparentemente del revelador. Humanamente, sin la perspectiva de fe, Jesús fue vencido por las fuerzas del mal. Pero esta tristeza se va convirtiendo en alegría, en la medida en que se sabe al Jesús vivo en ellos (16, 19‑22).

El cristiano, de tejas abajo, está solo en medio de un mundo hostil; solamente la fe, hecha realidad en la acción de amor, le va haciendo conocer que no está solo, que Dios está en él. Y, en la medida en que irá profundizando en esta realidad que la palabra del revelador le dice, su alegría irá brotando: la tristeza inicial se irá cambiando en la alegría de Dios. El cristiano empieza a saber que Dios está a su lado, tan a su lado que su petición será siempre bien atendida (14, 13 s.; 15, 16; 16, 23 s.). El cristiano, de tejas arriba, no está solo.

Y esta alegría viene a ser la misma alegría de Jesús (15, 11; 17, 13), el hombre que no sintió miedo ni tristeza ante la muerte (12, 27 s.) y el que manda a sus discípulos que se alegren de ella, porque es, en realidad, el retorno glorioso al Padre (14, 28). La alegría cristiana es la incomprensible alegría de saberse portador de Dios en el obrar de amor de cada día. Una alegría, imposible de ser robada (16, 22 ), porque la causa permanece siempre: Jesús ha resucitado. Una alegría, también, que es una conquista de cada día, porque sólo es cristiano quien está continuamente amando como amó Jesús.

7. El resumen del revelador

16, 25‑33 encierran las últimas palabras que el evangelista pone en boca de Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, antes de encararse con su suerte. El autor, que ha hecho durante todo el dis­curso una teología válida para todos los tiempos, sobre la manera como Jesús tiene que ser visto y comprendido por la comunidad, baja de nuevo al campo de la historia, acomodándose a la sucesión de los hechos que está narrando. Jesús está hablando, en estos versículos, a los que le rodearon en los momentos anteriores al inicio de sus padecimientos. Es de todas maneras Jesús, el revela­dor omnisciente.

Todas sus palabras anteriores han versado sobre el avenir cris­tiano, que empieza a tener sentido a partir de la muerte del maes­tro. Se ha reiterado que solamente tras esta muerte, el discípulo podrá comprender en profundidad la palabra reveladora; de aquí la incomprensión manifiesta. Pedro se cree con fuerzas para seguir el camino de Jesús (13, 36 s.), Felipe no se ha dado cuenta toda­vía de que Jesús y el Padre forman una misma y escondida reali­dad (14, 8), Judas sigue pensando en una manifestación mesiánica (14, 22), y ninguno ha entendido que Jesús va a morir, pero que resucitará y volverá a ellos (16, 17 s.). Al final , ahora, el revelador hace un pequeño resumen, que tampoco es entendido. Sus pala­bras han tenido la finalidad de hacerles ver la incomprensible cruz como fuente de salvación para ellos; de que tengan paz y confianza, cuando humanamente todo exige intranquilidad y dolor (16, 33).

Todas las palabras del revelador quedan veladas, pero el día de la comprensión se acerca (16, 25). Es el día en que el Espíritu los vaya conduciendo hacia la plena verdad y sientan el apoyo del Padre (16, 25). Aunque crean que se van a quedar solos, porque el mediador se ha ido de entre ellos, cuentan con el amor del Pa­dre, ya que ellos han confesado, creen en Jesús al enviado de Dios (16, 27 ). La noticia que les ha venido anunciando es que ahora, el revelador está para volver al Padre (16, 28), con .todo el ropaje de salvación que esta ida implica.

Los discípulos creen haber entendido plenamente el sentido de las palabras; ahora saben plenamente que Jesús es el omnisciente revelador (16, 30). A los discípulos, sin embargo, les queda mucho por saber; van a dejar solo a Jesús que está para morir; y, en el crucificado que parece morir a solas con su soledad, tendrán que confesar a Dios crucificado (16, 32). En el absurdo de un Dios cru­cificado, tendrán que ver la victoria de Jesús sobre el mundo y la garantía confiada de su propia victoria (16, 33).

TODOS YA EN LAS MANOS DE DIOS (17, 1‑26)

Así podríamos intitular el pasaje evangélico vulgarmente co­nocido como “oración sacerdotal”, con la que el evangelista ter­mina la revelación verbal de Jesús a sus discípulos, momentos an­tes de que los acontecimientos últimos de la vida de Jesús comien­cen a precipitarse. El texto está redactado a la manera de una ora­ción, de aquí su nombre vulgar. Jesús, con un gesta similar al que hizo ante la tumba de Lázaro (11, 41) ‑“levantó los ojos al cielo y dijo‑, inicia una oración, que resume toda la teología del IV evangelio: el revelador se ha ido de entre los cristianos, pero el triunfo de Dios sobre el mundo continúa en ellos; han nacido de Dios, y siguen revelando en el mundo, bajo la égida ya de Dios mismo, la gloria que empezó con el unigénito y que es patrimonio exclusivo de Dios.

Jesús histórico no es ya para la comunidad cristiana sino el revelador ido. La fe le confiesa presente, pero ya es en unidad total con el Padre, convertido en ayuda de Dios en‑ la labor cristiana; su palabra, su persona, sus milagros han quedado ya ineluctable­mente en el pasado. Pero toda su obra, por ser obra de Dios, con­tinúa en el plano de la historia. Las generaciones cristianas, que confiesan revelador del Padre en el Jesús de la historia, siguen su camino como enviados de Jesús. Y Dios mismo está avalando aho­ra la verdad de Jesús; la vida eterna y escondida, que se manifiesta en el amor de los hermanos y que trasciende los límites de una vida humana, continúa haciendo mella de salvación en los hombres que han prestado fe a Jesús.

Dios de una parte y Jesús de otra. Jesús, el ido, es el funda­mento histórico de la salvación que confiesa tener la iglesia primi­tiva. Dios, el presente en Jesús y en los cristianos, es el fundamen­to vital de esta misma iglesia. Toda la salvación proviene, en definitiva de Dios, y Jesús es el hito en que, históricamente, comenzó a hacerse presente. Por eso, el Jesús del IV evangelio tiene que cerrar su revelación a los suyos con esta plegaria al Padre, a Dios. En ella, reconoce su papel de transición, pero definitivo en el con­tinuo dar vida a los hombres de fe.

Toda la obra de salvación es obra de Dios; en ella intervienen Padre e hijo; es la salvación última, escatológica. De aquí, que se exprese, como en resumen, con la expresión “gloria”, “glorificar”. El hijo necesita del Padre y éste de aquél, para llevar a . cabo la obra de salvación; y ambos necesitan de hombres que salvar. En esta trinidad se está dando la gloria, la salvación, como una per­petua corriente invisible. El Padre glorifica al Hijo, elevándole de nuevo a su rango de ser anterior a la encarnación y cuidando de los cristianos; el hijo glorifica al Padre, cumpliendo su misión de re­velador; Padre e hijo son glorificados en la vida de los cristianos. Y Jesús pide esta glorificación, no porque deje de suceder si no la pide, sino para que la alegría del cristiano se identifique plenamen­te con la alegría del revelador, del que sabe que todo está a punto (17, 13).

1. La glorificación en la primera comunidad

Siguiendo el texto evangélico, se da una clara división entre 17, 6‑19 y 20‑26; en los primeros versículos, aunque en un tono válido universalmente, se dirige Jesús a la primera comunidad, a los hombres que le han reconocido en vida como revelador enviado del Padre; en los segundos, su omnivisión abarca los tiempos to­dos de la iglesia; es la salvación que continúa indefinidamente.

Respecto a ella, Jesús ha cumplido su papel de revelador, su parte en la salvación, en la gloria de Dios en la tierra. Esta se des­cribe con una frase estereotípica: “Manifesté tu nombre” (17, 6). Dios, el misterioso y alejado Dios, ha sido desvelado ante los hom­bres por Jesús. A primera vista, nos encontramos con una afirma­ción tajante; no es el hombre, a través de palabras o ritos el que puede llegar hasta Dios, sino que es él quien se ha abierto a los hombres. Ello ha sucedido, como indica la postura de fe de los dis­cípulos (17, 7 s.), en la persona y la palabra de Jesús. Es su per­sona y su obra de salvación, conocida a través de su palabra, la gran presencia de Dios en el mundo. Para el cristiano no hay más Dios que su obra de salvación en los hombres; lo alejado, lo tras­cendente ha invadido la tierra, y sólo aquí tiene cabida. Jesús “glo­rificó” así al Padre (17, 4).

La continuidad histórica de salvación, una vez que Jesús ha desaparecido de entre los hombres, queda en las manos de Dios. Y es Dios quien tiene ahora que glorificar al hijo. Ha de hacerlo de dos maneras diversas; elevando al hijo a su condición primera (17, 5) y “guardando en su nombre” a los discípulos, para que sean una (17, 11), usando como medios el evitar la entrada del mal y santificándolos en la verdad (17, 15. 17).

Durante su estancia sobre la tierra, el hijo ha custodiado a los discípulos en el nombre que el Padre le diera a revelar (17, 12); los ha conservado en la salvación incoada. La misma labor la continúa ahora el Padre. En medio del odio del mundo, el cristiano no puede esperar ya la salvación escatológica, como un arrancar del mundo a los elegidos, sino como una continuación en el mismo, sostenido por la ayuda de Dios. De una parte, negativa, impidien­do que la fuerza del mal, por la que Jesús fue muerto, entre en la comunidad primitiva; impidiendo que la infidelidad, que empujó al mundo y a Judas (6, 69‑71) a dar cabida al diablo (14, 30; 13, 27 ), vuelve a entrar en el seno de la comunidad. De otra parte, santificándolos en la verdad; lo cual no es otra cosa que llevarlos al mismo grado de amor que estuvo presente en Jesús (17, 15‑19).

La labor de Dios con los cristianos tiene como finalidad “que sean una sola realidad” como la es Padre e hijo (17, 11). Y esta realidad se ha puesto de manifiesto en la obra de salvación efec­tuada por ambos en la vida de Jesús. No pide Jesús una unión mística, sino una cooperación real del cristiano con Jesús y el Pa­dre, en la obra de salvación. En definitiva, Jesús ruega al Padre que los cristianos sean capaces de realizar plenamente sus manda­mientos, que anteriormente ha anunciado: servicio, fe y amor. Y la oración de Jesús al Padre es siempre bien atendida (11, 41 s.), de aquí, la confianza del cristiano primero, en su batallar cara al mun­do infiel. El Padre glorificará a Jesús, dándole su lugar primero y cuidando de la comunidad de creyentes.

Al cristiano primero, le queda ya poco por hacer. Ha cumplido su papel; se han reconocido como pertenecientes a Dios y han vis­to la palabra del revelador como proveniente del Padre. Se dan cuenta de que están dentro de un ámbito divino y lo han aceptado con todas sus consecuencias; han caminado hasta la fe prestada al revelador (17, 7 s.). Ahora les queda someterse a la línea empren­dida, en la que cuenta sobremanera el auxilio de Dios. Ellos son los enviados de Jesús y cuentan con la victoria segura, a considerar desde el ámbito de la fe (17, 11‑19).

2. La glorificación en la escala del tiempo

Los cristianos de todos los tiempos quedan involucrados en el mismo plano divino. No importa que no hayan visto al Jesús his­tórico; les servirá de presencia salvífica el amor de las comunida­des. La primera generación de cristianos ha sido enviada al mundo a ejercitar la misma función que el Jesús histórico realizó ante sus discípulos. Y a los discípulos de los discípulos los cristianos de todos los tiempos les queda abierto el mismo agujero por el que Dios, en Jesús, entró a la tierra: el amor.

Los cristianos son enviados “para que el mundo crea que Jesús es el enviado” (17, 21. 23). Forman apretada unidad con Jesús y con el Padre, se han convertido en la presencia de salvación ante los hombres; son “uno” y portadores de la “gloria” de Jesús; lle­van incrustada e invisible la salvación que estuvo presente en Cris­to. Y así como él, en unión de amor con el Padre, derramó su palabra en el mundo, atrayendo a unos hombres, así los discípulos continuadores, apoyados en el amor presente en la comunidad, con el que se está realizando la mutua salvación ‑“que sean uno”‑, expresarán también la palabra salvadora, engendradora de nueva fe en el Jesús de la historia (17, 2L1).

El acceso abierto por Jesús continuará sin límites históricos. El hombre ha recibido de una vez por todas la posibilidad de enro­larse en ‑el mundo de salvación. presente en Jesús. Por años que pasen, siempre será posible al hombre prestar fe, por el testimonio de la palabra cristiana, en el Jesús que murió: era realmente el enviado del Padre, y su labor redentiva continúa en el tiempo, a loros de la palabra ‑signo externo‑ y de la ayuda de Dios ‑realidad interna‑, hecha carne en el amor de la comunidad.

3. El futuro sin fin

El IV evangelio ha mundanizado toda escatología; juicio y sal­vación se están dando en este más aquí de la existencia; el mundo que no ha prestado fe en el revelador queda definitivamente sepa­rado del Dios introducido en la existencia cristiana; el cristiano queda dentro de la salvación. Pero toda esta realidad es percepti­ble sólo por la fe. Al igual que la Palabra hecha carne irradió su gloria, así la comunidad cristiana irradia la gloria, la salvación, perceptible sólo por la caridad mutua. Pero es sólo perceptible en signo y no en realidad.

La primera generación cristiana ha desaparecido, como Jesús, tras completar su tarea de salvación. La perspectiva escatológica de un retorno parusíaco ha desaparecido, y con ello los tiempos se alargan indefinidamente, ¿qué sucede con los cristianos desapa­recidos? ¿cuál es el fin personal de ellos? La respuesta es simple: todos han tenido un mismo fin, el de Jesús; todos están con el Padre, hechos partícipes plenos ‑no ya desde la carne‑ de la salvación. La salvación en el tiempo, en el mundo, no ha sido un bello sueño ni hay que esperar más. Para los que se han marchado, tiene vigencia plena la salvación, están en el amor de Dios.

Es la fe más profunda del cristiano; la confianza se deposita no ya en un ruego de Jesús, sino en un querer (17, 24), irreversi­ble, por tanto. Los cristianos idos están donde el revelador, en el Padre. Su actividad es que vean la gloria de Jesús y sean partícipes del mismo amor de Dios (17, 24‑26). Ello supone una profundi­zación en su ser más íntimo de portadores de salvación, el nombre de Dios que han recibido surtirá sus últimos efectos (17, 26). El cristiano, al fin. de sus días, quedará elevado al mismo rango de Jesús, de la palabra antes de tomar contacto con la tierra.

Y de este culmen de salvación, está apartado el mundo, el que no acepta la palabra del revelador (17, 25 ).

Los fundamentos todos de la comunidad cristiana están echa­dos. A ella toca, porque puede, manifestar al mundo la figura de Dios, de manera similar a como el Jesús histórico lo manifestó en su tiempo tiene que dar razón á los hombres de que Dios ha en­trado en el ámbito de salvación de este más aquí, con la figura de Jesús de Nazaret. Jesús fue Dios que amó y habló, la iglesia es la que ama y habla. Jesús fue perseguido y muerto, pero vive junto al Padre, la iglesia ‑cada cristiano‑ sufrirá persecución y muer­te, pero está junto al Padre. Y todo lo sabe el cristiano, porque un ‑día histórico salió de las labios del revelador.

LA OBRA CUMBRE DEL REVELADOR (18,1‑21,25)

La muerte‑resurrección de Jesús es, dentro del IV evangelio, la Manifestación real del amor del revelador a los suyos. Ante éstos, Jesús se ha mostrado, en sus funciones de revelador del Padre, expresando su amor en una serie de palabras interpretativas de su quehacer, con mandamientos a guardar, misión al mundo, apoyo del Padre y futuro eterno (13‑17 ). Los cristianos saben los designios de amor de Dios sobre ellos, porque así lo ha dicho Jesús. Pero la fe cristiana no se apoya en una palabra mítica sino en hechos históricos concretos; el amor de Dios se manifestó, centrado en Jesús, en una dimensión espacio‑temporal concreta: la muerte de Jesús.

La muerte de Jesús, vista ya desde la fe, es, de una parte, el inicio de la existencia real de la nueva comunidad. De otra, la máxima manifestación del amor de Dios. Es a partir de la muerte, íntimamente unida a la resurrección, cuando los. discípulos llegan al pleno conocimiento de la persona de Jesús y de su dimensión en los planes del Padre. Es cuando tiene verdadera y total eficacia su palabra, cuando los cristianos pueden empezar a caminar a so­las, sin su presencia externa, con el camino trazado. Hizo falta que Jesús muriera, para que los primeros cristianos pudieran realizar su nueva existencia, debida al amor radical de Dios. La muerte del Cristo se convertía así en el máximo momento de la revelación histórica del amor de Dios, ya que de ella dependía todo.

Los capítulos 18‑21, que narran la muerte y la resurrección de Jesús vienen a ser como los signos externos, que ratifican la verdad de las palabras dichas por Jesús a sus discípulos. Como la curación del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro apoyaban su presentación ante el mundo como luz y vida, así la muerte y la re­surrección del revelador apoyan todas y cada una de sus palabras a los discípulos, su amor.

1. El amor hasta el sepulcro (18, 1 ‑ 19, 42)

Muerte y resurrección son dos aspectos de una misma reali­dad: la glorificación del revelador. Ambas cosas quieren decir un mismo mensaje a los cristianos: el triunfo histórico y metahistó­rico al mismo tiempo de Jesús. Jesús en la cruz es Jesús ido al Padre ‑metahistoria‑ y continuidad de la historia salvífica: los hombres, posibilitados a nacer de lo alto. La muerte viene a ser el hecho, la resurrección su interpretación.

La muerte de Jesús es el último retoque, el acabamiento, de la obra terrena que el Padre le encomendara. Es el retorno al Padre y la elevación salvadora. Toda la glorificación‑salvación se centra en la cruz. Jesús que muere en la cruz sigue viviendo, no porque retorne a la vida, sino porque es la misma vida. El instante de la muerte es el mismo tránsito al Padre; la muerte del que vivió an­tes que Abraham no se puede dar; es el paso de un modo de ser a otro distinto y anterior. La palabra que se hizo carne deja su modo de ser en la carne, para continuar en Dios. Jesús deja de vivir tan sólo para los que no tienen fe.

Los acontecimientos hasta la cruz se van precipitando en el re­lato evangélico; pero todos ellos llevan la pauta de la entrega libre de Jesús, que subrayan su obediencia al Padre. En esta misma en­trega, se está dando la absurda paradoja de un rey crucificado, que sólo crucificado puede ser tenido por rey; la extraña victoria del dejarse asesinar.

a) La pasión como mutua obra de amor

Para los sinópticos, en general, el Jesús que muere lo hace solo y abandonado de todos; se ha entregado voluntariamente a su pa­sión y sabe que va a resucitar, pero la cruz, más que un hecho sal­vífico es un paso doloroso y necesario. En Juan, todos los acon­tecimientos que llegan hasta la cruz son una acción mutua de Jesús y del Padre, que refleja a los suyos el amor. Jesús va caminando, de acuerdo siempre con el Padre, hacia la cruz; cada paso es un cumplimiento de su palabra o de la Escritura; ambas tienen el mismo valor.

Jesús, que es apertura del Padre en el mundo, no puede dejar de serlo incluso en los momentos de su pasión. El y el Padre son uno, y quien ve a Jesús ve al Padre. Esta unidad tiene su conti­nuidad, su máximo aparecer en los momentos de la cruz, pero ya en cada peldaño hacia ella, se va perfilando su íntima realidad. En el Jesús que va desde Getsemaní hasta el Calvario, está presente Dios a los hombres; en la cruz, estará más presente que nunca, porque está más aislado de todo lo que existe en el mundo y más a solas con el Padre.

Jesús tiene que llevar a cabo la obra preceptuada por el Padre (4, 34), la gran salvación de los suyos, y que se identifica con su “hora”, su momento (12, 27) y en el que se da la glorificación del Padre por parte de Jesús (17, 4) y la de Jesús por parte del Padre (12, 28; 13, 31 s.). Obra que se cumple en el último momento de la cruz: “se ha consumado”, pone el evangelista en boca del Jesús que muere (19, 30). Y en esta obra, como ha dicho a sus discípu­los, no está solo, el Padre no se ha separado de él (16, 32).

Todos y cada uno de los momentos que le llevan ineluctable­mente a la muerte han sido trazados de antemano. Y la voluntad de Dios expresada en las escrituras sagradas tiene tanto valor como la misma palabra del hijo. El momento decisivo tiene lugar cuando, ante Dilato, los judíos descubren sus verdaderas intenciones; no están buscando juzgar a Jesús por contravención alguna de la ley, sino que intentan darle muerte descaradamente. Dilato pide que le juzguen según su ley, y ellos contestan lisa y llanamente: “A nos­otros nos está prohibido dar muerte a nadie” (18, 31). Esta intención es el cumplimiento de la palabra de Jesús, subraya el evan­gelista (18; 32; cfr. 3, 14; 8, 28: 12, 33). Su propia palabra se une al concierto de los datos veterotestamentarios, con el mismo va­lor; el echar suertes sobre su capa (I9, 24), el vino ofrecido (19, 28) ‑detalles que Juan ha encontrado en la tradición subyacente y común con los sinópticos‑ se suman al hecho de que no le que­braran las piernas y sí alancearan su cadáver (19, 36). Toaos ellos han tenido lugar para que se cumplieran las Escrituras. Todo se mueve en un ámbito de lo divino, como dijo a Pilato: “No ten­drías potestad sobre mí, si no te hubiera sido dada de lo alto” (19, 11).

En la escena de la entrega, el cristiano puede ver a Dios mis­mo. Jesús se presenta con la fórmula de revelación ‑“soy yo”‑, que los judíos pueden entenderla como “yo soy Jesús de Nazaret”, pero que el cristiano no puede dejar de entenderla como automa­nifestación divina, que causa, como la visión misma de Dios, el estupor y el abatimiento entre los que han venido a prenderle; dan un paso atrás y caen por tierra (18, 6). La sublime libertad y ecuanimidad ante el sumo sacerdote (18, 19‑23) y ante Pilato (18, 28 ‑ 19, 11) muestran al Dios que se está entregando con Jesús.

En la cruz, llega al máximo del desprendimiento humano; el Jesús que es la palabra hecha carne se queda a solas con Dios. Su madre y su discípulo tienen que acogerse mutuamente y apartarse del crucificado. El ya no pertenece ni a su familia ni a sus discí­pulos; ambas categorías pertenecen al vivir en medio de los hom­bres, a la Palabra hecha carne, pero no al Jesús de la cruz; ahí está a solas con Dios. El máximo dolor se encuentra en un mismo pun­to con la máxima presencia de Dios. El cristiana tiene que adorar la cruz. En este punto, Juan está muy cerca del pensamiento de Pablo, el que no quería hablar sino de Jesús crucificado (1Cor 1, 23).

Jesús y el Padre están unidos al realizar el momento cumbre de la salvación, como lo habían estado a través de toda la existen­cia del revelador. El hombre ha podido siempre ver en Jesús a Dios, y el cristiano, por la fe, lo ve de hecho, lo confiesa. Pero esta unidad de ser‑acción no indica confusión entre Dios y Jesús. Ambos ejecutan una misma obra, pero Jesús pone de su parte algo, toda su persona. La salvación se efectuó ciertamente porque Dios así lo quiso, pero en ella tomó parte Jesús, que se asoció libre­mente al querer del Padre, que transformó en suya la voluntad de Dios. Jesús fue el obediente.

Esta cualidad, que aparece ya en los sinópticos, se acentúa mu­cho más en el IV evangelio. Pero es una cualidad que reconoce el discípulo, a quien se lo ha ido revelando. El cumplir la voluntad del Padre es “su comida” (4, 34), el signo de que permanece en el amor del Padre (15, 10 ). Pero también lo ha revelado al mundo (5, 30; 6, 38), aunque no en la profundidad última de que se trata fundamentalmente de un acto de amor.

Con otras palabras. La obediencia de Jesús al Padre le lleva hasta la muerte. En ella se ofrece al mundo la posibilidad de sal­vación. Pero sólo el discípulo, el cristiano, puede apreciar que esta muerte es signo de amor en el que hay que permanecer. Así como Jesús se sometió, a las órdenes del Padre, llevando al máximo el amor de Dios, que es la misma salvación de que está participando el cristiano, así éste debe de continuar la misma línea de obedien­cia a los mandamientos de Jesús, con la que está actuando el mis­mo amor‑obediencia que llevó a Jesús hasta la cruz.

La obediencia de Jesús, su participación activa que le lleva a presentarse como uno con el Padre, queda evidenciada en los re­latos de la pasión, máxime en el inicial del prendimiento. Jesús puede escaparse de la hora llegada, no sólo porque la conocía de antemano, sino porque su palabra hace caer por tierra a sus perseguidores. Jesús, sin embargo, se entrega y recrimina a Pedro por­que, con su actuación al sacar la espada, le está obstaculizando la voluntad del Padre: “¿No quieres que beba el cáliz que me ha dado mi Padre? “ (18, 11).

El Jesús que llega hasta la cruz es el Jesús que ha amado a los suyos hasta la consumación, hasta la perfección (13, 1), y ya en la cruz ‑y sólo entonces‑ puede morir sabiendo que ha llegado a esta perfección: todo se ha consumado (19, 30 ). La obra de re­dención, la posibilidad de que sus discípulos tengan un lugar en la casa del Padre, vida eterna, ha llegado a feliz cumplimiento. El amor de Dios presente a los discípulos ha llegado a toda su ple­nitud.

b) El vencido vencedor

Jesús es el que venció al mundo (16, 33); la victoria, sin em­bargo, está en el mismo hecho de ser vencido, en la cruz y los pa­sos que conducen hacia ella.

En el plano de la historia, la que es necesario escribir sin los datos de la fe, Jesús fue un mesías fracasado, al que ajusticiaron por orden del gobernador romano y exigencias del sanedrín. La fe detecta en este ajusticiado al vencedor de los que le dieron muer­te, de sus contrincantes. Los sinópticos suelen expresar esta con­vicción de fe a la manera de un juicio sobre los asesinos de Jesús; por eso, ante el consejo del pueblo, ante el sanedrín, Jesús se confiesa juez de sus jueces: “Veréis al hijo del hombre” (Mc 14, 62; Mt 26, 64) o “desde ahora el hijo del hombre está sentado a la derecha del poder de Dios” (Lc 22, 69). En el IV evangelio, sin parusía, sin segunda venida de Jesús, su triunfo está en la cruz.

Jesús es el vencedor, no en cuanto juzgará a sus jueces, sino en cuanto que sus asesinos ‑todos los que no le han prestado fe‑ quedan fuera de toda salvación. El no ha venido a juzgar sino a salvar, si bien el juicio, la discriminación entre los hombres, se está dando a consecuencias de la postura adoptada ante el revela­dor. La victoria está en la salvación obtenida, y ésta comienza a verificarse en el momento de la cruz, de su ida al Padre. La vic­toria de Dios sobre el mundo, que realiza Jesús, tiene lugar en el calvario. La vida eterna a donar a los hombres aparece justa y pa­radójicamente ahí, en la muerte; Jesús, a pesar de morir, como constata mejor que los demás evangelios el de Juan, sigue vivien­do; la cruz conecta a Jesús con su ser anterior a la encarnación. Y en su muerte, el cristiano comienza a gozar de la vida.

En la historia del Jesús que muere, el cristiano reconoce y con­fiesa al Dios que vive y que da vida a los hombres. La historia aparece ahora con un perfil inasequible al control meramente hu­mano, pero totalmente real. No es ya un hecho y su significación, sino del hecho concreto: Jesús que muere es Dios que vive y hom­bres que pueden vivir. Es el culmen de la salvación, de la victoria de Dios en el mundo y sobre el mundo, incapaz de salir por sí mismo de sus estrechos moldes vitales.

En su encuentro con las fuerzas del orden que vienen a pren­derle, Jesús es el claro vencedor (18; 1‑11); es su voluntad la que se cumple, y, en ella, a la manera de un resumen, está integrada la salvación de sus discípulos. Jesús sale al paso de la turba arma­da, establece con ella un diálogo, en el que se da a conocer y ter­mina imponiendo su autoridad: “Si es a mí a quien buscáis, dejad que éstos ‑sus discípulos‑ se marchen” (18, 8). El prendimiento de Jesús es la liberación de sus discípulos, que se verifica por la palabra del Maestro y en virtud de su profecía: “Para que se cum­pliese la palabra que dijo: de los que me has dado no llegué a per­der ninguno” (18, 9; 17, 12 ). La protección de Jesús hacia sus discípulos, que es su mantenimiento en la salvación, en el nombre del Padre (17, 11 s.), se realiza plenamente en el momento del prendimiento. No bien Jesús se está entregando, se están liberando sus propios discípulos. Lo que en las narraciones sinópticas era el principio de una cobarde huida (Mc 14, 50 par) es, en Juan, libe­ración debida al revelador. No hay huida de los discípulos, sino protección de salvación.

En la escena en que aparece más clara la paradójica victoria de Jesús es, sin embargo, en la de Pilato. Jesús, que se ha negado a responder al sumo sacerdote (18, 19‑23 ), entra en diálogo con el procurador romano. Ante él y con su apoyo, Jesús llega a ser nombrado rey de los judíos; el paradójico rey crucificado, porque sólo crucificado puede ser rey de su reino.

Jesús ha rehuido en vida ser aclamado rey por los judíos, que le buscaban después del milagro del pan multiplicado (6, 15), se ha proclamado ocultamente rey en su entrada en Jerusalén (12, 12‑18 ). Ahora y definitivamente va a ser reconocido por Pilato y la soldadesca, en contra de los judíos, como el rey de los judíos. La historia del rey crucificado se narra en cuatro momentos: expli­cación introductoria (18, 33‑38), apoteosis (19, 2‑3), presentación (19, 5) e entronización (19, 13‑14). A la manera de los antiguos rituales de coronación, Jesús, el nuevo rey, es proclamado, pre­sentado e entronizado.

Jesús es auténticamente rey. Así lo reconoce ante Pilato; pero precediendo su afirmación de correcciones al concepto de reino y rey (18, 33‑38). Negativamente, su reino no es, no pertenece, de la tierra ni tiene nada que ver con los judíos. Positivamente, es el rey‑Dios, el representante del Padre en el mundo; sus súbditos son los cristianos.

Pilato es un hombre que piensa con las categorías humanas; reino y rey quedan determinados por las categorías del más de aquí, de los hombres. Y Jesús, en contraposición, expone las cua­lidades de su reino. “No es de aquí”, “ahora” “no es de aquí” (18, 36). El reino de Jesús no pertenece a los moldes de este mun­do, pero está presente en el ahora del mundo. Su origen no está en los principios que rigen a los hombres. Estos buscan el triunfo de su rey mediante la violencia, la salvación material en caso de conflicto, el imperio sobre los demás hombres. Los partidarios de Jesús, sin embargo, no han luchado porque él no cayera en manos de los judíos (18, 36). Es la prueba apodíctica. Y a pesar de ello, Jesús es verdaderamente rey ahora, incluso en el momento en que ha sido entregado a sus enemigos, precisamente en este momento.

El carácter positivo de su reinado es “ yo he nacido y venido al mundo para corroborar la verdad, y todo el que es de la verdad escucha mi voz” (18, 37). Jesús es esencialmente un enviado; hay algo más que su calidad de hombre ‑he nacido‑; es el enviado del Padre, por eso su reino no puede ser de este mundo. Su papel consiste en presentar a los hombres la verdad, la salvación de Dios; es el revelador que ahora mismo está testimoniando, corro­borando, la salvación de Dios y que sólo puede ser comprendida por el qué le preste fe, por. el que es de la verdad, que está en el número de los salvados, de los cristianos.

El reino de Jesús se mueve en dos planos simultáneos y, apa­rentemente, contradictorios. En el histórico, perceptible por los sentidos, es un reino que le lleva a la muerte. En el metahistórico, perceptible por la fe, es un reino que se está realizando en la mis­midad de Dios. Dios se presenta a los hombres, como salvación, bajo la careta de la pasión y muerte de su enviado. Y Pilato, que desconoce cuál sea la salvación de Dios, la verdad (18, 38), va a contribuir a expresarla.

Por orden del procurador, Jesús es entregado a los soldados para que le azoten. Estos trenzan una corona con zarzas, se la po­nen sobre la cabeza, le echan por encima un manto de púrpura ‑las insignias reales‑, y le aclaman, entre bofetadas, rey de los judíos (19, 1‑3). En perfecta consonancia con la idea que Jesús tiene del reino, los soldados le aclaman por tal. Es una mofa, pero, en el fondo de ella, está desvelándose la gran oculta realidad: Je­sús que está para morir es verdaderamente el rey de los judíos, el rey que esperó Israel.

Jesús no se ha declarado rey de los judíos, sino precisamente un rey que tiene por enemigos a los judíos, a quienes ha sido en­tregado. Y es que el rey salvador esperado es justamente el cru­cificado. En el Jesús objeto de mofa, se está rompiendo la vieja y humana esperanza mesiánica judía. Los soldados son los únicos que reconocen, sin darse cuenta de ello, en el Jesús doliente al rey de los judíos; son los que le proclaman tal, los que le elevan a la dignidad real. De una manera absurda y paradójica, Jesús está ver­daderamente siendo rey, cuando los soldados se burlan de esta realeza. Es la aclamación real, la llamada “apoteosis”. El rey ha sido elegido.

Sigue, en la narración, la escueta presentación del rey al pueblo. Pilato presenta a Jesús ante los judíos, con su corona y su manto, y proclama: “ He aquí al hombre” (19, 5). Y el pueblo pide su crucifixión, porque, según la ley, tenía que morir (19, 6 s.). En un segunda momento, tras el diálogo de 19, 8‑12, cambia de parecer; el hombre es en realidad el rey de los judíos. Lo sienta sobre el estrado en el Litóstrotos y proclama: “He aquí al rey de los judíos” (19, 13 s. ). Y el pueblo vuelve a pedir su crucifixión (19, 15 s.).

Jesús es presentado, primero, como inocente. Pilato no ve más allá de la justicia humana. En ella, el hombre es inocente, no tiene por qué morir. Pero el hombre ha sido aclamado rey; es el hom­bre, tras del cuál se esconde Dios; es el rey que tiene que ser cru­cificado para serlo realmente. El pueblo, los judíos, sin percatarse de la profunda realidad, lo gritan a voces: se ha hecho hijo de Dios y tiene que morir (19, 7). Pilato intuye la realidad (19, 8) y busca un nuevo diálogo con Jesús, que no contesta a la pregunta clave: “ ¿De dónde eres tú?” (19, 9). Pilato ha tocado el centro de la persona de Jesús, el venido del Padre. Y, con su temor reli­gioso a cuestas (19, 8), termina por presentar a los judíos a su auténtico rey (19, 14). Es la presentación oficial del rey a sus súbditos, los que le pertenecían por tradición, pero que no le reci­bieron.

El tercero y último paso es la entronización. Aclamado y pre­sentado a su pueblo, el rey es sentado sobre su trono y comienza a reinar. El evangelista ha visto este inicio lógica y justamente en el momento de la crucifixión. La fuerza expresiva reside en la co­locación del título. En Marcos (15, 26) y Mateo (27, 37), se trata de la causa de su condena, el porqué de la sentencia. En Lucas, es un título indicativo de la persona de Jesús (Le 23, 38). En Juan es un título universalmente válido y expresivo. Todos pueden leer la inscripción trilingüe (19, 20), y los judíos, a pesar de su insis­tencia (19, 21), no pueden borrar la realidad que, a modo de pro­fecía, señalan al crucificado como “ Jesús el Nazareno, el rey de los judíos” (19, 19).

Jesús, que había predicho el inicio de su reinado, de la salva­ción, a partir de la cruz (3, 14; 8, 28; 12, 32), ha llegado final­mente hasta ella. Pilato, el único gentil que ha tenido contacto con el revelador durante su existencia terrena, lo ha proclamado así, y ha dejado un título indeleble en la cruz: “Lo que he escrito, he escrito” (19, 22). Jesús está en su momento de victoria. Por eso, el evangelista no ha traído a colación las befas de los sinópti­cos (Mc 15, 35 s. par). En la cruz, Jesús termina por estar a solas con Dios. Su madre y su discípulo tendrán que sostenerse mutua­mente, y los judíos vuelven a Pilato negando que el crucificado sea su rey (19, 21); han terminado por recusarle definitivamente. En la cruz, Jesús es el rey salvador entronizado. En la cruz, ha terminado definitivamente la obra que le encargara el Padre: todo se ha llevado a cabo, termina diciendo (19, 30),

Los que han negado su fe al revelador, los judíos, se han se­parado del rey crucificado, no le reconocen. Los que le han acep­tado tienen que empezar a andar sin su presencia física. El juicio se ha llevado a cabo justamente en la cruz. Jesús vence porque está con Dios (16, 32). Pero, de esta victoria, saben tan sólo sus discípulos.

c) El cordero inmolado y participable

La victoria de Jesús sobre un mundo incapaz de prestar salva­ción al hombre se expresa en el IV evangelio con una figura vete­rotestamentaria de honda raigambre en el cristianismo primitivo, con la figura del cordero pascual, el que se comía, estando la fa­milia reunida, para recordar a los hebreos el paso salvífico de Dios en tierra de Egipto (Ex 12, 43‑49). Las relaciones Jesús‑pascua pertenecen al estrato mismo de la historia; alrededor de esa fiesta judía o en ella misma, murió Jesús, que pronto empezó a ser lla­mado “nuestra pascua” (1Cor 5, 7). Juan recoge el tema que la tradición le ofrece y nos presenta, en su relato evangélico, al ver­dadero cordero de Dios, el inmolado en la hora y día del pascual, y del que; una vez muerto, dimana a los hombres agua y sangre.

En la comida del día de la pascua, cuando Israel conmemoraba su salida milagrosa de la tierra de Egipto, la familia reunida com­partía, principalmente, un cordero asado, que debía ser consumido íntegramente o quemados los restos. Uno de los ritos de esta co­mida consistía en que no podía romperse ningún hueso del animal. Este había sido sacrificado el día anterior ‑para nosotros: el mis­mo día antes de la caída del sol‑ en las oficinas especiales de las que disponía el templo de Jerusalén, que había venido en conver­tirse matadero religioso oficial del pueblo.

En el IV evangelio, los sucesos últimos de la vida de Jesús tie­nen lugar el día antes de la pascua (13, 1). La última cena no es la cena pascual, como sostienen los sinópticos, sino la cena de un día anterior a la Pascua. Los sucesos que llevan a Jesús hasta la cruz y la cruz misma tienen lugar en el espacio de ese mismo día; por eso, los judíos no entran en el pretorio, porque no quieren contaminarse y celebrar la pascua (18, 28); Jesús es condenado a muerte la misma víspera de la fiesta, sobre el mediodía (19, 14) ‑la hora en que, según los sinópticos, sobrevienen las tinieblas en la cruz (Mc 15, 33 par)‑; la crucifixión y la muerte se siguen inmediatamente, sin ninguna connotación de hora. Con ello, tene­mos que, en el IV evangelio, Jesús muere en torno al mediodía, la hora justa en que se sacrificaban, se mataban, los corderos pascua­les, que iban a servir de cena aquella misma noche.

Resulta sumamente complicado dar la razón a una de las dos tradiciones. Antes ‑y todavía se repite con insistencia‑ Juan habría cambiado el momento de la crucifixión para sostener su teología del cordero inmolado, porque el evan­gelio de Juan era esencialmente teológico, en contraposición a los sinópticos. El verdadero e histórico momento de la crucifixión sería el que traen los sinópticos. Pero últimamente hemos caído en la cuenta que también los sinópticos son teología, y bien podrían haber cambiado ellos el momento, para dar una lección sobre el sentido de la muerte de Jesús. Como Jesús es la pascua cristiana, tuvo que morir el día de Pascua. Con minuciosa exactitud, nada sabemos.

Juan ha visto un cierto paralelo entre la matanza de los cor­deros pascuales y la muerte de Jesús; de aquí precisamente su anotación “no le quebraron ningún hueso” (19, 36), que ha to­mado del ceremonial del cordero pascual (Ex 12, 46; Núm 9, 12). Jesús es el cordero pascual. Pero ¿qué significa esta expresión?

En boca del Bautista, ha puesto el evangelista: “ Este ‑Je­sús‑ es el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” (1, 29) y “Este es el cordero de Dios” (1, 35). Expresiones únicas en todo el contexto del nuevo testamento. En ellas, se atribuye a Jesús, de un modo genérico, el papel de salvador, especificándolo como remitidor del pecado. Este pecado que viene a quitar es la parte negativa de su salvación, es la no‑salvación, el quedar en la pura dimensión humana, consecuencia de no haber aceptado al revelador y 1a fuerza vital que dimana de su unidad con el Padre.

El evangelista añade además otra connotación nueva al corde­ro. Es consciente de que toda la salvación proviene al hombre del momento de la cruz y sabe también que solamente quien “haya nacido de arriba, del espíritu y el agua” (3, 5) y quien haya “be­bido su sangre” (6, 54 s.) puede entrar a participar plenamente de su salvación. Por esto, Juan ha añadido, al episodio de la muer­te, el de la lanzada en el costado, del cual salió inmediatamente “sangre y agua” (19, 34). Bautismo y eucaristía, que posibilitan el nacimiento al nuevo orden de cosas y la vivencia en él, tienen su origen en la muerte de Jesús. Es ella fundamentalmente la que abre el ingreso decisivo de los hombres al orden divino, presente en el revelador. Como la teología de la iglesia católica pone en el Jesús histórico la institución de los sacramentos, confesando con ello, que es su dinámica ‑la del Cristo‑ la que se hace presente en ellos, así Juan ha puesto en la misma muerte de Jesús la diná­mica que anima a los cristianos.

La gran verdad de fe, de que en el Jesús que murió ha llegado la salvación a los hombres y de que ésta aparece de, algún modo en la vida sacramentaría la ha expuesto Juan bajo el símbolo de la sangre y el agua que manaron del Cristo muerto. Jesús es el cor­dero de Dios, y su salvación es participable por muchos años que hayan corrido desde su crucifixión, que fue el inicio de la nue­va vida.

Jesús murió realmente; el soldado que abrió su ‑costado y la sepultura a la usanza‑ judía lo corroboran (19, 33. 38‑42). Para el Jesús, que era la Palabra hecha carne, la muerte, definitiva para cualquier ser de este mundo, fue solamente la transición a su ser anterior, la ida al Padre. En ella, el cristiano comenzó a ser tal.

2. El amor tras el sepulcro (20, 1 ‑ 21, 23)

Los sucesos de la mañana del domingo de pascua, cuando los discípulos confesaron que Jesús había resucitado, fueron el inicio histórico de una nueva época, la cristiana. Los discípulos tomaron contacto con la tumba vacía y experimentaron la resurrección de su maestro. De aquí partió su confesión de fe, que todavía hoy proclamamos: Jesús ha resucitado y se ha aparecido a Simón. La resurrección del Cristo lo fue todo para la primitiva comunidad, y los evangelios, cada uno a su modo y teología, pintó de diversa manera los sucesos aquellos.

En el IV evangelio, aparecen muy distintos, si los parangona­mos con las narraciones sinópticas. Los dos discípulos y María la Magdalena comprueban primero que el sepulcro está vacío (20, 1‑10), y, a continuación, se sigue toda una lista de apariciones: a María (20, 11‑18), a los discípulos a quienes confiere el Espíritu prometido (20, 19‑23), a Tomás con los restantes (20, 24‑29)t y a los siete discípulos en el mar de Galilea, cuando hizo el interro­gatorio a Pedro y habló de su futura suerte y de la del discípulo amado (21, 1‑23).

A través de todas estas narraciones, se da una línea horizontal de interpretación; la resurrección es el complemento de la pasión y la muerte de Jesús, su explicación última, una especie de con­firmación del suceso salvífico de la cruz. Junto a ésta línea maes­tra, sin embargo, se dan otros planos: unión Jesús de la historia con el de la metahistoria, la fe de sus discípulos, el encargo a Pe­dro... Es difícil dar una visión completa de la idea del autor evan­gélico, a la que pretendemos, al menos en sustancia, llegar. Segui­mos el orden del relato.

a) La tumba vacía

Remontándonos hasta donde nos sea posible a la historia de los hechos, nos encontramos con la insalvable tumba vacía, de la que tanto se ha escrito. Unas mujeres, la mañana del domingo de pascua, se toparon incomprensiblemente con que el sepulcro en que había sido depositado el cuerpo muerto del crucificado es­taba vacío.

La resurrección se nos ha transmitido a través de confesiones de fe y del relato de la tumba vacía; sólo mas tarde se hablará de apariciones. En torno a la tradición de la tumba vacía, que aparece en todos los evangelios, se especula sobre si es o no una prueba de la resurrección. L. Schenke (Le tombeau vide et l'Annonce de la résurrection, París 1970) ha demostrado que se trataba, en su etapa preevan­gélica, de un rito cristiano que proclamaba la resurrección de Jesús en el marco de la tumba en que reposó su cadáver.

En íntima unión con este suceso, empieza a confesarse la resurrección de Jesús, que ha sido visto por Simón, por Pedro. De aquí, la primera redacción del episodio, como la encontramos fundamentalmente en Marcos: las mujeres constatan que el muer­to no está en el sepulcro, y unos mensajeros desconocidos dan el mensaje: ha resucitado (Mc 16, 1‑7).

Juan recoge la noticia y la baña con sus perfiles teológicos. La Magdalena es la primera en darse cuenta de que el sepulcro ha podido ser violado. Ve la piedra que hacía de puerta corrida y se apresura a dar la noticia a Simón y al otro discípulo: “Han sacado al Señor del sepulcro, y no sabemos dónde lo han puesto” (20, 2). Ambos vienen al sepulcro, entra primero Pedro, aprecian que el muerto no está, uno de ellos cree, y regresan junto a los otros dis­cípulos (20, 1‑8).

El acento recae sobre el dónde puedan haber puesto a Jesús, el que había dicho que se iba al Padre. Todos vienen dispuestos a buscar al Señor, pero el Señor no está en el sepulcro. Pedro y el otro discípulo constatan dónde no está ya Jesús; de esta constata­ción emerge la fe en uno de ellos, el compañero de Pedro: “ Creyó” (20, 8). Hay toda una teoría simbólica sobre la llegada de los dos discípulos al se­pulcro en la mañana de pascua. Juan sería el helenismo y Pedro la sinagoga. Se habla también del primado de Pedro, porque entró el primero, a pesar de que Juan llegó primero. La tumba vacía puede llevar hasta la fe en el resucitado, pero no es el elemento decisivo. Es una prueba negativa; María y Pedro siguen sin saber a dónde esté el cuerpo de Jesús; no han podido comprender que Jesús se ha ido del sepulcro sin coacción ni prisa, dejando todo en buen orden (20, 6‑7).

Ya no es posible encontrar al Jesús que murió. Ciertamente, lo van a comprobar seguidamente, Jesús sigue viviendo, y es el mismo que estuvo entre ellos, pero no como estuvo entre ellos. El que siga buscando al muerto se encontrará sin lugar a dudas con un sepulcro vacío, que puede no decir nada. La palabra que se hizo carne no puede ser ya encontrada en los moldes de la carne, está con el Padre. El primero que llegó al sepulcro; que vio su autén­tico significado, fue el primero que confesó la fe: el otro discípulo, compañero de Pedro en su correr.

b) La aparición a la Magdalena

María está llorando al pie del sepulcro; llora tanto que es in­capaz de reconocer a los dos ángeles que le preguntan el motivo de su gemir. Y lo mismo le pasa con Jesús, a quien toma por el jardinero. Una vez que ha pronunciado su nombre ‑María‑ se da cuenta de la presencia del resucitado, en quien confiesa al maes­tro. Y Jesús le dirige la palabra: “Deja ya de tocarme, que todavía no he subido al Padre. Vete a mis hermanos y diles: subo a mi padre y padre vuestro, a mi Dios y Dios también vuestro”. Y Ma­ría lo comunicó (20, 11‑18).

María es la personificación de quien no ha entendido en abso­luto lo que significa la muerte y el sepulcro vacío. Llora en vez de alegrarse de que Jesús se haya ido al Padre; sigue preguntándose y preguntando dónde está el cuerpo de Jesús. María necesita una explicación de la palabra del revelador.

María busca el cuerpo de Jesús, su presencia física, tal como la tuvo en su existencia terrena, pero esto es ya imposible. Ya no es el momento de quedarse encerrada en el pasado; la experiencia actual, la cristiana, de Jesús es distinta; no puede basarse en el resucitado que vuelve, sino en el ido al Padre que establece, junto con él, su morada en el cristiano que cumple, amando, sus man­damientos (14, 21). La resurrección implica un nuevo modo de trabar relaciones con Jesús. Jesús no es el maestro que confiesa María; eso perteneció a otro momento de la historia ya pasada.

Son ya relaciones directas con Dios, que se ha revestido para el cristiano del mismo modo de ser que tuvo para con el revelador. Este ha sido precisamente el sentido de la muerte en la cruz. El Dios que era Padre de Jesús se ha convertido en el Dios y Padre de los discípulos. El cristiano viene a ser, al igual que Cristo, el nacido de nuevo, de lo alto, como dijera al inicio Jesús a Nicodemo (3, 3), sin que éste hubiera sido capaz de entender. Jesús ha sido el medio y modelo de las nuevas relaciones, del nuevo modo de ser que media entre el hombre y Dios. Como palabra hecha carne, pertenece a una historia ya ida y sin vuelta posible. Solamente en el cumplimiento de los mandamientos que dejó el revelador y en íntima unión con Dios, puede el hombre ya tener contacto con el Jesús ido y copiar en su propia existencia la realidad oculta del Revelador, el que procedía del Dios Padre y se había revelado ante los hombres.

María tiene que dejar de palpar al Jesús de la historia y ha de transmitir el auténtico sentido de la muerte de Jesús. El que le haya prestado fe de revelador, cumplirá sus mandamientos y podrá entonces plenamente experimentar la presencia de Dios en su in­terior, fruto de los acontecimientos pascuales.

c) El cumplimiento de lo prometido

Del Jesús en la cruz, a través del agua y la sangre, venia la salvación al creyente. A María, la que intentó quedarse con la ma­nifestación temporal de la Palabra, se le ha dado el sentido de la muerte. Son las mismas realidades, vistas desde distintas perspec­tivas. Ahora toca la vez a los discípulos, a los que les había pro­metida la misma salvación, radicada en el Espíritu y emanadora de paz y alegría con la nueva visión. Es la temática de 20, 19‑23.

Jesús se aparece; enseñando sus manos y su costado abierto les da la paz a sus discípulos. Ellos se alegran y reciben de él el Espíritu como misión: “ Corno me envió el Padre, os envío yo también”... “recibid espíritu santo. A todos los que les perdonéis los pecados, le han sido perdonados; a 'los que se los retengáis (continuamente), (le) han sido retenidos” (20, 22 s.).

El Señor vive y ha traspasado a sus primeros discípulos la propia misión, la tarea de sus días sobre la tierra. Esta es la temática lineal del episodio. Jesús vive; es el muerto, con sus señales, el que ellos están viendo, experimentando. Y, como había dicho (14, 18 s. ), ha vuelto, pero de manera distinta a como estuvo antes con ellos; ya es perennemente el crucificado. No es tanto una apari­ción histórica cuanto la manifestación escatológica, que el cristiano lleva en su vida. El cristiano, porque vive (14, 19), ve el Señor crucificado que vive en él. No es una aparición para probar la re­surrección, sino una vivencia que ratifica el papel salvífico del cru­cificado. El cristiano puede ya vivir en el mismo ámbito divino, en el que perdura el Jesús ido al Padre.

De esta vivencia, emergen paz y alegría. Los discípulos pasan a ella, saliendo del temor a los judíos (20, 19). Por la muerte del Cristo, ellos van a tener que tomar las riendas en el presentar ante un mundo enemigo el verdadero rostro de Dios, como lo hizo el Cristo en sus días. Y lejos del temor humano, que les obliga a en­cerrarse, se encuentran con la fuerza que les impele a su misión, a desarrollarse en el odio del mundo, pero con la misma paz y ale­gría que la de Jesús. La incomprensible alegría que ha puesto su confianza en la persona de un muerto que les ha hecho vivir la misma vida de Dios. Son la paz y la alegría que provienen de él.

Con el muerto ha llegado la nueva creación del hombre. Como el Yahvé de los antiguos relatos (Gén 2, 7), Jesús inspira el aliento nuevo de vida (20, 22), capaz de hacer llevar a cabo a los discípu­los la misión confiada. Ellos son los enviados, los que tienen que cumplir el exacto papel que cumplió el Cristo en vida: ofrecer universalmente la entrada en el orden divino, al que él pertenece, y darla a aquellos que confiesen en el Jesús de la historia al reve­lador de Dios.

Esta misión se especifica con el mismo oficio global que Juan Bautista‑le atribuyó a Jesús: el cordero que quita el pecado del mundo. Como, con Jesús, ha llegado al mundo la capacidad real de evadirse del mundo del pecado, de su imposibilidad de partici­par en la vida de Dios, con los discípulos ha llegado, continúa lle­gando, a los hombres de todos los tiempos la misma posibilidad.

En las manos de los cristianos queda ahora, como en su tiempo estuvo en las del Cristo, la apertura al hombre del mundo de Dios. Más que un poder es una responsabilidad. De su actitud, va a de­pender todo. Su obrar tiene una trascendencia en la esfera de lo divino. A los hombres a quienes quiten, de una vez por todas, su imposibilidad de llegar hasta Dios, se les da cabida en ese orden. A los que continuamente se les niegue la entrada, no entrarán jamás. La presencia de lo divino en el mundo queda totalmente religada a la comunidad cristiana, abierta siempre al continuo in­cremento de los hombres que lleguen a creer y a practicar los mandamientos de Jesús.

El hombre viejo, el que creara Yahvé, no vale ya en los pla­nes de Dios. Jesús ha creado una nueva especie, animada por el vigor de Dios, que ha de realizar en esta tierra el mismo amor de Dios, presente en Cristo. En este vivir el amor y continuar pre­sentando a los no creyentes la palabra del revelador, está la salva­ción, el hombre nuevo y distinto; el que está, aunque en este mundo, en el ámbito de lo divino y que, aunque muera, como Lá­zaro, como Jesús, continúa viviendo en la inmensidad de Dios..

d) Bienaventurados nosotros

El episodio de la incredulidad de Tomás (20, 24‑29) está traí­do en orden a las generaciones cristianas que creyeron en Jesús, sin haber experimentado físicamente la muerte resurrección del maestro; creer, sin haber visto al resucitado. La narración está desarrollada en tal modo que abarca también otra problemática, la identidad entre el resucitado y el muerto en la cruz.

Tomás no cree a la palabra de los otros discípulos, que le anun­cian la resurrección, con toda la implicación teológica que el fenó­meno .encierra. No cree que el muerto en la cruz haya resucitado, que esté con el Padre. Necesita de una prueba, que concretiza en ver y palpar los signos de la pasión: “Si no veo en sus manos la hendidura de los clavos, y no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no creeré” (20, 25). A la fe por la palabra, prefiere y exige el contacto personal y directo.

Es la problemática de la segunda generación de cristianos, de nosotros los, que tenemos que creer que Jesús está con el Padre sin ninguna constatación, anteriormente a cualquier vivencia cris­tiana, fundamentados tan sólo en la palabra de los otros cristianos. El evangelista, como tantas otras veces, ha transportado al tiempo de Jesús la problemática de la comunidad de su tiempo.

Tomás llega a apreciar que el muerto sigue viviendo en su nueva y primitiva dimensión. Es el mismo que había muerto y que continúa siendo el omnisciente, que se ha enterado de su pos­tura incrédula. La aparición y las palabras que le dirige son deter­minantes. El muerto se le ha revelado en toda la hondura de su personalidad; es el Jesús que murió, está con Dios y fue y sigue siendo el revelador. De aquí la insólita confesión de fe de Tomás. No es el reconocimiento de la persona en el pasado, como el caso de la Magdalena (20, 16), sino de toda la dimensión histórica y metahistórica de la misma: “Señor mío v Dios mío” (20, 28). En el plano de la historia, Jesús ha sido el Señor, en el plano de la metahistoria, en el que se mueve totalmente a partir de la muerte, es el Dios de siempre. Es lo que confiesa Tomás.

Y la palabra del revelador continúa: “¿Porque me has visto, has creído? Bienaventurados los que creen sin ver” (20, 29). Es la palabra conclusiva, que llega hasta nosotros; en ella se confun­den el anuncio de la iglesia y la palabra de Jesús. Quien crea a la iglesia, anunciadora de la resurrección, del ser metahistórico del Cristo, está creyendo la palabra del mismo Cristo. Es el mismo muerto quien sigue realmente viviendo.

e) El seguimiento de Pedro

Después de la primitiva conclusión del evangelio (20, 30‑31), se han añadido al texto todo el capítulo 21, que comprende una nueva manifestación del resucitado en Galilea (21, 1‑14), la triple confesión de Pedro, con la profecía de su martirio (21, 15‑19) y un dicho del Señor, que va a justificar la redacción última del IV evangelio como perteneciente al todavía vivo discípulo amado (21, 20‑25). Con estas narraciones conclusivas, se retocan los perfiles de una comunidad cristiana que podría tenerse por demasiado personalista y extramundana, afincándola en la historia concreta del seguidor que murió en su seguir al Maestro y de la pujanza universalista, dirigida a todas las gentes.

A pesar de que, en un estadio primitivo de tradición, el epi­sodio dé la pesca milagrosa (21, 1,‑14) estuvo separado de su ac­tual continuación la confesión de Pedro (21, 15‑19)‑, en el texto actual viene a ser una especie de díptico con parecida signi­ficación: Pedro trae todos los peces que los discípulos han pescado en nombre del resucitado y recibe el encargo de apacentar las ove­jas del Señor.

Los discípulos ‑siete‑ han acompañado a Pedro a pescar, pero no han obtenido nada. Jesús les indica el sitio dónde echar las redes, y éstas se colman de peces que, contados, dan el número de 153. Pedro es el que se echa al agua en busca de Jesús y el en­cargado de traer los peces a tierra. Nos movemos en el terreno del símbolo.

A Pedro, le siguen los discípulos de Jesús, pero no pueden pescar sin la ayuda eficaz de Jesús. Con ella, las redes se llenan con el número exacto de las distintas especies de peces catalogadas en la antigüedad: 153 (Así testimonia Jerónimo en su comentario a Ez 47, 12). Estos pescadores que, en la tradición cris­tiana, se habían convertido por orden del maestro en “pescadores de hombres” (Mc 1, 17) tienen que abarcar en su ministerio de enviados a todo género de hombres. Los discípulos que pescan junto con Pedro tienen el ancho mar del mundo para practicar la palabra de Jesús.

El cristianismo debe de expandirse por todo el mundo. Y son Pedro y los suyos, la primitiva comunidad cristiana, los encarga­dos de ejecutar las órdenes del resucitado, el que, del contexto de todo el evangelio, está con el Padre. Su quehacer ‑siguiendo la línea maestra del IV evangelio, dentro del cual tiene valor el pre­sente pasaje‑ se centra en los tres preceptos dados (13, 1 ‑ 14, 14). Con esta narración, se concretiza el dónde ejecutar el anuncio de la salvación proveniente del revelador: en el mundo entero. Ya no se trata de comunidades “sedentarias”, que se sucedan en el decurso del tiempo; el envío de Jesús tiene la urgencia de toda la historia de los hombres.

En paralelo con la enseñanza de la universalidad del cristianis­mo, está la de la confesión de Pedro. Por tres‑ veces, el discípulo tiene que repetir, a instancia de Jesús, “sí, Señor, tú sabes que te amo”. Y también tres veces repite Jesús una fórmula parecida: “Apacienta mis ovejas”. En unión con ello, Jesús profetiza sobre el futuro de Pedro y le insta al seguimiento.

Pedro recibe de Jesús la orden de cuidar de su rebaño. Termi­nología inequívoca de la comunidad cristiana. Pedro tiene que efec­tuar un papel en la comunidad, sin olvidar que cada uno de los individuos son pertenencia de Jesús, que es el exclusivo pastor y puerta del ovil (10, 1‑18). Pedro no es el sustituto de Jesús, por­que éste sigue presente en cada individuo de la comunidad.

La triple repetición de la pregunta y la respuesta no parece tener conexión con la triple negación de Pedro; más bien da la impresión de una confesión cúltica de fe. La teología católica ha visto en las fórmulas de respuesta a Jesús, como también en Mt 16, 18 s., la ‑institución del primado pontificio.

La labor de Pedro va a terminar, como la del maestro, en dar su vida (21, 19), pero su muerte no va a ser como la de Jesús, ca­pacitadora de entrada al orden divino, sino continuación de la glo­ria de Dios. Es la misma manifestación divina la que arrastrará a Jesús y a Pedro, pero es la muerte de Jesús la que hace válida la de Pedro.

Pedro tiene que seguir hasta la muerte al Jesús que ha muerto. Su figura queda en el pasado como el que llevó las riendas de la comunidad primitiva. La salvación traída por el revelador tuvo una consistencia histórica. La palabra del revelador sigue teniendo vigencia. De todo ello, testimonia un discípulo que todavía vive y que fue el que recibió la predilección de Jesús.