LA ESENCIA DEL JUDAISMO

Leo Baeck

Título del original inglés: THE ESSENCE OF JUDAISM

Publicado por SCHOCKEN BOOKS INC. Nueva York

Versión castellana Nosuí ROSEMBLAT

PRÓLOGO, Supervisión bíblica: MARCOS EDERY

la edición, 1964: Impreso en la República Argentina

EDITORIAL PAIDÓS

 

PRÓLOGO

EL NUEVE de noviembre de 1953, al cumplirse el décimo quinto aniversario de los tumultos antijudíos en Alemania, Leo Baeck escribió: "¿Qué fue lo que no se destruyó entonces? No sólo se demolieron las sinagogas; con ellas se derrumbaron los pilares y sostenes de un vínculo humano en el que habíamos confiado. Una cosa, pensamos, todavía nos uniría a todos: la reverencia por ese lugar al que los hombres llegan para hacerse uno con el Eterno, para elevarse por encima de lo estrecho y duro de su vida diaria, donde lo invisible se les hace conocido y el silencio infinito los envuelve. Durante esa noche, lo comprendiera o no la gente en ese momento, también se puso la mano sobre las Iglesias. Sí, sobre las Iglesias también, porque la Sinagoga es histórica y espiritualmente la madre de la Iglesia. En ambas es una y la misma convicción la que busca revelarse, aun cuando el método y el camino puedan ser diferentes. Las casas judías y cristianas de adoración comparten en última instancia un destino indivisible. Lo que se inflige a la una hiere a la otra. En muchos días posteriores ello se hizo claro en Alemania, y sólo quien voluntariamente se vendó los ojos dejó de verlo, ya fuera entonces o después... La palabra última, la palabra decisiva, es la palabra de esperanza -esperanza verdadera, auténtica, duradera- y el judío podría decir: una palabra de esperanza judía. Esta esperanza habla desde el mandamiento eterno, desde el eterno `Tú Deberás' de la palabra de Dios, que transmite a la vez una orden, consolación y confianza. Pues tal es la esperanza eterna en la historia de la humanidad: el hombre, individualmente y como pueblo, puede y debe comenzar de nuevo en cualquier momento. La capacidad de volverse hacia Dios es dada a cada uno de nosotros y el camino del Eterno está abierto a todos. De la destrucción surge la exhortación, que es también esperanza: `Preparad el camino del Señor' (Isaías, 40:3). Y a través de la oscuridad una luz irrumpe".

El dos de noviembre de 1956, a los ochenta y tres años, Rabí Leo Baeck murió en Londres. Con él se extinguió una de las luces más brillantes de la mente y el espíritu humanos que luchó para iluminar el oscurecimiento y la destrucción del judaísmo alemán durante la todavía increíble tragedia de la era de Hitler.

 

 

Hijo de un rabino docto y distinguido, Leo Baeck nació en Lissa, Posen, el 23 de mayo de 1873. Estudió en Breslau, y recibió su grado doctoral en la Universidad de Berlín y su ordenación rabínica en el Lehranstalt fiir die Wissenscha f t des

Judentums. En 1905, mientras era rabino en Oppeln, Silesia, publicó un libro que llevaba el título La esencia del judaísmo (Das Wesen des Judentums), que fue totalmente vuelto a escribir y duplicado su tamaño original para la segunda edición de 1922. El libro ya había alcanzado en 1932 su sexta edición alemana, y en 1936 se publicó la primera edición en inglés, vuelta a publicar en versión revisada en Nueva York en 1948. Esta que presentamos ahora es la primera edición en español.

Mientras se desempeñaba como rabino en Berlín, comenzó la primera guerra mundial, y Baeck sirvió como capellán del ejército en los frentes oriental y occidental. Al finalizar la guerra volvió a su púlpito de Berlín y empezó una carrera docente en el Lehranstalt. Combinaba magníficamente las funciones del erudito, del guía espiritual y del ciudadano responsable de la comunidad. Sería imposible enumerar todas las organizaciones en las que fue activo, pero mencionaremos las rnás importantes. Durante muchos años se desempeñó como presidente del Allgemeiner Deutscher Rabbinerverband, que era la asociación de los rabinos tanto liberales como ortodoxos. En 1924 asumió la presidencia de la Bnai Brith alemana, alcanzando gran éxitoen el área de actividades educativas, Fue miembro activo del Comité Ejecutivo del Centralverein deutscher Stadtsbürger jüdischen Glaubens, habló muy a menudo en el Reichsbund jüdischer Frontsoldaten, y fue miembro del Keren Haiesod.

Al llegar Hitler al poder en 1933, Leo Baeck era el jefe lógico y por cierto más capaz para encabezar el Comité de organizaciones alemanas judías en su representación ante el gobierno; llegó así a presidente del Reichsvertretung der Juden in Deutschland. La aceptación de ese cargo indica obviamente su decisión de permanecer en Alemania y compartir el destino de la comunidad judía. Rechazó muchas posibilidades de escapar, y en 1942 fue finalmente internado en el campo de concentración de Theresienstadt, donde milagrosamente permaneció vivo hasta la terminación de la guerra, cuando fue llevado a Londres, donde vivía su hija. (Su mujer había muerto en Alemania en 1937, después de 38 años de casados.) Allí continuó estudiando, escribiendo, enseñando y viajando a pesar de su edad y de su horrible experiencia de guerra. Fue entonces cuando se le designó primer presidente de la World Union of Progressive Judaisrn. En 1947-48 fue invitado por la Union of American Hebrew Congregations para dar conferencias en los Estados Unidos de Norteamérica. En la primavera de 1948, el doctor Nelson Glueck, presidente del Hebrew Union College, invitó al doctor Baeck como profesor visitante. Los veranos los pasó en Londres y los inviernos en Cincinnatti, hasta 1952, época en que su salud ya no le permitió volver a los Estados Unidos. Los escritos de Leo Baeck, recopilados por Theodore Weiner y publicados en Cincinnati, en 1954, comprenden más de cuatrocientos títulos.

En 1900, Adolf Harnack, el jefe de la escuela histórica del protestantismo alemán, publicó una serie de lecciones que había dado a 600 estudiosos de la Universidad de Berlín. De este libro, cuyo título era Das Wesen des Christentums, se habían vendido hasta 1905 más de 60.000 ejemplares y era uno de los libros de los que más se hablaba entre la Intelligentsia alemana. Por el año 1927 el volumen había alcanzado catorce ediciones y había sido traducido al mismo número de idiomas. Das Wesen des Judentums de Leo Baeck es claramente una respuesta al libro de Harnack. Los límites de este breve prólogo no nos permiten entrar en un análisis comparativo de las dos obras, no obstante lo tentadora que podría ser la tarea. Baste con decir que Baeck no estaba contento con su tarea de colocar al judaísmo en pie de igualdad con el cristianismo, lo que ya hubiera sido suficientemente atrevido. En sus últimos ensayos indica por qué creía en la superioridad del primero. Su obra es única por su franqueza y la erudición con que la justifica. No es la obra de un liberal estereotipado, que predica sobre la herencia judeo-cristiana. Es la obra de un hombre que ha alcanzado una comprensión más honda de lo que el liberalismo debe suscitar: un estudio y estimación serios de la naturaleza esencial de una fe o credo, y del respeto o censura consiguientes que uno cree que merecen. Más que cualquier otra época en la historia, nuestra época resuena con la frase "la herencia judeocristiana". Nuestros libros están llenos de ella, nuestros profesores la enseñan, nuestros políticos la mencionan, nuestros ministros la predican, y con demasiado poca frecuencia la gente hace una pausa para meditar sobre ella.

La esencia del judaísmo es la obra de un gran estudioso tan familiarizado con el mundo del Talmud como con la filosofía y literatura occidentales. En una época en que ciertos grupos de odio predican la desconfianza y el prejuicio, la obra clásica de un hombre cuya vida es un testimonio de la imposibilidad de un mundo basado sobre el exterminio de las minorías, aparece para traer claridad a esa tradición formidable que dio nacimiento a los elevados credos religiosos del mundo occidental.

Como escribió un eminente filósofo norteamericano: "(Baeck) no necesita del panegírico. Sólo necesita ser leído".

MARSHALL T. MEYER

I

EL CARÁCTER DEL JUDAÍSMO

UNIDAD Y DESARROLLO

DURANTE los miles de años de su historia el judaísmo aprendió y experimentó mucho. El anhelo imperativo de pensar siempre más, de luchar con las ideas, ha persistido en el pueblo judío a través de los siglos. Sea por elección o por compulsión, los judíos han tomado muchos y muy diversos caminos en este mundo, y sus experiencias han llegado a formar parte de la experiencia total del judaísmo. A través de su pueblo disperso por toda la tierra, el judaísmo recibió el impacto de las experiencias espirituales de la civilización humana.

En su errar por el mundo, el judaísmo también sufrió cambios; su destino mismo ha sido moldeado por las fluctuaciones de su historia. Una rica variedad de fenómenos están incluidos en esa historia, no todos de igual valor o alcance, pues la vida, incapaz de mantener un nivel constante, tiene altos y bajos. Lo más característico de un pueblo encuentra su mejor expresión en los niveles más altos de su historia, siempre y cuando esos niveles se alcancen una y otra vez. En este movimiento ondulante de una cumbre histórica a otra, se manifiesta la esencia de la conciencia de un pueblo, lo que se logra y se preserva. El judaísmo posee esa constancia, esa esencia, a pesar de las cambiantes fases de su larga historia. Debido a la persistencia de esa esencia, todas las fases tienen algo en común. La conciencia de poseer un mundo propio, un parentesco espiritual unificador, siempre se mantuvo viva en los judíos: Todos viven en un mismo hogar religioso.

Esta unidad tenía ya un sólido fundamento histórico en el pueblo del que surgió el judaísmo y en el que sigue teniendo profundas raíces. El judío comprendió que no pertenecía tan sólo a su época, sino que su vida derivaba de los hombres que, en el lejano pasado, habían dado su fe a luz. Pues los padres de su raza también lo fueron de su religión. Tenía conciencia de que pronunciaba palabras que hablaban del Dios de sus antepasados, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, como si su voz fuera la de un niño al que se ha legado una herencia. Simultáneamente, cuando pensaba en el futuro, sentía que los días por venir vivirían a través de él, que por su propia existencia y su futuro señalaban la existencia del antiguo Dios sobre la tierra.

Éstas eran, pues, las voces que emanaban de cada judío. Pero el mundo circundante hablaba un lenguaje muy distinto. Los descendientes de aquellos antepasados no tardaron en dispersarse, destino que trajo aparejado no sólo separación, sino también a veces una verdadera disolución. Además, la comunidad judía carecía de aquellos medios a los que otros pueblos recurrían para mantener sus vínculos. No se esforzaba por apartarse de los pueblos e ideas circundantes mediante el rechazo de las culturas extranjeras, ni establecía en torno de su propia cultura limitaciones tan rígidas y restrictivas que le permitieran vivir segura y tranquila. Si el judaísmo logró conservar su unidad, ello no se debió a una soledad que renunciaba al mundo ni a muros autoimpuestos de dogmatismo y clericalismo.

Es cierto que hubo épocas, especialmente las que están al alcance de nuestra memoria, en que la comunidad judía pareció completamente encerrada entre sus muros. Pero esta reclusión fue sólo de índole espacial; constituyó, además, una barrera compulsoria que el judaísmo nunca aceptó. Sólo en períodos muy raros el mundo judío -y aun en esos casos sólo sectores de él- existió en un ghetto espiritual. Los habitantes del ghetto examinaban con curiosidad y avidez los movimientos intelectuales que agitaban a sus contemporáneos. Baste señalar la influencia de los pensadores y los investigadores científicos judíos sobre el pensamiento de la Edad Media, y la forma en que este pensamiento influyó, a su vez, sobre aquéllos.

Existía otro factor que impedía a los judíos vivir en un ghetto espiritual: en ninguna otra religión se atribuye tantovalor al sabio poseedor de fe. Entre los innumerables individuos que permanecieron fieles al judaísmo en el martirologio de la vida y en el de la muerte, probablemente hubo pocos tan absortos en su propia tradición como para desconocer por completo las ideas que se desarrollaban fuera de ella.

Casi no podría haber sido de otra manera. La realidad que rodeaba a los judíos parecía hablar con pruebas convincentes y lógicas, establecidas por hechos concretos y subrayadas por cada nueva persecución y opresión, de conclusiones que parecían contrarias a la posición del judaísmo. La contradicción entre lo que prometían las antiguas profecías y lo que cada generación experimentaba realmente, produjo una tensión demasiado aguda como para que el judío simplemente se retrajera en sí mismo. El oprimido, el débil, siempre podrá creer en sí mismo y, de hecho, debe creer en sí mismo para no perecer. Pero, mientras viva en el mundo, no puede rodearse tan sólo con el círculo estrecho de sus propias concepciones, saber y considerar sólo lo que a él concierne. Ese es el privilegio exclusivo de los pocos afortunados que mantienen la autoridad heredada.

Los judíos han sido siempre una minoría. Pero una minoría está obligada a pensar: tal es la bendición de su destino. Debe persistir siempre en una lucha mental por esa conciencia de la verdad que el éxito y el poder consoladoramente aseguran a los poderosos y a las multitudes que los apoyan. La convicción de los muchos se basa en el peso de la posesión; la convicción de los pocos se expresa a través de la energía de un constante buscar y encontrar. Esta actividad interior se torna fundamental para el judaísmo; la serenidad de un mundo aceptado y completo estaba más allá de su alcance. No le era posible creer en sí mismo como algo dado, sino que seguía siendo el requisito siempre renovado del que dependía su existencia misma. Y cuanto más limitada era su vida exterior, más insistentemente resultaba necesario buscar y ganar esta convicción interior del deber de su vida.

 

Sea que se desarrollara siguiendo las líneas circunstanciales de los tiempos antiguos o la base sistemática de la Edad Media, la doctrina religiosa judía fue, sobre todo, el producto de esta lucha por la autoperpetuación. No constituía, por lo tanto, ni una filosofía escolástica, que proporcionaba pruebas rutinarias para interrogantes rutinarios, ni una de esas filosofías transitorias que sólo sirven para justificar los poderes existentes. Puesto que se había fraguado en la lucha continua por la existencia espiritual, vivía como una filosofía de la religión. A través de ella se expresaban la existencia ideal de toda la comunidad y los deseos de todos aquellos que conscientemente anhelaban pertenecer a la comunidad y ser educados en ella. A través de esa filosofía se desarrollaron la meditación y la especulación sin fin de la vida judía. La comunidad judía no se expresó en casi ninguna otra forma tan característicamente como en esta suerte de filosofar, que dio al judío su carácter singular, el perfil revelador de su personalidad espiritual.

En el curso de ese filosofar, diversas ideas alcanzaron predominio, según las influencias de tiempo y lugar. Por firmemente establecidos que estuvieran los principios fundamentales de la religión, hubo cambios significativos en el énfasis dado a uno u otro de sus valores constitutivos. Y así, el pensamiento judío pareció caracterizarse por una cierta vacilación. El precio que el judaísmo pagó por la posesión de una filosofía fue el sacrificio de la certidumbre, de una fórmula de credo.

Si consideramos la palabra "dogma" en su sentido restringido, sin duda cabría afirmar que el judaísmo no tiene dogmas y, por lo tanto, carece de ortodoxia, tal como suele entenderse la ortodoxia religiosa. Desde luego, en toda religión positiva las frases clásicas pasan de una generación a otra, y cada una de éstas considera esas frases como los recipientes antiguos y sagrados de la verdad religiosa. Dondequiera exista un tesoro

de fe, un depositum f idei, se expresa en palabras sagradas en

las que vibra la revelación y la tradición. Pero ello no constituye un dogma en el sentido preciso del término. Existe un dogma sólo cuando se ha cristalizado una fórmula definida de concepciones, y cuando la autoridad establecida la declara obligatoria y hace que la salvación dependa de ella.

Ninguno de estos motivos existe en el judaísmo. En él no hubo necesidad de una fórmula constante, inviolable; éstasólo es necesaria en aquellas religiones cuyo núcleo consiste en un acto consagratorio de fe, el único acto que puede abrir las puertas de la salvación, y que, por lo tanto, requiere una imagen conceptual definida que se trasmite de generación en generación. Tales actos de salvación y tales dones de gracia son extraños al judaísmo, el cual no pretende ser capaz de traer el cielo a la tierra. Siempre mantuvo cierta sobriedad y severidad, y exigió más de lo que daba. Por ello adoptó tantos mandamientos, y rechazó sacramentos y misterios; si manifestó alguna tendencia en esta última dirección, fue superada en una etapa temprana.

Tampoco el anhelo de un conocimiento completo dio lugar a que se intentara definir de una vez y para siempre toda la esfera de la creencia. Tales intentos sólo resultan necesarios en aquellas religiones en que la iluminación y la salvación divinas se consideran equivalentes, y en las que sólo el conocimiento completo -gnosis- conduce a la salvación. En tales religiones cada falta o cada error obstaculiza el camino; el más leve movimiento en falso puede ser fatal. Cuando la fe verdadera se considera como un don de la gracia, del cual depende todo, entonces sin duda se necesita una definición precisa y una finalidad última. Pero, en el judaísmo, los artículos de fe nunca adquirieron esa significación, jamás fueron una condición para la salvación, que implicaba elegir entre todo y nada.

 

En el cristianismo el sentido del misterio se vuelve visible y tangible a través del sacramento. En el judaísmo la idea del misterio encierra una significación distinta: permanece en la esfera de lo ideal, y significa lo incognoscible que pertenece a Dios y no al hombre, lo incognoscible, a lo que el hombre sólo puede acercarse a través de sus sentimientos. Velado en una oscura lejanía que ninguna mirada mortal puede penetrar, el ser de Dios sólo puede ser captado por el hombre a través de la conducta piadosa y la meditación silenciosa. Los mandamientos describen la función del hombre: hacer el bien, tal es el comienzo de la sabiduría. El deber del hombre para con sus semejantes está antes que su conocimiento de Dios, y este conocimiento es un proceso de búsqueda e investigación más que un acto de posesión. En la visión judía, Dios impone ciertas exigencias al hombre, pero esas exigencias tienen que ver con la vida en la que ha colocado al hombre. Los principios de la Torá son, por lo tanto, como señala el Talmud, los principios de una conducta piadosa. Ellos están encarnados en formas religiosas definidas. Por otro lado, la doctrina religiosa sigue siendo en muchos aspectos libre, sin conclusiones finales y obligatorias.

El alto valor que el judaísmo otorga al acto bueno y piadoso es uno de los frenos más poderosos contra el dogmatismo. Una determinación conceptual y precisa del credo surge en la Iglesia, para la que el credo es un conocimiento que, por otro lado, se presenta al pueblo como tal. Muchos autores del dogma de la Iglesia fueron hombres que llegaron a la religión a través de la filosofía, y luego redescubrieron la filosofía en la religión. La verdad que habían encontrado en la filosofía debía presentarse a la multitud en forma acabada como un credo religioso, como la verdad para aquellos a quienes Orígenes llamó "pobres de espíritu", visión del credo religioso de la Iglesia que también compartió Hegel. La religión de los sabios y la religión de los ignorantes debían de tal modo unificarse en el dogma. Pero en el judaísmo esa unidad se lograba mediante la insistencia en principios de conducta, una exigencia planteada a todos e idéntica para todos; a través de ella se crearía "un reino de sacerdotes y una nación santa". (Éxodo, 19:6.) Ante tales actitudes, poca oportunidad había en el judaísmo para lo dogmático.

Por otra parte, la comunidad religiosa judía carece de una cabeza con autoridad suficiente para crear dogmas, en especial desde la desaparición de los poderes investidos primero en el Sanhedrín y luego, en menor medida, en los llamados "Gueonim". Sólo una autoridad eclesiástica está autorizada a establecer fórmulas obligatorias del credo, a hablar en nombre de la comunidad, a exigir obediencia, y a imponerla a quienes se muestran reacios a obedecer. Quien tenga poder puede decidir qué será considerado oficialmente como verdad. Esta manera de crear dogmas fue establecida en los primeros siglos de la

Iglesia, cuando la secta dominante podía forzar la aceptación de un dogma por decreto o por la espada, y más tarde, después de la Reforma, cuando el señor feudal era también señor de su religión. La autoridad eclesiástica, se trate de un papa, un obispo, un consejo o un cuerpo eclesiástico secular, tiene el poder de decidir. Para el judaísmo tales autoridades jamás existieron. Si bien existió una tradición asegurada en la sucesión de maestros, nunca hubo ninguna jerarquía eclesiástica o secular. Cuando apareció ocasionalmente una autoridad establecida, que no tardaba en desaparecer, jamás tuvo el poder necesario para decidir en cuestiones de fe. De modo que aunque se hubiera sentido la necesidad de dogmas, no había cuerpos que contaran con la autoridad necesaria para establecerlos. Los criterios decisivos para el judaísmo fueron la voluntad de pertenecer y la convicción de adhesión.

De tiempo en tiempo hubo intentos de codificar fórmulas rígidas. En un pasaje importante del Talmud una oración declara que quienes niegan ciertas doctrinas no tienen posibilidades de vida eterna; pero resulta significativo que esté limitada a lo negativo. Durante la Edad Media maestros caraítas sometidos a influencia islámica lograron establecer artículos de fe. Parece probable que esa misma influencia haya determinado el intento de algunos otros pensadores religiosos de la misma época, incluyendo a uno que gozó de considerable y duradera estima, de encerrar toda la doctrina judía en un determinado número de artículos. Con todo, tales artículos no se convirtieron en dogmas. La forma dominante del judaísmo siguió siendo siempre la de una filosofía religiosa de interrogación, una filosofía cuyo producto era un método antes que un sistema. Los principios encerraron siempre mayor importancia que los resultados. Siempre hubo tolerancia e incluso indiferencia para con los modos de expresión; lo central era la idea. El judaísmo, y también el judío, conservaron un aire no ortodoxo; no deseaban ni podían descansar en la fácil comodidad del dogma.

Muchos sentían que algo faltaba, precisamente a causa de la ausencia de dogma. Se expresó la opinión de que el judaísmo, al carecer de un credo claramente expresado, era cualquier cosa menos una religión, criterio que incluso dentro de la comunidad judía tuvo frecuentes ecos, sobre todo en períodos de transición: los hombres echaban de menos las frases precisamente formuladas de un credo al que pudieran aferrarse. Sin dogma, la fe parecía carecer de esa forma definitiva y protectora mediante la cual podía perpetuarse. Sin duda hay algo de verdad en esta opinión, pero la falta de la muleta de un dogma está en la naturaleza misma del judaísmo, y es un resultado esencial de su desarrollo histórico. La filosofía religiosa judía tuvo como fin la renovación constante del contenido de la religión, como medio óptimo para preservarla y protegerla de la mortal rigidez de las fórmulas. Era una religión que constantemente imponía a sus feligreses nuevos esfuerzos del pensamiento.

 

Desde las primeras épocas se exigió a la religión israelita que luchara por la existencia espiritual, y esa lucha desarrolló la capacidad del judaísmo para renovar su propia vida especial. Su esfera de fe se oponía a la de todos los otros credos, y pudo sobrevivir sólo mediante una creencia muy firme y constantemente renovada en sí misma. Cualquier clase de transacción hubiera significado la aniquilación espiritual. El mandamiento afirmativo se convirtió en la voluntad personal. De esta imperiosa necesidad de lucha espiritual surgió la decisión de no acceder jamás a las ideas del poder de la época. La valentía de permanecer fiel a sí mismo se convirtió en la norma existencial del judaísmo y dio a su religión una peculiar vida propia.

En los primeros siglos de su historia Israel ya debió enfrentar esta tarea: era necesario renunciar al pasado. "Quitad los dioses a quienes sirvieron vuestros padres allende el río y en Egipto, y servid al Señor" (Josué, 24:14). Y así como del pasado, también debían liberarse del presente. Una invencible civilización los rodeaba con su poderío y sus atracciones; era imperativo contrarrestar ese poder incluso mientras se vivía dentro de sus fronteras. El pueblo de Israel no surgió a la vida en un sólo día, ni tampoco habitó una isla remota, lejos de todos los otros pueblos, pues al respirar el aire de los países en que vivían los judíos también participaban en su historia,

Así, una variedad de influencias extrañas atravesó los portales del judaísmo.

La capacidad del genio judío para absorber elementos variados de las civilizaciones con las que tiene contacto revela su poder creador, pues ha demostrado ser capaz de asimilarlos por completo. Sólo rara vez se perdió en las influencias foráneas, pero incluso entonces triunfó eventualmente su naturaleza libre y peculiar. Las influencias fueron asimiladas en la tradición judía e investidas de un carácter singular. Así, en épocas tempranas, se tomaron ciertos términos extranjeros, pero pronto se le dio una connotación completamente nueva. Dos personas que dicen lo mismo no expresan necesariamente la misma idea. Por ejemplo, la palabra que usa la Biblia para designar a un profeta descubre su origen extranjero, ¡pero cuánto agregó Israel a esa palabra! ¡Con qué tono personal, con qué profundidad de pensamiento se ha cargado ese nombre! El valor que adquirió la palabra es una contribución exclusivamente israelita. A los fines de la etimología religiosa o de un rastreo del curso de la civilización humana, el origen de ésta o de alguna otra palabra apasionadamente discutida puede ser importante, pero no lo es para el significado de la religión judía.

Ocasionalmente, una concepción extranjera se deslizaba junto con una palabra foránea, pero, a la larga, se la rechazaba Si se le permitía entrar, se la superaba tarde o temprano, y sólo cuando se la remoldeaba en términos específicamente judíos encontraba un lugar permanente en el pensamiento judaico. Lo que era inferior se dejaba de lado o se transformaba en algo inocuo; sólo lo que podía tornarse genuinamente judío llegaba a formar parte de la herencia permanente. Por mucho que la religión judía haya estado en contacto con influencias extrañas, nunca modificó su carácter esencial ni se abandonó a ellas. No existe mejor prueba de esta afirmación que el hecho de que el judaísmo haya conservado su monoteísmo austero y puro.

Cuando comparamos esta conservación de la individualidad con la historia de otras religiones, logramos una verdadera perspectiva del logro de la religión judía. Religiones que fueron llevadas a nuevas tierras se encontraron con un conjunto de costumbres, hábitos e ideas con los que a menudo se fusionaron, pero sin haber llegado a una clara comprensión de la relación existente entre ellos. Tales religiones se sometieron a las tradiciones que encontraron o hicieron adaptaciones superficiales que nada tenían que ver con su esencia. Les fue fácil obtener victorias al precio de su propia individualidad. El hecho de que el budismo, por ejemplo, deba admitir todo a sus fieles y garantizar una existencia tranquila incluso a las formas más bajas de la religión, está implícito en su misma naturaleza, y ha sido causa de su expansión. Los más grandes expertos en historia islámica concuerdan en que el islamismo es una capa bajo la cual pueden encontrar un cálido refugio ideas y actividades paganas. De manera similar, se ha dicho que la iglesia griega lleva el manto de la vieja religión griega entretejido con hebras del cristianismo. Se podrían proporcionar muchos otros ejemplos. El éxito masivo de una religión siempre ha traído como resultado una pérdida de su carácter distintivo: las rápidas victorias exteriores implican un empobrecimiento interno.

Sin embargo, la religión judía estableció un límite más allá del cual resultaba imposible admitir influencias foráneas. Para defender esta barrera a menudo hubo que recurrir a una larga lucha, que el éxito no siempre coronó de inmediato. Pero las batallas decisivas por la conservación de un carácter distintivo siempre terminaron en victorias. Sobre todo en las épocas de mayor tentación y peligro, el carácter único del judaísmo fue conservado con mayor firmeza. Precisamente cuando debió asociarse con civilizaciones antiguas y nuevas, cuyas influencias disolventes habían superado la resistencia de otras religiones, el judaísmo permaneció más fiel a sí mismo. Este conflicto con influencias externas, que se expresó también como un conflicto dentro del judaísmo, constituyó un desafío libremente aceptado; no surgió sólo de las circunstancias, y no fue un mero proceso natural. Antes bien, fue creado y marcado por el sello espiritual de aquellas personalidades históricas -profetas, reformadores, pensadores religiosos- que señalaron el camino para el judaísmo.

Estas observaciones son suficientes para mostrar la naturaleza de la independencia de Israel. Su originalidad no consiste en una innovación de elementos espirituales, ni en una completa falta de conexión con todo pasado. Su originalidad única radica en su poder de luchar por esa individualidad de espíritu mediante la cual da vida al material dado. La independencia se manifiesta no tanto en la germinación de una idea como en el poder para tomar una idea ya existente y tornarla productiva. Esto es lo que creía Goethe, quien a veces experimentaba dudas incluso sobre su propia independencia. "El mejor signo de originalidad", afirmó, "consiste en la propia capacidad para desarrollar una idea recibida en una forma tan fructífera que ningún otro hubiera descubierto cuánto había oculto en ella". Esta originalidad para modelar y dar forma, dejando de lado por el momento los descubrimientos religiosos de los profetas, es un factor de importancia para establecer la independencia de Israel.

Nuestra vida se cumple por aquello en que nos convertimos, no por lo que fuimos en el momento de nacer. Las dotes y la herencia significan mucho... y también nada; lo esencial es lo que hacemos de ellas. No son las ideas las que hacen al hombre, sino el hombre el que hace algo con sus ideas. Esto es válido tanto para una nación como para un individuo. En ambos la personalidad que han desarrollado en la adultez es decisiva.

El carácter único de la personalidad judía se ha ignorado con demasiada ligereza. Cada vez que se descubrieron vinculaciones entre la Biblia y documentos religiosos de otros pueblos antiguos, hubo una tendencia a negar a la religión judía su pretensión de originalidad. Siempre se consideró ese tipo de descubrimientos como auténticas pruebas de la deuda que el judaísmo tiene para con otras religiones. El creer que una gran tradición ha tenido su génesis en alguna lejanía vaga y misteriosa constituye una tendencia humana que sólo el transcurso del tiempo puede remediar. Cuán a menudo en nuestra época, por ejemplo, el carácter específico de la cultura griega ha sido atribuido a vestigios de antiguas culturas recientemente descubiertas, y, por ende, vinculado con algún origen foráneo. Lo mismo ocurre con la Biblia. Tratar de privar a la Biblia de la originalidad que antes se le reconoció parecía demostrar particularmente la propia posición desprejuiciada y crítica. Este mismo método de análisis puede observarse en otros ejemplos. En el siglo xvir, cuando surgieron nuevas filosofías, se convirtió en una ocupación predilecta comparar a cada uno de los grandes pensadores con sus supuestos antecesores, a fin de desvalorizarlo. Gracias a una sólida instrucción, era posible encontrar a los "cartesianos anteriores a Descartes", a los "spinozianos anteriores a Spinoza", y pensar, por consiguiente, que se negaba así el genio de los maestros. Debido a la avidez por encontrar la similitud trivial se pasaba por alto la diferencia esencial. Así también se han descubierto una y otra vez los israelitas "Feisraelitas", sea en Egipto o en Siria, en Arabia o en Babilonia. Y el mundo todavía no está del todo agotado; la más reciente exploración no es necesariamente la última.

 

Las formas primitivas y rudimentarias encierran valor para comprender el origen, para la historia embriológica de la religión. Pero a los fines de juzgar y conocer la esencia de un fenómeno histórico, sólo deben considerarse las formas característicamente clásicas; sólo siguiendo su línea de desarrollo resulta posible determinar cuál es la verdadera naturaleza de una religión. El aspecto mismo que, en su origen, pareció constituir una excepción, a menudo emerge como el elemento esencial de su madurez. Lo que es característicamente único en una religión sólo sale a luz en el curso de siglos. Es un lugar común que "el niño es padre del hombre", pero hasta que no conozcamos la naturaleza de su adultez no podemos descubrir las peculiaridades distintivas de su infancia. Del mismo modo, el significado verdadero de la religión judía ha de encontrarse en las cumbres que alcanzó y mantuvo, y no en los rudimentos de los que surgió.

En el judaísmo cada pensamiento es parte de un todo; cada detalle individual adquiere su carácter fundamental en la religión clásicamente desarrollada, y no en su embrión. Resulta imposible identificar realmente una ley moral de la Biblia con su supuesto equivalente en una inscripción cuneiforme encontrada en algún rollo. Para citar una comparación, podemos encontrar un hermoso detalle eh un cuadro que es producto deribus antiguas, pero no podemos identificarlo legítimamente con una estatua de Fidias o una pintura de Apeles. Mientras que. los detractores de Israel no puedan mostrar una Biblia, una serie de profetas, o una historia religiosa comparable o igual a la de Israel, su pretensión de una significación religiosa única, la posesión de la Revelación, no puede negarse.

La concepción de desarrollo, y en particular de desarrollo condicionado por personalidades, resulta esencial para comprender el crecimiento de la religión judía, pues todo en la Biblia señala el camino que la religión judía debió recorrer, desde Abraham a Moisés y Jeremías, desde Jeremías al Libro de Job. La permanente continuidad de sus distintas épocas da a la historia judía su carácter homogéneo. El judaísmo sólo puede comprenderse realmente en su totalidad. Incluso en los dos credos religiosos que, hasta cierto punto, derivaron del judaís mo, este principio también resulta válido. El cristianismo ha sido especialmente elogiado por ser la "más cambiante" de las religiones. Pero uno de los precursores de la moderna ciencia de la religión comparada ha señalado con acierto que el cristianismo posee esta característica sólo a causa de su conexión con el judaísmo.

En todos los procesos evolutivos existen elementos estacionarios que aseguran el equilibrio en medio de los cambios, y fuerzas dinámicas que proporcionan el impulso para el cambio. Esta distinción puede equipararse con la que existe entre los factores autoritarios y de desarrollo en una religión. Los factores dinámicos a menudo se convierten, con el correr del tiempo, en un elemento conservador. Lo que al principio fue un atrevido interrogante se convierte después en una verdad obvia. La antítesis para una generación llega a ser la tesis para otra. Vemos aquí el movimiento regular de la evolución: el camino ,del progreso va de la paradoja al lugar común.

En la Biblia el judaísmo tiene su fundamento seguro e inconmovible, el elemento permanente en medio de fenómenos cambiantes. Cuando la vieja tradición israelita de los patriarcas llegó a su fin con Moisés, ya se había establecido un cierto fundamento histórico. Pero con la Biblia, el libro que une como testimonio de Dios las leyendas de los antepasados, las palabras

de los hombres de Dios y las prédicas de los profetas, este ci miento histórico se consolidó para todas las generaciones.

No sólo se conservó el contenido histórico y religioso de la Biblia, sino que ésta se convirtió en la autoridad establecida para las épocas cambiantes. La profecía y la enseñanza no fueron meros períodos transitorios de la historia antigua: la visión que los profetas se esforzaron por perpetuar siguió siendo el ideal del judaísmo. A menudo se afirma que la profecía israelita fue reemplazada por el llamado judaísmo legalista. Tales afirmaciones consideran que existe un contraste entre ambas épocas, pero, en realidad, ese contraste es sólo el que existe entre una época en que se lucha por una verdad y otra en que esa verdad se acepta. Los escribas no consideraban a los profetas como predecesores obsoletos, sino más bien como portadores de la verdad eterna. Hombres tan exaltados como para que sus palabras llegaran a convertirse en la Sagrada Escritura jamás pueden reemplazarse.

La Biblia es el elemento que encierra mayor autoridad en el judaísmo, pero no es el único. Tal como la había precedido la tradición, pronto la siguió la "Tradición Oral", que trata de penetrar en la esencia de la palabra bíblica escrita. La, tradición oral intenta aplicar las enseñanzas de la Biblia a todos los acontecimientos de la vida, propórcionar normas morales y religiosas para todas las actividades de la existencia y llevar a la práctica aquéllas en toda la comunidad judía. Esta tradición, finalmente` establecida en el Talmud, al principio debió luchar para lograr aceptación; más tarde se convirtió también en un factor conservador dentro de la vida religiosa judía. Resulta casi innecesario señalar que, en lo relativo a influencia religiosa, fuerza interior y eficacia, el Talmud ocupa el segundo lugar después de la Biblia. Pero el Talmud a menudo demostró ser un factor aún más conservador. Su papel consistía en levantar una barrera protectora en torno del judaísmo, y en tal sentido fue particularmente honrado y estimado durante los largos siglos de opresión. Los judíos se sentían protegidos por el Talmud, y así ellos, a su vez, lo protegieron, pues junto con las Escrituras, y sólo superado en importancia por éstas, el Talmud impidió que la religión de . Israel se desviara. La continuidad histórica y el equilibrio permanente del judaísmo fueron, en gran parte, el resultado del carácter canónico adquirido por la Biblia y la autoridad decisiva atribuida al Talmud.

Con todo, si la Biblia y el Talmud no hubieran encerrado fuerzas impulsoras y dinámicas que permitieron un desarrollo ulterior, se hubieran convertido en textos estáticos. El elemento dinámico de la Biblia radica en su significación para la fe judía. A los fieles ofrece la palabra de Dios que persiste por todos los siglos; cada época debe buscar en ella lo que es más pertinente y peculiar a sí misma. Cada generación escuchó en las palabras de la Biblia sus propios deseos, esperanzas y pensamientos; cada individuo encontró allí el anhelo de su corazón. La Biblia estaba tan cerca del corazón que era imposible considerarla desde el punto de vista histórico. En el judaísmo nunca se convirtió en un libro antiguo destinado a ser leído en épocas futuras; siguió siendo el libro de la vida, de cada nuevo día. La revelación divina está destinada a todos los hombres, y no sólo a aquellos que vivieron en la época en que se escribió; nos habla a todos nosotros sobre nosotros mismos. "¡Tú eres ese hombre!" (II Sam. 12:7) es el lema que la encabeza. Y con él figuran las frases: "También para ti Dios ha realizado estos milagros"; "También tú saliste de Egipto"; "También tú estás ante el Sinaí para recibir la palabra de revelación".

La Biblia pudo satisfacer los problemas nuevos de cada, nuevo día: las nuevas preocupaciones y exigencias, con todas sus consecuencias morales y religiosas. Para las preocupaciones, la Biblia ofrecía consuelo; para las exigencias, podía otorgar satisfacción. Y, lo que no es menos importante, cada día enseñaba nuevas verdades, para las cuales la Biblia resultaba también pertinente.

Tenía que llegar a comprender la idea predominante en cada época y debía compararse con todo pensamiento importante y, de ser posible, unirse a él. Con cada conquista del pensamiento humano, la Biblia asumió un significado distinto; pero, no obstante, las antiguas palabras demostraron su poder y riqueza de significación. Así, la Biblia misma avanzó con los tiempos, y cada época ganó su propia Biblia. ¡Qué características son las diferencias existentes entre lo que un Filón, un Akibá, un Maimónides, un Mendelssohn, han encontrado en la Biblia! Leyeron el mismo libro y, con todo, en muchos sentidos fue un libro distinto para cada uno. de ellos. Como señala a menudo el Talmud, cada época tiene sus propios intérpretes bíblicos. Esto encuentra adecuada expresión en la maravillosa leyenda en la que Moisés escucha a Rabí Akiba explicar la Torá y ni siquiera la reconoce como... su Torá.

En la tradición judía, la Biblia siempre fue recreada, pues es inherente a la naturaleza de toda idea verdadera luchar por una precisión cada vez mayor; contiene en sí misma el poder de generar una actividad mental permanente. Incompleta e ilimitada, toda idea creadora del espíritu humano vuelve a revelarse de continuo a los hombres, y de tal modo puede siempre atraer hacia sí nuevos pensamientos. Plantea a cada generación el problema de su significado; es imposible acercarse a la Biblia sín sentirla como una necesidad espiritual.

Cuando los hombres comprendieron que la enseñanza de Dios no era un legado que se acepta pasivamente, sino una herencia que se debe ganar, comenzaron a ver esta relación con la Biblia como una obligación religiosa. Se convirtió en un mandamiento supremo "estudiar", explorar las Escrituras. Explorar significa considerar la Biblia como un desafío antes que como un don. Es imposible reconciliar ese concepto fluido con la rigidez, la compulsión, la limitación y el carácter inmutable de la tradición. Por ende, la fe basada en la mera autoridad se tornó imposible. El deber de "explorar" requiere ulteriores reflexiones; cada fin se convierte en un nuevo comienzo, y cada solución en un nuevo problema. Como resultado, la doctrina tradicionalmente recibida no se aceptó como algo final, sino como una fuerza que se renueva constantemente en la conciencia de la comunidad. De ahí el deseo del judaísmo de comprender las antiguas palabras siempre de nuevo; de asumir otra actitud frente a ellas, incluso contradictoria, y, finalmente, el sentimiento de no haberlas agotado nunca y de continuar buscando en ellas su auténtico significado.

Esta búsqueda se vio favorecida en el judaísmo, sobre todo en épocas recientes, por el hecho de que el autor por lo general permanecía en el trasfondo de su trabajo y a menudo quedaba completamente fuera de él. Si el individuo ocupa el lugar central, se convierte naturalmente en una influencia dominadora ' y limitativa con respecto a sus propias palabras. Pero si se atribuye a la idea mayor importancia que a su autor, es posible examinarla con mayor libertad.

Aún de mayor importancia en este sentido es la forma de la Biblia, el modo mismo en que está escrita. La Sagrada Escritura es, en conjunto, desbastada, incompleta y asistemática; presenta tan sólo los "fragmentos de una gran confesión". Deja muchas cuestiones abiertas, está llena de interrogantes; lo meramente sugerido debe seguirse hasta el final, pasajes que parecen contradictorios deben reconciliarse, y lo incompleto debe completarse. La Sagrada Escritura es el elemento más estable del judaísmo y al mismo tiempo su forma más dinámica. Lo mismo puede decirse, en gran medida, de la Tradición Oral, que constituye un desarrollo de los presupuestos implícitos en la Biblia. La noción misma de una Tradición Oral implica, como se ha señalado con acierto, que nunca puede llevársela a una conclusión: es un interrogante permanente. Aunque se registrara por escrito, no sería posible imponerle límites definidos. La Tradición Oral ha constituido un importante estímulo para el desarrollo y la libertad de la tradición judaica.

Así, los miembros de la comunidad judía pudieron adoptar una actitud de independencia hacia todo lo legado por la tradición, incluyendo las palabras de la Biblia -una independencia cuyo alcance a menudo se ha subestimado. Por ejemplo, se ha dado escaso crédito a la forma en que la Tradición Oral compara los mandamientos bíblicos entre sí y determina sus valores relativos. A través de la Tradición Oral se intentó evaluar y establecer ideas que se encontraban primero en una parte de la Escritura y después en otras, en el precepto de amar a los semejantes, en la enseñanza de que el hombre está hecho a imagen de Dios, en la piadosa certeza de absoluta confianza en Dios y en la manifestación del conocimiento de Dios en la vida. Así, nuevos criterios fueron aplicados a la Biblia: los hombres 'comenzaron a examinarla y a juzgarla.

La famosa frase "Pero yo os digo", no es el producto de un período posterior, sino que se encuentra ya en los profetas y en los Salmos. Podemos oírla claramente en el requerimiento de que el hombre rasgue su corazón y no sus vestiduras (Joel, 2:13), en la afirmación de que el amor es más aceptable para Dios que el sacrificio (Os, 6:6), de que el sacrificio grato a Dios es un corazón contrito (Ps. 51:19), y de que Dios pondrá la ley en los sentimientos más profundos del hombre y la escribirá en su corazón (Jer. 31:32). Este libre sentimiento religioso también encontró expresión más tarde en el judaísmo; no es exclusivo del Evangelio. Se puede oír la misma nota vibrando una y otra vez en el Talmud, con sólo dar a las enseñanzas una formulación correspondiente: "Habéis oído que se dijo a los antiguos: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón". "Habéis oído que seiscientos trece mandamientos fueron dados a Moisés. Pero yo os digo: no busquéis en la Torá pues así dice el Señor de la Casa de Israel: buscadme a mí y viviréis." "Vuestros maestros enumeran los mandamientos que contiene la Torá, pero yo os digo: los actos de amor valen tanto como todos los mandamientos de la Ley." "Vosotros los píos buscáis el autosacrificio y tratáis de agravar vuestras cargas; ¿no estáis satisfechos con lo que prohibe la Torá, que también vosotros debéis prohibir?" "Se les dijo a los antiguos: aquel a quien condena el tribunal, el tribunal deberá ajusticiar. Pero yo os digo: Si un tribunal ajusticia sólo a un hombre en setenta años, es un tribunal de asesinos." "Sabéis que está escrito en la Torá: el que ha pecado, que ofrezca un sacrificio, y será purgado de su pecado; pero yo os digo en nombre de Dios: que el pecador se arrepienta y será perdonado." "Habéis oído: Dios castiga los pecados de los padres en los hijos y los hijos de los hijos. Pero después de Moisés, ¿no surgió en Israel otro profeta que habló así: Sólo el alma que peca perecerá?" De tal modo, incluso en oposición a una frase de los Diez Mandamientos, se eligió otra frase de la Biblia como la auténtica

verdad.

Estos ejemplos ilustran la forma en que, en determinada época y a fin de llegar a una verdad más profunda, se opone a una formulación de la Biblia otra que parece expresar algo más profundo y básico; la forma en que, en otra época, se apela a la conciencia moral misma para tomar una decisión, y en que, también en otra época, la naturaleza necesaria del Dios de amor es vista por la mente inquisitiva como la ley suprema, de acuerdo con la cual se emite un juicio. Y no se trata de afirmaciones aisladas de individuos particulares, sino de las enseñanzas de hombres reconocidos como "sabios", los que se convirtieron en líderes del pueblo.

La prueba de que esta clase de pensamientos no fue accidental o efímera surge del hecho de que existen iguales pruebas de interpretaciones similares en otros campos de la exégesis bíblica. Por ejemplo: todas esas cualidades humanas y físicas que el lenguaje de la Biblia 'atribuye a Dios han sido reinterpretadas constantemente en términos espirituales. El carácter religioso y ético de las antiguas festividades se ha acentuado y singularizado. Muchas viejas concepciones se han renovado con un contenido más claro y rico. . . En aquel nombre de Dios que con mayor frecuencia aparece en la Biblia, los maestros del judaísmo comenzaron a encontrar el significado de "todomisericordioso"; cada vez que su nombre se mencionaba, uno oía hablar ahora del amor de Dios. Parecía casi posible prescindir de aquellas frases bíblicas que hablaban específicamente de la cualidad divina del amor, pues cada página de la Biblia proclamaba que, así como un padre tiene piedad de sus hijos, así ,el Señor tiene piedad de quienes le temen y, en su ira, no olvida su amor. En la palabra bíblica que originalmente significaba justicia, los maestros encontraron los significados de equidad y benevolencia, cualidades que dan a la justicia su verdadera medida. Eventualmente, la palabra justicia se convirtió en un sinónimo de caridad.

Siempre que la Biblia dirigía su mensaje al hombre en general, ese mensaje estaba impregnado con la concepción de una humanidad sin distinciones de status y origen, de modo que «un pagano que se ocupa de la Torá ocupa un lugar tan elevado como un Sumo Sacerdote (Cohen Gadol) en Israel".

Cuando el Salmo habla de la destrucción del "pecador", se consideró que la palabra significaba la destrucción de su "pecado". Lo que se condena es el mal en sí mismo y no la persona que lo realiza. "Que el pecado desaparezca de la faz de la tierra, pues entonces ya no habrá pecadores."

En épocas posteriores, el judaísmo conservó también esa frescura- e independencia de interpretación de las tradiciones. Un hombre de fe tan inflexiblemente austera como Maimónides estaba dispuesto a unir la eternidad del mundo, si era posible demostrarla, con su monoteísmo bíblico. "Las puertas de la interpretación", declaró, "no están cerradas." Las ideas de Maimónides fueron más audaces que muchas otras prevalecientes. en su propia época y en otras posteriores. Pero esa libertad y esa capacidad para el pensamiento original se encuentra en toda la filosofía religiosa judía. Lo mismo puede afirmarse con respecto al campo de la interpretación bíblica y también, aunque sólo dentro de ciertos límites, de la investigación de las leyes religiosas. Los judíos por lo general permanecieron muy conscientes de sus propios derechos religiosos; de hecho, los judíos de la Edad Media consideraban esa libertad como una virtud característicamente distintiva del judaísmo. El panfleto polémico del siglo xiv que declara que la idea de que "los aposentos de la inteligencia humana son oscuros, y con sus pruebas y deducciones no pueden iluminar nada", se opone a la doctrina judía, expresa un sentimiento prevaleciente entre los judíos de la época. Las fuerzas de la autoconfianza y la independencia intelectual estaban entonces vivas en el judaísmo en un grado que probablemente no tiene paralelo en la vida religiosa de aquellos tiempos.

Puesto que las antiguas Escrituras llevaban consigo el requerimiento de un estudio constante, no podían convertirse en un peso muerto: implicaban la adaptación de los materiales del pasado al presente. Incluso las fuerzas de la autoridad en la vida religiosa judía debían reconocer y aceptar la tendencia a una reinterpretación constante. De tal modo, la autoridad no condujo al dogmatismo. El esfuerzo mental por descubir la idea verdadera, el mandamiento verdadero, la ley verdadera (un interrogante multilateral sin una respuesta final) se renovaba permanentemente. La Biblia seguía siendo la Biblia, el Talmud ocupaba el segundo lugar, y después de él venía la filosofía religiosa, y luego el misticismo, y así sucesivamente. El judaísmo nunca se convirtió en una entidad completada: ningún período de su desarrollo podía llegar a ser su totalidad. La antigua revelación se convierte siempre en una nueva revelación: el judaísmo experimenta un continuo renacimiento.

Y de este continuo renacer, con sus poderes de regeneración espiritual, surge el carácter histórico único del judaísmo. Una y otra vez despertó y abrió los ojos. Cada una de sus épocas estuvo moldeada por una experiencia particular, a partir de la cual el judaísmo descubrió nuevos significados para dar forma a su vida espiritual. El anhelo de realizar el pensamiento y el mandamiento en la práctica hizo que los judíos profundizaran sin descanso en lo tradicional, pero, eventualmente, ese mismo anhelo los llevó también a escudriñar en su propio espíritu. La palabra profética de "los cielos nuevos y la tierra nueva" (Isa., 66:22) se ha tomado realidad en la historia del judaísmo.

Sólo en raras ocasiones, y durante períodos de transición, el judaísmo vivió su pasado religioso como una pesada carga. Los judíos tuvieron siempre conciencia de su historia única, con todas sus bendiciones; se sintieron elevados por la conciencia de la ley divina a través de los siglos de la existencia judía. Pocas veces sintieron que su pasado religioso era un obstáculo para el presente. En cada período, esos pensadores judíos que recorrieron nuevos senderos del pensamiento, se sintieron seguros de que estaban pisando el suelo firme del judaísmo tradicional. Pocas cosas en la literatura religiosa del judaísmo son tan prominentes como este sentimiento de armonía con el pasado. Es cierto que a menudo existieron tensiones entre las viejas concepciones y las nuevas, pero fueron en su mayor parte producto del intento del judaísmo por ampliar los horizontes de su vida. El judaísmo conservó su realidad viviente: se sintió siempre parte del presente.

Desde luego, hubo períodos, y a veces bastante prolongados, en que mostró signos de cansancio, en que la vida pareció detenerse y las ideas vacilar. Nada más fácil que encontrar en algún documento judío pasajes que no llegan al ideal religioso'' más alto. Pero ello nada demuestra contra él, pues aquél siempre se mostró capaz de elevarse otra vez y redescubrirle.' Y así, su verdadera historia es un proceso de renacimiento. Se ha dicho de muchos pueblos y comunidades que tuvieron un pasado demasiado grandioso como para esperar un futuro. Aunque este juicio fuera aplicable a una religión, por cierto que, no es posible aplicarlo legítimamente a la religión judía, porque en ella surgió una renovación constante de la esencia religiosa central, por completo aparte de la grandiosa idea del futuro propugnada por el judaísmo. Como genios vivientes que despiertan de generación en generación, los antiguos profetas alientan para siempre en el mundo del judaísmo.

RELIGIÓN PROFÉTICA Y COMUNIDAD DE FE

Así como es posible apresar la esencia del arte mediante un estudio de los grandes artistas y sus obras, del mismo modo se puede captar la naturaleza de la religión estudiando a los genios de esa religión. Por lo tanto, si deseamos comprender el judaísmo resulta esencial aprender a comprender a sus profetas. Ello es tanto más indispensable cuanto que Israel debe su forma a la labor de sus profetas, en una lucha espiritual que duró siglos. Fueron ellos quienes dieron al judaísmo su dirección espiritual, y si bien es cierto que se desvió a veces, al final volvió al camino que ellos señalaron. A ellos podemos atribuir ese núcleo espiritual que ha persistido a través de los tiempos. En sus pensamientos el judaísmo encontró su meta y su ver' dad: ellos crearon su historia.

El rasgo más significativo en la visión de los profetas fue su carácter intuitivo y práctico. Para usar una frase de Vauvenargues, sus pensamientos surgen del corazón: Les grandes pensées viennent du coeur. Ellos no presentan una filosofía ni una teología, no se pierden en agudas discusiones ni en construcciones eruditas. No tratan de descubrir los principios últimos de la experiencia; son completamente ajenos a toda clase de especulación. No se refieren a problemas del pensamiento y, por lo tanto, no comienzan con hipótesis ni apriorismos. Lo que los mueve a pensar es una urgencia ética: están abrumados por una irresistible verdad. Y en esa forma logran su simplicidad; todo lo que sea deliberado y producto de la reflexión les es extraño. No hablan como individuos, antes bien, son los recipientes para' las palabras de algún poder más alto y primario que habla a través de ellos. "Desfallezco, se me rompe el corazón, lo traspasa el dolor, no puedo callar." (Jer., 4:19.) "Tú me sedujiste, oh Señor, y yo me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, fui vencido. . . Y aunque me dije: no pensaré más en ello, no volveré a hablar en su nombre, es dentro de mí como fuego abrasador que siento dentro de mis huesos, que no puedo contener y no puedo soportar." (Jer., 20:7,9.) Hablan porque deben hablar, y es esa compulsión interior la que tanto nos convence, y oímos en ella la voz de la conciencia. Lo que dicen les fue dado por Dios.

De allí que estén tan seguros de su don profético: "Rugiendo el león, ¿quién no temerá? Hablando el Señor, ¿quién no profetizará?" (Amós, 3:8.) "Dios me tomó de detrás del ganado y me dijo: Ve a profetizar a mi pueblo, Israel." (Amós, 7:15.) "Yo, empero, estoy lleno de la fuerza del Espíritu de Dios y de autoridad y fortaleza para denunciar a Jacob sus transgresiones, y a Israel sus pecados." (Miq., 3:8.) Las voces de los profetas son espontáneas, producto de la comprensión interior y, por ende, de una profunda experiencia religiosa. Lo que ellas abarcan no puede disecarse o analizarse. El genio, lo divino, no se puede definir.

Este "poder daimónico", esta convicción de la revelación, es la peculiaridad espiritual de la obra de los profetas. Estos no eran tan sólo maestros que, en épocas de extravío moral, señalaban a su pueblo el bien y el mal. Eran algo más, pues hablan con la voz de Dios, están "llenos de poder por el espíritu del Señor". Por claras y precisas que sean sus palabras -al fin de cuentas, se han mantenido claras para todos los tiempos- la fuente de la que surgen es esa profundidad insondable del alma donde el espíritu divino abraza lo humano. Su mente no buscaba la verdad; antes bien, la verdad tomó posesión de ellos. Su mensaje no era producto de una deducción; se les aparecía abiertamente, les había sido revelado. Y, no obstante, su individualidad humana no quedó borrada. No se sentían objetos pasivos de la gracia, como habría de ocurrir con los profetas de una fe posterior: afirmaban sus propias personalidades y su sentido de libertad. En ellos se unificó el misterio divino que ardía en su ser interior con elpensamiento y el anhelo característicamente humanos. Por un lado, perciben lo milagroso, ese poder más allá de ellos, pues ven y oyen cosas que están fuera del alcance del ojo y el oído humano. Por otro lado, hacen su contribución individual a la tarea que les ha sido asignada, intervienen en la decisión que se exige de ellos, pueden ejercer la elección humana. Así, ellos tienen simultáneamente las dos experiencias: se revelan a Dios al tiempo que Dios se revela a ellos; Dios les ordena hablar y ellos hablan y luchan con Él. Son los hombres de Dios.

A ello se debe que todo lo relativo a los profetas sea real, personal y definido, a menudo personal hasta el punto de la severidad y definido hasta el punto de la dureza. Esto se aplica a sus exigencias tanto como a sus palabras. Al luchar cona sigo mismo, los profetas luchan por las palabras adecuadas, luchan con el lenguaje para expresar lo inexpresable y, a su vez, la riqueza del significado a menudo parece aplastarlos. Pero nunca intentan explicar ninguna frase particular o justificarla. El pensamiento se ha convertido en un escuchar y en una visión en los que el símbolo proporciona la respuesta final.

De allí su indiferencia para con las palabras tradicionales, aun cuando éstas signifiquen las cosas más sagradas, y su manifiesta aversión a las frases grandilocuentes. "Yo no soy profeta", grita Amós (7:14). Con cuánta cólera se vuelve jeremías contra los términos "el Templo de Dios" (Jer. 7:4), "el arca de la alianza de Dios" (Jer. 3:16) y el "éxodo de Egipto" (Jer. 16:14; 23:7), frases que pronunciadas con ligereza por la gente les parecen meros ídolos verbales, casi más perversos que los ídolos de madera y piedra. Los profetas desprecian todas las frases y toda declamación, no confían en concepción alguna; en resumen, rechazan todo lo que pretenda ser completo y terminado. Incluso sus propias palabras les parecen vehículos insatisfactorios para sus pensamientos. Es por eso que ellos mismos son incomparablemente más grandes que sus proclamas. Más grande que la palabra es la personalidad que busca expresión a través de ella.

Los profetas no ven su conocimiento de Dios como el resultado de especulaciones intelectuales. Puesto que sienten lo que Dios significa para ellos, lo llevan en su interior, y por eso están tan absolutamente seguros de él. Aducir una prueba de la existencia de Dios les habría parecido un signo de completa falta de fe, una manifestación de haber perdido a Dios y haber sido abandonados por Él. No se les ocurre explicar la existencia de Dios, tal como no pensarían en explicar la propia conciencia de vida. Para ellos la religión es el significado, el núcleo más profundo de su existencia, y no algo externo que ha sido adquirido o aprendido. Una y otra vez los profetas señalan que la religión vive en el corazón del hombre, una convicción que llegaría a formar parte de la esencia y el alma de las generaciones futuras. En varios de los Salmos, en el libro de Job, en el libro de Kohelet (Eclesiastés), y en muchos pasajes del Talmud, se encuentran palabras de desafío que, en cuanto a su carácter manifiesto, ni siquiera el ateísmo podría sobrepasar; las contradicciones y oscuridades, los enigmas y conflictos de la vida, se revelan allí con todo su carácter penoso. Pero volver algo de esto contra Dios habría sido una idea tan inconcebible como repudiarse a sí mismos.

Puesto que la creencia era, entonces, la vida del alma, que contenía en sí misma certeza y justificación, podía echar raíces inconmovibles en el corazón humano. El intento de los profetas por expresar lo que Dios significa para ellos en todo momento, tiene éxito debido a la certeza de su intuición. Poseen el poder de hacer frente con su seguridad anímica a todos los hechos aparentes y a todo lo que pretende ser real; así, pueden pronunciar su "pero yo os digo", como la poderosa paradoja de la fe irrefutable. Los profetas no hacen transacciones, no renuncian a nada y no permiten que nada sea sustraído de la plenitud de su demanda. "Todos se volverán a ti, no serás tú quien te vuelvas a ellos" (Jer., 15:19). Mediante el sello de esta revelación dieron a la religión su triunfante independencia.

Esta libre convicción de la conexión interna con Dios constituye la base ética única de las palabras de nuestros profetas,que siempre han sido esenciales para el judaísmo. Los profetas hablan no tanto de lo que Dios es en sí mismo, como de lo que significa para el hombre, lo que significa para el mundo. Analizan la naturaleza de Dios menos de lo que analizan la naturaleza del hombre. El libre albedrío, la responsabilidad y la conciencia, como principios de su experiencia espiritual, se dan tan por sentados como la existencia y santidad de Dios. No intentan resolver los problemas del universo, sino proclamar la relación de Dios con el mundo, tal como se manifiesta en su misericordia y voluntad. No se proponen resolver problemas del alma, sino, más bien, proclamar la relación del alma con Dios y, de allí, afirmar la dignidad y la esperanza del hombre.

Para los profetas, conocer la naturaleza de Dios significa saber que es justo e incorruptible, que es misericordioso, compasivo y paciente, que pone a prueba el corazón del hombre, y que ha destinado al hombre para el bien. A través del conocimiento de Dios aprendemos qué debe ser el hombre, a través de lo divino se revela lo humano. Los caminos del Señor son los que el hombre debería seguir: "que guarden los caminos de Dios, para hacer justicia y juicio" (Gén. 18:19). Por lo tanto, un prerrequisito para comprender al hombre es comprender lo que Dios le dio y lo que le ordena hacer; más específicamente, significa comprender que el hombre fue creado para ser justo, bueno y santo, como el Señor su Dios. Y, por ende, la revelación de Dios y la concepción de la moral humana están entretejidas en una sola unidad. A través de Dios aprendemos a comprendernos a nosotros mismos y a convertirnos en verdaderos hombres. "¡Oh, hombre! Bien te ha sido declarado lo que es bueno". (Miq. 6:8). Dios nos habla del bien que, en beneficio de nuestra propia vida, se exige de nosotros. Buscar a Dios es buscar el bien; encontrar a Dios es hacer el bien. Haz lo que Dios te ordena, dicen los profetas, y entonces sabrás quién es Él. "En todos tus caminos conócelo" (Prov. 3:6). "Tú a tu Dios retornarás. Guarda la misericordia y la justicia y pon siempre en Dios tu esperanza" (Os. 12:7). "Buscad a Dios y vivid. . .; buscad el bien y no el mal para que viváis, y así Adonai Sebaot será con vosotros como lo decís" (Amós, 5:6, 14).

El sentido en que los profetas utilizan la expresión "conocer a Dios" es característico de su modo de pensar. Esa concepción significa para ellos un conocimiento dentro de la vida humana. El conocimiento de Dios no es algo que está más allá del mundo del aquí y ahora; es algo que permanece dentro de la esfera de la religión ética; está arraigado en el hombre. Se convierte en sinónimo de la moral por la cual cada alma puede moldear su existencia. No es privativo de ningún grupo especial, ni el don de una gracia milagrosa, sino que surge más bien de la libertad existente en cada hombre de conocer a su Dios, tal como es libre para amarlo. El conocimiento y el amor hacia Dios existen juntos y son utilizados por los profetas en el mismo sentido. Tal como se dice "amarás al Señor tu Dios", del mismo modo hay una exigencia espiritual en el sentido de conocerlo. Esa exigencia de conocimiento está tan profundamente arraigada en la idea de libertad ética que, en cuanto el hombre conoce a Dios, puede presentársele. Entonces la conciencia ética puede plantear su exigencia a Dios, la exigencia de un hombre que lo conoce. "Muy justo eres tú, Dios, para que yo vaya a contender contigo" (Jer. 12:1). "El juez de la tierra toda, no va a hacer justicia?" (Gén. 18:25).

Conocer a Dios y hacer el bien se han convertido así en sinónimos en el lenguaje profético; ambos son mandamientos. "Pues prefiero la misericordia al sacrificio, y el conocimiento de Dios al holocausto" (Os. 6:6). "Porque no hay en la tierra verdad, ni misericordia ni conocimiento de Dios" (Os. 4:1). "Pues de mal en mal salen, y a mí no me conocen -dice Dios." (Jer. 9:2).

"...Tu padre, cierto, comía y bebía y hacía derecho y justicia, y entonces le iba bien" (Jer. 22:15). ".Así dice Dios: Que no se glorifique el sabio con su sabiduría, ni el fuerte con su fuerza, ni el rico con su riqueza. Con esto podéis glorificaros: comprendiendo mi senda, y conociendo mis caminos; pues yo soy el Señor que hace misericordia, derecho y justicia en la tierra; pues en esto me complazco, dice el Verbo Divino" (Jer. 9:22). "No habrá ya más daño ni destrucción en todo mi monte santo, porque estará llena la tierra del conocimiento de Dios, tanto como llenan las aguas el mar" (Is. 11:9). Así predicaban los profetas a su pueblo: la base de la comprensión es la acción recta y con el buen obrar se revela el conocimiento; hacer el bien conduce a pensar bien. "El principio de la sabiduría es el temor de Dios" (Prov. 1:7). "Y dijo al hombre: el temor de Dios, ésa es la sabiduría; apartarse del mal, ésa es la inteligencia" (Job. 28:28).

Este ha sido siempre el comienzo y la meta de la religión judía. Quien sigue los caminos del Señor es sabio, pues obra el bien; esta convicción del judaísmo a través de los siglos ha sido compartida incluso por su misticismo. La religión y la vida están así íntimamente ligadas: la religión debe probarse a través de la vida y la vida debe realizarse a través de la religión. No hay otra piedad que la que se demuestra en la manera de vivir, y no hay otra conducta válida en la vida que aquella en la que se realiza la religión.

Mediante esta unificación de la religión y la vida se elimina de la práctica religiosa todo lo que es fantástico y oscuro. Los pensamientos de Dios son insondables, tan por encima de los pensamientos humanos como los cielos de la tierra (Is. 55:9). Pero la ley de Dios "no es muy difícil para ti, ni es cosa que esté lejos de ti" (Deut. 30:11). Los mandamientos se exigen este mismo día y son rectos y puros (cf. Ps. 19:9); en ellos existe la alianza entre el hombre y Dios. Puesto que sabe lo que debe hacer, el curso de la vida está claramente señalado para el hombre piadoso. Iluminado por la luz de la religión, su camino se extiende claro frente a él. Pues ése es el camino que debe seguir. "Pero el que busca a Dios lo sabe todo" (Prov. 28:5). Sólo hay una manera de acercarse a Dios: la que se logra haciendo el bien.

El hecho de que la religión se concibiera en forma tan pura, de que se la conservara inmaculada frente a cuestiones foráneas, a la filosofía natural o al gnosticismo, se debió a la labor creadora de los profetas. Ellos dieron a la religión su autonomía, creando así no una nueva concepción filosófica del mundo, sino una nueva vida religiosa. Casi cabría afirmar que la significación histórica mundial de la Biblia hebrea no radica en el monoteísmo, sino en su motivación puramente religiosa.

Cualquier tendencia hacia una mera metafísica que amenazara con llevar a azarosas especulaciones es desviada hacia el suelo firme de la vida religiosa. Las cuestiones teóricas referentes al más allá se transforman en certezas relativas a la conciencia ética. El universo no se explica conceptualmente ni se interpreta metafóricamente; se lo ve exclusivamente en términos de religión. El mandamiento moral ocupa el lugar de las concepciones construidas y los mitos poéticos. Estas son las limitaciones de los profetas, pero son precisamente ellas las que configuran su dominio.

El pensamiento israelita está centrado en el hombre. Todos sus pensadores han aceptado este énfasis, que los profetas fueron los primeros en enunciar decisivamente. La pregunta: ¿cuál es la necesidad del hombre?, siempre preocupó al genio judío; y para responder a esta pregunta el judaísmo recibió la revelación de Dios.

Es por eso que existe un sentimiento tan profundo de compulsión interior en el judaísmo, un espíritu profético como las otras religiones no han conocido. Mientras que los griegos se acercaron al hombre a partir de su interés fundamental por la naturaleza, el judaísmo se acercó a la naturaleza sólo después de haberse ocupado del hombre. Incluso en la naturaleza el judaísmo ve lo humano, y encuentra en ella aspectos de la experiencia del hombre, su cercanía o su lejanía con respecto a Dios. En él se escuchan también los misterios del mundo, pero son secundarios a los misterios de la vida humana. Es en el hombre donde el mundo se manifiesta; todo tiene origen en su alma y todo lleva de nuevo a ella. El mundo es el mundo de Dios, y Dios es el Dios del hombre. Esta actitud es exclusiva del espíritu israelita.

Para el profeta la forma en que Dios creó el cielo y la tierra es una cuestión de importancia secundaria. El hecho de que la historia de la creación esté tan aislada en los libros de la Biblia habla por sí mismo, mientras que la frase siete veces repetida "y Dios vio que era bueno" (Gén. 1:4 y sig.), muestra inconfundiblemente qué clase de conocimiento se considera primario. Resulta significativo saber tan sólo que el mundo está lleno de Su gloria y atestigua Su amor. La visión de una vida después de la muerte -ese mundo de fantasía- no interesa al profeta. Aunque sus pensamientos se deslizan a veces hacia el más allá, se abstiene de concepciones que intentan visualizarlo o describirlo. El mandamiento al hombre: "así vivirás", eclipsa todas las cuestiones sobre una vida del más allá.

Además de acallar las especulaciones sobre el más allá, el fuerte acento ético de los profetas tuvo el efecto de impedir también el peligro de la petrificación conceptual, pues la representación de la unidad de Dios, y de sus atributos, puede convertirse en presa de este peligro al reducir lo divino a una mera concepción colectiva de cualidades ideales. En lugar de una relación verdaderamente religiosa con Dios, se llega entonces a una investigación científica de la percepción divina; y al especular sobre religión o, en última instancia, al creer en tales especulaciones, se pierde la religión misma. Los pro fetas se abstuvieron de dar testimonio de otra cosa que no fuera lo que sus almas podían atestiguar: lo que Dios significa para la esencia misma de sus vidas.

La manera en que los profetas ven la unidad de Dios ilustra este punto. No deducen lógicamente la existencia de una causa primera a partir de la interrelación y la cohesión de la naturaleza. Para ellos la unidad divina se vuelve inconmoviblemente cierta por la experiencia interna de que sólo hay una justicia, sólo una santidad. Dios es el Unico Dios porque es el Santo. Dios es uno solo, y, por lo tanto, "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas" (Deut. 6:4 y sig.). El Señor es "Dios, arriba, en los cielos, y abajo, aquí sobre la tierra, que no hay otro sino Él. Guarda sus leyes y sus mandamientos" (Deut. 4:39 y sig.).

En la misma forma conciben los profetas los atributos de Dios. No están construidos conceptualmente, sino traídos al hombre para promover demandas morales definidas y fortalecer su confianza en Dios. Lo mismo ocurre con su omnipotencia: Dios es el Señor de todo el universo, por lo tanto, debernos amar al extranjero (Dezit. 10:19). Él hizo el cielo y la tierra y, por ende, "guarda fe por la eternidad, da refugio a los afligidos y da pan a los hambrientos" (Sal. 146:6, 7). Él da el aliento a todo ser viviente, por lo tanto, Israel, que lo reconoció y lo conoce, es elegido "y te he puesto por alianza para mi pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos y de la prisión a los que moran en tinieblas" (Is. 42:6 y sig.). Del mismo modo, la eternidad se basa en la religión y es llevada a la vida de la humanidad:: Dios vive de eternidad en eternidad y, por ende, es "refugio para nosotros de generación en generación" (Sal. 90:1). Dios fue y será, por ello, "dará fortaleza a su pueblo; bendecirá a Su grey con la paz" (Sal. 29:11). Dios permanece eternamente y, por lo tanto, la esperanza en su justicia nunca debe vacilar; es "el asilo del oprimido, asilo al tiempo de la calamidad" (Sal. 9:10). En esta forma, todos los atributos divinos se vinculan a la vida del alma y a los mandamientos. Por mucho que algunos de esos atributos puedan prestarse a la tentación de una sutil especulación, su carácter religioso siempre predomina. En la Tradición Oral este carácter también se mantuvo al hacer que todos los problemas sobre los atributos del Señor llevaran a mandamientos éticos. "Tú dices, Dios es misericordioso y agracia; bien, pues, tú también muéstrate misericordioso, haz el bien sin egoísmo y para todos. Tú dices, Dios es justo, entonces sé tú también justo. Tú dices, Dios es lleno de benevolencia en todo lo que hace; entonces sé tú también lleno de benevolencia".

El judaísmo se mantuvo sobre este camino claro. Tal como no había motivos para un conflicto entre la fe y la vida, tampoco hubo ninguno para un conflicto entre la fe y el conocimiento. La posibilidad de un choque entre la fe y la vida queda eliminada por la insistencia de los profetas en que la religión debe realizarse a través de la vida, mientras que la fe y el conocimiento se reconcilian por la insistencia en que la religión no sea demostrada por medio del conocimiento. La religión nunca se vincula a un campo particular del conocimiento y, porlo tanto, jamás puede ser cuestionada por ese conocimiento. Puesto que no descansa en ningún axioma, ninguno puede socavarla. Así queda garantizada su libertad, y la imposibilidad de que un movimiento de investigación y el conocimiento científico la ataque. Resulta significativo que la estructura astronómica del mundo tal como se la concibe en tiempos modernos, fuera aceptada por el judaísmo sin protestas y sín ningún sentimiento de incompatibilidad con sus propias creencias. No habiéndose comprometido con ninguno de los viejos sistemas astronómicos, pudo observar su caída sin preocupación. La religión siguió siendo religión, y en esa continuidad radica la fuente de su independencia.

Todos los rasgos de la religión judía la muestran como una creación profética que no acentúa concepciones abstractas sino el hombre, su vida y su conciencia. Por mucho que sus autores se oculten detrás de las palabras, los libros de la Biblia no son realmente libros; constituyen confesiones de búsquedas religiosas individuales detrás de las cuales existen personalidades muy definidas. Rara vez se nos da un indicio sobre quién pudo haber sido exactamente ese hombre, pero cada vez que una personalidad distintiva se hace sentir, su luz brilla intensamente. A ello se debe que la Biblia sea tan fragmentaria, tan poco dogmática; no tiene una cadena de conclusiones, no tiene fórmulas; es tan poco sistemática como el hombre mismo. Y ése es también el motivo por el que está tan llena de interrogantes, tan llena de cosas dichas sólo a medias: es tan incompleta como el hombre mismo.

Pero la Biblia contiene un residuo propio no analizable, que resulta imposible encerrar en meras frases y que sólo puede sentirse en un estado de reverencia sagrada. Ese residuo va más allá de todo ingenio y toda sabiduría; es la fuente de la personalidad de todo hombre verdadero. De allí la perdurable juventud de la Biblia, que jamás se marchitará sino que proporcionará siempre una revelación nueva. Pues "la humanidad avanza siempre, pero el hombre permanece el mismo".

Por lo tanto, la religión de la Biblia misma, tal como el judaísmo, es algo más que sus documentos religiosos. Las palabras de la Biblia y las de la Tradición Oral suenan como las voces de una gran fuga, o, para usar la descripción de Goethe sobre su propia obra, "fragmentos de una gran confesión". Por debajo de los fragmentos explicados está toda la fuga, toda la confesión: la religión misma. Quien desee y sea capaz de hacerlo, puede escucharla. El mero hecho de seleccionar frases y reunirlas no significa comprender la Biblia, pues el problema no consiste en explicar palabras, sino en entender a los hombres. Muchos comentarios sobre la Biblia, y sobre la Tradición Oral, están tan alejados de su espíritu precisamente porque la tratan como una mera colección de escritos que pueden ser sometidos a una exégesis gramatical y filológica. El acercamiento a lo mejor de la Biblia no se logra a través de un intelecto agudo, de una lectura a fondo o de una fórmula precisa, sino sólo a través de la reverencia y el amor.

Tal como las Escrituras dicen de Moisés, la Biblia y el judaísmo son a menudo: "no soy de palabra fácil... soy pesado de lengua" (Éx. 4:10). Carecen de un vocabulario rico, y su más pleno significado no puede descubrirse tan sólo en lo que expresan. Es imposible hacer justicia al judaísmo y a la Biblia con un pizarrín. Ambos encierran más en su corazón que en sus labios, y por eso reciben muy poca misericordia de los matemáticos de la religión.

El judaísmo nunca encontró una autoexpresión completa en la mera palabra. Hubo períodos, y no los peores, en que se encontró en cada palabra de la Escritura algún significado religioso y a menudo muy extraordinario; pero la mera familiaridad con las palabras o su interpretación ingeniosa no constituye necesariamente una experiencia religiosa. El renacimiento constante del judaísmo está arraigado en el desapego con respecto a la mera palabra, en la aprehensión genuinamente espiritual del significado bíblico.

Todo sistema de pensamiento es intolerante y genera intolerancia, porque promueve la autojustificación y la autosatisfacción. Es significativo que los más implacables inquisidores hayan provenido de las filas de los sistematizadores. Al fijar su campo de visión dentro de límites definidos, un sistema queda aislado de todo lo que está afuera de ese campo de visión e impide así el desarrollo vivo de la verdad. Por otro lado, la palabra profética es una confesión viva y personal de fe que no puede circunscribirse mediante límites rígidos; posee una amplitud y una libertad que aseguran las posibilidades de un renacimiento y un desarrollo.

Toda personalidad verdadera se convierte en parte de la historia. No hubo ningún profeta singular que comenzara la estructura de la religión judía y ninguno que la completara; resulta significativo al hecho de que Israel no pretenda reivindicar a "el profeta" sino a "los profetas". En ello difiere de casi todas las otras religiones que están basadas en el único Buda Gautama, el único Zoroastro, el único Mahoma. En Israel al maestro le sigue una cadena de maestros, al más destacado, una línea de iguales. Ninguno ofrece la revelación total y ninguno abarca la totalidad de la religión, cuya riqueza no queda agotada por ninguno de ellos o ningún grupo de ellos. Un sistema puede afirmar ser completo y perfecto, un ser humano no. Todo el contenido del judaísmo radica verdaderamente en su historia inacabada e inacabable.

No obstante, los profetas siguen teniendo una importancia incomparable. No son mediadores de la salvación, sino, mejor aún, mediadores de la verdad religiosa, portadores de la revelación. Desde su época toda experiencia religiosa ha sido una renovación de lo que ellos experimentaron. Todos los que vinieron después de los profetas sólo tuvieron que redescubrir lo que ellos, como genios de la religión, hallaron primero. El antiguo hallazgo puede redescubrirse en formas nuevas, pero lo esencial es el espíritu original del genio.

Carece de mayor importancia el que los profetas se hayan propuesto conscientemente o no expresar en sus palabras todo lo que encontramos en ellas, o lo que podemos o debemos encontrar en ellas. Lo importante no es la intención del autor, sino su logro. En ese poder creador radica la fuerza del genio; en forma casi inconsciente crea verdades que encierran significados más profundos de los que él se propuso expresar. Lo que para él fue una metáfora limitada puede constituir para nosotros un símbolo universal. Una vez más comprobamos que esta dualidad en la práctica religiosa, surge una dualidad en la verdad, en la justicia y en la devoción. Con ello se destruye un rasgo esencial en la religión de los profetas: su aspiración a ser la religión de todos, imponiendo a todos la misma exigencia y ofreciendo a todos la misma promesa. Pues la religión de los profetas busca penetrar la personalidad de cada hombre.

La importancia de los santos en la religión lleva necesariamente a su completa separación de la vida. Toda tarea mundana y toda la actividad humana de la vida diaria se tornan sospechosas; no son sagradas, y, por ende, se las considera triviales, y finalmente se las deja de lado como no sagradas. En el dominio de la pura espiritualidad y delicadeza de sentimiento en que esa religión aislada existiría, no hay lugar para lo sensorial. El mundo de las cosas naturales y físicas es condenado por ser el dominio de un poder maligno hostil a Dios, o negado como una ilusión pecaminosa. Dios y el mundo se ven como antagónicos y sólo quien abandona el mundo puede acercarse a Dios. En el budismo esta proposición se lleva a su conclusión lógica, pues su antigua fórmula confesional afirma que "el monje que ara la tierra, o la hace arar, debe hacer penitencia".

En la vida hay períodos de fatiga en que el pensamiento se diluye por obra del estado de ánimo, y la mente está dominada por un deseo de apartarse del polvo y las piedras de este mundo. No sólo en los temperamentos románticos aparece este anhelo, este deseo de una vida apartada de todas las necesidades y presiones de la existencia diaria y dedicada por entero a los sueños del alma. Sobre todo en los momentos en que un hombre padece de soledad interior, una soledad en medio de sus semejantes, sueña con otro tipo de soledad que podría aliviar sus ojos y sus oídos. Cuando las aflicciones del mundo caen en el olvido, es posible aliviar más de un dolor; y esta disposición a la soledad es tan accesible para el creyente como para el escéptico. Puede muy bien ser un medio para curai el alma, ¿pero ha de afirmarse, por lo tanto, que es el modo de la verdadera vida o incluso la finalidad de la existenciaterrenal? Aunque sea adecuada para las horas de dolor ¿es adecuada para todos nuestros días?

En la historia de toda religión hay caminos de soledad que han recorrido muchos de los que se reencontraron a sí mismos y a sus dioses. También el judaísmo conoce el yermo donde los profetas descubrieron su vocación, los valles silenciosos y las cumbres montañosas donde el hombre oyó la voz de Dios. El judaísmo conoció también la soledad de su casa de la sabiduría, el goce silencioso de los libros. En el mundo del judaísmo los caminos que conducen a una soledad lejos del hombre han sido recorridos una y otra vez; sólo en sus épocas más estériles esa búsqueda estuvo ausente. Y en la soledad siempre se reencontró la fuerza luego de épocas de debilidad, el valor luego de horas de temor, el conocimiento de Dios y la confianza en sus obras. Pero el judaísmo nunca buscó esa devoción separada, esa religión apartada que otras religiones encontraron en la soledad. Por mucho que los hombres lograran apartarse del mundo a fin de adquirir certeza con respecto a Dios, siempre siguieron percibiendo que el único camino hacia Dios implica al ser humano que tenemos a nuestro lado. Esta es la única razón por la que el judaísmo no pudo contentarse con la mera ansiedad del individuo por su propia alma. Para el judaísmo la soledad es sólo un intervalo, a menudo muy necesario, pero nunca la vida misma.

El judaísmo sabe también cómo el anhelo del goce extático implícito en la unión mística con Dios, el anhelo de su misterio, se apodera del alma, sobre todo en épocas de persecución. Elevando a los hombres por encima de los ásperos caminos de la experiencia mezquina y atemorizante, el misticismo impartió a la vida una paz milagrosa como la de un mundo celestial que fuera un perfecto Shabat. Comenzando con los esenios y siguiendo con las asambleas de los días festivos de los centros jasídicos, tuvo grupos muy similares a las órdenes religiosas. Pero incluso aquí, donde se permitió que más de un elemento foráneo se infiltrara, el misticismo judío no llevó a la devoción del recluso o a una unión aislada en Dios. Lo que se reveló a los místicos y lo que dominó su fe fue la voluntad divina que exigía la lealtad fiel de todo individuo; también aquí se mantuvo la exigencia de un "reino de sacerdotes". La unidad del contenido religioso en el judaísmo fue aceptada por sus místicos. Su exigencia y su ideal religiosos son válidos para todos; todos son llamados y están obligados a tomar la totalidad de la religión como propia.

En el judaísmo siempre hubo diversas variedades de devoción: entusiastas emotivos y filósofos escolásticos, almas melancólicas y filántropos alegres, hombres de ideas y otros cuya devoción es un mero hábito. Pero establecer grados en la religión, separando a los guardianes que la poseen de los pupilos en tutela, los que vieron de los que sólo miraron, siempre ha sido extraño al judaísmo. Ni siquiera hace un distingo entre sacerdote y laico; su comunidad incluye a quienes enseñan y a quienes aprenden. El que es digno por sus obras y adecuado por su conocimiento resulta el líder espiritual elegido, pero no goza de ninguna santidad especial ni mantiene ningún status religioso especial.

Es verdad que el judaísmo tuvo alguna vez un clero hereditario autorizado al servicio del altar y que disfrutaba de cierta dignidad de rango. Con todo, no se le concedía una proximidad especial a Dios, ni la pretendía. Los sacerdotes nunca afirmaron poseer ni estar en condiciones de administrar dones de gracia; nunca fueron minoristas de la salvación. El lenguaje mismo de la religión prevenía celosamente contra esta actitud, pues cada vez que menciona el papel desempeñado por el culto en el proceso de expiación, prefiere hablar del altar impersonal antes que del sacerdote. E incluso estos sacerdotes hereditarios desaparecieron en el curso de los hechos históricos.

Durante uno de los períodos más importantes del judaísmo muchas personas se llamaban a sí mismas "los fariseos", esto es, "los separados". Pero ello, según la interpretación clásica, significaba sólo "separados del pecado y las abominaciones paganas". Se sentían separados porque no puede haber ninguna decisión en pro de lo ético sin que la voluntad sea distinta. Quienes obedecían los estatutos ceremoniales de la ley con escrupulosa decisión se llamaban a sí mismos "asociados" (javerim), miembros de una suerte de cofradía que deseaba exaltarse por sobre la multitud; pero allí donde comenzaba el verdadero dominio de la religión, incluso para ellos existía sólo un principio válido: "Todos los israelitas son asociados". Incluso los Rabís del Talmud, incluyendo a los mártires y los místicos, eran por lo común hombres de profesiones cívicas corrientes y, por así decirlo, de religión cívica corriente. Lo mismo ocurrió con los teólogos judíos más influyentes y eminentes de la Edad Media, que no eran teólogos por rango o por profesión.

Antiguamente existía de hecho la costumbre de yacer sobre las manos, la semijá, mediante la cual se consagraba al juez y al maestro de la Ley; pero esta ceremonia, antes que constituir el otorgamiento de un don de gracia, era sólo un símbolo de cierta autoridad. Cuando esta costumbre asumió un carácter sacramental en otra religión, fue abandonada por el judaísmo, y el intento de reintroducirla más de mil años después sólo tuvo éxito breve y transitorio. La unidad de la comunidad religiosa judía nunca fue puesta en duda. El judaísmo conservó siempre el principio fundamental de que su religión es propiedad de todos y que todos pueden experimentarla plenamente sin intermediarios.

Esta universalidad de la religión surge con especial claridad en las connotaciones profundas de la palabra Torá. La Torá puede ser sólo una, la de todo el pueblo. Esta palabra se convirtió en un principio de acción y decisión, pues implica que la religión constituye la misma tarea para todos, que todos pueden adquirirla y poseerla, que está abierta y destinada a todos. Hay aquí un rasgo similar a la filosofía socrática, que también aspiraba a convertirse en una Torá, una Torá de filosofía, al declarar que todos podían aprender y comprender la virtud. Del mismo modo, la Torá judía exige que las enseñanzas de los profetas se conviertan en propiedad de todos. Esta concepción humana universal contrasta notablemente con la actitud religiosa particularísta y separatista según la cual la esencia de la religión es la "gnosis", esa iluminación espiritual causada por un don de la gracia divina y, por lo tanto, accesible sólo a unos pocos elegidos.

Cabría objetar que este universalismo de la religión judía tiende a vulgarizar el ideal porque busca su realización en toda la comunidad religiosa. También se podría objetar que la experiencia religiosa individual, a través de la cual un hombre busca su vínculo personal único con Dios, se ve privada de su importancia. Pero no hay peligro de que el elemento individual y personal esté ausente en el judaísmo; de hecho, nunca lo estuvo. El sentimiento fundamental que la religión intenta así estimular es el de que cada hombre sepa lo que significa para Dios y lo que Dios debe significar para él. El judaísmo encuentra sus raíces en esta alianza entre Dios y el hombre. El elemento individual de la experiencia religiosa surge de esta conciencia de la proximidad divina que se concede a todo ser humano, y no de alguna posición de relación privilegiada con Dios, que sólo la gracia otorga. Es de suma importancia el hecho de que, en el judaísmo, nada puede ser parte del ideal si no es posible verlo como un mandamiento moral que requiere una decisión humana. Ningún mandamiento moral verdadero excluiría de su órbita a ningún ser humano. Y, por ende, todas las desventajas que puedan resultar de la posibilidad de que la amplitud del ideal subordine su sublimidad, están contrarrestadas por esta igualdad del status moral. La frase, "Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (ex. 19:6), se ha convertido en un principio básico para el judaísmo. Nadie puede obtener lo que no es accesible a todos; lo que se exige a uno se exige también a todos los demás.

La Reforma cristiana reconoció la antigua enseñanza judía al proclamar el sacerdocio universal de los creyentes a fin de restaurar la unidad de la comunidad. Con todo, incluso en esta tendencia cristiana, que ya no consideraba permisible el distingo entre sacerdote y pueblo, persistió la distinción entre los dispensadores autorizados y los meros receptores de la religión. Siempre que una religión pretende otorgar dones milagrosos de gracia, esta separación resulta inevitable. Tal división aparece en un momento prominente de la doctrina de la Reforma, pues fue ésta la que declaró que la "Palabra de Dios" era el medio para la salvación; en la Palabra vio manifestado el poder divino llevado hasta el hombre a través de la gracia. Así, la Palabra no tiene la misma significación que Torá, sino que es algo sacramental. La Palabra, como los sacramentos, no significa una tarea a realizar, sino un don concedido a los creyentes. La teología correcta -la prédica adecuada de la iluminación y la fe verdaderas, de la experiencia interna de "justificación" y salvación- se convierte en el requisito para la salvación. Crea, por ende, un grupo especial: el de quienes poseen y guardan la fe dentro de la comunidad. Una vez más aparece aquí la antigua oposición entre teólogos y laicos, principales y secundarios. Y así la religión adquiere los aspectos de un sistema doctrinario, cuyo centro ocupa la teología.

También el judaísmo corrió un peligro de este tipo. Cada vez que un conocimiento nuevo se torna accesible para una religión, hay una tendencia a sobreestimar el elemento intelectual. Hillel, una de las más grandes figuras del judaísmo, que trató de señalar nuevos enfoques para comprender las Escrituras, expresó: "Ninguna persona ignorante puede ser piadosa". Pero aunque este aserto haya emanado de Hillel, nunca encontró apoyo; las protestas contra él aumentaron hasta el punto que provocaron su rechazo. La respuesta final a Hillel es: "Lo decisivo es la acción". "Aquel cuya sabiduría es más grande que sus actos es como un árbol cuyas ramas son muchas, pero cuyas raíces son pocas; llega el viento y lo desarraiga y lo echa abajo". Idéntico peligro surgió en la Edad Media, cuando las enseñanzas de Aristóteles influyeron sobre el pensamiento judío y dieron origen a una nueva escuela teológica. La filosofía aristotélica acentúa explícitamente el valor del conocimiento; su ideal, que se introdujo en la filosofía religiosa judía, es la theoria, la pura contemplación del sabio. Una vez más surgió una fuerte oposición contra esta infiltración de elementos foráneos en el pensamiento judío; tal como antes había apuntado contra Hillel, ahora se centraba en Maimónides. Un maestro del judaísmo de aquella época, Hasdai Crescas, planteó su posición en estos términos: "Esa opinión fue engendrada por filósofos extranjeros, y por desgracia también pensadores judíos se dejaron ganar por ella, sin considerar seriamente que destruían así la peculiaridad esencial de la religión y perturbaban sus límites, aparte de que tal enseñanza es en sí misma completamente falsa".

Como una forma de oposición a esta escuela aristotélica dentro del pensamiento judío, se desarrolló una tendencia al misticismo. Cuando la codificación de la ley religiosa llevó a pensar que la instrucción y el conocimiento eran fundamentales, el misticismo abrazó la causa de lo puramente religioso. El surgimiento del misticismo devolvió a la devoción 'judía sus derechos originales. La vida es algo más que doctrina e instrucción; a pesar de todos los ataques, este criterio siguió firmemente arraigado en el judaísmo.

El protestantismo conservó el elemento doctrinario. Puesto que la comprensión de la Palabra se convirtió en la consideración primera y final, la división dentro de la comunidad religiosa se tornó inevitable y así surgió la clase especial de los laicos. Además de los pocos elegidos a quienes la Palabra había sido concedida (un privilegio atestiguado por el Espíritu Santo), están los muchos que deben recibir de aquéllos su fe y su religión. Por lo tanto, se hace necesario definir el pleno significado de la Palabra en forma autorizada, como un credo o una confesión de fe, la cual se convierte en una especie de sacramento que une a los iniciados con los no iniciados. También aquí una parte del ideal está fuera del alcance del sector más amplio de la comunidad. Es posible exigir a todos una acción religiosa y ética, pues es una cuestión de voluntad. Pero la comprensión de una doctrina no puede ser exigida ni prometida a todos, ya que es una cuestión de inteligencia o gracia.

El protestantismo salvaguarda la unidad de su religión y su comunidad mediante la unidad exterior del credo. En torno de esta "confesión de fe" se libran batallas religiosas; se la presenta a los adolescentes a través del catecismo, y participando en ella plenamente se participa de la Iglesia. La religión se convierte, pues, en un dominio especial de los teólogos. La "ortodoxia" es la "buena acción" más importante y fácil de realizar. La oposición básica entre los que temen a Dios y los ateos es reemplazada por la lucha doctrinaria entre los ortodoxos y los no ortodoxos. Esta división penetra incluso en el campo de la ética. Tal como el catolicismo admite una moral laica especial que basta para la masa de sus feligreses, del mismo modo el protestantismo contiene una moral menor, pero suficiente, para quienes se ocupan de los asuntos mundanales; también aquí se establece una laicidad de la moral. Estos son algunos rasgos del protestantismo que revelan su origen teológico.

Las proposiciones teológicas están necesariamente condicionadas por el conocimiento de una época particular -esto es válido para el protestantismo tanto como para el catolicismo-, y cuando configuran un dogma en el centro mismo de la religión, sobreviven a la época de su nacimiento. Cuando ello ocurre, el conflicto entre la fe y el conocimiento resulta inevitable y pronto se convierte en una lucha entre la fe de la Iglesia y la fe del creyente individual. El dogma necesita que un poder lo sustente para garantizar su autoridad, cosa con que la Iglesia Católica cuenta en su poderosa organización, pero de la cual el protestantismo carece. Para compensar esa falta el protestantismo buscó casi siempre, incluso más que el catolicismo, el apoyo del Estado. Explícita o implícitamente, tendió a convertirse en una religión oficial, de modo que su confesión de fe llegó a incluir un elemento político. En el Estado protestante y en el protestantismo estatal se perdió gran parte de ese carácter puramente religioso sin el cual la religión queda privada de su independencia indispensable. Si aspira a ser verdadera, una religión puede ser asunto del pueblo, pero nunca del Estado. Si llega a vincularse con un Estado, el conflicto entre la fe y la vida resulta inevitable. Al igual que el conflicto entre la fe y el conocimiento y la división de la comunidad religiosa en grupos distintos, este choque entre la fe y la vida surgió de la posición que la Palabra y la confesión de fe alcanzaron en el protestantismo.

Si una confesión de fe está dotada de una significación tal que puede vincularse con el Estado, debe ser públicamente declarada como prueba de la participación individual en una fe particular. Tales pronunciamientos encierran el peligro de que las reflexiones verbales sobre la religión se confundan con la práctica concreta de la religión. El llamado "acto de dar testimonio", característico del protestantismo, constituye una cómoda declaración que en nada se asemeja al antiguo camino que conducía al martirio. Junto con la piedad sana y sincera de las gentes comunes en la Iglesia luterana, más de una vez encontramos una religión de meras palabras, el predominio de la frase piadosa. Resulta fácil unir a esta complicada fraseología religiosa los sentimientos de autojustificación. Los hombres pueden convencerse a sí mismos de que poseen plenamente la Palabra y, más aún, el Credo. Contra esta tendencia a la satisfacción con uno mismo, la religión de la acción constituye un contrapeso, pues en ella resulta imposible realizar por completo el ideal.

Esa experiencia interior correspondiente a la Palabra, ese "sentimiento interior" tan acentuado por el protestantismo, a menudo se convierte así en una mera cáscara verbal. A fin de confesar su fe, los hombres confiesan estados de ánimo y experiencias espirituales. El hecho de que esto conduce fácilmente a un predominio incontrolado de los sentimientos queda demostrado por muchos incidentes en la historia del luteranismo. junto con una verdadera confianza en Dios y una fe sincera, a menudo encontramos una exhibición de vanidosa piedad. El protestantismo a menudo exhibe aquellos rasgos que, en el sentido popular, aunque con inexactitud histórica, se atribuven al fariseísmo.

Existe cierto peligro en atribuir a la experiencia religiosa el valor religioso decisivo. Es tan imposible construir la religión sobre ella como sobre la mera plegaria; es sólo un medio para tomar conciencia de la religión, pues la experiencia religiosa aún no es la religión en sí misma. La vida religiosa nunca podrá prescindir de esta experiencia, pues en ella la fe alcanza, si no su cumbre, por lo menos una altura sagrada. Con todo, el hombre no vive para sus estados emotivos ni de ellos. "Perderse en ensueños piadosos es más fácil que hacer lo que está bien", y en el pasado los hombres tuvieron escasa dificultad para reconciliar los ensueños piadosos con acciones que no eran buenas. Tales modalidades de la emoción religiosa pueden inducir al error de creer que ellas constituyen en sí mismas la religión completa.

El judaísmo enseña que la religión no debe ser una mera experiencia internalizada, incluso del tipo más intenso, sino la realización misma de la vida. Aunque esto pueda parecer un mero distingo verbal, en realidad se trata de una distinción dentro del alma. Sólo la buena acción pone al hombre en presencia de Dios en todo momento, y sólo ella puede exigírsele en todo momento. Por su intermedio el hombre alcanza esa profunda unidad interna con Dios, así como la unidad con sus semejantes. Si el ideal incluye a todos e impone su exigencia a todos, los hombres se unen en una comunidad de Dios. La acción piadosa es el fundamento que sustenta la confesión de fe. Proporciona la base religiosa segura, común e igual para todos, para el amor a Dios y la confianza en Dios. No podemos creer verdaderamente en lo que no practicamos. Quien no se siente seguro de Dios haciendo el bien, no logrará una realización perdurable del ser de Dios a través de una mera experiencia interna. Es a través de la acción humana como Dios se revela en la vida. "Todo cuanto dice Dios lo cumpliremos y obedeceremos" (Ex. 24:7), dice la antigua frase al describir la revelación en Éxodo, con un significado que rebasa el de las palabras. Y como lo expresa más tarde el Talmud: "Guarda los mandamientos de Dios en tu corazón, porque entonces conocerás a Dios y habrás descubierto sus caminos". También el conocimiento viene de la voluntad, la voluntad de hacer el bien.

El judaísmo también tiene su Palabra, pero es sólo una palabra: "cumplir". "La tienes enteramente cerca de ti, la tienes en tu boca, en tu corazón, para poder cumplirla" (Deut. 30:14). La acción se convierte en prueba de la convicción. El judaísmo tiene también su doctrina, pero es una doctrina de la conducta, que debe ser explorada en la acción para poder realizarla. Por ende, no hay otra doctrina en el judaísmo que la expresión del mandamiento divino. "Las cosas ocultas sólo son para Dios, pero las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos por siempre, para que se cumplan todas las palabras de esta ley" (Deut. 29:28).

Desde el comienzo y hasta el día de hoy este elemento ha sido peculiar a la religión de Israel. Es necesario reconocer que el aumento en el número de las llamadas leyes rituales, que ayudan a conservar la comunidad religiosa, se debe al lugar asignado a la acción en el judaísmo. Desde luego, es cierto que a menudo la acción se convirtió en una mera tradición. ¿Pero qué importancia tiene eso comparado con el valor religioso del énfasis en la acción moral? Pues ésta es una característica del judaísmo tan distintiva que incluso su filosofía religiosa apunta a la acción. Muchas veces se ha señalado la medida en que Filón fue deliberadamente un moralista. Lo mismo ocurrió con los pensadores de la Edad Media, en especial Maimónides. Y cuando Spinoza llama a su filosofía ethica, para mostrar que considera a la ética su objetivo final, parece tomar como legado el espíritu judío. Incluso el misticismo judío considera que el significado de la vida se manifiesta en la acción; es la voluntad divina que se revela al hombre. Para el misticismo judío, los poderes que actúan en el mundo son poderes morales, un punto de vista que demuestra que también este movimiento conserva características judías.

El judaísmo estableció claramente su diferencia con el paganismo al acentuarla como una diferencia moral que se manifiesta en la acción y en la vida. Nunca vaciló en conceder a los prosélitos que acudían al Dios de Israel "bajo cuyas alas viniste a cobijarte" (Ruth 2:12), alguna elasticidad en la observación de la ceremonia y el ritual. Pero aceptar incluso la más leve transacción con respecto a la ley moral era totalmente inadmisible. Durante la Edad Media hubo entre los judíos una tendencia a interpretar las Escrituras en forma alegórica; el significado explícito de las palabras se consideraba inadecuado. Pero nadie se atrevió a construir alegorías con los mandamientos; aquí cesó todo retorcimiento y toda sutileza. Y cuando él judaísmo hablaba de sus esperanzas para el futuro de la humanidad, su ideal era siempre la buena acción, la perfección moral, la realización del bien. La era mesiánica habrá llegado cuando todos los hombres se aparten del mal y hagan el bien.

La fe y la esperanza nada han perdido en esta forma, pues la acción proporciona la base para ellas. También la historia condujo a la misma meta. Aunque la piedad judía no incluyera la certeza de Dios como un elemento esencial, la historia misma del judaísmo hubiera traído esta certeza una y otra vez a la mente de los hombres, y hubiera elevado sus almas hacia el Eterno. Esta certeza profética que escucha la voz de Dios, sus mandamientos y promesas, sigue siendo, en todo su patetismo, una posesión del judaísmo. El poder de la fe que rechaza todo lo que los hombres consideran como hechos y experiencias, dio siempre al judaísmo su decisión de persistir. Si la acción daba a la vida su contenido, la fe le daba su fuerza. De ahí que el misterio de la vida, ese camino de Dios hacia el hombre, y la claridad de la vida, ese camino del hombre hacia Dios, se convirtieron en uno sólo.

 

 

LA REVELACIÓN Y LA RELIGIÓN UNIVERSAL

CUALQUIERA sea la fecha que se fije para el nacimiento de Is­rael y cualquiera sea el punto de vista que se adopte con respecto a su desarrollo, una cosa es segura: desde el comien­zo mismo su rasgo predominante fue su carácter ético, la im­portancia que atribuyó a la ley moral. La ética constituye su esencia. El monoteísmo es el resultado de una realización del carácter absoluto de la ley moral; la conciencia moral enseña sobre Dios.

 

Este carácter ético es completamente nuevo. El monoteísmo ético no fue el resultado de un desarrollo previo, sino un aban­dono consciente de aquél, pues no puede haber una transición genuina desde una religión de la naturaleza (esto es, una re­ligión en la cual se veneran las fuerzas de la naturaleza y se concibe a los dioses como encarnaciones de aquéllas) hacía una religión ética en la que Dios, como el Santo, el origen de la moral, es algo distinto de la naturaleza y algo que sólo puede amarse haciendo el bien. Desde luego, es muy posible que las religiones de la naturaleza adquieran elementos éticos al mora­lizar a sus dioses y transformarlos en guardianes de la comuni­dad cívica. Pero una religión de la naturaleza no puede con­vertirse en una religión puramente ética sin una profunda ruptura, una revolución. Esta transición es obra de personali­dades creadoras, de fundadores de la religión y, por ende, im­plica un descubrimiento. El monoteísmo ético de Israel es una religión que fue fundada. El "Dios Unico" de Israel no es la última palabra de una vieja manera de pensar, sino más bien la primera palabra de una nueva manera de pensar. En tanto esta forma de religión constituye una creación, que en­carna un principio totalmente nuevo y fructífero, estamos autorizados a llamarla históricamente -por completo aparte de con­cepciones sobrenaturales- una revelación.

Podemos decir esto con tanto más énfasis cuanto que ha seguido siendo un fenómeno absolutamente único. En ningún otro momento de la historia se produjo nada similar a este na­cimiento del monoteísmo a partir de la conciencia moral de Israel. Resulta ocioso considerar si hubiera podido surgir bajo circunstancias distintas y, en tal caso, de qué manera. Históri­camente, el hecho es que Israel, y sólo Israel, dio a la humani­dad el monoteísmo.

Esta caracterización del judaísmo como una revelación im­plica, asimismo, una evaluación. Si el factor esencial de la re­ligión radica en la actitud del hombre hacia el mundo, una visión de los profetas que hoy se vuelve a reconocer, entonces hay sólo dos formas fundamentales y determinantes de reli­gión, la de Israel y la de Buda. La primera declara que el mundo es el campo para las tareas de la vida y ofrece una afirmación moral del valor de la relación del hombre con el mundo mediante la acción y la voluntad; la segunda declara que la tarea del hombre consiste en dedicarse a la automedita­ción sin ejercer su voluntad. Una expresa el mandamiento de trabajar y crear, la otra, la necesidad de descansar. El judaísmo conduce al deseo de trabajar por el reino de Dios en el cual todos los hombres pueden unirse, mientras que el budismo lleva al deseo de hundirse en el Unico, en la nada, para en­contrar allí la liberación y la salvación del yo. El judaísmo exi­ge ascenso, desarrollo, la larga marcha hacia el futuro, mien­tras que el budismo predica el retorno, la cesación, la existencia sin futuro en el silencio. El judaísmo busca reconciliar el mundo con Dios, mientras que el budismo intenta escapar del mundo. El judaísmo exige creación, hombres nuevos y un mundo nuevo; el budismo busca la "extinción", el alejamiento de la humanidad y del mundo. Así, el judaísmo es una reli­gión de altruismo, pues declara que quien ha encontrado su camino hacia Dios buscando a sus hermanos y sirve a Dios amándolos y siendo justo con ellos, ese hombre aspira a la perfección. Por otro lado, el budismo es la religión del egoísmo, ya que atribuye perfección al hombre que se aparta de la hu­manidad para descubrir la única manera verdadera de acer­carse a sí mismo.

 

Entre estas dos religiones es necesario establecer polaridades de elección: sólo una de ellas es la revelación religiosa. Todas las otras religiones tienden hacia una u otra; en la mezcla que casi todas ellas constituyen, los rasgos polares del budismo o el judaísmo se revelan en mayor o menor medida. Desde el co­mienzo mismo uno puede descartar la religión por completo y limitarse a la observación objetiva y la exploración intelectual del cosmos, siguiendo las enseñanzas de algunos griegos. Pero quien siente la necesidad de religión, quien busca en ella una relación definidamente religiosa con el mundo real, debe con­siderar la religión de Israel como una revelación. Ello significa que el judaísmo es la manifestación clásica de la religión.

 

El monoteísmo ético existió sólo en Israel, y dondequiera se lo encuentre más tarde, constituye un derivado directo o indirecto de Israel. La naturaleza de esta religión fue condicio­nada por la existencia de su pueblo, y éste se convirtió así en una de las naciones con una misión que cumplir. Eso es lo que se entiende por la elección de Israel. Por ende, esta pala­bra expresa primariamente un hecho histórico: se asignó a este pueblo una posición peculiar en el mundo, por la cual se lo distinguía de todos los otros.

Esta afirmación implica una evaluación: justifica la diferen­cia, valoriza la peculiaridad y hace que la segregación resul­tante de Israel descanse sobre fundamentos perdurables. Reco­noce la diferencia como algo que otorga sentido a la vida de Israel. Justifica la alianza entre Dios e Israel, por la cual Dios lo sacó de la oscuridad de su pasado inarticulado y en la cual aquél descubrió su verdadero camino y la promesa de su futu­ro. Así queda fundamentado su derecho a ser distinto. Todo aquel que está en posesión de una verdad siente que asume una responsabilidad peculiar que lo separa de los otros hombres.

El llamado es siempre el elegido, el que ha escuchado la voz de Dios que le señala su camino peculiar. Quien asigna a la religión una significación clásica, reconoce también que sólo a sus campeones se concede una posición especial. La revela­ción y la elección son conceptos complementarios.

Al reconocer este hecho histórico, el pueblo judío se tornó cada vez más consciente de la significación de su existencia. La idea de la posesión religiosa ganó fuerza en el pueblo, dio a sus integrantes el valor para ser ellos mismos. Como pudie­ron discernir el mensaje del Señor, se les concedió una mayor fe en sí mismos. Con esta certidumbre, la religión se convirtió para ellos en una verdad perdurable, una verdad para toda la comunidad judía, que pudo así experimentar un profundo sen­timiento de continuidad con sus antepasados y sus descendien­tes. Siempre que faltó este sentimiento, hubo una correspon­diente inconstancia en la fe. Las cosas espirituales se convierten en una posesión íntima sólo cuando encontramos en ellas nues­tro don y nuestro mandato distintivos. Y, así, fue en la idea de la elección donde la comunidad se volvió por primera vez consciente de sí misma.

En una frase a menudo citada, y trasmitida en el "Tratado de Principios", Akiba alaba el amor divino implícito en el hecho de que Dios hiciera al hombre a su propia imagen; y alaba como una indicación aún mayor del amor de Dios, con su misma esencia, el que infundiera en el hombre la conciencia de su semejanza con Dios. Lo mismo puede decirse de la reli­gión judía. Desde el momento mismo en que percibió con claridad su carácter distintivo, esa percepción penetró como una fuerza viva en las almas de los hombres. La energía reli­giosa despertó sólo a través de la conciencia de la elección. La historia proporcionó una prueba decisiva: los profetas que más firmemente captaron el corazón de la religión judía también acentuaron en forma más decisiva la elección de Israel. Y, más tarde, la idea de elección fue expresada con mayor fuerza pre­cisamente por los hombres que permanecieron más fieles a la esencia del judaísmo.

Por lo tanto, la idea de elección no es otra cosa que la vivencia de la comunidad religiosa de poseer el conocimiento de la verdad, la revelación divina. En la conciencia de esta posesión vital única de la alianza con Dios, la comunidad en­contró la capacidad para actuar con libertad y permanecer indi­ferente a los números y el éxito. Esta disposición a seguir su propia conciencia trajo aparejada su independencia espiritual, único medio por el cual la comunidad pudo hacer frente al mundo entero sin transacciones, como tan a menudo ocurrió. Por grande que fuera la opresión, abrigó la convicción de que experimentaba una vida sublime, sí, la más sublime, de la humanidad.

La expresión más notable, aunque exagerada, de este senti­miento de poseer la verdad, es el hecho de que en algún mo­mento se creyó que la sabiduría bíblica estaba contenida en la filosofía griega, y la verdad griega, en las Sagradas Escrituras. Era una creencia ingenua. Más de un historiador, jactándose de su propia objetividad, encontró fácil examinarla con indig­nación o con burla. Pero "el hombre meramente racional se ríe de todas las cosas, el hombre de la razón verdadera, de nin­guna". Nada más fácil que subirse a la tribuna del conoci­miento histórico moderno y criticar con condescendencia la simplicidad que permitió transformar a los filósofos griegos en discípulos de los profetas. Pero, en realidad, resulta conmove­dor que esos hombres, llenos de reflexión e intuición, estuvie­ran tan profundamente convencidos de la verdad de su religión que no pudieran imaginar ningún dominio del conocimiento fuera de la revelación de Dios a los profetas y, por ende, se vieran obligados a encontrar su religión incluso en la filosofía griega. Estos hombres abandonaron así gran parte del terreno puramente religioso en que se basaba la religión de los profe­tas, y en el que se mantenía libre de conflicto o confusión entre la fe y el conocimiento. Con todo, hay algo admirable en esta certeza religiosa.

A menos que esté tan completamente inspirado por la idea religiosa que pueda tornarse por completo indiferente al éxito histórico, ningún hombre puede jamás ser testigo de su fe. Sólo quien se atreve a dejar de lado los llamados "resultados históricos" puede poseer ese inconmovible valor de convicción que no retrocede ni siquiera ante la muerte. No se llega al martirio a través de la investigación histórica. Lo que hace al mártir es, en cierta medida, una despreocupación con res­pecto a la historia. Todo genio es no-histórico, y también lo es toda verdad, pues piden a los hombres que abandonen el camino trillado y rechacen la línea habitual del desarrollo histó­rico. Nada es menos histórico que morir por una verdad; los hombres se sacrifican en nombre de una verdad que se eleva por sobre el curso de la mera historia. Los renegados siempre pudieron jactarse de su comprensión de la historia. De hecho, los viejos argumentos contra el judaísmo se basan sobre todo en los llamados resultados de la historia de la religión. Contra tales argumentos, el judaísmo se mantuvo firme gracias a su conciencia de poseer una verdad. Los errores y los desvíos tie­nen su historia, a menudo demasiado larga, pero la verdad cons­tituye un fin en sí misma y, por lo tanto, no depende de la historia. Quien tiene la convicción interior de poseer la verdad, quien vive para el ideal religioso, debe mantenerse indiferente a los éxitos de la historia, aun cuando éstos perduren durante siglos.

Los hombres que reverenciaban a los filósofos griegos como discípulos de los profetas carecían realmente de comprensión histórica. Pero tal deficiencia sólo fue la falta trivial de una virtud esencial; era una unilateralidad basada en su profunda conciencia de poseer la verdad. Incluso en este mundo vivían para lo eterno, y consideraban el curso de los acontecimientos sub specie aeternitatis. Contemplaban el pasado, de Israel y de otras naciones, con los ojos de profetas que miran hacia atrás. Incluso a los fines de una mejor comprensión histórica, no deberíamos desear privarnos de este magnífico pragmatismo religioso. Ese fervor espiritual sin paralelos llevó al criterio de que incluso el pensamiento pagano constituye una búsqueda de lo Divino. Y, en tal sentido, ese fervor tenía más peso que muchos juicios históricos acertados.

Durante toda la Edad Media, los judíos persistieron en este intento de descubrir el verdadero contexto de su Biblia en la filosofía griega. Pero a pesar de Platón y Aristóteles, e incluso a través de ellos, la idea de la elección de Israel se tornó cada vez más poderosa. El judaísmo emergió con renovada fuerza de su gran empeño por llegar a un entendimiento con la filo­sofía y la ciencia greco-arábigas. Precisamente porque los judíos de aquella época estaban tan completamente convencidos de su verdad religiosa, pudieron enfrentar el desafío de otro pen­samiento con tanta rapidez y franqueza. Establecieron la tra­dición del judaísmo que respeta el pensamiento y el conoci­miento científico, así como la certeza de su propia convicción religiosa.

Hoy contamos con una percepción histórica más clara de la naturaleza de la religión judía y del significado exacto de las palabras bíblicas; podemos distinguir con mayor exactitud entre fe y conocimiento. Pero esta mejor comprensión de la religión sólo puede adquirir significado si poseemos también esa honda conciencia de la verdad que tenían los hombres de aquellas épocas. Sólo así la religión a la que pertenecemos por naci­miento llega a ser nuestra verdadera religión; sólo así podremos establecer su relación correcta con el conocimiento de nuestra época. Cuando falta tal relación, ello puede deberse con fre­cuencia a la ausencia de un sólido punto de vista científico, pero las más de las veces lo que falta es una sólida base reli­giosa. Quien cree con toda su alma que el Dios de Israel es el Dios verdadero estará siempre convencido de que ningún descubrimiento de la historia, la ciencia, la arqueología o la filología puede conmover la esencia de la religión.

 

La idea de elección implica necesariamente una cierta exclu­sividad. Seguir el propio camino significa rechazar los ajenos; reconocer la verdad significa evitar el error. Israel comprendió su creencia con claridad y firmeza cada vez mayores al con­trastarla con las de otros pueblos. Al encontrar en sí mismo bastante fuerza como para mantenerse solo y en oposición a todos los demás, pudo crear su propia vida y convertirse en el "único pueblo". "Es un pueblo que tiene aparte su morada y que no se encuentra entre las gentes" (Núm. 23:9).

El judaísmo siempre comenzó por señalar su carácter único; la enseñanza profética exigía la separación de los pueblos veci­nos y la Tradición Oral tuvo que erigir "la valla en torno de la Torá". Se ha dicho que el carácter exclusivo es "el lado negativo del deber de confesar la propia fe". Debería agregarse que también es la consecuencia necesaria del mandamiento "No tendrás a otro Dios que a Mí" (ex. 20:3). La exclusividad corresponde a este mandamiento precisamente del mismo modo en que la confesión de fe corresponde a la primera frase de los Diez Mandamientos, motivo por el cual la exclusividad falta por completo en las religiones politeístas. La exclusividad tiene para la comunidad el mismo significado que el mandamiento de santidad segregada tiene para el individuo. En ambos casos, la veracidad religiosa no se inclina ni se somete ante ningún Dios desconocido. Donde falta este ideal de exclusividad, apa­rece, como lo demuestra la historia en muchos casos, el sincre­tismo, la intromisión de influencias espirituales desde planos inferiores.

El hecho de que este particularismo no tardara en adquirir su énfasis ético constituyó una expresión del genio del judaís­mo, que veía todo hecho como una tarea y toda realidad de la vida humana como una fuerza moldeadora. La exclusividad nacional se transformó en exclusividad ética; el carácter único de la posición histórica de Israel en el carácter único de la obligación religiosa. La alianza entre el pueblo y Dios se trans­formó en un mandamiento, una obligación que dío a Israel su sentido de dignidad y conciencia. Israel es elegido si se elige a sí mismo. "Dios te confirmará por pueblo santo, como te lo ha jurado, si guardas los mandamientos de Adonai, tu Dios, y andas por sus caminos" (Deut. 28:9). "Sed santos para mí, porque yo, Dios, soy santo, y os he separado de los pueblos para que seáis míos" (Lev. 20:26). "Ahora, si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi privilegio entre todos los pueblos; porque Mía es toda la tierra" (ex. 19:5). "He aquí Mi alianza con ellos, dice Dios: el espíritu mío que está sobre ti; y las palabras que Yo pongo en tu boca no faltarán de ella jamás, ni de la de tus hijos, ni de la boca de los hijos de tus hijos, dice Dios, desde ahora para siempre" (Is. 59:21).

A su vez, el pueblo elegido será juzgado según normas más estrictas. "Sólo a vosotros conocí Yo entre los pueblos todos de la tierra; por eso recordaré todas vuestras iniquidades" (Amós, 3:2). "Porque si Yo, al desatar el mal, he comenzado por la ciu­dad en que se invoca Mi nombre, ¿ibais a quedar vosotros im­punes?" (Jer. 25:29).

Israel fue elegido por Dios, por ende, Dios es su juez; ésta es una idea esencial en las enseñanzas proféticas. Aunque ele­gido por Dios, Israel sólo seguirá siéndolo si practica la rectitud; el pecado lo separa de Dios. Su única existencia posible es religiosa: vive como Dios lo ha ordenado o no vive de ninguna manera. De esta convicción surgió la idea de la misión histó­rica universal de Israel, y su responsabilidad ante Dios y el hombre. La elección es una vocación profética de todo un pueblo. Esa misión va más allá del mismo Israel; es una elec­ción en bien de otros. Todo Israel es el mensajero del Señor, el "servidor de Dios", que debe proteger la religión para todas las tierras y desde el cual irradiará la luz para todas las nacio­nes. "Yo, Dios, te he llamado con justicia y te he tomado de la mano. Yo te he formado y te he puesto por alianza para Mi pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, y de la prisión a los que moran en tinieblas" (Is. 42:6 y sig.). Esta idea clásica, de la que se conserva el núcleo esencial, sólo pudo surgir de la conciencia de la elección. Sólo de la fe en sí mismo podía haber surgido esta creencia en la responsabilidad de Israel para con el resto del mundo.

 

Y así la idea de humanidad, una humanidad destinada a la verdadera religión, aparece como corolario necesario de la idea de elección. Si una nación tiene el deber de proclamar al Dios Único a todo el universo, entonces evidentemente vive en co­munidad con ese universo, pues debe abrazar la idea de que todos los hombres son hijos de Dios y pertenecen a él. Si Israel, como portador de la religión, es "Mi hijo, Mi primogénito" (Ex. 4:22), entonces todas las naciones son también hijas de Dios y deben unirse a Israel en el amor a Dios y obedecer sus mandamientos. En las visiones de los profetas, la concepción religiosa de "todas las naciones" (Sal. 9:12; 96:3, 10; I Crón. 16:24) está profundamente arraigada: el vínculo de un destino religioso común une a todos los hombres. El universalismo reli­gioso constituye así una parte fundamental de la religión judía; se convierte en el principio de una tarea religiosa histórica. Israel es una religión mundial en tanto ve el futuro de la hu­manidad como la meta de su peregrinaje. Sin duda, podría denominársela religión mundial, porque todas las religiones que hicieron del universalismo su meta surgieron del judaísmo.

Esta tendencia universalista, esta concepción de una reli­gión mundial, tampoco fue un rasgo accidental en el judaísmo. No podía serlo, pues estaba ya encerrado en el monoteísmo ético: lo ético pretende ser siempre una ley universal, con demandas impuestas por igual a todos los hombres y que deben realizarse por igual a través de todos los hombres. Una fe que ve en el acto moral el sello esencial de la piedad, es univer­salista; sus ideas y premisas son las de una religión mundial. El monoteísmo implica necesariamente universalismo: el Dios Único sólo puede tener una religión a la que todos son llamados y que, por lo tanto, no puede alcanzar su cumplimiento histórico hasta que todos los hombres se unan en ella. Su ser­món deviene un anuncio de los "días futuros", en los que su historia encontrará cumplimiento. Su palabra decisiva se refie­re al futuro. Lo mismo es válido para la idea bíblica sobre el único secreto, el Eterno que todo lo crea. La creación del mundo como un único mundo significa que también la huma­nidad es una sola. El Dios Único que creó el universo llamó a todos para tomar parte en su vida única desde el comienzo mismo. "¿Quién hace esto, quién lo cumple? El que desde el principio llamó a las generaciones. . ." (Is. 41:4).

Resulta natural que Israel haya volcado todas sus esperanzas en este cuadro del futuro. En su elección vio una misión que le planteaba las más severas exigencias; ¿cómo no habría de comprender entonces que esa elección indicaba su promesa especial? Puesto que la existencia del monoteísmo estaba vincu­lada a la existencia de la comunidad de Israel, su futuro era el futuro de la religión. Y, de modo similar, consideraba que el destino de la religión, y por ende del mundo, estaba determi­nado por el destino particular de Israel. Para los profetas, la religión es el eje sobre el que gira la historia, y por eso para ellos el destino de Israel está necesariamente en el centro de la historia universal. El hecho de que vieran el futuro prome­tido como días de prosperidad y felicidad, sobre todo para su propio pueblo, demuestra que fueron seres humanos por cuyas venas corría sangre.

 

Así, el particularismo y el universalismo se unen en las palabras de -los profetas. La esperanza para la humanidad es la esperanza para Israel. La palabra de Dios a la humanidad se manifiesta a través de la palabra de Dios a su pueblo. La elección de Israel es el primer paso por el camino que Dios le fijó al hombre. Aunque la era mesiánica llegará para todo el universo, la nación en que se creó la religión mesiánica siente más íntimamente esa promesa. Si la salvación está destinada a todo el mundo, será la salvación que surja de Sion y sea una bendición para Sion. Cuanto más se coloca el acento en el universalismo, mayor el énfasis que podía y debía colocarse en la tarea y la posición especiales de Israel. Los profetas apo­yaron firmemente ambos conceptos, tal como lo hicieron los maestros judíos de épocas posteriores.

La existencia distintiva de Israel se convirtió así en una conciencia de su servicio para el futuro de la humanidad. Tam­bién aquí encontramos un notable acuerdo con el rasgo esen­cial del judaísmo: la idea del mandato y la obligación como factor fundamental de la religión. Aunque se hacen al judaísmo demandas especiales, la salvación no es propiedad exclusiva de nadie. El judaísmo no sucumbió a esa estrecha concepción reli­giosa que proclama la salvación como el monopolio de una fe particular. Cuando la acción y no la creencia conduce a Dios, cuando la comunidad ofrece a sus miembros un ideal y una tarea como símbolos espirituales de su participación, la mera creencia no basta para garantizar la salvación del alma. Y, del mismo modo, la pérdida de la salvación no puede depender de un accidente de nacimiento por el cual un ser humano per­tenece a un grupo religioso distinto. En toda la Biblia se en­cuentran huellas, débiles pero claras, de la doctrina según la cual todos los hombres buscan a Dios: "desde la salida del solhasta el ocaso, es alabado el nombre de Dios" (Malq. 1:11; Sal. 113:3). Incluso los paganos tratan de ser piadosos; también ellos encuentran la manera de alcanzar el perdón divino por sus pecados. Un contraste se toma cada vez más decisivo: el que existe entre los hombres que temen a Dios y los ateos. Y, en el verdadero sentido de la palabra, "temeroso de Dios" se aplica a toda persona que cree en el Dios Único y hace el bien. Calificativos como "jasid" (piadoso) o "tsadik" (justo) que estaban destinados a describir a los mejores entre los judíos, pronto se aplicaron también a los paganos, hasta que la igualdad moral de todos los hombres encontró su expresión clásica en la frase: "Los piadosos de todas las naciones tendrán una par­ticipación en la vida futura". Para ver este contraste claramen­te, basta comparar esta concepción con la descripción que hace Dante del lugar de expiación, donde incluso los mejores de los paganos enfrentan un horrible destino, descripción que concuerda con las enseñanzas básicas de la Iglesia.

El judaísmo habla del hombre bueno; las palabras "un buen judío" son extrañas tanto a la Biblia como a la Tradición Oral. Es el hombre el que está ante Dios. Esta idea es constantemente subrayada en cada nuevo contexto. Habéis leído en el Pentateuco que Moisés habla a los hijos de Israel en otros tér­minos, "observaréis Mis leyes y Mis mandamientos; el hombre que los cumpliere vivirá en ellos. Yo soy el Señor".

Sabéis también que David dijo: "Feliz, oh Dios, es el hom­bre, que va por la senda de Tu Ley". Él no dijo: "Felices son los Sacerdotes, los Levitas y los Israelitas." ¿Acaso el pro­feta dice: "Abran las puertas y que entren por ellas los Sacer­dotes, los Levitas y los Israelitas"? ¿No dice más bien: "Abran las puertas y que entre por ellas una nación justa que observa la verdad"?

También habéis oído: "Es ésta la puerta de Dios, los justos transitarán por ella." ¿Acaso habéis oído decir: "Es ésta la puerta de Dios; los Sacerdotes, los Levitas y los Israelitas tran­sitarán por ella"?

¿Acaso cantáis: "Haz el bien, oh Dios, a los Sacerdotes, a los Levitas y a los Israelitas"?

En los cánticos graduales ¿no cantáis más bien: "Haz el bien, oh Dios, a los buenos, y a los rectos de corazón"?

También esto oís en los Salmos: "Regocijaos, oh justos, con el Señor; a los rectos convienen los loores."

El Salmista no dice: "Regocijaos con el Señor, Sacerdotes, Levitas e Israelitas."

Por lo tanto, Yo les digo: "Un pagano que hace el bien y la rectitud es tanto como el Sumo Sacerdote de Israel."

 

Antes de la alianza entre Dios y los patriarcas hubo la alianza que hizo Dios a través de Noé con toda la humanidad. Si quienes aceptaron el servicio del Dios Único, a fin de ser sus testigos ante el mundo, son los Hijos de Israel, los paganos que se abstienen de realizar actos inhumanos e inmorales son los Hijos de Noé; también ellos son los hijos elegidos de Dios.

Una variedad de factores permitió que el ignorante y el malicioso negaran el carácter universal del judaísmo. Muchos creyeron encontrar en su particularismo nacional una deficien­cia de la religión judía, aunque, en realidad, tal particularismo ha sido esencial para la existencia continuada del judaísmo. En el reino de los ángeles una idea pura puede existir por sí misma, pero entre nosotros, los seres humanos, una fe religiosa sólo puede existir en alguna forma concreta; debe tener raíces firmes en el carácter específico de un pueblo o una comuni­dad. Todos los ideales humanos están condicionados por una vida histórica, concreta. Si el monoteísmo no se hubiera convertido en la religión particular de Israel, si no se lo hubiera afianzado al transformarlo en una posesión nacional, y si la conciencia de ser el pueblo elegido no hubiera dado a Israel la fortaleza para persistir en su creencia, el judaísmo podría haberse convertido en la doctrina misteriosa y secreta de una secta esotérica, mencionada quizás en algún documento antiguo. Pero nunca habría podido resistir los cambios temporales y con­vertirse así en la religión de todos los tiempos.

Este particularismo nacional, uno de los reproches más fre­cuentes que se hacen al judaísmo, no es otra cosa que esa intensa individualidad indispensable para asegurar la permanencia. En la esfera religiosa no hay vida ni individualidad que no esté nacionalmente condicionada.

 

Con la amplia dispersión de Israel, sin embargo, esta limi­tación nacional perdió importancia. A pesar de la unidad reli­giosa fundamental, el judaísmo alejandrino difería del palesti­nense y éste, a su vez, del de Babilonia. Y durante la Edad Media existió un evidente contraste entre los judíos luso-espa­ñoles, o sefarditas, y los judíos alemanes, o ashkenazim, contraste que no afectaba tan sólo su posición económica, sino también, quizás debido a esas diferencias, sus formas de pen­samiento y sus características espirituales. Casi no existen pe­ríodos en la historia del judaísmo en que éste haya alcanzado una unidad homogénea. Los judíos de diversos países han exhi­bido peculiaridades inconfundibles en sus concepciones religio­sas y sus expresiones espirituales. Incluso los del norte de Francia, por ejemplo, tuvieron una evolución distinta de los del sur de ese país, y los judíos del norte y del sur de Alema­nia siguieron líneas distintas de desarrollo; lo mismo ocurrió en general con los habitantes de los otros países. Todas las demás religiones tienen limitaciones nacionales similares. El catolicismo alemán, español e italiano; las Iglesias rusa y arme­nia; el protestantismo inglés, suizo y escandinavo; el islamismo de Turquía e India; el budismo tibetano y japonés: todos están nacionalmente condicionados.

Cuando los profetas hablaban fundamentalmente, y a menudo exclusivamente de Israel, establecían una sabia limitación. Sabían que antes de proclamar una religión al mundo era nece­sario primero establecerla firmemente en Israel. Incluso cuando las enseñanzas comprendían al mundo entero, era necesario limi­tarlas primero a Israel. Sin esta intimidad personal, buena parte de la eficacia del mensaje profético se hubiera perdido. Tal como el hombre que reza con todo el corazón implora a su Dios, aunque sabe que es el Dios de todos los hombres, del mismo modo los profetas, sobre todo cuando estaban más profundamente conmovidos, hablaban primero de su pueblo y para él aunque dirigían su enseñanza a todos los hombres. Si bien hablaban del Dios de Israel, deseaban que todas las naciones aceptaran sus mandamientos. En esa forma expresaron su pre­ocupación y amor por su propio pueblo, así como la convicción de que sólo en ese pueblo podía surgir un profeta que com­prendiera el propósito de la humanidad. Encontraron en su pueblo un lugar seguro desde el cual podían observar y com­prender a la humanidad, tal como en su examen de la huma­nidad descubrieron el verdadero lugar de su propio pueblo. La idea de posesión particular y responsabilidad universal se sustentaban una a la otra hasta el punto en que la aspiración a lo particular no podía oponerse a las necesidades de toda la hu­manidad. Así como el amor por la familia y los semejantes no se excluyen mutuamente, de idéntico modo el universalismo y el particularismo del mensaje profético no son contradictorios.

El hecho de que Jesús limitara su mensaje a Israel demues­tra el poder de sus palabras antes que una cierta estrechez de miras. Pero es afortunado que su exhortación no figure en el Antiguo Testamento ni en el Talmud, pues hubiera encon­trado poca aceptación entre los austeros protestantes, para quie­nes hubiera sido una nueva manifestación de la limitada reli­gión nacional de los judíos... Los profetas hablan del mundo y su salvación, pero hablan a Israel. Sólo los desvaídos imitadores que les siguieron habrían de dirigirse a un auditorio que abarcaba a toda la humanidad.

El judaísmo tuvo que luchar para lograr su lugar espiritual en el mundo y, por ende, encontramos palabras combativas en su literatura religiosa. En los Profetas, en los Salmos y más tarde también, hay frases que expresan un violento deseo de condena divina para los paganos, y una confiada expectativa de que esa condena llegará. Aunque pronunciadas con cólera sagrada, esas frases ofenden nuestros oídos y nuestros san­timientos. Pero aunque ya no son nuestras palabras o la expre­sión de nuestras esperanzas, podemos comprenderlas y valorarlas. No se debe olvidar que estas frases están dirigidas no sólo contra los paganos sin Dios, sino también, y en igual medida, contra los pecadores dentro de Israel. Expresan no tanto un odio hacia otras naciones como el odio al pecado, cualquiera sea el lugar en que éste exista. Cuando sus convicciones morales así lo exigían, los hombres de Dios se unían incluso a los enemigos de Israel. Estaban tan poco comprometidos con la nacio­nalidad y tenían tan pocos prejuicios en ese sentido, que veían en las otras naciones instrumentos divinos para castigar a su pro­pio pueblo. Y tan profunda era su creencia en la ley moral inviolable que, para ellos, el mal cesaría realmente sólo cuando un desastre vengador siguiera a la iniquidad. En aquellos días, cuando la idea de una virtud reinante en todo el mundo debió abrirse camino hasta alcanzar el reconocimiento universal, la convic­ción de la victoria final del bien era una cuestión de fe ardiente. El apasionado anhelo que se afirmaba en la concepción de un Dios justo no siempre podía contemplar con paciencia la maldad arrogante, fuera o dentro del país; no podía evitar el deseo humano de presenciar el día del Juicio Final. Sólo Dios perma­nece paciente, porque es eterno. Del mismo modo, al describir el desesperado conflicto del hombre mortal que lucha en la an­gustia de su corazón por la justicia de Dios, el Libro de Job usa palabras que lindan con la blasfemia. Pero en esa blasfe­mia hay más temor de Dios que en mucha humildad dócil y pia­dosa.

Quien desprecie con ojos piadosos, seguro de su propia vir­tud, esa "sed de venganza", por cierto que no conoce las tortu­ras de un alma agitada cuya fe moral se siente aplastada por el tremendo peso de los hechos. La fe humana encuentra su más difícil prueba en la angustia de un virtual martirio de la conciencia; es más fácil soportar y aceptar el sufrimiento personal que un hombre experimenta en el curso de su vida. Pero debe­mos haber experimentado nosotros mismos, o ser capaces de sentir con quienes lo han hecho, la agonía del grito: "Por qué han de decir las gentes: Dónde está su Dios?" (Sal. 79:10; 115: 2). Para comprender el amargo lamento del alma angustiada, debemos haber experimentado como aflicción propia, o por lo menos haber sentido con quienes sufrieron : "Dan muerte a la viuda y al peregrino y a los huérfanos asesinan. Y se dicen: no ve Dios, no lo sabe el Dios de Jacob". (Sal. 94:6 y sig.) O para comprender las profundidades de la emoción que se oculta tras la plegaría: "¡Dios de las venganzas, el Señor, Dios de las venganzas, muéstrate! Alzate, juez de la tierra, da a los sober­bios su merecido" (Sal. 94:1 y sig.). Cuando el cristianismo se difundió entre las naciones, poseía ya en los Salmos y en los li­bros proféticos de Israel un rico tesoro de consuelo y seguridad para enfrentar todas las pruebas a que lo sometieron los poderes del mundo. Pero Israel tuvo que luchar para lograr ese te­soro, y más de una palabra trémula revela las heridas recibi­das en la lucha.

Y no olvidemos que la última palabra es una palabra de amor. Después de todas las tormentas y las luchas, aparecen las palabras frescas y benévolas: "Aquiétate en Dios y espera en Él... Depón el enojo y deja la cólera, no te excites, no te dejes llevar por el mal" (Sal. 37:7 y sig.). "Encomienda a Dios tus caminos, en Él espera y Él hará hará resplandecer como la luz su justicia, tu derecho como la luz del mediodía" (Sal. 37:5 y sig.). "Volverán a la justicia los juicios y la seguirán todos los rectos de corazón" (Sal. 94:15).

Y también para los paganos hay esperanza: "Te loarán, ¡oh Dios!, los pueblos, te loarán los pueblos todos. Alégrense las naciones y regocíjense, porque Tú gobiernas a los pueblos con equidad y riges a las naciones de la tierra" (Sal. 67:4 y sig.). La concepción religiosa profética de "todas las naciones" encierra una plegaria de esperanza para el mundo entero: "Contad a los pueblos sus grandes portentos" (Sal. 9:12; 105:1). "Celebrad su gloria entre las gentes, en todos los pueblos sus maravillas" Sal. 96:3). De toda esa angustia y aflicción interiores emerge una y otra vez este anhelo de un futuro mejor. Y nada resulta tan característico del alma de la humanidad como este perpetuo anhelo y fantasía de su futuro.

 

Como tantos otros rasgos del judaísmo, su universalismo re­ligioso, aunque íntegramente incorporado a su naturaleza desde el comienzo, se desarrolla con el crecimiento del judaísmo mis­mo. En la Biblia es posible seguir este desarrollo con toda cla­ridad. En primer lugar, fue necesario llegar a la concepción his­tórica del mundo para que pudiera tornarse comprensible la idea de que la religión judía tenía como meta ser la religión de todo el mundo. Esos mismos hombres que expresaron claramente la idea de una religión universal habían concebido pre­viamente la idea de la historia universal, que para ellos representaba el imperio del mandato divino en el mundo. Puesto que el verdadero universalismo tiene que ver con el concepto antes que con la cantidad, el hecho de que su crecimiento numérico fuera muy leve tiene escasa importancia para una evaluación del judaísmo. Lo significativo es su carácter, no su expansión. Tampoco podemos pasar por alto el que la expansión de mu­chos credos religiosos constituyó a menudo un hecho político más que religioso. Tales éxitos se obtenían en los campos de batalla y en los manejos de la política antes que en la relación con la palabra de Dios. No trazar este distingo significa deci­dir las cuestiones de fe según las victorias de la espada.

Lo esencial es si una religión ha comprendido claramente el universalismo, si lo ha convertido en la característica decisi­va de su vida y en su meta consciente. El budismo, por ejem­plo, lanza sus caminos hacia los hombres de todo el mundo; ha trascendido las fronteras de su país de origen. Con todo, nun­ca ha considerado la universalidad total como su tarea elegida o como señal de su futuro. Sólo el judaísmo tomó el universa­lismo en esa forma, y esperó la realización histórica en el reino universal de Dios que incluirá a toda la humanidad. Lo mismo puede decirse del cristianismo y el islamismo, que son religiones mundiales en tanto derivan del judaísmo. Cuando ven el fu­turo religioso a la luz de su religión y ven así en él a la religión, están adoptando una creencia esencialmente judía.

El judaísmo aceptó también el mandato de salir al encuen­tro de toda la humanidad, la idea de misión esencial a una au­téntica religión. Para el judaísmo, la misión no es parte de un impulso a crecer y conquistar poder, sino más bien la expresión de una necesidad interior de enseñar y convertir a los hombres. La idea de misión ya está presente en la idea de elección, según la cual la posesión de la verdad implica un deber hacia los demás. En el judaísmo existe la conciencia de haber sido enviado -la palabra "enviar" es una de las más peculiares y significa­tivas en la Biblia.

La idea de misión se tornó aún más profunda a través de la concepción de humanidad desarrollada por el judaísmo. Cuanto más claramente captaban los hombres en su religión el significado de toda vida, más imperativo se tornaba su deber de preparar el camino para esa verdad, invitando a todas las naciones de la tierra a compartirla. Dondequiera miraban, veían otros hom= bres; dondequiera escuchaban otras voces, oían en ellas la misma nota de búsqueda humana que había surgido en su propia alma. Y dondequiera escuchaban, oían la voz que por primera vez se había tornado audible en su propia conciencia, pronunciando la palabra de Dios para el hombre. Veían los caminos de Dios y los caminos que llevaban a Él en todas las cosas. "Volveos a mí y seréis salvos, confines todos de la tierra" (Is. 45:22). Toda la sabiduría revelada en Israel hablaba al mundo: "A vosotros, mortales, clamo, y me dirijo a los hijos de los hombres" (Prov. 8:4). Sabían que el judaísmo hablaba a todos los hombres so­bre el aspecto más profundo de la existencia humana.

La obligación misionera se experimentó incluso en los co­mienzos de la historia de Israel; Abraham recibió la promesa y la exhortación: "Y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra" (Gén. 12:3). Y la tradición devota siempre consideró que la descripción bíblica de Abraham como "padre de muchas naciones" significaba que estaba destinado a ser el padre de la salvación de todos los hombres. En los primeros capítulos de la Biblia se mencionan setenta naciones como la "familia hu­mana sobre la tierra". A fin de incluir a toda la humanidad en una sola frase, la tradición oral habla de las setenta naciones y se­tenta lenguas. En su pintoresco lenguaje, relata cómo Dios se reveló en setenta idiomas en el Sinaí, y cómo Moisés debió haber escrito sobre el altar las palabras del Señor en setenta idiomas.

A los rabinos les resulta imposible pensar que su religión no había sido creada desde el comienzo para ser la religión del mundo. Cuando la Biblia se tradujo al griego, que era en esa época el idioma hablado por los individuos cultos de los países mediterráneos, se la llamó la Septuaginta, la Biblia de los se­tenta, las setenta naciones, y fue sin duda la Biblia misionera. En la Fiesta de las Cabañas, los sacerdotes de Israel ofrecían setenta sacrificios como expiación para todas las naciones de la tierra; tales sacrificios expresaban el concepto de responsabili­dad judía por el bienestar religioso de la humanidad. Incluso la dispersión de Israel se interpretó como un acto de la Providen­cia que beneficiaría al mundo. Mediante un intraductible juego de palabras, se afirmaba que la dispersión de Israel era como sembrar en todas las tierras una semilla de la que crecería la palabra de Dios.

El judaísmo fue la primera religión que organizó misiones, y fue la propaganda judía la que preparó el terreno para la difusión del cristianismo. Consideraciones religiosas antes que políticas pusieron fin a los intentos judíos por ampliar el nú­mero de su adeptos. Pero la conciencia del deber misionero no ha desaparecido; más adelante mostraremos cómo se manifestó después. Siempre se mantuvo como un elemento esencial para justificar la existencia del judaísmo, y como una tarea esencial de esa existencia.

En la visión judía, todo aquel que creía en la unidad de Dios era un prosélito. A la concepción judía de un pueblo se unió la de la comunidad ante Dios, que encontraba clara expresión en la afirmación de que "toda persona que abjura de la idolatría es judía". Así, quien aceptaba la religión de Israel te. nía derecho a llamarse hijo de Abraham. Este criterio fue propugnado por Filón y establecido por el Talmud. Moisés Mai­mónides declaró a un prosélito que podía reclamar como propios a los padres de Israel y que debía sentirse partícipe en la elec­ción de Israel a sí mismo. "Tú también eres elegido y escogi­do. . . Abraham es tu padre, tal como es el nuestro; pues es el padre de los piadosos y de los justos". Y en otra parte afir­ma: "La fe es el padre de todos".

 

El judaísmo nunca abandonó su pretensión de ser la reli­gión mundial. Si no estuviera lleno de la conciencia de su ideal, toda su historia parecería insignificante e incluso incom­prensible. Sólo a través de esa aspiración adquiere carácter heroico. Sufrir en nombre de una idea mezquina, de importancia limitada, puede ser muy poco más que una honrosa obstina­ción. Sólo cuando una convicción encierra una grandeza tras­cendente y sus defensores tienen conciencia de su carácter su­blime, resulta heroico que el hombre viva sólo para ella. Al haber preservado, y seguir conservando, sus posesiones espirituales antiguas, el judaísmo mantiene su inconmovible creencia en su función guardiana de la religión de toda la humanidad. Para los profetas que crearon la idea de una religión mundial, la vida de Israel no era una experiencia aislada, sino un factor esencial en la vida social de todas las naciones. En este sentido existe unanimidad entre los pensadores y poetas posteriores del judaísmo. Un romántico como lehudá ha-Leví, un racionalista como Moisés Maimónides, un sobrio investigador como Levi Gersónides, un fervoroso místico como Isaac Luria, pueden todos concebir de distinto modo la aspiración del judaísmo a ser una religión mundial, pero todos están unidos en el núcleo central de esa creencia.

El poder creador de la plegaria judía se hizo cargo de esta idea en formas siempre nuevas, conservándola así en la concien­cia viviente de la comunidad. Y podemos enumerar otros hechos que justifican la aspiración judía al universalismo: en primer lugar, su influencia sobre todos los grandes movimientos espiri­tuales durante los últimos dos mil años -basta mencionar fe­nómenos tan diversos como la renovación religiosa durante el Renacimiento, y el movimiento socialista; en segundo lugar, la persistencia de las ideas judías dentro de las dos grandes reli­giones derivadas del judaísmo y su tendencia a retornar a an­tiguas formas judías de creencia y abandonar luego elementos derivados de otras fuentes, como ocurrió con la Reforma, los anabaptistas y la tendencia unitaria en el protestantismo mo­derno.

En oposición al criterio según el cual todas las esperanzas están puestas en una ética y una civilización no religiosas, en oposición a la adoración piadosa del poder en que se basan los éxitos exteriores de la Iglesia, el judaísmo sostiene firmemente la convicción de que el futuro religioso y moral de la humani­dad descansa sobre la creencia en el Dios Unico que conduce al hombre hacia la vida y exige del hombre una forma religiosa de vida. Ello no significa que la creencia de todos los hombres será uniforme; el carácter distintivo de quienes han sido creados a imagen de Dios es demasiado intenso y fecundo como para eso; la religión enraiza muy profundamente en lo que de más individual hay en el hombre. Sin embargo, todos tendrán una creencia, si todos reconocen esa enseñanza del profeta que resume la visión de sus predecesores: "¡Oh hombre! Bien te ha sido declarado lo que es bueno y lo que de ti pide Dios: hacer justicia, amar el bien, y andar con humildad en la senda de tu Dios" (Miq. 6:8). Esta creencia en el Dios Unico puede unir a todos los hombres.

II

LAS IDEAS DEL JUDAÍSMO

mismo, representa lo universal porque todos deben realizarlo y, por lo tanto, constituye el sentido del mundo. La creencia de que hay un sentido en todas las cosas sólo es posible como una creencia en el bien. Sólo hay un optimismo completo y perfecto: el optimismo ético.

El hombre finito y limitado no es la fuente de ese bien, pues éste exige un fundamento absoluto, incondicional. Por ende, su base sólo puede encontrarse en el Dios Unico, producto de cuya naturaleza es la ley moral. En Él el bien encuentra la certeza de su realidad eterna. Así, el bien surge de la fuente de toda existencia: su ley emerge de la profundidad en que está contenido el secreto. El Dios Unico es la respuesta a todo misterio, es la fuente de todo lo eterno y ético, creador y ordenado, oculto y definido. En esta alianza entre el secreto y el mandamiento se origina toda existencia y toda significación. En ella se aprehende su unidad: el mandamiento se vincula al secreto y éste al mandamiento. La bondad pertenece a Dios y fue puesta por Él ante el hombre que tiene el poder para realizarla. Sólo hay un optimismo, que abarca a todo lo que descansa en el Dios Unico: el monoteísmo ético. Por lo tanto, cuando las religiones son congruentemente pesimistas, como el budismo, ocurre inevitablemente que son religiones sin Dios y que su elemento ético no constituye más que un aspecto contingente de la actividad humana.

El carácter distintivo del judaísmo, que éste trasmitió al resto de la humanidad, es su afirmación ética del mundo: el judaísmo es la religión del optimismo ético. Desde luego, se trata de un optimismo por completo ajeno a la indiferencia complaciente del hombre para quien el mundo es bueno simplemente porque él se siente bien en él o a ese diletantismo que niega el sufrimiento y alaba a este mundo como el mejor de todos los mundos posibles -la rage de soutenir que tout est bien quand on est mal-. El judaísmo rechaza este optimismo superficial. Israel conoce demasiado la vida como para negar lo tremendo de la privación y el sufrimiento. Más frecuente y más conmovedor que el canto de alabanza a las alegrías de la vida, es el lamento de Israel por el hecho de que este mundo sea un lugar de desgracia y aflicción.

Así se lamenta la plegaria de Moisés, el hombre de Dios, e la que pueden oírse ecos en toda la Biblia: es un libro de suspiros y lágrimas, de dolor y aflicción, de opresión espiritual y angustia moral. Los mismos tonos aparecen en las canciones que entonó el judaísmo a través de los siglos. En su voz se escucha con claridad una nota de desprecio por el mundo, una Iota grave y pésímista que vibra como oscura contraparte de "su fundamental optimismo.

Este tono oscuro resuena con especial vigor en la emoción del alma que experimenta las profundidades de la bajeza y la právación. Resuena en el sentimiento de los hombres heridos por el poder terrenal y de quienes quisieran apartarse de todas las cosas malas y mezquinas que llenan la tierra. Este grito de negación, la negación del poder y el prestigio, surge de la más profunda necesidad de afirmación: desprecia y rechaza para estar seguro de lo que es elevado y verdadero. Un optimismo consciente del ideal contempla los hechos con pesimismo. No hay bondad persistente sin la capacidad de desdén, ningún verdero amor al hombre sin esta facultad de despreciar al hombre

Pero la cualidad única del optimismo judío radica en que, a pesar del predominio de la maldad en este mundo, no sube a la mera indiferencia o a la resignación frente a él. Él no es el del sabio de la antigüedad que, satisfecho con su propia sabiduría y tranquilidad de espíritu, ya no se siente conmovido ante los esfuerzos del hombre. En este sentido, el juidaismo difiere radicalmente del pensamiento griego e indio: enfrenta al mundo con la voluntad de modificarlo y con el propósito de realizar el bien en él. El sabio de la antigüedad sólo conoce la satisfacción de su propio contento. El judaísmo nunca abandona la meta del mundo, pues no duda del Dios que ha encomendado a los hombres avanzar hacia esa meta. Su optimismo es la fuerza de la voluntad moral; su llamado es "¡Allanad el camino!" (Is. 40:3).

 

Desprecio por el éxito, rechazo de la arrogancia mundanal, del judaismo con respecto "al mundo", tales son los ingredientes especiales del optimismo judío. Enfrenta el éxito con la verdad; por lo tanto, está imbuido con la fuerza practica del hombre que lucha e incluso en la derrota siente que ha triunfado, porque puede invocar el futuro y está seguro de la victoria final. También en este sentido el judaísmo es distinto del pensamiento de la antigüedad, que sólo conoce la tragedia del destino y no la del hombre al que está dirigida la palabra de Dios: "Pues irás donde te envíe yo, y dirás lo que yo te mande. No los temas" (Jer. 1:7 y sig.). Este drama judío del hombre que enfrenta el presente y el futuro con su confianza moral, difiere tanto de Oriente como de Occidente. Pues el judío exige del mundo lo que ha encontrado en su corazón; está seguro de que esa demanda proporciona la respuesta final, que después de la aflicción hay expiación y que sobre la discordia reina la armonía. Aquí se confunden el sentimiento moral y el trágico. La Biblia es un mundo de esta tragedia optimista y fortificante, y al experimentar su verdad el judaísmo captó el significado de los profetas y sus sucesores.

En el judaísmo este optimismo se convierte en una exigencia de heroísmo humano, de voluntad moral de luchar. Es un optimismo que aspira a realizar la moral en la práctica. No se trata de una doctrina de la alegría y el dolor, que plantea interrogantes al destino y aguarda las respuestas, sino de una doctrina del bien que plantea su interrogante al hombre y le da una respuesta inequívoca en su mandamiento afirmativo. El optimismo judío no es la satisfacción del espectador en su tranquilidad enclaustrada, sino la voluntad ética de quien, seguro de su Dios, inicia y crea a fin de moldear a los hombres y renovar al mundo. Carece, sin duda, de la calma clásica, pero logra en cambio la paz nacida en la lucha por Dios. En este optimismo heroico, expresado tan a menudo en el profético "pero yo os digo", se originó el gran estilo de la ética y la vida; justifica la afirmación de que la religión es la "forma heroica de existencia".

El optimismo judío consiste en la fe en Dios y, por consiguiente, también en el hombre, que es capaz de cumplir en sí mismo el bien que encuentra su realidad primera en Dios. Todas las ideas del judaísmo pueden derivarse de ese optimismo, estableciéndose así una triple relación. Primero, la fe en uno mismo: la propia alma está creada a imagen de Dios y es por ello capaz de pureza y libertad; el alma es la liza en la que siempre resulta posible reconciliarse con Dios. Segundo, la fe en nuestros semejantes: todo ser humano tiene la misma individualidad que yo; su alma, con su pureza y libertad posibles, deriva también de Dios, y en el fondo se parece a mí y es, por lo tanto, mi prójimo y mi hermano. Tercero, la fe en la humanidad: todos los hombres son hijos de Dios; por ende, están unidos por una tarea común. Conocer la realidad espiritual de la propia vida, de la vida de nuestros semejantes y de la humanidad en conjunto, arraigadas como están en la realidad común de Dios, tal es la expresión del optimismo judío.

Estos tres aspectos de la creencia en el bien no pueden separarse en las exigencias que ellos nos imponen, tal como no es posible separarlos de su fundamento mutuo: el Dios Unico. Sólo el conocimiento de nuestra propia alma, de su carácter personal y la profundidad de su ser, proporciona certeza y libertad a la relación espiritual con la vida circundante. Del mismo modo, sólo en el conocimiento del alma de nuestro prójimo y en la conciencia de que lo que consideramos propio es también ':posesión de aquél, nuestra propia individualidad encuentra su deber y su expresión. La fe en los demás requiere fe en nosotros mismos; la fe en nosotros mismos requiere fe en los demás. Y, por fin, nuestro, propio ser y el de nuestro prójimo se relacionan sólo a través de la idea de que toda la vida humana tiene unidad. Estos aspectos de la fe están arraigados en la certeza de que el camino de esta vida procede de Dios y conIduce de retorno a Dios. A partir de la fe en Dios llegamos a ;descubrir el valor de nuestra propia alma, de nuestro prójimo y de toda la humanidad.

La capacidad creadora del optimismo judío se origina en el criterio de que toda creencia implica una responsabilidad; se trata de una idea netamente judía. Su fe en la humanidad implica también una triple responsabilidad; puesto que esa fe ,deriva de la fe en Dios, se basa en la responsabilidad hacia éI. Debemos ser santos, porque Dios Nuestro Señor lo es (Lev. I9:2); es una responsabilidad del hombre para con Dios. Idéntica responsabilidad tenemos para con nuestros prójimos: debemos "conocer su corazón" (Ex. 23:9) y honrar en él la simiente de quien ruega a Dios. Así, siempre hay en ella una maravillosa mezcla de misterio y certidumbre: es como si el cielo y la tierra se tocaran y, en esa forma, el Dios lejano se convirtiera en el Dios cercano. En la plegaria el impulso vital del hombre que se sabe creado por Dios se dirige al fundamento de su existencia. El hombre vivo cuyo ser más profundo anhela elevarse y trascender los límites de la mortalidad, se vuelve hacia el Dios vivo. Así, hablar de la plenitud en crecimiento de la vida es una verdadera palabra de plegaria. "En la angustia invoqué a Dios, y me oyó Dios llevándome a la plenitud" (Sal. I18:5).

En la conciencia de haber sido creado por Dios y en su anhelo y sus plegarias, se conmueven los sentimientos más profundos del hombre: la vivencia de su individualidad distintiva y la afirmación de su fundamento en Dios. Puesto que esta experiencia encierra las cualidades más humanas del hombre, sólo puede manifestarse en términos humanos: confianza y temor humanos, seguridad y ansiedad humanas. Se expresa a través del lenguaje personal, pues es el "yo" del hombre el que experimenta todas esas cosas. Es el "yo" el que se sabe vinculado con Dios, el que busca elevarse hasta Dios y, por lo tanto, se dirige a Él. El "yo" se encuentra cara a cara con el Dios eterno, infinito y secreto. Las plegarias del judaísmo dicen: "yo soy suyo, y Él . es mío". Para el judaísmo, Dios no es sólo un Él distante, sino también el cercano Tú al que se dirigen sus plegarias. En esta visión conjunta se capta la unidad del Dios lejano y el Dios cercano. Por eso la Biblia utiliza las dos palabras, Él y Tú, alternadamente, incluso en una misma oración. "Él" y "Tú" aparecen uno al lado del otro. "Para que Dios sea el asilo del oprimido, asilo al tiempo de la calamidad, para que confíen en Él cuantos conocen su nombre, pues no abandonas, ¡oh Dios! a los que te buscan" (Sal. 9:10 y sig.). "Te cubrirá con sus Providencias, hallarás seguro bajo sus alas, y su fidelidad te será escudo y adarga... teniendo a Dios por refugio tuyo, al Altísimo por fortaleza tuya" (Sal. 91:4 y sig.).

"Bueno es alabar a Dios y cantar tu nombre, ¡oh Altísimo!" (Sal. 92:2). "Vuelve, alma mía, a tu quietud, porque Dios fue generoso contigo. Porque libraste mi alma de la muerte, mís ojos de las lágrimas, mis pies de la vacilación" (Sal. 116:7 y sig.). Una y otra vez este pasaje de "él" y "tú" aparece en las frases bíblicas. En estas olas de emoción hay un reiterado aproximarse y captar, una búsqueda y una atracción a través de los cuales "él" siempre se convierte en "tú".

Mediante ese anhelo y esa búsqueda el hombre aprehende a su Dios, lo hace propio y se siente seguro de Él; el hombre descubre el camino desde Dios hacia su alma y de retorno hacia Dios. Pero esa búsqueda de Dios, expresada en el anhelo y la súplica del judaísmo, no implica intento alguno por dar una definición conceptual de la naturaleza divina. Como bien lo señalaron los filósofos religiosos judíos de la Edad Media, ni siquiera describe los atributos de Dios en términos de la experiencia humana a través de la cual la Divinidad podría revelarse al hombre. El Dios del judaísmo no está compuesto de cualidades; no es una mera concepción, ni un Dios de la filosofía o el dogma. (Ni siquiera lo fue para la filosofía religiosa judía, pues su vínculo con la Biblia era demasiado fuerte.) Puesto que el judaísmo lo concibe como el Dios vivo, se lo siente como el Dios personal. La sublimidad y el carácter secreto del Unico que abarca todas las cosas penetra en la existencia más profunda del hombre, para quien constituyen las posesiones más personales. Frente al alma y a su "yo" está el Señor Eterno como el Dios cercano y personal. Así como la idea de Dios entra en la meditación y la reflexión de la mente humana y emerge de ellas, del mismo modo la plegaria y el anhelo del hombre encuentran a este Dios íntimo y personal. Y de ahí la paradoja de que la vida del hombre posea su Dios personal en el Infinito, el Insondable.

La riqueza de sentimientos que produce esta conciencia de Dios trae aparejados intentos de encontrar medios intensamente personales y siempre nuevos de expresarlos con palabras. Ya se la encuentra en la frase "Dios mío", que aparece en los salmos penitenciales babilónicos, y cuyo pleno significado no se puso de manifiesto hasta que se la aplicó al Dios Unico. Pero incluso esa frase no basta para expresar la convicción piadosa del sentimiento religioso. Esa convicción se hace sentir en expresiones siempre renovadas del corazón como Dios es el Padre. En su sentido mitológico, esta frase aparece ya en las plegarias de las religiones antiguas e incluso primitivas, pero asume un nuevo sentido cuando se la aplica al Dios Unico; se convierte en la explicación del origen y el significado de toda vida humana. Dios es dador de ayuda y sustentador, pastor y guardián. Es el que cura y el que redime con misericordia; es refugio y protección, cumbre y escudo, luz y salvación; es esperanza, consolación y vida. El genio religioso creó aquí su propio lenguaje para los sentimientos piadosos de todas las generaciones pasadas y futuras. Este elemento poético existe en todas las religiones; los hombres que han logrado la vivencia más profunda de su existencia y buscan expresarla se convierten en los poetas de Dios. Encuentran las palabras apropiadas y las metáforas perdurables para Dios; desde la intimidad con Dios que sienten en las grietas más profundas de su alma, crean su poesía. Surge un canto de religión para el alma que habla de "todo lo que Dios ha hecho por ella" (Sal. 103:2). Y así se moldeó el lenguaje que desde entonces es posesión de toda la humanidad.

El alma desea expresar lo que descubre en las viejas palabras con términos nuevos, elegidos y creados por ella. La lucha por el ser espiritual deviene una búsqueda y un hallazgo de palabras, una conquista de la palabra. En el lenguaje la mente se descubre a sí misma y adquiere su conciencia. También en el período postbíblico el judaísmo buscó expresar su sentimiento de la unidad entre la exaltación de Dios y su intimidad con él, el sentimiento que surgía de su vívida conciencia de haber sido creado por él. En ese período se desarrollaron nuevas combinaciones de palabras destinadas a expresar tales sentimientos. Aparecen así "nuestro padre, nuestro rey", o bien "padre nuestro que estás en el cielo", y también "el Señor, nuestro Dios, soberano del universo"; estas fórmulas llegan a ser una expresión indivisible, casi una sola palabra. Dios está en el cielo y, no obstante, es nuestro padre; es el rector del universo y, con todo, nuestro Dios. Los símiles con que la Agadá de la época compara a Dios surgieron del deseo de expresar la unidad de esas dos concepciones: Dios es comparado con un rey y el hombre es el hijo de ese rey; Dios es el rey, pero también el padre; es el Supremo, pero también el Dios cercano, Así se creó la imagen de majestad e intimidad reunidas en un Dios Unico.

Pero cuando lo personal se acentúa tanto, existe el peligro de que aparezca un elemento antropomórfico en la concepción de Dios; para evitarlo se señaló con vigor la trascendencia de Dios. La intensidad de este énfasis puede observarse en las traducciones palestinense y babilónica de la Biblia, los llamados Targumim. Pero el intento de eliminar el peligro del antropomorfismo encerraba un nuevo peligro, pues el Ser Divino podía convertirse fácilmente en una abstracción, una mera idea, una deidad platónica, y quedaría así insatisfecha la necesidad del alma de algo vivo e inmediato. Entre el Dios remoto y el hombre la imaginación de la gente colocó mensajeros y siervos como intermediarios; y la filosofía, a fin de establecer la conexión entre el cielo y la tierra, creó el verbo (logos) como personificación de la fuerza universal y asistente de Dios. Súlo cuando se recuperó la paradojal convicción religiosa de que el Dios supremo es también nuestro Dios íntimo, fue posible superar este peligro. Entonces volvió a surgir la concepción de Dios, del Dios que es nuestro Padre, y desaparecieron todos los seres entre Él y el hombre que podrían haber sido los precursores de una mitología. La cercanía de Dios fue experimentada una vez más, y ya nada pudo separar entonces al hombre y a Dios. Una máxima judía, que surgió después de la destrucción del Templo, resume ese sentimiento: "Nadie habla por nosotros, nadie se aproxima a Dios en nuestro nombre; ¿de quién dependeremos? ¡De nuestro Padre en el cielo!"

Así, la poesía del Dios personal se mantuvo fresca y fue constantemente recreada por el judaísmo. Los profetas y el salmista encontraron en la palabra amor la plenitud de valor y melodía que expresaba el significado de Dios para el hombre. Esa palabra se transformó en un pilar de la religión judía. El sentimiento de ser amado es el sentimiento de pertenencia compartida, el sentimiento incalculable e indefinible de estar sostenidos y elevados. El amor (jesed) surge de lo oculto, pero es, no obstante, lo más cierto en el mundo; expresa la profundidad de la unión y la paz interiores que transforman el "Él" en "Tú" y el "yo" en "Tuyo".

También la mitología conoció la palabra amor; también ella habló del amor de los dioses. Pero su amor era una forma de destino, el amor de los dioses por unos pocos elegidos, sus favoritos en la tierra. El amor de la mitología no fue el amor del judaísmo. "Dios ama al hombre", significa en el judaísmo que Dios es nuestro Dios, que fuimos creados por Él y que le pertenecemos. Es el sentimiento fundamental de la religión el que busca expresarse en la palabra "amor". Ninguna traducción puede reproducir exactamente el significado y las implicaciones plenas de esta palabra bíblica.

La metáfora bíblica intenta a menudo expresar los sentimientos tiernos del amor de los padres. "Como piadoso es un padre para con sus hijos, así es Dios para con los que le temen" (Sal. 103:13). "Dios, tu Dios, te instruye, como instruye un hombre a su hijo" (Deut. 8:5). "¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaría" (Is. 49:15). "Aunque me abandonasen mi padre y mi madre, Dios me acogerá" (Sal. 27:10). "Como consuela una madre a su hijo, así os consolaré yo" (Is. 66:13). También resuena la voz del poder conquistador del amor, imposible de limitar o derrotar, que esmisericordia, la bondad para la que la meditación piadosa ha encontrado la imagen adecuada: "No se ha agotado el amor de Dios, no ha llegado al límite su compasión. Se renuevan cada día. ¡Oh! Es muy grande tu fidelidad" (Lain. 3:22 y sig.). "La tierra está llena de la bondad de Dios" (Sal. 33:5). "Es bueno Dios para con todos, y su misericordia se extiende a todas sus criaturas" (Sal. 145:9). "Pues es más grande que los cielos tu misericordia y llega hasta las estrellas tu fidelidad" (Sal. 108:5). "Apenas decía yo: Vacilan mis pies, tu gracia ¡oh Dios! me sostenía" (Sal. 94:18). "¡Cuán magnífica es, oh Dios, tu misericordia; ampáranse los hombres a la sombra de tus alas" (Sal. 36:8). "Porque claramente se ha manifestado sobre nosotros su piedad, y su fidelidad permanece por siempre" (Sal. 117:2). "Y haré con ellos una alianza eterna de no dejar nunca de hacerles bien" (Jer. 32:40).

En muchas de las frases sobre el amor aparece la palabra hebrea que corresponde a "compasión" (rajamin). En el lenguaje bíblico esta palabra deriva su significado del amor de una madre hacia su hijo, el amor más natural y evidente. Por lo tanto, puede aplicársela como una metáfora para el amor de Dios hacia sus criaturas. La palabra hebrea no encierra ninguna de las implicaciones que el término compasión sugiere en otros idiomas, nada de mera piedad, de la condescendencia sentimental que el fuerte ofrece al débil. Sólo encierra ese sentimiento de amor que siempre fue y siempre será. También implica ese "pero yo os digo" que la conciencia de ser amado valora: la convicción de la alianza que jamás será destruida, la fe en lo Divino que jamás se perderá, por vacía y desolada que la vida parezca a veces. Por lo tanto, la compasión siempre se califica de "grande", inconmensurable y eterna. El sentimiento del amor divino crea la misma sensación de infinidad y eternidad que el sentimiento de haber sido creado, con su consiguiente sensación de lo infinito y lo eterno. El amor de Dios se siente como la gracia divina, un don de lo incondicionado e ilimitado, una posesión que se ofrece a toda vida. Esto, a su vez, asume para el hombre una expresión personal, le habla de todo lo que sus días encerraron. También aquí el poderoso como la muerte" y dice la última palabra a pesar de todo: "Los até con ataduras humanas, con ataduras de amor. . . Mi corazón se revuelve dentro de mí, se conmueve en mis entrañas. .. porque yo soy Dios, no soy un hombre; soy santo en medio de ti y no me complazco en destruir" (Os. 11:4, 9). "Porque el Señor no desecha para siempre. Sino que después de afligir, se compadece según su gran amor" (Lain. 3:31 y sig.). "Desencadenando mí ira oculté de ti mi rostro; un momento me alejé de ti; pero en mi eterno amor me apiadé de ti, dice Dios, tu redentor. Que se muevan los montes, que tiemblen los collados, no se apartará más de ti mi misericordia, y mi alianza de paz será inquebrantable, dice Dios, que te ama" (Is. 54:8, 10).

El amor de Dios se expresa también en otras formas: es paciente y fiel, incansable y siempre activo; es el poder del "yo" humano aparece ante su Dios y encuentra la palabra "tú". En las palabras de Jacob: "Muy poco soy para todas las gracias que a tu siervo has hecho y toda la fidelidad que con él has tenido" (Gén. 32:11). Y en las palabras de David: "Mi Señor, Dios, ¿quién soy yo y qué es mi casa para que hasta tal punto me hayas traído?" (II Sam. 7:18). En especial, esas frases de los Salmos que lo contienen todo: "¡Bendice, alma mía, a Dios; bendiga todo mi ser su santo nombre! ¡Bendice, alma mía, a Dios, y no olvides ninguno de sus favores! Él perdona tus pecados. Él sana todas tus enfermedades. Él rescata tu vida del sepulcro y derrama sobre tu cabeza gracia y misericordia. Él sacia tu boca de todo bien y renueva tu juventud como la del águila" (Sal. 103:1 y sig.).

A través de palabras humanas, pues, se expresó la convicción del amor de Dios. Cuanto más íntimamente siente el alma todo lo que se concede a la vida, tanto más humanamente habla de ella. Los hombres no pueden orar mediante concepciones o expresar en términos abstractos el anhelo de elevarse por encima de las limitaciones de la existencia. Si el amor de Dios deviene para nosotros un símbolo del sentido de nuestra vida, entonces se trata siempre del Dios personal que está cerca de nosotros. Podemos alabar su compasión y su gracia, afirmar que los caminos del cielo a la tierra están abiertos para la vida del hombre. Podemos decir de él: "¿Quién semejante al Señor, nuestro Dios, que tan alto se sienta, que mira de arriba abajo los cielos y la tierra?" (Sal. 113:5 y sig.). "Por haber echado Dios su mirada desde su excelsa santa morada y haber mirado desde los cielos a la tierra, escuchando el gemir de los cautivos y librando a los destinados a la muerte" (Sal. 102:20 y sig.).

 

Al igual que en la Biblia, también en la literatura talmúdica el amor constituye la expresión de la experiencia religiosa fundamental del hombre que se sabe creado por Dios. Según el Talmud, los atributos de Dios están contenidos en esa frase bíblica que describe cómo puede experimentar el hombre la "gloria de Dios". "Y mientras pasaba Dios delante de él, exclamó: ¡Adonai, Adonai!, Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira, rico en misericordia y fiel, que mantiene su gracia por mil generaciones, y perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, pero no los deja impunes" (Éx. 34:6 y sig.). En esos "trece atributos o cualidades", como se los llama, se veía por sobre todo las múltiples descripciones del amor divino, pues, según la interpretación rabínica, la palabra inicial, "el Señor", contiene la idea del amor que se escucha también en la frase final sobre la necesidad de castigo. Esta frase de la Biblia se convirtió en un símbolo, una fórmula de fe en el orden de la plegária. Dos frases bíblicas adquirieron este carácter al convertirse para la comunidad en confesiones de fe: la afirmación de la Unidad Divina, "Escucha, oh Israel, Dios es Nuestro Señor, el Señor es Unico", y la cita anterior sobre el amor de Dios. El pathos de la historia puede escucharse en ambas. Cuando forma parte de la autoconciencia humana, el sentimiento de haber sido creado se transforma en el de humildad. En última instancia, la humildad es la conciencia del hombre de que existe sólo a causa de Dios. En ella se unen esos sentimientos aparentemente contradictorios de lejanía y unión con Dios. Tal como esas aparentes contradicciones entre el Supremo y el Cercano se combinan en la idea de Dios, del mismo modo en la mente de los humildes, junto con su sentimiento de inadecuación y desvalimiento, existe la convicción de haber sido creados por Dios. Se sienten preservados y protegidos por Él; sienten que encierran en su interior lo eterno; que son indescriptiblemente pequeños ante Dios y, con todo, indescriptiblemente grandes a través de Él; que son mortales e insignificantes, pero también los hijos de Dios. Por ende, en el alma judía el sentido esencial de la humildad es el conocimiento de la posición del hombre en la infinidad y eternidad, del que deriva el sentimiento religioso de quien se sabe creado por Dios. Cuando la vida se escucha a sí misma y se torna consciente de su profundidad, éste es el estado de ánimo que predomina. Esa actitud espiritual es inherente al hombre finito que tiene conciencia de haber surgido de lo infinito.

Esa humildad implica reconocer el valor que da a la vida el hecho de ser una creación de Dios; es un sentimiento de que el universo al que pertenece el hombre es un cosmos creado por Dios. Por consiguiente, es una conciencia del orden y la significación eternos a que pertenece la existencia humana. Un mero sentimiento de dependencia correspondería al fatalismo y al pesimismo, de hecho, casi los exigiría; podría desarrollarse en un mundo de caos, un mundo sin valor. Se ha dicho con acierto que el destino es la contraparte del caos: ambos revelan la falta de todo sentido. A través de su humildad, la paradoja de un Dios lejano y, no obstante, cercano, penetra en el ser del hombre. El problema de su existencia terrenal encuentra respuesta cuando se supera la contradicción de que la vida sea tan mezquina y, no obstante, tan grandiosa, tan limitada y, sin embargo, tan inscrita en la eternidad, tan finita y, no obstante, tan llena de la cualidad de lo infinito. Una vez más, en lugar de tratar de resolver el enigma, la religión mantiene hacia él una actitud de reverencia. Pero sí sostiene que el enigma tiene solución, que la contradicción encierra armonía y que el significado de la vida se revela en la existencia de cada hombre. La vida encuentra su seguridad en esta paradoja.

Puesto que la humildad permite así al hombre sentir lo individual en lo general y lo general en lo individual, se convierte para la Biblia en un canto en que la debilidad del hombre se describe en términos conmovedores, y su grandeza se ensalza en términos gloriosos. Ambas notas resuenan con igual vigor y, en general, están directamente unidas sin ninguna transición, a fin de que se experimente todo el impacto de la paradoja. "¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, o el hijo del hombre para que tú cuides de él? Y le has hecho poco menor que Dios; le has coronado de gloria y honor" (Sal. 8:5 y sig.). "Los días del hombre son como la hierba, como flor del campo así florece. Pero sopla sobre ella el viento y ya no es más, ni se sabe siquiera dónde estuvo. Pero la misericordia de Dios es eterna para los que le temen; y su justicia para los hijos de los hijos, para los que son fieles a su alianza y tienen presente sus mandamientos para ponerlos por obra" (Sal. 103:15 y sig.). "Reduces al polvo al hombre, diciéndole: Volved, hijos del hombre" (Sal. 90:3). Aquí la lírica de la religión ofrece ya sus diversos tonos, y el canto a la vida humana se despliega en toda la plenitud de su contrapunto.

Es el canto al significado de todos nuestros días. Y la confianza del alma que entona ese canto no se destruye incluso ante el sufrimiento que padece el hombre. Cuando lo divino se revela al hombre en su lejanía y en su cercanía, surge siempre ese doble sentimiento en que el misterio y la seguridad se unen y se confunden entre sí. Pero en tiempos de aflicción y desgracia surge entre ambos un contraste, son voces que se oponen una a la otra. El enigma de la vida aparece como la gran contradicción de la existencia. Pero incluso esa contradicción constituye para el alma israelita tan sólo el contrapunto que encierra esa armonía más alta en que las voces de arriba y de abajo se unen una vez más. La unidad se mantiene incluso en la contradicción: la unidad de Dios y, con ella, la unidad de la vida. El Dios Unico es la fuente de vida, y la vida es sustentada por Él, incluso en todo sufrimiento y a pesar de todo sufrimiento. En las épocas de aflicción la unidad perdura, como sumisión al amor de Dios.

 

Ni siquiera bajo la presión del sufrimiento se convierte la humildad en una mera dependencia, con su fatalismo y pesimismo consiguientes. Incluso entonces la seguridad optimista pronuncia su palabra afirmativa y personal. Esa sumisión en épocas de dolor nada tiene en común con el fatalismo que encuentra una fatigada tranquilidad en la idea de que todo ha sido fijado y determinado, o con la resignación que queda paralizada ante su convicción de que todos los hechos son inevitables, y la voluntad humana, mera vanidad. Tampoco tiene nada en común con la meditación melancólica que renuncia a su curiosidad ante la inexorabilidad del mundo. Menos aún tiene que ver con la embotada indiferencia del individuo que se torna apático y se doblega ante los golpes de un destino que lo ha quebrantado. La sumisión al amor de Dios, tal como se experimenta aquí, no es una "filosofía" banal y una contemplación, ni tampoco implica una indiferencia para con la vida. Es simplemente el anhelo del hombre por superar su sentimiento de lejanía con respecto a Dios mediante el sentimiento de su cercanía. Es devoción y plegaria; sus oraciones son preguntas, pero incluso en sus interrogantes reza. ``No recibimos de Dios los bienes? ¿Por qué no vamos a recibir también los males?" (Job. 2:10). Una de las palabras peculiares de la Biblia, repetidamente acentuada, es "por qué", pero incluso ella sigue siendo una palabra de plegaria. Precisamente porque esa sumisión es una plegaria resulta tan distinta de muchas otras preguntas que parecen asemejársele. Su característica más profunda es el silencio de la devoción. "Antes he reprimido mis deseos" (Sal. 131:2). "Enmudezco, no abro mi boca, pero sé que tú lo haces" (Sal. 39:10). "Bueno es al hombre sentarse en soledad y en silencio, porque es Dios quien lo dispone" (Lam. 3:28).

Un ejemplo de esa sumisión, una frase del Libro de Job, se ha convertido en expresión popular: "Dios me lo dio, Dios me lo ha quitado. ¡Sea bendito el nombre de Dos!", y aparece como preludio y conclusión de aquellas plegarias en que la humildad habla sobre el amor divino. En ella se puede oír la consciencia de la grandeza y unidad de Dios, esa unidad de todas las cosas que están fundadas en Dios y a través de las cuales la vida humana puede también tomar conciencia de su unidad. La Biblia expresó esa idea con las palabras: "Bendito sea todo los días Dios. Él lleva nuestra carga, el Dios de nuestra salvación" (Sal. 68:20). El hombre puede bendecir sólo al Dios Unico, y sólo puede bendecirlo el hombre que lo experimenta como el Dios de todos los tiempos, el Dios de los padres y los hijos, el Dios de la oscuridad y la luz. Las plegarias de dolor también podían, por lo tanto, compartir esta concepción. En los escritos talmúdicos encontramos las palabras: "El hombre debe bendecir a Dios en su aflicción tanto como en su alegría". "No seas como uno de los idólatras: cuando todo le va bien honra a sus dioses, pero si la desgracia lo domina, los maldice. No así con los israelitas. Si Dios les envía felicidad, lo bendicen, y si Dios los aflige con dolor, lo bendicen". La última frase, en la que se describe una actitud estable hacia la vida, que constituye la esencia misma del monoteísmo y su mayor diferencia con el paganismo, pertenece al Rabí Akiba. También de él es la máxima: "Todo lo que Dios hace, lo hace por lo mejor". Esa fue la confesión de su vida, pues había conocido el sufrimiento en todas las formas posibles.

 

Tenía derecho a decirlo sin dar la impresión de burlarse de la desgracia. Es la religiosidad, y no una mera sabiduría racional, la que encontró ésta y otras expresiones similares. En ellas se revela la peculiaridad del judaísmo, transmitiendo la sensación de algo más alto, algo duradero y eterno que el alma posee y mediante lo cual conserva su confianza en los caminos de Dios.

Sumisión y confianza son aquí la misma cosa. Junto con los interrogantes planteados a Dios en tiempos de aflicción, siempre llega la respuesta del amor de Dios; todo sentimiento de estar perdido y abandonado se borra ante la conciencia de estar sostenido y protegido por "los brazos eternos" (Deut. 33:27), como lo expresa la metáfora en la antigua "bendición de Moisés". En su aspecto personal, la humildad siempre es confianza en Dios. También aquí existe la misma tensión entre lo lejano y lo cercano, lo insondable y lo infinito, entre el sentimiento de lejanía y el de intimidad. En la sumisión, todo interrogante está cerca de la respuesta eterna. "Dios es mi luz y mi salud, ¿a quién he de temer? Dios es el baluarte de mi vida, ¿ante quién he de temblar?" (Sal. 27:1 y sig.). "¿Por qué te abates, alma mía? ¿Por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios, que aún le alabaré. Él es la alegría de mi rostro, Él es mi Dios" (Sal. 42:12; 43:5). "Sólo en Dios se aquieta mi alma; Él solo me socorre. Él solo es mi roca y mi salvación, mi refugio; no vacilaré nunca" (Sal. 62:2, 3, 6, 7). "Vuelve, alma mía, a tu quietud" (Sal. 116:7). "¡Bendice, alma mía, a Dios!" (Sal. 103:1 y sig.; 104:1).

A lo personal se agrega lo eterno; la conversación del hombre consigo mismo deviene una conversación con Dios, y las preguntas del monólogo se transforman en las respuestas de la plegaria. La frase "alma mía", a través de la cual el hombre toma conciencia de sí mismo y dé su lugar en el universo y en la eternidad, adquiere significación junto con esa otra frase primaria de la religión: "Dios mío". En "alma mía" y "Dios mío" se funden el secreto y la certeza, la pregunta y la respuesta. En ellas se expresa la alianza entre Dios y el hombre, entre el alma que pertenece a Dios y Dios que es el Dios del alma. El repetido grito humano de duda, el "si", encuentra su respuesta en el "pero yo os digo" de la Divinidad. Este "pero yo os digo" se mantiene inconmovible frente a todos los cambios temporales de los que surge el "si". "Aunque (sí) acampe contra mí un ejército, no teme mi corazón; aunque (si) me den la batalla, también estoy tranquilo" (Sal. 27:3). "Pero aun con todo esto, cuando estén en tierra enemiga, yo no los rechazaré, ni abominaré de ellos hasta consumirlos del todo, ni romperé mi alianza con ellos, porque yo soy el Señor, su Dios" (Lev. 26:44). "Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque tú estás conmigo" (Sal. 23:4). Aquí presente y futuro se unen con toda su tensión. El hombre encuentra respuesta a los interrogantes sobre el futuro en la convicción que experimenta en el presente; del mismo modo, encuentra respuesta a las preguntas planteadas por el presente en la confianza que ilumina el futuro. En esa forma, el futuro está espiritualmente presente. "Alzo mis ojos a los montes, de donde me ha de venir el socorro. Mi socorro ha de venirme de Dios, el Hacedor de los cielos y de la tierra. No consentiré que resbalen tus pies, no dormirá tu custodio. No dormirá, ni dormitará el que guarda a Israel" (Sal. 121:1 y sig.). "Los que en Ilanto siembran, en júbilo cosechan" (Sal. 126:5).

A través de esa confianza, el alma del hombre se une con Dios. Es una confianza que no depende de los éxitos económicos; su realidad espiritual es muy distinta de esa sabiduría práctica que el hombre utiliza en la vida diaria. Existen máximas de vida aparentemente religiosas que tan sólo justifican los caminos que una persona o un grupo elige seguir; son tardías excusas por algún proceder. Y existe también una filosofía aún más cuestionable que, protegida por la religión, sirve como justificación al poderoso, al afirmar que Dios está con los victoriosos. La religión de Israel jamás tuvo una palabra de aprobación para la condonación del poder o la justificación complaciente de los logros mundanales. Siempre que afirmó su confianza, no lo hizo sobre la base de realidades históricas, ni porque deseaba justificar así aspiraciones históricas. Antes bien, siempre tuvo que afirmar su confianza a pesar del curso de los acontecimientos, que tan a menudo pareció refutar suspretensiones. En esa confianza siempre hubo una tensión entre la experiencia externa de la vida y su significado interior; el judaísmo no obtuvo la fuerza con que experimentó esa confianza de resultados terrenales, sino del Secreto Divino. Por lo tanto, fue siempre un anhelo además de una confianza,

En la literatura judía la confianza en Dios se expresa también como fe (Emuná), pero la palabra "fe" carece aquí de la significación dogmática y religiosa que adquirió en otros contextos. No se refiere a concepciones en las cuales un don de la gracia ofrece el conocimiento del más allá; no está empapada en el escolasticismo. El judaísmo no tiene una rígida confesión de fe, un sistema dogmático con una estructura intelectual complicada que busca alcanzar el cielo. En el judaísmo la fe no es otra cosa que la conciencia viva del Omnipresente, el sentimiento de la cercanía de Dios, de su revelación y capacidad creadora que se manifiestan en todas las cosas. Es la capacidad del alma para percibir lo permanente en lo transitorio, el Secreto en lo rodeado. La palabra bíblica correspondiente a fe denota firmeza y paz interiores, la fuerza y la constancia del alma humana. La fe significa no tanto lo que el hombre debe tener, como lo que puede tener. La Biblia dice: "El justo por su fidelidad vivirá" (Hab. 2:4). "Vosotros, si no tuviereis fe, no permaneceréis" (Is. 7:9). "Lleno estaba de confianza, aun cuando decía: estoy en demasía afligido" (Sal. 116:10). Y también en épocas posteriores se alabó esa fe: el Talmud llama a los israelitas "hombres de fe, hijos de hombres de fe". Incluso esa fe es, en el fondo, sólo la conciencia de haber sido creado por el Dios Único en que se basa la experiencia religiosa del judaísmo. Es la afirmación de la confianza del hombre pára quien el Secreto que todo lo abarca se ha convertido en el significado de su propia vida personal y que, por lo tanto, se sabe hijo de Dios. Así fue posible que uno de los antiguos maestros declarara que todo lo revelado en la Biblia está incluido en una sola frase: "El justo por su fidelidad vivirá". En su fe el hombre posee su vida, pues aquella le dice que su vida procede del Dios eterno y vivo.

 

El conocimiento de haber sido creado por Dios sólo implica, sin embargo, el comienzo de la conciencia religiosa. Mediante ese conocimiento el judaísmo une la conciencia de su capacidad creadora y de su deber de crear. El hecho de ser creado y, al mismo tiempo, creador, es el núcleo de la conciencia religiosa judía.

La capacidad creadora del hombre se manifiesta en su capacidad para hacer el bien. Al experimentar la realidad del bien, esa gran experiencia moral que tan profundamente preocupó a los profetas, el hombre puede moldear su propia vida. Así ejerce el poder creador y el mandamiento creador de su alma. Aprende no sólo lo que la existencia es, sino también lo que puede y debería ser. Si hasta ese momento experimentó la vida como un objeto, algo causado y dado, ahora comienza a sentirse como un sujeto, capaz de causar y crear. Hasta ese momento sabía que se le había dado existencia -"a pesar de ti mismo fuiste creado, a pesar de ti mismo naciste, a pesar de ti mismo estás vivo". Pero ahora toma conciencia de su capacidad para conducir su vida: "se le concede libertad"; comprende que fue creado por Dios a fin de que él mismo pudiera crear, y que, a su vez, su poder creador surge del hecho de haber sido creado por Dios. La vida proviene de la eternidad y vuelve a ella, la vida es dada y sostenida -así había experimentado el misterio de la existencia-; pero ahora siente que él mismo es el sostén de su vida y puede gobernarla minuto a minuto. Ahora comprende la tarea que la vida le impone: aunque creado por un poder más alto, él mismo debe moldearse. "Las cosas ocultas sólo son para el Señor Nuestro Dios, pero las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos por siempre, para que se cumplan todas las palabras de esta Ley" (Deut. 29:28).

Si el sentimiento de haber sido creado por Dios es el primer sentimiento fundamental del judaísmo, entonces la conciencia que el hombre tiene de su propio poder creador para hacer el bien es su segunda experiencia fundamental. Así se efectúa una gran unificación. Al misterio se agrega lo explicado; al secreto de su origen, el camino que debe recorrer; a la realidad creada por Dios, la realidad que el hombre mismo debe crear; y a la certeza del secreto, la certeza del mandamiento. Si esa primera conciencia da al hombre su lugar en el universo, la segunda lo eleva por sobre el universo y lo capacita para adquirir conocimiento del mundo que ha de pertenecerle. Si al principio apareció la pregunta anhelante con su Dónde, Cómo y Por qué, surge ahora la respuesta decisiva con su Tú debes y Tú puedes. Si al comienzo la religión señaló el camino de Dios hacia el hombre, ahora muestra el camino desde el hombre hacia Dios. El secreto y el mandamiento se unen, pues sólo los dos juntos dan a la vida su pleno significado. Su unidad es religión, tal como el judaísmo la enseña.

Así surge en la religión la segunda gran paradoja: el hombre es creado y, no obstante, crea; es un producto y, no obstante, produce; pertenece al mundo y, con todo, está por encima de él; su vida existe sólo a través de Dios, pero también posee independencia. De este contraste entre milagro y libertad, entre servidumbre a lo insondable y la emancipación lograda a través del mandamiento moral, surge una unidad espiritual que constituye una respuesta a los problemas de la vida.

Y es precisamente en esa unificación de conceptos aparentemente dispares donde el judaísmo difiere de todas las otras religiones. Todas ellas sólo afirman y llevan al hombre a experimentar el sentimiento de haber sido creado; no acentúan el hecho de que existe sobre la tierra para que él mismo cree. Fomentan la primera idea religiosa de que el hombre depende de lo eterno y lo infinito, pero puesto que conceden a esto una importancia desproporcionada, permiten que se deslice en la religión la idea de destino, de una predestinación que abarca todos los fenómenos. Y entonces el milagro lo abarca todo y la acción resulta insignificante comparada con él. Para ellas la fe religiosa sólo sabe que cada vida tiene un destino asignado para el que el hombre es elegido o del cual es rechazado; no ven al hombre mismo moldeando o eligiendo su propia vida, de modo de decidir su propio destino.

Pero el judaísmo equilibra en un ritmo uniforme el sentido de haber sido creado por Dios y el de la capacidad del hombre para crear. Aunque considera que el mundo tiene dominio sobre el hombre, también entiende que éste tiene dominio sobre el mundo. Aunque el hombre pueda experimentar el significado del mundo a través de la fe, da significado al mundo a través de su acción. Ha recibido su vida, pero debe realizarla.

Sólo ahora la relación entre el hombre y Dios alcanza su plena significación. Habiendo aprendido que debe realizar el bien, el hombre descubre también que Dios está frente a él como el que imparte preceptos, el Juez y el Justo; percibe que Dios exige de él la acción moral y pone ante él el mandamiento para que se lo cumpla. "¡Oh hombre! Bien te ha sido declarado lo que es bueno y lo que de ti pide Dios..." (Miq. 6:8). "Ahora, pues, Israel, ¿,qué es lo que de ti exige el Señor, tu Dios...?" (Deut. 10:12). El Dios que crea y concede amor es, al mismo tiempo, la voluntad santa ética, es el Dios del mandamiento que exige rectitud. Así como el amor divino dio y creó, del mismo modo la justicia divina ordena; coloca un deber incondicional en el primer plano de la vida humana. Si el amor habla al hombre de lo que es a causa de Dios, la justicia le dice lo que debe ser ante Dios. Y sólo los dos unidos constituyen una plena revelación del Dios Unico; sólo los dos juntos revelan el pleno significado de la existencia humana. A través de su unidad se revela el contenido más profundo de la unidad de Dios. Es característica especial de esa unidad el que los elementos ocultos e insondables de nuestra vida nos hablen del amor de Dios, mientras que los elementos claros y definidos nos hablan de la justicia imperativa de Dios. Es el hombre como individuo el que experimenta todo esto; el mandamiento se dirige a su personalidad. Escucha el interrogante que le ha planteado Dios: "Dónde estás?" Dios se presenta al hombre individual como un Dios personal. Todo pensamiento sobre Dios se convierte en la palabra con que nos habla sólo a nosotros; es la expresión del deber que sentimos hacia Él. Si el anhelo del hombre se expresó primero mediante preguntas y esperanzas dirigidas a Dios, exclamando "Dios mío",el alma aprende ahora a responder a Dios con la comprensión que Él exige y espera. La palabra de Dios penetra en la vida del hombre, exigiéndole una decisión: "Yo soy Dios tu Señor", por lo tanto, tú has de...

Cuanto más acabadamente comprende el hombre que Dios ordena, más consciente se torna de su libertad. Entiende entonces que ha sido creado para la libertad, que el bien es una cuestión de la voluntad y que es libre incluso ante Dios, pues, como dice el profeta, "eligen lo que es Mi voluntad" (Is. 56:4). El poder independiente de su espiritualidad, de la que extrae la fuerza para construir su vida, procede de Dios. Pero el hombre está ante su Dios como un ser ético, de modo que, de acuerdo con la significativa metáfora bíblica, avanza por la vida "en presencia de Dios" (Gén. 17:1). Puede acercarse a Dios y dejar que hablen sus obras y su conciencia. Aunque en nuestra humildad sentimos que Dios nos concede todo lo que recibimos, una cosa, nos dice Dios, nos pertenece: la libre acción moral, por la cual nuestra vida adquiere valor y significado. Por todo lo demás agradecemos a Dios, pero la acción es nuestra responsabilidad. Nos da un lugar definido frente al Todopoderoso, un lugar elegido por nosotros mismos. Como lo expresa el epigrama de Rabí Janiná: "Todo está en la mano de Dios salvo la veneración de Dios". O como afirmó Rabí Elazar: "Dios no recibe nada de su mundo salvo la veneración de Dios". Esta idea fue poéticamente desarrollada por la literatura rabínica y, sobre todo, por la obra mística posterior. Allí se habla de que la voluntad del justo es, en cierto sentido, decisiva incluso para Dios, de cómo el hombre puede ser el conservador y renovador del mundo, cómo el hombre permite a Dios acercarse o alejarse del mundo. Así, para acentuar una vez más la absoluta oposición entre el judaísmo y la mitología, en la cual el destino de la deidad es la historia del mundo, observamos que la literatura judía expresa la idea contraria, es decir, que el destino del universo procede del hombre. Para el judaísmo el hombre crea un destino que pesa sobre lo infinito: la historia de la vida humana se convierte en el destino del mundo. Aquí surgen las imágenes únicas de esa poesía de la libertad humana que expresa el poder creador del bien.

Para el judaísmo el hombre es un ser activo en un mundo creado por Dios, y aunque también él fue creado por Dios, como sujeto se destaca por sobre el círculo de objetos. Abriga una posesión única; elige el mundo en el que aspira a vivir. Colocado claramente ante él como la ley de su vida, el bien es algo que el hombre debe aprender y poseer. Por su intermedio puede demostrar su propio valor y salvar el abismo entre lo oculto y lo exigido. El hombre y la eternidad se unen en la fe del hombre en su origen y en su mandamiento, una unidad que siempre constituyó el rasgo distintivo de la religión judía.

Podemos señalar, en contraste con esta unidad, la deficiencia característica en la conocida concepción de Schleiermacher relativa a la religión, según la cual su esencia se encuentra tan sólo en el profundo sentimiento de la dependencia humana con respecto a la Divinidad. Su concepción deja por completo de lado el elemento imperativo de la unidad religiosa: su mandamiento de libertad. Esta falla en la comprensión surge de la falsa actitud de Schleiermacher hacia el Antiguo Testamento.

Así como el hombre experimenta en el judaísmo su cualidad humana, también aprende a crear la realidad y, de ese modo, a ser de algún valor para Dios. El hombre mismo debe moldear el curso de su existencia. A él se le impone la tarea de decidir a favor o en contra de Dios. Puede volver su rostro hacia Dios o apartarlo de Él. Dios está cerca nuestro, pero también nosotros podemos y debemos acercarnos a Él. La vida que nos es dada constituye la alianza de Dios con nosotros, pero si ha de convertirse también en la alianza entre nosotros y Dios, debe ser guardada y protegida. La infinidad se revela en toda finitud, pero también los hombres somos capaces de elevar nuestra finitud hasta la infinidad, pues, como dice el Talmud, podemos "ganar la eternidad en un solo instante". "La tierra está llena de la gloria de Dios", pero no obstante se nos ordena llenarla con la gloria de Dios. Así como Dios se revela al hombre, del mismo modo el hombre se revela a su Dios. En la buena acción del hombre se acerca a Dios; en ella encuentra a Dios siempre de nuevo y por ella lo convierte en su Dios. La frase "Dios mío" que aparece al principio de la religión, se convierte ahora en la meta y la tarea del hombre. Pues la vida humana tiene su secreto y su camino: el secreto es una pregunta planteada por nosotros; el camino es una pregunta que se nos plantea. La vida encuentra en Dios la respuesta al secreto y el mandamiento para su camino.

La Biblia utiliza a menudo la expresión "servirás a Dios" (Éx. 20:5; 23:24; Jer. 13:10; 22:9; 25:6) en relación con la libertad del hombre para elegir el bien. Significa que podemos hacer algo -y no sólo sentir algo humildemente- por Dios. Al realizar el bien podemos dar algo a Dios. Le ofrecemos aquello que no sólo recibimos de Él sino que creamos, que creamos para Él. En el servicio libre nos volvemos hacia Él para imponer su ley a nosotros mismos. Podemos ofrecerle algo, reconocerlo a través de nuestra propia decisión. Para el judaísmo todo reconocimiento de Dios es esencialmente esa actividad personal del hombre: la acción por la cual nos acercamos a Dios. La conciencia de Dios y su servicio son una y la misma cosa. Ambas significan la resolución del hombre de hacer y mantener el bien. Sólo a los ídolos se sirve con meras genuflexiones. En la Biblia "servir e inclinarse" es una expresión habitualmente empleada para describir la idolatría.

 

Al servir verdaderamente al Dios Único, según afirma una antigua máxima, el hombre se convierte en "copartícipe de Dios en la obra de creación"; prepara el reino de Dios; establece una morada para el Eterno. En una esfera de la vida, el destino del hombre está determinado; Dios lo ha colocado aquí y no allí. Su principio, a partir del cual el hombre se desarrolla más tarde, fue creado por Dios. Pero hay también una esfera de la vida en la que el hombre no fue colocado por Dios y en la que, por así decirlo, introduce a Dios, una esfera en la que ingresa al elegirla libremente de modo que pueda tornarse suya y, por ende, de Dios. Como dice la vieja frase, puede "tomar como propio" un mundo del bien y lo divino, un mundo que sirve a Dios y en el que sólo impera Su mandamiento. Los antiguos Rabís crearon para ese mundo la expresión "el reino de Dios". Es el reino de quien "hace de la voluntad de Dios su propia voluntad" al elegir a Dios; es el reino que no se puede alcanzar por meras razones de cuna u origen, sino sólo a través de la voluntad humana; no es algo dado sino algo que se debe alcanzar. Por lo tanto, este reino pertenece en especial al prosélito, al hombre cuya propia resolución lo llevó al mandamiento de Dios. El reino de Dios no significa nada extático o meramente del más allá; se refiere a ese estado de la vida del hombre que, en obediencia libre y voluntaria, ha decidido servir a Dios. En ese servicio el mundo del más allá es traído a este mundo, y el allí y aquí se convierten en uno solo. Entrar en el reino de Dios significa elevarse sobre las limitaciones de la existencia y su destino, y adquirir la vida para la que Dios llamó al hombre. Es en la obra del hombre donde el reino de Dios aparece. Así lo declararon los antiguos Rabís: "Dios dice: toma mi reino y mis mandamientos como propios." "Cuando Israel dijo: Haremos todo lo que el Señor nos dijo. . ., estaba allí el reino de Dios". "¡Oye, oh Israel, Dios Nuestro Señor es Único! esa es la palabra del reino de Dios." Fundamentalmente es lo mismo que afirma la Biblia al señalar la tarea de Israel: "Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa." Vemos así que el reino de Dios es la realidad ética ideal que debe crear el hombre.

El sentimiento que domina al hombre ante el Dios imperativo es el "temor de Dios", la reverencia ante el Eterno. Podemos sentir reverencia sólo por lo que es más alto que nosotros, pero con lo cual estamos relacionados. Nuestra reverencia surge de nuestra consciencia, como seres morales, de su grandeza moral. Así, hay reverencia por el maestro y el guía, por la madre y el padre; sentimos reverencia por todo lo humano en que encontramos el soplo de lo divino. Y mientras que esa reverencia es sobre todo para Dios, no existe para el destino o la naturaleza. Incluso lo sublime como tal no inspira realmente reverencia. Hasta que experimentamos al Dios supremo como el Imperativo, justo y Santo que impone al hombre "su mandamiento afirmativo" (Lela. 19:14, 32; 25:17, 36, 43), no sentimos reverencia. El hombre que, en toda su obra y su esfuerzo, esta imbuido de la convicción de servir al Eterno y Santo, experimenta reverencia hacia Dios y el temor de Dios. "Temerás a tu Dios" es, por lo tanto, la exclamación que concluye el mandamiento afirmativo, el amén del mandamiento ético. Sentir esa reverencia es signo de nobleza del alma; es la más loable de las emociones humanas, el sentimiento del hombre que, en su libertad, puede levantar su mirada, que conoce la grandeza y la responsabilidad del mandato ético de libertad. Sólo el espíritu servil desconoce la reverencia.

Al acentuar el "temor de Dios" llamándolo el "principio de la sabiduría", la Biblia lo convierte en definición de religión. Y con buenos motivos, pues incorpora el sentimiento de que el hombre, creado por Dios, es también un creador, criterio característico del judaísmo. Esta es, en particular, la religión de la reverencia. Cúando una religión sólo posee el sentimiento de dependencia, es una religión meramente de humildad. Pero cuando, como en el judaísmo, se reconoce la libertad del hombre para efectuar una elección moral, existe también el sentimiento de reverencia. La reverencia y la humildad están fundidas en el judaísmo en una sola experiencia religiosa fundamental. La reverencia es la humildad del hombre activo y creador, libre ante su Dios. Es, por ende, muy distinta del mero temor al destino; es la oposición consciente al destino. "Por qué has de temer a un ser mortal..." (Is. 51:12).

 

El sentimiento de reverencia del hombre libre, como su sentimiento de humildad, tiene sus vejaciones; a veces se acentúa la lejanía y a veces la proximidad; a veces lo remoto del mandamiento y otras el carácter inmediato del "tú puedes". Mientras que en algunas ocasiones el alma del hombre vibra con temor reverente, en otras está llena de una persistente devoción a Dios. Para este último sentimiento la Biblia usa la frase: amor a Dios. Ese amor es un sentimiento en el alma del hombre que tiene conciencia de su libertad. Es la decisión del ser propio aceptar la voluntad divina. En la Biblia encontramos unidos el amor del hombre hacia Dios y la ley de Dios; pero no el amor de Dios hacia el hombre y el de éste hacia Dios. Al amor de Dios hacia el hombre no corresponde nuestro amor, sino nuestra humildad confiada. El amor a Dios equivale a la reverencia hacia ti: "amar y temer" son como una sola palabra en la Biblia. Ambas, como la confianza y la humildad, son sólo aspectos distintos del mismo sentimiento. En la reverencia el mandato precede a la voluntad; en el amor, la voluntad precede al mandato. Cuando sentimos que servimos a Dios, experimentamos reverencia hacia Él; si sentimos que servimos a Dios, experimentamos amor hacia Él. Toda nuestra individualidad se manifiesta en ese amor, no sólo una parte de nuestro ser, sino todo nuestro ser propio, "todo nuestro corazón, toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas". En el judaísmo el amor de Dios nunca es un mero sentimiento, sino una parte de la actividad ética del hombre, íntimamente vinculada con el mandamiento afirmativo. "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas" (Deut. 6:5).

Pero como se acentúa tanto la reverencia como el amor, existe también en este sentimiento dual, como ocurre con la humildad y la confianza, una tensión de elementos conflictuales. Volvemos a encontrar aquella tensión entre lo lejano y lo cercano, entre la conciencia de lo que se exige y lo que se logra. También aquí los elementos del más allá y de este mundo, entre los que vacilan nuestros sentimientos, forman una unidad. Con la conciencia de escuchar el mandamiento divino, tal como con el sentimiento de haber sido creado por Él, penetra en el alma humana el sentido de infinidad. El mandamiento proviene del Dios eterno y de su `imperativo"; también es, por lo tanto, eterno; pero su mandato para el hombre en quien encuentra cumplimiento es el comienzo siempre renovado del "tú puedes" humano. A cada mandamiento afirmativo pronunciado por Dios contesta la reverencia y el amor del hombre, mientras que Dios responde con su mandamiento imperativo a toda la reverencia y el amor humanos. Así, en ambos existe tensión, y también anhelo, anhelo por un mundo del bien. Ese anhelo pasa y penetra a través de la certeza del servicio de Dios y Su reino, así como de la libertad del hombre y su poder creador; lleva lo finito hacia lo infinito y trae lo infinito a lo finito.

 

Este anhelo adquiere su tono vigoroso en la creencia en la realidad del bien. Toda voluntad creadora es, al mismo tiempo, fe en la realidad de aquello que constituye la meta de la voluntad; tal es la diferencia con el mero deseo. Quien vivencia como crear el bien, capta el bien como una realidad; aparece frente a él como la realidad permanente si se le revela como el mandamiento de Dios y si la fe del hombre creador surge de la profunda fe en el Dios imperativo. El bien surge, pues, de la fuente incondicionada y del significado de toda existencia, y tiene su garantía en la eternidad. Y con el bien entra en la vida humana lo real y lo definido; llega al hombre como el mandamiento de lo incondicionado, por lo tanto, como algo que está más allá de toda controversia y requiere la decisión del hombre: debe aceptar o rechazar; así como la ética y la religión están vinculadas en las raíces mismas, así también el mandamiento de Dios relativo al bien se convierte en el significado de la obligación ética del hombre. Aquí aparece la idea del imperativo categórico, de la responsabilidad categórica; la moral adquiere así el status de un principio absoluto. La distinción entre bien y mal deviene permanente y constante, un problema eterno para la decisión del hombre. No es posible basarla en ninguna tradición o ninguna decisión arbitraria, ni siquiera en una sabia intención humana; se basa en el ser mismo del Dios Único. Estamos atados al bien "si juras por la vida del Señor, con verdad. . ." (Jer. 4:2).

Esta fe en el Dios imperativo trajo aparejada la oposición a cualquier clase de oportunismo ético, a cualquier debilitamiento o confusión de las normas éticas, y a cualquier desesperanza sobre la realidad del bien absoluto. Esta fe no puede hacer transacciones, no puede vincularse con otra cosa que el bien. Dios da mandamientos, no consejos; su mandamiento es afirmativo y también negativo. El judaísmo fue la primera religión que estableció esta gran alternativa. Y también aquí podemos ver su oposición a la mitología, pues el carácter absoluto del mandato divino, que introduce en la vida del hombre lo incondicional y lo real, torna imposible la concepción mitológica del destino. Y también aquí podemos señalar la divergencia básica del judaísmo con respecto al pensamiento de la antigüedad. Lo que faltaba en los filósofos griegos era la idea del mandamiento ético. Aunque Platón reconoció el carácter eterno del bien, no consideró la idea del mandamiento categórico, por lo cual fue el antecesor de la contemplación. Su mundo nada sabe de ese ahinco que posee el judaísmo, de esa firmeza de vida que escucha y obedece el mandato: "¡Sirve a Dios tu Señor!", o del carácter absoluto que destilan las palabras "con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas". Totalmente ajena a la antigüedad es la concepción judía del deber como un camino que el hombre debe abrir y seguir. La antigüedad posee el idealismo de la contemplación especulativa, pero no el de la actividad esforzada; ofrece el optimismo meditativo de la filosofía, pero no el optimismo imperativo, de la lucha ética.

Puesto que la creencia en el Dios Único significa que no hay otro mandamiento que el Suyo, puede exigir la decisión moral total del hombre. "Sé íntegro ante el Señor, tu Dios" (Deut. 18:13). Para el judío, la unidad de Dios encuentra su expresión esencial en la unidad de lo ético. Quien cumple esta única ley reconoce a Dios como al Único; esta es la esencia del monoteísmo. Así como monoteísmo significa el Dios Único, significa también el mandamiento único y la rectitud única. Implica el rechazo de toda indiferencia, de toda neutralidad y de muchos rasgos que para la antigüedad configuraban el ideal del filósofo. Y significa también un rechazo de esa doble moral según la cual existen distintos códigos morales para los gobernantes y los gobernados, los poderosos y los débiles.

"Enséñame, ¡oh Dios!, tus caminos, para que ande yo en tu verdad, y lleva mi corazón únicamente a reverenciar tu nombre" (Sal. 86:11). Esta frase de los Salmos adquirió un significado aún más rico en el pensamiento judío, no sólo para su misticismo y su filosofía, sino también como expresión de la meditación y la plegaria del pueblo. Esa frase habla de ese corazón que encuentra su camino hacia el Dios Único y el único mandamiento. Si el hombre logra ese corazón y, en consecuencia, sigue el camino único, alcanza también la verdadera reverencia por el Dios Único; así lleva el monoteísmo a su genuina realización. Como dice la antigua plegaria hebrea matutina, elhombre "unifica a Dios" a través de su amor por Él. En ese deseo de "unificar a Dios", el impulso creador del hombre encuentra un poderoso medio de autoexpresión. A través de su acción moral, el hombre crea la unidad de Dios sobre la tierra, y entonces incluso la unidad divina se convierte, por así decirlo, en tarea del hombre.

 

Toda moral es una contradicción y una protesta: implica el reconocimiento de la impiedad, lo opuesto del bien al que tiende la moral. A eso se debe que, para la Biblia, la santidad sea algo aparte y distinto de esa impiedad que es sólo otro nombre para el mal. Este mal carece de valor y realidad; está vacío de la capacidad creadora y la libertad que se originan en la revelación de lo divino. Su negación de la realidad consiste en su destrucción de la moral, y por eso la Biblia lo llama "muerte". "Mira: hoy pongo ante ti la vida y el bien, la muerte y el mal" (Deut. 30:15). El mal impide al hombre convertir a Dios en su Dios, pues el mal está fuera del reino de Dios que es el reino de la vida; el mal pertenece al dominio del mero destino, de la muerte. En esa forma interpreta al mal la religiosidad judía y con ello reconoce al Dios eterno. "Pues no eres Dios tú que se agrade con el mal, no morará en tu cercanía el mal" (Sal. 5:5). "Puro de ojos eres tú para contemplar el mal y no puedes soportar la vista de la opresión" (Hab. 1:13). La justicia imperativa de Dios aparece frente al hombre como la grandeza ética de la santidad eterna. "Y el Dios Santo fue santificado por la justicia" (Is. 5:16). El mandamiento de Dios es así el contraste permanente con todo lo injusto y lo vil. Pero el mal no sólo entraña un contraste con Dios; es una negación y un ataque contra Su santidad. "Porque sus palabras y sus obras todas son contra Dios" (Is. 3:8).

La Biblia habla de la reacción de Dios ante la impiedad en términos de los celos y la cólera de Dios. Ahora bien, estas son palabras humanas que, como ocurre con la fe del hombre en el amor divino, buscan describir la justicia y la santidad de Dios con terminos antropomórficos. No podemos llamar a Dios nuestro Padre en el cielo y un instante después desaprobar ese aspecto de Dios que llamamos colérico. Los términos "celos santos" e "ira santa" resultaban convenientes, pues en esa forma la indignación del hombre frente a toda injusticia es provocada por su fe en que Dios, el Dios "celoso", protege la justicia y la rectitud y es la antítesis misma de la injusticia y el mal. El hombre siente el mandamiento divino en todo su poder y siente que la causa de Dios es su causa. "¿Cómo no odiar, oh Dios, a los que te odian? ¿Cómo no aborrecer a los que se levantan contra Ti?" (Sal. 139:21). En estas palabras intensamente humanas habla el carácter absoluto y exclusivo del bien. Es característico del monoteísmo el que, tal como ocurre con la misericordia de Dios, Sus celos estén dirigidos al alma humana. Constituye la poderosa expresión de lo categórico, lo exclusivo y lo absoluto, el único mandamiento del Dios Único. El concepto del Dios Celoso y Colérico torna imposible cualquier transacción moral o cualquiera de las evasiones y triquiñuelas de una moral dual.

Una deidad sin esa ira y esos celos sería como el Dios de Epicuro entronizado en alguna remota estrella, un Dios ajeno a las necesidades y las preocupaciones del mundo, por encima de sus problemas morales, sin ninguna relación genuina con el hombre y sin el mandamiento afirmativo que vincula al hombre con Dios. Sin la cólera sagrada, es muy fácil rebatir la virtud humana; se tiende entonces a considerar que el pecado es pecaminoso sólo si está dirigido contra uno mismo o contra el prójimo -una actitud sentimental que contempla el mal terrenal con tristeza, pero olvida por completo que es necesario luchar contra el mal, derrotarlo y destruirlo. Por sabia y piadosa que sea, la actitud de la serenidad pura carece de fuerza creadora y voluntad de lucha. Toda decisión debe encerrar su pasión, y todo ethos su pathos interior. Para poder respetar, uno también debe ser capaz de encolerizarse. Los campeones de Dios conocen su cólera. Muy a menudo la imposibilidad de comprender la cólera divina está basada en el optimismo complaciente de aquellos individuos afortunados que se dan por satisfechos con su propio bienestar. Y aún más a menudo surge de una falta de reacción ética ante el mal, de una ausencia de sentimientos acerca de la pecaminosidad de toda injusticia sobre la tierra. Sólo quien puede mantener imperturbable el equilibrio de su alma frente a los tremendos ultrajes que se cometen contra la humanidad, puede alardear fácilmente de haber "superado" la creencia en el Dios Celoso.

Ningún agravio se comete sólo contra un individuo. Toda iniquidad "clama a Dios desde la tierra" (Gén. 4:10), el Dios Imperativo y Celoso. Como dice el Talmud: "No sólo se derramó la sangre de un ser humano, pues en la sangre de ese uno, la sangre de todo el universo clama ante Dios". Toda mala acción es un pecado contra Dios y, por ende, contra el elemento de libertad concedido a la vida humana. Quien teme y ama a Dios, siente en sí mismo esos celos sagrados: detesta y odia no sólo esta o aquella mala acción, sino el mal como tal. "Aborreced el mal los que amáis a Dios" (Sal. 97:10). Si algún agravio, dondequiera y contra quienquiera se cometa, no conmueve nuestra alma como si lo hubiéramos sufrido nosotros mismos, entonces no hemos experimentado aún al Dios Imperativo y Celoso, ni comprendido la naturaleza de su cólera contra el pecado. La creencia en Dios no tolera ninguna cómoda neutralidad moral, ninguna indiferencia o indolencia hacia la más leve injusticia sobre la tierra. Y si la historia parece demostrar demasiado a menudo lo contrario, ello revela una vez más cómo los hombres pudieron engañarse a sí mismos sobre la naturaleza de su religiosidad.

Llamar a Dios meramente el Padre amante siempre permitió a los hombres olvidar al Dios Imperativo y Celoso. En tales circunstancias, la religión siempre quedó privada de algo esencial. Una fe que ha perdido el concepto de reverencia -pues ésta conoce muy bien la cólera divina- necesariamente pierde también gran parte de su fuerza moral. La religión nunca puede prescindir del rechazo de todo lo inmoral y lo impío.

 

Aquí volvemos a encontrar ese peculiar espíritu profético del judaísmo que se expresa en su exigencia religiosa de que el hombre tome decisiones. Todo sentimiento y todo conocimiento, toda meditación e iluminación, no logran nada ni alcanzan a dar sentido a la vida a menos que el hombre "elija la vida" transformando en realidad la palabra de Dios. Toda experiencia exige acción, y para el judaísmo la experiencia sólo puede tornarse religiosa a través de la acción. Esta conduce al hombre hacia Dios a fin de unirlo con Él; mediante la acción, el reino de Dios se establece y extiende. La fe y la humildad no son aún piadosas en sí mismas; sólo son el sentimiento de lo que Dios significa para nosotros y, por lo tanto, carecen de contenido en lo que se refiere a la personalidad activa del hombre. Sólo en la acción la personalidad humana adquiere un contenido. La fe y la humildad constituyen una modalidad religiosa que, de mantenerse sólo como tal y pretender constituir por sí misma una obra de virtud, implica serios peligros. Si la humildad no es otra cosa que humildad y lo mismo ocurre con la fe, esto es, si constituyen meros fines en sí mismas, son nocivas. El hombre puede entonces adquirir con demasiada facilidad el hábito de meditar sobre su piedad y su humildad sin llevarlas a una manifestación activa en la acción. La concepción religiosa de Schleiermacher apunta en esta dirección.

Cuando la Biblia exige autoexamen, simplemente se refiere a una recolección atenta del bien para el que hemos sido llamados, la conciencia de que Dios nos ha colocado en nuestro lugar y nos reconoce. De ello se deduce necesariamente la necesidad de poner a prueba cada día según la medida de nuestro deber. "Escudriñemos nuestros caminos, examinémoslos y volvámonos a Dios" (Lam. 3:40). "Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque eso es el hombre todo" (Ecle. 12:13). Encontramos la misma idea en Goethe: "tCómo podemos conocernos a nosotros mismos? Nunca por medio de la meditación, sino por medio de la acción. Trata de cumplir con tu deber y sabrás inmediatamente qué hay en ti". La personalidad humana se revela en la acción ética. Toda introspección religiosa que no lleve a la acción suele ser vanidad antes que autoconocimiento; y la humildad que debe seguir a tal introspección se convierte en la arrogancia piadosa en que el hombre ve su propio ser irradiado por la gloria de Dios, o bien en esa contrición afectada que se inclina mansamente ante Dios aunque, de hecho, esté llena de vanidad. Esta es la humildad de quienes no vacilan en arrastrarse ante Dios para poder así mostrarse altivos con sus semejantes. Es la humildad de quienes anidan tan cerca del Padre en el cielo que creen haber ganado un lugar en su concejo. Tales individuos siempre hablan sobre el amor de Dios, que, para ellos, constituye un sentimentalismo emocional que les parece sustituir adecuadamente la acción ética. Sin duda, es más fácil adorar que obedecer. Y así, todo el ardiente autoanálisis del alma humilde, todo ese arrastrarse en su propia insuficiencia pecaminosa, que se convierte en un orgulloso despliegue de "buenas obras", es la única sustancia de su devoción.

Pero la verdadera humildad es distinta. Puede compararse sobre todo a la modestia, una cualidad humana que no es fácil de adquirir aunque más no sea porque la verdadera modestia presupone un cierto logro previo. Para ser verdaderamente humilde es necesario haberse sometido a una prueba, haber servido a Dios. La religión significa fe y acción. La cualidad primaria es la acción, porque establece el fundamento para la fe: cuanto más hacemos el bien, más fácilmente captamos el significado del deber y la vida, y más fácilmente creemos en lo divino de donde surge el bien. Y tanto más también estamos imbuidos de humildad con respecto a nuestras acciones y al hecho de haber sido creados por Dios. El hombre se toma verdaderamente humilde a través de la acción moral. En esa forma, pues, la fe se convierte en un mandamiento: ¡cree siempre más profundamente en Dios obrando cada vez más el bien! Tal como el conocimiento, en el cual cuanto más aprendemos más comprendemos cuánto ignoramos, también en la moral cuanto más hacemos el bien más urgentemente obvio nos resulta cuánto bien queda aún por hacer, y cuánto nos falta aún para realizar el mandamiento de Dios. El servicio de Dios no tiene fin: "el día es corto y la tarea grande".

 

A través de su acción el hombre percibe también las limitaciones particulares de su existencia que siempre levantan una barrera ante su búsqueda del ideal. Así encuentra su lugar en medio de la infinidad y la eternidad. La humildad es la conciencia de nuestro lugar en el mundo, no meramente dado, sino creado por nosotros. Sin el conocimiento del mandamiento moral, por lo tanto, no puede haber humildad o fe verdadera. Sólo las dos unidas traen aparejado el autoconocimiento y nos permiten experimentar la vida en su totalidad; constituyen el sentimiento religioso hacia la vida que une lo que nos es dado con lo que nosotros debemos dar. Cuando el hombre habla a su Dios, siempre oye Sus palabras; durante su plegaria, siempre escucha simultáneamente los mandamientos al deber. Tal simultaneidad, característica del monoteísmo, da al hombre su unidad y religiosidad interiores.

Es por eso que la Biblia coloca juntas la fe y la acción, como una sola unidad religiosa. "Guarda la misericordia y la justicia y pon siempre en Dios tu esperanza" (Os. 12:7). "Tú confía en Dios y obra el bien" (Sal. 37:3). "Confía en Dios y sigue Sus caminos" (Sal. 37:34). "Sacrificad sacrificios de justicia y esperad en Dios" (Sal. 4:6). "La integridad y la rectitud me protegerán, pues en Ti espero, Dios" (Sal. 25:21). "Buscad a Dios los humildes de la tierra, cumplid Su Ley, practicad la justicia, buscad la modestia" (Sof. 2:3). "¡Oh hombre! Bien te ha sido declarado lo que es bueno y lo que de ti pide Dios: hacer justicia, amar el bien, andar con humildad por la senda de tu Dios" (Miq. 6:8). En esta última frase, la humildad aparece como el resultado espiritual de la rectitud y el amor puestos en práctica; pero, al mismo tiempo, la humildad es un comienzo, pues nunca descansa sino que continuamente busca aplicar la palabra de Dios. Surge de la acción ética y también da origen a una nueva acción ética.

A la luz de esta concepción, el sufrimiento humano se ve en una forma nueva, pues también él responde a la voz de Dios, al mandamiento afirmativo, ateniéndose al mandamiento de que cada día debe contener el servicio a Dios, aunque sea un día de sufrimiento. Como todo lo enviado a su vida, el sufrimiento le llega al hombre al margen de su voluntad; pero el hombre debe moldearlo como un agente libre, tal como debe moldearlo todo en la esfera de su existencia. Enfrenta la tarea de convertir esa parte de su vida en la que ha entrado el sufrímiento en una porción del reino de Dios, debe remodelarla, superarla éticamente y elevarse así por sobre la mera causalidad. De tal modo, también al sufrimiento se aplica el mandato: "Amarás al Señor, tu Dios... con todas tus fuerzas." Para los antiguos maestros su significado era: "Ama a Dios con todo lo que Él te ha concedido, con sufrimiento al igual que con felicidad". En los tiempos malos y en los buenos, el hombre debe ser libre y creador. Y cuando sufre, la exhortación a amar a Dios con todo su poder es particularmente insistente y vigorosa.

En concordancia con esta concepción, la frase "bendito sea el nombre del Señor", entró a formar parte de la plegaria del sufrimiento; y especialmente creado para ella por el lenguaje de la época, surgió el término Tsicluk haDin, el reconocimiento del juicio. El término denota la resolución del hombre de aceptar el mandamiento de Dios en sus días de sufrimiento, y con ello reconocer a su Dios. Al igual que en la primera frase, también en ésta se acentúa el sufrimiento que la muerte implica. Más que cualquier otra cosa, la muerte parece destruir el valor de la vida y negar su dignidad; es una irracionalidad, es negación. El hombre que ve y padece la muerte siente que su creencia se hunde en la falta de sentido. Pero frente a la muerte prevalece el mandamiento imperativo como un triunfo sobre el "tú debes" del destino; prevalece la libertad moral a la que el hombre siempre tiene acceso, el "reconocimiento del juicio" que es su reconocimiento del Dios imperativo. Así, el término Tsiduk ha-Din adquiere su pleno significado cuando se lo aplica al hombre que, si bien es éticamente libre, elige la muerte en nombre del mandamiento, esto es, al mártir. Los Rabís dicen en particular del mártir que ha hecho "el reconocimiento del juicio". Una historia similar se cuenta del Rabí Janania ben Teradión. Cuando él y su esposa debieron comparecer como testigos de la fe en el lugar de la ejecución, ofrecieron un "reconocimiento del juicio", que el Rabí comenzó con un pasaje del Cántico de Moisés, "¡Él es la Roca! Sus obras son perfectas. Todos sus caminos son justísimos", y ella continuó: "Es fidelísimo y no hay en Él iniquidad; es justo, es recto". Su hija, destinada también al tormento, rezó, como si respondiera, con las palabras de Jeremías: "Grande en el consejo, poderoso en la obra, cuyos ojos están abiertos para ver todos los caminos de los hombres y dar a cada uno según su camino y según el fruto de sus obras" (Jer. 32:19). Al convertir "Él" en "Tú", expresó el "Tú" que contiene toda la respuesta y la certeza. Estas frases, como el clásico "reconocimiento del juicio", tienen su lugar en el libro de plegarias, y se ha convertido en costumbre repetirlas sobre el féretro cuando se lo introduce en la "Casa de la Eternidad".

Incluso cuando los sufrimientos lo afligen intensamente, el hombre debe recorrer el camino que él mismo elige; no debe quedarse encerrado en los abismos de su desgracia. Aquí puede demostrar ese gran "pero" de su voluntad de cumplir el mandamiento y dar prueba de su reverencia y su libertad creadora; aquí puede alcanzar las cumbres de la verdadera significación humana. El hombre no sólo soporta el sufrimiento -si eso fuera todo, sería mera aflicción- sino que lo asume y lo supera. Lo que le ocurre deja de ser mero sufrimiento, un mero producto del destino, porque incluso en el dolor su personalidad libre puede manifestarse a través de la elección y la acción. Como dice la vieja máxima hebrea, el sufrimiento es una prueba del poder del hombre para superar sus aflicciones. "Sufrimientos motivados por el amor" es el término rabínico para esta concepción; aquí la enseñanza y el sufrimiento se unen en un solo término. La Biblia ya había expresado claramente esa unidad: "Bienaventurado el hombre a quien tú educas, ¡oh Dios! al que das sabiduría con tu Torá" (Sal. 94:12); "Porque al que Dios ama le corrige, como el padre a su hijo que ama" (Prov. 13:12); "Bueno es al hombre soportar el yugo desde la mocedad" (Lam. 3:27). En el Libro de Job esta idea se expresa con toda claridad: "Salva al pobre por su pobreza" (Job. 36:15), es la respuesta de Eliú a todas las preguntas que, para el sufrimiento del hombre recto, parecen contradecir el significado de la vida. En el Talmud encontramos la misma idea: "El Señor castiga duramente al que ama para purificarlo"; "La gloria de Dios se acerca al afligido"; "Dios eleva a quién Él aflige"; "Los sufrimientos expían más que el sacrificio"; "Los sufrimientos son un camino de vida"; "Lo mejor que Dios dio a Israel, lo dio a través del sufrimiento".

El autor de estas últimas palabras, Shimón ben Iojai, fue un "hombre que ha visto la miseria bajo el látigo de su furia" (Lam. 3:1). Y eso se aplica a todos los que hablan en esa forma, en especial a los autores de la literatura popular ética y sagrada de la Edad Media, que tan a menudo se refieren a las bendiciones de la prueba divina; predican lo que ellos mismos han demostrado. Todos rechazan esa fácil sabiduría que permite a muchos soportar con complacencia los sufrimientos ajenos y elogiar las virtudes del sufrimiento hasta que ellos son los afectados. La sabiduría del judaísmo -su misma historia lo determinó así- consiste en ver la vida como una tarea impuesta al hombre por Dios. El sufrimiento es parte de esa tarea; todo individuo creador bien lo sabe. El hombre experimenta a través del sufrimiento aquellos conflictos que dan significación trágica a su voluntad de realización. Pero también descubre que la acción, mediante la cual puede convertirse en creador y liberador de su propia vida, resuelve esos conflictos y los transforma en unidad y armonía.

 

Aquí se unifican la tragedia y la dignidad de la historia judía. Es la historia de una elección, una resolución en favor de Dios y, por ende, una historia llena de sufrimiento. Todos los problemas y aflicciones que se acumularon sobre los judíos jamás pudieron aplastarlos interiormente. El pueblo judío no se convirtió nunca en el mero objeto de su destino; fue un creador, lleno de resolución y recto de espíritu, incluso en épocas de aflicción. Nunca fue una mera víctima del sufrimiento. En una historia que se limita a describir acontecimientos exteriores, los judíos aparecen como un juguete de las naciones. Pero en una historia que tiene en cuenta el poder y la actividad espirituales, el pueblo judío surge como una fuerza que toma sus propias decisiones y efectúa su genuina realización: su vida es una realización. Su historia posee nobleza, si por verdadera nobleza se entiende una unidad de herencia y logro; posee fe y acción, crecimiento y realización. El judaísmo asigna esta nobleza a cada individuo cuando imprime en él la conciencia de su peculiaridad humana y la necesidad de realizar esa peculiaridad. Lo que Dios Creador dio y lo que el Dios Imperativo ordena, constituye la vida del hombre. Y en virtud de esa vida, el judaísmo posee una historia. El secreto y el mandamiento confieren al hombre seguridad y dignidad.

 

El hombre experimenta el amor y la justicia como la revelación de Dios. Tal como se lo expresa en dos de sus antiguos nombres bíblicos, Dios es simultáneamente el Ser Eterno, Yhwh, y la Meta eterna, Elohim. Los Rabís entendieron que el primero significaba amor eterno y el segundo justicia eterna, que son, respectivamente, la fuente y el camino de la vida. Este es el único Dios que se manifiesta en ambos aspectos. Concentrarse en uno de ellos y descuidar el otro significaría privar a la revelación de Dios y a nuestra fe en Él de su unidad. No podemos encontrar la fuente de nuestra existencia en el Dios Único sin ver el camino que ha colocado ante nosotros, y no podemos reconocer ese camino sin conocer la fuente de nuestra existencia. Para ser humildes ante Dios, debemos ser rectos, y para ello es necesario ser humildes. Nuestra confianza nos dice que Él nos sostiene eternamente, y nuestra reverencia nos dice que debemos elevarnos siempre hacia Él. En la conciencia de haber sido creados, experimentamos cómo el "yo" se vuelve a Dios al pronunciar el "Tú" de confianza en Él. Y en la conciencia de que también nosotros debemos crear, comprendemos que la Divinidad revela su "Yo" al pronunciar el "tú" del mandamiento. Apelamos a Dios y Él apela a nosotros; sólo los dos juntos constituimos el "Yo" total. Aprehender su unidad constituye la esencia de la religión judía.

Pero en esa unidad hay también una tensión interna entre lo cercano, la fuente de la existencia, y lo lejano, la meta de la existencia; ambos existen en el Dios Único. Hav una tensión entre lo que nos es dado y lo que se nos exige, que se unifican en la vida del hombre; y hay también una tensión entre aquello por lo que la vida existe y aquello por lo cual debería existir, que se unifican en el significado de la vida. Es la misma tensión que constituye la característica peculiar de toda experiencia religiosa en el judaísmo y que lo distingue del mero misticismo o del mero racionalismo, ya que ambos carecen de esa unidad distintiva compuesta por polaridades opuestas. Dicha unidad es el resultado de una oposición de elementos contradictorios: la certeza del valor unificada con el anhelo de valor; la certeza de la realidad con el anhelo de realidad; el mandamiento definido que no necesariamente implica el deseo de lo distante y lo absoluto; y el deseo de lo distante y lo absoluto que implica el mandamiento definido. En esa unidad se funden el secreto y la respuesta, la pregunta y el conocimiento, la duda y la posesión, la esperanza y la realización. En esa tensión de opuestos unificados, la vida misma se convierte en un intenso y trágico anhelo.

 

Ahora resulta evidente la tercera gran paradoja del judaísmo: Dios, cuya esencia es el amor infinito, encuentra no obstante su expresión definida en la justicia celosa. Los Rabís entendieron que los nombres bíblicos de Dios significan: Yhwh es Elohim y Elohim es Yhwh; "el Señor Él es Dios". Cuando esta idea se aplica al hombre, significa que nuestra vida encuentra en Dios su valor eterno, pero que sin el logro humano carece de valor y de piedad. Dios da vida, pero también exige vida. El hombre es hombre porque fue creado por Dios, pero alcanza el status de auténtica humanidad sólo en la medida en que crea su vida de acuerdo con el mandamiento de Dios.

En la raíz del judaísmo existe un profundo optimismo que asume aquí la clara forma de la fe en el significado de la vida y en el valor que el hombre puede crear a través de ella. La vida tiene su fuente: "Porque en Ti está la fuente de la vida" (Sal. 36:10). También tiene su motivo: "No sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Dios" (Deut. 8:3). Dios tiene conciencia de toda vida y habla a toda vida. Podemos rogarle y recibir su respuesta: "Yo estoy contigo" (Is. 41:10; 43:5; Jer. 1:8, 19; 15:20). "Yo te oiré" (ex. 22:26; Jer. 29:12). Podemos servirle y replicar: "Habla, Dios, que tu siervo escucha" (1 Satin. 3:9). Nuestra vida encierra significado y propósito, los medios por los cuales aquélla se realiza auténticamente. A través del significado y el propósito, la vida se convierte en algo más que una mera sucesión de días y años: se convierte en una unidad. Tiene su devoción y su tarea. La religión no debe darnos meramente horas de devoción; toda nuestra vida debe estar llena de devoción, pues Dios siempre nos mira. Y la religión no nos impone tareas aisladas; toda nuestra vida debe ser nuestra tarea, pues Dios nos habla cada día. La religión no se encuentra aquí en el margen, como un mero agregado a la existencia; es todo lo que se revela a la vida y lo que la vida nos revela. En la religión, la vida se posee a sí misma con toda certeza mediante la cual adquiere significado y valor.

Desde la época de los profetas, el que la religión sea la realización de la vida ha sido la experiencia más profunda del judaísmo. La vida encuentra en la religión su crecimiento natural desde el suelo en que fue creada y hacia el fin para la cual fue formada. En la religión el hombre alcanza su verdadero ser o, para expresar la antigua idea judía con una frase moderna, el estilo de su vida. Los profetas y salmistas nos cuentan cómo la vida del hombre encontró su certidumbre en Dios y cómo se eleva a través de la confianza en Él. "Bienaventurado el hombre que tiene en Ti su fortaleza" (Sal. 84:6). "Pero los que confían en Dios renuevan sus fuerzas y echan alas como de águila" (Is. 40:31). "Dios, mi Señor, es mi fortaleza, que me da pies como de ciervo y me hace correr por las alturas" (Hab. 3:19).

Y cuando hablan del hombre que no conoce a Dios, se refieren a una aridez del alma que es como "desnudo arbusto en el desierto" (Jer. 17:6). Los profetas y salmistas hablan sobre todo del anhelo del corazón por la realidad de la vida, esto es, su anhelo de Dios. Tener hambre y sed de Dios, "mi alma está sedienta de Dios, del Dios viviente" (Sal. 42:3), es la maravillosa imagen bíblica para este anhelo del hombre de ir más allá de sí mismo; de superar toda encadenante causalidad y todas las limitaciones del mundo, más allá del contenido meramente humano y terrenal de su existencia, más allá del lugar común y la mezquindad de cada día. Es el anhelo del hombre por liberarse de la soledad y el temor que lo envuelven.

 

La Biblia habla con frecuencia acerca de la soledad del hombre, y el salmista llama a su alma anhelante "mi solitaria" (Sal. 22:21; 35:17). El hombre parece estar completamente rodeado por la soledad. Parece encontrarse en medio del mundo, del espacio infinito y del tiempo interminable -el hebreo antiguo tiene sólo una palabra para mundo y eternidad. Junto con esa soledad de tiempo y espacio surge la soledad de una vida efímera, finita, determinada por la causalidad. Este es el sentimiento de verse abandonado y sometido a lo inevitable. Una imagen bíblica frecuente para ese sentimiento es la cerrada oscuridad de la noche. Sin Dios, la vida es una oscuridad solitaria, incluso para el hombre que vive en medio de muchos otros hombres y para el que disfruta de placeres y poder. Más grande aún que la soledad del hombre incomprendido por sus semejantes o dejado de lado por ellos, es la soledad del hombre que conoce sólo a sus semejantes y tiene vínculos sólo con esta tierra. Es la soledad del hombre cuya alma está lejos de todo lo real, eterno y sublime. En ese estado de desamparo, el hombre tiembla con desesperación cuando busca respuestas a aquellos interrogantes sobre la vida que no puede evadir..

Y es precisamente en ese temor, el temor a la noche de la infinidad y al desamparo de lo meramente terrenal y humano, donde se origina el anhelo de ese Dios creador de toda la eternidad, que ilumina y armoniza. El hombre que conoce ese anhelo, que siempre implica también un hallazgo, se eleva por encima de su desamparo; su noche se llena de luz y su alma se redime de la desesperanza. "Tú eres mi luz, ¡oh Dios!; mi Dios ilumina mis tinieblas" (II Sam. 22:29). "Y en Tu luz veremos la luz" (Sal. 36:10). Quien se sabe íntimamente ligado al Dios único y eterno, no conoce la soledad, pues su vida nunca es solitaria. Por íntimo que sea nuestro contacto con nuestros semejantes, seguimos estando solos en la profundidad de nuestra alma, pues toda personalidad es única en la tierra y la soledad es una parte de la individualidad. Pero en Dios nuestra vida encuentra paz. Paz, ésta es una de las palabras a las que Israel confirió un nuevo significado. La lucha y el esfuerzo del mundo agotan al hombre, pero en la unidad con Dios el hombre encuentra descanso y salvación: su paz. "¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de Ti, nada deseo sobre la tierra... La Roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre" (Sal. 73:25 y sig.). "Bienaventurado el varón que confía en Dios y en Él pone su confianza" (Jer. 17:7). Y la bendición termina con la palabra "paz": "Que vuelva a ti Su rostro y te dé la paz" (Núm. 6:26). "Paz, paz al que está lejos y al que está cerca, dice Dios; Yo le curaré" (Is. 57:19).

Para sentir la proximidad de Dios necesitamos intervalos de alejamiento con respecto a los otros hombres. Para no perdernos en esa verdadera soledad que es la lejanía de Dios, necesitamos períodos de soledad en la tierra, durante los cuales nuestra alma queda librada a sí misma y estamos lejos de los otros hombres. Si no queremos extraviarnos en el mundo, debemos mirar dentro de nosotros mismos y acordarnos de nuestras almas y de Dios. En los rincones más profundos del corazón humano hay un deseo de esa soledad que, de paso, constituye una de las raíces más poderosas del ascetismo. El que Israel haya satisfecho esta necesidad humana y religiosa a través de la plegaria constituye uno de sus logros históricos. El propósito de la plegaria es el de permitimos estar solos con Dios y apartados de los otros hombres, darnos reclusión en medio del mundo. También hemos de buscar la soledad en la casa de Dios aun cuando esté llena de hombres, para estar también allí solos con nosotros mismos y con Dios. Si aspiramos a llenar nuestra vida con devoción, debemos abandonar cada tanto los caminos del mundo para disfrutar de la paz de Dios.

El Shabat judío tiene como fin proporcionar al hombre horas de paz por completo divorciadas de la vida diaria, y permitirle un aislamiento del mundo en medio del mundo. Es el día "de delicias" (Is. 58:13) y de "la riqueza del alma". Los muros de los estatutos sabáticos se construyeron deliberadamente altos, de modo que ningún sonido del mundo cotidiano penetrara en su esfera sagrada. Y a través de ese espíritu el Shabat se ha convertido en una festividad de incomparable poesía, cuya paz no sólo hizo tolerable una existencia oprimida y dura, sino que la embelleció con un raudal de luz. Por lo tanto, no resulta sorprendente que los cánticos sabáticos se hayan convertido en canciones familiares. "Fueron mis cantos tus estatutos en la casa de mi peregrinación" (Sal. 119:54).

La época actual necesita urgentemente renovar el antiguo Shabat que, como lo expresa la Biblia, "será entre mí y ellos una señal perpetua" (Éx. 31:17). La lucha por el Shabat es la lucha por la consagración y contra el carácter cada vez más mundano de la vida. ¿,Quién está tan lleno de devoción en su vida que puede prescindir de ese momento semanal de descanso en Dios? Y si la lucha por la existencia no permite a tantos el Shabat, ¿dónde están aquellos que pueden permitir que se les prive de las horas sabáticas?

Uno de los dones con qué el judaísmo enriqueció a la humanidad es la costumbre de reservar ciertas horas fijas para la adoración reverente, horas en las cuales se expresa la conciencia pública, y la voluntad divina habla a las almas de los hombres. En tales ocasiones la exigencia ética está vinculada con el servicio divino, y a través del sermón aprendemos nuevamente lo que estamos llamados a ser. Lo que quizás no deberíamos decirnos unos a otros, puesto que sólo somos humanos, puede y debe ser señalado a todos mediante la palabra de Dios. Nosotros podemos mostrarnos indulgentes, pero la palabra de Dios tiene derecho a ser severa. Con su poderoso celo por la rectitud y la verdad y con su cólera flameante contra la vileza, la palabra de Dios puede justamente oponerse a los medidos sentimientos de la vida diaria comprimidos como están dentro de los límites de los convencionalismos. La dureza áspera e inflexible de la Biblia es necesaria para deshacer ese débil convencionalismo que tan fácilmente se satisface con la transacción, y esa blanda sagacidad que oculta tan sólo la falta de carácter. En contraste con las normas que nos gobiernan y nos juzgan en el mundo exterior, necesitamos constantemente despertar la conciencia de que "Dios es nuestro juez, Dios es nuestro legislador, Dios es nuestro rey" (Is. 33:22).

Junto con sus días sabáticos, el judaísmo creó las épocas solemnes que se enroscan en torno del año como un vínculo sagrado. Al señalar el verdadero significado de la existencia, dichas festividades ayudan a mantener nuestra vida unida, de modo que no se desintegre en una mera sucesión de días. Debemos encontrar ocasiones en nuestra vida, intervalos en el trabajo y pausas en nuestro camino, en los cuales el significado de la vida vuelva a tomarse visible. Ninguna religión y ningún período histórico posterior pudieron agregar nada a la esencia de las fiestas judías. Hubo un desarrollo externo o artístico, pero nada que elevara la concepción de los días festivos. También aquí el poder creador de Israel reveló su fuerza perdurable.

 

Después de todo lo dicho, resulta sin duda innecesario destacar el hecho de que la fe en Dios no alcanzó su claridad final en los períodos iniciales de la historia de Israel. Es igualmente superfluo manifestar explícitamente que la cumbré finalmente alcanzada no resultó menos significativa porque haya habido que escalarla primero. Sin embargo, se impone destacar un hecho: todo indica que ya en la época de los patriarcas surgió una nueva clase de religión y que es posible rastrear hasta Moisés un conocimiento más puro de Dios. Todos los que siguieron a Moisés necesitan de él. Es el "padre de todos los profetas".

Puesto que toda religión constituye un intento de expresar en alguna forma lo esencialmente inexpresable, cada nueva religión debe crear su propio lenguaje. La precisión del lenguaje, no obstante, sigue muy lentamente a la claridad del pensamiento. Muy a menudo el pensamiento resulta perfectamente claro mientras que el lenguaje todavía no puede formular su contenido. Por otro lado, a través de su poder simbólico, la palabra puede trasmitir más de lo que explícitamente dice. Por ende, en la interpretación bíblica uno acepta a veces graves falacias, si pasa por alto el poder y el alcance de una idea determinante, que es el alma misma de la palabra, y se limita a medir las palabras, que sólo son el cuerpo de la idea. Ello ocurre con frecuencia en la interpretación materialista, que se jacta de comprender las frases bíblicas luego de haber extraído de ellas su más bajo significado posible. Resulta sorprendente la rebuscada sutileza y falta de criterio con que se denigran los pasajes más sublimes al atribuirseles significados vulgares. Este enfoque con. vierte la poesía en la más prosaica prosa; es el resultado inevitable de acercarse a las cosas tendenciosamente.

Tal procedimiento se aplicó sobre todo al nombre que la Biblia utiliza con mayor frecuencia para Dios: Yahvé. Aun cuando originariamente, y no importa por cuánto tiempo, pueda haber denotado a un Dios además de otros dioses, Yahvé terminó por designar al Dios Único del que todas las naciones han de decir: "Sólo tú tienes un Dios, no hay ningún otro, los dioses no existen ya" (Is. 45:14). Desde el momento en que esta frase se pronunció, de cualquier manera, Dios ya no es un sustantivo propio que distingue a un Dios de otros; ahora significa "Dios", "el Eterno", con todo su simbolismo y la singularidad del secreto y la certeza; es el nombre sin nombre, por así decirlo, y sólo en Él adquiere un nuevo significado. No obstante, si las traducciones modernas de la Biblia, en aquellos pasajes donde se manifiesta claramente la unidad y el carácter único de Dios, persisten en hablar no del amor y la justicia de Dios o del Eterno, sino más bien del amor y la justicia de Yahvé, ¿no significa esto despojar a la palabra de su genuino significado espiritual? Sólo la pedantería o la vanidad pomposa pueden, por ejemplo, hacer que el salmista rece: "¡Oh Dios!, Tú me has examinado y me conoces" (Sal. 139:1), "Guardará Dios tus salidas y tus entradas desde ahora hasta la eternidad" (Sal. 121:8); o hacer que el piadoso Job diga: "Dios me lo dio, Dios me lo ha quitado. ¡Sea bendito el nombre de Dios!" (Job. 1:21). En esa traducción la palabra de la Sagrada Escritura está despojada de su genuino significado.

Pero también en otro sentido, más esencial, se ha comprendido erróneamente la significación del Dios Único, proclamado por los profetas, los salmistas y sabios de Israel, incluso a veces dentro del judaísmo mismo. Se levantaron justificadas quejas en el sentido de que una cierta "ligereza librepensadora" aparece a veces dentro del iudaísmo con respecto a la idea de Dios. Algunos judíos parecen creer que el judaísmo está contenido por completo en sus mandamientos éticos, y que la creencia en Dios es un mero ornamento. Sería imposible atribuir a la religión judía una superficialidad más burda. Sí bien es cierto que el judaísmo asigna el valor más alto a la acción moral, describe a Dios sólo con atributos morales e identifica al Dios de la fe con el Dios de la ley moral, con todo no existe para él una ética sin la creencia en Dios, y un cumplimiento del deber que no constituya al mismo tiempo un servicio a Dios. Para el judaísmo la moral tiene su fundamento y su garantía en Dios.

 

La decisión que el judaísmo exige no es tan sólo ética, sino fundamentalmente religiosa, una decisión de fe en el Dios Unico. Para el judaísmo la creencia en Dios no es meramente una parte de la religión sino más bien la fuente misma de su vida y el verdadero conocimiento de la realidad. La naturaleza esencial de su ética consiste en que son mandamientos de Dios. El judaísmo no reconoce tan sólo la vida finita con sus obligaciones y estatutos; eso sería mero moralismo. Antes bien, descubre y experimenta el significado de la existencia en la creencia en el Dios Unico por el cual la esclavitud de la vida se transforma en un vínculo con Él. Sólo en esa forma surge la religión, la religión de la ética, y sólo así esta última se convierte en la ética de la religión. La ley clara y definida expresada en una moral finita se eleva aquí a lo infinito; la vida finita penetra en la eternidad y la esfera del mandamiento, en el mundo del culto. Aquí se unen el misterio del origen y la certeza del camino, la fe con la ley moral. El carácter del judaísmo radica en la plenitud de su fe en Dios, que no admite ambigüedades o vacilaciones y exige una confesión clara y abierta. La medida en que la conciencia de todo esto llena su vida es la medida de la aceptación espiritual de un hombre con respecto al judaísmo.

Fue por el Dios Unico, el Dios creador e imperativo, que los mártires del judaísmo marcharon hacia su muerte; fue por ese Dios que millares de individuos, como testigos de la verdad, se despojaron de sus posesiones mundanales, abandonaron patria y hogar y sufrieron degradaciones y persecuciones. El judaísmo extrae su significado, su significación heroica, de la creencia en Dios. Sólo quien ve la fuente y la meta de su existencia en el Unico Dios ha experimentado el judaísmo. También es un verdadero judío el que, frente a la eternidad, cuando el alma se siente llamada a su Dios y abrazada por el infinito, puede pronunciar como resultado y confesión de su vida las palabras que el genio de Israel creó para las horas de decisión y partida: "Oye, oh Israel, tu Señor, el Señor es Unico".

 

 

LA FE EN EL HOMBRE: EN NOSOTROS MISMOS

DE la fe en Dios surge la fe en el hombre. Fuimos creados por Dios; vivimos a través de Dios y en Él; pero lo hacemos como seres humanos libres e independientes llamados a la acción ética. Aquí el judaísmo se distingue de una religión panteísta de la salvación, así como de un mero misticismo, pues para ambos Dios está en todas las cosas y todo está en Dios. Para estas posturas religiosas, creador y creación son esencialmente una misma cosa.

Aunque el judaísmo ve al hombre libre e independiente, éste no está del todo separado de Dios y no meramente fuera de Él. Aquí su perspectiva puede distinguirse del deísmo "moralista" y del racionalismo, que sólo conocen un Dios distante fuera del alcance del corazón que busca, un Dios que sólo existe como idea. El judaísmo, con todo, no es ni una religión sin mandamiento ni una religión sin misterio. Su Dios no es tan sólo el Dios inmanente que habita en todas las cosas y seres, ni el Dios trascendente que existe por encima y más allá de nosotros. Ni en este mundo solamente ni en el otro exclusivamente encuentra el judaísmo la verdad religiosa. Antes bien, la fe judía en Dios está característicamente expresada en su insistencia en la unidad de esos dos mundos; de esa unidad puede surgir la fe en el hombre que es la creación de Dios.

Así, la fe en el hombre también está moldeada por esa fusión de tensión y paradoja prevaleciente en la religiosidad judía. Por un lado, estamos frente a Dios -y es en el distingo entre Dios y el hombre que la religión judía se basa primariamente; Dios es el creador, el Santo, separado y distinto de lo meramente terrenal y humano. Con todo, estamos ligados a ÉI: nuestra vida y nuestra libertad proceden de Él, retornan y permanecen en Él. En el judaísmo, toda fe lo es en relación con Dios. Nuestra vida posee, en este mundo, su lugar sobre la tierra, y en el otro, su tendencia redentora hacia lo eterno. Tiene su existencia terrenal y la que apunta más allá y eleva al hombre por sobre la existencia terrenal. Es un hecho limitado, fijo, pero también una tarea que lleva a lo infinito. El alma es al mismo tiempo nuestra posesión más individual, que nos singulariza hasta la profundidad de nuestro ser, y también el elemento eterno en nosotros, común a todos los individuos y del que debe surgir toda individualidad. Aunque el alma es la expresión de lo personal, también es, como afirman los pensadores religiosos judíos, la mediadora entre el hombre y su Dios. El hecho de que el alma constituya lo divino en nuestro interior, derivado de Dios y entretejido con Él, constituye la raíz del elemento místico presente en toda religión. Pero el hecho de que nuestra alma sea también el centro de lo que es más humano y el libre creador del destino humano, constituye la raíz del elemento ético de la religión. Hay una alianza entre el hombre y Dios, entre la libertad y la eternidad, que vive en la oposición entre esos dos elementos de la religión. Para el judaísmo la religión no se limita a ofrecer una concepción del hombre junto con un postulado concomitante, ni a revelar el destino del hombre junto con un mito concomitante. Ofrece fe en el hombre.

Cuando la Biblia busca describir la naturaleza del hombre afirma que fue creado a imagen de Dios (Gén. 1:27; 5:1). Es posible expresar la misma idea diciendo que el hombre constituye la revelación especial de Dios. Encuentra en Dios su fuente y su meta, pues Dios es el "Yo" y el "Tú" del hombre. En su vida el hombre puede desarrollar lo divino que le ha sido concedido. Su vida fluye desde Dios y de retorno hacia Dios; está, destinada a ser creada a semejanza de Dios. Aunque ésta sea sólo una metáfora, como todo lo que el judaísmo dice sobre Dios, resulta inagotable en cuanto a su significado. Si bien quienes utilizaron por primera vez esta metáfora pueden haber comprendido plenamente todas sus implicaciones, aquél lo transformó en un símbolo eterno, un principio de humanidad que propugna la concepción religiosa y ética del "hombre', la concepción de la dignidad humana. Por grandes que sean las diferencias entre los hombres, su semejanza con Dios es común a todos, y es precisamente esa semejanza la que establece lo humano en el hombre. No éste o aquel individuo, sino que todos los hombres fueron creados a imagen de Dios; en ello indica el significado de toda vida humana. Decir que todo ser es otra expresión de lo humano es hijo de Dios (Deut. 14) apunta a la idea de que todo hombre fue creado a Su imagen. Lo más importante para la humanidad está contenido por igual en todos los hombres. A todos se les asigna un lugar y una tarea y en todos reside la nobleza humana. Negárselo a un hombre sería negárselo a todos. Por encima de las diferencias de raza y nación, de casta y clase, de amos y siervos, de talentos y poderes, se levanta la certeza: "hombre". Quien tiene un rostro humano fue creado y llamado a ser una revelación de la dignidad humana.

La Biblia acentúa la relación entre esta unidad y su afirmación de que el hombre fue creado a imagen de Dios. Luego de explicar el comienzo de la raza humana, hay una ennumeración de todos los pueblos de la tierra, las "setenta naciones", en la que éstas aparecen como ramas de un mismo gran árbol. Cualquiera sea su diversidad y separación, las naciones están unificadas en su origen esencial. Así, en la antigüedad sólo Israel habla de la humanidad como un todo, como una gran familia sobre la tierra -una idea inherente al monoteísmo-. Mientras que la división de la humanidad en grupos separados corresponde a los múltiples dioses del politeísmo, la concepción monoteísta del Dios Unico implica una sola humanidad. La idea de una sola humanidad también es inherente a la concepción de la misión histórica de Israel, una misión basada en la unidad ideal de toda la humanidad. Pero esta unidad tiene sin duda sus raíces más hondas en la idea de la semejanza- del hombre con Dios, que es otra manera de decir que todos los hombres son hijos de Dios. El hecho de que esta convicción se expresara más tarde en otros sectores no desvirtúa el que constituyera la posesión distintiva y original del judaísmo. En el suelo judío surgió el conocimiento de una sola humanidad, del Mundo Unico en el que la realización del mandamiento permite que el mundo se convierta en una unidad.

 

Quien es capaz de comprender a la humanidad como un todo también puede comprender a cada hombre individual. Si lo humano se considera en su origen y se comprende en términos de su tarea, esas características determinantes se encontrarán en todos los individuos. Si todos los hombres están unidos en sus cualidades esenciales, cada hombre puede representar a toda la humanidad. Así, la comprensión del mundo y de toda la humanidad lleva a la comprensión de cada individuo. Pero son precisamente ese origen y esa tarea comunes los que permiten la individualidad del hombre. Así como la creación a imagen de Dios garantiza la unidad de la humanidad, del mismo modo da a cada individuo su ser y valor únicos. Sin duda, es característico de todas las religiones elevar al individuo por sobre la multitud. Ello se expresa claramente en la fe más infantil: cura pii dis sunt. Y en el hombre que reza siempre hay un rastro de esa actitud antropocéntrica, pues durante la plegaria un hombre se siente centro del mundo. Incluso aquí hay una característica única del judaísmo: el hombre no se acerca a su mezquina deidad particular, que es una entre tantas, sino que se presenta ante el Santo que es el creador del cielo y de la tierra.

Pero lo más importante que el judaísmo dio al hombre, la contribución que permite al hombre tener conciencia ética de su dignidad como ser humano individual, es la idea de su semejanza con Dios. En virtud de esa idea, el hombre posee el signo espiritual de lo divino: siente que su personalidad surge de lo más profundo y último, dando testimonio de aquello que es por gracia de Dios. Pues si el hombre es hijo de Dios, entonces toda alma tiene un significado eterno; no hay una conglomerada masa humana, sólo el ser humano que lo es por voluntad de Dios. Así, toda alma es un mundo en el universo. Como afirma el Talmud: "Cada ser humano vale tanto como el mundo entero". "Sabe que para ti el mundo fue creado", La frase acerca de "una sola alma en Israel", se basó en esta enseñanza. "Quien preserve un alma en Israel ha preservado todo un mundo en su plenitud", pues ha preservado a un ser humano.

Todo ser humano es, por ende, algo único, una personalidad. Como afirma la antigua máxima, cada hombre es "acuñado sui generis". En su carácter distintivo, constituye una revelación de Dios. Por lo tanto, no hemos de ofrecer respeto a los poderosos o a la multitud, sino sólo al hombre como tal, incluso al más pobre e insignificante. Hemos de confiar no sólo en los rectos y los nobles, sino en todos los hombres, porque poseen un alma. Debemos tener fe en nosotros mismos y en todos los hombres, porque todos fuimos creados a imagen de Dios. Esto es lo máximo que puede decirse sobre el valor del hombre; es imposible atribuirle mayor nobleza. Uno de los antiguos Rabís vio acertadamente en esta doctrina la creación más esencial de su religión: "Shimón ben Azai dijo: «Este es el libro de las generaciones del hombre: en el día que Dios creó al hombre, a semejanza de Dios Él lo hizo». Esta frase contiene la esencia de la Torá".

Esta máxima encierra la esencia de la Torá tanto más cuanto que su promesa expresa su exigencia. Ser hijo de Dios es, por así decirlo, la premisa fundamental de los mandamientos, pues cuanto más grande es el don hecho al hombre, más vasta la responsabilidad resultante. En la incomparable significación de nuestra vida radica su ilimitable destino: eres divino, entonces demuestra que eres divino. Que el hombre fuera creado a imagen de Dios significa, pues, que de él puede exigirse lo más alto. La tarea ética es la tarea de todos los hombres; es un campo en el que cada hombre puede tener genialidad. La Biblia da a esta doctrina su expresión clásica: "Sed santos, porque santo soy yo, el Señor, vuestro Dios" (Lev. 19:2). Es éste el ideal más alto que pueda colocarse ante el hombre: ser cada vez más semejante a Dios.

 

Así se asignan al hombre los más altos poderes de creación y realización. El hombre produce todo lo que es útil en la existencia. En la buena acción se convierte en un creador e introduce en el mundo una manifestación de lo eterno y lo infinito. La acción recta del hombre emana de lo que es personal y original en él; todo lo que emana de lo que es verdaderamente propio constituye una creación. En el judaísmo ese don espiritual de creación también se designa como pureza del alma. La antigua oración que forma parte de la introducción al libro de oraciones judío, expresa la voz del judaísmo con estas palabras: "Dios mío, el alma que Tú me has dado es pura, Tú la creaste, Tú la has insuflado en mí". Aquí el poder creador aparece puro y libre, pues la pureza del alma, con su poder de creación, fue dada al hombre por Dios; es el principio rector de su vida. El hombre fue creado por ella y para ella, de modo que también él pudiera ser un creador. Por su intermedio puede ganar la libertad realizando buenas acciones que constituyen la exaltación y el elemento redentor de su existencia. En la pureza, que es el secreto, está la fuente de lo creador, y en la libertad, que es la exigencia, está el camino de lo creador. De la certeza del secreto, de la pureza, surge la certeza de la libertad y su mandamiento. Si sondeamos el origen y la profundidad, experimentamos la pureza; si comprendemos el camino y el propósito, experimentamos libertad. Esta es la tarea que el hombre debe cumplir y que es capaz de cumplir por la pureza de su alma. La libertad no es un don de la gracia divina, no es algo ya establecido y asignado al hombre. Antes bien, constituye el gran mandamiento de la vida humana; como afirma una vieja máxima rabínica, libertad es lo que fue escrito en las dos tablas en el Sinaí. La libertad es la tarea para toda la vida del hombre, una tarea que le permite vivir verdaderamente y hacer de su vida una realidad. "Guardaréis mis leyes y mis mandamientos; el que los cumpliere vivirá por ellos. Yo, soy Dios" (Ley. 18:5).

En la vida del hombre aparece un poder ético creador que libera su existencia de sus límites. Ese poder ético constituye su vida, pero, al mismo tiempo, es más grande que ella: revela su cualidad más humana que es también su conexión con lo divino; es lo incondicionado y lo creador en medio de una vida que ha sido condicionada y dada. La vida le sobrevino al hombre, y no obstante se le concede el poder de hacerla santa, esto es, distinta de todo lo meramente terrenal y humano. Por su libertad puede elevarse por encima de sí misma. Al igual que Dios, el hombre está capacitado para ser el legislador de su propia vida. Ahora el hombre puede sentir reverencia hacia su propia vida y su propia naturaleza, ese sentimiento del hombre libre hacia el mandamiento ético y lo éticamente superior. Pero esa reverencia no es idéntica a la humildad, que es un sentimiento del ser creado y, por lo tanto, sólo puede experimentarse en relación con Dios. En nuestra autorreverencia aprendemos cuál es nuestro lugar, el lugar de nuestra libertad, que poseemos en el mundo ético y desde el cual hemos de avanzar hacia el mundo del deber. Pocas voces resuenan tan vigorosamente en el judaísmo como esta voz de reverencia. El camino que debemos recorrer sigue siendo siempre nuestro camino, con su dirección absoluta e infinita. Debemos ser santos, tal como Dios Nuestro Señor es santo.

Aquí se impone al hombre la norma más alta posible: se lo mide con referencia a Dios. Ello encierra un esfuerzo eterno, una realización y un desarrollo sin fin, un cumplimiento que, no obstante, nunca se cumple. El judaísmo se diferencia aquí de la actitud de la antigüedad, sobre todo de los griegos. Que el hombre deba tratar de elevarse éticamente hasta el nivel divino es algo ajeno a la sabiduría griega, por completo aparte del hecho de que la deidad griega no ofrece al hombre el ideal ético. "No te esfuerces por asemejarte a Zeus", dice Píndaro en una frase que constituye un epítome de la religión griega. En consecuencia, esta religión no encierra su esfuerzo ético en la infinidad de una tendencia religiosa ascendente. La concepción antigua de la vida contiene una cierta autosatisfacción en tanto no lamenta su distancia con respecto al ideal; carece de ese descontento sagrado porque carece de la idea del deber absoluto. El genuino helenismo del agonizante Julián que dijo: "Muero sin arrepentimiento, tal como viví sin culpa", puede compararse con la historia de la muerte de Moisés o con la frase en el Libro de Job: "Mira: aún en sus ángeles no se confía" (Job, 4:18; 15:15 y sig.). Para la religión de Israel, el bien no tiene fin. "Un deber crea otro." La ley ética, con su incesante mandamiento afirmativo, aparece frente al hombre y le exige su vida, de modo que pueda llegar a formar parte de esa infinitud del bien. La conciencia ética del hombre es la conciencia de una tarea inacabable; y es a causa de su reverencia hacia esa tarea, y la fuente de esa tarea, que el hombre experimenta reverencia hacia sí mismo. Pues al comienzo del mandamiento que le está dirigido figuran las palabras: "Yo soy el Señor, tu Dios".

 

Pero el hombre sólo cuenta con capacidades finitas para esa tarea infinita. "El día es corto y la tarea grande". Ningún ser humano puede nunca completar su deber; el hombre siempre va a la zaga de su ideal. Como ejemplo de pseudorreligiosidad, el Talmud describe al "pío", que afirma lleno de auto-justificación: "Hice todo lo que me fue impuesto; dime qué más debo hacer". Puesto que el cumplimiento total del mandamiento a ser tan santo como Dios es imposible, la pretensión de haber hecho incluso más de lo necesario resulta absurda. La enseñanza y la plegaria judías reiteran que ante Dios no hay méritos. Podemos ser individuos que se esfuerzan y luchan, pero nunca somos completos o perfectos. "No estás sujeto a completar la tarea, ni estás autorizado a retirarte de ella."

En la reverencia que el hombre siente hacia su propia vida existe también esa tensión tan característica de la religiosidad judía: la tensión entre el temor de Dios y el amor a El, entre la humildad frente a Dios y la confianza depositada en EI, entre lo lejano y lo cercano, y entre las actitudes cambiantes del hombre en cuanto a estrecha posesión y distante lejanía con respecto a Dios. Aunque la meta colocada ante el hombre sea lo lejano, y el camino hacia ella, lo cercano, con todo no hay camino sín la meta y meta sin el camino. Aunque lo ético constituye la tarea de la vida, nunca se completa sino que es parte de un movimiento sucesivo hacia lo lejano. Nuestro lugar en la vida es finito, y el mandamiento impuesto a nosotros es inacabable; con todo, no hay lugar sin mandamiento ni mandamiento sin un lugar en el cual sea posible cumplirlo. Es la misma tensión que existe entre la pureza y la libertad, entre la realidad y la realización de la vida. La pureza nos es otorgada y constituye nuestra realidad espiritual, pero la libertad se nos exige como algo que podemos transformar en realidad. Así, lo que nos es propio se convierte en la meta, mientras que la meta está siempre dentro de nosotros. También aquí lo cercano y lo lejano se encuentran inextricablemente ligados. La vida que el hombre elige es el camino que ha de conducir a Dios, pero también es el camino que comienza con el hombre.

 

Y así vemos que aquí se revela la gran paradoja de la fe: el contraste entre nuestra significación y nuestra limitación, entre el ideal de nuestra existencia y su realidad. Estamos llamados a lo más alto y, no obstante, nunca podemos alcanzarlo. Debemos creer siempre en nosotros mismos, pero nunca podemos hacerlo plenamente. Para expresar esta idea en términos conceptuales: el bien es inmanente, es la posesión y la fuerza de nuestra alma, pero también es trascendente, la interminable tarea de nuestra alma. Hemos de ser santos; no obstante, no hay nadie santo en la tierra. Dios nos creó a su imagen y somos los hijos de Dios, pero cuando decimos esto hablamos sólo de una meta muy distante. Incluso Moisés erró, y a causa de su pecado su vida fue revocada. En la contradicción de la religión que nos promete un valor que jamás puede perderse y, con todo, exige de nosotros un valor que jamás puede alcanzarse, radica la fuente de la tragedia de nuestra vida.

Esta es, pues, la última paradoja de la religión. La primera, como vimos, consiste en el hombre creado por Dios, con los elementos conflictuales de que Dios es el Unico distante y santo aparte de todo lo humano y, al mismo tiempo, el Cercano, el Dios de mi corazón, profundamente vinculado con todo lo humano. Esta es la paradoja de que Dios sea al mismo tiempo el Insondable e Inefable y, no obstante, la causa de mi certeza y la fuente de mi vida.

Vimos que la segunda paradoja, de mayor alcance, tenía que ver con el hecho de la libertad humana, con el contraste entre el hombre como ser creado y creador, entre el hombre colocado en el mundo, ligado por su origen, con su vida fijada y determinada, y no obstante independiente y libre para elegir su camino.

 

La tercera paradoja se refiere al valor del hombre: la vida, que fue creada por Dios, tiene su cualidad eterna y su significado perdurable, pero permanece dentro de la esfera de la mortalidad, insana y carente de sentido, a menos que los hombres la creen mediante sus acciones. La vida posee una cualidad divina, a pesar de lo cual el hombre debe hacerla divina. Aunque la vida es una creación de Dios, necesita de la acción humana para convertirse en el reino de Dios, pues es la vida del hombre la que todavía debe tornarse santa. Las dos primeras paradojas se entretejen para constituir la última; en ésta se funden eI sentimiento del ser creado y el sentimiento ético. La paradoja de que lo divino sea a un tiempo cercano y remoto en la experiencia del hombre, la criatura creada, interviene en la paradoja de su libertad en tanto el hombre experimenta la presencia de Dios en la tarea de su vida, y la gloria de Dios en el propósito de su vida. La alianza de Dios con el hombre y de éste con Dios, el secreto del origen y la claridad del mandamiento, se funden en el secreto y la claridad de la vida humana, en la que están presentes la certeza y unidad más absolutas que surgen del contraste. Tal certeza y unidad no son, por lo tanto, un mero postulado filosófico o una afirmación dogmática; constituyen una realidad religiosa, la verdadera vida del hombre.

La tercera paradoja es tanto más importante cuanto que el iudaísmo acentuó la continua responsabilidad personal del hombre ante Dios. La idea de que el hombre debe autoexaminarse de continuo ante su Dios y confesarse a Él evidencia la imposibilidad de alcanzar el ideal. En su libertad, el hombre aparece frente al Dios Omnipresente y Omnisciente que es "el juez de la tierra toda" (Gén. 18:25) y que "no hace acepción de personas ni recibe soborno" (Deut. 10:17). El Eterno "penetra los corazones y prueba nuestra intimidad, para retribuir a cada uno según sus caminos, según el fruto de sus obras" (Jer. 17:10). "¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿A dónde huir de tu presencia?" (Sal. 139:7). Este pensamiento se expresa de modo similar en la literatura rabínica: "Se te juzga cada día". "Conoce lo que está por encima de ti: un ojo que ve, un oído que oye, y todas tus acciones se registran en un libro." "Él es Dios, Él es el Modelador, Él es el Creador. Él sabe; Él es juez, Él es Testigo, Él es Acusador; Él juzgará". El nacimiento y la muerte nos recuerdan esta máxima: "Sabe de dónde vienes y a dónde vas, a quién debes rendirle cuentas, y ante quién eres responsable". La creencia de que no existe "juicio ni juez" se considera el origen de todo pecado. Esta idea de responsabilidad ante Dios llegó a constituir el sermón para el Día de Año Nuevo, que se conoce como el "Día del Juicio", el día en que nuestra alma vuelve a sentir la necesidad de confesarse a Dios.

 

El mandamiento de los mandamientos nos exige poner siempre a prueba nuestras acciones según la vocación a la que Dios nos ha llamado. Con él la vida recibe su norma, que nunca se alcanza del todo, pero hacia la cual el hombre tiende constantemente. El hombre se convierte en juez de sus propios días; él emite el juicio sobre sí mismo de acuerdo con el mandamiento de Dios, y se eleva por sobre la consideración de las opiniones ajenas. Su libertad, regida sólo por su temor de Dios, penetra en la infinidad y la eternidad, y su autoconocimiento deviene una búsqueda del ideal. Se trata de un ideal de acción antes que de una mera iluminación del entendimiento. El autoconocimiento que tiende a este ideal constituye una exhortación a un comienzo siempre renovado y a decisiones siempre nuevas y, como tal, está arraigado en la reverencia por lo Divino. Sin embargo, el autoconocimiento del hombre libre es algo más que el reconocimiento de haber sido creado y de su dependencia; implica también el reconocimiento de su libertad y del carácter absoluto del mandamiento. No significa tan sólo conocer el lugar, sino también el camino que Dios asignó al hombre.

El hombre está ante el juicio de Dios. Todos los deberes de nuestra vida son el mandamiento de Dios; siempre estamos en deuda con Él. En esta deuda para con Dios se manifiesta el aspecto humano y terrenal de nuestra naturaleza; tal es el destino de nuestra libertad y la paradoja del mandamiento. Pero también la independencia humana puede provocar culpa y destino; puede convertirse en una cadena, la "libertad" esclavizante del destino. El hombre no es culpable cuando se rezaga, sino únicamente cuando se opone a las exigencias de Dios, cuando abandona o rechaza los caminos de Dios y se aparta así de la libertad en la que su origen y su pureza han de realizarse. Al apartarse de Dios y renegar de Él, su acción carece de objeto o se convierte, como dice la Biblia, en pecado. El hombre se vuelve así solitario, sin dirección, separado de Dios. No se trata aquí de la soledad inherente a la naturaleza humana o de esa soledad más alta en la que el alma se realiza y encuentra a su creador; es otra soledad, el aislamiento y el desamparo de los individuos perdidos y abandonados que están enajenados de su origen y de la fuente de su pureza. Ahora la vida del alma ya no es una vida de crecimiento y desarrollo, pues en ella penetró lo foráneo e impuro. La Biblia dice que el pecado es impureza, apostasía, una gradual desaparición de la vida. En el pecado la vida no es otra cosa que destino, y el hombre simplemente el objeto de su destino. "El impío queda preso en su propia iniquidad y cogido en el lazo de su culpa" (Prov. 5:22).

Pues es su pecado. Ha tomado posesión de su destino. Dios ha puesto "ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal" (Deut. 30:15). En la visión del judaísmo nada es pecado en sí mismo; sólo existe el pecado de un hombre, el pecado del individuo. El judaísmo no contiene ningún mito del pecado que sea un mito del destino, pues sus profetas destruyeron los rudimentos de tal mito. El judaísmo nada sabe del pecado original, ese hecho en el que el hombre como mero objeto padece sus efectos. Para el judaísmo, el pecado es el destino preparado por el individuo cuando reniega de sí mismo y se convierte en un mero objeto. El hombre no cae en el pecado de su destino, sino en el destino de su pecado. "Vuestro pecado" (Éx. 32:30), "habéis pecado" (Núm. 32:23; Deut. 9:16, 18), "el alma que peca" (Lev. 4:2); así habla la Biblia al hombre.

Con todo, el judaísmo no guarda silencio sobre lo que es meramente humano, no intenta ocultar las deficiencias de la naturaleza humana. Una y otra vez repite que toda vida es un rezagarse; habla de tentación, de "tender al mal" (Gén. 6:5; 8:21), del "apego del pecado hacia ti" (Gén. 4:7). El judaísmoreconoce las conexiones y los entrelazamientos de la vida, sus herencias y dependencias. Conoce los hábitos, los caminos del mal, el congelamiento y el endurecimiento del corazón, "el pecado que engendra pecado". Habla de "la iniquidad de los padres" (Jer. 32:18; Éx. 20:5; 34:7) y de "la iniquidad de la tierra" (Zac. 3:9). Pero no acepta el criterio de que el mal es necesariamente inherente a la naturaleza humana; no reconoce ningún pecado heredado u original. Para el judaísmo la palabra "pecado" es una palabra de juicio sobre la acción humana y no una descripción de destino. El hombre, capaz de elegir en favor o en contra de Dios, crea el pecado y asume así la responsabilidad por él. Es la víctima de sus propias obras. El Dios que ordena y juzga es el Dios que castiga.

 

El hombre está ante Dios, pero, ¿cómo puede estar ante Dios? Esta es la pregunta decisiva de la fe que aquí surge. En verdad, existe en nosotros lo divino y lo real; pero, ¿acaso nuestro pecado no nos separa de la fuente de lo divino y lo real? En verdad, somos hijos de Dios, pero ¿no dejamos de serlo si la impiedad, es decir, el pecado, se apodera de nosotros? Nuestra alma es pura, pero, ¿no puede tornarse impura si deja de ser libre y se somete al mal y a lo destructivo? ¿No se abre así una brecha entre Dios y el hombre, de modo que ya no hay un camino del hombre hacia Dios y de Dios hacia el hombre? La respuesta alcanzada por el alma judía para tales interrogantes es la convicción de que se puede superar el conflicto por medio del "retorno" (Teshuvá) y el perdón que el retorno trae aparejado.

El hombre puede "retornar" a su libertad y su pureza, a Dios, la realidad de su vida. Sí ha pecado, siempre puede volver y encontrar su camino de regreso a lo santo, que es más que lo terrenal y está más allá de las limitaciones de su vida; puede santificarse y purificarse otra vez; puede expiar. Siempre puede decidir de nuevo y comenzar de nuevo. El hombre tiene siempre la constante posibilidad de un nuevo comienzo ético. La tarea de elección y realización, de libertad y acción, nunca se completa. "¡Retorna!": así habla el judaísmo a los hombres mientras viven; "retorna", pero no tal como los malentendidos lo han interpretado, es decir, "haz penitencia". Ese retorno, esa Teshuvá, es la expiación de que el hombre nunca se ve privado y en la que siempre puede renovar su vida. "Retorna un día antes de tu muerte".

 

Para el judaísmo el camino concedido y exigido al hombre, el camino de Dios hacia el hombre y de éste hacia Dios, siempre está abierto. Por mucho que nos hayamos desviado y perdido, siempre existe para nosotros. La alianza entre Dios y el hombre es eterna; por mucho que nos hayamos profanado y enajenado de esa alianza, seguimos siendo hijos de Dios a fin que también nosotros podamos crear. Nuestra vida recibe su secreto y su mandamiento de Dios, en quien encuentra su fuente eterna y su meta eterna. Aunque hayamos pecado contra Dios, nuestra vida sigue teniendo esa fuente con su secreto, y esa meta con su mandamiento. Así como el pecado, la negación de la vida, puede desgarrar la vida, del mismo modo ésta puede reconstituirse por el poder de afirmación concedido al alma. No estamos dominados por el destino, pues nuestro pecado no es el pecado; es nuestro pecado. Ya que somos nosotros quienes pecamos, podemos "retornar" a nuestro origen y vocación que es el significado de nuestra vida. La culpa del pecado no es una tragedia impuesta por el destino, sino una tragedia causada por una voluntad humana. Cuando comete un pecado, la voluntad trata de liberarse de su raíz, pero como surge de la pureza y debe desarrollarse en la libertad, jamás puede desligarse por completo de esa raíz. Puesto que es el pecado del hombre, éste puede siempre volver a sí mismo, siempre puede retomar el camino recto.

En el perdón y la reconciliación se experimenta por igual la profundidad de lo que Dios será siempre para el hombre, y la seguridad de lo que el hombre debe ser siempre ante Dios. El hombre es el hijo de Dios y nunca deja de serlo; por ende, siempre puede comenzar de nuevo a ser él mismo un creador. Las experiencias religiosas fundamentales del judaísmo, lo eterno y lo humano, se unen e interpretan aquí. El perdón significa reconciliar lo finito con lo infinito, superar lo lejano mediante lo cercano. Una máxima rabínica sobre elperdón intenta explicar las palabras de la Biblia: "Es tuyo, oh Dios, y es nuestro; pues así rezó el profeta: «Vuélvenos a Ti, oh Señor, y retornaremos», y así Tú has ordenado: «Volved a Mí y Yo volveré a vosotros»." Estas concepciones se unieron en una breve confesión de fe de Rabi Akibá, que expresaba la individualidad esencial de su religión: "Dichosos sois, oh Israel; ¿ante quién os purificáis, y quién os purifica? ¡Vuestro Padre que está en el cielo!"

Los dos aspectos de esta expresión se experimentan con el mismo sentimiento. El hombre siente primero que Dios está cerca y presente, aunque el pecado haya alejado al hombre de Él. Puesto que el hombre fue creado por Dios y a su semejanza, sigue siendo hijo de Dios en virtud de su origen, aun cuando sus actos puedan desmentir ese hecho. Nuestra vida conserva su significación aun cuando arrojemos de nosotros su vocación; lo que Dios dio no puede ser quitado. Rabí Meir expresó la idea del perdón con estas palabras: "Sois hijos del Señor, vuestro Dios", aun cuando no actuéis como hijos de Dios.

 

Si bien Dios ordena, juzga y castiga, también es el Dios de amor. Es nuestro Dios aunque hayamos pecado, pues nuestro pecado no es para Él el único factor determinante. "No nos castiga a la medida de nuestros pecados, no nos retribuye conforme a nuestras iniquidades" (Sal. 103:10). La alianza de Dios con el hombre jamás se destruye. Como lo expresa el Talmud: "Dios, por así decirlo, afirma: «Soy el mismo, antes de que el hombre pecara y después de que el hombre haya pecado», y por eso Moisés exclamó: «El Señor, el Señor»: nosotros pecamos, nosotros nos desviamos, Dios permaneció siempre el mismo". Un rabino de la antigüedad consoló cierta vez a los pecadores que temblaban ante la justicia divina con estas palabras: "Si aparecéis ante Dios, ¿no os presentáis ante vuestro Padre en el cielo?" Aunque nuestro pecado nos haya apartado de Dios, Él permanece cerca de nosotros. La paradoja de que el Dios celoso y severo sea también el Dios de amor se expresa en la frase del profeta: "En la ira la misericordia recordarás" (Hab. 3:2). Las antiguas leyendas de los israelitas relatan que su pecado los apartó de Dios pero que Él siguió con ellos. Y uno de los poetas judíos de la Edad Media, Salomón ibn Gabirol, escribió: "Huyo de Ti hacia Ti". El Dios lejano sigue siendo nuestro Dios cercano; siempre estamos con Él y Él siempre está con nosotros.

Todas las frases bíblicas sobre el amor y la bondad de Dios, su misericordia y su compasión, toman ahora ese tono personal de indulgencia y paciente clemencia. Dios "perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado" (Éx. 34:7; Miq. 7:18), es "indulgente y piadoso y de gran misericordia para los que le invocan" (Sal. 86:5). Él "puede ser hallado" (Is. 55:6) incluso por quienes han pecado. Eleva al hombre, lo consuela y lo acepta. Toda su gloria se revela en esta clemencia, este perdón infinito. Como dice el Talmud: "La grandeza de Dios radica en que es paciente y misericordioso con los impíos". En el anhelo del hombre por la compasión divina y la cercanía de Dios se expresa la nostalgia del alma, su deseo de pureza y libertad. No es un anhelo de redención de la existencia terrenal, sino de reconciliación interior, de esa certeza liberadora de poseer a Dios en su existencia terrenal. En ese anhelo desaparece la soledad con que el pecado amortaja el alma; sólo el hombre que no lo experimenta está completamente solo. La tragedia de la existencia humana que se siente encadenada por la enajenación y la negación, encuentra ahora una respuesta expiatoria; sabe que fue colocada en la tierra, pero que lo terrenal no la limita ni la completa. Cuando Dios se presenta al hombre y le dice: "He perdonado" (Núm. 14:20), la vida del hombre conserva su vínculo con su origen.

Pero esto no basta. La vida debe conservar también su camino. Así como el judaísmo acentúa la cercanía de Dios, del mismo modo destaca el mandamiento divino y la responsabilidad humana. En ese énfasis dual la idea judía del perdón tiene su característica peculiar. El hombre debe retornar. "Deje el impío sus caminos, y el malvado sus pensamientos, y vuélvase a Dios, que tendrá de él misericordia; a nuestro Dios, que es magnánimo en perdones" (Is. 55:7). Según este concepto, el perdón no es un mero acto de gracia, o un milagro de la salvación, que recae sobre los elegidos; requiere la libreelección ética y la acción del ser humano. Incluso en el perdón el hombre enfrenta el mandamiento afirmativo; en él figuran las palabras imperativas: "Yo, el Señor, soy tu Dios". No se concede algo al hombre en forma incondicional; antes bien, debe decidir incondicionalmente en favor de algo. En su acción radica el comienzo de su perdón. Como lo expresa el Talmud: "Para los que hemos pecado, primero habla el Dios imperativo, y sólo cuando lo hemos escuchado, nos habla como Dios de amor; por eso se dice en el Salmo: «El Señor es justo en todos sus caminos y piadoso en todas sus obras», primero justo y luego lleno de piedad". El primer paso es el retorno del hombre, pues el perdón es la labor de un hombre creador.

El pecador mismo debe volver a Dios, pues él es quien se apartó; fue su pecado y debe ser su conversión. Nadie puede reemplazarlo en ese retorno, nadie puede expiar por él; no hay nadie entre él y Dios, ningún mediador o acontecimiento del pasado, ningún redentor y ningún sacramento. Debe purificarse, debe alcanzar su propia libertad, pues él es responsable de haberla perdido. Por lo tanto, la fe y la confianza no bastan por sí mismas; lo mismo ocurre con la confianza en Dios o en una salvación ya lograda. También aquí lo esencial es la acción. La expiación es nuestra; nuestra tarea y nuestro camino. Esta es la doctrina que, en contraste con el evangelio de redención de Pablo, se constituyó en la característica distintiva del judaísmo. Es la doctrina que da un carácter ético inmediato a la relación entre el hombre y Dios. Marca un violento contraste con la visión de Pablo y está especialmente acentuada por la máxima del Rabí Akiba: Es ante vuestro Padre en el cielo que os purificáis.

 

Todos los elementos de la religiosidad judía están íntimamente combinados con la experiencia del perdón: secreto y mandamiento, fuente y camino, la certeza de un amor divino-concedido y la certeza de una justicia divina imperativa. En el perdón, la confianza en Dios con su posesión y la reverencia hacía Dios con su exigencia, se funden en un tono espiritual que da al hombre su unidad interior. En el perdón se funden la devoción y el deber. Aquí las dos experiencias fundamentales de la religión, el hombre como ser creado y como ser creador, encuentran una armonía total. La fe en Dios recibe aquí su plena expresión y con ello también la fe en el hombre, que en última instancia es fe en el perdón, en nuestra redención ética, la de nuestros semejantes y de toda la humanidad.

El judaísmo es una religión de perdón. Dos antiguas máximas rabínicas expresan este concepto: "El propósito y la finalidad de toda creación es el perdón". "Fue noche y fue mañana, un sólo día, es decir, el Día del Perdón". Las costumbres del judaísmo también dan expresión exterior a esa idea. Su día sagrado más importante y centro sagrado del año es el Día del Perdón. Junto con el Día de Año Nuevo, el "Día del Juicio" habla al hombre al comienzo del año sobre su responsabilidad ante Dios.

 

Mientras el judaísmo reconoció la validez del sacrificio y del servicio, el carácter claramente distintivo de la idea de perdón estuvo sometido a ciertas limitaciones. Como acto visible de penitencia, la ofrenda por los pecados hace las veces de mediadora entre el hombre y Dios. Aunque destinada a servir como un puente hacia el Dios que perdona, de hecho se interpuso entre el hombre y su Dios. Rabí Elazar, que vivió poco después de la destrucción del Templo, pronunció estas audaces palabras: "El día que se destruyó el Templo se derrumbó un muro de hierro, que se había levantado entre Israel y el Padre en el cielo". Estas son las palabras de un hombre para quien la oración suponía más que el sacrificio, para quien la emoción interior de devoción unía al hombre con Dios. De un período algo posterior nos llega un pasaje, similar a otros en su contenido: "La Torá dice: Que el pecador traiga una ofrenda por su pecado, y así obtendrá perdón; pero Dios dice: Que el pecador vuelva y obtendrá perdón". En este pasaje puede oírse el tono apasionado de los antiguos profetas, que libraron una batalla épica contra la idea de que alguna realidad espiritual podía estar contenida o dada en un objeto externo, de que un sacrificio, incluso una "vana ofrenda" (Is. 1:13), podía conducir al hombre hacia Dios.

 

Con todo, no se puede negar que, durante largo tiempo, el sistema de sacrificios, con sus profundos símbolos y sus formas misteriosas, inculcó en la mente del pueblo devoción y obediencia a Dios, junto con la exigencia de perdón y arrepentimiento. En su momento constituyó un medio valioso para educar al pueblo, pero, en cuanto la idea de perdón se entendió en su verdadero significado -y no fue mera coincidencia que ello ocurriera cuando los sacrificios debieron suspenderse por fuerza- la ofrenda por el pecado, y con ella todo el sistema de sacrificios, cayó en desuso. Por la época de la destrucción del Templo los mejores espíritus de la comunidad reconocían que el sacrificio no era esencial para un verdadero perdón. Se reafirmó con nuevo vigor la antigua idea profética de que Dios "prefiere la misericordia al sacrificio" (Os. 6:6), que "el sacrificio grato a Dios es un corazón contrito" (Sal. 51:14), y que Dios "no quiere holocaustos" (I Sain. 15:22), sino sólo "justicia y rectitud" (Jer. 7:21 y sig.). Una vez más se entendió que el perdón es la acción ética libre. "Más que todos los sacrificios valen la caridad, la devoción, el arrepentimiento y las palabras de la Torá". "Retorno y buenas obras", "retomo, hacer el bien y plegarias", tales concepciones constituyeron ahora una unidad religiosa que se convirtió en posesión permanente del lenguaje del judaísmo. Al reemplazar la ofrenda ante el altar con la buena acción que es la adoración de Dios en la vida real, la idea y la significación ética del sacrificio permanecieron intactas. El sacrificio sale del Templo, la antesala de la vida, y entra en la vida real; el perdón y el arrepentimiento penetran en su más profundo santuario, el corazón humano. El judaísmo pudo así desprenderse del servicio sacrificial sin reemplazarlo con ningún sacramento o misterio.

La idea de purificación, que a menudo había sido oscurecida por la ceremonia del sacrificio, reveló ahora su claro contenido. Al abandonarse los sacrificios, la exigencia de pureza se tornó inmediata y absoluta, y las palabras del profeta, "Lavaos, limpiaos, quitad de ante mis ojos la iniquidad de vuestras acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien" (Is. 1:16 y sig.), adquirieron toda su fuerza. Ahora se comprendió que el hombre que "retorna" está purificado y limpio. Los de vida corrupta y deshonrosa son dejados de lado, de modo que los genuinos y los sanos puedan reafirmarse. La concepción de un mero progreso es insuficiente para lo que el hombre puede y debe experimentar aquí, tal como la concepción de iniquidad y agravio resulta insuficiente para lo que ha cometido. En el perdón el alma sufre una transformación que no es sólo ética, sino también religiosa. En ella se realizan el secreto y el mandamiento. Es un retorno a la fuente, a la creación divina; es una experiencia total, que tiene lugar en las más recónditas profundidades de la personalidad, en la pureza y la libertad de un hombre. Todo "retorno" es un retorno "con todo tu corazón y con toda tu alma" (Deut. 4:29).

El "retorno" trae algo nuevo a la vida del hombre. Tal como se la usa aquí, la palabra "nuevo" surge de la Biblia: el hombre gana una nueva existencia o, como dice el profeta, "un nuevo corazón y un nuevo espíritu" (Ez. 11:19). "Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo" (Ez. 18:31). La Agadá retomó este pensamiento profético al afirmar que el hombre sufre un renacimiento religioso y es creado de nuevo por el perdón. Recupera lo que el amor de Dios le dio y lo que la justicia de Dios le ordenó en sus comienzos; recupera la pureza y la libertad, su nacimiento, por así decirlo. Habiendo sido desheredado y enajenado de su verdadero ser por el pecado, después del perdón vuelve a estar en posesión de su vida. La expiación lo libera de esa culpa que lo había "encadenado" y esclavizado. Su vida comienza de nuevo.

Este renacimiento se experimenta como la creación que el hombre mismo efectúa. Aunque su nacimiento fue un misterio que le aconteció, ese renacer es producto de su propia decisión, un "retorno" libre al misterio de su origen. Nacido sín intervención de su voluntad, vuelve a nacer precisamente a causa de que su voluntad interviene. Su existencia fue creada, pero él mismo vuelve a crearla. Así se realiza el poder creador del hombre, pues, como lo expresó Rabí Janiná: "Si obedecéis y cumplís los mandamientos de Dios, es como si os realizarais vosotros mismos". La idea de que el hombre se forma de nuevoal retomar a Dios es llevada aún más lejos por una máxima rabínica que afirma: "Dios creyó en el mundo y lo creó; los hombres surgieron a la existencia, no para ser malvados sino para ser justos". Estas palabras constituyen una interpretación de las de Moisés: "Es Dios de la verdad y no hay en él iniquidad; es justo, y recto" (Deut. 32:4). Al "retornar", el hombre restableció ese propósito divino del mundo, su porción de ese propósito que había sido destruida por su pecado. El hombre reconstituye el mundo; su "retomo" es una condición para la continuidad del mundo. Así el poder ético, en su sentido más significativo, es atribuido al hombre. El Talmud lo expresa con esta hipérbole: "Allí donde se encuentran los que «retornan», aun los más rectos no pueden estar". La libertad ética, en su poder más alto, se manifiesta en el "retorno".

Una vez que el hombre retorna a su pureza y a su libertad, su pecado deja de existir. "Tan lejos como está el oriente del occidente, así alejó de nosotros nuestras culpas" (Sal. 103:12). La Biblia dice que Dios "disipa como nubes nuestros pecados, como niebla nuestras iniquidades" (Is. 44:22). Con sutil intuición psicológica, el Talmud señala que la culpa humana pierde su carácter pecaminoso cuando el hombre "retorna", porque "lo que fue propósito ahora es error". Y así es, sin duda, pues quien encuentra su camino de retorno desde la senda equivocada sólo se ha desviado. Puesto que vuelve libremente a Dios, su pecado está ahora fuera de su vida.

 

La inclusión de la libertad humana, la elección y la acción, como parte esencial del perdón, evita el peligro de la autojustificación y la complacencia "humildes", esa arrogancia del penitente que considera su tarea concluida en cuanto Dios lo perdona. Pero debe recordarse que aunque Dios puede concederlo todo, el hombre no puede cumplirlo todo. Incluso en su "retorno" tiene una tarea interminable. Su recuperada libertad implica una nueva responsabilidad, pues el hombre nunca deja por completo de necesitar perdón. De ahí las palabras admonitorias: "Retorna a Dios un día antes de morir"; "Retorna a Dios cada día de tu vida".

Si bien es cierto que los Salmos hablan a menudo de un sentimiento de inocencia (Sal. 7:4; 17:3), lo que en realidad expresan en tales pasajes es la vívida conciencia que tienen los perseguidos y los oprimidos de estar colocados en un plano. éticamente superior al de sus perseguidores. Con mucha mayor frecuencia aparece en el judaísmo la frase "¡por nuestros muchos pecados!", con la cual quien la pronuncia pone en tela de juicio su propia vida y busca culpas en su propio pecho. Las plegarias del judaísmo revelan cuán profunda siguió siendo la necesidad de perdón espiritual, de redención de las preocupaciones y dificultades, peligros y ansiedades y, sobre todo, del pecado.

Sólo cuando el perdón no se limita a una mera conciencia personal de salvación, contiene en sí mismo el nuevo impulso ético que lleva a profundizar la moral. En la purificación de la expiación, la conciencia del hombre se torna más profundamente viva, pues cuando se supera una brecha en la comunidad del hombre con Dios, entonces esa acta y que como un hermoso loto que no está ligado al agua, no se liga ni al bien ni al mal", y, en cambio, "se ha desligado de la buena acción tanto como de la mala". La idea judía de redención como un ascenso ético continuo es básicamente opuesta a la idea budista de redención como una meta de reposo.

 

Así, el perdón lleva a un inacabable mandamiento: "Sed santos, porque santo soy yo, el Señor, vuestro Dios" (Lev. 19:2). El hombre se torna santo si demuestra haber sido creado a imagen de Dios, si revela lo divino por medio de su acción y si demuestra por su pureza y libertad que pertenece a Dios. En esa forma reconoce a Dios como al Santo y "santifica a Dios" (Ez. 20:41; Lev. 22:32). Esta expresión, usada por primera vez en la Biblia, adquirió su significado definido y básico en la importante concepción posterior del Kiddush ha-Shem, la "santificación del Nombre Divino". Según esta concepción, toda acción ética y toda decisión en favor del bien, "santifican el nombre de Dios"; constituyen una realización de lo divino y a través de ellas se establece en la tierra un santuario del bien, un lugar preparado para el reino de Dios. Y, a su vez, toda acción impía, todo sentimiento impuro y toda debilidad ética constituyen una "profanación del nombre de Dios", que priva a una porción del mundo de su divinidad. Como lo expresa una frase rabínica, Dios es alejado del mundo y el mundo de Dios.

"Si os santificáis", dice el Talmud, "habéis santificado a Dios". "Si Israel hace la voluntad de Dios, el nombre de Dios es glorificado en el mundo, y cuando Israel no hace la voluntad de Dios, el nombre de Dios es profanado en el mundo". O, como afirma otra máxima atribuida a Rabí Shimón ben Iojai: "Vosotros sois mís testigos, dice el Señor, y yo soy Dios; cuando sois mis testigos, yo soy Dios, y cuando no sois mis testigos, no soy Dios". Así como se reconoce a Dios a través del hombre, la existencia de Dios se demuestra a través de su acción ética. Pocos hechos resultan tan elocuentes como el de que fuera precisamente esa concepción de la "santificación del nombre de Dios" la que adquiriera quizás mayor popularidad en el judaísmo; denotaba la quintaesencia de la obligación humana para con Dios.

 

La cumbre de esa obligación es el martirio, pues éste constituye la más genuina santificación del nombre de Dios, la prueba final de que Dios es el Dios del hombre. Aquí la decisión no se toma para un momento sino para toda la vida; es sí o no para la vida o la muerte. Esta es la cuestión final: la responsabilidad religiosa del hombre, su libertad ante Dios, pronuncia su palabra definitiva; el mandamiento deviene heroísmo. Sí decidir en favor de Dios constituye un deber incondicional, entonces el límite de la vida no es límite para el deber. Frente a la vastedad de la tarea humana, la vida misma resulta insignificante, e incluso la existencia más plena significa poco en comparación con la exigencia ética infinita. La exigencia ética se extiende más allá de los límites de la vida individual, y por lo tanto resulta congruente que la vida se sacrifique por ella. Por encima de la vida humana está el mandamiento en el que toda vida se cumple. Por ende, el sacrificio de la vida es el verdadero cumplimiento de la vida. Como afirmó Akibá, que fue él mismo un mártir: "El sacrificio de la vida es el cumplimiento del mandato a amar a Dios con toda el alma y con toda la vida". El mártir exalta su amor a Dios por encima de su vida; manifiesta el valor eterno de su alma. La existencia terrenal puede derrotarse y destruirse, pero la existencia religiosa triunfa: el mandamiento de Dios triunfa y el reino de Dios se mantiene. Esta es la victoria que el hombre gana a través de su libertad, pues frente a la muerte sigue ejerciendo su elección. Elige la voluntad de Dios, y a través de la muerte elige la vida.

En el martirio la muerte ya no es un mero fín de la vida, un mero destino; se convierte en un acto de libertad y de amor a Dios. No es un sometimiento al destino tal como el del hombre que, desesperado o en calma, abandona la vida suicidándose. En lugar de constituir una contradicción del poder creador, la muerte en el martirio es una prueba de ese poder, una prueba de la libertad humana. A través de su muerte, el mártir da realidad al mandamiento; como afirma la vieja máxima, se crea a sí mismo a través de la muerte. En la muerte del mártir el secreto se une al mandamiento, y se convierte en una afirmación ética del alma. Aunque la muerte, como el nacimiento, es por lo general algo que se impone al hombre, para el mártir constituye una decisión, un moldeamiento voluntario de la vida al cumplir el más fundamental de los mandamientos: amar a Dios y santificar su nombre. La muerte participa del mandamiento afirmativo, de la esfera ética del hombre, para convertirse en la expresión de su libertad. Y, como tal, supera el mito de la muerte, con el que comienza toda mitología del destino. El hombre coloca su vida a los pies del mandamiento, "ofrece su alma para santificar el nombre de Dios".

Para el judaísmo es motivo de orgullo haber creado la idea y la vocación del martirio. Los hombres aprendieron en el judaísmo que pertenecían a Dios, que debían aceptar el absoluto categórico de su mandamiento y responder a él con su vida. En él aprendieron a proporcionar la prueba de su fe, como sólo el sacrificio puede hacerlo, a pesar de los atractivos oropeles del éxito; aprendieron a mantener su fe contra toda oposición, fuera ésta el repentino acto de compulsión o la lenta desintegración provocada por el éxito. Y para el judaísmo no se trataba de un mero ideal sublime, limitado a unos pocos elegidos, ni de una mera efusión de emoción lírica; era un camino de vida accesible y necesario para todos, una Torá. La historia del judaísmo constituye una prueba de esta afirmación; no fue jamás un mero destino pasivo sino siempre una acción activa. Los mártires siguen siendo activos antagonistas del destino hasta eI fin, en lugar de soportar pasivamente los acontecimientos. En sus vidas el factor decisivo es siempre su voluntad, su voluntad de martirio, de actuar hasta el fin, y no sólo pensar hasta el fin, en nombre de Dios. Contra la fuerza de la compulsión se levanta la fuerza de la oposición al destino, de elegir antes que padecer las cosas que acontecen.

En ello radica la fuerza del judaísmo, el cual, por ende, nunca conoció épocas sin mártires. Más que ninguna otra religión, el judaísmo pudo vivir a la altura de la confesión del Salmo, que debió repetir siglo tras siglo: "Todo esto ha venido sobre nosotros sin haberte olvidado ni haber roto tu pacto. No se ha rebelado nuestro corazón, no se salieron de Tus caminos nuestros pasos... y si hubiéramos olvidado el nombre de nuestro Dios, si hubiéramos tendido nuestra mano a los dioses extraños, ¿no había de saberlo Dios, que conoce los secretos del corazón? Antes que por Tu causa nos entregan a la muerte cada día y somos considerados como ovejas para el matadero" (Sal. 44:18 y sig.).

 

Como palabra final de la vida del hombre, este llamado al martirio se pronuncia sólo cuando está precedido por las palabras de decisión, pues el martirio de la vida, a menudo el más difícil de soportar, debe preceder al de la muerte. El heroísmo no es más que el mandamiento final y la más vigorosa expresión de la religiosidad judía. Como la ética del judaísmo es inflexible y, por ende, capaz de permanecer superior al mundo, puede exigir que el hombre "arriesgue su alma" en nombre del deber. Así, por la verdad de Dios, se convertiría en tarea heredada sufrir opresiones y persecuciones, y también aquello que a menudo hiere más profundamente, verse ridiculizado y convertido en "la vergüenza y la mofa de cuantos nos rodean" (Sal. 44:14; 79:4; Jer. 20:8). El sufrimiento se convierte aquí en el camino de libertad en el cual se santifica el nombre de Dios. Para el judaísmo, como lo demuestra su historia, no se trata tan sólo de una experiencia transitoria para unos pocos, ni de un estado de ánimo emocional para los muchos; es un heroísmo incomparable de conciencia, un idealismo de decisión. Para el pueblo judío la religión siempre constituyó su vida y su profesión de fe a través de la acción. El judío demostró su fides obstinara religiosa, la "fidelidad empecinada" de que hablaba Tácito. Como manifestación de su libertad, siempre pudo elegir el sufrimiento y, como su última manifestación, la muerte. Dondequiera vivieron los judíos, lo espiritual significó más que lo mundano, aunque tuvieran que privarse de todas las ventajas y amenidades de la vida. Siempre hubo en el judío un elemento de ese genuino idealismo que llega al martirio, manifestándose a menudo en ese desafío ético con que los oprimidos levantan aún más su cabeza. Los autores de temas éticos lamentan a veces que el significado del martirio, o del sufrimiento en defensa de la verdad, ya no se comprenda hoy adecuadamente. Si esta imposibilidad de comprender al judaísmo está tan difundida, ello se debe, en parte, al hecho de que la experiencia personal y espiritual del martirio, junto con la capacidad para comprenderlo, ha desaparecido hace ya mucho de más de un credo coronado por éxitos mundanos.

 

En el martirio la fidelidad y el carácter devienen logros éticos dispuestos a someterlo todo a la prueba. Toda fidelidad es un testimonio dado por el hombre sobre y para sí mismo, una forma de diálogo con su propio corazón. Está arraigada en la exigencia "con todo tu corazón y con toda tu alma". En la fe en el Dios Unico, en la relación del hombre con su mandamiento absoluto y con la alternativa que aquél plantea a su voluntad, se revela al hombre lo qué significan la fidelidad y la convicción religiosas. En lugar de una mera convicción intelectual, descubre lo espiritual que se apodera de todo su ser y determina toda su vida. "Sé íntegro ante el Señor, tu Dios" (Deut. 18:13). Esta es la expresión para la fidelidad religiosa, así como para el temor de Dios. Verdad, reverencia y el corazón íntegro aparecen lado a lado en la Biblia: "Enséñame, ¡oh Dios! Tus caminos, para que ande yo en Tu verdad, y lleva mi corazón únicamente a reverenciar Tu nombre" (Sal. 86:11). "Temed sólo a Dios, servidlo fielmente y con todo vuestro corazón" (I Sam. 12:24). "Temed a Dios y servidle con integridad y en verdad" (Jos. 24:14).

En la visión judía la acción ética crea y forma el carácter. Como dice el profeta: "Camina en mis mandatos y guarda mis leyes obrando rectamente" (Ez. I8:9). También el Salmista elogia "al que anda en integridad y obra en justicia, el que en su corazón habla verdad" (Sal. 15:2). Las acciones moldean y determinan los impulsos y las tendencias del alma, y sólo al final dé esas acciones se manifiesta la verdad. Una acción recta produce un pensamiento recto; un acto de fidelidad crea fidelidad. Del mismo modo, un camino deshonesto crea un pensamiento deshonesto. Al final, siempre creemos según lo que hacemos. Por ende, el primer requisito del carácter vital es la congruencia en la acción. Una vez que se acepta este criterio, se evita el peligro de ver el carácter como una mera disposición interior con la que el hombre se da por satisfecho y que gradualmente transforma en un sustituto de la acción. Cuando la acción no forma y mantiene vivo el carácter, éste se congela y marchita. Sólo en la práctica sincera de la vida se manifiesta la verdad del corazón.

"Nuestro interior debe ser como nuestro exterior." Estas palabras expresan la concepción del judaísmo en el sentido de que el carácter constituye el núcleo, el alma de la acción; los dos unidos son la expresión total de la personalidad humana. El hombre crea y moldea su acción de acuerdo con su carácter; sólo así deviene su acción en el sentido ético pleno. Actuamos realmente sólo cuando lo hacemos de acuerdo con lo que pensamos; hablamos, y también nuestras palabras son una forma de acción, cuando decimos lo que sentimos. El requisito de unidad entre la vida interior y la exterior siempre se incluyó en el mandato de santificar el nombre de Dios. Cuando la acción humana carece de verdad, Dios resulta negado. Según el Talmud, es en esta forma como el hipócrita se convierte en pecador, pues su hipocresía profana el nombre de Dios. Iojanán ben Zakai habló a sus discípulos con estas significativas palabras: "Quien comete un pecado en la oscuridad pone al hombre por sobre Dios", porque teme al hombre más que a Dios. Con idéntico sentido, Rabí Isaac afirmó: "Quien peca en secreto actúa como si quisiera deshacerse de la Presencia de Dios". O, como lo expresó un maestro posterior: "Rechaza el honor de su Creador".

Lo que se exige al hombre en cuanto a lo que dice ante su Dios, es lo mismo que se le exige con respecto a lo que hace ante Dios. Al igual que la plegaria, "también el mandamiento exige devoción" (Kavaná). El hecho de que en el lenguaje religioso del judaísmo se utilice la misma palabra para la disposición interior del carácter y para la devoción, es característica de la forma en que su religiosidad impregna todos sus pensamientos. Sín duda, la mejor manera de describir la disposición interior consiste en decir que debe ser devota y debe colocar al hombre en presencia de Dios, pues la devoción expresa la disposición interior hacía el mandamiento. Así como la emoción interior del hombre experimenta al Dios amante, su devoción experimenta al Dios que ordena. Es por eso que, al cabo de tantos mandamientos, y en especial de aquellos que más exigen cumplir con la orientación interior, encontramos las palabras "teme a tu Dios". El Talmud lo explica de la siguiente manera: "Todo mandamiento que depende del corazón termina con las palabras: «teme a tu Dios»". Así como el hombre apela a Dios en su plegaria, de idéntico modo apela Dios al hombre en su mandamiento; así como es el corazón el que habla en la plegaria, también es el corazón el que escucha el llamado al deber y responde a él. La oración es "un servicio del corazón"; "una oración sin devoción es como un cuerpo sin alma". Y con el mandamiento también "Dios exige el corazón". Todas nuestras acciones adquieren su valor final sólo en la disposición interior del carácter que expresan, la pureza y la autenticidad de la voluntad que de ellas surgen. "No preguntes si un hombre logra cosas grandes o pequeñas, pregunta si su corazón está vuelto hacia Dios". También las emociones, los deseos y las fantasías del corazón deben ser santos; una imagen o un pensamiento pecaminoso constituyen un pecado tanto como la acción pecaminosa. Los Diez Mandamientos concluyen con una advertencia contra los deseos y los anhelos perversos, los pecados que no se convierten en hechos y que nadie pretende convertir en hechos. También aquí escuchamos el severo mandamiento negativo.

El pensamiento y el sentimiento de la Edad Media judía expresan con particular intensidad la convicción de que el valor de una acción, lo que le permite pasar la prueba ante Dios y cumplir el mandamiento divino, radica en la pureza de su motivo interior. Para el judaísmo, motivo y acción son inseparables. Lo decisivo en la acción es su cualidad interna, su alma. Como afirmó un pensador de la Edad Media, Abraham ibn Ezra: "La esencia de todos los mandamientos es la de hacer recto el corazón humano". Aquí se expresa una vez más con toda su fuerza el mandato de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el poder. De allí que pocos libros alcanzaran tanta popularidad entre los judíos religiosos como el de Bahya ibn Pakuda, Deberes del corazón. El mandato, "con todo tu corazón", esa exhortación a la pureza de la acción, surge siempre renovado de sus páginas, afirmando a sus lectores que la disposición y la verdad interiores viven en la acción, y que en ésta la disposición se convierte en una realidad.

Junto con la fidelidad, se exige del hombre una ausencia de todo egoísmo para dar valor interior a su acción. Ser honesto ante Dios y ser generoso son virtualmente la misma cosa. Debemos hacer el bien, como lo expresan dos frases repetidas y correspondientes, "por el bien mismo" y "por Dios". "Hagas lo que hicieres, hazlo por Dios." "Quien no hace el bien por el bien mismo no es digno de vivir." No debemos dejarnos guiar por ninguna consideración relativa a la recompensa, o al temor al castigo, sino hacer el bien "por amor". "Hagas lo que hicieres, hazlo sólo por amor; eso significa realmente amar a Dios." "No seáis como siervos que sirven a un amo pensando en la recompensa, sino como siervos que sirven a un amo sin pensar en la recompensa; que sólo exista en vosotros el temor de Dios." "Elogiad a quien ama los mandamientos de Dios, pero no a quien ama la recompensa de los mandamientos." "No preguntéis por la recompensa para todos esos mandamientos, pero sabed, Bendito es el hombre que los cumple, y el hijo del hombre que los respeta." Aquí se da a entender que toda buena acción encuentra en sí misma recompensa y satisfacción; su recompensa es la bendición que encierra en sí misma. La frase final de la Etica de Spinoza: "La felicidad no es el premio de la virtud sino la virtud misma", es una antigua máxima judía, y no constituye más que una nueva versión de las palabras de Ben Azai en el "Tratado de Principios": "La recompensa de un precepto es el mismo precepto, y el castigo del pecado es el mismo pecado."

Es indudable que estas concepciones, como la de verdad, han experimentado un proceso de desarrollo. Cuando la Biblia frecuente y enfáticamente habla del castigo del pecado y la recompensa de la piedad. se refiere a recompensas y castigos tangibles y terrenales. Ello resultó necesario y valioso en la educación del pueblo judío. Pero como meta y resultado del desarrollo del judaísmo vemos que la libertad y la ausencia de egoísmo se exigen categóricamente como elementos esenciales de la acción, cuya única recompensa es la continuación del recto obrar. El que tal idea llegó a ser posesión de toda la comunidad judía queda demostrado por la literatura religiosa de la Edad Media, que unánimemente afirma que sólo una acción emprendida y realizada por ella misma puede considerarse recta. Sólo ella, como afirma la vieja máxima, se realiza por "amor a Dios".

También es necesario recordar que la esperanza de una recompensa constituye algo muy distinto de la mera exigencia expectante que extiende la mano abierta a la espera de una recompensa definida. En la concepción del premio se incluye a menudo la exigencia ética, la idea de la consecuencia de la acción humana. La noción de responsabilidad y juicio, y la de recompensa están unidas. Puesto que toda acción tiene un efecto sobre la vida de quien la realiza, aquélla no termina con su mero cumplimiento. Todo pecado cometido por el hombre es su propio pecado que arrastra su efecto dentro de su círculo y trae aparejado un castigo cuando Dios vindica la culpa. Toda acción recta que realiza el hombre es, asimismo, su propia acción, y contiene en sí misma su recompensa. "Ved que viene con Él su salario y va delante de Él su fruto" (Is. 40:10). La esperanza de una recompensa se convierte así en la esperanza de que, a pesar de todo, el bien dará su fruto y traerá su bendición a quien lo realiza. Y si esa esperanza se describe a menudo bajo la forma de cosas materiales, ello tan sólo constituye una expresión de la fe en que el bien triunfará en la existencia terrenal del hombre. Esta esperanza de recompensa material atestigua la fe del hombre en el futuro o, en otros términos, su convicción mesiánica individual. El hombre se convierte en el sujeto de la historia de su vida. Deviene el sujeto de su moral así como el de su salvación; desea crear un futuro para su vida.

En esta esperanza de recompensa se expresa el anhelo religioso del alma, la tensión entre lo que es y lo que debe ser, entre lo que se da al hombre y lo que se le promete. El anhelo de felicidad, inherente al hombre, se revela en ese anhelo de un mundo ideal. El esfuerzo del hombre por crear su amor, para demostrar que ha sido llamado por Dios, se inspira en el sueño de cómo se cumplirá su vida y conseguirá paz, una visión poética de su futuro en el que su ser más profundo será elevado, y sus mejores cualidades llegarán a predominar. Resulta significativo que en la Sagrada Escritura la palabra consuelo se utilice tan a menudo en reemplazo de recompensa, una concepción similar a la que Kant llamó "confianza en la promesa de la ley moral". Toda meta representa también una seguridad, y toda exigencia ofrece una promesa. No resulta fácil separar el anhelo de perfección del anhelo de dicha: ambos se funden en uno solo. "Quienes siembran con lágrimas cosecharán con alegría", es una esperanza verdaderamente humana, pues si bien debemos ser piadosos en bien de nuestras propias vidas, ¿quién no desea vivir feliz en su piedad? Sólo cuando el sentimiento del deber se ha endurecido hasta convertirse en un mecanismo espiritual frío, esta esperanza y este deseo se desvanecen. "El hombre de anhelo", según la frase de Pascal, no es necesariamente distinto del hombre de deber; por lo general son una y la misma cosa.

El anhelo cruza la frontera de la vida mortal y encuentra una auténtica realidad más allá de las agitadas apariencias del mundo terrenal. La convicción de la religión trae infinidad a la vida humana, pues ésta significa algo más que la estrechez de la existencia en este mundo. El hombre tiene su origen en lo eterno, e incluso en la muerte conserva ese origen; su vida se extiende más allá del límite de la existencia terrenal. Más allá del principio y más allá del fin, existe la cercanía de Dios, la fuente eterna y la meta eterna. Con todas sus deficiencias y limitaciones, su dolor y su sufrimiento, la vida del hombre, como afirma la máxima rabínica, no es más que un lugar de "preparación", una "antesala"; es sólo "la vida efímera". La verdadera vida es "la vida eterna". Como imagen de Dios, el hombre está destinado a ser distinto del mundo, a ser santo y "un partícipe del mundo por venir". Lo espiritual y el bien están implantados en él como la realidad de su existencia, exaltados por encima de la muerte. Incluso más allá de la muerte, su vida sigue siendo vida.

La soledad del hombre, que es distinto y está exaltado por encima del mundo y, no obstante, saturado con sus hechos y destinos, puede superarse mediante esa seguridad de vida eterna. Con su fe en Dios, el hombre pudo derrotar su soledad; con la idea de la inmortalidad en la que esa fe se desarrolla, la paradoja de la eternidad del hombre mortal, la paradoja del carácter divino de lo humano, adquiere una nueva precisión. En la muerte, la más solitaria de las soledades, el silencio sin respuesta, abre su púerta al hombre; y nadie que la haya atravesado antes puede decirle a dónde conduce. La soledad surgió en el mundo con el primer hombre. Cuando alguien forma parte de un todo y, no obstante, es distinto de sus otras partes, la soledad siempre está presente. La flor en el bosque, el animal en el desierto, y Dios en el cielo, no se sienten solos. Sólo el hombre, creado a semejanza del resto del mundo, y no obstante distinto de él, está solo. La soledad surgió con el anhelo del hombre por elevarse sobre las cadenas a que estaba atado. Y esa soledad y ese anhelo del hombre pertenecen también a su naturaleza ética: la soledad del hombre que busca el ideal y el anhelo de la significación eterna de la vida. En la convicción de una vida eterna con Dios ese anhelo encuentra su meta y la soledad su fin. Cuando el hombre cree que al atravesar las puertas de la muerte ingresa a la eternidad, todos los interrogantes de su vida encuentran respuesta y todas las paradojas se resuelven. Ahora resulta posible mitigar la tensión del alma que mira hacia lo alto desde su lugar en la tierra y se siente llamada a las alturas. El pensamiento de la vida eterna nos libera de la soledad y nos trae paz.

 

El misterio del hombre y su camino adquieren ahora significación. En virtud de la vida eterna, el más profundo secreto, la muerte, se convierte en la entrada a la protección eterna; Dios recibe al hombre que Él creó. Para el judaísmo el camino del hombre es su tarea constante, en la que se unen principio e infinitud, y que constantemente señala nuevas tareas que cumplir. La vida eterna transforma el comienzo en duración, que es principio e infinitud unidos: el hombre, nacido para crear, encuentra su meta en Dios. El secreto y el camino, unidos para el hombre en el perdón, se alcanzan nuevamente en la inmortalidad. La eternidad es el gran perdón de la finitud; todo perdón constituye en esencia la reconciliación de lo terrenal con lo infinito. El secreto que se convierte en camino, y el camino que deviene secreto, se unifican en el judaísmo como el "retorno", Teshuvá. La muerte es el gran "retorno", la liberación de lo meramente terrenal y limitador. Con la muerte la tierra se desvanece y la eternidad recibe. "Y se torne el polvo a la tierra como antes era, y retorne a Dios el espíritu que Él le dio" (Ecl. 12:7). El verdadero significado del perdón para el judaísmo es el de que la vida del hombre puede comenzar de nuevo. Con la muerte llega el comienzo decisivo y concluyente, el último renacer, la nueva creación que lo abarca todo: todo el camino y todo el secreto. Es por eso que la vida eterna, tal como el Día del Perdón, recibe el nombre de gran Shabat, "el día que es íntegramente Shabat, y el reposo de la vida en la eternidad". Es la gran paz. El hombre vivo busca y se mueve "hacia la paz"; los muertos están, según el Talmud, "en paz". El anhelo de perfección del hombre se cumple y su vida se completa; la muerte deviene la gran revelación. Así, el elemento de perdón y revelación entra también en el martirio. Cuando Dios exige la muerte también concede cumplimiento en la vida eterna. A la tarea interminable corresponde un futuro interminable, y de ahí que el mandamiento y la confianza sean una sola cosa.

Aunque la fe en la continuación de la vida después de la muerte es inherente a la naturaleza de la religión profética, la Biblia poco dice al respecto, aunque no niega ni repudia esa creencia. Existe un motivo especial para esa reserva bíblica sobre el tema de la inmortalidad. Constituye un rechazo silencioso de todas las fantasías excesivas e incontroladas con que las religiones "de la naturaleza" en torno de Israel adornaban el mundo del más allá. Es un silencio elocuente, significativo. La prohibición "No te harás esculturas ni imagen alguna", se interpretó, consciente o inconscientemente, como el mandamiento de que ninguna imagen del reino de la muerte entrara en la vida espiritual del judaísmo. En verdadera conformidad con el segundo mandamiento, ello constituyó en esencia un rechazo del paganismo y su culto de imágenes.

 

Una vez que la idolatría fue superada en el judaísmo, se tomó posible hablar de la vida eterna en una forma más libre y definida. Para la mente esperanzada, la vida eterna es un reino espiritual, una vida del alma en una pureza que se niega al hombre en este mundo; es un "mundo purificado" que "le permite disfrutar de la gloria de Dios". La recompensa a la piedad de que hablan las Sagradas Escrituras se transfiere ahora a un mundo del más allá. La "longitud de días" que promete aparece ahora como "vida eterna", y el mensaje de felicidad que trae se interpreta como "dicha eterna". Así, la recompensa se espiritualiza; el espíritu viene de Dios y retorna a Él otra vez. Une al hombre con Dios: Dios es espíritu y el espíritu está en el hombre; Dios es "el espíritu de toda carne" (Núm. 16:22). Ahora se desarrolla la concepción de una vocación espiritual, una vida superior que ha de comenzar en este mundo para completarse en el mundo de la eternidad. Aquí también la visión distintivamente judía es la de que ese elemento espiritual está ligado a lo ético. Lo espiritual es el poder del bien, la facultad de la acción religiosa. Una solemne máxima en un antiguo escrito rabínico dice: "Llamo al cielo y a la tierra como testigos: sea pagano o israelita, sea hombre o mujer, siervo o sierva, en todos según sus acciones el Espíritu Santo descansa sobre un hombre".

No puede negarse que con la aparición de diversos conceptos escatológicos y místicos, la vívida descripción del mundo del más allá y, sobre todo, del castigo futuro, no tardó en ocupar un lugar en la vida del judaísmo. Pero tales especulaciones se mantuvieron dentro de límites fijos, y cualquier exceso mórbido de fantasías crueles fue particularmente controlado por el claro principio de que el período de castigo expiatorio en el mundo del más allá estaba limitado de uno a siete años, y sólo la recompensa de la paz era eterna. Mucho más significativa es la frase, a menudo repetida, de que la muerte es expiatoria, y otra según la cuál se debía prender fuego al paraíso imaginado por los hombres y extinguir el infierno ideado por ellos. La visión judía característica se expresa con mayor claridad en la actitud de sus guías espirituales frente a estas concepciones materialistas del mundo futuro. Basta recordar el compasivo desprecio con que Maimónides desechaba como anticuado juego de niños todas esas fantasías y concepciones sensuales del mundo del más allá. En el judaísmo fue básica la concepción espiritual sin imágenes de la inmortalidad, que no admite ninguna representación, ni siquiera verbal. "El mundo por venir, nadie lo ha visto aparte de ti, oh Dios, únicamente."

Así se impidió que cualquier representación atractiva o amenazadora del mundo del más allá menoscabara el ahínco ético o para reducir la importancia de los mandamientos en la vida terrenal. Como fin prometido de la lucha humana, el mundo futuro existe sólo como la meta de santidad y perfección y, por ende, refuerza la exigencia de empeño moral en la tierra. La vida en este mundo es el comienzo, pero las palabras del judaísmo "¡Comienza; decide!", también se aplican a la vida eterna. Nada puede completarse sin un comienzo, sin trabajo. Al hombre se le muestra el camino que debe seguir y por el cual puede encontrar la vida eterna si lo recorre más allá de su existencia mortal. Para el judaísmo, la inmortalidad se convierte también en un mandamiento, y así se supera la mitología de un destino interminable. Al mandamiento se une la certeza del origen, el cual, a su vez, se une a la certeza del perdón. Ante la vida eterna surgen las palabras: "Yo soy el Señor, tu Dios, has de. . .", las palabras que unen el misterio y el mandamiento.

Todas las experiencias religiosas concedidas al alma humana en este mundo, las experiencias del mandamiento cumplido y el camino redescubierto, pueden enseñarnos sobre ese mundo mejor por venir. Contemplar ese mundo es contemplar nuestra propia conciencia limpia, nuestro propio corazón puro. La eternidad se revela al hombre que conoce su origen y su camino. En la exaltada dicha de la decisión y el sentimiento religiosos y morales, el hombre adivina cuánto más grande que la mera felicidad terrenal es la dicha eterna. Es la cercanía de Dios -así lo enseña la filosofía judía de la religión- que nosotros los hombres podemos experimentar en este mundo y que configura algo así como un goce anticipado de lo que nos aguarda en la eternidad. El Talmud lo expresa en esta forma: "La santificación sobre la tierra es una imagen de la santificación en el mundo por venir; aquí, como en el más allá, Dios dice al hombre: Yo, el Señor, te santifico". La mejor expresión de esta idea es la maravillosa máxima del maestro talmúdico, Rabí Jacob, que vivió en una época en que los hombres se deleitaban en fantasías sobre el mundo del más allá. "Una hora de Teshuvá y buenas acciones en este mundo valen más que toda la vida del mundo por venir; una hora de dicha en el mundo por venir es más que toda la vida de este mundo". Esto se ve confirmado en otra máxima según la cual podemos ganar la eternidad en una sola hora", y también en la despedida de los antiguos profetas que aspiraban a unir todo el contenido de la existencia humana con la realidad y la duración, y la confianza del alma en la eternidad con la permanencia de la bendición humana sobre la tierra: "Que puedas encontrar tu mundo, tu eternidad en tu vida; que tu futuro se realice en la vida del mundo por venir, y que tu esperanza dure a través de las generaciones".

 

Aquí volvemos a encontrar esa tensión entre lo cercano y lo lejano, la tensión entre la meta del hombre y su lugar, entre la vida eterna y la vida sobre la tierra, entre la certeza que radica en el misterio y la certeza que se otorga en el mandamiento. La vida mortal pasa al reino eterno de Dios, mientras que el reino eterno de Dios penetra en la existencia mortal. Lo cercano deviene lo lejano y lo lejano lo cercano. Los dos polos de la conciencia religiosa, este mundo y el de más allá, se funden el uno con el otro. La vida reverencia aquel contenido suyo que es más grande y más santo que ella misma. Lo finito y lo eterno se unen en la acción moral y en la experiencia y la esperanza religiosas. La salvación está ligada a la estricta exigencia de este mundo, mientras que el mundo, con su tarea definida, está ligado al gran perdón en la eternidad. Puesto que creemos en lo que hacemos, también la creencia es un mandamiento. Así como hacemos de Dios nuestro Dios mediante nuestra decisión y experiencia, del mismo modo transformamos la eternidad en nuestra eternidad. Para el judaísmo, la relación segura con la realidad de este mundo y la percepción de la insuficiencia y la esclavitud con respecto a esa realidad son una sola cosa, aun cuando una o la otra resulte en ocasiones más acentuada.

Desde el punto de vista de una concepción pesimista de la salvación, a menudo se reprochó al judaísmo que manifestara un apego tan fuerte a este mundo, que estuviera demasiado conscientemente centrado en la vida terrenal. Como respuesta a esta acusación, recordemos las palabras de un pensador religioso: "Aquel para quien la vida no es grande y digna de vivirse, no puede desear verdaderamente la vida futura". Pero la respuesta más esencial es la de que, para el judaísmo, no hay fe sin moral y ética, no hay misterio sin mandamiento, ní significación del más allá sin el valor de este mundo. A menos que el hombre crea en sí mismo y en su tarea, tanto su fe en Dios como su fe en el perdón están vacías. La personalidad moral sólo se revela en su actividad sobre la tierra. El hombre trae a Dios al mundo, santifica el mundo al santificar a Dios en él. Realiza en su vida lo que debe ser. La vida se convierte así en un deber: debes vivir. El hombre no puede considerar su existencia como algo de lo que desea huir. La gran idea del reino de Dios -que el hombre debe preparar sobre la tierra un lugar para el Eterno de modo que la tierra se convierta en Su santuario- es básica en el judaísmo, y se expresa siempre en él mediante imágenes y formas constantemente nuevas.

Desde el punto de vista de una filosofía "helénica" optimista, preocupada tan sólo por los asuntos mundanales, se ha hecho al judaísmo la acusación contraria, es decir, que no afirma este mundo con suficiente vigor y permite que su mirada vaya demasiado lejos, más allá de esta vida. Se podría refutar esta acusación citando a Goethe: "ya están muertos para esta vida quienes no tienen esperanzas de otra". Pero también aquí la respuesta básica es la de que en el judaísmo no hay fe en nosotros mismos sin una fe confiada en Dios y sin la certeza de reconciliación que ella otorga; no hay mandamiento sin misterio, no hay lejanía sin cercanía. En otras palabras, el judaísmo no conoce ninguna doctrina ética que no esté arraigada en la fe. La fe en nosotros mismos carecería, de base y de finalidad sin la fe en Dios. Sólo si creemos que fuimos creados según la imagen divina de Dios, que nuestra tarea es infinita y que hemos de ser tan santos como Él, podemos creer en nosotros mismos. Sólo quien mira más allá de su existencia terrenal conoce su existencia verdadera; sólo quien penetra más allá de su existencia terrenal puede vivir verdaderamente en ella durante toda su vida. Sólo quien escucha lo incondicionado, y percibe en cada deber la palabra de Dios y cumple con ese deber a partir de su experiencia espiritual de la ley de Dios, sólo quien obedece a Dios antes que a los hombres y las circunstancias, cree también en sí mismo. Ese hombre no es un "voluntario de la moral", sino un hombre del mandamiento. Es la idea de la Mitsvá, el deber como mandamiento de Dios, la única que aprehende la vida.

Este mundo y el del más allá se reconcilian así en la fe en nosotros mismos. El hombre sabe que la vida es una posesión y un mandamiento, ya que procede de Dios, el Creador y Legislador. El alma del optimismo judío habla en la profundidad de la tarea humana y en la tarea que la profundidad impone. El hombre consciente del misterio y el mandamiento es el hombre de la piedad judía. A través del judaísmo la concepción de la existencia humana recibió un nuevo valor que jamás perderá, pues en la fe del hombre en sí mismo, tal como el alma judía la entiende, la vida adquiere la fuerza para poseerse y elegirse; y esa es su significación eterna, su libertad moral.

 

LA FE EN EL HOMBRE: EN NUESTROS SEMEJANTES

Los rasgos esenciales de la fe en nuestros semejantes ya se han tornado claros en las consideraciones previas sobre el fundamento de la fe en nosotros mismos. No podemos atribuirnos esa nobleza humana que sabemos nuestra por nuestro origen sin atribuirla implícitamente a los demás. Si no fuera igualmente de los demás, tampoco podría ser nuestra. Como hijos de Dios, somos creados a su imagen, y lo que uno de nosotros es, también lo son los demás. La fuente de nuestra vida y el camino que se nos exige seguir son idénticos para todos. La concepción religiosa del "hombre" implica necesariamente la concepción del "semejante". El judaísmo descubrió al semejante o "prójimo" y con ello la concepción de la humanidad como la comprensión de la vida del prójimo, del respeto por la dignidad humana y de la reverencia por lo divino en todos los que poseen aspecto humano.

En el judaísmo "semejante" es inseparable de "hombre". Yo y el otro, el "semejante", forman aquí una unidad religiosa y ética. Incluso cabría decir que fundamentalmente no hay ningún "otro". Aquí, como en todas las concepciones del judaísmo, la unidad surge del contraste: una unidad de la tensión interna entre elementos de lo lejano y lo cercano. Mi prójimo es el otro hombre y, sin embargo, no es el otro; es distinto de mí y, sin embargo, idéntico; está separado de mí y también unido a mí. Todo lo que abarca la existencia, lugar y vocación, anhelos y deseos, lo separan de mí; no obstante, todo lo que encierra la existencia, contenido y forma, fuente y finalidad de la vida, conducen su vida hacia la mía. El significado y elvalor de su vida no pueden separarse de la mía. Como a mí, sólo es posible comprenderlo como la imagen de Dios, como criatura de Dios. El significado de su vida, como el de la mía, se revela a través de la fe en el Dios Único. Aunque es el otro, la alianza de Dios conmigo constituye simultáneamente su alianza con él y, por ende, me vincula a él. No hay ningún "hombre" sin un "semejante", y no puede haber fe en mí mismo sin fe en él. Uno de los Rabís de la generación posterior a la destrucción del Templo, Ben Azai, se refirió a la frase en la que se describe al hombre como creado a imagen de Dios como el gran principio fundamental de la Torá. "Ben Azai dijo: Esta es la historia del hombre: cuando Dios creó al hombre lo hizo a Su imagen; esta oración encierra el peso de toda la Torá."

El reconocimiento que debemos a nuestros semejantes es, por lo tanto, absoluto e ilimitado; se basa en el hecho de que es un ser de mi propio ser, con una dignidad como la mía. El mandamiento del Levítico, que Akibá llamó la frase determinante de la Biblia, y que habitualmente se expresa como: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lev. 19:18), significa en su sentido más genuino, "ama a tu prójimo porque es como tú". Ese "como tú" constituye la esencia de la frase. Para el judaísmo, esta expresión no es mera filosofía ni un entusiasmo sentimental, sino un mandamiento ilimitado de honrar a nuestro semejante que es igual que nosotros. No hemos de respetarlo porque logre esto o aquello, sino simplemente porque es un hombre. Su valor radica exactamente en aquello que constituye nuestro valor. Sólo cuando sentimos reverencia por él podemos sentirla por nosotros mismos, pues Dios lo hizo a él tal como a nosotros. Así, el profeta afirmó: "¿No tenemos todos un Padre? ¿No nos ha criado a todos un Dios? ¿Por qué, pues, obrar pérfidamente unos con otros, quebrantando el pacto de nuestro Padre?" (Mq. 2:10). Uno de los Rabís del Talmud, Ben Zomá, expresó esta idea en una única y breve frase: "Honor es honrar al hombre". Y a fin de elevar el "como tú" del amor al prójimo a su máxima altura, Ben Azai, un contemporáneo de Ben Zomá, afirmó: "No digáis: porque me desprecian, también mi prójimo ha de ser despreciado como yo; porque me condenan, también mi prójimo debe ser condenado conmigo". Uno de los maestros posteriores, Rabí Tanjumá, agregó las siguientes palabras como explicación de esa frase: "Si lo hacéis, sabed a quién despreciáis: al que fue creado a imagen de Dios".

Resulta imposible dar un énfasis más elocuente al concepto de nuestro deber para con el prójimo que el implícito en la afirmación de que en todos nuestros actos para con él está comprendido el honor de Dios. Ya un proverbio bíblico afirmaba: "El que maltrata al pobre injuria a su Hacedor; el que tiene piedad del pobre Le honra" (Prov. 14:31). La misma idea se expresa, según una antigua interpretación, en las últimas palabras del mandamiento sobre el amor al prójimo: "Yo soy el Señor, he creado al hombre para Mi honor". Si "protejemos y guardamos a Su hijo", demostramos fidelidad a Dios, sostiene una de las parábolas de Akibá. El hijo de Dios se nos presenta en cada hombre. Como lo expresa la Biblia en una frase llena de significado, todos son "nuestros hermanos" y "nuestro prójimo". No sólo los miembros de nuestra familia, nuestra tribu y nuestro pueblo, sino todo hombre es nuestro hermano. Lo es en virtud de Dios y, por ende, al margen de toda condición. Ni el afecto ni la buena voluntad lo convierten en "nuestro hermano"; ninguna institución social o constitución nacional le otorgan ese status. Es a través de Dios que todo hombre se convierte en nuestro semejante. Si reconocemos a Dios, debemos reconocer a nuestro semejante. Aunque esté alejado y permanezca extraño a nosotros, sigue siendo nuestro hermano y nuestro prójimo. Por eso la Biblia dice "sí tu hermano habita lejos de ti y no le conoces" (Deut. 22:2), o también "si empobreciere tu hermano y te tendiere su mano, acógele y viva contigo" (Lev. 25:35). El pobre que acude a ti es "tu pobre" (Éx. 23:6) y "tú necesitado" (Deut. 15:11), tal como el extranjero que vive contigo es "tu extranjero" (ex. 20:10; Deut. 5:14). Todos estamos relacionados a través de Dios puesto que "al uno y al otro los hizo Dios" (Prov. 22:2).

Ser un hombre significa ser un semejante. Debo hacer que el hombre que está junto a mí sea mi semejante mediante mi voluntad y mi acción. A través de mi elección y mi deber debo transformar en realidad de la vida lo que ya es realidad a través de Dios: Aquí también aparece una de esas paradojas del judaísmo, la unidad en la contradicción de algo que ya existe a través de Dios, pero debe tornarse realidad mediante el acto humano. El otro hombre es mi semejante porque Dios así lo hizo y, sin embargo, mi acción debe convertirlo en mi semejante. Lo que es se convierte en un mandamiento. Debemos concederle todo al otro, en virtud de lo cual él se convierte en nuestro semejante; nuestras acciones deben reconocerlo como el hombre que Dios colocó a nuestro lado para que viviera con nosotros. Así le permitimos entrar en nuestra vida.

 

El respeto que debemos a nuestro prójimo no es un mandamiento aislado, sino que representa todo el contenido de la moral, la quintaesencia de nuestro deber. En el judaísmo, el contenido de toda religiosidad es que servimos a Dios y lo amamos y le damos de nosotros mismos. Pero sólo podemos hacerlo en la medida en que somos libres para tomar nuestra decisión según el bien y la justicia que hacemos. Como lo expresa el Talmud: "Ama a Dios en los seres humanos a quienes $1 ha creado"; ésa es la forma en que podemos dar libremente a Dios. Cuando buscamos a nuestro hermano, encontramos un camino hacia Dios. La amplitud de esta exigencia fue señalada por un destacado maestro talmúdico, Hillel, cuando declaró que ese reconocimiento interno de nuestro prójimo era la "esencia de la Torá", el mandamiento que incluye a todos los otros. La misma idea está implícita en la repetida admonición de los Rabís en el sentido de seguir los caminos de Dios haciendo el bien, tratando de ser justos, compasivos y misericordiosos como lo es el Eterno. En lo que hacemos a nuestro prójimo servimos a Dios. Aquí la actitud social es religiosidad, y la religiosidad es actitud social.

Por lo tanto, en el judaísmo no hay devoción sin el prójimo. Se considera que la vida del eremita carece del rasgo más esencial de la vida: el servicio al hombre que es nuestro hermano; puede encerrar algún valor, pero no es el camino que el judaísmo señala; puede ayudar a un hombre a encontrarse a sí mismo, pero no a realizarse. Cuando, como dijo San Agustín, "Dios y el alma, y nada más" constituye el contenido verdadero y total de la religión, se trata de la religión de quien sólo conoce su propio ser y su propio salvador, y se ocupa tan sólo de la salvación de su propia alma. El judaísmo no podía aceptar esta fe egocéntrica. Ninguna cognición bienaventurada, ningún éxtasis arrebatado, ninguna certeza de gracia pueden reemplazar el mandamiento de tratar al prójimo como a nuestro hermano. Para el judaísmo, la piedad de un hombre que se mantiene apartado y sólo se ocupa de sí mismo constituye una contradicción: a ningún ermitaño puede llamársele santo. En el lenguaje del judaísmo, su espíritu religioso expresa esta idea al incorporar la concepción del hombre piadoso en el tsadik, "hombre recto", y en el jasid, "hombre de amor", términos que acentúan la necesidad de cumplir el deber para con nuestros semejantes.

Nuestra relación con nuestros semejantes se eleva así por sobre la esfera de la buena voluntad, el afecto, e incluso el amor; asciende a la esfera de la relación establecida con Dios, que es común e igual para todos y, por lo tanto, une a todos. No este o aquel ser humano está vinculado a nosotros por este o aquel hecho accidental, sino que el hombre como tal tiene un derecho sobre nosotros, un derecho que es incondicional. Incluso nuestro enemigo puede y debe exigir el cumplimiento de nuestro deber, pues aunque sea nuestro enemigo no deja por ello de ser nuestro prójimo. "Si tu enemigo tiene hambre, dale pan a comer; y si tiene sed, dale agua de beber" (Prov. 25:21). "Si encuentras el buey o el asno de tu enemigo perdidos, llévaselos. Si encuentras el asno de tu enemigo caído bajo la carga, no pases de largo; ayúdale a levantarlo" (Éx. 23:4 y sig.). Quien tenga rostro de hombre es nuestro prójimo y tiene derecho a nuestra ayuda y compasión. Lo que le debemos y lo que hacemos por él no se basa en el incierto fundamento de la buena voluntad, sino en el definido derecho que todo hombre tiene en virtud de Dios.

Todos nuestros deberes para con el prójimo corresponden al mandamiento de justicia, al dominio de la obligación absoluta. En concordancia con el desarrollo de esta concepción enel judaísmo, la justicia no consiste tan sólo en evitar o impedir la limitación de los derechos ajenos, sino que se trata de un mandamiento social y positivo, el reconocimento sincero y voluntarío de nuestro semejante, la aceptación de su igualdad y del derecho del hombre. Por derecho del hombre no se entiende aquí tan sólo el propio derecho, sino el de nuestro prójimo y su reclamo con respecto a nosotros. Éste constituye su derecho inalienable, que jamás puede perder y que supera a todos los otros "derechos", pues es su derecho humano, en virtud del cual puede exigir que hagamos de su vida parte de la nuestra. Si así ocurre, le habremos hecho justicia, justicia judía. También aquí el lenguaje religioso del judaísmo ofrece una síntesis de esta concepción en la palabra tsedaká, que resulta casi imposible traducir por completo, ya que es una fusión de dos nociones: justicia y compasión. El término describe las acciones rectas como algo que debemos a nuestro prójimo, con lo cual no hemos hecho nada más que cumplir con nuestro deber para con él. Tsedaká es justicia social y religiosa positiva, en la que se incluye el exigente elemento mesiánico. Esta concepción es consecuencia de la idea del Dios Único, de una única raza humana y un único derecho humano permanente.

A través de este énfasis en el derecho del prójimo, lo que estamos obligados a darle se eleva por sobre el impulso emocional transitorio y se sitúa en el suelo firme y claro del deber. Siempre es posible encontrar corazones cálidos que, en un momento de emoción, quisieran ver feliz a todo el mundo, pero que nunca han intentado el más sobrio experimento de llevar una verdadera bendición a un ser humano en particular. Es fácil deleitarse en el propio amor hacia el hombre, pero resulta más difícil hacer el bien a alguien simplemente porque es un ser humano. Cuando un ser humano se nos acerca reclamando su derecho, no podemos reemplazar la acción ética definida con una vaga buena voluntad. ¡Cuán a menudo el mero amor al prójimo ha podido aceptar componendas y mantenerse en silencio!

Todo amor al hombre, si aspira a ser algo más que un mero sentimentalismo estéril, debe tener sus raíces en la voluntad social y ética, en el reconocimiento interior del hombre, en el respeto vital por su derecho, en lo que significa tsedaká. Esto es primario y fundamental, y lo único que plantea una exigencia clara e irrefutable que no admite evasivas. Caben aquí unas palabras de Kant que van a la esencia del asunto: "Tanto el amor al hombre como el respeto por sus derechos son deberes, pero el primero es sólo un deber condicional, mientras que el segundo es un deber incondicional y absolutamente imperativo, que quien se deleita en el dulce sentimiento de la compasión debería primero estar absolutamente seguro de no haber rechazado. La política concuerda fácilmente con la moral en el primer sentido mencionado (cómo ética), a fin de colocar los derechos del hombre en manos de sus "superiores"; pero bajo el segundo aspecto de la moral (como ley), en lugar de doblar la rodilla como debería, la política encuentra conveniente no entrar siquiera en negociaciones y negarle toda realidad, e interpretar todos los deberes a la luz de la mera benevolencia..."

La idea de que Dios exige derecho y justicia sobre la tierra, convirtiéndolos en la tarea de la existencia humana -la idea judía de la justicia- no pudo ganar terreno durante la Edad Media, con el resultado de que esa época de la historia europea asumió un carácter que constituyó su destino mismo. Colocó la esencia de la justicia en la esfera de la fe y vio en la gracia de Dios la forma de "ser hecho justo". Pero cuando el derecho se considera como algo concedido por Dios al creyente tan sólo en razón de su fe, el contenido del derecho que el hombre debe acordar a sus semejantes queda despojado de su significación. Lo que la acción del hombre debería realizar queda eclipsado por lo que la gracia le concede. Privada de su elemento de exigencia, la idea de justicia careció de la pasión con que la concebía el judaísmo. Por ende, permaneció limitada a una moral meramente cívica o a una equidad meramente jurista, inclinada siempre a ponerse de acuerdo con los poderes existentes. La benevolencia y la caridad, ambas tan fácilmente "condicionadas" y satisfechas, se establecieron como norma para la relación entre el hombre y su semejante. Una vez que la justicia permitió que la caridad la apaciguara, la idea del derecho humano pasó a segundo plano. Ese principio perturbador e impulsor, la idea judía de la justicia basada en la exigencia de Dios, tuvo que abrirse camino durante largo tiempo, incluso durante la época de la "ilustración", bajo la forma limitada de tolerancia, un híbrido de justicia y caridad. Sólo más tarde supo asumir la claridad y nitidez del mandamiento que exige el reconocimiento interior del derecho de nuestro prójimo. En ese reconocimiento radica el elemento creador que moldea la vida, ese sagrado descontento, ese fermento impulsor de la sociedad humana.

 

En el judaísmo podemos comprobar el poder creador de esas ideas relativas a los derechos del hombre examinando su expresión en estatutos positivos. Lo vemos, en primer lugar, en las enseñanzas religiosas sobre los deberes para con el extranjero. En todos los casos en que las obligaciones para con los necesitados se expresan en leyes definidas, y éstas son muy numerosas tanto en la Biblia como en el Talmud, el extranjero queda expresamente incluido, y se lo agrupa junto con el levita, el huérfano y la viuda. "Allá vendrá el levita, que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, el huérfano y la viuda que haya en tus ciudades, y comerán y se saciarán, para que el Señor, tu Dios, te bendiga en todas las obras de tus manos" (Deut. 14:29). "Te regocijarás en tu fiesta tú; tu hijo, tu hija, tu siervo y tu sierva, así como el levita, el extranjero, el huérfano y la viuda que habitan en tu ciudad" (Deut. 16:14). "Pertenecerá al extranjero, a la viuda y al huérfano." Estas palabras constantemente repetidas dan un alcance más amplio a la máxima: "Vivirá contigo". "Una sola ley tendréis para el extranjero, igual que para el ciudadano, porque Yo soy el Señor, vuestro Dios" (Lev. 24:22); ésta es la frase final de la advertencia contra toda injusticia. Es una advertencia destinada a proteger al extranjero, pues la injusticia cometida contra quien puede apelar a los derechos del hombre es una injusticia infligida a toda la humanidad. "Dios ama al extranjero" (Deut. 10:18): estas palabras expresan lo que el hombre necesitado de protección puede reclamar en nombre de Dios. Los estatutos del deber para con él se resumen, por ende, en el mandamiento: "Amarás al extranjero como a ti mismo" (Lev. I9:34). Una vez más, las palabras "como a ti mismo" significan: "él es como tú". Y a fin de dar a ese "como tú" la más poderosa significación, el destino de los extranjeros está ligado al de Israel: "Ama al extranjero como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. Yo soy el Señor, vuestro Dios" (Lev. 19:34; Núm. 15:16; x. 22:20; Deut. 24:17). En la Biblia la palabra "extranjero" toma un significado especial, ya que el hombre, limitado por la mortalidad, es llamado el peregrino, el extranjero sobre la tierra. Dios dice: "Porque la tierra es mía y vosotros sois en lo mío peregrinos y extranjeros" (Lev. 25:23), y el hombre replica en la plegaria: "Porque yo no soy más que un extranjero para Ti, un advenedizo, como todos mis padres" (Sal. 39:13). Un antiguo pasaje talmúdico comenta estas palabras y declara: «Vosotros sois extranjeros en lo mío»; es decir: no os comportéis como si fuerais el único pueblo que importa".

El deber incondicional del hombre para con el hombre fue muy claramente captado en la concepción del deber del hombre para con el extranjero, pues en la actitud hacia él la concepción de humanidad como tal encontró su más clara expresión. La seguridad de esta comprensión se evidencia en el hecho de que llegó a crear una concepción política, Nohaides, que establece legalmente la independencia de la ley moral y la igualdad ética con respecto a toda limitación nacional y religiosa. Un nohaide, o hijo de Noé, es todo habitante del país, cualquiera sea su creencia o nacionalidad, que cumpla con los más elementales deberes del monoteísmo, la humanidad y la ciudadanía. Todo nohaide, según esta ordenanza, tiene derecho no sólo a ser tolerado, sino también a ser reconocido; posee el mismo status legal que el ciudadano judío porque es "nuestro extranjero". La concepción de derecho sale así de toda estrechez eclesiástica y política y se asienta sobre una base puramente humana. De ese modo se establece una concepción fundamental de la ley natural, que más tarde habría de ser considerada con admiración por eruditos del siglo xvu como Hugo de Groot y John Solden, quienes incorporaron a sus sistemas el concepto talmúdico del extranjero.

El hecho de que el reconocimiento del hombre de creencia y raza distintas encontró también una expresión religiosa concreta, se demostró ya en conexión con las pruebas ofrecidas aquí del carácter universalista del judaísmo. De tal reconocimiento surge el respeto profundamente arraigado por el extranjero y su alma. Una famosa máxima judía, que ha llegado a ser algo así como un artículo de fe, afirma con respecto a la creencia religiosa del no judío que, "los píos de todas las naciones tendrán una porción en la vida por venir". Así, la piedad se ve como algo independiente de la secta religiosa. No sólo se respeta el derecho del extranjero, sino que se reconoce su valor religioso y moral, pues el camino hacia la piedad está abierto para todos. Lo decisivo para este mundo y el del más allá es la cualidad humana. En la vida eterna no habrá un lugar especial para "un extranjero", sino sólo un lugar para los piadosos.

 

La concepción de los derechos del hombre también tuvo enorme importancia para el judaísmo en un segundo sentido, esto es, en la actitud que el antiguo judaísmo adoptó con respecto a la esclavitud. El hecho de que para el esclavo israelita el séptimo año y el año de Jubileo fueran épocas de liberación, dio un nuevo aspecto a la esclavitud. El judaísmo nunca conoció un sistema de esclavitud del tipo que aparece en toda su vileza en la historia de la civilización; fue ajeno al judaísmo. Ello se debió a que su concepción general de la vida dotaba al trabajo de una consagración ética y religiosa: Dios dispone que el hombre trabaje. Tal valoración del trabajo se desconocía en la antigüedad clásica; los griegos consideraban el trabajo como algo mezquino e indigno de hombres libres. Cuando Aristóteles justificó la esclavitud al sugerir que resulta absolutamente necesaria para liberar a los ciudadanos de toda tarea servil y permitirles así un ocio noble, sobre el que pudieran construir la verdadera vida, expresó una actitud enteramente griega. Pero el judaísmo enseña las bendiciones del trabajo, y la afirmación de los antiguos rabinos más distinguidos: "Ama el trabajo y odia el señorío", constituye una clara contradicción de la perspectiva griega. Allí donde la dignidad del trabajo se aprecia y el hombre qué "comiendo lo ganado con el trabajo de sus manos, será feliz y bienaventurado" (Sal. 128:2) se considera dichoso, la maldición de la esclavitud queda destruida. Para el judaísmo el trabajo es algo inseparable del hombre. Con la frase: "Sale el hombre a sus labores, a su trabajo, hasta la tarde" (Sal. 104:23), el salmista describe el lugar del hombre en la creación. En términos estrictos, ni siquiera hay una palabra específica para esclavitud en el lenguaje hebreo. La palabra que designa al esclavo incluye a todos los que trabajan y sirven, incluso a quienes sirven al Dios Ünico "con todo su corazón y con toda su alma". Y cabe señalar que cuando el Pentateuco utiliza la yuxtaposición: "Ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva" (ex. 20:10), sugiere la gran idea de una comunidad cuyos miembros trabajan todos sin excepción.

Pero la causa del esclavo encuentra su fundamento más sólido en la fe en el hombre. El principio de que todos tenemos un sólo Padre se extiende expresamente a él: "Si desdeñé el derecho de mi siervo y el de mi sierva cuando se quejaron de mí, ¿qué haría cuando se alzara Dios para juzgar?; cuando me pidiere cuentas, ¿qué respondería? Él que me hizo a mí en el materno seno, ¿no le hizo también a él? ¿No fue el mismo el que al uno y al otro nos formó en el vientre?" (Job. 31:13-15). Al hablar de su derecho como ser humano, la Biblia describe lo que todo ser humano, incluyendo al esclavo, es ante Dios. Donde todos los hombres son iguales ante Dios, el amo no significa más que el esclavo; donde no se permite a los hombres despreciar a las naciones inferiores y humildes como "bárbaras", no puede haber, para usar la frase griega, "esclavos congénitos" o "naciones de esclavos". Para el israelita, la esclavización de un siervo constituye necesariamente la negación de su propio pasado, cuando Dios lo liberó de la esclavitud en Egipto. Así como en bien del extranjero se recordaba al israelita que "extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto", así también pensando en el esclavo se lo exhorta a recordar que "siervo fuiste en la tierra de Egipto" (Éx. 22:20 y sig.; Deut. 5:15 y sig.). El destino y la dignidad de sus padres exigían que los israelitas honraran en el esclavo al ser humano.

En todas estas cuestiones, las concepciones legales relativas a la posición del esclavo resultan muy reveladoras. En el mundo grecorromano, para no hablar de los antiguos Estados orientales regidos por déspotas, el esclavo era considerado como una cosa; era un objeto legal pero no un sujeto legal. En el corpus juris se lo trataba en el capítulo relativo a la ley de los derechos de propiedad. Pero en la ley israelita el esclavo es una persona a la que corresponden derechos y que enfrenta a su amo con reclamos legales definidos. Por lo tanto, el amo no es el propietario del esclavo. No goza de una libertad plena e ilimitada en su trato con él, sino tan sólo de un poder condicionado y restringido. La servidumbre se establece, pues, no como una relación fundada en el orden general de la ley, sino como una forma temporaria de servicio. Así queda destruido el principio de la esclavitud.

La ley que sanciona el daño infligido a un esclavo por su amo revela con suma claridad la medida en que el judaísmo concedía personalidad legal al esclavo. "Y si uno diere a su siervo o a su sierva un golpe en un ojo, y se lo echare a perder, habrá de ponerle en libertad en compensación del ojo. Y si le hiciera caer al siervo o a la sierva un diente, le dará libertad en compensación de su diente" (ex. 21:26 y sig.). Basada en la llamada jus talionis, la ley del desquite en la forma que asumió finalmente en la legislación israelita, esta ordenanza tornaba imperativa la obligación de proporcionar una compensación pecuniaria adecuada a la persona a la que se infligía daño corporal o de otro tipo. La antigua máxima legal dice: Abuso por abuso, ojo por ojo, diente por diente. Este principio de la venganza debida expresa básicamente el concepto de igualdad para todos y termina con estas palabras: "Una sola ley tendréis para el extranjero, igual que para el ciudadano, porque Yo soy el Señor, vuestro Dios" (Lev. 24:22). Como lo explicó más tarde un maestro europeo de la ley: "Se debía recordar a los jueces que siempre debían hacer iguales al poderoso y al humilde, que debían estimar el diente del campesino igual que el del noble, sobre todo teniendo en cuenta que el campesino debe masticar mendrugos de pan, mientras el noble puede tener panecillos". Sólo en un caso, el del esclavo, la ley hacía una excepción, y sólo para concederle un privilegio. La ley declara que si el amo inflige al siervo el menor daño, éste queda libre de inmediato. Todo lo que se concede al amo es "diente por diente", pero el esclavo tiene una compensación más alta, la libertad a cambio de un diente. Como en su caso la necesidad de protección legal resulta muy evidente, recibe consideración especial. Así como la actitud del judaísmo para con el extranjero expresaba la más clara concepción del hombre como un miembro de la humanidad, así también su actitud frente al esclavo expresó la más clara concepción de la personalidad legal de cada individuo.

El judaísmo reconoce la igualdad del esclavo en su práctica religiosa así como en su código legal. Como la Biblia señala a menudo, el Shabat como día de descanso y recreación fue instituido en bien del esclavo. "Pero el séptimo día es día de descanso, consagrado al Señor, tu Dios, y no harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ní el extranjero que esté dentro de tus puertas, para que tu siervo y tu sierva descansen, como descansas tú. Acuérdate de que siervo fuiste en la tierra de Egipto, y de que el Señor, tu Dios, te sacó de allí con mano fuerte y brazo tendido; y por eso el Señor, tu Dios, te manda guardar el sábado" (Éx. 20:10 y sig.; 23:12; Deut. 5:14). No el amo, sino Dios, concede al esclavo ese día de descanso. El Shabat semanal existe para los derechos del hombre. Del mismo modo, la fiesta del regocijo también fue concedida al esclavo: "Te regocijarás en tu fiesta tú, tu hijo, tu hija, tu siervo y tu sierva ..." (Deut. 16:14). Es verdad que los romanos tenían festividades ocasionales para sus esclavos. Pero existe una diferencia esencial entre conceder dos o tres días de recreación en un año de opresión y miseria y establecer como inviolable el derecho religioso del esclavo al Shabat, la más santa institución del año, que es "el signo entre el Señor y los hijos de Israel. Es imposible comparar una cosa con otra.

Muchas expresiones tiernas y sentidas en defensa del esclavo pueden encontrarse en la literatura griega y en la romana. El sentimiento de humanidad, sobre el que influyeron los estoicos, ganó terreno entre los mejores elementos de la comunidad y trajo aparejada una actitud más bondadosa para con el esclavo. Pero aparte del hecho de que tales ideas se limitaban a menudo a la literatura y a modas del momento, resulta importante observar que se las aceptaba sólo en pequeños círculos filosóficos. No se convirtieron en aquello que llegaron a ser en el judaísmo: la "Torá" para todo el pueblo. Es por eso que tales expresiones bondadosas de la literatura griega y romana pudieron coexistir con los horrores y las atrocidades cometidas por los ociosos contra esos desgraciados individuos que, según Juvenal, "no son realmente seres humanos". Lo que la Biblia de Israel enseña sobre el esclavo llegó a ser, como Torá, posesión de todo el pueblo. El hecho de que los mandamientos bíblicos realmente moldearan la vida del judaísmo revela la diferencia entre la humanidad definida de una religión imperativa de vida y el humanitarismo abstracto incluso de una filosofía esclarecida.

Para destacar aún más la consideración especial mostrada hacia la clase de siervos y esclavos, basta señalar varías leyes talmúdicas importantes y, de mayor significación aún, muchos rasgos en la vida diaria de ese período. Ellos muestran con cuánta consideración se evitaba al esclavo la humillación y la vergüenza, así como las tareas degradantes e incluso innecesarias. Rabí José ensalzó al esclavo honesto como el "hombre bueno y fiel que vive de su trabajo". En el sentido real de la palabra, pues, la esclavitud no existió entre los judíos.

El tercer factor que testimonia la forma en que el judaísmo comprende el derecho del hombre es la legislación social de la Biblia. Originada en la Tsedaleá, o justicia, la idea básica en que descansa toda la legislación social es la de que todos los que se encuentran dentro del dominio de un Estado tienen que ver entre sí desde el punto de vista ético. Todos los hombres son responsables de las necesidades de cada miembro individual de la comunidad. Quien vive en medio de nosotros no ha de hacerlo sólo físicamente sino también, como se afirma tan a menudo y significativamente, debe "vivir con nosotros", éticamente unido y humanamente ligado a nosotros.

Las responsabilidades humanas y sociales están por encima de todas las otras tareas del Estado. El suelo común en que habitamos es la base de nuestra responsabilidad para con nuestros semejantes (Lev. 26:34 y sig.). Vivir juntos implica un vínculo ético que da a todos los grupos humanos el verdadero significado de su vida individual y su vida común. Sólo sobre esa base el Estado asume existencia ética ante Dios, pues el verdadero Estado es el de la Tsedaká, esa verdadera teocracia, esa civitas Dei, en la que todo hombre, cualquiera sea su padre, puede y debe tener su lugar. Quien vive en esa tierra debe vivir con los otros y éstos con él.

Así se crea la concepción ideal y verdadera de sociedad, en la que todo ser humano constituye una entidad ética y todo individuo es un miembro de una comunidad humana. Los lazos primarios que unen a los habitantes de un país no son los intereses estatales o económicos, sino las tareas y los logros humanos. No constituyen tan sólo una comunidad de ciudadanos o clases o profesiones, sino una comunidad de seres humanos. Por ende, todos los deberes se refieren al hombre como tal, categoría en la que el extranjero queda naturalmente incluido. Quien vive entre nosotros tiene un reclamo que hacernos; cuando nos necesita, debemos estar a su lado; si es pobre, debemos asistirlo. De este deber común surgen la comunidad humana y el Estado. La conciencia social despertó aquí y fue traducida en hechos por vez primera en la historia.

La exigencia social es un rasgo esencial del judaísmo. Manifestada como el principio de la fe en nuestros semejantes, se expresa en el Libro de los Proverbios en la máxima según la cual el bien que tenemos que hacer al hombre pobre se lo debemos "a él; negárselo significa sustraer" (Prov. 3:27) de él lo que es suyo.

En las palabras "No robes al pobre, porque es pobre" (Prov. 22:22), el Libro de los Proverbios califica de robo a toda acción que prive a un hombre de su derecho, concedido por Dios, a vivir como nuestro semejante. Aunque un hombre no reclame nada para sí mismo, comete un pecado contra el derecho y la dignidad humanos sí no hace nada por los demás. Una antigua máxima talmúdica juzga a ese hombre con estas palabras: "Decir: lo mío es mío y lo tuyo es tuyo, es el carácter de Sodoma". Aquí se expresa claramente que el hombre que no hace nada malo contra su prójimo, que no le roba, no lo engaña ni lo hiere, no es todavía un hombre justo. Ese hombre es ante Dios como los habitantes de Sodoma, que fueron destruidos por sus pecados. "Mira cuál fue la iniquidad de Sodoma, tu hermana: tuvo gran soberbia, hartura de pan y mucha ociosidad. No dio la mano al pobre, al desvalido" (Ez. 16:49). Ningún hombre es justo si no sirve a su semejante.

 

Desde muy antiguo esta tendencia del judaísmo encontró expresión en una serie de leyes sociales que exigen terminantemente justicia para con el pobre y el débil. Dirigidas contra toda opresión y todo abuso del poder de la propiedad, se basan en la prédica de los profetas que elevaron su "Ay" contra tales males: "¡Ay de los que añaden casas a casas, de los que juntan campos y campos hasta acabar el término, siendo los únicos propietarios en medio de la tierra!" (Is. 5:8). Los estatutos bíblicos obtuvieron su fuerza de este espíritu. Su principal finalidad era la de impedir la formación de una clase empobrecida completamente carente de posesiones, pues así como la civilización de Israel no estaba basada en la esclavitud, tampoco tenía como base un proletariado. Ni siquiera el hombre al que la necesidad había llevado a vender la herencia de sus padres la perdía para siempre. Se estableció un "año de libertad", el año dé jubileo, a fin de efectuar siempre una redistribución igual de las posesiones más importantes. hicluso con respecto a la propiedad y a la distribución de la tierra, se concedía un comienzo siempre nuevo, la Teshuvá, por así decirlo, mediante el cual se aliviaba la tensión social.

Pero nunca se olvidaba al pobre. Por el hecho de pertenecer a una comunidad humana, nadie podía considerarse realmente pobre. El judaísmo acentuó los deberes de la propiedad a través de los cuales habían de sentirse sus bendiciones. Los estatutos relativos a la tierra consagran la propiedad. El verdadero poseedor del suelo y de todos sus frutos es Dios y, por ende, los pobres tienen derecho a él. Los pobres son los protegidos de Dios, "Su pueblo", y una parte de la cosecha les corresponde por derecho. Este mandamiento social se aplica también a todas las otras posesiones. Es un deber hacer un préstamo a una persona necesitada y cancelar su deuda por completo si le resulta imposible pagarla. Es un deber amparar al pobre y ofrecerle lo que pueda necesitar. Los pobres han de compartir con nosotros todas nuestras alegrías, convirtiéndolas así en alegrías genuinas. Cada vez que se establece una participe de regocijo, el propósito siempre es que también el pobre e de ella.

Desde que contradice la idea de una comunidad humana, la pobreza es el gran reproche social. El judaísmo exige que, frente al sufrimiento del pobre, el hombre sea un creador, al guien que nunca deja de servir a Dios. Está moralmente obligado a luchar contra la aflicción y no debe aceptar la desgracia de otros como un destino inevitable, tal como no debe aceptar su propia desgracia. No debe resignarse a la desgracia como si fuera un hecho ordenado que el hombre, como el Buda de la leyenda, tiene que aceptar la pobreza, la enfermedad y la muerte como su suerte inevitable. Cada padecimiento de nuestro prójimo debe convertirse en nuestra propia preocupación, una prueba de nuestra libertad ética, pues el judaísmo se opone al "fatalismo en la esfera social tanto como en las otras. Cuando enfrentamos la pobreza, no nos encontramos con el lenguaje del destino, sino con la exigencia de un deber definido que se nos impone. En el sentido más especial del mandamiento, el hombre pobre es nuestro semejante. Es el hombre que no tiene lugar sobre la tierra pero sí ante Dios. Y a través de éI la humanidad apela a nosotros, desnuda y desvalida; se podría decir que pide confraternidad humana. Es por eso que en el lenguaje del judaísmo la palabra "pobreza" encierra una nota religiosa; resulta significativo que no exista ninguna palabra hebrea equivalente a "mendigo". La Biblia pronuncia la palabra "pobre" con devoción y reverencia, como en sagrado temor; provoca en nosotros un sentimiento de humildad. Y siempre se recuerda a Israel su propia suerte, su propia opresión. La aflicción del pobre es también la de Israel, la dignidad del pobre es su dignidad, y el solaz del pobre es su solaz. "Los pobres, los menesterosos, buscan el agua y no la hallan; su lengua está seca por la sed; pero Yo, Dios, los oiré; Yo, el Dios de Israel, no los abandonaré" (Is. 41:17). "Porque ha consolado Dios a Su pueblo, ha tenido compasión de Sus pobres" (Is. 49:13). Tal como se lo expresa en la Biblia, el elemento social en la frase "los pobres" encierra también una nota mesiánica.

La historia del judaísmo demuestra que estas ideas no se estancaron. El judaísmo no se contentó con lo que establecía la antigua ley; buscó preceptos siempre nuevos para hacer justicia al pobre. Acentuó siempre que lo que se le ofrecía no era limosna, sino su derecho. Al reconocer el derecho de los pobres, se reconocía también el derecho de Dios, pues al hacer el bien a los desvalidos un hombre tan sólo paga una deuda que tiene con Dios. De ahí el mandamiento en el "Tratado de Principios": "Dad a Dios lo que es Suyo, pues tú y todo lo que es tuyo son Suyos". Los profetas vieron en el servicio a los pobres el verdadero servicio de Dios: "¿Sabéis qué ayuno quiero Yo?, dice el Señor, Dios: romped las ataduras de iniquidad, deshaced los haces opresores, dejad ir libres a los oprimidos y quebrantad todo yugo; partid vuestro pan con el hambriento, albergad al pobre sin abrigo, vestid al desnudo y no ocultéis vuestro rostro ante vuestro hermano" (Is. 58:6 y sig.). "Hacía derecho y justicia... hacía justicia al pobre y al desvalido... Esto es conocerme, palabra de Dios" (Jer. 22:16).

Resulta innecesario ofrecer ejemplos adicionales correspondientes a períodos posteriores, pues todos ellos están contenidos en una máxima incorporada a la Mishná: "Si en la tierra que el Señor, tu Dios, te da en posesión, fuere encontrado un hombre muerto en el campo, sin que se sepa quién lo mató, así se afirma en la Torá (Deut. 2I:1 y sig.), los ancianos de la ciudad más cercana vendrán y dirán: «No han derramado nuestras manos esta sangre ni lo han visto nuestros ojos» (Deut. 21:7). ¿Significa ésto que los ancianos de la ciudad habían sido acusados de derramar su sangre? Pero las palabras, `nuestras manos no han derramado esta sangre, significan: este hombre no estuvo a nuestro alcance y no lo alejamos hambriento. Tampoco nuestros ojos lo han visto, lo cual significa que no estuvo dentro del campo de nuestra visión y no lo abandonamos". En estas frases talmúdicas aprendemos que quien no muestra preocupación ni cordialidad por sus semejantes es hubieran si sus manos hubieran derramado sangre y sus ojos lo hubieran visto.

 

Aunque las disposiciones de estas leyes puedan resultar inadecuadas para los requerimientos distintos y la nueva estructura socioeconómica de períodos posteriores, ello no disminuye su mérito de haber intentado llenar la vida de la comunidad con un sentimiento social. En esas leyes se concretó por vez primera la gran tarea humana de la sociedad. Hoy día volvemos a acercarnos a ellas, pues el desarrollo del pensamiento moderno se ha basado enfáticamente en la concepción ética de la sociedad expresada en aquellas antiguas disposiciones legales. Ello resulta particularmente evidente en la exigencia de que la religión sea "práctica", una exigencia que conduce a los hombres hacia el camino abierto por la legislación social de la Biblia y jamás abandonada por el judaísmo. Es el camino de la Tsedaka, la justicia que comienza con la concepción de los derechos humanos y conduce a su cumplimiento y realización en nuestro reconocimiento de los derechos del siervo, el extranjero y el pobre por sobre todo lo demás.

En el curso de los siglos el pensamiento social se desarrolló siguiendo dos direcciones. Una comienza con Platón, el gran vidente y artista entre los pensadores matemáticos. Él ve el poder omnipotente, infalible, de la ley, que crea los órdenes de la sociedad y obliga a los hombres a respetarlos a fin de educarlos y hacerlos felices, como algo que gobierna toda la vida. Este criterio se convierte en la fe en la omnipotencia del Estado. El Estado absoluto, dotado de un poder completo a fin de que pueda moldear a los hombres, sus costumbres y su moral, se convierte en la garantía de la perfección y la imagen del futuro deseado. Cuando se establece este Estado, el civitas dei, también se establece el reino de Dios sobre la tierra. Todo se construye mediante el poder y la coacción del Estado. No queda lugar para el individuo, para su búsqueda independiente, para su amor. El hombre se ve forzado a la razón y la felicidad; éste es un principio que toda jerarquía, política o clerical, siempre ha estado dispuesta a promulgar. Esta concepción puede conducir eventualmente a una dictadura, sea la dictadura de los filósofos, como proponían Platón y Comte, o la de la clase trabajadora, como se pretende en épocas más recientes; sea el coge intrare (obligarlos a entrar) de la antigua Iglesia, o el cuius regio, eius religio (el soberano de un Estado es soberano de su religión) de los Estados protestantes y católicos. En la hipérbole de Hobbes, el Estado se convierte finalmente en un leviatán, un monstruo que se traga todo lo demás. Aunque existe un ideal en esta tendencia del pensamiento, el de adecuar a los hombres a una gran totalidad, encierra también un grave pesimismo con respecto al individuo. Afirma que el hombre necesita de la coacción desde el nacimiento hasta la muerte; el hombre social sólo puede surgir a la existencia a través de la coacción de un Estado omnipotente.

 

El otro camino, que sólo tiene en común con el primero la palabra "social", comienza en la Biblia. Aquí todo se basa en la fe en el hombre y la reverencia por su libertad y su impulso creador. Existe aquí la profunda convicción de que, a pesar de cualquier desigualdad, en todo ser humano existe la capacidad de hacer el bien. Aquí hay optimismo con respecto al hombre, una confianza religiosa y social que espera y exige todo de él. El desiderátum no es el Estado perfecto con su ley perfecta, sino el hombre ejerciendo su capacidad para crear el bien. También en la esfera social el hombre es la realidad más fuerte y verdadera, por medio de la cual la ley adquiere realidad. El ideal no es lograr un nuevo ser humano a través del Estado, sino más bien que a través del nuevo ser humano se logre moldear una nueva sociedad. El Estado ideal resulta imposible si sólo ha de establecérselo mediante leyes ideales. Sólo cuando el hombre cumple el mandamiento de Dios en relación con su semejante, lo divino se manifiesta en la comunidad. La idea del "Estado perfecto" se expresa en el mandamiento ético dirigido a todos los hombres por igual: "Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa". Más grande que la ley mediante la cual el Estado impone restricciones necesarias y establece reclamos necesarios, es la Torá, el mandamiento a través del cual Dios llama a todo ser humano individual. La comunidad humana sólo puede crearse por la acción humana. Aquí, pues, el elemento social está basado en el derecho del ser humano y en la responsabilidad consiguiente de cada individuo con respecto a los otros. El término "social" no encuentra su significado en el Estado sino en el hombre que es nuestro hermano; sugiere una mayor reverencia por los poderes del hombre que por el poder de la ley. El Estado sólo es auténtico cuando es un Estado humano y no tan sólo legal. Por ende, su carácter social es algo infinito, un problema eterno, una tarea nunca completada.

El Estado platónico pretende ser una formación perfecta, un comienzo que contiene en sí mismo su fin. Como toda teoría, es intolerante y dictatorial. Pero la comunidad exigida por el pensamiento judío no es completa, pues no hay ningún ser humano completo; antes bien, es algo que siempre debe efectuarse de nuevo. En consecuencia, la idea social apunta al ideal mesiánico. El futuro siempre se presenta admonitoriamente a su presente, como la tarea inacabable que debe cumplirse de uña generación a otra, a través de la cual el hombre llega hasta su semejante de modo que Dios puede revelarse en la fraternidad existente entre ellos.

Pero ni siquiera la acción definida que exige la justicia, y para la cual ninguna benevolencia o conmiseración puede constituir un sustituto, basta para cumplir el ideal de la fe en nuestros semejantes, pues lo que nuestro prójimo desea no es simplemente que se satisfagan las necesidades de su vida diaria; también existe su ser personal, su secreto más profundo. Según una de las frases más nobles de la Biblia, nuestro semejante está ante nosotros para que podamos "conocer su corazón". Todo lo que hacemos por él debe ser en bien de su corazón y desde las profundidades de nuestro propio corazón. Y si las necesidades de su existencia física no requieren nuestra ayuda, queda nuestro deber para con su alma. Esto es lo que la religión de Israel entiende por el amor al prójimo: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lev. 19:18). "Amarás al extranjero como a ti mismo" (ex. 23:9). Este concepto encierra el cumplimiento de la "justicia". A través de él, nuestra acción en beneficio del prójimo deja de ser una acción externa en concordancia con nuestro deber, para convertirse en un acto de nuestra personalidad; constituye un acto no sólo de mano a mano sino de alma a alma. La obligación se cumple con calor y valor interior; el Talmud afirma: "La justicia vale según el amor que haya en ella". E incluso cuando la obligación no es necesaria, queda el amor. Debemos demostrar amor a todo aquel que pueda o deba prescindir de nuestra ayuda activa. Una máxima talmúdica describe lo que el amor humano agrega a la justicia: "La misericordia sólo puede ofrecerse a los vivos; el amor, a los vivos y a los muertos; la misericordia sólo puede practicarse con nuestras posesiones; el amor se practica con nuestras posesiones y con nuestros mismos seres".

 

Esta máxima está precedida por otra: "La misericordia y el amor sobrepasan a todos los otros mandamientos de la Biblia". Nada se acentúa más enfáticamente en la literatura talmúdica que estas dos virtudes y, en particular, el amor al prójimo. "El amor es el comienzo y el fín de la Torá". "Quien niega amor a su hermano es como un idólatra, como alguien que rechaza el servicio de Dios". "Así habla la Torá: Tomad sobre vosotros el reino del cielo, vivid unos con otros en el temor de Dios, y actuad unos con otros con amor". "Este es el triple signo del israelita: es misericordioso, casto y amante".

Colocamos en el lugar de nuestro prójimo, comprender su esperanza y su anhelo, captar las necesidades de su corazón, constituye el presupuesto de todo amor al prójimo, el resultado de nuestro "conocimiento de su alma". La esencia más profunda del amor al prójimo está contenida, por lo tanto, en el principio que Hillel llamó la esencia de la Ley, de la cual se desprende todo lo demás: "No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti". Se justifica que la antigua versión aramea de la Biblia, el Targum de Ionatán, tradujera con estas palabras el mandamiento sobre el amor al prójimo. Es la comprensión vital de nuestros semejantes lo que otorga convicción al amor al prójimo.

Hillel tuvo buenos motivos para expresar su máxima en forma negativa, pues el comienzo de todo amor al hombre es la resolución de no herir a nadie. El aspecto positivo surge por sí mismo. Si el amor al prójimo es la virtud que con mayor frecuencia se convierte en una cáscara vacía, ello se debe a que olvidamos tan fácilmente lo que el amor no debe hacer. En el dominio de la ética Io negativo es lo que posee los límites más rígidos, las exigencias más definidas; lo debemos hacer nos enseña lo que debemos hacer, que no do en todo enfoque de la rectitud: comenzamos "por apartarnos del mal y volvernos contra él. Todo amor por lo noble comienza con el desprecio de lo mezquino,  todo amor grandioso en pro de lo noble comienza con una resistencia. Todo esfuerzo en hacer el mal es el primer paso para obrar el bien.  Resulta más fácil descubrir aquello que no es la voluntad de Dios, y reconocer con toda claridad lo que es mal e injusto. "Apartarse del mal, ésa es la inteligencia". De ahí el constante imperativo negativo de la Biblia. Donde tal mandato falta, todo se evapora hasta convertirse en vago entusiasmo y mera charla. El mandamiento sobre el amor al prójimo está precedido, por lo tanto, por la prohibición: "No te vengues y no guardes rencor contra los hijos de tu pueblo" (Lev. 19:18). De acuerdo con la antigua concepción judía ya hay venganza si nos abstenemos de una buena obra en beneficio de alguien, simplemente porque él se abstuvo previamente de una buena acción con respecto a nosotros, considera que hay rencor si la buena acción está acompañada por palabras que ensalzan la propia virtud. Antes de esta prohibición hay otra: "No odies en tu corazón a tu hermano" (Lev. 19:17), pues, de acuerdo con la interpretación antigua, ya el sentimiento hostil implica odio.

Estos últimos mandamientos amplían expresamente el amor al prójimo para incluir al enemigo. Puesto que el mandato de justicia es absoluto e incluye a nuestro enemigo, que hemos de ayudarlo cuando necesite nuestro apoyo. Este deber para con el enemigo trae aparejada una seria tensión. Mi prójimo es mi enemigo: es un ser humano enemigo: es un ser y, por ende, cercano a mí, y está humanamente lejos de mí; pero está cerca y lejos simultáneamente. Debo considerarlo como un semejante y, sin embargo, él no quiere serlo; en consecuencia está unido a mí y separado de mí al mismo tiempo. Además, el hecho de que sea un enemigo puede también significar una muy profunda antítesis que amenaza con desgarrar la unidad entre el hombre y sus semejantes. Veo a mi enemigo ante mí; aquello que desprecio en lo más profundo de mi ser porque es inhumano, hostil a Dios, aparece frente a mí en él. "¿Cómo no odiar, ¡oh Dios!, a los que te odian?" (Sal. I39:21). Con todo, para encontrar lo divino debo reconocer a la humanidad en el hombre presa del mal y en el enemigo de Dios.

Esta tensión se supera mediante la exigencia de justicia. Aunque mi enemigo es hostil al mandamiento y, por lo tanto, no es un semejante, no debo ser como él; debo realizar mi vida a través de la justicia que hago a otros y, por lo tanto, también a mi enemigo. Puesto que ese deber es absoluto e incondicional, por mucho que mi enemigo se separe de mí, sigue estando ligado a mí en la unidad del hombre y sus semejantes. Precisamente en relación con él comprendernos toda la fuerza del mandamiento de humanidad. Es por eso, como lo expresa una vieja ley, que el deber para con el enemigo tiene prioridad sobre el deber para con un amigo. Devolver mal por mal significaría negar el mandamiento que nos fue impuesto; significaría que la justicia está sometida al supuesto de nuestra infalibilidad para infligir castigo. "¿Estoy yo acaso en el lugar de Dios?" (Gén. 50:19). "No digas: «devolveré mal por mal»; confía en Dios, que £1 te salvará" (Prov. 20:22). Un símil del Talmud dice: "Quien se venga, o guarda un rencor, actúa como alguien al que un cuchillo le cortó la mano, y ahora lo clava en la otra para vengarse".

Existen buenos motivos para que estas concepciones comiencen todas con un mandamiento negativo: "No te vengues y no guardes rencor" (Lev. 19:18). Sólo a través de la negación se abre el camino hacia lo positivo. No agravies a un enemigo, tal es el comienzo. De lo definidamente negativo surge el acto decididamente positivo. Sólo sobre esa base el amor al enemigo no se evapora hasta convertirse en un sentimiento vacío.

Amar significa, sobre todo y en primer lugar, no odiar. Los sentimientos despiertan con la acción y se desarrollan a través de ella. Los sentimientos positivos fluyen de la prohibición firme y definida. Alma y sentimiento se unen entonces en el acto de justicia para con el enemigo. Pero el judaísmo siempre previene contra todo sentimiento de odio y falta de amor; se trata de una exigencia específica y no tan sólo de un sentimiento exagerado. "No te goces en la ruina de tu enemigo, no se alegre tu corazón al verle sucumbir" (Prov. 24:17). El Talmud describe el odio como algo "vil", sugiriendo así que el hecho de que los demás odien no justifica que nosotros hagamos lo mismo. Como afirma también el Talmud: "Quien odia está con quienes derraman sangre". Cuando el odio al enemigo cesa, la lucha contra el mar que él representa se convierte en un esfuerzo hacia el bien. La agresión hacia lo que es hostil a Dios puede unirse con el amor a los hombres; se une con el amor en la plegaria que ruega por la desaparición del mal, pero por la permanencia del hombre que lo realizó. Fue en este sentido que, según el Talmud, Beruria, esposa de Rabí Meír, interpretó el verso de los Salmos: "Que el pecado desaparezca de la tierra, pues entonces ya no habrá pecadores".

En todos estos pasajes está implícita la idea de que el mandamiento es infinito. Nunca puede realizarse plenamente; siempre contiene una nueva exigencia y siempre apunta más allá de sí mismo. También nuestra tarea para con el prójimo es inacabable. Por mucho que podamos reprocharle, debemos hacer siempre más por él. Su imperfección siempre es menor que la obligación de nuestro amor. Como afirma el Talmud: "Debemos seguir los caminos de Dios; así como Dios es misericordioso y compasivo, así también nosotros debemos ser misericordiosos y compasivos". La compasión debe mostrarnos el camino hacia nuestros semejantes y debe ser la norma de nuestro juicio. El conocimiento más perfecto de la naturaleza humana deriva de la benevolencia, y la verdad más perfecta sobre nuestro prójimo es la que enseña la bondad. El Talmud señala: "Si deseas cumplir el mandamiento de juzgar a tu prójimo con justicia, entonces juzga a todo ser humano por lo mejor". Esta es la Tsedaká, la justicia que mostramos hacia él y de la que surge nuestro amor por él. En esa forma estamos protegidos contra la autojustificación y tomamos conciencia de nuestros defectos. Ya no puede ocurrir que, en las palabras del símil talmúdico, "El acusado juzgue al juez, cuando éste dice: «Quítate la paja de tu ojo», replicando: «Quítate la viga del tuyo»". Sólo Dios puede mostrarse celoso, sólo Él que es "misericordioso, compasivo y paciente". Pero la meta que nos fija es el retorno, la reconciliación y la paz entre los hombres.

También aquí se trata de la reconciliación de lo finito del hombre limitado e imperfecto con lo infinito del mandamiento. Tal reconciliación se produce cuando nuestro enemigo se convierte en nuestro semejante, cuando retorna a sí mismo, al origen y al camino de su vida. Entonces podemos encontrarlo y él puede encontrarnos. Quien es capaz de guiarlo hasta ese punto ha demostrado el poder moral del amor. Dice el Talmud: "El hombre que puede hacer un amigo de un enemigo es un héroe", pues en esa forma se realiza el anhelo del amor al prójimo. "Cuando los caminos del hombre son gratos a Dios, aun a sus enemigos le concilia" (Prov. I6:7). De acuerdo con esta frase bíblica, el maestro talmúdico Rabí Judah elevó esta plegaria: "Que los pecadores puedan tornarse perfectos de modo que dejen de hacer el mal". Rabí Eleazar pronunció esta oración: "Oh Señor, mi Dios, y Dios de mis padres, haz que no surja el odio contra nosotros en el corazón de ningún hombre, y que no surja odio contra ningún hombre en nuestro corazón". En este deseo todo odio ha muerto, y el camino hacia la paz se extiende ante nosotros. También aquí la paz vence la soledad del hombre que busca a su prójimo sin hallarlo. Quien descubre y se aferra a su semejante ya no está solo entre los hombres, sino en paz con ellos. La fe en nuestros semejantes se convierte así en fe en la reconciliación, en el futuro prometido, y adquiere de tal modo un carácter mesiánico.

Toda la literatura religiosa judía está llena del espíritu predicado por el Talmud: "De aquellos que están oprimidos y no oprimen, que son envilecidos y no envilecen a su vez, que actúan sólo por amor y alegremente soportan su sufrimiento, la Escritura dice: Quienes Lo aman son como el sol cuando se levanta en todo su poder". Este espíritu está conmovedoramente ilustrado por la historia judía misma. Aunque el judaísmo conoció inenarrables sufrimientos y vio a sus hijos sufrir espantosas torturas, nunca permitió que su amor por el hombre, su amor por el enemigo, fuera sofocado. Precisamente en sus épocas más terribles el judaísmo habló con mayor vigor sobre su amor al hombre. Para los días de las peores persecuciones tenemos libros populares sobre ética cuyos autores deben haber estado convencidos de que nadie, salvo sus correligionarios, los leería alguna vez. Todos esos libros repiten una máxima: ama a tu prójimo y sé misericordioso con tu enemigo.

Natán el Sabio, cuya esposa y siete hijos fueron asesinados el mismo día sin que su corazón se endureciera siquiera entonces, no es una mera ficción poética: es análogo a figuras reales en la historia judía. Los cruzados asesinaron a la esposa y al hijo de Eleazar ben Judah de Worms, y lo hirieron gravemente. Con todo, cuando relató sus experiencias siendo ya anciano, no escribió una sola palabra de odio contra sus enemigos. Insistió incluso entonces en que es mejor sufrir un daño que infligirlo. Es necesario leer estos incomparables escritos medievales para apreciar la enseñanza del judaísmo tal como se manifestó en eI amor, la humanidad y la ternura del sentimiento moral.

La más seria prueba del carácter genuino del amor es el amor por el enemigo; a través de él la pureza y sinceridad del amor se revelan acabadamente. El amor puede tornarse insincero mucho más fácilmente que la justicia; al amor le resulta fácil perderse en una emotividad vacía o en la hipocresía (la justicia enfrenta el peligro de la dureza y la frialdad), y una vez así deformado, el amor carece de alma. Pero puesto que el alma debe revelarse en el amor, la sinceridad es esencial. De ahí la exigencia del judaísmo relativa a la sinceridad y pureza del sentimiento, su significativo énfasis en el juicio cuidadoso, su devoción por las cosas pequeñas mediante las cuales rechaza incluso la más "trivial" insinceridad del sentimiento. Quien profesa bondad sin sentirla, u ofrece una cortesía superficial sabiendo que no será aceptada, "ha robado la opinión de los hombres", según la ley talmúdica, y debe ser considerado como un ladrón "más que ningún otro". De modo similar, el Talmud declara que quien despierta falsas esperanzas en otro sin tener intención de cumplirlas "está saciando una ventaja injusta". Toda disparidad entre el sentimiento y la palabra se considera una violación de la honestidad que nuestro prójimo tiene derecho a esperar de nosotros. Aquí se pone en evidencia la severidad de la norma moral del judaísmo, así como su insistencia en que la verdad tenga una cualidad social. No sólo Dios la exige, y no sólo nuestra alma la demanda; nuestro prójimo tiene derecho a reclamarla, pues se la debemos como una obligación humana.

El mandamiento relativo al amor sincero y desinteresado se extiende incluso a los animales, con respecto a los cuales es por completo desinteresado y necesariamente libre de hipocresía y esperanzas de recompensa. Cuando el hombre es humanitario con los animales que de él dependen, lo es por lo humanitario mismo. En un acto sin paralelos en la civilización, la Biblia colocó al animal bajo la protección de las leyes creadas por los hombres (Éx. 23:4; Deut. 22:4, 6; 25:4). Incluso al animal debe ayudárselo en su necesidad; el Shabat, creado para los hombres, también es un día de descanso para él. La concepción de la comunidad del trabajo incluye también al animal. Como en el caso de los hombres, primero aparece la justicia, a la que luego se agrega el amor, pues la Biblia, con palabras de conmovedora delicadeza, prescribe el amor a los animales. Debemos practicar el amor por los animales como si fuera una obligación para con Dios. Cuando la Biblia se refiere a la creación a fin de alabar a Dios, menciona con frecuencia a los animales como un motivo para ensalzar a Dios. "El que da al ganado su pasto y a los polluelos del cuervo que claman" (Sal. 147:9). "Hace nacer la hierba para los animales, y el heno para el servicio del hombre, para sacar de la tierra el pan" (Sal. 104:14). "Tú, ¡oh Dios!, liberas a hombres y animales" (Sal. 36:7). El judaísmo enseñó al hombre a tratar a los animales con un amor que es más que compasión. Cuando la Biblia habla de "tu bestia", utiliza el pronombre no sólo como una palabra de posesión, sino para expresar una relación personal en el sentido de "tu pobre, tu siervo, tu extranjero". Según la leyenda talmúdica, el descuido o la crueldad con respecto a los animales constituye un pecado que Dios puede castigar. Una de las características del hombre recto o piadoso, tal como lo describe el libro de los proverbios provee a las necesidades de sus bestias".

El malvado, morirá en su iniquidad, pero yo te demandaré a ti su sangre" (Ex. 3:18). 0 como dice el Talmud: "Se dice en la Biblia: «Y tropezarán los unos con los otros» (Lev. 26:37), es decir: tropezarán, uno por la culpa del otro, a través de la culpa de quienes podían haberla evitado advirtiéndose entre sí, y no lo hicieron, pues todos son fiadores, unos por los otros". Incluso la idea del pecado adquiere así una base social: el otro y yo nos convertimos moralmente en uno solo por el hecho de que su pecado se torna mío y yo participo de su culpa. El mandamiento social que nos exige cuidar de nuestros semejantes a fin de que podamos vivir juntos, se convierte en el mandamiento de seguir el camino de la vida con él y ayudarlo a "retornar". Así como el hombre debe crear su propia libertad, también debe crearla para sus semejantes.

 

En esta forma la idea de la comunidad humana adquiere su pleno significado. Vivimos juntos en sociedad para protegernos unos a otros contra el mal y guiarnos unos a otros hacia el bien. Debemos constituir una comunidad de reconciliación, de "retorno" (Teshuvá). A los ojos de Dios una comunidad tiene derecho a la existencia sólo si busca realizar el bien. Mientras vivan en ella siquiera unos pocos hombres dedicados al bien, conserva ese derecho. La Biblia nos enseña que Sodoma se salvó de ser destruida porque en ella vivían diez hombres justos. Una máxima talmúdica afirma explícitamente: "Dios declara: buenos y malos hay entre ellos; dejad entonces que se unan en un único manojo, para que unos puedan expiar por los otros. Y si así ocurre, Mi nombre se glorifica a través de ellos. De ahí que el profeta Amós dijera de Dios: «p,1 edificó en los cielos Su morada y fundó la tierra sobre su bóveda» (Amós 9:6); pues eso significa: El es glorificado en el cielo cuando los hombres forman un vínculo sobre la tierra". Por ende, el hombre ha de santificar el nombre de Dios en su trato con sus semejantes.

En la visión judía la sociedad humana es una unidad moral en la que todos los individuos lo comparten todo por igual. La culpa del individuo se extiende a toda la comunidad, la cual debe responder por todas las almas que la componen. Es responsable ante Dios no sólo si uno de sus miembros muere de hambre o de frío, sino también si un alma se congela o una conciencia perece. La idea judía de la educación equivale, usar una antigua metáfora, a "construir". "Quien para la Torá al hijo de su prójimo, lo ha creado." La ha comunidad enseriado debe ser un medio para llevar la vida a su realización, educar a los seres humanos de modo que lo eterno pueda ppenetrar en su finitud y el reino de Dios en su existencia tenena]. Sólo en esa comunidad la justicia y el amor pueden encontrar su realización. Y por tal razón esa comunidad nunca está completa sino que crece constantemente. Uno de los salmos dice que Dios es "benévolo con Su tierra", cuando "se encuentren la benevolencia y la verdad y se den el abrazo la justicia y la paz" (Sal. 85:11).

Así, la fe en nuestros semejantes se nos aparece corno una tarea impuesta por Dios. Desde esa misma profundidad surge la vida, llena de misterio, y también el mandamiento; el Dios eterno nos da ambos, uno en el otro. Juntos enfrentan al hombre.

 

El hecho de que en los Evangelios el amor al prójimo aparezca sólo como una cita del Antiguo Testamento basta para refutar los intentos frecuentes de colocar esta expresión de la Torá y de los Profetas en un nivel inferior a la del cristianismo. Tampoco resulta difícil demostrar que en el Nuevo Testamento el amor está limitado y restringido por el hecho de que la salvación y la dicha dependen de la fe correcta y, por ende, del dogma y el credo en última instancia. Ello significa que la salvación y la dicha se niegan incluso a un sector de los mejores hermanos, los "no creyentes". La amplitud asignada al concepto de salvación es lo que expresa más decisivamente el carácter humanitario de una religión, su reconocimiento interior del prójimo. Pero en el cristianismo lo fundamental es experimentar el milagro de la gracia redimido; así, el "yo" y, en consecuencia, ser del hombre individual se encuentra sólo en el centro de la religión, apartado de los semejantes. A veces se compara el amor del budismo por la con el del judaísmo.

La doctrina budista del amor humanidad la misericordia y la benevolencia hacia todo lo vivo, núcleo interior se trata de una actitud sentimental.

A veces se cita a los griegos, en especial a los estoicos, a fin de disminuir la significación histórica del judaísmo. El carácter humanitario, la amplia perspectiva y las exaltadas ideas de esos filósofos siempre han servido de inspiración a los hombres. Pero debe recordarse que lo que ellos proclamaron fue tan sólo una filosofía, hecho que explica sus flaquezas.

Nada en sus enseñanzas podía interpretarse como un mandamiento en el sentido estricto de la palabra. No consiguieron educar al pueblo o a la sociedad, pues las realidades de la vida permanecieron apartadas de las virtudes que ellos alababan. Poi encima de todo, carecieron de esa pasión y ese entusiasmo morales que se manifiestan en la lucha profética contra el presente y la exigencia mesiánica para el futuro. Si bien son humanitarios, no tienen fe en "los días por venir". Aconsejan la resignación; carecen de las palabras de mandamiento y promesa: "Yo soy el Señor tu Dios". Y aunque sus ideas lograron cierta influencia sobre los hombres, no llegaron a convertirse en una fe.

La fe en los semejantes surge de la religión y no sólo de la caridad; muestra la piedad del hombre y su temor de Dios. El amor por el prójimo no es algo incidental; constituye el contenido de la vida, el mandamiento de la vida "que es recta y que el Señor exige de ti". Es la siempre renovada decisión en beneficio del prójimo que toma quien escucha la palabra de Dios. Y por eso pudo moldear todo sentimiento y todo pensamiento e infiltrarse en todos los días de la existencia. Incluso los adversarios del judaísmo tuvieron que admitir que aquí el amor al prójimo no se convirtió en una frase vacía ni en una mera emoción, que la compasión activa, la pronta misericordia de que hablaba Tácito, constituía para el judaísmo la norma rectora de la vida.

Para Maimónides, la justicia Tsedaká, es la virtud de la autoperfección. Vivir plenamente la propia vida, demostrar el propio valor mediante la acción, significa ser justo y encontrar el camino hacia el prójimo. Es en este sentido que el judaísmo ensalza al tsadik, el hombre recto. A través de él la vida se torna real. En este sentido, la antigua versión aramea de la Biblia traduce un verso de los Proverbios (10:25) como "el justo sostiene el mundo". O, como lo expresó el Rabí Iohanan: "Si hay tan sólo un hombre justo, se concede al mundo su existencia"; pues es este hombre justo el que realmente puede crear vida humana. La plenitud que la vida puede poseer es inagotable; sus deberes nunca concluyen y su meta jamás se alcanza. El camino hacia nuestros semejantes es un camino de humildad, pues ésta es la conciencia de lo inmensurable en que está colocado el hombre; también es un camino de reverencia, pues ésta es la realización de la moral, que apa rece ante el hombre exaltada e infinita. Así como nuestra vida obtiene pureza y fuerza moral de la fe en nosotros mismos, que a su vez surge de su fuente en lo eterno, del mismo modo la vida deriva su libertad de nuestra fe en el prójimo, y de ese modo se renueva. El misterio tiene su mandamiento y el mandamiento su misterio.

 

LA FE EN EL HOMBRE: EN LA HUMANIDAD

EN la fe que ve en el hombre la semejanza con Dios, y en el bien la más grande realidad, palpita la certeza de que el bien será finalmente realizado. Al final, lo que Dios implantó en el hombre y, por ende, exige de él, podrá desplegarse y superar todo impedimento y resistencia. La creación garantiza el futuro. No podemos creer en el principio y al mismo tiempo dudar del fin; no podemos creer en el camino y al mismo tiempo cuestionar la meta. El mandamiento de Dios incluye el día por venir, "el día del Señor", la respuesta que será la respuesta final. De otro modo, no sería el mandamiento de Dios. Una vieja máxima declara que en la mente de Dios el fin está realizado ya en el principio: "en obra lo último, en pensamiento lo primero". En todo lo que es divino, lo completo pertenece al principio y el futuro al origen. Para el hombre que cree en él y lo reconoce como elemento divino formativo en la vida humana, el bien surge como la realidad perdurable de la condición humana. En la fe en Dios, en la reverencia a Dios, radica la fe en el futuro. Por lo tanto, toda volición ética y religiosa es, en el fondo, un acto de reverencia y de fe, una convicción sobre lo que ha de venir. Quien posee el mandamiento, posee la promesa.

También la idea del futuro es particularmente judía. En el elemento creador y el mandamiento divino, manifestados en la pureza del alma y su resolución de actuar, los hombres aprenden el significado del futuro. Este no significa tan sólo ese final azaroso provocado por el destino, como predice la mitología; antes bien, constituye una realización y un cumplimiento, la meta a que conduce nuestro camino, los días que son el producto prometido de lo que el hombre crea. Tal idea no podía haber surgido de un mero sentimiento de dependen­cia, sino más bien de esa tensión peculiar a toda la piedad judía. Aquí aparece con toda su tragedia la tensión entre lo cercano y lo lejano, entre la proximidad del camino que co­mienza con toda vida humana, y la lejanía de la meta que se extiende más allá de toda vida humana, entre la exigencia hecha a cada individuo y la perfección inalcanzable para él. Es la tensión entre acción y anhelo, entre ese presente que siempre desea ser futuro, y ese futuro que siempre debe ser presente, esa tensión de la que surgen la unidad y la totalidad. Desde la época de los profetas el judaísmo tuvo, como parte vital de su experiencia, una conciencia de misión y expectativa. Para ese sentimiento, la palabra esperanza constituiría una descripción demasiado débil; en realidad es una expectativa, la convicción del que cree en su obra y en su camino tal como Dios lo ha decretado. Ser enviado al mundo por Dios y esperar su reino en el futuro: tal es la esencia de la piedad judía. La tensión entre ambas convicciones y su unidad resultante es el elemento mesiánico en la expectativa judía del futuro.

En ese elemento mesiánico el mandamiento cumple su significado. El mandamiento es infinito: una tarea que puede concluirse no es realmente una tarea. Ese mandamiento inconmensurable, puesto ante el hombre, constituye su vocación; no obstante, le está negado, pues los límites de su breve existencia terrenal le impiden cumplirlo. Las tareas que él mismo se fija, las pequeñas cosas diarias, pueden cumplirse en el curso de su vida, pero las tareas que Dios le fija están más allá de su existencia terrenal. Los días del hombre son cortos, pero los de la humanidad son largos. Aunque ningún individuo puede alcanzar el final del camino o cumplir la tarea impuesta por Dios, forma parte de una continuidad que llegó hasta él y arranca de él. Para la humanidad el camino de la existencia, y con él el mandamiento, conduce más allá del día de la muerte de cada hombre. Si bien ningún individuo puede esperar la total realización del bien en su vida, la humanidad puede hacerlo. Ella cumplirá la misión del hombre. El mandamiento, que siempre le es impuesto de nuevo, y que siempre da origen a nuevos mandamientos, puede cumplirse en la humanidad. Nuestra fe en nosotros mismos culmina con nuestra fe en la humanidad; toda la fuerza de las palabras proféticas, como dice el Talmud, está dirigida a la humanidad. No puede haber mandamiento sin certeza sobre el futuro, y cada día recibe su significación del que le sigue.

La idea de humanidad adquiere así un contenido más pleno. Ahora la humanidad aparece como algo que se extiende en todos los tiempos, tal como se extiende por sobre la tierra. Significa así no sólo la unidad de las naciones, cada una de las cuales es una parte de toda la humanidad, sino también la unidad de los días en que cada generación es parte de la historia, un paso adelante en el camino que conduce al cumplimiento. La unidad de las naciones y la unidad de las épocas constituyen el mundo del hombre. Un siglo pasa y da origen a otro, y todos ellos surgen del gran principio, la creación, y llevan al gran cumplimiento, el futuro. La vida ya no es una mera sucesión de acontecimientos, una mera cadena natural y concreta de existencia, tal como no es un mero destino. La vida no es tan sólo presente; tiene significado, forma parte del mundo de Dios, creado por Él como mundo del hombre. "Las generaciones vienen y las generaciones van", pero hay algo que permanece "de generación en generación". Este dicho, "de generación en generación", es una frase de misión y promesa, que exige y consuela, exhorta y tranquiliza. La existencia de la persona individual o de la nación individual es, al mismo tiempo, limitada e ilimitada; es limitada en el tiempo, pero ilimitada en tanto conduce a los días por venir. A lo largo del camino, cada paso adquiere su propio significado mediante el cual lo infinito de la humanidad penetra en lo finito de los hombres individuales. De tal modo, cada existencia individual puede llegar más allá de sí misma y penetrar en los siglos; forma parte del flujo de toda la existencia humana, dentro del cual los mandamientos ejercen continuo predominio. Cada vez que aprende algo sobre sí misma, aprende algo que es también más grande que ella misma. Así como el individuo adquiere un sentimiento de humildad cuando descubre su lugar en lo infinito, del mismo modo experimenta reverencia por su propio ser cuando descubre su lugar en lo infinito.

Es aquí donde se descubre el alma, el factor unificador de la historia; Dios se revela a la humanidad y la humanidad debe preparar para Él el mundo de Dios. Esa unidad de la historia encierra en sí misma la unidad de la experiencia y de la vida, de ser creado y de crear, de la humildad y la reverencia. En esa unidad se manifiesta también el carácter mesiánico y monoteísta del judaísmo, pues aquí el espíritu se eleva por sobre esa falta de humildad que sólo conoce la vida cotidiana del ser y por sobre esa falta de reverencia que sólo conoce el ser de la vida cotidiana. Así se torna capaz de ver lo oculto y escuchar el mandamiento.

Por encima de todo, el judaísmo enseñó a los hombres a escuchar el mandamiento; siempre predicó la naturaleza categórica de la exigencia ética. Jamás aceptó esa moral fatal, de dos caras, que afirma un criterio distinto del bien y el mal para los individuos y para las naciones. Rechazó el dualismo del mandamiento que establece normas distintas para la ética y la política, a fin de proporcionar al Estado una excusa plausible en el caso de que su justicia marche a la zaga de la que se exige a sus miembros individuales. En pocas palabras, rechazó el dualismo por el cual todo bien y mal éticos se conficacióvierten finalmente en mera ficción y toda moral en la glorificación del poder.

Sólo a través de la idea mesiánica la ética puede llegar a ser la ética de la historia y el mandamiento adquirir validez para todas las naciones. En esa forma, la moral nacional puede convertirse en algo más que una huida o una evasión del mandamiento. Cuando las religiones defienden o guardan el silencio elocuente de la tolerancia para con el Estado que utiliza todos los elementos de su poder para aumentar el alcance de ese poder, esa aceptación surge siempre del rechazo de la idea mesiánica. Esas religiones han reemplazado el imperativo categórico por una componenda, y una moral unificada, por una moral pluralista. El poder de la voluntad y la sinceridad éticas puede penetrar en la vida de la historia sólo a través de la idea mesiánica. Sólo en la idea mesiánica la historia puede obtener esa fuerza moral impulsora, esa tremenda hambre de justicia que trae aparejada la certeza de que la justicia triunfará aún.

La meta de la historia es, pues, el cumplimiento del bien. Para el individuo, la consumación radica en el mundo del más allá, que lo llama elevándose por sobre las borrosas orillas de la muerte; para la humanidad, la consumación radica en este mundo, y el camino hacia ella es el camino de la historia. Así, el más allá penetra en este mundo, al tiempo que la eternidad desciende sobre la tierra a fin de revelarse y convertirse en futuro. En el pensamiento y el lenguaje del judaísmo el futuro asumió rápidamente este doble significado: el futuro en el mundo del más allá y el futuro de este mundo. La consumación del bien tiene así trascendencia e inmanencia; se extiende hacia el mundo de la eternidad y hacia el mundo de la historia. Es un rasgo peculiar del judaísmo el que esa polaridad y sus dos aspectos se experimenten casi como una unidad. También aquí ello se debe a que el misterio contiene en sí mismo el mandamiento, y el mandamiento se arraiga en el misterio, porque lo humano habita en lo divino y lo divino requiere lo humano; es la unidad de lo dado y lo ordenado. El "día que es totalmente recto" es el oculto más allá y se revela sólo en la eternidad, pero existe también en la tarea terrenal del aquí. Una vida de perfección exige la decisión de la humanidad; el reino del futuro pertenece a Dios y al hombre: concedido por Dios y exigido por el hombre.

Una vez más surge aquí la idea básica del judaísmo, la idea de la expiación. La expectativa del futuro contiene la visión del día de libertad, de la reconciliación y su paz. En esencia, futuro y reconciliación significan lo mismo: la certeza de lo nuevo y la proximidad de lo lejano. Toda reconciliación implica el camino hacia el futuro, pues en todo retorno hay una progresión. La humanidad es capaz de una continua autorrenovación, de un continuo renacer, de superar los obstáculos, de recurrir siempre de nuevo a la expiación y la reconciliación. Para el camino de la historia, el bien sigue siendo la tarea de la humanidad a pesar de todo's los senderos de sus errores. Como dice una antigua máxima: "Un pecado puede extinguir un mandamiento, pero no puede extinguir la Torá"; la "luz" permanece, y en su resplandor la humanidad encuentra su futuro. Como afirma otra máxima talmúdica: "El Día del Perdón es el día que nunca termina". Cuando la historia alcanza ese día de retorno, se inicia en ella una nueva época. La historia declara entonces una nueva alianza con Dios; la vida se prueba en la historia y encuentra su realización.

El futuro del hombre es la reconciliación de la finitud y lo infinito, de la existencia y el mandamiento, del don y la meta, de lo que es y lo que debe ser. El día de la reconciliación es la revelación de lo eterno en lo humano y la posesión de la paz sobre la tierra; la reconciliación, por así decirlo, de la trascendencia y la inmanencia. También aquí meta y origen se unen. La meta es la Teshuvá, el retorno al origen, a lo puro y creador en nuestro interior. Una visión de la pureza y la libertad que existen en el hombre permite, por ende, una visión de ese futuro. El bien que albergamos en nuestro interior nos permite ver cómo será el futuro para la humanidad.

Aquí surge, pues, la gran conexión entre principio y meta, una conexión que no es producto del poder del Estado sino de lo puramente humano. Aquí encontramos una vida, que abarca todo lo humano, en que todas las generaciones tienen su pasado, el único pasado, y su futuro, el único futuro. Aquí ningún incidente histórico se ve como un hecho aislado o un mero eslabón en la cadena del destino; por el contrario, se le acuerda un significado y un valor dentro del curso total de la historia humana. Así se supera la concepción mitológica del destino, que sabe del nacimiento pero no del origen, de la dependencia pero no del camino, de la condena predestinada pero no de una meta. Y también se supera la soledad histórica de las generaciones que se creen condenadas a la aniquilación en cuanto descienden a la tumba. Aquí, por el contrario, cada generación se convierte en una parte integral de una serie de generaciones y, con ello, en parte de la grandiosa significación de la historia. La falta de conexión entre los episodios se convierte en una alianza de épocas que expresan a través de su continuidad la alianza del hombre con Dios. La frase "de generación en generación" contiene un mandamiento e imparte la paz. La historia ofrece la respuesta al deprimente problema de la existencia individual, porque posibilita el cumplimiento de las tareas que están fuera del alcance de cualquier generación particular. Elevándose por sobre todas las barreras que separan una época de las otras, surge la unidad; y por sobre las generaciones surge la vida. Lo incumplido siempre puede aspirar al cumplimiento -el día limitado, a otros días por venir- y encontrar así consuelo. El término consuelo se vuelve aquí la palabra para el futuro.

En ese consuelo se unen el mandamiento y la confianza, la exigencia y la promesa, la promesa de libertad. En el judaísmo la fe en el futuro no puede existir sin la voluntad de trabajar por él. El futuro aparece ante nosotros como la certeza garantizada por la tarea, y ésta como la certeza garantizada por el futuro. La tarea es la tarea para el futuro, y éste es el futuro de la tarea. La meta distante y prometida y el camino próximo y exigido se revelan y garantizan mutuamente. También aquí la justicia y el amor se unen en última instancia: el Dios que dispensa es el Dios que ordena. Por ende, el optimismo no es la prédica de 'una salvación que ya ha sido otorgada a la humanidad por la gracia divina, sino la prueba de la vida dada a la humanidad a condición de que ésta cree su propia salvación. Junto con ese optimismo hay una nota de pesimismo: una protesta, un desprecio por el día y una burla de la hora a causa de la creencia en el futuro. Existe aquí una ironía mesiánica, un desprecio mesiánico por el mundo, y sólo aquellos que están imbuidos de este pesimismo, de esta burla, de esta protesta e ironía, son en realidad los grandes optimistas que se aferran al futuro y hacen que el mundo avance un paso hacia él. Quienes son fuertes en su optimismo sobre el futuro y firmes en su pesimismo respecto del presente pueden consolar al pueblo, son los elegidos de la humanidad.

Así la humanidad está destinada a realizar cada vez más el bien dentro de sí misma. El verdadero contenido de su vida consiste en cumplir el propósito de su existencia: la grandeza y la santidad que entran en su vida. En relación con la idea del bien, existe el concepto de un desarrollo ético de la historia mundial que la humanidad no debe comprender siempre como un hecho sino como un mandamiento de generación en generación. También este concepto fue formulado por los profetas, quienes reconocieron la unidad de la raza humana y crearon la idea de humanidad. Con ello descubrieron el problema de la historia universal; captaron claramente la idea de lo que es perdurable y vivificador en la humanidad, la idea del camino que conduce a las naciones hacia su meta. Los días turbulentos en que ellos vivieron los movieron a preguntar: ¿Qué permanece? Donde otros escucharon el tono oscuro del destino, ellos experimentaron la revelación de lo eterno: la historia no es un destino sino una revelación y una creación. No se limitan a describir lo que ocurre; proclaman lo que saben. Su propósito no es el de hacer una crónica de los hechos nacionales sino más bien medir todo movimiento y toda acción en relación con el camino ordenado a la humanidad. Cada día les muestra no sólo lo que es y lo que ocurre, sino sobre todo lo que los hechos significan. Su religión da con ello horizonte y perspectivas a su visión de la historia.

Estas dos ideas, humanidad e historia mundial, están estrechamente relacionadas. Si sólo hay una humanidad, si la unidad del hombre es fundamental y original, entonces la única vida que cabe considerar histórica es aquella en que esa unidad se realiza. Sólo eso constituye verdaderamente el logro de un pueblo capaz de formar parte integral de la vida de la humanidad. Lo característico y valioso en la historia de un pueblo es su contribución a la historia del mundo. No puede haber humanidad sin una historia de la humanidad. Pero esa unidad de la raza humana se basa exclusivamente en lo que hay de divino en ella. Cualquiera sea la nación o la raza a que pertenezcan, todos los hombres están hechos a imagen de Dios y fueron creados por Él de modo que ellos mismos pudieran crear. Sólo los separa lo meramente humano; lo divino los une. La existencia verdadera, real, significativa, de la humanidad es, entonces, la experiencia de esa única cosa: lo que está dado y lo que debe ser, lo que une a todos y en lo que todos podemos encontrarnos. La verdadera historia del mundo es la historia del bien. Cuando esto se reconozca universalmente, será plenamente realizado. De ese modo, la unidad de la raza humana se convierte en una existencia ética de todas las naciones sobre la tierra. Las naciones mismas deben crear esa unidad.

Aunque tengamos la certeza del camino y la meta, los seres humanos finitos somos incapaces de seguir el curso de la evolución en todas sus vueltas y rodeos. Esa es una prerrogativa de la sabiduría divina, "llamando a las generaciones desde el principio" (Is. 41:4). El contenido divino de la vida humana, y no sus aspectos limitados, crea la historia. Puesto que el espíritu de Dios se revela en la historia, sólo aquello que permite la realización de ese espíritu y su mandamiento puede vivir y perdurar. Ni los planes ni las intenciones de los hombres pueden crear lo perdurable, pues si están contra Dios, todo el pensamiento, el esfuerzo y la lucha de las naciones resultan vanos. "Anula Dios el consejo de las gentes y frustra las maquinaciones de los pueblos" (Sal. 33:10).

¿Para qué sirven todas las construcciones del poder que erigen las naciones? Dios provoca su caída. ¿Qué significan todos los poderes del mundo? Dios les permite surgir y desaparecer; sólo están allí para ser derrotados. ¿Qué son todos los "príncipes y jueces de la tierra"? "Apenas plantados, apenas sembrados, apenas han echado sus troncos raíces en la tierra, sopla sobre ellos y se secan, y como pajuela los arrastra el huracán" (Is. 40:24). Quien sabe esto, sabe que la arrogancia y los alardes de los poderes de la tierra son risibles y ridículos, dignos de piedad y nada más. Con la ironía de quienes lo saben, los profetas miran con desprecio la confusión y el atropello de un mundo convencido de su propia importancia. "Trabajaron en vano tantas gentes, y las naciones para el fuego se han cansado" (Jer. 5I:58; Hab. 2:13). Y, en sus frases sobre Dios, esa ironía que conquista la duda asciende a lo Eterno. "El que mora en los cielos se ríe, Dios se burla de ellos. A su tiempo les hablará en Su ira y los consternará en Su furor" (Sal. 2:4 y sig.). Tal es el fin de todo esfuerzo terrenal.

El poder meramente terrenal se establece sólo para dernimbarse algún día, y la conclusión de los profetas, extraída muchas veces de la experiencia de la historia mundial, fue la de que ya en el primer día de su existencia la grieta que señalaba su caída se había abierto. El esfuerzo por alcanzar el mero poder constituye, en última instancia, la búsqueda de la propia destrucción. Irreal, inmoral y opuesto a Dios, el poder es una suerte de insensatez; constituye, para expresar el pensamiento profético con las palabras de Kant, ese mal "que por su misma naturaleza posee la cualidad de derrotarse y destruirse a sí mismo". La historia es la pila ruinosa del poder, y afanarse por su triunfo equivale a preparar la ruina.

Los profetas expresaron todo su menosprecio, pero también su compasión, al condenar el afán de poder, ese "ay" en que se unían el ruego y la amenaza. "¡Ay del que, codicioso, enriquece injustamente su casa y quiere poner muy alto su nido para escapar al infortunio!" (Hab. 2:9). "¡Ay del que edifica con sangre la ciudad y la cimienta sobre la iniquidad!" (Hab. 2:12). Para los profetas, la creencia en el poder terrenal constituye la esencia del escepticismo religioso, y la lucha contra ella es la lucha del conocimiento de Dios contra el paganismo. Para ellos toda estructura de poder equivale a un ídolo. En oposición al poder, proponen la concepción del bien eterno. Todo poder lo es para ese momento y, por ende, el esfuerzo por alcanzarlo es vanidad; pero el bien lo es para siempre, es el camino hacia el futuro. Ningún poder es justo, pero la justicia es poder. Una máxima talmúdica interpreta un verso de un Salmo: "El poder de Dios es el amor a la justicia", declarando que "en el esfuerzo humano el poder se convierte en una contradicción de la justicia; quien posee poder pasa por encima de la justicia. Sólo en Dios el poder es justicia. Por lo tanto, prosigue el Salmo: Tú, oh Dios, estableces la equidad. Tú ejecutas juicio y rectitud en Jacob". Este es el único poder, la justicia divina, que perdurará.

Aunque los hombres crean que dirigen su curso, la historia está determinada por Dios. Es un drama de pensamientos y mandamientos divinos, la realización de la alianza entre Dios y el hombre. Sólo es real aquello que otorga realidad a esa alianza al cumplir los pensamientos y mandamientos de Dios. Todas las naciones están al servicio de esa historia. Dios puso ante ellas el bien y el mal, la vida y la muerte, y dijo: "Tú elegirás". Nadie está liberado o eximido de esa elección, pues ése es el juicio de la historia. Todas enfrentan la elección: recorrer el camino de la vida o el camino del mal.

El poder de la justicia rige a las naciones y determina su historia. Tal es el significado de las palabras que oyó jeremías: "Hoy te doy sobre pueblos y reinos poder de destruir, arrancar, arruinar y asolar; de levantar, edificar y plantar" (Jer. 1:10). Por mucho que confíen en sí mismas y que puedan alardear de sus actos, las naciones nunca pueden escapar a esa decisión; son simplemente instrumentos de Dios. Si deciden a favor del bien y eligen la voluntad de Dios, se convierten así en instrumentos de Dios. Todas pertenecen a Él y todas pueden convertirse en Su pueblo, elegido por Él para la salvación. "¿No hice yo subir de la tierra de Egipto a los de Israel, y a los filisteos de Caftor, y a los arameos de Quir?" (Avnós 9:7). "Bendición de Adonai Sebaot, que dice: Bendito mi pueblo Egipto, Asiria, obra de mis manos, e Israel, mi heredad" (Is. 19:25). Este es el consuelo del débil y el pequeño: no deben temer ni desesperar. La fuerza del mal, por poderosa que parezca, no podrá aplastarlos, pues cuando llegue el día "la piedra será desprendida del monte sin ayuda de mano" (Dan. 2:45) para destruir el poder impío. "Dios juzgará los confines de la tierra" (I Sam. 2:10).

Esta creencia no surge de un conocimiento científico del pasado ni de la intuición histórica. Constituye, antes bien, una convicción de la realidad del bien, ese profético sentido de realidad que es la fe que todo lo ilumina. El reconocimiento de que la vida de la humanidad, así como la del hombre individual, tiene un sentido y una tarea, dio lugar a la idea de la historia mundial. La moral reina suprema a través del espacio y el tiempo; sólo una justicia rige sobre la tierra, y su medida se aplica a todos por igual. A través de la unidad de lo ético se comprende la unidad de lo histórico. Y el monoteísmo en particular, a causa de su reconocimiento del Dios único y justo, hizo posible la idea de la historia mundial. El uno presupone a la otra; no puede haber monoteísmo sin una historia del mundo. Así, la historia mundial se convirtió en un problema de la religión.

 

Los profetas, por lo tanto, no llegaron a su comprensión de Dios a partir de la historia del mundo o de su contemplación de la naturaleza. Por el contrario, su concepción del mundo se tornó clara para ellos sólo a través de su comprensión del Ser Divino. Llegan a intuir el orden divino del mundo y la ley de la justicia que se manifiesta en todas las cosas. Para ellos, las figuras destacadas de la historia mundial son los campeones de Dios; los grandes acontecimientos y revoluciones son como mensajes enviados por Dios a las naciones. Ante sus ojos, todo lo que ocurre en la tierra está al servicio de una voluntad santa con el fin supremo de glorificar a Dios, la "santificación del nombre divino".

La vida misma despertó este sentido histórico religioso muy temprano en la experiencia de Israel. La existencia de Israel como nación comienza con su liberación de Egipto. Fue un acto histórico, creador, y, al mismo tiempo, un acto religioso; fomentó el sentimiento verdaderamente histórico y verdaderamente religioso de liberación y salvación. Por ende, el liberador del pueblo fue el primero y más grande de sus profetas, y esa primera experiencia fue una experiencia del poder de Dios sobre la historia. Las palabras iniciales de todas las confesiones de fe y de toda Ley se refieren a ese hecho: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre" (Éx. 20:2).

 

Esa captación del significado más profundo de la historia se fue ahondando durante los siglos de la lucha de Israel por la conservación de su identidad. Israel nunca pudo lograr nada importante por medio de su historia política, que los profetas condenaron con tanta frecuencia. Entre los poderes de este mundo, en el que el valor se juzga por números y riqueza, Israel era considerado pobre e insignificante. Sólo gracias a una historia en la que predominaban otros valores, en la que el criterio de vida era esa otra verdad: "No es con ejércitos, ni es con fuerza, sino con mi espíritu, dice Adonai Sebaot" (Zac. 4:6), pudo Israel creer en sí misma. Frente al abrumador poder de sus enemigos, el único recurso de Israel consistió en apelar a los días futuros, en la certeza de que el futuro pertenecía al bien y que Dios liberaría a todas las naciones de la servidumbre. Las experiencias de sus comienzos como nación le presagiaban ese triunfo final del bien. Además, aquéllos eran tiempós de fermentación, en que los hombres veían surgir y derrumbarse imperios. El pensamiento religioso no podía dejar de percibir que la garantía de la existencia no radica en la abundancia de poder terrenal sino en ese algo que es más real y permanente.

La existencia tiene sólo un verdadero fundamento: justicia y moral. Tal fue la idea básica de los profetas. Un pueblo no puede existir sin una cierta medida de virtud, y en cuanto una nación deja de satisfacer esa demanda esencial, perece inevitablemente. Incluso el más grande de los poderes desaparece si descansa sobre el pecado y la impiedad. Y cuando Israel se torna falso para con su deber, los profetas no dejan de dar su veredicto contra él. Para los profetas, todas las naciones enfrentan al Dios justo que pronuncia sentencia sobre ellas. "Y juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con equidad" (Sal. 98:9). El poder del mundo es la moral, su ley es la usticia. Esa ley insiste en que todas las naciones que se fundan en la inmoralidad, el mal y la arrogancia deben derrumbarse sin excepción. Sólo el bien permanece. Esta es la teodicea de la historia.

Por ende, toda nación debe demostrar a Dios que es digna de existir. Pero si sólo la justicia fuera la norma, ¡cuán pocos de nosotros estaríamos listos para pasar la prueba del juicio! El Dios justo, sin embargo, también es el Dios de misericordia; es el "Todopoderoso y es por lo tanto paciente". Es "clemente y misericordioso, tardo para la ira, grande en misericordia y se arrepiente de castigar" (Joel 2:13). Otorga tiempo para "retornar", un muy largo tiempo, pues Él es eterno; una y otra vez afirma: "Volved, hijos del hombre" (Sal. 90:3). Sólo la idea del perdón hace posible la concepción de una historia mundial. La salvación prometida es el futuro, aunque una generación tras otra se desvíe del camino que conduce a él; el camino permanece y nunca está cerrado para nadie. Así como las demandas de Dios para con el hombre nunca cesan, del mismo modo su promesa al hombre permanece siempre. La meta final es la vida de la humanidad, y el futuro es el futuro del bien.

Con todo, la severidad de la exigencia divina para con el hombre no disminuye en modo alguno. La acción humana, nuestra acción, puede apresurar el momento del cumplimiento. Una vez que todas las naciones hayan ganado para sí mismas el derecho a la existencia, y ya no la deban a la tolerancia divina, entonces estará cerca el momento del cumplimiento. El mandamiento de Dios señala y garantiza la meta de la perfección. Su voz, que ofrece reconciliación, jamás guarda silencio; siempre nos exhorta a comenzar de nuevo. Dios perdona y condona siempre porque podemos y debemos purificarnos ante ti. La historia y la salvación pueden cumplirse sólo a través de la libertad y la responsabilidad humanas. Los días por venir, prometidos por Dios, sólo pueden ganarse mediante el esfuerzo humano. La alianza de Dios con el hombre presupone que éste la convertirá realmente en su propia alianza con Dios. El hombre puede tomar el amor que Dios ofrece si, al servirlo, ama a Dios con todo su corazón. Sólo quien se sabe enviado por Dios aguarda a Dios.

Cuando se cumplan estas condiciones, sólo habrá una humanidad. Cuando los hombres encuentren el camino hacia Dios, que es también el camino de Dios, habrán descubierto el camino hacia los hombres, pues la reconciliación de la humanidad con Dios constituye al mismo tiempo la unión de todos en la conciencia de igualdad y comunidad. Comprender que toda separación es artificial y que toda conexión es humana, saber que el hombre es hermano del hombre, constituye la condición para la salvación que en sí misma es salvación; es un camino y simultáneamente una meta, pues es el reconocimiento de Dios en el hombre.

Llegará el día en que, para usar las palabras de los profetas, "devolveré Yo a los pueblos labios limpios para invocar todos los nombres de Dios y servirle de común acuerdo" (Sof. 3:9), el día en que "el Señor será Rey sobre toda la tierra, en aquel día el Señor será uno y Su nombre uno" (Zac. 14:9). Entonces la frase "todas las naciones" sugerirá la concepción del cumplimiento.

Y también, entonces, según los profetas, ya no habrá necesidad de coacción o ley para desterrar el mal. "Esta será la alianza que Yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Dios: Yo pondré Mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán Mi pueblo. No tendrán ya que enseñarse unos a otros ni exhortarse unos a otros, diciendo: Conoced a Dios, sino que todos Me conocerán, desde los pequeños a los grandes, palabra de Yavé; porque les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados" (Jer. 31:33 y sig.). Entonces la rectitud y la justicia se habrán convertido en una realidad sobre la tierra. Se desvanecerá todo lo que sea salvaje y brutal, y desaparecerá toda impiedad. Las luchas ciegas y la guerra sangrienta ya no devastarán las tierras, ni la discordia separará a la humanidad. "Y de sus espadas harán rejas de arados, y de sus lanzas, hoces. No alzarán la espada gente contra gente ni se ejercitarán más para la guerra" (Is. 2:4; Miq. 4:4).

En esta poesía de la paz todo lo que vive se transfigura y se unifica en un cuadro de armonía. "Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo yacerá con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca pacerá con la osa, y las crías de ambas yacerán juntas, y el león, como la vaca, comerá paja. El niño de teta jugará junto a la hura del áspid, y el recién destetado meterá la mano en la caverna del basilisco. No habrá ya más daño ni destrucción en todo Mi monte santo, porque estará llena la tierra del conocimiento de Dios, como llenan las aguas el mar" (Is. 11:6 y sig.; IIab. 2:14). Evitar el mal y buscar el bien significa conocer a Dios; la prédica de los profetas comienza y concluye con esta convicción.

En ese período heroico de la historia en que el líder moldeaba los acontecimientos, toda esperanza respecto al futuro debía estar vinculada con una personalidad rectora. Ello resulta particularmente cierto en el caso del pensamiento profético, que evita la presentación abstracta y dramatiza, en cambio, su visión en términos del carácter y la acción de una personalidad viviente. Los profetas hablan menos de los tiempos por venir que del hombre por venir. Para ellos el ideal del futuro toma el aspecto de una personalidad ideal. Es un hombre que por la gracia de Dios logra apresurar los días decisivos; un hombre que no aspira al mero poder sino que está lleno de humildad y del temor de Dios, por medio de los cuales gana el apoyo del pueblo. Estas expectativas son enteramente concretas. Para describir el ideal a que aspiran, los profetas contemplan a los hombres que realmente conocen, pues éstos despiertan naturalmente sus emociones y esperanzas más personales. Sólo pueden imaginar al hombre ideal como al hombre piadoso entre su propia gente, el hombre que conoce al Dios Único, al Dios de Israel, y que está por completo de acuerdo con la voluntad de Dios.

Todo ideal corre el peligro de tornarse demasiado general y de desvanecerse en la vaguedad del mero anhelo; corre el riesgo de contemplar solamente el futuro y no el deber del hombre aquí y ahora, el riesgo de describir sólo lo que debe ser y no exigir lo que debe ser. Los profetas evitan este peligro porque colocan la esperanza mesiánica en el marco del pueblo israelita y su historia. El mandamiento es simple: exige que la decisión sea tomada fundamentalmente por Israel mismo. Las palabras de despedida de Moisés expresan la misma idea: "En verdad, esta Ley que hoy te impongo no es muy difícil para ti ni es cosa que esté lejos de ti. No está en los cielos para que puedas decir: ¿Quién puede subir por nosotros a los cielos para traerla y dárnosla a conocer, y que así la cumplamos? No está al otro lado de los mares para que puedas decir: ¿Quién pasará por nosotros al otro lado de los mares, para traerla y dárnosla a conocer y que así la cumplamos? La tienes enteramente cerca de ti, la tienes en tu boca, y en tu corazón, para poder cumplirla" (Deut. 30:11 y sig,). Lo humano comienza en lo personal, y todo camino hacia lo lejano tiene su origen en lo cercano.

Para los profetas, el pastor de Israel tiene una forma histórica, establecida, y claramente delineada; es el hijo del humilde campeón de Dios, cuya historia irradia todos los recuerdos brillantes y grandiosos de un pueblo y una religión; es un descendiente de David, un rey por voluntad de Dios, un ungido, un Mesías.

 

El hijo de David encarna el ideal del futuro en una personalidad de carne y hueso; como ser viviente, puede mostrar a los hombres lo que será. Es el Mesías en el sentido ideal de la palabra. El profeta Isaías lo describió: "Y brotará una vara del tronco de José, y retoñará de sus raíces un vástago. Sobre el que reposará el espíritu de Dios, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Dios. Y pronunciará sus decretos en el temor de Dios. No juzgará por vista de ojos, ni argüirá por oídas de oídos, sino que juzgará en justicia al pobre, y en equidad a los humildes de la tierra, y herirá al tirano con los decretos de su boca, y con su aliento matará al impío. La justicia será el cinturón de sus lomos, y la fidelidad el ceñidor de su cintura" (Is. 11:1 y sig.).

Más tarde el elemento imperativo de esta esperanza recibe mayor énfasis. La esperanza ya no se refiere a un sólo hombre que renovará el mundo, sino al nuevo mundo que ha de surgir sobre la tierra. Pues no es congruente con la actitud del judaísmo el que un sólo hombre sea elevado por sobre la humanidad para constituir su destino. La concepción de un hombre en particular pasa a segundo plano, y adquiere relieve la concepción de una época; el Mesías da paso a los "días del Mesías", y también a la expresión aún más definida del "reino de Dios". Ese término, surgido de la creencia en el Dios Único, designa el reino de Dios que el hombre debe preparar sobre la tierra. La frase se convirtió así en sinónimo de la tarea y la promesa del futuro. No es una adivinación secreta del futuro, ni un anuncio de algo que descenderá sobre la tierra desde algún otro mundo. Antes bien, constituye una exigencia y una certeza que surgen de las profundidades mismas del significado de la vida. El reino de Dios es el mundo del hombre tal como debería ser a los ojos de Dios, una existencia que "respira en el temor de Dios", elevada por sobre la bajeza y el polvo; una vida de devoción y mandamiento vivida dentro del mundo y, no obstante, distinta de él y no perteneciente a él.

Para el judaísmo el reino de Dios no es algo opuesto al mundo ni está por encima de él, y ní siquiera junto a él. Antes bien, es la respuesta al mundo dada por la meta del hombre: la reconciliación de la finitud del mundo con su infinidad. No es un futuro de milagro por el que el hombre sólo debe esperar, sino un futuro de mandamiento que siempre tiene su presente y siempre exige un comienzo y una decisión del hombre. La idea del reino de Días implica el conocimiento de que el hombre es un ser creador, y contradice la noción de que permanece atado y aprisionado en la condena de la culpa que sólo un milagro puede anular. Para el judaísmo el reino de Dios es algo que el hombre, como afirman los Rabís, "asume". El hombre debe elegir ese reino. Es el reino de la piedad al que el hombre entra mediante el servicio moral a Dios, de la convicción de que la voluntad divina no es algo ajeno a él o paralelo a su vida, sino el cumplimiento de sus días. Quien conoce y reconoce a Dios a través de inacabables obras rectas está en el camino hacia el reino de Dios.

Así, pues, si el reino de Dios representa la meta del futuro, también representa a toda la comunidad. El ideal social y el mesiánico son inseparables; el futuro considerado como un todo es lo que unifica la vida. El reino de Dios será aquel en que todos los seres humanos se encuentren unidos. La idea del Reino, así como la del Estado, se transforma en una idea moral; la concepción de un gobierno se libera de su materialismo, de la noción del mero poder y mera posesión, de coacción y de opresión. El reino de Dios no se funda en la fuerza sino en el mandamiento de Dios, un reino en el que la libertad impera porque Dios impera. La idea subyacente a todas las concepciones mesiánicas es la de que el alma humana sólo debe someterse al Dios Único, Quien se encuentra en el dominio del poder terrenal rechaza el reino de Dios. Así, ya la antigua historia bíblica habla de los días en que el pueblo de Israel quería ser "como las otras naciones". "Pero Dios dijo a Samuel... Es a Mí a quien rechazan, para que no reine sobre ellos" (1 Sam. 8:7). Y así como constituye lo opuesto del mero poder, de la autoridad y la obediencia serviles, la idea del reino de Dios también es la antítesis de la anarquía que repudia todo gobierno. Sólo quien sirve a Dios vive en el reino de Dios; no hay libertad sin reverencia y temor de Dios. Por ende, el anhelo por el reino de Dios está vinculado al mandamiento de santificar su nombre. En el Kadish, esa antigua oración que, como pocas otras, se ha convertido en la plegaria del pueblo, se pronuncia, justamente antes de la súplica para que Dios haga que Su reino sea el reino de la humanidad, esta invocación: "Santificado sea Su nombre". Quien santifica el nombre de Dios trabaja por el reino de Dios. Y como lo expresa otra plegaria, perteneciente al mismo período talmúdico: "Esperamos en Ti para poder crear un mundo dentro del reino del Todopoderoso, y para que todos los hijos de los hombres puedan elegirte". Toda esperanza en Dios apunta a una tarea que debe cumplirse, mientras que toda tarea así cumplida muestra a los hombres el único camino hacia Dios. Así como es una prueba de Dios dada por el hombre, también es una prueba de los días por venir.

 

Concepciones místicas o escatológicas, como se las llama en este sentido, no tardaron en entremezclarse con este Más Allá de los días por venir, tal como ocurrió con el Más Allá del mundo por venir. Ello sucedió sobre todo en los siglos de opresión, cuando sólo la visión de un espejismo proporcionaba la fuerza necesaria para seguir avanzando por el desierto en que se había convertido la vida. En esas duras épocas a la gente le gustaba "calcular el fin", como lo llama el Talmud en tono de reproche. Al constituir algún fantástico mundo futuro, pintaban con colores brillantes sus imágenes del día del juicio y del milenio. El vasto campo del misticismo judío ofrece numerosos cuadros de ese tipo. Pero éstos nunca ejercieron una influencia duradera sobre el pensamiento judío, pues, en contraste con sus formas siempre cambiantes, el judaísmo posee una concepción religiosa que siempre asegura una clara percepción de la verdadera naturaleza del reino de Dios. Tal posesión descansa segura en el hecho de que, desde la más remota antigüedad, la idea mesiánica estuvo estrechamente entrelazada con las dos festividades que predican el deber de rendir cuentas a Dios. El Día de Año Nuevo y el Día del Perdón, los Días de Reverencia Sagrada que tienen como fin inculcar en las almas humanas el mandamiento de la responsabilidad moral, son también las festividades mesiánicas.

 

Son las dos únicas festividades judías que no están vinculadas con hechos particulares en la historia de Israel, sino que se refieren exclusivamente a lo universalmente humano. Lo que es universalmente humano revela al hombre como un miembro de la humanidad. En esos dos días la atención pasa, por lo tanto, del hombre individual a la humanidad. El Día de Año Nuevo, el día de la rendición de cuentas ante Dios, anuncia el día del juicio para todas las naciones: también ellas deben someterse en todo momento al examen y al juicio; también ellas deben, mediante la justicia y la verdad, dar pruebas ante Dios de que son dignas de su lugar sobre la tierra. El otro día santo, el Día del Perdón, encierra un mensaje similar: habla a toda la humanidad, exigiéndole y prometiéndole el Shabat de los Shabatot, como la tarea y la meta de su empeño. Todos los caminos deben conducir al gran Día del Perdón y la reconciliación de todo el universo. Estas festividades siempre pusieron a la comunidad en el terreno firme de la idea mesiánica, la fe en el Dios Único, en el que todos los tiempos encuentran su significado y cuyo imperio y amor, santos y llenos de misericordia, se manifiestan también en la historia del mundo.

Esta convicción se expresa clara y decisivamente en esas antiguas plegarias que constituyen el núcleo del servicio divino en los Días de Reverencia Sagrada. No contienen una doctrina esotérica ni especulaciones fantasiosas; todo descansa en el suelo firme de la certeza religiosa; la expectativa mesiánica asume la forma de la idea simple, pero grandiosa, de la responsabilidad y la reconciliación final de todas las naciones. La comunidad expresa esa esperanza en la plegaria: "Ahora, por lo tanto, Oh Señor nuestro Dios, impone Tu terror sobre todas Tus obras, y Tu espanto sobre todo lo que has creado, para que todas Tus obras puedan temerte, y todas tus criaturas se postren ante Ti, para que todas formen un único bando que hará Tu voluntad con un corazón perfecto. Pues todos sabemos, Oh Señor nuestro Dios, que Tuyo es el dominio, la fuerza está en Tu mano, y el poder en Tu mano derecha, y que Tu nombre es ensalzado por sobre todo lo que has creado".

 

El judaísmo adquiere así su amplitud de horizonte. Cuando dirige su mirada más allá de la estrechez del presente hacia un futuro universal y por ende sobre toda la humanidad, está a salvo del peligro de sucumbir a las mezquinas limitaciones del juicio histórico. El hecho mismo de que la religión acentuara tan marcadamente la acción moral bastó para impedirlo; incluso se respetaba la antigua sabiduría pagana, para cuyos maestros se creó esta bendición: "Bendito seas, Oh Señor nuestro Dios, que has dado de Tu sabiduría a la carne y a la sangre". La convicción del judaísmo con respecto a su propio valor y su futuro le dio la libertad espiritual necesaria para reconocer la importancia históricouniversal de las misiones mesiánicas del cristianismo y el islamismo, aun cuando el trato que el cristianismo dio a los judíos rara vez pudo considerarse mesiánico. El judaísmo comprendió que ambos credos preparaban el camino para los días futuros. Su literatura religiosa atestigua esa imparcialidad de criterio. Sus dos pensadores medievales más eminentes, Iehudá-ha-Levi y Moisés Maimónides, si bien pro-fundamente convencidos del triunfo futuro de su propia religión, señalaron no obstante que el cristianismo y el islamismo "están preparando para los tiempos mesiánicos, y conduciendo a ellos"; que "su vocación es la de ayudar a preparar el camino para la llegada del Reino de Dios"; y que han logrado "difundir la palabra de la Sagrada Escritura hasta los confines de la tierra".

Precisamente a causa de esa liberalidad de pensamiento pudo el judaísmo acentuar tanto más libremente su propia tarea mesiánica: "Pero sucederá a lo postrero de los tiempos que el monte de la casa de Yavé será confirmado por cabeza de los montes, y será ensalzado sobre los collados, y correrán a él todas las gentes, y vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid, subamos al monte de Dios, a la casa del Dios, a la casa del Dios de Jacob, y Él nos enseñará Sus caminos e iremos por Su senda, porque de Sión ha de salir la Ley y de Jerusalén la palabra de Dios" (Is. 2:2 y sig.) El pueblo judío se tornó consciente de que en su propia posesión guardaba una posesión del mundo y que en su propio destino experimentaba un destino profético. Su propia historia se hizo para él la historia del mundo. En el mundo de meros acontecimientos el judaísmo se encuentra solo; en el mundo de la historia aparece en el medio mismo de todas las otras naciones y al lado de ellas. El judaísmo no puede concebir la humanidad sin sentirse incluido, ni concebirse a sí mismo sin incluir a la humanidad. El sentimiento social y la exigencia social se extienden aquí hasta convertirse en un sentimiento y una exigencia para toda la humanidad; esto es, mesianismo.

Vuelven a despertar las antiguas ideas sobre la expiación. El judaísmo tomó conciencia de que quienes conocen a Dios deben servir como expiación y perdón para quienes se mantienen apartados de Él. La historia bíblica, de profundo simbolismo, acerca de la ciudad del pecado que se salvaría de la destrucción a causa de sus diez hombres justos (Gén. 18:32) se apoderó de los corazones del judaísmo. La vieja sabiduría judía determinó así que "el mundo existe sólo a causa de "os piadosos que habitan en él". Uno de los profetas encontró e~t esa idea la gran respuesta para Israel y proclamó que en ella podía descubrirse el verdadero significado de su vida: sus sufrimientos tienen como fin la expiación del mundo. Vio a Israel como el "siervo del Señor". Y describe así a ese siervo de Dios: "No hay en él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, no hay en él belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada. Pero fue él, ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por castigado y herido por Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Dios cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros.. . Es que quiso quebrantarle Dios con padecimientos. Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá largos días, y en sus manos prosperará la obra de Dios: Librada su alma de los tormentos verá, y lo que verá colmará sus deseos. El Justo, Mi siervo, justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín; por haberse entregado a la muerte y haber sido contado entre los pecadores cuando llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los pecadores" (Is. 53).

La historia nos enseña la verdad de que todo pensador y descubridor trabaja en bien de los muchos: el genio creador crea en beneficio de otros. También ellos son siervos de Dios, que soportan la carga y efectúan la expiación de los muchos. Ocupar un lugar en la humanidad significa ocupar un lugar en su beneficio y asumir una carga por su bien. Los logros perdurables se han alcanzado siempre a través del "sufrimiento del justo". Donde hay una comprensión de lo grandioso también hay comprensión por los pequeños y los mezquinos. El drama de los pequeños es comedia; la historia de los grandes es tragedia. Si bien la posesión de una individualidad significó siempre sobrellevarlo todo en bien de esa individualidad, simultáneamente constituyó un martirio en bien de los muchos. Al principio el bien no atrae; debe abrirse camino y es necesario empujar al hombre hacia él. La historia del pensamiento y el mandamiento es siempre la historia de quienes se sacrifican, de quienes aceptan la ingratitud y la expulsión, quienes pagan con sus días por las almas de otros. También el sufrimiento tiene una cualidad mesiánica.

Desde el comienzo mismo todo esto fue para el judaísmo no mero simbolismo o poesía, sino la realidad de su vida y el tema de su historia. Sufrió en nombre de su individualidad. Su propio destino adquirió para él una significación mesiánica.

Los judíos comprendieron que para el judaísmo el sufrimiento significaba sufrimiento por el ideal. El sufrimiento se transformó de una pregunta en una respuesta, de un destina en un mandamiento y una promesa. El conocimiento de su propia historia devino un conocimiento sobre los medios para traer la reconciliación al mundo, y en esa forma el campo del judaísmo llegó a ser el de la humanidad. La miseria del presente y la riqueza del futuro esperado se reconciliaron cuando los judíos comprendieron que en la imagen del siervo del Señor podían verdaderamente verse y reconocerse.

 

Ese fue el consuelo mesiánico, lleno de la tensión entre los hechos de hoy y la realidad del futuro. Y dentro de él se expresaba aún otra idea: la idea profética del "resto". La antigua promesa, nacida de la esperanza, había visto a Israel numéricamente grande en el futuro: "Será la muchedumbre de los hijos de Israel como las arenas del mar, que son sin medida y sin número" (Os. 2:1). Pero pronto se comprendió que siempre eran los pocos los únicos capaces de soportar la carga y permanecer erguidos; así, junto con la promesa de grandes muchedumbres, la concepción del resto se tornó más persistente. La historia tiene un efecto selectivo, pues exige decisión; sugiere una gran selección entre los hombres. El sufrimiento, sin embargo, tiene un efecto de disminución; el hombre lo evita, en particular ese sufrimiento que se espera del siervo de Dios. El número de individuos comunes aumenta, pero los grandes son pocos. La comedia tiene muchos personajes, la tragedia, pocos. Cuando se predica un gran mandamiento y paciencia, la filosofía de la huida pronto encuentra defensores. Como descendientes de sus antepasados, los hombres nacen a un deber y una idea; pero muchos abandonan esas cargas de nacimiento. Cuando se oye el severo llamado al fervor, sólo unos pocos permanecen firmes; éstos son los restos.

Con todo, existe un consuelo en este término mesiánico, pues el resto es la justificación de la historia; no ha carecido de frutos. ("Volverá un resto" [Is. 7:3; I0:21 y sig.], así llamó Isaías a su hijo mientras los hombres vacilaban y huían). Quizás sólo unos pocos permanezcan en la hora de la decisión, pero son ellos quienes perduran para los días por venir; ellos poseen esa fuerza que engendra el futuro. "Sí quedare un décimo, será también para el fuego, como la encina o el terebinto cuyo tronco es abatido" (Is. 6:13). La "semilla sagrada" permanece. Y así, en última instancia, se justifica la esperanza de Israel en el número de sus hijos.

Israel se vio muchas veces obligado a denunciar a quienes vacilaban y desertaban, a quienes se ocultaban entre la multitud para ponerse a salvo. Y al mismo tiempo se vio obligado a hablar del "resto de Jacob". Pero también tenía conciencia, y de ella extrajo su intrepidez, de que la verdadera historia es la historia del resto; y pudo mencionar a quienes no doblaron su rodilla ante Baal. "Y los restos de Sion, los sobrevivientes de Jerusalem, serán llamados santos, y todos los hombres inscritos entre los naturales de Jerusalem" (Is. 4:3). "El resto que queda en la casa de Judá echará raíces por debajo y llevará frutos en lo alto. Porque saldrá de Jerusalem un resto, y sobrevivientes del monte de Síon; el celo de Adonai Sebaot hará esto" (Is. 37:31 y sig.).

No hay sentimentalismo en el mensaje mesiánico. Puesto que es un mensaje de mandamiento, trae sufrimiento tanto como consuelo. No hay un mero sueño sobre el futuro, pues el hombre que se limita a soñar sobre el futuro nada hace por el presente. El llamado mesiánico del judaísmo exige el hombre nuevo que es de buena fe consigo mismo y defiende la causa aunque muchos deserten, aunque permanezca un solo resto. Hay un elemento impulsor, compulsivo, en esta idea de paz, que es casi revolucionario. Toda gran idea, toda concepción elaborada para el fin mesiánico, significa oposición; un mandamiento equivale a una protesta, porque no sólo se refiere al alivio de las necesidades actuales, sino que exige los días por venir y al hombre íntegro. Los pocos que viven en beneficio de la humanidad contradicen a los muchos, repudian y exigen en el seno de la humanidad. Puesto que hay un elemento de lo incondicional y lo absoluto en la idea mesiánica, ésta implica un ataque contra toda indolencia y autosuficiencia, un ataque contra la noción de que todo lo que es es justo.

Toda civilización adulta pretende ser completa y digna de la aceptación general. Pero la idea mesiánica se opone constantemente a la autosatisfacción de la civilización, contra la que afirma su visión revolucionaria, radical y negadora. El mesianismo es un fermento en la historia. Una frase bien conocida, pronunciada tanto para elogiar como para criticar al judaísmo, declara que éste constituye un "fermento de descomposición" en la vida de las naciones. Toda enseñanza mesiánica es un fermento religioso, que perturba a toda época complaciente. La religión de Israel comenzó desde el principio con esta tendencia revolucionaria, con su exigencia de elegir el nuevo camino y ser distinto. Esto constituye su vida y su fuerza, pues se basa en el servicio del reino de Dios antes que en el del reino del poder terrenal. Esta es su cualidad mesiánica.

 

La convicción mesiánica constituye un tesoro ético en el que se reconcilian el sufrimiento y el consuelo, la voluntad de luchar y la confianza en la paz. Aquí se completa la idea de expiación. La humanidad puede extraer de ella una gran seguridad: la convicción de aquello que ha de ser, y en consecuencia, una visión veraz de lo que realmente es. Aquí volvemos a ver el contraste con el budismo, que no conoce esperanza para el futuro ni la meta del reino de Dios. Su actitud hacia los días por venir es simplemente la resignación. Es la misma deficiencia que aqueja a la filosofía humanista griega que carece de entusiasmo y de anhelo, de la fe y la expectativa de quienes saben que se les ha confiado una misión.

La concepción mesiánica del judaísmo puede contrastarse también con la del cristianismo. El primero acentúa el reino de Dios no como algo ya logrado sino como algo que ha de lograrse, no como una posesión religiosa de los elegidos, sino como la tarea moral de todos. En el judaísmo el hombre santifica al mundo al santificar a Dios, al superar el mal y realizar el bien. El reino de Dios se extiende ante cada hombre de modo que pueda comenzar su tarea; se extiende ante él porque se extiende ante todos. Para el judaísmo toda la humanidad es elegida; la alianza de Dios se hizo con todos los hombres. Finalmente, el judaísmo sostiene que el credo del hombre consiste en creer en Dios y por ende en la humanidad, pero no en creer en un credo.

Con la idea mesiánica la gran unidad penetra en la moral, que adquiere aquí su carácter monoteísta. Cada vez que la idea mesiánica está ausente o debilitada, el dualismo toma el control de la religión: el reino de la fe y el reino de las obras se separan, porque la salvación ya ha llegado y las obras siempre continúan; y la amplia unidad del reino de Dios, su carácter monoteísta, queda destruida. El reino de Dios, o Shejiná, la Presencia Divina, queda eliminado del mundo. Sus estructuras -sus estados y comunidades- están ahora al lado o detrás de una religión perfecta, y por ende el elemento moral, enlugar de constituir lo humano que debe dar testimonio de lo divino, se convierte finalmente en el medio social para refrenar al mundo: lo meramente convencional, lo estatuido, lo establecido. La moral se impregna de política; y el dualismo, al separar la fe de la acción, proporciona la ocasión y la justificación para transigir y capitular con todo en el mundo. La voz del mandamiento queda así acallada. Sólo cuando la idea mesiánica vuelve a despertar en la vida, esa voz del mandamiento y la perfecta confianza vuelven a surgir. Entonces se recupera la fe en lo divino del hombre y con ella la fe en el Dios Onico; la confianza mesiánica se reafirma y apela al hombre "para preparar el camino del Señor".

Sólo en esa fe la historia del hombre encuentra su significado, y el significado de la vida del hombre encuentra su historia. La gran vida de la humanidad encuentra ahora su devoción y su tarea. El vínculo entre las generaciones se establece a través de la alianza que Dios hizo con toda la humanidad. Cada generación recibe lo que le corresponde de la precedente, y a su vez lo transmite, cumplido y enriquecido, a la siguiente. Así ocurre en la vida del individuo: devolvemos a nuestro hijos lo que recibimos de nuestros padres. Cada generación existe para los días por venir; cada una debe contribuir a formar el reino de Dios, a crear la unidad y a convertir el futuro en realidad. Ese es el significado de la historia del mundo. En ella habla la fe en la humanidad. Lo infinito, lo eterno, ingresa en la historia; el único secreto, el único mandamiento. "Y llegará a ocurrir al final de los días..."

III

LA PRESERVACIÓN DEL JUDAÍSMO

LA HISTORIA Y LA TAREA

Tonos los presupuestos y todas las finalidades del judaísmo tienden a convertir el mundo, o, para ser más precisos, a enseñarle. Esta tarea resulta inexorablemente de su fe en Dios y en el hombre. En el pasado la prédica a las naciones comenzó sin demora durante el período de tranquilidad que siguió a la victoria en la lucha por la preservación del judaísmo. Con la Diáspora, que extendió el alcance de la comunidad judía más allá de las fronteras de su patria, la enseñanza y la obra misionera continuaron, lo cual permitió ganar adeptos entre los pueblos no judíos. Esta enseñanza no supo de componendas, y los documentos de la época señalan su sostenido progreso y sus grandes éxitos. Si los campos paganos no hubieran sido preparados por el judaísmo, la difusión del cristianismo habría resultado imposible. Cuando la promisoria siembra judía estaba ya a punto de dar sus frutos, una catástrofe la destruyó en sus mismas raíces. Dos infructuosos levantamientos destrozaron con la violencia de un terremoto los cimientos de la vida judía. El primero fue el de la Diáspora judía contra Trajano, el segundo, de la patria contra Adriano. Cientos de miles perecieron y los vencedores no supieron de misericordia.

Las consecuencias fueron de importancia histórica decisiva. Toda la fuerza que le quedaba al judaísmo tuvo que ser utilizada para la autopreservación, e incluso así estaba muy limitada por las persecuciones; profesar abiertamente el judaísmo significaba el martirio. Puesto que la propia tierra del judaísmo había sido devastada y estaba en ruinas, ¿quién podía pensar en mirar más allá de sus fronteras? Hubo que entregar los campos ya cultivados al cristianismo en expansión, que además disfrutaba de una situación política favorable. Hubo otro factor que obstaculizó el proselitismo judío. La crueldad con que los romanos impusieron su dominio despertó una violenta aversión hacia su mundo, el mundo del imperio y el paganismo, y los judíos se apartaron de él en solemne oposición. El sufrimiento nacional dio origen a un desafío nacional y a una terminante condena de todo lo extranjero. La literatura helenística judía fue rechazada de plano. El lenguaje griego quedó en silencio y olvidado en las ciudades de Judá. Es un mérito de la Iglesia, que debe reconocerse con gratitud, el que preservara su tesoro literario al hacerse cargo de las posesiones de la religión en que tuvo origen.

 

Más tarde, cuando esos antiguos recuerdos perdieron su dolorosa intensidad y las heridas estuvieron parcialmente curadas, ya el nuevo poder mundial del cristianismo había consolidado su herencia de Roma. La Iglesia, deseosa de poder y llena del orgullo de la posesión, no podía ver en el judaísmo más que un obstáculo. Podía considerar el paganismo como algo que estaba muy por debajo de sí misma, pues no era más que ilusión y superstición; pero, lo quisiera o no, tenía que reconocer, si bien con muchas reservas, que el judaísmo encerraba algo valioso. La Iglesia debió admitir que la palabra de Dios atesorada por los judíos constituía una genuina revelación. Cuando hablaba de que le habían sido dispensados los nuevos dones, la Iglesia tenía que hablar al mismo tiempo de la antigua enseñanza dada a los judíos; las promesas cuyo cumplimiento pretendía predicar les habían sido hechas alguna vez a los judíos. A pesar de su profunda renuencia, la Iglesia debió admitir que era, al fin de cuentas, una heredera de esos hombres que aún vivían. Además, esos hombres no aceptaban que se les desplazara, sino que insistían en creer en su propio futuro. Aunque derrotados, estaban dispuestos a refutar y contradecir. El judaísmo persistió como una protesta viva contra el predominio universal de la Iglesia. Tampoco pudo ésta convertir a los judíos. Como un bloque granítico, que testimoniaba los miles de años del pasado y reclamaba para sí la duración de todo tiempo, el judaísmo descolló en medio de un mundo extraño a él.

Así comenzó la grandiosa e infructuosa lucha de la Iglesia y sus naciones contra el judaísmo. Los sufrimientos de los padres no tardaron en convertirse en los pecados de los hijos. La Iglesia persiguió al judaísmo con todos los recursos de la inventiva y todas las modalidades de la tortura y la fuerza que tan penosamente habían padecido sus propios fundadores. Un despotismo verdaderamente "diocleciano", una energía inventiva que hubiera bastado para convertir desiertos en jardines del Edén, se utilizó para atormentar a los judíos. Y cuando los perseguidores vieron a los judíos sumidos en la desgracia que ellos mismos les habían acarreado, se justificaron con el consuelo de que aquéllos ya habían sido rechazados por Dios. Al insulto se agregó el odio; la historia de todo lo que se ha infligido al judaísmo a lo largo de los siglos lleva como inscripción: proprium est humani generis odisse quena laeseris. Con todo, el odio, como la lucha misma, resultó vano; todos los intentos por conquistar a los judíos mediante la fuerza terminaron en el fracaso.

Cuando los aspirantes a conquistadores tuvieron que admitir ese fracaso, pasaron a levantar un muro de leyes hostiles que separaban a la comunidad judía de los cristianos. Deseaban dar la impresión de que los judíos no existían en el mundo y al mismo tiempo impedir que ejercieran alguna influencia religiosa. En este caso tuvieron más éxito. Las paredes del ghetto se levantaron cada vez más altas, y los judíos quedaron aislados del mundo exterior. Quienes compartían la existencia del ghetto tenían su propia posesión espiritual, de la que eran plenamente conscientes. Pero podían hablar sobre ella sólo entre ellos mismos; les resultaba imposible trasmitirla al exterior. ¿Cómo podían, prisioneros entre muros, promulgar su religión a todo el mundo? Además, en esa época la conversión al judaísmo significaba el peligro de la hoguera. Censurar a los judíos por no haber predicado su religión durante tan largo tiempo sería tan válido como reprochar a un prisionero encadenado por no escapar de su prisión. Pero sus pensamientos siempre trataron de superar los muros, y si en alguna ocasión, en cualquier tiempo o lugar, se les permitía un soplo de aire libre, el proselitismo y las conversiones se reanudaban. La historia de los judíos en Arabia, de los khazars, y de muchos casos individuales, constituyen una prueba de este aserto.

Sin embargo, éstos eran casos excepcionales; la ardua lucha por la supervivencia religiosa absorbía toda la fuerza disponible. Sólo una completa devoción y una constante disposición al autosacrificio permitieron sobrevivir a los judíos. La autopreservación espiritual apelaba a todos los recursos. Y precisamente a través de ella los judíos pudieron fortalecer su convicción de que vivían dentro de la humanidad. La lucha les enseñó que la preservación de su posesión religiosa mantenía viva la promesa del futuro. Comprendieron que la mera existencia podía ser una forma de promulgación, un sermón predicado al mundo entero. Conservarse y permanecer como la comunidad que no hace concesiones; estar en el mundo y no obstante ser distinto de él; constituir una reserva de fortaleza: ésa era la tarea, cumplida a través de los siglos con inconmovible valor. La autopreservación se experimentaba como la preservación obrada por Dios. Al permanecer fieles a sí mismos los judíos comprobaron que Dios permanecía fiel a ellos. Leían las palabras de los profetas, pronunciadas en épocas en que los poderes del mundo habían declinado y sus ídolos habían caído: "Oídme, casa de Jacob, y vosotros todos, restos de la casa de Israel, llevados desde el seno por Mí y carga Mía desde el nacimiento, Yo mismo hasta vuestra vejez, hasta vuestras canas, os soportaré; como ya hice, Yo me encargo de sosteneros y preservaron" (Is. 46:3 y sig.). Así, el pasado y el futuro dialogaban entre sí una y otra vez.

La tarea de la autopreservación adquirió así una cualidad religiosa. Se convirtió en un reconocimiento de Dios y en una suerte de obligación religiosa. La religión dio a la existencia su verdadera cualidad interior; pero también era necesario dar existencia a la religión. Puesto que la vida de los judíos significaba la vida del judaísmo, quien preservaba la primera perpetuaba la segunda. En este mundo terrenal, para que la verdad haya de existir se necesita la presencia previa de hombres que la asuman, y ello resulta particularmente cierto en el caso del judaísmo, que jamás habita en los edificios del poder sino sólo en el corazón de los hombres. Según una vieja máxima, Israel surgió a la existencia en nombre de la Torá; que sólo puede vivir a través de su pueblo. La Torá podría existir por sí misma únicamente en la esfera del ideal, de modo que desaparecería de la tierra si el pueblo judío dejara de existir. Tal fue el motivo de que ese pueblo dedicara reflexión y atención a su propia preservación. El cuidado del judaísmo requería el cuidado de los judíos. Toda la educación debía apuntar a preservar a los hombres en bien de su posesión espiritual peculiar y especial, a que pudieran vivir, no sólo por la vida misma, sino para la preservación del judaísmo. El derecho judío a la existencia dependía de que los judíos conservaran su peculiaridad. Toda la educación tendía a ese fin: ser distintos era la ley de la existencia. De acuerdo con una antigua interpretación, se exhortaba así a los judíos: "Seréis distintos, porque Yo el Señor vuestro Dios soy distinto; si os conserváis distintos, entonces me pertenecéis, pero si no, pertenecéis a la gran Babilonia y a su confraternidad". Así se había interpretado una parte esencial del mandamiento de santidad. Así había sido el judaísmo y sólo así podía continuar siendo: algo no antiguo en el mundo antiguo, algo no moderno en el mundo moderno. El judío era el gran disconforme, el gran disidente de la historia: ése era el propósito de su existencia. Por eso su lucha por la religión debía ser una lucha por la autopreservación. En esa lucha no existía la idea de poder, sino de individualidad y personalidad en nombre de lo eterno; no poder, sino fuerza.

Para continuar esa lucha por la autopreservación era necesario estar equipado para ella. Era necesario encontrar los medios y recursos religiosos adecuados, los "signos" que apuntaban hacia Dios, a fin de despertar el sentido de la peculiaridad judía a través de la cual los miembros de toda la comunidad estarían espiritualmente unidos. Cuanto más grandes fueran los peligros que amenazaban desde afuera, y también ocasionalmente desde adentro, más imperativa se tornaba esa necesidad. Tales medios no tenían como fin, en el primer caso, servir a la idea religiosa y su meta, sino a los portadores de la idea religiosa en el mundo. Lo que aquí toma importancia fundamental no es el bienestar y el deber religiosos del individuo, sino más bien la salvaguardia de la posesión religiosa judía a través de la perpetuación religiosa de la comunidad. Lo que revestía importancia primordial no era la religión como tal, sino más bien la constitución religiosa, la unidad y el carácter común de las formas de vida. Era necesario dotar a toda la comunidad de una cierta continuidad en su forma de vida. Si se desea comprender y apreciar los medios utilizados por el judaísmo, se impone reconocer este hecho. Y si bien es cierto que también se prestó atención a la santificación del individuo, esa santificación se concebía fundamentalmente como un resultado del fortalecimiento de la comunidad como un todo.

Para establecer una comparación, se podría mencionar que en la Iglesia se manifestó una necesidad similar, sobre todo durante las épocas en que distintas sectas cristianas luchaban entre sí. Puesto que la Iglesia ponía el acento en la fe, eran los artículos de fe, es decir, dogmas, los que consolidaban la comunidad y la preparaban para la resistencia. Por ejemplo, no es mera coincidencia que precisamente en la época en que el poder secular del Papa comenzaba a vacilar, lo cual ponía en peligro al catolicismo, el dogma comenzara a acentuarse cada vez más como un arma en el arsenal de la Iglesia. (Una ansiedad similar con respecto a "signos" y formas se manifestó con mayor intensidad en el judaísmo precisamente cuando la antigua patria y el Estado que mantenían unidos a los individuos, fueron destruidos.) En el caso de la Iglesia cristiana, sin embargo, es bien sabido que aparte de la causa especial mencionada, el dogma reviste gran importancia. Pero ello no disminuye la importancia que tuvo para aquel otro propósito.

La diferencia entre las dos religiones es, sin duda, esencial. En el judaísmo, y ésta es su esencia más profunda, la ansiedad respecto a la preservación de la comunidad santa se expresa como una exigencia de acciones definidas. Se considera al individuo como una personalidad religiosa a la que está dirigido el mandamiento; el individuo debe participar en la creación de la comunidad y en el fortalecimiento del vínculo que la preserva; él mantiene la comunidad. A las tareas establecidas por la fe del judaísmo en Dios y en el hombre, se agregan los deberes pasados en el mandamiento de la existencia ininterrumpida de la comunidad religiosa, que deben cumplirse mediante la acción. Como consecuencia de la severidad y la duración de la lucha que el judaísmo debía llevar a cabo, tales deberes eran excésivamente numerosos. Incluyen los múltiples estatutos, formas, costumbres, e instituciones -por ejemplo, las leyes dietéticas y las normas sabáticas- elaborados en el Talmud y a menudo designados erróneamente con el nombre de Ley ritual. Ellos no sirven a la idea religiosa misma sino fundamentalmente a la protección que ella necesita, como una garantía de su existencia a través de la existencia de la comunidad religiosa. Esta, y sólo ésta, es la medida fundamental de su valor.

Su significación se expresa característicamente con la frase talmúdica "la valla en torno de la Ley". Constituyen una barricada para el judaísmo, antes que su doctrina. Este distingo se ha mantenido a lo largo de la historia: nunca se confundió la religión con esos estatutos ni se la colocó en un mismo nivel con ellos. Un hecho torna esta distinción suficientemente clara y definida: la ejecución de un ritual nunca se considera como una "acción recta"; ese calificativo corresponde sólo a la acción religiosa y ética. Pero ésta no es la única prueba. La gran confesión de pecados en el Día del Perdón se refiere sólo a la conducta ética de la vida y a todas sus ramificaciones. Aunque los límites de esa confesión llegan muy lejos y muy hondo, en un intento de abarcar todas las fallas humanas, no incluyen las violaciones de los estatutos rituales y ceremoniales; sólo la transgresión de la ley ética constituye un pecado.

Pero la prueba más decisiva es, quizás, el hecho de que el Talmud declara abiertamente que algún día todas esas costumbres e instituciones perderán su fuerza obligatoria y se tomarán superfluas. En los días del Mesías, es decir, cuando la lucha por la preservación se haya consumado en su meta de paz, tales costumbres habrán alcanzado los límites de su pertinencia, y prescribirán. Sería imposible trazar una distinción más neta entre los verdaderos deberes de la religión y los que sólo sirven para preservarla.

El hecho de que la cualidad peculiar de este "cerco" de costumbres pueda tan a menudo interpretarse erróneamente, sobre todo a los fines de una elaboración cristiana de la historia, se debe, en parte, al malentendido provocado por una antigua traducción y al efecto equívoco de viejas polémicas. La versión griega de la Biblia traduce la palabra Torá, "enseñanza", con el término nomos, "ley". Una traducción literal habría resultado insatisfactoria, dado que las dos concepciones no encierran el mismo significado en los dos idiomas. Para los griegos, la palabra "ley", que sugiere una nota de solemnidad y autoridad religiosas, resultaba más adecuada; sugería a la mente helénica la concepción de la enseñanza divina en contraste con la enseñanza humana. Pero más tarde la palabra nomos o ley se volvió susceptible de malentendidos, puesto que parecía implicar la idea de servidumbre, coacción e incluso despotismo. La polémica en las Epístolas de Pablo hace uso especial de esta connotación. Pablo opone la nueva alianza de la fe a la antigua alianza de la Ley, y sugiere que la ley es algo menor e inferior, algo temporario, que ahora la fe puede suplantar. El judaísmo, la religión de la ley, es reemplazado por la religión de la gracia, que nos habla del significativo milagro que puede acontecerle al hombre y para cuya realización no necesita hacer otra cosa que aguardar. En comparación con ese milagro, toda acción humana se esfuma y carece de valor para la relación entre Dios y el hombre.

Cuando, en contraste con esta concepción cristiana, se llama al judaísmo una religión de leyes, no se trata de una afirmación inexacta; es la religión que dice al hombre lo que se exige de él, pero que deja la decisión en sus manos. De hecho en las Epístolas de Pablo la ley es, sobre todo y en primer lugar, el dominio del mandamiento religioso y ético, el categórico mandamiento afirmativo que el hombre debe elegir. "Honra a tu padre y a tu madre", "esfuérzate por alcanzar la justicia", "ama a tu prójimo como a ti mismo", todos son aquí "ley". En el mismo sentido, Pablo acepta también como "ley" todo lo que constituye, a los ojos del judaísmo, el cerco en torno de la Enseñanza.

Aquí se combinan ambos en una única concepción; la moral y el ritual están en un nivel; ambos son igualmente inferiores a la fe; y ambos, comparados con la fe, carecen de significación para la alianza entre Dios y el hombre.

En la polémica contra el judaísmo ese hecho fue a menudo objeto de frecuentes mal entendidos o bien completamente olvidado, en especial durante los períodos posteriores en que los adeptos del cristianismo se tornaron vacilantes en su fe y trataron más arduamente, por tanto, de descubrir su rasgo especial y novedoso. Era necesario deprecar al judaísmo haciéndolo aparecer como la religión de la Ley, una religión caracterizada por el legalismo y un rígido formalismo. En consecuencia se tornó cada vez más difícil considerar los mandamientos sobre justicia y amor, que para Pablo son también Ley, como ley en un sentido desaprobador. Se atribuyó entonces la culpa a los llamados mandamientos "rituales", que hasta el día de hoy sirven de motivo para acusar al judaísmo de ser una religión de leyes. Y puesto que se necesitaba presentar al judaísmo como una religión esencialmente legalista, no quedaba otra alternativa que considerar esos estatutos rituales como su aspecto más importante. A los ojos de quienes se oponían al judaísmo, esos estatutos se encuentran en un nivel de completa igualdad con los mandamientos de amor y justicia, si no por encima de ellos. En esa forma, la doctrina de Pablo, que había colocado la moral lado a lado con el ritual, se atribuyó gratuitamente al judaísmo. Y en consecuencia, esta ley judía, según la interpretación de la Iglesia, constituía un mero servicio exterior, algo que tenía significación y valor en su mera ejecución rutinaria, una suerte de acto sacramental. Sólo desacreditando al opositor podía sostener la concepción de su propia superioridad.

Este es, pues, el fundamento del reproche relativo a la "carga de la Ley". De hecho, esa carga pocas veces ha pesado sobre el judaísmo, y por cierto que incomparablemente menos sobre más de una secta cristiana que la carga de su propia "ley", esto es, el dogma. Un análisis de la historia del judaísmo muestra que todos los estatutos rituales y ceremoniales constituían un elemento en la alegría de vivir de la comunidad. La frase "la alegría de cumplir un mandamiento" se aplicaba a ellos, y la experiencia de cada generación ha confirmado la validez de esa descripción. Sólo quienes no poseen o no conocen esas alegrías, han hablado tanto sobre la "carga de la ley". Pero por mucho que la piedad judía acentuara la idea del mandamiento y el servicio, siempre señaló su elemento de alegría. A su servicio puede aplicarse la vieja metáfora: "EI arca de la alianza lleva a quienes la llevan". Toda obediencia a un mandamiento que el hombre se impone a sí mismo lo sostiene y lo eleva. Esto era igualmente cierto con respecto a los estatutos rituales y ceremoniales, pues a través de ellos se descubría un mundo espiritual, pleno de devoción y deber, pleno de alegría vivificadora.

No podía ser de otro modo. Todos esos preceptos nada insignificantes y neutrales alcanzan su carácter peculiar y su valor religioso por su intento de unir la vida a Dios con innumerables "lazos de amor". Todos ellos deben estar precedidos por la antigua bendición, la de que Dios "nos ha santificado por sus mandamientos", y por las palabras de Rabí Janania: "Dios se complació en hacer a Israel digno: por lo cual les dio una copiosa Torá y muchos mandamientos". Con signos siempre renovados tratan de elevar al hombre por sobre todo lo bajo y vulgar, de señalarle la voluntad divina, de despertar en él la conciencia fervorosa, y no obstante alegre, de que siempre se encuentra ante Dios. Esos estatutos no intentan apartar al hombre de su propio medio; lo dejan entregado a su trabajo y a su hogar, donde pueden relacionarlo con Dios. Exigen la presencia interior del alma en la acción de cada hora. Cada mañana, cada mediodía y cada noche, cada comienzo y cada fin, tienen sus plegarias y su culto. La atmósfera de la casa de Dios, el halo de la devoción religiosa, se difunde sobre toda la existencia; cada día encierra su lección y su consagración; la Ley ha impedido que el judaísmo se convierta en una mera religión para el Shabat. Y del mismo modo ha superado los sacramentos, que separan la santidad de la vida, al introducir la santidad en la vida.

Todo esto se aplica particularmente a la vida hogareña. Dentro de la comunidad judía cada hogar es una comunidad en miniatura, y todas las costumbres que tienden a preservar la comunidad protegen también el hogar: se convierten en el cerco en torno del hogar judío. Santifican lo terrenal al consagrar el carácter cotidiano y prosaico del hogar. Ello se logra a través de numerosos símbolos, que son el lenguaje de las ideas religiosas. Estos símbolos otorgaron a los Shabatot y a las festividades su encanto y su atmósfera poética. En su dominio santo, el hombre podía respirar aire puro después del polvo y la opresión del exterior. La Ley dio pureza al ocio y distinción a la noche, las dos ocasiones en que el carácter y la libertad del hombre se revelan más claraMente. Dentro del cerco protector reina la paz de Dios, y en su recinto la vida no está limitada, sino protegida y fortalecida. Aunque esos estatutos se establecieron sólo para proteger la religión, terminaron por enriquecerla.

Es innegable que todas esas disposiciones se ampliaron enormemente, demasiado, según parecería a veces. Si bien es cierto que no todas pretendían tener igual significación y que no había escrúpulos en descartar las que resultaban innecesarias o superfluas, la tendencia predominante era la de establecer nuevos estatutos continuamente. También es cierto que el tratamiento dialéctico exagerado a que los sometió la erudición judía a través de los siglos tendió a veces al detalle excesivo. Ese árido escolasticismo siempre sirvió de justificación al misticismo. Pero no debe olvidarse que el efecto de esta labor intelectual, por mezquino que su resultado pueda parecer a veces, constituyó una bendición incomparable desde un punto de vista personal. En ella está también presente ese fervor del pensamiento y la acción judíos, esa tendencia a llevar las conclusiones hasta sus fines lógicos, esa energía que pone corazón y alma en todo y se niega a darse por satisfecha con toda posición de compromiso. Por encima de todo, esa labor en el campo del conocimiento religioso despertó el interés de toda la comunidad, y en épocas de la más grande aflicción inspiró una actitud de intensa vigilancia intelectual. Ese ejercicio enseñó a los judíos a pensar, a meditar y a investigar en nombre de un propósito ideal solamente.

Como resultado de esta devoción desinteresada por la Torá, esa minoría perseguida y acosada, que fue llevada al status de un pueblo de despreciables mercaderes, se convirtió en una comunidad de pensadores. De ellos podía decirse verdaderamente: "Antes tiene en la Ley de Dios su complacencia, y a ella día y noche atiende" (Sal. 1:2). En esta comunidad se cumplía el más alto grado de fervor espiritual: "Y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que hoy te doy.. . y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos" (Deut. 6:6 y sig.). Con igual verdad cabe afirmar que esa minoría se convirtió en una comunidad de sacerdotes, cuyo fervor se manifestaba en la convicción de que, en el dominio de la religión, la congruencia del pensamiento exige congruencia en la acción. Ese es otro motivo por el que las disposiciones ceremoniales son tan numerosas, extendiéndose a veces hasta las más pequeñas cosas de la vida. Todo se exige de todos. Todas esas disposiciones apelaban a la voluntad religiosa; por ende, nunca se colocaron entre el hombre y su Dios, sino que constantemente hacían que el hombre se acordara de Dios. Aunque su ejecución no se consideraba por sí misma una acción virtuosa, los estatutos podían, no obstante, estimular la actividad para la virtud. De la misma raíz espiritual surgió la voluntad de martirio. Vivir, al igual que morir, se transformó en un servicio divino.

La Ley transformó todas las cosas de la vida, todas las alegrías y todos los dolores, en un mandamiento de benevolencia, una exigencia de amor al prójimo. Se convirtió en un estatuto para el Shabat y las festividades; los días de júbilo en el Señor se convirtieron en exhortaciones a la caridad. El extranjero que llamaba a la puerta era un huésped para el que se había preparado un lugar en la mesa. La costumbre piadosa mostraba benevolencia, no sólo con los vivos, sino también con los muertos, lo cual constituía para los Rabís el "verdadero amor al prójimo", puesto que es necesariamente el amor más desinteresado. El cuidado de los muertos no queda a cargo de artesanos indiferentes; todo lo que se hace por ellos es la prueba personal del amor que les debemos como parte del servicio divino practicado por la comunidad. En éstas y en muchas otras cosas se revela la riqueza del sentimiento contenido en la Ley.

El cerco de la Ley ha rodeado la vida familiar con particular cuidado. El judaísmo desarrolló libremente una concepción estricta y pura del matrimonio que no tenía paralelo en ninguna de las ideas de la antigüedad, sobre todo de la antigüedad asiática, y que se ha mantenido firme en un mundo lleno de inmoralidad. El antiguo estatuto ya veía en el matrimonio una "santificación", y por lo tanto, una tarea ética a cumplir; sólo marido y mujer juntos, unidos para toda la vida, traen al hogar el espíritu de Dios, el espíritu de santidad. A pesar de todo el sufrimiento y toda la desgracia, esta confianza en la familia nunca se perdió, y llenó, en cambio, el hogar con la bendición de Dios. El sentimiento familiar y el sentimiento religioso establecieron una alianza de confianza piadosa. Todo esto puede atribuirse a la Ley en considerable medida.

En todos los dominios de la vida logró resultados de los que la historia da testimonio. Enseñó gratitud por las horas de la vida; tornó evidente el valor de la buena acción y la conciencia de la bendición. Enseñó obediencia y autodisciplina voluntarias, moderación y sobriedad, renunciamiento y autoconquista; proclamó el imperio del pensamiento sobre el deseo. Aunque nunca subestimó la dicha de vivir, predicó esa gran verdad que es la verdad especial de todos los que tienen que cumplir deberes en esta tierra: aprender a renunciar. La religión no puede prescindir de un cierto grado de ascetismo. En tal sentido, la Ley planteó a menudo exigencias muy amplias, pero al hacerlo fortificó la independencia interior y el poder de resistencia de los hombres, y pudo así hacerlos más fuertes que la mera mundanalidad. Buscó introducir un elemento espiritual en todas las cosas. Y allí donde la tentación de la licencia corporal surge frente al hombre, no estableció sus estatutos para amortecer y castigar al cuerpo -ese ascetismo que sólo se practica por el ascetismo mismo- sino más bien para disciplinar su voluntad a fin de vivir una vida humana plena. Los numerosos estatutos contribuyeron a hacer que la acción recta resultara cosa natural, y a medida que las exigencias de la Ley aumentaron, nutrieron la voluntad ética de la que deriva la fuerza del martirio. Impidieron que los hombres se contentaran con esos sentimientos fugaces que surgen sólo para desvanecerse; los acostumbraron a la acción silenciosa, infatigable, en beneficio de Dios. Así, además de asegurar la supervivencia de la comunidad, contribuyeron a educar su conciencia.

Preguntar si ese cerco que rodeaba, judaísmo era realmente necesario, constituye p áct ca entea uningratitud. En la historia, todo lo que cumple una tarea definida y requerida es necesario; todo lo que sirva para lograr algo y permanezca dentro del dominio del bien está justificado. De cualquier modo, sabemos que por medio de ese cerco la comunidad judía mantuvo su individualidad en medio de mundos tantos hostiles como amistosos. Nadie sabe cuál hubiera sido su existencia sin él. Por lo tanto, debemos reconocer con gratitud los usos de ese cerco. No es fijo ni inmodificable; a pesar del peso colocado sobre él, posee elasticidad. Debemos conservarlo para proteger la existencia y, por ende, la tarea del judaísmo hasta que la lucha haya terminado y se cumpla la verdad plena del Shabat de los Shabatot, que, según afirma la antigua máxima, "durará para siempre". Aún no ha llegado ese gran Día del Perdón en nombre del cual el judaísmo protege su individualidad.

Pero el fervor de la autopreservación prescrita por la Ley no agota la tarea fijada para el judaísmo actual. Esa tarea toma hoy otra forma definida, la de un deber religioso absoluto para cada individuo. Ya vimos cómo en el judaísmo sólo la acción ética posibilita la "santificación del Nombre", el Kidush-ha-Shem. Toda buena acción nacida de una intención pura santifica el nombre de Dios; toda acción vil lo profana. El bien que uno practica es el mejor testimonio de Dios que se puede dar; al mismo tiempo, constituye el más impresionante sermón sobre la verdad de la religión que sea posible pronunciar. Todo individuo, por inarticulado que sea, convertirse así en el mensajero de su fe entre los hombr su Se pide a todo judío que manifieste el significado de su religión a través de la conducta de su vida. Debe vivir y actuar de tal modo que todos los hombres puedan ver lo que su religión es y lo que puede hacer, cómo santifica al hombre, educándolo y elevándolo para que sea un miembro de la "nación santa". Tal es el significado del mandamiento de misión, que es impuesto a todos; y mientras no responda a él, ningún judío ha cumplido su obligación para con la comunidad.

La esencia misma del judaísmo exige que prediquemos nuestra religión a través de nuestras acciones y que hagamos hablar a nuestra vida de la exaltación de nuestra fe. Éste es entonces el criterio de la acción: ¿dará testimonio del judaísmo, será buena ante Dios, y conducirá a los hombres a un reconocimiento interior del judaísmo, a un verdadero respeto por la religiosidad que vive en él? Todos deben practicar el bien por el honor de su religión y deben abstenerse del pecado para no convertirse en falsos testigos ante la comunidad religiosa a la que pertenecen. Ello significa santificar el nombre de Dios y proclamar el judaísmo para todos nuestros días: "Cuando Israel cumple la voluntad de Dios, entonces el nombre de Dios es ensalzado en el mundo".

Un pensamiento se destaca por sobre todos los demás: el más leve agravio cometido contra el creyente de otra religión pesa más que un daño hecho a otro judío, pues profana el nombre de Dios al degradar el honor del judaísmo. Si bien los dos daños pueden ser iguales según las normas éticas, uno es mayor que el otro según el mandamiento de misión. Ese sentimiento de responsabilidad con respecto a la misión y a la reputación de la comunidad religiosa proporcionó siempre un lazo de unión entre una generación y otra. En las palabras de la vieja plegaria del Kadish: "Ensalzado y santificado sea el nombre de Dios en el mundo que Él creó según su voluntad". Todas las generaciones deben predicar el judaísmo a través de actos.

Sólo a través de esta conexión personal con la tarea de la religión, y a través de la labor realizada por ella, puede el individuo convertirse en un verdadero miembro de la comunidad. Para pertenecer plenamente a ella debe realizar su fe a través de sus acciones. Sólo así una minoría puede ser igual a su tarea religiosa, y es por eso que el mandamiento de santificar el nombre de Dios ocupa un lugar central en el judaísmo. Cada individuo soporta todo el peso del deber misionero; tiene en sus manos la reputación de toda la comunidad, y a él se aplica la máxima de Hillel: "Si estoy aquí, entonces todos están aquí". El mandamiento plantea a todos un reclamo y se refiere a todos, hasta al más humilde. Y el hecho de constituir siempre una minoría intensifica y espiritualiza la tarea ética: cada miembro individual ha de conducir su vida de modo que el "reino de sacerdotes" se cumpla en la tierra.

Todo individuo crea así la religión y establece su significación. Aquí volvemos a encontrar esa peculiaridad de la religión judía: ordena al hombre y le atribuye el poder de crear. En el cristianismo el individuo es sustentado por la Iglesia; ésta existió antes que él y es más que él; el individuo vive a través de su fe. Pero en el judaísmo no hay Iglesia, sólo está la comunidad que va tomando forma a través de la acción individual, que es posterior a él y existe a través de él; él es su portador. Dondequiera haya judíos, por pocos que sean, cumpliendo los mandamientos de su religión, allí hay una comunidad judía; la totalidad del judaísmo existe allí. Una Iglesia siempre trata de ser una Iglesia de los muchos y al final cede a la tentación del poder; hasta ahora ninguna Iglesia escapó a ese destino. Pero la comunidad puede ser siempre una comunidad de los pocos, cada uno de los cuales comparte su religión. La comunidad es una unión de fuerzas para la santificación del nombre de Dios; su genio consiste en ser pequeña a fin de ser grande.

A menudo parece que la tarea especial del judaísmo consiste en expresar la idea de la comunidad que se encuentra sola, el principio ético de la minoría. El judaísmo testimonia el poder de la idea frente al poder de los meros números y el éxito mundanal; representa la perdurable protesta de quienes intentan ser fieles a sí mismos, quienes afirman su derecho a ser distintos frente a la presión aplastante del rencor y las tendencias niveladoras. También ésta es una forma de prédica constante al mundo.

Por el mero hecho de su existencia, el judaísmo nunca es una protesta silenciosa contra el supuesto popular de que la fuerza es superior a la verdad. Mientras exista el judaísmo, nadie podrá decir que el alma del hombre se ha rendido. Su existencia misma a través de los siglos constituye una prueba de que los números no pueden derrotar la convicción. El mero hecho de que el judaísmo exista demuestra el carácter invencible del espíritu, y aunque a veces pueda tomar la apariencia de un volcán extinguido -a menudo se describió al judaísmo con esa imagen- existe en él un poder que silenciosamente se rehace y lo lleva a una actividad renovada. De los pocos, que lo siguen siendo en nombre de Dios, emanan las grandes tendencias decisivas en la historia. Con respecto a este hecho, uno se siente a menudo tentado a adaptar una frase bien conocida y decir: "Si el judaísmo no existiera, tendríamos que inventarlo". Sin minorías no puede haber una meta histórica mundial.

Y precisamente porque siempre fue una minoría, el judaísmo se ha convertido en un criterio para determinar el nivel de la moral. La forma en que la comunidad judía fue tratada por las naciones con las que vivió, sirvió siempre para medir el grado en que prevalecieron la justicia y el derecho; la medida de la justicia siempre es su aplicación a los pocos. Lo que Israel, que dio su fe a la humanidad, recibe a su vez, también es una medida del desarrollo de la religión. En la suerte de Israel podemos ver cuán lejanos están los días del Mesías. Sólo cuando Israel pueda vivir seguro entre las naciones habrá llegado el momento prometido, pues entonces quedará demostrado que la creencia en Dios se ha convertido en una realidad viviente. No sólo sus ideas y su carácter revelan la significación del judaísmo: su historia entre las naciones es igualmente importante. Esta historia constituye por sí misma una acción.

Se necesita valor religioso para pertenecer a una minoría como siempre fue el judaísmo y siempre será, pues muchos días llegarán y pasarán antes de que llegue la época mesiánica. Se necesita córaje ético para ser judío cuando todos los consuelos mundanales, los honores y los premios lo atraen hacia el otro lado, y a menudo el judío debe librar una batalla entre ideas e intereses, entre la fe y el descreimiento.

Si la peculiaridad del espíritu judío consiste en estar arraigado en la conciencia y en el temor de Dios, no tan sólo en querer ver sino en ver lo justo, no tan sólo en conocer sino en conocer el bien; si por lo tanto posee la capacidad de no rendirse a los días o los siglos que pasan; si tiene la fuerza para resistir contra todos los poderes y las multitudes que sólo buscan regir y oprimir; si su naturaleza peculiar es siempre seguir buscando, sin creer jamás que ha encontrado el fin; si implica esa persistencia en el conocimiento del mandamiento, esa incansable voluntad del ideal, ese don para comprender la revelación de Dios, para ver el futuro y llamar a los hombres hacia £1, para reunir a los muchos en una unidad, si todo esto es peculiar al espíritu judío, entonces éste es el significado final de la religiosidad judía.

Pero esta peculiaridad se ha desarrollado a través de la vida de aquellos que en nombre de su Dios siempre tuvieron la voluntad necesaria para vivir en oposición a los muchos y que, a fin de no alejarse de Él, soportaron el alejamiento sobre la tierra. Quien sea judío, ha vivido largo tiempo en forma contraria a su conveniencia y soportando dificultades con respecto a su progreso en la vida. Si permanece leal a su religión, ello sólo puede ser por la religión misma. En la mera fidelidad al judaísmo hay un núcleo de idealismo; significa, con toda la tensión y la paradoja que existe en el carácter judío, un estilo propio en el mundo.

La humanidad exhibe diferentes estilos, a través de cuya variedad busca expresarse. Han surgido personalidades, ora en este pueblo, ora en aquel, a través de las cuales la humanidad trató de hablar. Muchos de esos hombres vivieron en la periferia de la vida de su pueblo, despreciándolo; muchos lucharon por su pueblo; y muchos se cansaron de la lucha. Los grandes hombres del pueblo judío lucharon por él hasta el fin; penetraron en su pueblo hasta la médula, imponiéndole una marca distintiva. Ningún pueblo es heredero de una revelación como la que los judíos poseen; ningún pueblo ha soportado semejante peso de mandamiento divino; y por esta razón ningúnpueblo ha estado tan expuesto a épocas difíciles y exigentes. Esta herencia no siempre fue comprendida, pero perdurará, aguardando su hora. Iehudá ha-Levi, que escudriñó el alma del pueblo judío y de la religión judía como pocos hombres lo han hecho, quería decir precisamente eso cuando afirmó que la profecía está viva en ese pueblo y que, por esa razón, ese pueblo vivirá. Los judíos constituyen una nación y al mismo tiempo, en su ser más profundo, una comunidad. Para ellos resulta imposible ser una cosa sin la otra; no basta con que existan comunidades entre ellos, sino que ellos mismos, todos ellos juntos, deben ser la comunidad. Los judíos existen en el judaísmo y para él; el gran Nosotros del conocimiento y la voluntad encuentran su expresión en él.

El judaísmo está abierto a la mirada de todos. Reconocemos los tesoros que poseen otras religiones, en especial aquellas que surgieron de nuestro seno. Quien abriga convicciones respeta las convicciones ajenas. Llenos de reverencia por sus tareas, los judíos comprendemos lo que nuestra religión significa realmente. Sabemos que a ella pueden aplicarse las palabras de uno de los antiguos profetas judíos: "El principio da testimonio del fin, y el fin dará al cabo testimonio del principio".