Liberación

Ignacio Ellacuría

RELaT 78-80

Aparición original: «Revista Latinoamericana de Teología», San Salvador, 30(diciembre 93)213-232

1. Introducción

Liberación es un concepto que representa la esencia misma del mensaje revelado, del don salvífico de Dios a los hombres. Ese mensaje y ese don pueden ser vistos desde otros aspectos, pero si no son vistos desde la liberación quedan sustancialmente recortados y desdibujados. "La aspiración a la liberación... toca un tema fundamental del Antiguo y del Nuevo Testamento (Libertatis nuntius, III, 4). "El evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación. En los últimos años esta verdad esencial ha sido objeto de reflexión por parte de los teólogos..." ib, Intr.). "La Iglesia de Cristo hace suyas estas aspiraciones ejerciendo su discernimiento a la luz del Evangelio que es, por su misma naturaleza, mensaje de libertad y de liberación" (Libertatis conscientia, Intr., 1). Este tema de la libertad y de la liberación, "que es el centro del mensaje evangélico..." (ib, 2) ha de ser vigilado con mucha atención, precisamente por su centralidad y esencialidad. "Pertenece efectivamente al patrimonio tradicional de las Iglesias y de las comunidades eclesiales" (ib). Por otro lado se sostiene que "la poderosa y casi irresistible aspiración de los pueblos a una liberación constituye uno de los principales signos de los tiempos..." (Libertatis nuntius I, 1) y es uno de los grandes retos de nuestro tiempo a los discípulos de Cristo (Libertatis conscientia, Intr., 2).

No obstante esta importancia de la liberación, la atención magisterial y teológica que se le ha dado oficialmente por parte de la Iglesia ha sido hasta hace muy poco bastante reducida, prácticamente nula. Cuando la Libertatis conscientia quiere probar lo contrario recurre a la Gaudium et Spes, a la Dignitatis humanae del Vaticano II; a las encíclicas Mater et Magistra, Pacem in Terris, Populorum Progressio, Redemptor hominis y Laborem exercens; a la Evangelii nuntiandi, Reconciliatio et poenitentia y Octogessima adveniens, a varios discursos de Juan Pablo II, a los sínodos de los obispos de 1971 y 1974, a Medellín y Puebla y al episcopado francés (Liberación de los hombres y salvación en Jesucristo, 1975). Toda esta serie de referencias no puede ocultar su carácter recentísimo y muchas de ellas son ya subsidiarias de lo que ha producido la teología de la liberación, movida ésta a su vez por el espíritu renovador del Vaticano II. La verdad es que los grandes tratados teológicos y los más afamados diccionarios de teología han pasado por alto, hasta muy recientemente, este problema esencial de la fe cristiana y de la antropología revelada. La cuestión es tanto más sorprendente cuanto que el concepto afín de libertad sí ha tenido un grave relieve. Ha tenido que ser la teología de la liberación producida en América Latina como praxis eclesial y como reflexión teórica la que ha debido recuperar para la fe y la praxis eclesial algo tan esencial a ellas, que, aun sin estar formalmente negado, había sido desconocido, olvidado y a veces implícitamente rechazado.

2. Recuperación cristiana de la liberación

La teología de la liberación, que ha introducido tan vigorosamente en el magisterio, en la reflexión y en la práctica de la Iglesia el tema de la liberación, lo ha descubierto fuera de ella misma y fuera de la Iglesia, al menos en un primer momento. La ha descubierto no tanto directamente en la escucha del clamor de los pueblos y de las clases oprimidas sino en los movimientos socio-políticos de la liberación, que habían recogido efectivamente ese clamor y lo habían articulado en distintas formas de lucha política. Entre esos movimientos no puede desconocerse la importancia de los movimientos de inspiración marxista. Reconocer este hecho no significa hacer depender la teología de la liberación misma de la ideología de esos movimientos. No todo origen se convierte en principio, ni todo proceso es asumido sin más en la estructura. Pero la llamada de atención surge del compromiso ético y político de quienes, no animados directa y explícitamente por la fe cristiana, se habían puesto del lado de los oprimidos. Por qué este compromiso que los cristianos lo habían experimentado también en otros lugares del mundo no había suscitado una nueva teología ni había servido para recuperar la novedad del mensaje cristiano de liberación, no deja de ser una cuestión de gran alcance para la vida de la Iglesia. Aunque la Iglesia nunca estuvo demasiado alerta respecto de los movimientos de descolonización cuando esta liberación se daba respecto de colonias supuestamente cristianas, sí lo estuvo de forma más relevante respecto de los sufrimientos de la clase obrera. Cuando por fin la Iglesia se preocupó magisterialmente sobre el caso lo hizo, sin embargo, en el apartado de la doctrina o enseñanza social, esto es, en un apartado un tanto retirado de la reflexión teológica y de la praxis pastoral. Los teólogos dogmáticos, por su parte, y aun los teólogos bíblicos no llegaron a ver la enorme riqueza cristiana y teológica que ya apuntaba en el hecho mismo de la liberación; consideraron el tema demasiado político y poco teologal, quizá importante para algún apartado de la moral, pero irrelevante para el desarrollo del dogma. La explicación de este hecho es en parte tarea de la sociología del saber pero también tarea de una epistemología teológica, que no descuide la posibilidad de que Dios se revela a quien quiere, especialmente a los que a los ojos del mundo no son precisamente los más académicamente sabios.

La liberación no es entonces en un primer momento algo que, leído en la escritura o recibido de la tradición, es referido a una determinada situación histórica. Es más bien en un primer momento una interpelación de la realidad histórica a hombres de fe. Los hombres de fe, tanto pastoralistas como teóricos, tanto obispos y sacerdotes como laicos, empiezan a escuchar el clamor de los oprimidos y este clamor les remite a Dios y al mensaje de la revelación, les obliga a releer la escritura para estructurar en ella lo que puede ofrecerse a los hombres y a los pueblos que claman por su liberación. Los marxistas habían dado ya su respuesta, algunos sedicentes cristianos que identificaban el bien común con el mantenimiento de la quietud y del orden establecido también habían dado la suya. Una nueva generación de cristianos, más encarnada en los pobres y en las luchas populares. La teología de la liberación, matriz creadora del nuevo concepto cristiano de liberación, empieza a elaborarse, impulsada por el nuevo espíritu del Vaticano II, desde una relectura del Antiguo y del Nuevo Testamento que busca responder la palabra de Dios a las exigencias de los más oprimidos.

La liberación es por lo pronto una tarea histórica y, dentro de la historia, una tarea socio-económica. Esa tarea la demanda y a eso había que responder. No era pequeña la demanda ni fácil la respuesta. En el elemento estructural histórico de lo socio-económico se debatía en gran parte el destino mismo del hombre y de la humanidad, pero se debatía también la realidad misma de Dios de cara a la salvación de los hombres. El precedente originario estaba en el Exodo. La misma experiencia de un pueblo oprimido que en su opresión-liberación descubre al Dios liberador, que se le revela fundacional y fundamentalmente en una determinada experiencia histórica, se va dando en un nuevo pueblo oprimido. Dios será para los israelitas el Dios liberador que les sacó de la opresión socio-económica de los egipcios y a partir de esta liberación histórica los israelitas irán descubriendo la riqueza siempre mayor de Dios y la plenitud mayor de la salvación-liberación. El pueblo creyó al oír que el Señor se ocupaba de su opresión (Ex 4,31). La revelación a Moisés tiene ese carácter específico: "He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a liberarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una fértil y espaciosa... El clamor de los israelitas ha llegado a mí, y he visto cómo los tiranizan los egipcios" (Ex 3,7-9). Que la salvación tuviera que ver con el pecado, que la liberación fuera últimamente liberación del pecado, se irá adquiriendo a partir de la experiencia histórica fundamental de un pueblo oprimido a quien Dios quiere darle la libertad por un proceso histórico de liberación. Vistas las cosas desde el final, pareciera que el origen del proceso de revelación y de salvación podría dejarse atrás.

Una vez llegados a la plenitud de Jesucristo y a la revelación del Nuevo Testamento, podría parecer que lo antiguo ya había pasado, que debía abandonarse lo colectivo por lo personal, la exterioridad por la subjetividad, lo histórico por lo trascendente. La realidad de los pueblos oprimidos, su profunda similitud simbólica con la del pueblo israelita en Egipto, la renovación de la vivencia cristiana hecha por comunidades de base, que sufrían en su propia carne la opresión y querían participar en la liberación, iban a hacer saltar esa apariencia. Las distintas confesiones de la fe del pueblo judío, que era sustancialmente relatos históricos de los hechos salvíficos de Dios con su pueblo, debían ser recuperados. Jesús no había venido a abolir el Antiguo Testamento sino a darle cumplimiento. Ese cumplimiento podría ser inesperado, podría superar las expectativas históricas de un pueblo determinado, pero no podría conciliarse con una situación de opresión, en la que la mayor parte de la humanidad reproduce casi al pie de la letra la experiencia histórica del pueblo israelita bajo la opresión de los faraones.

Medellín vio esto muy claramente. "Así como otrora Israel, el primer Pueblo, experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión de Egipto, cuando lo hacía pasar el mar y lo conducía hacia la tierra de la promesa, así también nosotros, nuevo Pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da "el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas..." (Introd., 6). La cita de Pablo VI (Populorum progressio), 20-21) hace referencia a carencias materiales y morales, a estructuras opresoras, a la conquista de la satisfacción de las necesidades básicas, a un ordenamiento más justo hasta llegar al reconocimiento y aceptación de Dios que se nos da en la fe. "Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que nos les llega de ninguna parte" (Medellín, 14,2). La apelación a la liberación integral no puede constituir, por tanto, un olvido o una superación de la experiencia fundamental, que consiste, por un lado, en la vivencia de la injusticia social, económica y política como un mal que afecta a los desposeídos y oprimidos y que se constituye en un pecado negador de Dios y de la vida divina, y, por otro, en la liberación activa de ese pecado de injusticia como pascua en que se hace presente el Señor liberador. La liberación integral como lo recuerda Puebla, precisamente por ser integral no puede olvidar el que debe ser superación de las estructuras de pecado y no sólo de la intencionalidad pecaminosa (281).

Pablo mismo había presentado lo esencial de la salvación como una liberación del pecado, de la muerte y de la ley. Evidentemente ninguna de esa triple dimensión liberadora de la salvación tiene un sentido meramente individual ni exclusivamente individual. El pecado, la muerte y la ley afectan sin duda a la interioridad de los individuos, pero su totalidad y su plenitud afectan también a los pueblos, para el caso al pueblo judío y al pueblo cristiano.

Está por tanto bien hablar de la liberación del pecado, una vez que se tenga en cuenta la totalidad del pecado y lo profundo de su esencia. Hay, por lo pronto, un pecado original (natural), un pecado personal y un pecado histórico (social). No todos tienen la misma valencia personal e interior, aunque ninguno de ellas deje de tenerla o porque procede de las personas o porque afecta a ellas. La liberación del pecado original se inicia en lo que tiene de culpa y de mancha con la incorporación a Cristo por el bautismo, pero sólo se culmina cuando el hombre lleva la vida misma de Cristo y con ella su muerte, su sepultura y su resurrección (Rom 6, 1-23). Esta liberación del pecado no lleva automáticamente la liberación de las consecuencias del pecado, de las grandes concupiscencias del ser humano, que están en el origen y son muchas veces principio de otros muchos pecados y de otras muchas opresiones. La liberación del pecado originante es así una liberación progresiva e histórica. Lo es también la liberación del pecado personal, no sólo en lo que tiene de opus operantis, de acción del que lo comete, sino en lo que tiene de opus operatum, de acción objetivada, (Zubiri), pues ningún pecado, ni siquiera el más individual e interior deja de repercutir de algún modo sobre la configuración de la persona y sobre la marcha de la historia.

También esta liberación personal es, ante todo, obra de Dios salvador, pero se presenta al mismo tiempo como liberación del hombre pecador en cuanto ser activo en la historia. La liberación del pecado histórico y social en cuanto configuración pecaminosa de las estructuras y de los procesos históricos es también un proceso en que intervienen conjuntamente Dios y el hombre por el mismo carácter social e histórico de ese pecado; en cuanto pecado social e histórico no es atribuible directa e indirectamente a ningún hombre en particular, pero no por ello deja de ser ocultación positiva de la verdad de Dios y positivo intento de anulación de la plenitud de vida que Dios quiere comunicar a los hombres.

Es en esta dimensión del pecado donde ocurre la necesidad de la transformación de las estructuras, precisamente en lo que éstas tienen de ser efecto del pecado y causa de nuevos pecados. Por más que este triple pecado, el original, el social y el personal, sólo analógicamente entren en el mismo concepto de pecado, no por ello dejan de ser estrictamente pecado, que necesitan de salvación divina en forma de liberación. Son efectivamente dominadores y opresores del hombre y de la humanidad, son negación de la imagen divina en el hombre y son la barrera fundamental entre el hombre y Dios, de unos hombres con otros y del hombre con la naturaleza. Dicho en términos clásicos, son desobediencia fundamental al designio de Dios sobre el hombre, la historia y la naturaleza; son la negación de la fe en toda su rica plenitud (Coroato) y al tiempo negación del amor. Y es que el pecado no ha de entenderse primariamente como ofensa de Dios que ha de ser perdonada, sino como desviación real, según los casos, del plan divino, tal como se entreve en la naturaleza y tal como se manifiesta en la historia de la salvación. La liberación del pecado está en estrecha conexión con la liberación de la muerte y con liberación de la ley. La muerte es, en algún sentido, el efecto del pecado y la ley es causa del mismo. No hay liberación integral sin liberación de la muerte y sin liberación de la ley en conexión con la liberación del pecado.

La muerte de la que habla Pablo es a la vez muerte teologal y muerte biológica. El hombre está llamado por Dios a la vida, ante todo a la vida divina, pero ésta no es posible sin la vida personal de cada uno, la integridad de la vida de cada uno. Por eso la necesidad de la resurrección en que sea ya plena la liberación del pecado, de la muerte, de la ley y esto no por una presunta inmortalidad del alma sino por la fuerza revificante del Espíritu. Pero la muerte definitiva, como consecuencia del pecado natural (original), se adelanta de muchas formas en la historia. La sobreabundancia del pecado en la historia lleva consigo la sobreabundancia de la muerte en la historia, donde se hace presente la lucha entre la vida y la muerte, entendidas ambas en toda su plenitud y extensión: La teología de la liberación, siguiendo en esto a las teología más profundas, contempla a Dios como un Dios de vida y, consiguientemente, contempla el pecado como agente de la muerte. Por ello una de las mejores formas de luchar contra el pecado es la lucha contra la muerte en todas sus formas, pero inicialmente en la forma del sobrevivir humano. Por razón de la miseria, del hambre, de la falta de vivienda y de recursos mínimos, por razón de la enfermedad, por causa de la opresión y de la represión, la mayor parte de los hombres mueren antes del tiempo, es decir, se les arrebata la vida y con ella la posibilidad misma de ser la gloria de Dios (Gloria Dei, homo vivens). A quienes esto sucede en razón del pecado social, de la injusticia estructural, es a quienes debe llamárseles pobres por antonomasia, es a quienes va dirigido el amor preferencial de Dios. De ahí que la liberación de la muerte, en todas sus formas, sea una parte esencial del mensaje cristiano, sobre todo cuando con la muerte se le arrebata a la persona íntegramente desarrollada, la posibilidad misma de vivir o la capacidad de vivir en plenitud. La liberación de la muerte sólo se dará de forma total y definitiva por el paso a través de la muerte en el disfrute precisamente de una vida eterna, donde lo sustantivo es de nuevo la vida y no tanto la eternidad, vida en la que ya no habrá opresión, llanto, enfermedad, división, sino plenitud en la comunicación de Dios que es vida y es amor. Pero esta liberación definitiva debe ser anticipada. Y es empíricamente evidente que, si se hace desaparecer el pecado del mundo y las causas del pecado, la vida humana desde su radical biología hasta su culminación más plena se daría para la mayor parte de los hombres de una forma mucho más rica. La vida como liberación de la muerte es así uno de los elementos esenciales de la liberación.

Finalmente está, según Pablo, la liberación de la ley, la gran partera del pecado. Que en los textos paulinos se hable más explícitamente de la ley judaica, no obsta para que en esa misma dirección se amplíe la liberación a toda ley impuesta por los hombres. No se trata de predicar la anarquía, ni se trata de menoscabar la necesidad de la ley, al menos como mal necesario. Pero tanto dentro de la Iglesia, como sobre todo en la marcha de los pueblos, la ley se convierte en atadura de la que hay que librarse. Cuando en la Iglesia la ley y el sábado se ponen por encima del hombre, y esto en lo concreto y efectivo, no sólo en lo abstracto y universal, en vez de poner al hombre por encima de la ley y del sábado, se está volviendo a la práctica judaica que fustiga Pablo y el propio Jesús. Pero el problema se da sobre todo en el gobierno y en la estructuración de las naciones, donde la ley es tantas veces la justificación institucional de una práctica habitual de opresión y de represión. La injusticia estructural y la injusticia institucional, como formas llamativas del pecado social e histórico son esa ley que es fruto del pecado y que lleva consigo el poder de la muerte. Es esa ley la que en gran manera hace que en el mundo haya vida explotadora para unos y vida expoliada para otros; es esa ley la que legítima el pecado social proponiendo ideales inalcanzables y negados por la práctica mientras que protege el desorden establecido favorable para unos pocos y desventajoso para las grandes mayorías. Esta ley no sólo impera en el ámbito de lo social-político-económico sino también en el ámbito de la moral donde la letra se impone sobre le espíritu, donde la legalidad se impone sobre la justicia, donde de los propios intereses se impone sobre el amor solidario. Todo ello va en contra del mensaje revelado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, donde aparece con toda claridad la diferencia jerárquica entre lo principal y lo secundario, entre lo fundamental y lo instrumental, entre el corazón generoso y bien intencionado y la ley formal, entre la gracia y la ley.

La liberación del pecado, de la muerte y de la ley es así parte esencial de la propuesta liberación integral, tal como ésta ha de verse desde la fe cristiana. la liberación no es, entonces, como suele objetársele, una liberación de males sociales, a la que por razones morales debe atenderse, como si ella se dedicara a las obras profanas que son exigidas por la fe. Cuando se discutido si la promoción de la justicia es parte esencial o integrante de la fe o es tan sólo una exigencia fundamental de la misma se ha corrido el peligro de plantear la cuestión idealísticamente y dualísticamente. Sin que se confunda, la fe y la justicia son dimensiones inseparables, al menos cuando se dan en plenitud dentro de un mundo de pecado. La fe cristiana en su plenitud no es sólo la entrega a Dios, la aceptación de su comunicación revelante y la puesta en marcha de un dinamismo sobrenatural, sino que es una nueva forma de vida que incluye necesariamente el hacer justicia; a su vez el hacer justicia es ya un modo de conocer a Dios y de entregarse a él, aunque tal vez sin la explicitación y la claridad suficientes. Pero de todos modos es más evidente que no hay fe sin justicia que justicia sin fe. No debe olvidarse tampoco que el hombre puede salvarse sin fe (explícita) mientras no puede salvarse de ningún modo sin justicia. Lo que sí es cierto, por otra parte, es que la verdad plena de la justicia y consiguientemente de la justificación no se alcanza sino desde la fe. Por ejemplo, sólo desde la fe puede afirmarse que es de justicia (cristiana) la opción preferencial por los pobres, el parcialismo a favor de los más necesitados. Que esto se acepte desde la revelación en Jesús o que se aprenda por la escucha más oscura de las voces de la realidad, a través de las cuales habla el Dios del amor, es una cuestión abierta, que no niega la versión intrínseca mutuamente determinante de la justicia plena y de la fe plena.

El pecado, la muerte y la ley están estrechamente vinculados entre sí. En esas tres dimensiones fundamentales se hacen igualmente presentes las cosas de dios y las cosas del hombre, las cosas del individuo y las de la colectividad. No ver en el pecado, la ley y la muerte más que su dimensión teologal es en el mejor de los casos propiciar una visión abstracta de los mismos y en el peor de los casos una visión ideologizada, interesada y deformante. Pero, el mismo tiempo, una lectura puramente secular del pecado, de la muerte y de la ley, priva a esas realidades fundamentales de su propia realidad y de su propia transcendencia. En los dos extremos se ha caído y se cae con frecuencia. Cuando la abstracción no es negadora sino sólo metodológica, puede ser útil siempre que afirme positivamente la apertura mutua de cada uno de los dos ámbitos; cuando la abstracción es excluyente o simplemente neutral, entonces el empobrecimiento y la desrealización de cada uno de los dos ámbitos son inevitables, y con ello pierde el hombre pero se debilita también el reino de Dios.

3. Liberación y libertad

Suele achacársele al concepto de liberación que sólo atiende a uno de los aspectos, al aspecto de liberación-de o de libertad-de sin dar la debida atención a la liberación-para, a la libertad-para. Se sabría más o menos de qué debe ser liberado el hombre o la sociedad pero no para qué debe ser liberado y menos aún cómo ha de ser liberado. Podría responderse a esta objeción -de un modo puramente formal y abstracto- si dijéramos que hemos sido liberados del pecado en todas sus dimensiones para alcanzar la libertad de los hijos de Dios. Esto es exacto y ya indica lo fundamental de la liberación: liberación del pecado y liberación para la libertad de los hijos de Dios. Pero debe ser concretado mucho más, sobre todo para aclarar la discusión entre los llamados partidarios de la libertad y los partidarios de la liberación; para los unos, y en el mejor de los casos, la libertad es el mejor camino para conseguir la liberación (justicia), mientras que para los otros la liberación es el único camino para llegar a la libertad de todo el hombre y de todos los hombres. La libertad de unos es la libertad de los liberales, del liberalismo en todas sus formas; la liberación de los otros no se identifica con ninguna forma de liberalismo sino que más bien se aproxima a los distintos procesos de liberación histórica, aunque no se identifique con ninguno de ellos.

La liberación es, por lo pronto, un proceso. Un proceso que en lo personal es fundamentalmente un proceso de conversión y que en lo histórico es un proceso de transformación, cuando no de revolución. La libertad personal, aun prescindiendo metodológicamente de su esencial componente intersubjetivo y aun social, no es dada de una vez por todas sino que ha de conquistarse; esta conquista supone, en el lado negador, la liberación de todas aquellas ataduras, internas y externas, que acallan y amenguan la fuerza de la libertad potencial, y en el lado creador el fortalecimiento de la propia autonomía y autodeterminación configurada, que no supone la anulación de lo tendencial (concupiscencia) ni el corte de relaciones con la presión del mundo exterior en todas sus formas, pero sí un cierto dominio sobre todo ello. Se trata de un largo proceso que no termina nunca, lo cual no supone que no se deba dar libertad a los hombres hasta que consigan su plena liberación, pero sí supone que no puede hablarse de libertad personal plena más que como resultado de un largo proceso de liberación. Si definimos la libertad personal por una de sus características esenciales, la autodeterminación, podemos ver lo difícil que es hablar de libertad, aun en aquellos casos en que se pregona tanto de ella. Siempre, pero en el mundo actual de forma más sutil, hay múltiples formas de anular la autodeterminación o de reducirla a la respuesta, aparentemente libre, a solicitaciones y presiones que vienen de dentro o de fuera. Hay el peligro de una perpetua esclavitud personal por más que se piense que se ha elegido libremente al señor o al poder de quienes se quiere ser esclavo. Aunque la conversión no diga todo lo definitivo del proceso de liberación personal, desde el punto de vista cristiano señala uno de sus aspectos fundamentales.

Si en lo personal la liberación es un proceso de conversión, en lo histórico es un proceso de transformación y/o revolución. Ni en lo personal ni en lo histórico puede hablarse de libertad si no de dan condiciones materiales y objetivas para ella. De hecho hay todo un conjunto de condiciones materiales y objetivas que limitan (impiden) la libertad y, a su vez, se necesita un conjunto de condiciones para que la libertad pueda desarrollarse. Así apenas tiene sentido hablar de la libertad de un niño de pocos meses, porque, entre otras cosas, carece de un mínimo de condiciones biológico-cerebrales, sin las que no es posible el ejercicio de la libertad.

De parecido modo no se puede hablar de libertad en el campo de lo social si no se dan condiciones económico-sociales y políticas que la hagan posible no para unos pocos sino para la mayor parte de un determinado grupo social. Cuando esas condiciones oprimen y reprimen la vida humana, como raíz fundamental de la libertad, de poco vale que constitucionalmente se pregonen libertades y derechos individuales y sociales. Individuos y pueblos sometidos a la opresión de la ignorancia, del hambre, de la enfermedad, de la absoluta inseguridad, etc., es difícil que puedan alcanzar un suficiente grado de libertad personal y, mucho menos, un mínimo grado de libertad pública, por muchos procesos electorales que se den. Las constituciones democráticas pueden proponer toda suerte de libertades formales, pero de ellas sólo se pueden aprovechar quienes tengan las condiciones reales para hacerlas realidad. De ahí que una lucha auténtica por la libertad exige la transformación (revolucionaria o no) de aquellas condiciones reales que impiden o dificultan al máximo la libertad socio-política y económica de la mayor parte de un pueblo. La liberación de las estructuras injustas y la creación de nuevas estructuras, fomentadoras de la dignidad y de la libertad, se constituyen por tanto en camino esencial de la libertad, de la libertad para los individuos dentro de su contexto nacional y libertad para los pueblos dentro de su contexto internacional.

La liberación no es sólo un proceso sino que es un proceso colectivo tanto por la razón de su sujeto activo como de su sujeto pasivo. La concepción liberal de la libertad hace hincapié en que ésta tiene por sujeto propio a cada uno de los individuos: es cada una de las personas la que puede ser libre y la libertad sólo se predica formalmente de las personas individuales. Liberalismo e individualismo parecen así reclamarse mutuamente. En el otro extremo de una concepción totalitaria parecería que sólo el Estado o determinadas instancias colectivas son el sujeto propio de la libertad, porque sólo en sus manos estaría el decidir sin ser sobre determinado por otras instancias superiores. La antigua concepción aristotélica de que sólo es sujeto aquel de quien todo se predica y aquel que no se predica de ningún otro estaría funcionando en estas dos concepciones de la libertad. La liberación cristiana pretendería evitar este doble escollo: el no ser individualista sin por ello negar o disminuir la libertad individual y el no ser colectivista sin por ello negar o disminuir la libertad ajena. La condición de la libertad cristiana no es la esclavitud de todos para que uno sea libre (despotismo oriental), ni la esclavitud de muchos para que unos pocos sean libres (democracia griega), sino la de que todos sean libres para que cada uno pueda serlo. Pero esta escala propuesta por Hegel no permite hablar de que el tercer estadio sea el cristiano, si no en la medida de que se concretice esa libertad de todos como la liberación de las mayorías populares, que en su liberación colectiva liberan a las minorías de su libertad opresora, pero por ello mismo permanentemente amenazada.

La liberación cristiana es anunciada prioritariamente a los pobres (Is 61, 1-2; Lc 4, 14-21) porque para ellos preferencialmente es el anuncio de la buena nueva. Pero no sólo son ellos los destinatarios principales, sino que son también los anunciadores por antonomasia de la nueva paradójica sabiduría del modo como Dios quiere salvar a los hombres (1 Cor 1, 26-31, Sant 2, 5-6), para que la fuerza de Dios se vea más claramente en la debilidad humana y el amor de Dios en su preferencia por los más débiles. Pero esta colectividad comunitaria, que son los pobres y que eclesialmente se constituirán en el pueblo de Dios, no es una colectividad anónima, puesto que el Espíritu de libertad que es el Espíritu de Cristo está en el corazón de cada uno de los hombres y desde ese corazón convertido y cambiado es como se une Cristo a los demás, de tal suerte que al ser el amor el vínculo de la unidad ya no se viene a parar en una masa codificada ni en un totalitarismo social ante el que desaparece la personalidad y la libertad individual, pero tampoco en un individualismo de la libertad, sino en una libertad de entrega, de modo que la entrega objetive la libertad y la libertad cualifique la entrega. No es la libertad de los bajos instintos sino la libertad del amor que pone al cristiano al servicio de los demás, porque la voluntad entera de Dios queda cumplida en el cumplimiento cabal de un sólo mandamiento, el de amar a tu prójimo como a ti mismo (Gal 4, 13-15).

El mismo Espíritu de Cristo que hace a cada uno el ser único y libre, es el que hace que se dé un proceso comunitario, y en su caso colectivo, para que la liberación lleve a la verdadera libertad. Jesús se historiza entre muchos para que sean muchos los salvados, donde muchos no es sólo expresión de un gran número sino la unidad de una multitud, que no debe anular la salvación, la liberación y la libertad de cada uno, sino debe potenciarlas, porque la unidad de los salvados es ella misma uno de los signos principales de la salvación.

Esta vinculación de la liberación-libertad con los pobres y la pobreza es uno de los puntos esenciales de la concepción cristiana. La libertad burguesa que subyace en muchos de los anuncios de la libertad está fundada en la propiedad privada y más en concreto en la riqueza; sin el desequilibrio de unos pocos que tienen mucho y de unos muchos que tienen poco, apenas puede hablarse de libertad. La libertad burguesa, que supone la liberación de la aristocracia y de las monarquías absolutas, se cimentó sobre la opresión de grandes capas sociales, que sustentaban sin libertad el desarrollo de la clase burguesa. No es ésta la liberación-libertad cristiana. El mensaje evangélico ve en la riqueza un gran obstáculo para el reino de Dios y para el desarrollo de la libertad de los hijos de Dios. Este punto ha sido recogido con gran fuerza por la mayor parte de los grandes reformadores religiosos, que han visto en la riqueza el gran obstáculo de la santidad y en la pobreza, elegida por amor de Cristo, el gran impulso a la perfección. No puede negarse, sin anular elementos esenciales del evangelio, que es la riqueza un gran obstáculo de la libertad cristiana y que es la pobreza un gran apoyo de esa libertad. El tener-más como condición para ser-más es una tentación diabólica, rechazada por Jesús al inicio de su misión pública.

Hoy, en cambio, se supone que sólo el tener-más con referencia a tener-más con referencia a tener-más-que-otros, es lo que posibilita el ser-más, el ser realmente libre. La dominación se convierte en condición de la libertad. De ahí que se vaya abriendo cada vez más el abismo entre los ricos y los pobres, entre los pueblos ricos y los pueblos pobres. Por ello la liberación como proceso colectivo, cuyo sujeto principal son los pobres, es la respuesta cristiana al problema de la libertad colectiva que posibilita y potencia la libertad personal. No hay libertad sin liberación, no hay libertad cristiana sin liberación cristiana y ésta hace referencia esencial a los pobres y a la pobreza. Es el escándalo que debe producir la fe cristiana frente a un mundo configurado históricamente por el pecado más que por la gracia. Mientras haya pobres, la liberación vendrá de los pobres. Cuando deje de haberlos porque ha sido superado mundialmente el estado de satisfacción de las necesidades básica y haya sido superada también la desigualdad injusta que supone y posibilita la opresión y la represión, se habrá llegado a una etapa superior del reino de Dios. Aun entonces el afán de riqueza y la degradación consumista que es propugnada por la abundancia excesiva seguirán siendo una de las tentaciones fundamentales, que habrán de ser superadas por la fuerza de la fe y por su vivencia en la historia.

La referencia a los pobres, como definitoria de la liberación, sitúa este concepto en su justa perspectiva. La liberación narrada en el Exodo en términos más estrictamente histórico-políticos no queda anulada por la liberación apuntada en el juicio final. No hay ruptura entre Exodo 3, 7-9 y similares con Mateo 25, 31-46. Se trata en ambos casos de la liberación de los más pobres, aunque en el relato neotestamentario las posibilidades de hacerlo están menos diferenciadas y precisadas que en el relato veterotestamentario. En ambos casos, sin embargo, se trata de una estricta liberación y no de una simple liberalización. Sin desestimar las virtudes de la liberación que apunta a la libertad subjetiva e individual, fraguada a partir del renacimiento no sin profundo influjo de la propia fe cristiana, la liberación hace otro planteo más integral, en definitiva, más realista y más universalista.

La liberación es, ante todo, liberación de las necesidades básicas sin cuya satisfacción asegurada no puede hablarse de vida humana, ni menos aún de vida humana digna, tal como corresponde a los hijos de Dios a quienes el creador regaló con un mundo material común y comunicable, suficiente para esa satisfacción: es lo que debe llamarse liberación de la opresión material. La liberación es, en segundo lugar, liberación de los fantasmas y realidades que atemorizan y aterrorizan al hombre; en ella va incluida la superación de todas aquellas instituciones sean jurídicas, policiales o ideológicas, que mantienen a los individuos y a los pueblos movidos más por el temor del castigo o el terror del aplastamiento que por el ofrecimiento de ideales y de convicciones humanas: es lo que debiera llamarse libertad de represión, que histórica y socialmente se puede presentar de muy distintas formas. Supuestas estas dos liberaciones, pero en simultaneidad con ellas, está la liberación tanto personal como colectiva de todo tipo de dependencias; el hombre está condicionado en su libertad por múltiples factores y aun puede llegar a estar determinado, pero, para poder hablar de libertad radicalmente, hay que superar las dependencias, pues de poco sirve la libertad potencial si no puede romper las amarras del objeto que le determina unívocamente, imposibilitándoles super-determinarse a sí mismo.

Estas dependencias quitan la libertad cuando están interiorizadas, pero el que provengan del interior no quita su carácter de anulación de la libertad: es lo que debiera llamarse liberación de las dependencias (tendenciales, pasionales, atractivas, consumistas, etc.). Está finalmente la liberación de sí mismo, pero de sí mismo como realidad absolutamente absoluta, que no lo es, pero no de sí mismo como realidad relativamente absoluta que sí lo es; en los anteriores caso puede llegarse a la dependencia de algo que aparece como absoluto y que posibilita la idolatría, pero es en el caso de sí mismo donde el centrismo propio de todo viviente y, en especial, del humano puede convertirse en auto-centrismo total, no sólo respecto de los demás hombres sino también de Dios, constituyéndose así en la forma más peligrosa de idolatría. Esta liberación de sí mismo ha sido tratada muchas veces por asectas y místicos de las más distintas tendencias.

En su grado todas estas formas de liberación son a la vez individuales y colectivas, sociales y personales. Obviamente superan el planteamiento de la liberalización, que sólo cobra su sentido real, cuando está asegurado lo que debiera ser su fundamento, la liberación. Cuando esto ocurre la liberalización como ejercicio de la iniciativa personal, de las libertades públicas y de las libertades tanto civiles de la iniciativa como económicas, puede llegar a tener pleno sentido sin que comporte engaño o, lo que es peor, la libertad de unos pocos con la negación de la misma para los más.

Esta liberación es personal, social y teologal. La liberación del pecado, de la ley y de la muerte se da en todos y cada uno de los procesos descritos de liberación. El pecado, la ley y la muerte llevan a su negación y la plenitud de esa liberación lleva a la superación del pecado, de la ley y de la muerte. Pero lo llevan de un modo realista. Por ello, aunque la liberalización parece que tiene por objetivo la libertad, pretende buscarla por un camino falso que, además, pocos pueden recorrer. El objetivo primario de la liberación es, en cambio, la justicia, la justicia de todos para todos, entendiendo por justicia que cada uno sea, tenga y de le dé, no lo que es se supone que ya es suyo porque lo posee, sino lo que le es debido por su condición de persona humana y por su condición de socio de una determinada comunidad y, en definitiva, miembro de la misma especie, a la que en su totalidad psico-orgánica corresponde regir las relaciones correctas dentro de ella misma y en relación con el mundo natural circundante. Puede decirse que no hay justicia sin libertad, pero la recíproca es más cierta aún: no hay libertad para todos sin justicia para todos. Esta interrelación debe ser conservada, pues sus dos extremos son sumos valores del hombre y dones siempre ofrecidos por la fe cristiana, pero su jerarquización no tanto como valores sino como pasos de un proceso integral hay que definirla como realismo en cada caso histórico. El camino de llegar a la justicia por la libertad (liberalismo) ha tenido buenos resultados para los más fuertes, como individuos o como pueblos, en un determinado momento, pero ha dejado sin libertad (liberación) a la mayoría de la humanidad. El camino de llegar a la libertad por la justicia ha dejado también históricamente mucho que desear en determinados países. Sin embargo, una liberación, tal como la que propone integralmente la fe cristiana, que al hacer la justicia no ponga impedimentos definitivos a la libertad y que al impulsar la libertad no ponga medios impedientes de la justicia, debe ser el camino que los pobres deben emprender para ir realizando históricamente el proyecto de salvación (liberación) que se les ha prometido.

En esta fase en que por un proceso de liberación se hagan posibles la justicia y la libertad es cuando ésta podrá desplegarse en lo que tiene de participación de la vida divina en relación con los hombres. La libertad creadora del hombre es una prolongación de la libertad creadora de Dios y tanto será más libre y creadora cuanto más prolongue la acción de Dios en la línea del amor. La creación libre por amor es el resultado en el hombre, oprimido por el pecado, de un proceso de liberación. La posibilidad de esa libertad creadora y la llamada a ella están ya inscritas en la propia realidad humana, no sólo por voluntad imperativa de Dios, sino en cuanto esa propia realidad es ya la potencialidad real puesta por Dios en la comunicación hacia fuera de su propia vida personal (Zubiri). Pero esa posibilidad y esa realidad se realizan en un mundo de pecado, que también está radicado en la libertad humana y en la limitación congénita de la naturaleza humana. El modo limitado de ser Dios que es el hombre tiene, como limitado, la posibilidad de pecado, pero tiene por ser de Dios la posibilidad, no sólo de superar el pecado, sino de llegar a hacerse como Dios por donación del mismo Dios y no por un esfuerzo prometeico, en definitiva idolátrico.

4. Pueblo de Dios y liberación

De las distintas descripciones parciales de lo que es la Iglesia, la que la interpreta como pueblo de Dios originalmente (Lumen gentium) a la luz del misterio de Dios es la que más ayuda para preguntarse qué debe hacerse y quién debe hacer en la Iglesia el trabajo de la liberación. La instrucción Libertatis conscientia. Libertad cristiana y liberación, lo confirma al dedicar un apartado especial a la Iglesia como pueblo de Dios (III, 58) y al insistir repetidas veces en los pobres como sujeto preferencial de la liberación (I, 21-22; IV, 62-69). Desde esta perspectiva del pueblo de dios, que es el correlato histórico-salvífico del reino de Dios, es como debe enfocarse la participación de los cristianos en los procesos de liberación.

La liberación tiene, a la vez, un carácter salvífico y un carácter histórico. Cuando el cristiano habla de liberación integral está intentando formular, según las exigencias de las mayorías populares en nuestro tiempo, la versión historizada de la salvación cristiana, sino que la salvación cristiana tiene mucho que dar a la liberación histórica y que a su vez, aunque subordinadamente, la liberación histórica es condición necesaria para la historización de la salvación. No es fácil separar un aspecto de otro, pero tampoco hay por qué confundirlos como si fueran una y la misma cosa. Cuando se toma el término liberación integral como actualización histórica de la salvación cristiana, ella misma tiene esa doble vertiente de realización mundanal y de realización transcendente, donde aquélla es la objetivación en cada caso limitada de lo que pretende ser ésta como una mayor presencia del Dios siempre mayor.

No obstante esta unidad, la liberación por su carácter técnico y material tiene unas determinadas exigencias que desbordan la capacidad de la Iglesia, al menos hasta que la Iglesia no haya logrado que todos los hombres constituyan objetivamente, libre y conscientemente, un pueblo de Dios como sujeto principal del reino de Dios. De aquí se desprende que la liberación necesita de mediaciones. Mediaciones teóricas para interpretar el carácter de las negaciones de ella y para proponer soluciones conduncentes a su superación; mediaciones prácticas para poner en marcha esa superación. Todos los hombres pueden y deben contribuir a esta tarea, según sus capacidades teóricas y morales con la autonomía intelectual y política que exige la naturaleza misma de las cosas. La revelación y la tradición de esa revelación pueden señalar límites en el sentido de mostrar lo que no puede o no debe hacerse y aun señalar utópicamente lo que sí puede o debe hacerse, pero no puede definir desde ella misma y sin las debidas mediaciones los pasos y modelos que deben seguirse para ir realizando cada momento en las distintas personas y grupos, pueblos y comunidad internacional, un proceso integral de liberación. Carece, entonces, de sentido objetar que la enseñanza social de la Iglesia o la teología de la liberación no ofrecen soluciones plenamente operativas a los problemas de la humanidad. Pero de esa carencia no se sigue que su aporte histórico sea inútil o pueda ser sustituido por el de otros. La liberación integral no se puede lograr sólo con los instrumentos que ofrece la fe, pero no puede lograrse sin ellos. La integridad de la liberación exige esa presencia de la fe. Y esto referido a la liberación histórica misma y no sólo reducido a lo que pudiera considerarse la liberación espiritual del pecado y la liberación escatológica del mal. Es la liberación histórica, la que afecta al hombre aquí y ahora en su totalidad concreta, la que necesita del aporte liberador cristiano.

Pero ese aporte cristiano no es suficiente. Necesita de mediaciones teóricas y prácticas, que pueden ser muy distintas según los diferentes estadios de desarrollo histórico. Pero entre estas mediaciones hay que optar. Apenas podrá considerarse que hay mediaciones estrictamente neutrales, pues aunque haya elementos de ellas que pudieran ser consideradas como tales, el conjunto en que se inscriben las hace tendenciales cuando no tendenciosas. A veces se ha pensado que es la apropiación social de los medios de producción condición indispensables para que las mayorías populares inicien con seguridad el camino de la liberación integral; a veces se ha pensado que sólo con la propiedad privada de los medios de producción se respeta la libertad fundamental que puede llevar a la liberación. Los ejemplos podrían multiplicarse: monarquía absoluta en relación con Dios, monarquía constitucional, distintas formas de aristocracia o democracia, primacía de los pueblos nacionales sobre los estados, liberación o represión sexual, etc..., etc. Todas estas mediaciones tienen su estructura y su dinámica propia, que no pueden ser sustituidas por instancias ajenas a ellas, pero que no por ello son separables no sólo de un juicio moral sino de un estricto juicio teologal en orden a la liberación. Ese juicio moral y teologal debe tener en cuenta, siempre que sea posible, el criterio de la praxis y de la historización. Apenas hay solución que, mientras se mantenga en su formulación teórica, no sea salvable. El problema surge cuando se pone en práctica y sus resultados quedan objetivados en la historia, considerada ésta a largo plazo y en una extensa y, a ser posible, total dimensión especial. ¿Qué bienes y males ha traído el liberalismo y a cuántos y por cuánto tiempo? ¿Qué bienes y males ha traído el socialismo y a cuántos y por cuánto tiempo? ¿A qué solución se le ve un futuro más prometedor? No siempre estas y otras preguntas pueden encontrar respuestas claras y unívocas, pero la perspectiva cristiana de la liberación puede ayudar a ir las dando, siempre que se sitúe creyentemente en el lugar adecuado de discernimiento teologal que son los pobres, las mayorías populares. Para la liberación integral de la humanidad es bueno lo que vaya siendo bueno y más multiplicadoramente bueno en directo para las mayorías populares.

El pueblo de Dios como sujeto mediador e impulsador de la liberación se debe entender a sí mismo preferencialmente como el pueblo de los pobres, como Iglesia de los pobres. Esa distinción es anterior a la división entre jerarquía y fieles, entre sacerdotes y laicos, etc., como bien señala el Vaticano II. El pueblo de Dios es lo primero y originario en la subsiguiente estructuración y jerarquización de la Iglesia y ya en sí mismo debe considerarse como algo intrínsecamente configurado por la opción preferencial hacia los pobres. Hay papas que en mayor o menor grado han configurado su ejercicio primordial en la línea de los pobres e igualmente obispos y otras instancias han ejercitado su ejercicio jerárquico y sacerdotal en esa misma línea. No hay, pues, en principio oposición entre Iglesia institucional e Iglesia de los pobres, pues la institucionalidad misma de la Iglesia debe ser configurada por esa opción preferencial. Pero sí caben distinciones. Una distinción fundamental es la que compete al carácter maternal de la Iglesia en diferencia con su carácter magistral. El carácter maternal de la Iglesia dice lo que ella tiene de partera de humanidad y de santidad, de partera de nuevos impulsos e ideas en favor de la liberación, y este carácter le corresponde a quien Dios se lo ha dado por el Espíritu de Cristo, lo cual no corresponde necesariamente a la jerarquía, sino con frecuencia al pueblo de los más pobres no constituidos en jerarquía, a los que Dios ha hecho más santos o simplemente más preferidos. El carácter magistral, esto es, la determinación autoritativa del sentido de algunos pronunciamientos teóricos o prácticos, que afectan a la vida cristiana desde la revelación y a veces también a sus concreciones históricas, corresponde más bien a quienes detectan la autoridad eclesiástica.

La Iglesia es madre y maestra pero lo es por distintas razones. Más aún, hay prioridad de su carácter maternal sobre el carácter magistral; es más importante su misión de dar vida o de transmitir vida que la de sancionar autoritativamente determinadas enseñanzas. Que la jerarquía de la Iglesia pueda y deba realizar ante todo acciones maternales -y en este sentido con otras metáforas estrictamente pastorales- no significa que eso sea exclusivo de ella ni tal vez lo específico de ella, así como lo no constituidos en autoridad (poder) jerarquía pueden desarrollar una gran labor magistral, aunque a esa labor le falte el refrendo de la autoridad, requerida por Dios para la legitimación sebreañadida de una verdad. Pues bien, corresponde primariamente al carácter maternal del pueblo de Dios engendrar vida liberadora dentro de la Iglesia y en favor de la historia y al carácter magistral del pueblo de Dios discernir autoritariamente lo que es conforme o inconforme con la verdad de la revelación, siempre que ésta entre en relación directa con la acción liberadora. La interacción de estas dos funciones puede entrar en conflicto, puede ser conflictiva, pero ese conflicto será saludable siempre que en él domine el Espíritu de Cristo que engendra verdad y vida y que al mismo tiempo sanciona la legitimidad y la plenitud de esa verdad y de esa vida. La maternidad y la magisterialidad de la Iglesia son dos funciones complementarias, pero de ellas la maternidad es la superior.

Siendo esto así, el principal aporte del pueblo de Dios a la liberación será la configuración de él mismo como fuerza de liberación. Si la Iglesia como pueblo de Dios no se configura ella misma como signo y fuerza de liberación, difícilmente podrá hacer nada importante en la liberación de los hombres y de las estructuras históricas. Esto no ha ocurrido siempre así. Si ha sido tan tardía la convicción del magisterio de que la liberación es un elemento esencial de la fe cristiana, es de suponer que en su praxis interna y en su autoconciencia no haya visto la fuerza salvífica de esta configuración liberadora. La Iglesia más se ha configurado según los criterios de verdad (ortodoxia) y de autoridad (vertical) que según los criterios de vida y de liberación. No son del todo excluyentes porque la magisterialidad jerárquica no niega la maternidad, pero sí el predominio de la primera pone en peligro el crecimiento de la segunda. Con ello la Iglesia se constituye más en signo de la ley y del orden que del espíritu y del cambio. El autoritarismo en la Iglesia, el miedo a los "excesos" del Espíritu que sopla desde donde quiere y hacia donde quiere, el acartonamiento de la verdad revelada en formulaciones históricas muy limitadas, el predominio de la legislación sobre la inspiración, de la ley sobre la gracia, del contenimiento sobre el impulso, etc., no han hecho de la Iglesia ejemplo señero de innovación y de liberación. Esto debe cambiar. Los momentos más gloriosos de la Iglesia en lo teórico y en lo práctico, en lo misional y en lo religioso, en su propia credibilidad ante sus propios hijos y ante el mundo, se han dado en épocas de crecimiento, en épocas de predominio de lo maternal sobre lo magistral. Así fue en la primitiva Iglesia, así a lo largo de su historia -cuando el profetismo creador rompía estrecheces consuetudinarias-, así en los tiempos modernos con Juan XXIII y el Vaticano II. Puede darse el peligro de los excesos y de la dispersión disociativa, pero para ello está el otro aspecto magisterial. Pero este aspecto no se puede constituir en la fuerza realmente dominante, porque cuando así ocurre no sólo se cierra la fuerza liberadora dentro de la Iglesia, sino que ésta se convierte en una fuerza retardataria tanto contra la libertad de los liberalismos como contra la liberación de los movimientos populares.

Configurada la Iglesia como pueblo de Dios más por las fuerzas maternales que por las magistrales dentro de ella estará en mejor disposición para dar su contribución a la liberación de los hombres y de la historia. Lo ha hecho en muchas ocasiones de forma notable en el campo de la cultura, de la vida espiritual, del anuncio del reino, de la denuncia del pecado, etc. No se pueden desconocer los frutos de santidad que ha propiciado la Iglesia gracias al Espíritu en la línea de la liberación del pecado personal, de la conversión, de la entrega a los demás. Las sombras no siempre han opacado las luces y el mundanismo secular no ha ahogado nunca de forma total la fuerza evangélica de la fe. La persecución sufrida puede servir de prueba de cómo ha resistido a los poderes de este mundo, sobre todo cuando lo ha hecho en nombre verdadero del evangelio y no por defender sus intereses o prejuicios institucionales. Es en cuanto depositaria del Espíritu de Cristo y movida por él cómo la Iglesia puede contribuir a la liberación, haciendo hoy creativamente lo que hizo Jesús en su tiempo y, a ser posible, del modo como Jesús lo hizo, preferencialmente desde los pobres, para los pobres y de modo pobre. Si la Iglesia se llena vivamente del Espíritu de Cristo y potencia sus virtualidades proféticas puede desde el evangelio mismo y desde sus medios específicos ser una fuerza radical de liberación. Y esto no tanto adoptando formas doctrinarias sino formas kerigmáticas de anuncio y de denuncia. La doctrina no llama a la conversión y a la transformación. Es el kerigma vivido y proclamado el que más mueve a la conversión y a la acción transformadora, al compromiso personal y a la acción histórica. La palabra, el ejemplo y a la acción que hacen vivificantemente presente la fuerza liberadora del evangelio y su llamada a la conversión y la transformación son el gran aporte del pueblo de Dios a las tareas liberadoras.

En la Iglesia como pueblo de Dios son las comunidades eclesiales de base uno de los lugares óptimos de esta transfusión de la fuerza a la marcha de la historia, por sus especiales características de leer comunitariamente la palabra viva de Dios en la escritura y la tradición y de dejarse interpelar directamente tanto por esa palabra como por las exigencias de la realidad desde una opción preferencial por los pobres. Las comunidades de base que no están determinadas por esta opción representan parcialmente un elemento de fuerza liberadora en cuanto poner en juego la vida personal activamente y no como meros oyentes y obedientes de las estructuras magistrales y jerárquicas de la Iglesia. Pero son las comunidades eclesiales de base, determinadas intrínsecamente por la opción preferencial por los pobres, las que por estar situadas en el lugar mismo de la opresión y de la represión, sienten mejor la fuerza liberadora de la fe en toda su plenitud, que no se reduce a la propia subjetividad sino a las propias estructuras sociales. La liberación no es que sea sólo preferencialmente para los pobres, es que, además, debe venir preferencialmente de ellos, porque son los sujetos pasivos y activos por excelencia de ella, según la promesa de Dios. Y sujetos cualificados del anuncio de la liberación cristiana en la historia.

No es, sin embargo, lo más propio de ellas la acción histórica, sino la palabra histórica, como es el caso de Jesús. Si se prefiere de otro modo, la acción histórica por antonomasia de la Iglesia y en ella de las comunidades eclesiales de base en la palabra eficaz. Ciertamente, la palabra sola no basta, pero la palabra en todas sus manifestaciones, todos los gestos expresivos, son una fuerza no sólo indispensable sino profundamente eficaz. En definitiva, para el hombre sólo lo que se convierte en conciencia e intencionalidad, en significación, hace liberación en la historia. Si es absurdo reducir todo el proceso de liberación a la palabra, lo es también negar la importancia decisiva de la palabra en la liberación. La palabra profética del kerigma hecha presente en el curso de la historia es de todo punto indispensable. Esa palabra que debe tener la misma estructura encarnatoria de Jesús, la palabra hecha carne; esto es, debe tener la fuerza del logoso divino, pero debe también tener la incorporación plena a la carne de la historia, como potenciadora y animadora más que como reguladora técnica de la misma. Y esa carne histórica son las acciones eficaces que se deben poner para que se vaya realizando materialmente la liberación en todo lo que la liberación tiene de estricta materialidad.

Sin identificarse y, menos aún, subordinarse a ninguna organización social o política, el pueblo de Dios o sectores de él, embarcados en la tarea de la liberación, necesitan entrar en relación con ellas. Algunas deberían ser positivamente combatidas porque su efectividad última va contra la liberación integral de las mayorías populares o porque sus medios son inaceptables para la fe cristiana. Pero otras podrán ser positivamente apoyadas, por cuanto se presentan como el medio más eficaz para la liberación de las mayoría populares en un determinado momento. No es lo propio de las comunidades de base convertirse ellas mismas en tales organizaciones porque la efectividad de los fines y de los medios lo desaconseja, ni tampoco perder su identidad cristiana en sumisión a organizaciones que no la tienen, porque si la sal pierde naturaleza no sirve como sal. Pero sí es propio de ellas, ante todo, alentar el espíritu y la fuerza liberadora de las organizaciones que realmente estén a favor de la liberación popular, y también es propio de ellas tratar de que ese espíritu y esa fuerza ya de por sí liberadoras se conformen en los fines, en los medios y aun en las valoraciones e interpretaciones a los puntos fundamentales del mensaje cristiano. La historización y la operativización de la fe así lo exige. Más aún, la unidad intrínseca de la historia de la salvación puede llevar a confluencias muy útiles entre los mecanismos más específicamente gestores de la historia y los mecanismos más específicamente gestores de la salvación. Es un problema de discernimiento que conlleva sus peligros, nunca mayores que el peligro fundamental de no buscar esa confluencia y colaboración por los peligros en que puedan ponerse las limitadas institucionalizaciones de la fe.

Esto no obsta para que los llamados "laicos" en la Iglesia puedan optar políticamente por los medios organizativos que les parezcan más aptos para la liberación para incorporarse a ellos de forma plenamente comprometida. Podría suceder que también los no laicos en la Iglesia tuvieran ocasionalmente que hacerlo, sea por llamado de su conciencia personal obligante, sea por encargo autoritativo de aquellos a quienes deben obediencia. Que los laicos deberían intentar poner toda la plenitud de su fe cristiana en las llamadas tareas temporales, puestas explícita y arriesgadamente a favor de los oprimidos y a favor de las luchas de liberación, parece cosa evidente tanto por su condición de hombres como por su condición de cristianos. Las tareas realmente liberadoras suponen históricamente en un mundo de pecado un sacrificio permanente, que pocas gentes quieren emprender, a no ser por aquella tentación general de disponer del poder. La política como servicio y no como profesión, en cuanto buscadora no del poder sino del mayor bien de las mayorías populares, se convertiría así en un lugar de plenitud cristiana. Pero, aun en este caso, hay que diferenciar lo que es propio del laico dentro del pueblo de Dios en su comunidad de base y lo que es propio del laico, siempre miembro del pueblo de Dios, en su labor política.

El problema es más funcional y práctico que propiamente teológico, pero en la práctica tiene grandes consecuencias. La salvación (cristianización) de la historia no puede confundirse con su clericalización ni siquiera su religiosización; la historización de la salvación tampoco puede confundirse con su secularización política. De ahí que la distinción de carismas y de ministerios dentro del pueblo de Dios sea algo fundamental a la hora de encontrar el propio camino personal y también el de los distintos estamentos eclesiales. Unida y diferenciadamente es mucho lo que toda la Iglesia puede hacer por la liberación.

En algunas partes de la Iglesia es todavía una gran fuerza social y, también como tal, ha de poner su peso específico en favor de la liberación, pero esto, no en cuanto es parte de y se relaciona con el poder político, sino en cuanto es parte de y se relaciona con el poder social popular. El lugar de acción de la Iglesia es la base y no la cúpula y su modo peculiar de acción es la palabra profética y no la negociación política. Esto es válido, incluso de la Iglesia institucional, que no ha de entenderse como un poder político junto a otros poderes políticos, sino preferentemente como una fuerza social en razón de su inserción en el mundo. Esta tarea la ha hecho la Iglesia en muchas ocasiones a favor de la dominación y desde la estructura del poder político, pero la Iglesia de los pobres, como expresión más genuina de la santidad de la Iglesia, lo debe hacer en favor de la liberación y desde lo que pudiera llamarse un poder popular, el poder de un pueblo de profetas, de sacerdotes y de reyes. Porque, aunque la liberación procurada por la Iglesia es una liberación integral, no debe olvidarse en razón de esa integralidad que la liberación es históricamente una liberación de las opresiones sociales y económicas así como políticas, que son pecado y fruto del pecado y que tienden a negar la condición primaria de hijos de Dios y de herederos del reino, que corresponde preferencialmente a los pobres de este mundo.