«YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA»

(Jn 11,25)

K. ROMANIUK

 

Cuando oímos la palabra «resurrección» pensamos, normalmente, en el hecho histórico de la resurrección de Cristo o en la resurrección universal de los cuerpos. La expresión «vida eterna» está igualmente relacionada, en nuestras ideas, al futuro, y sobre todo a ese futuro feliz que no puede dar comienzo sino después de la muerte, aunque luego durará para siempre. En una palabra: la resurrección y la vida eterna son, para nosotros, realidades futuras.

Esa idea, en sí, no es falsa, pero tampoco puede asegurarse que refleje todas las facetas de la revelación bíblica acerca de la resurrección y la vida. Incluso admitiendo que corresponde con bastante exactitud al contenido respectivo de la catequesis sinóptica, no puede decirse que exprese toda la riqueza teológica del pensamiento paulino, y menos aún del joánico.

Pero es precisamente la perspectiva de Juan la que realmente nos interesa por lo que se refiere al tema de la resurrección y la vida. Nos servirán de punto de partida la presentación joánica de la misión de Cristo, así como su descripción de la función que incumbe a los evangelistas y apóstoles (I); después analizaremos determinados aspectos del proceso que sigue el hombre para entrar en la vida y permanecer en ella (II); finalizaremos nuestro estudio con algunas observaciones sintéticas a propósito del carácter actual de la resurrección y de la vida.

l.

1  El mismo Cristo presentó así el objetivo de su misión: «Yo he venido para que las ovejas tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). En el Cuarto Evangelio abundan las afirmaciones de este tipo. Leemos, por ejemplo, «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo hombre que cree en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (3,16); o bien, «mis ovejas escuchan mi voz... Yo les doy la vida eterna; no perecerán jamás ... » (10,27s); finalmente, «Padre, llegada es la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique y que, por el poder que le has conferido sobre toda carne, él dé la vida eterna a todos aquellos que tú le has dado» (17,1s). Sin ser completa esta enumeración de palabras pronunciadas por Jesús al respecto, las que hemos citado permiten comprobar que el Hijo del Hombre ha venido a la tierra a fin de que el hombre entre en posesión de la vida. Así ve Cristo su propia misión y tal es la voluntad del Padre que le envía.

2. La expresión «vida eterna» y el término suelto «vida» que aparecen en estos textos son sinónimos. Aun cuando el apóstol omita el calificativo de «eterna», no piensa en modo alguno en la vida terrena y física, sino en la vida eterna ó . Aparte del contexto, la distinción tan estricta de los términos respectivos nos autoriza a hacer esta interpretación del pensamiento de Juan; para hablar de la vida temporal y terrena, el autor del Cuarto Evangelio emplea siempre el término psyché; por el contrario, para expresar la vida futura y eterna siempre usa el término zoé; éste es precisamente el sustantivo que encontramos en todos los textos antes citados. Está plenamente justificada, por consiguiente, la afirmación de que todo cuanto Jesús dijo, hizo y padeció; todas sus alegrías y tristezas; su vida entera, su muerte y su entrada en la gloria tenían por objeto el procurarnos la vida eterna.

3. Así presentado, el objeto de la misión de Jesús se deduce de la noción misma de Dios y de su Hijo Jesucristo 7. Ya en el Antiguo Testamento, Yahvé se revela como Dios vivo (Dt 5,26; Os 1,10; Is 37,4.17) en oposición a los ídolos vanos (Sab 13,15). La noción de Dios como ser vivo por excelencia pasará en seguida a ser un bien común de toda la tradición de la Iglesia naciente. Así, Pablo escribe a los tesalonicenses: «Pues ellos mismos cuentan de nosotros cómo fue nuestra llegada a vosotros y cómo os convertisteis a Dios, dejando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero ... » (1 Tes 1,9). De la misma manera describe el pasado pagano de los corintios: «Sabéis que cuando erais paganos, erais llevados ante los ídolos mudos como en arrebato» (1 Cor 12,2).

El autor del Cuarto Evangelio nunca prueba que Dios es la vida. Supone que esta verdad es conocida y aceptada por todos sus lectores. Juan, resumiendo las palabras de Jesús, afirma: «Pues igual que el Padre tiene la vida en sí mismo, así ha dado también al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26; cf. 6,57). Tener la vida en sí mismo significa no depender de ningún otro en cuanto a la existencia. La existencia de Dios no está condicionada por nada ni por nadie; la vida, la existencia pertenece a la naturaleza misma del Padre, así como a la del Hijo", y ésa es la razón de que Jesús pueda afirmar: «Yo soy la resurrección. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25) ", o también: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,16). En 1 Jn 5,12 leemos: «El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida». Por lo demás la misma palabra del Hijo ya es vida: «Las palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63).

Jesús, por consiguiente, tiene la vida en sí mismo; él es la vida, la resurrección. Es decir, el triunfo total de la vida sobre la muerte, gracias a los vínculos absolutamente especiales que median entre él y su Padre (Jn 10,30), que es el «Dios de la vida». Por ello, Jesús puede comunicar la vida; puede cumplir la voluntad de su Padre, que también quiere para nosotros la vida en toda su abundancia.

4. Señalemos que la misión de Jesús así entendida determina también, de manera especialísima, la función de quienes daban testimonio de esta misión, de palabra o por escrito. El autor del Cuarto Evangelio entiende así el objeto de su actividad: «Jesús hizo entonces ante los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro: éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,30 s). Los evangelistas son, por consiguiente, hombres benéficos para todos aquellos que, a través del Evangelio, pueden entrar en contacto con la persona de Jesús y pueden tener la vida, puesto que Jesús es la Vida.

¿En qué consiste entrar en contacto con la persona de Jesús, con sus palabras y sus actos? ¿Cómo se establece ese contacto? Juan da a todas estas preguntas la respuesta siguiente: para tener la vida es preciso creer en Jesucristo y guardar esta vida por la participación en el cuerpo de Cristo.

II

l. Los términos que en Juan expresan la idea de la vida casi siempre van relacionados con las palabras creer‑fe (1,12; 3,14 s. 16.18.36; 5,24; 6,35.40.47; 7,38; 11,25 ss; 12,36.46; 20,31; 1 Jn 5,1.13). La expresión «el que cree posee la vida eterna» constituye la formulación más expresiva.

2. Creer en Jesucristo equivale a afirmar que toda su actividad tiene valor salvífico; es someterse voluntariamente al influjo eficaz de esta actividad; es unirse de manera decidida y con perfecta confianza e Jesús; es ‑aplicando los mismos términos utilizados por Juan‑ venir a Jesús (ó,35), escuchar sus palabras (5,24; 10,27), seguir a Jesús (10,27), ver a Jesús (ó,40), guardar sus palabras (8,51).

3. Cristo constituye siempre el objeto de este acto de venir, de escuchar y de ver; él es el objeto de la fe. Esta fe en Jesucristo obliga al cristiano a cambiar de vida, y este cambio, cuando se lleva a cabo de manera adecuada, recibe en Juan el nombre de «paso de la muerte a la vida». Juan piensa en todos los cristianos cuando dice: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida» (1 Jn 3,14). Si emplea aquí el tiempo pasado ‑más exactamente, el perfecto‑ para expresar una acción cuyos efectos duran todavía es porque hace alusión a la obra salvífica de Cristo, así como al sacramento del bautismo, mediante el cual cada cristiano entra en la esfera de influencia de Cristo, que es Vida.

La vida en cuya posesión se entra por la fe debe ser mantenida y cultivada por este alimento que es el cuerpo y la sangre de Cristo.  Pero dado que la verdadera vida sólo procede de lo alto, el autor del Cuarto Evangelio repite muchas veces que el pan dado por Jesús ha descendido verdaderamente del cielo (Jn ó,31‑33.49). Pero el pan que Jesús da a comer es su mismo cuerpo, y el vino que nos da a beber es su propia sangre. Pero Jesús también ha afirmado precisamente que él ha descendido del cielo (Jn 3,13). Por ello es él mismo el pan capaz de dar la vida eterna.

2. Pero el poder nutritivo de este pan está condicionado de dos maneras. El cuerpo de Cristo, para que pudiera darnos la vida, debía ser antes inmolado y luego glorificado. Fue muerto cuando el Hijo del Hombre se entregó por nosotros según la voluntad del Padre. Sin embargo, está claro que un cuerpo físico, y menos aún un cuerpo físico que está muerto, no puede ser fuente de vida. Por eso únicamente el cuerpo de Cristo resucitado y ascendido al cielo es el que da la vida: «El pan de Dios es el que desciende del cielo y el que da la vida al mundo» (Jn 6,33). El pan que da Cristo es un verdadero alimento, y su sangre es una verdadera bebida (Jn 6,54.56‑58). Beber la sangre de Cristo y comer su cuerpo es asegurarse la posesión de la vida no sólo temporal, sino también eterna.

1.   El efecto principal de la eucaristía participada por eI cristiano es una unión absolutamente especial con Cristo, y a través de éste con el Padre. Jesús lo afirma con toda claridad.‑ «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él»

2.   La persona de Jesús, siempre presente en el mundo, constituye la fuente única y el centro de la vida del cristiano. Desde el momento en que el Verbo ‑que también es llamado «el Verbo de Vida» (1 Jn 1,1)‑ se ha hecho cuerpo, el hombre cuenta con la posibilidad de tener la verdadera vida. Además, al afirmar de sí mismo que es la puerta y el camino, Jesús nos advierte de que únicamente a través de él tenemos acceso a la vida imperecedera. Puede decirse también que por la vida, la muerte y la resurrección de Jesús lo sobrenatural ha descendido ya a la esfera de la vida terrestre y natural. Al unirnos con Cristo por la fe y la participación en la eucaristía entramos en esta esfera de la existencia nueva. A partir de ese momento vivimos la vida nueva, que no experimenta interrupción alguna.

3.   Este «ya» de la vida nueva no tiene carácter temporal, cronológico, sino más bien cualitativo; es un «ya» cristológico; se trata de la época de la actividad salvífica de Cristo, época inaugurada con la muerte y la resurrección de Cristo.

4.   La doctrina de la vida eterna ya poseída y de la resurrección que se opera en el curso de esta vida tienen su fuente en la noción llamada «espiritual» de la resurrección y de la vida. Desde el momento en que se acepta esta noción de la vida, la muerte y la resurrección, las palabras de Jesús a Marta no ofrecen dificultad alguna.

5.   En otras palabras: la verdad referente a la posesión de la vida eterna sobre esta tierra resulta completamente inaceptable para quien no cree en Jesucristo. También lo sería para quien restringiera la noción de vida a la esfera física y temporal. Para quienes piensan así, las palabras de Jesús sobre la vida, la muerte y la resurrección resultarán tan incomprensibles como lo era para Marta la promesa de la resurrección de Lázaro y para los judíos ‑‑cf. 8,52‑ la declaración de que se libraría de la muerte quien comiera el cuerpo y bebiera la sangre de Cristo.

6.   Nos parece útil añadir que la noción joánica de vida, muerte y resurrección posee un carácter absolutamente soteriológico. Cuando Juan afirma que el hombre permanece en la muerte, conviene, para captar su pensamiento, no hacer una distinción entre muerte física y espiritual, o sacar la conclusión de que en ese hombre ha expirado la vida de gracia. Mejor es considerar la muerte como una imposibilidad absoluta de obtener la salvación. Nadie puede librarse de tal estado sin la ayuda de Cristo. Por el contrario, el hombre revive de nuevo cuando, una vez que ha entrado en la esfera de la actividad salvífica de Dios, se somete por completo a la voluntad de éste. Entre pecado y muerte, entre fe y vida hay una dependencia recíproca; quien permanece en el pecado, camina hacia ,la muerte; quien cree en Jesucristo, posee la vida. Una carencia parcial de fe empobrece nuestra vida.