¿RESURRECCIÓN AL FINAL DE LOS TIEMPOS O INMEDIATAMENTE DESPUÉS DE LA MUERTE?

P. BENOIT

La resurrección de los cuerpos resulta una verdad difícil de admitir ya de por sí. Unos la tienen por imposible, mientras que otros la juzgan inútil. Según los materialistas, es absurda, como todo lo que signifique supervivencia. Para los espiritualistas no viene sino a cargar con un peso superfluo la inmortalidad de sola el alma. Ha sido necesaria la revelación bíblica y cristiana para enseñar que el cuerpo, obra buena del Creador, debe ser liberado, igual que el alma, del yugo del pecado, y recuperar la vida, ya que Jesucristo, triunfante de la muerte en cuerpo y alma, le ha conseguido esta salvación. Los anteriores artículos han recordado y justificado. en la medida en que ello es posible, este mensaje esencial de la fe.

Ahora bien: para el creyente se sigue planteando una dificultad, que consiste en la dilación de esta regeneración total que se le ha prometido. Por la fe admite que Jesucristo ha resucitado verdaderamente en cuanto a su cuerpo, y esta misma fe le enseña que la resurrección del Primogénito es prenda de su propia resurrección (1 Cor 15,20‑22; Rom 8,11). Pero la lógica exigiría precisamente que el efecto siguiera inmediatamente a la causa, que la resurrección del

Señor fuera acompañada de la resurrección de sus fieles. Una vez que la muerte ha sido vencida por Cristo, ésta debería soltar a los hombres que mantiene cautivos y no apoderarse de ninguno más. Pero no hay nada de esto. Los muertos del pasado permanecen en sus tumbas, los vivos de ahora siguen muriendo, la resurrección prometida a unos y otros va siendo diferida de edad en edad, y esto desde hace siglos.

Esta dilación, cada vez más prolongada, no deja de angustiar al espíritu e inquietar a la fe. ¿Cómo concebir la resurrección de un cuerpo disuelto en la tierra desde muchos siglos atrás? Celso y Porfirio se burlaban de semejante idea. Si bien resultaba concebible el retorno a la vida después de un corto intervalo de muerte e la medida en que este retorno se entendía, erróneamente por otra parte, como la reanimación del cadáver todavía consistente, de unos huesos aún presentes‑, esta vuelta a la vida, sin embargo, parecía cosa inimaginable cuando, después de una larga espera, el cuerpo ya habría desaparecido totalmente, reabsorbido en el universo cósmico.

Ciertamente, esta dificultad queda superada si se entiende de manera más justa lo que significa la resurrección. No la reanimación de un cadáver, sino la creación de un ser renovado. San Pablo ya lo explicó a su manera (1 Cor 15,35‑53). Pero queda aún otra dificultad, a la que resulta más difícil hallar solución en la doctrina revelada. ¿qué pensar de este «estado intermedio» en que se encuentra el cristiano entre su muerte y su resurrección? ¿Da pie la antropología bíblica para reconocer la existencia de una verdadera vida sin el apoyo del cuerpo? ¿Cómo, pues, imaginarse la situación del hombre durante esta larga espera? ¿Plena actividad espiritual de su alma «separada»? ¿«Sueño» de sus potencias? Y si ninguna de estas soluciones resulta plenamente satisfactoria, ¿acaso no será preciso revisar la afirmación que crea la dificultad, y que es esa dilación de la resurrección basta el «fin de los tiempos», hasta la parusía? ¿No sería más sencillo de entender el hecho de una resurrección que tendría lugar, para cada uno de nosotros, inmediatamente después de morir?

Muchos lo creen así en nuestros días, y merece la pena examinar esta cuestión. Aparte de que este planteamiento no es cosa nueva, pues ya desde comienzos del cristianismo encontramos sus rastros.

Las primeras muertes ocurridas entre los cristianos al poco tiempo de la resurrección debieron de producirles una fuerte impresión. Resultaba que Cristo había triunfado de la muerte, pero que ésta seguía haciendo estragos. Se ha pretendido ver un rastro de esta conmoción en el episodio de Ananías y Safira (Hech 5,1‑11)'.

'Sin embargo, no es seguro que en este pasaje se cargue el acento sobre el carácter prematuro de aquellas muertes; más cierto es que se destaca lo que en ellas hay de terrorífico y numinoso, como manifestación de la presencia del Espíritu Santo, a quien no es posible mentir, en medio de la comunidad.

En todo caso, la Primera Epístola a tos Tesalonicenses, el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, aduce testimonios de esa inquietud de que hablamos. No es que cause asombro el hecho de ver morir a los hermanos; lo que ocurre es que se teme que ello signifique una situación desfavorable en el día en que el Señor volverá. Pablo tranquiliza a sus fieles asegurándoles que estos difuntos resucitarán a tiempo para participar, junto con los hermanos que aún viven, en el advenimiento definitivo del Señor (1Tes 4,13‑18).

En este contexto nada se dice sobre la suerte de aquellos difuntos en el tiempo que habrá mediado entre su muerte y su resurrección. Pablo cree al mismo tiempo que la espera habrá de ser corta en todo caso.

Pero sigue pasando el tiempo sin que Cristo retorne, y la espera, cada día más larga, empieza a suscitar dudas. Realmente, ¿hay que contar con una resurrección futura? ¿acaso no nos ha otorgado ya el bautismo la verdadera resurrección, de orden absolutamente espiritual, y después de la cual ya nada cabe desear? Aparte de que venía a desvanecer la inquietud de una espera indefinidamente prolongada y decepcionante, esta solución tenía la ventaja de calmar la repugnancia del espíritu griego a una resurrección corporal.

Según creen muchos exegetas modernos, éste sería precisamente el error que Pablo trata de refutar en el c. 15 de la Primera Epístola a los Corintios. Sin embargo, la argumentación desarrollada en este pasaje no parece favorecer del todo semejante interpretación. Sea lo que fuere, la doctrina de la «resurrección ya cumplida» aparece unos cuantos años después, en 2Tim 2,17s, donde es atribuida a Himeneo y Fileto. A decir verdad, la breve alusión que de ellos se hace no permite formarse idea exacta acerca de la naturaleza de su error. Si se hubiesen limitado a decir que el bautismo es ya una especie de resurrección, nada se les hubiera podido reprochar. El mismo Pablo lo decía. Puesto que sus doctrinas «derriban la fe de muchos», ello debe significar que negaban toda otra clase de resurrección en el futuro. Pero ¿por qué y de qué manera?

Si bien es verdad que nos cuesta mucho trabajo imaginarnos cómo se representaban ellos positivamente las cosas, al menos podemos presentir cuáles eran los motivos de su negación. Por una parte, la repugnancia de los griegos a admitir una resurrección corporal, concebida sobre todo a la manera muy materialista de ciertos ambientes judíos y cristianos; por otra parte, la dilación, cada vez más prolongada, de la parusía, que hacía muy difícil de imaginar una resurrección corporal.

Esta doctrina de la «resurrección ya cumplida» se va extendiendo cada vez más durante el siglo II, y especialmente en los ambientes gnósticos, sin duda por las razones ya aludidas. Ahora se manifiestan más claramente las diversas formas de entenderla. Según Demas y Hermógenes, Acta Pauli, e. 14, la concepción muy judía de una supervivencia a través de los hijos parece suficiente. Pero este mismo texto, retocado con toda seguridad, añade el conocimiento del verdadero Dios. Esta misma idea de una resurrección espiritual, consistente en la adhesión a la Verdad y excluyendo toda resurrección corporal futura, se encuentra también entre los gnósticos valentinianos. Según éstos, el hombre recibe por la fe y el bautismo el conocimiento de su verdadero ser (gnosis) «pneumático», y esta iluminación le hace salir de la muerte de la ignorancia, despertándolo a la vida imperecedera. Resucitado así espiritualmente, ya no puede morir. Habrá de pasar por la muerte material, pero ésta sólo podrá aniquilar cuanto en él queda todavía de «corporal» y «psíquico». Su ser original, «pneumático», recuperado gradas a la unión con Cristo, permanecerá para siempre. Hablando rigurosamente, admiten una resurrección de la «carne», pero entendiendo por ello una incorporación a la carne pneumática de Cristo, en que se encuentran el Logos y el Espíritu . Esta resurrección se produciría en el mismo instante de la muerte. La resurrección de los cuerpos «al final de los tiempos» se niega resueltamente.

Partiendo de la enseñanza auténtica de Pablo a que hemos aludido, esta concepción gnóstica se aparta de ella por una visión ontológica y determinista de la salvación que resulta completamente ajena al Apóstol. Sin embargo, sigue conservando una inspiración verdaderamente cristiana, y su intento de explotar las posibilidades de la doctrina paulina sobre la unión mística con Cristo a partir del bautismo y más allá de la muerte no carece de interés. Su repulsa de una futura resurrección del cuerpo no ha sido aceptada por la ortodoxia tradicional. La razón es que, efectivamente, va contra la doctrina formal del Nuevo Testamento, como veremos en seguida. No obstante, es posible que encierre algún elemento de verdad digno de tenerse en cuenta.

El problema planteado por una parusía que cada vez quedaba diferida para más tarde sólo inquietó a ciertos espíritus heréticos. Preocupó a los autores del Nuevo Testamento, y es interesante comprobar cómo reaccionaron un Pablo o un Juan ante esta dificultad, especialmente sobre el punto que nos interesa: la resurrección de los cristianos.

Es fácil percibir una cierta evolución en las epístolas paulinas. En la Primera a tos Tesalonicenses, y todavía seis años más tarde en la Primera a tos Corintios, la parusía le parece tan próxima, que puede contar, al menos en hipótesis, con hallarse entre aquellos que aún estarán vivos cuando llegue. En tales circunstancias, la suerte de los cristianos que hayan muerto entre tanto no plantea ningún problema serio: resucitarán para salir al encuentro del Señor al mismo tiempo que los vivos (1Tes 4,15‑17), los cuales ‑puntualiza 1 Cor 15,51‑52‑ deberán ser transformados. Nada se dice en cuanto al estado intermedio entre muerte y resurrección, que de todas maneras será muy corto.

Pero poco tiempo después, en la Segunda Epístola a los Corintios, sin duda por causa de las graves pruebas que han puesto en peligro de muerte (1Cor 15,32; 2 Cor 1,8‑10; 4,7‑12) y arruinado en él al «hombre exterior» (2Cor 4,16), el Apóstol toma en consideración la posibilidad de morir antes del regreso de Cristo, es decir, antes del gran acontecimiento en que los cristianos recibirán sus cuerpos gloriosos (2Cor 5,1‑10). Ciertamente, hubiera preferido «sobrevestirse», como los vivos que entonces serán transformados, y no tener que «desvestirse» primero para ser «revestido» inmediatamente después, como los que hayan de morir y resucitar. Lo importante es que Pablo se consuela con la seguridad de que, incluso sin su cuerpo y en una situación de «desnudez», para entonces estará ya «cerca del Señor». No dice claramente cómo entiende esta vida con Cristo estando fuera de su cuerpo, pero dos cosas son ciertas: por una parte, Pablo no renuncia al dato tradicional de la resurrección final, en que todos, «revestidos» o «sobrevestidos» de su «morada eterna» (v. 1), se presentarán al descubierto ante el tribunal de Cristo (v. 10; cf. 4,14). Por otra parte, admite, desde el momento de ocurrir la muerte y antes de la resurrección, una vida fuera del cuerpo junto al Señor, que resulta más deseable que la vida en el cuerpo y lejos del Señor (vv. 6‑8).

Igual perspectiva nos presenta la Epístola (contemporánea) a tos Filipenses. También en ésta mantiene la idea de un acontecimiento final en que el Salvador y Señor Jesucristo, que volverá del cielo, «transfigurará nuestro cuerpo de miseria para conformarlo a su cuerpo de gloria» (Filp 3,20‑2 1; cf. 3,1 l); pero también aquí admite, a partir de la muerte y antes de este acontecimiento final, una vida con Cristo, que es con mucho preferible a la de aquí abajo (1,21‑24).

Esta actitud de Pablo está motivada por su convicción fundamental de que cada cristiano posee ya desde ahora, de manera espiritual, oculta, pero real, la vida de Cristo. Y esto en virtud de la unión establecida en el bautismo. Ocurre también que cuanto más se retrasa la comunión plena y definitiva, en el cuerpo resucitado, con tanta mayor firmeza asegura el Apóstol que lo esencial se posee ya desde ahora. En su exposición de Rom 6,1‑11 sobre el bautismo explica que la muerte del cristiano ya ha tenido lugar, al modo místico que corresponde al sacramento, y que él vive ya la vida nueva de Cristo en Dios. Pero no se atreve a decir que el cristiano ya está resucitado. Sin embargo, no tardará mucho en decirlo.

Efectivamente, en las epístolas de la cautividad, última etapa de su pensamiento teológico no teme afirmar que en el bautismo el cristiano es sepultado y resucitado con Cristo (Col 2,12). La Epístola a tos Efesios va aún más lejos; afirma que ya estamos «sentados en los cielos» (Ef 2,6). Sostiene así Pablo que esta vida nueva de resucitados queda oculta con Cristo en Dios, y que no aparecerá hasta la manifestación de Cristo, es decir, hasta su parusía (Col 3, 1‑4). Se nota, sin embargo, que aun manteniendo el respeto a la afirmación tradicional de la resurrección final, Pablo le atribuye cada vez menos importancia, considerando que lo esencial ya está realizado. Su escatología comenzó siendo «futurista», pero se va volviendo cada vez más «realizada». Había, pues, motivo suficiente para que surgieran las opiniones gnósticas a que nos hemos referido. Y también hay motivo para que nosotros reflexionemos, en una época en que la parusía se retarda en plazos mucho más considerables que en tiempos de San Pablo.

Antes de pasar a estas reflexiones cebaremos un rápido vistazo al Cuarto Evangelio, en el que encontraremos una dialéctica muy semejante a la de Pablo. Veremos cómo en él aparecen simultáneamente, y muchas veces incluso lado a lado, ciertas afirmaciones aparentemente contradictorias. Por una parte, el anuncio de la resurrección «en el último día», no sólo en labios de Marta, expresando así una creencia tradicional de los judíos (Jn 11,24), sino también en boca del mismo Jesús (ó,39.40.44.54). Por otra, la afirmación de que quien cree en Jesús posee ya la vida en sí mismo (5,24; 6,40.47), ha pasado de la muerte a la vida (5,24s) y no morirá (11,26). Se dan estas mismas seguridades a quien come su carne, pan vivo bajado del cielo (6,50‑51.58), y a quien guarda su palabra (8,51). Pero, de hecho, y si se consideran atentamente las cosas, no hay en todo ello ninguna contradicción, pues Juan no habla en modo alguno de una resurrección ya cumplida, como lo hacía Pablo a propósito del bautismo. Para el primero, este sacramento confiere más bien un «nuevo nacimiento» (3,3‑8). Hay oposición únicamente entre la salvación ya adquirida y su coronamiento, todavía futuro; entre la escatología ya realizada y la escatología aún por venir. Inevitable dialéctica del «ya nada más» y del «todavía no» que se sitúa en el centro mismo de la historia salvífica, por el hecho de que la victoria de Cristo sobre la muerte no coincide exactamente con el final del mundo antiguo.

Estos puntos de vista, diferentes, son complementarios, y el espíritu puede insistir sobre uno más que sobre otro. Hemos visto cómo a lo largo de los escritos de Pablo se ha ido produciendo una cierta evolución. Es posible imaginar que en la tradición joánica se ha producido otra evolución semejante, con la diferencia, en el plano literario, de que las diferentes afirmaciones, en lugar de repartirse entre cartas diferentes, se han agrupado en un mismo escrito, como capas sucesivas de redacción. La exégesis está en su derecho al distinguir unas de otras estas capas, pero no tiene autoridad para retener unas y rechazar otras. Para la fe, todas ellas están igualmente inspiradas por Dios, y la teología habrá de asumirlas todas a fin de extraer, de su mutua incidencia dialéctica, la verdad compleja. Se comprende en todo caso que la herejía gnóstica, al «elegir» según hace toda «herejía», se haya quedado detenida en la idea joánica de que el creyente queda sustraído a la muerte, para combinarla con la idea paulina de la resurrección ya realizada, deduciendo de estos presupuestos el resto de su doctrina.

Reflexionando, por nuestra parte, sobre el problema cuyos términos e intentos de solución acabamos de ver, trataremos de dar respuesta a tres cuestiones:

1)   ¿Qué dato de fe hemos de recibir? ¿qué equilibrio estamos autorizados a introducir en su complejidad?

2)   ¿cómo puede entenderse el «estado intermedio» en que somos introducidos a continuación de la muerte?

3)   ¿No habrá en todo esto un problema de «tiempo» que autoriza y hasta invita a introducir en todo este asunto una cierta relatividad?

l. Siguiendo a Pablo, a Juan y a todo el Nuevo Testamento, la fe cristiana ha mantenido siempre la espera de un «fin del mundo» que en modo alguno puede ser borrado de su credo. La era del mundo antiguo, de pecado y de muerte, no ha terminado; y para la fe es cosa cierta que habrá de terminar. La corporeidad no desaparecerá del mundo nuevo, pero no podrá ingresar en él sin más ni más (1Cor 15,50), sino que habrá de ser transformada por el Espíritu. El elemento corporal del hombre deberá participar en esta renovación pneumática. Esta es la causa de que la fe asocie la resurrección de los muertos con el fin del mundo. Enfocada en estos rasgos generales, tenemos ahí una doctrina que pertenece a la enseñanza tradicional de la Iglesia.

Pero hemos visto ya cómo ciertos teólogos, concretamente Pablo y Juan, al mismo tiempo que siguen manteniendo esta perspectiva final, muestran tendencia a desdibujarla en beneficio de una espera más cercana y no menos cierta de reunirse con Cristo inmediatamente después de la muerte (Pablo), y ello de forma tan efectiva que equivale a una exención de la muerte (Juan). Este desplazarse el acento de la esperanza encierra además una valiosa enseñanza: que no se sacrifica lo que es esencial en la novedad cristiana, la unión vital del creyente con Cristo resucitado, conseguida ya desde ahora por la fe y el bautismo, en aras del dato tradicional recibido del judaísmo: un acontecimiento final que se difiere basta la consumación de este siglo.

Porque en el fondo de este problema hay una confluencia de dos perspectivas que no resultaba fácil de conjugar. El cristianismo primitivo recibió del judaísmo la espera del día de Yahvé, que traería consigo una catástrofe cósmica, pero hubo de combinarla con la experiencia del triunfo de Cristo sobre la muerte por su resurrección. Intentó llevar a cabo esta combinación de diferentes maneras,

2. Todavía hemos de intentar comprender en qué pueda consistir esa vida «con Cristo» para el cristiano en situación de «desnudez», es decir, privado de su cuerpo terrestre. Pablo se empeña en ello, sin conseguir penetrar del todo en este misterio, pero ofreciendo determinados elementos de solución. Destacaremos dos sobre todo.

El primero es que, ciertamente, no piensa en un «alma inmortal» a la manera del platonismo. Para él, al igual que para todo el pensamiento bíblico, el alma, creada por Dios juntamente con el cuerpo, es mortal como éste. De hecho, está muerta por el pecado. Si Dios le devuelve la vida, por el perdón de la redención, ello no se realiza liberando en el alma una vida que ésta poseyera ya por naturaleza, sino volviendo a crear esa vida que el alma, lisa y llanamente, había perdido. Agente de esta recreación es el Espíritu creador y vivificador. Este Espíritu Santo, que Cristo resucitado posee en plenitud, lo comunica él a sus fieles que en adelante viven de él, en él, por él y para él. Una vez establecida en el bautismo, esta unión es de por sí definitiva. Se comprende que, para Pablo, la muerte del cuerpo no tenga poder para interrumpirla. Piensa más bien, y así lo dice, asociada al final de los tiempos. Así también la distinción entre juicio particular después de la muerte y juicio universal que el cuerpo terrestre contribuye a mantener la separación de Cristo, de forma que la supresión de este cuerpo terrestre hace que se esté más cerca de Cristo (2 Cor 5,6‑8). Preguntarse cómo puede el alma conocer y amar sin la ayuda de su cuerpo, juzgar que ello es posible o imposible, es pensar según unas categorías de psicología natural, griega o semítica, pero que no son las del mensaje revelado, las que adopta San Pablo. Para éste no se trata ni de un alma inmortal por naturaleza y que actuaría normalmente en su estado de «separación», ni de un alma necesariamente confinada en el cuerpo, ,condenada al «sueño», mientras que éste está muerto. Se trata de un «espíritu» inserto en el hombre por la nueva creación y de la inhabitación del Espíritu de Cristo (2 Cor 5,5), que toma de esta fuente las energías de una vida nueva, sobrenatural, misteriosa, pero real.

Hasta es posible ir aún más lejos. Parece ser que la «morada celestial» que poseemos ya desde ahora en los cielos (2 Cor 5,1) no consiste en un cuerpo individual de resurrección dispuesto por adelantado y que permanecería durante siglos aguardando el momento de revestimos. Se trata más bien del mismo cuerpo de Cristo resucitado, establecido ya en la gloria celeste y que espera el momento de asociarse plena y definitivamente a sus elegidos. Este Cuerpo de Cristo que une consigo todos los cuerpos de los cristianos como otros tantos miembros ya nos lo hemos revestido místicamente por CI bautismo (Gál 3,27; Rom 13,14). ¿No podría pensarse, sobre todo discurriendo con las categorías antropológicas del monismo semítico y no con las del dualismo platónico, que el espíritu que vivifica el alma (el pneúma del noús, Ef 4,23) mantiene, más allá de la muerte del cuerpo terrestre, un nexo misterioso, pero vital, con este cuerpo resucitado de Cristo, de manera que encuentra en él la fuente y el medio de una actividad sobrenatural bienaventurada? Esta concepción no tiene por qué anular la espera de la resurrección final del cuerpo como acto último de redención para el ser humano completo (Rom 8,23), pero permite concebir, en el intervalo, una posesión ya esencial de la vida celeste, puesto que consiste en la unión con aquel que posee ya ahora esta vida plena en la totalidad de su ser de resucitado en alma y cuerpo.

3. Una tercera y última consideración puede contribuir al esclarecimiento de este problema, relativizándolo. ¿qué quiere decir «el fin de los tiempos»? Esta expresión se refiere, de hecho, a nuestro tiempo sublunar, al de nuestro cosmos actual. Ahora bien: el tiempo del mundo «futuro», mejor diríamos, «nuevo» o «superior», es ciertamente de distinta naturaleza. Ese mundo, cuyo centro es Cristo resucitado, vive todavía en un determinado tiempo, lo mismo que se sitúa en un lugar determinado. Un mundo recreado que, sin embargo, no pierde su condición de mundo creado, con una base corpórea. Existe una duración que no es la eternidad puntual y atemporal de Dios. Pero esta duración nueva escapa por completo a nuestros sentidos. ¿qué otra cosa podemos hacer nosotros, cuando nos ponemos a hablar de ella, sino balbucear? Le aplicamos por analogía los datos de nuestra experiencia, y ello es legítimo, hasta necesario, para podernos expresar. Dios mismo lo ha hecho así en las Escrituras. Pero no debemos dejamos engañar por esta transposición de lenguaje, ni medir la «vida eterna», los «siglos futuros», el «fin de los tiempos» con la medida de nuestro tiempo terrestre. Esta prevención resulta, ciertamente, negativa, pues nada claro nos dice sobre la naturaleza del tiempo superior; pero es beneficiosa, pues nos invita a relativizar las expresiones de un lenguaje necesariamente torpe.

Para concluir. si es verdad que, de acuerdo con la creencia tradicional, hemos de aceptar que nuestros cuerpos resucitarán al final del mundo viejo en que aún estamos inmersos, al mismo tiempo hemos de confesar que ignoramos por completo a qué corresponde ese final de nuestro tiempo en el mundo nuevo y ya actual en que vive Cristo resucitado. Y como, por otra parte, sabemos que estamos unidos ya en el Espíritu al cuerpo de Cristo resucitado, podemos creer que inmediatamente después de morir encontraremos en esa unión destinada a no romperse jamás la fuente y el medio de nuestra bienaventuranza esencial.