RESURRECCIÓN

SÍNTESIS TEOLÓGICA Y CONCLUSIONES HERMENÉUTICAS

J. BLENKINSOPP

 

I. OBSERVACIONES PRELIMINARES

Hoy no resulta fácil hablar a la vez en sentido teológico y honradamente acerca de la vida más allá de la muerte. Este tema, al menos desde el punto de vista del hombre occidental, con su conciencia desarrollada, arrastra consigo un cierto halo de irrealidad, de ausencia de interés existencial, y ello a pesar del creciente atractivo que ejercen el espiritismo y el ocultismo, a pesar incluso de la persistencia, en la piedad popular, de unas representaciones fuertemente mitológicas del cielo y del infierno. Escritores geniales tan distintos como Camus, Rilke y Kazantzakis han fustigado la doctrina cristiana acerca de la vida más allá de la muerte, acusándola de ‑ser una verdadera traición a la fidelidad que debemos a la tierra. Muchos de nuestros contemporáneos tienen por cierto que el más allá que se desarrolla por encima de nuestra tumba en los cielos ha sido desplazado por otro más allá que, por encima de nuestra tumba, se instala sobre la tierra (Feuerbach), y que todos los mundos futuros han sido creados por el sufrimiento y la incapacidad (Nietzsche).

Los intentos que recientemente se han llevado a cabo a fin de replantear la teología cristiana de la esperanza han tomado buena nota de esta actitud, descargando el acento de la escatología individual (muerte, juicio, infierno y gloria) y mostrando cierta renuncia a hablar en términos positivos de lo que aguarda al cristiano más allá de la muerte. Especialmente interesante es notar que la escatología marxista (sobre todo en la formulación presentada por E. Bloch en Das Prinzip Hoffnung) ha impreso una profunda huella en estos replanteamientos.

Está completamente claro que la reflexión teológica sobre esta materia, si pretende ser tomada en serio, no puede desentenderse de la experiencia propia d, la era moderna, ni seguir utilizando simplemente las categorías y los esquemas mentales de épocas pasadas si es que aspira a ser comprendida. Como señala Moltmann, « si no se habla de Dios en relación con la experiencia que el hombre tiene acerca de ‑sí mismo y de su mundo, la teología se retira a un ghetto, y aquella realidad con que el hombre tiene que habérselas queda abandonada al ateísmo». La tarea hermenéutica, por consiguiente, consistirá en adentrarse en las afirmaciones tradicionales (entre las que han de contarse también, por supuesto, las contenidas en la Biblia) acerca de la resurrección y la vida más allá de la muerte, a fin de captar la experiencia directa de que brotaron, y comprobar si esa experiencia sigue siendo accesible al hombre moderno, si aún es capaz de decir algo a la experiencia de sí mismo y del mundo en que vive. En una palabra: que el problema consiste en comprender y asimilar el lenguaje que se expresa a través de la comunidad cristiana.

Ante todo es preciso observar que las afirmaciones tradicionales sobre la vida más allá de la muerte han de entenderse históricamente. Ello implica, entre otras cosas que no podemos restringir nuestra búsqueda a los escritos canónicos judíos y cristianos. Considerada históricamente, la resurrección de los muertos es una categoría de la apocalíptica judía comparable con el juicio de los muertos, el infierno como lugar de tormentos, el cataclismo cósmico, etc. Si bien es cierto que tiene profundas raíces en la tradición bíblica, como veremos en seguida, su formulación más precisa se produjo en una situación de crisis y angustia histórica. Aun siendo cosa muy evidente, tendremos que traer a la memoria que los primeros cristianos ‑y por lo que hace a esta cuestión, también el mismo Jesús‑ compartían una actitud apocalíptica ante el mundo, y en consecuencia creían que la resurrección de los muertos acompañaría al acto final en que Dios clausuraría la historia. Pablo, antiguo fariseo, creía en la resurrección aún antes de afirmar que Jesús había resucitado de entre los muertos (cf., por ejemplo, Hech 23,ó). Si tomamos en serio el carácter histórico de esta creencia, no tendremos más remedio que plantearnos la cuestión de si este lenguaje de la apocalíptica judía, que tan impenetrable se muestra a una mentalidad moderna, resulta adecuado y comprensible. Este es, realmente, el nudo del problema.

RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS.

INMORTALIDAD DEL ALMA

Una de las dificultades con que tropezamos en nuestra tarea de entender históricamente esta cuestión consiste en determinar la forma precisa de la esperanza cristiana más allá de la muerte. Especialmente surge el problema de fijar basta qué punto forma parte genuina de la primitiva esperanza cristiana la doctrina platónica de la inmortalidad del alma, que ha llegado a ocupar un puesto firme, aunque no incuestionable, en la teología y la apologética católica. Desde un punto de vista puramente histórico, hemos de notar que este problema afecta no sólo al primitivo cristianismo, sino a todo el judaísmo en general durante el período intertestamentario. El pensamiento platónico acerca del destino reservado al alma comenzó a influir en el judaísmo durante el período helenístico, al mismo tiempo que la fe en una resurrección escatológica empezaba a difundirse ampliamente en los círculos apocalípticos. Ambas formas pueden encontrarse en los escritos del período intertestamentario, a veces en un mismo libro, y la reconciliación de ambas, ampliamente aceptada en el cristianismo, ya había sido intentaba en el judaísmo antes de Cristo. Es posible, aunque en modo alguno puede darse por cierto, que tal cosa ocurriera ya en la comunidad ascética y apocalíptica de Qumrán.

El testimonio de la primitiva Iglesia es completamente claro al respecto. Nos ofrece no precisamente la posibilidad, sino la necesidad de la resurrección de los muertos como un acontecimiento escatológico inaugurado ya en la resurrección de Jesús. Según la tradición primitiva, aquél no fue un acontecimiento exclusivo de Jesús, sino la primera y decisiva fase del eschaton tal como venía siendo prefigurado en los círculos apocalípticos a que pertenecían los primeros seguidores de Jesús (cf. Hech 2,16‑36; 1Tes 4,15.17; 1 Cor 15,20; Mt 27,52‑53). Según Hech 4,2, el kerígma se conecta directa y esencialmente con la resurrección de los muertos en la medida en que ya ha comenzado a suceder en la persona de Jesús. Dentro de esta perspectiva no queda realmente margen alguno para la doctrina de la inmortalidad del alma ni hay pruebas de que alguno de los autores neotestamentarios estuviera influido por ella directamente. La necesidad de replantear y reformular el carácter de la primitiva esperanza cristiana, enraizada en la creencia oriental, surgió únicamente al diferirse la venida del Señor, que amenazaba con disociar la resurrección de Jesús del postulado religioso antecedente que era la resurrección de los muertos. Fue entonces cuando adquirieron una importancia decisiva dos diferentes maneras de entender la naturaleza humana, y especialmente las relaciones entre el cuerpo y la personalidad. La mentalidad filosófica y religiosa griega, que tendía a ver en el cuerpo una tumba para el alma, difícilmente podía eludir el considerar la idea de un cuerpo resucitado como opaca y poco atrayente (cf. Hech 17,31‑32; 1 Cor 15,12ss).

No cuadraría con nuestra intención en este artículo entrar a discutir exhaustivamente esta cuestión. Pero no podremos pasarnos sin hacer una o dos observaciones en vista de las desviaciones que han surgido a causa de una postura hermenéutica poco consecuente. Dejando a un lado, por el momento, 1Cor 15, 53 s y 1Tim 6,16 ‑que se podrían aducir como testimonios contra la creencia en la inmortalidad‑, no está del todo claro que esta creencia, tal como se expresa aquí y allá en los antiguos escritos judíos y cristianos, significara entonces exactamente lo mismo que hoy para muchos cristianos. También es importante notar que Sab 2,23‑24, un texto al que se atribuye gran importancia probatoria en la apologética católica, depende del relato transmitido en Gen 2‑3. A primera vista, Gen 2,17 suena como una condenación a muerte del mismo tipo que imponen muchos preceptos del Antiguo Testamento por ciertas violaciones específicas. Más aún, el hombre no llega a probar el fruto del árbol de la vida aun cuando, aparentemente, tenga acceso a él. De ahí que nos sintamos tentados a pensar que el hombre, mortal como todos, fue condenado a muerte y perdonado después, como ocurrió con David (2Sam 13,5.13). Pero es preciso que no perdamos de vista los elementos míticos que el autor adaptó y los analogados míticos en que, a todas luces, estaba pensando. A la luz de éstos, se ve claramente cómo lo que se intentaba conseguir con el gesto de comer el fruto era el rejuvenecimiento (como ocurre en el poema de Gilgamesh); según esto, el fruto había de comerse sólo una vez alcanzada la senectud. Después del pecado, la muerte es considerada ciertamente como un castigo, como se ve claro por la asonancia 'adam‑adamah, explícita en la condenación (3,19). Pero la libertad con respecto a la muerte a que el hombre estaba destinado originalmente ‑‑de nuevo por analogía con los mitos se debía a un don directo de Dios, no consistía en nada propio del hombre como tal. Y esto es algo muy distinto de la doctrina platónica acerca de la inmortalidad del alma.

En todo caso, tampoco hemos de olvidar que éste no era, para Platón, un concepto al que se llegara a través de un proceso discursivo. Recordemos que antes de beber la cicuta Sócrates había expresado la esperanza de una comunión con los dioses después de la muerte. Ciertamente, es posible llegar a una intuición, completamente al margen de las premisas religiosas, del carácter indestructible del fundamento de la personalidad; pero esta certeza será en todo caso de tipo existencial más que puramente racional. Hablar en términos de certeza racional sería tanto como correr el riesgo de vaciar de sentido tanto la muerte como la promesa cristiana de una vida más allá de la muerte.

Este punto es de un alcance decisivo e inmediato. Representarse la esperanza cristiana como una mera supervivencia más allá de la muerte ‑como sigue siendo muy común‑ o hacerla consistir en una demostración de que la vida puede mantenerse igual que antes es reducir la muerte a un puro simulacro. Es de notar que en ningún pasaje de la Biblia encontramos nada que se parezca a esa actitud idealista, romántica o despreocupada hacia la muerte. La muerte es algo más que un puro acontecimiento biológico. En su sentido total, humano y existencial, es innatural; una separación desgarradora tan terrible, que su íntima naturaleza sólo puede ser captada como un castigo por el pecado. La tendencia tan común en el cristianismo a insistir en la inmortalidad ‑quizá porque pareció que ésta era más fácil de incorporar en una explicación global de carácter racional‑ ha traído consigo la desafortunada consecuencia de que muchos hayan creído que, después de todo, es el cuerpo lo único que muere, como si el sujeto real, el núcleo íntimo de la personalidad, quedase totalmente indemne, sin ser afectado por la muerte. Sería interesante, y es posible, documentar esta creencia errónea acerca de la muerte en relación con las actuales formas que adoptan los servicios fúnebres cristianos.

Añadiremos finalmente que también ocurre muchas veces el que la esperanza cristiana en la resurrección sea mal interpretada como una supervivencia más allá de la muerte. En la medida en que se dé esta interpretación, merecerá la acusación de ser una técnica para eludir la realidad y el carácter final de la muerte. Ha de quedar bien claro que no hay absolutamente ningún paralelo entre la situación del cristiano unido por la fe a Cristo resucitado y la de este o aquel individuo devuelto milagrosamente a la vida según determinados pasajes bíblicos (1 Re 17,17‑24; 2 Re 4,32‑37; 13,21; Me 5,35‑43; Lc 7,11‑16; Jn 11,,1‑44; Hech 20,9‑12). Nunca se insistirá con bastante energía en que cualquier forma de esperanza o convicción que no tenga suficientemente en cuenta la realidad y el carácter último de la muerte, que deje el dolor y la muerte fuera de su dialéctica, no sólo será ilusoria, sino anticristiana.

III. CONTEXTO BÍBLICO DE LA FE EN LA RESURRECCIÓN

Hemos visto ya que la fe en una resurrección escatológica, entendida en un sentido absolutamente literal, surgió dentro de los círculos apocalípticos judíos durante el período helenístico, y quizá en fecha anterior (Dan 12,2 s; 2Mac 7,9 ss; 14,16; quizá Is 26,29).

Más que constituir una aportación del zoroastrismo, como tantas veces se ha pretendido, puede afirmarse que tiene sus raíces en tradiciones bíblicas más antiguas, y que emergió en una época de crisis y sufrimientos nacionales, poderosamente estimulada por los numerosos martirios de la persecución seléucida. Semejante creencia, por supuesto, no puede ser sometida a una verificación empírica; quienes primero la proclamaron tampoco se imaginaban en qué podría consistir. La metáfora del levantarse del sueño o pasar del sueño al estado de vigilia apuntaba, en forma intuitiva e indirecta, a un algo más: al paso de la muerte a la vida. Tanto en la tradición bíblica como en el mundo de la experiencia religiosa de la antigüedad, la metáfora del levantarse, del ser suscitado (de la muerte) implicaba una aspiración más que una afirmación. Si podemos estar de acuerdo en que la función del lenguaje no es primariamente, y mucho menos exclusivamente la de afirmar, encontraremos muchas expresiones de esta aspiración en el Antiguo Testamento y en los escritos religiosos de la antigüedad, en himnos cultuales, mitos, lamentaciones individuales y en las celebraciones religiosas. Es de especial importancia el notar que la formulación de esta esperanza por los escritores apocalípticos se integra en toda la tradición bíblica bajo dos aspectos importantes: deriva su sustancia y realidad de la revelación de un Dios que se cree constituir la fuente de toda vida. Además, apunta a la plenitud de una intención inherente a la creación desde sus comienzos. Consideremos brevemente estos dos aspectos.

En la tradición bíblica, Yahvé es el Dios vivo y la fuente de toda vida. En la creación, el hombre recibe su modo específico de existir gracias a un soplo divino (Gn 2,7; cf. 1,2) que retorna a su fuente al morir el hombre (cf. Ecl 12,7). Para sus devotos, Yahvé es el único que «da muerte y vida; hunde en el sheol y hace levantarse de él» (1Sam 2,6; nótese en este pasaje, así como en otros muchos, el paralelismo entre «hace vivir» y «hace levantarse [del sheol»). La acción paradigmática de Díos, con respecto al individuo o a la comunidad, consiste en rescatar de la muerte, ofrecer una nueva posibilidad de vida. En marcado contraste con otras creencias, el yahvismo presenta una repulsa total del culto a los muertos y una irresistible apertura a la vida.

A propósito de ello, sólo podemos presentar uno de los muchos ejemplos que nos ofrece la tradición. El ciclo narrativo referente a Abrahán (Gn 12‑25) se compuso como un testimonio a favor del poder que tiene el Dios hebreo para crear la vida y mantener sus Abrahán, el seno muerto de Sara (es significativo que todas las esposas de los antepasados eran estériles), Isaac, que ya puede darse por muerto sobre el altar del sacrificio La tradición judía ha interpretado la akedab o «atadura de Isaac» (Gn 22) con referencia a las relaciones de Yahvé con Israel, rescatado de la muerte y agradado con un nuevo plazo de vida. Es completamente natural que luego Pablo interpretara en sentido midráshico estos relatos refiriéndolos a Cristo resucitado de entre los muertos (Rom 4,15.17); también el autor de Hebreos ]lega a hablar de Isaac como resucitado de entre los muertos (Heb 11,19). La fe en Yahvé implicaba necesariamente la fe en su poder para crear vida donde había muerte, y la primitiva Iglesia nunca perdió de vista que éste fue el mismo Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (por ejemplo, Hech 3,13).

También ‑se podría añadir que, según una tradición sinóptica bien atestiguada (Mc 12,18‑27; Mt 22,23‑33; Lc 20,27‑40), Jesús estaba de parte de los fariseos frente a los saduceos en la cuestión de la resurrección de los muertos, aduciendo como prueba el texto de la zarza ardiente, y en especial la invocación de Yahvé como Dios de los Padres. Esto implica ‑hechas todas las salvedades del caso en cuanto a licencia exegética‑ que la muerte física no constituye un obstáculo para el poder de la vida divina.

Pasando a nuestra segunda consideración, empezaremos notando que tanto en los escritores apocalípticos como en el Nuevo Testamento la resurrección de los muertos se presenta como un aspecto o fase de ese complejo acontecimiento que es el eschaton, la consumación de la historia. En 1Tes 4,14‑17, la resurrección de Cristo va promesas incluso frente a la muerte: los lomos muertos de seguida, después de un corto intervalo, por su retorno, la resurrección de los cristianos ya muertos y la reunión de los que todavía permanecen vivos (para acompañar al Señor en su retomo a la tierra).

En 1 Cor 15,23‑28, donde se aborda explícitamente y en tono polémico la resurrección de los muertos, los pasos se suceden así: la resurrección de Cristo, su parousia acompañada por la resurrección de los fieles, la toma del gobierno definitivo del mundo por el padre, la derrota de la muerte, último enemigo. Si bien estas descripciones siguen usando el lenguaje de la apocalíptica judía, con su fuerte colorido mitológico (secuencias cronológicas exactas, imágenes espaciales de gran escala), no resulta difícil entender cuál es su intención. Jesús ha heredado la promesa de la vida. En su resurrección ha sido proclamada la victoria de la vida sobre el poder de la muerte. Su resurrección ha inaugurado una era nueva y definitiva en un cosmos renovado. Una vez más, podemos comprobar cómo, para los más antiguos testigos cristianos, la resurrección de Cristo sólo puede entenderse en este contexto de una expectación que abarca toda una nueva era.

No es preciso subrayar que la esperanza futura, que domina todo el Antiguo Testamento, se expresa en términos de unas relaciones que establece Dios con una comunidad, no con el individuo aislado. Esto aparece especialmente claro en Is 40‑55, donde los temas de la creación y redención de un nuevo pueblo van estrechamente unidos; pero no sólo en este pasaje es posible señalar tal posición, sino que está presente en otros muchos, como presupuesto necesario para la fe en la resurrección. En Ez 37 (el valle de los huesos secos) y en el llamado Apocalipsis de Isaías (24‑27, especialmente 26,19) se presenta la recreación de la comunidad dispersa como un resurgir de los muertos, aunque en ninguno de los dos casos se implica nada relativo a la resurrección de los individuos. En la visión de Ezequiel, el papel que desempeñan la Palabra y el Espíritu ofrece un nexo temático con el relato de la creación en Gen 1, hecho importante para las siguientes formulaciones de la fe en la resurrección. Incluso en Daniel, donde se prevé ya la resurrección de los individuos, el objeto primario de atención sigue siendo la comunidad creyente, «los santos del Altísimo» (7.18.22). Finalmente, ha de notarse que la madre de los siete mártires bajo Antíoco expresa la seguridad de que éstos recuperarán la vida y el aliento que les devolverá el Creador del mundo (2 Mac 7,23).

También los escritores apocalípticos se sienten impulsados por la fe en Dios como creador cuando predicen «unos nuevos cielos y una nueva tierra» (Is 66,22; cf. 2 Pe 3,13; Ap 21,1), es decir, un mundo renovado por el acto de creación que le hizo existir la primera vez. Nos mantendremos fieles a sus puntos de referencia si afirmamos que no hay resurrección de los muertos sin renacimiento de un mundo nuevo.

Si esta asociación entre creación «en los comienzos» y una nueva creación de la vida a partir de la muerte (caos) es presupuesto necesario para la resurrección en general, no podemos esperar que las cosas sean diferentes en el caso de la fe de los primeros cristianos sobre la resurrección de Jesús. Este es el «primogénito de entre los muertos» y, como tal, también el «primogénito de toda creación» (Col 1,15.18; cf. Ap 3,14). Al participar en su «nuevo ser», el cristiano se convierte en «una nueva creación» (2 Cor 5,17; Gál 6,15).

Estas observaciones, que en modo alguno pretenden ser exhaustivas, puede que sirvan para perturbar en cierto sentido la común suposición de que la creencia en la resurrección constituye un añadido, tardío y un tanto errático, a la fe bíblica. Si bien es cierto que su formulación en términos individuales fue una deducción ciertamente tardía, queda claro, sin embargo, que en sentido real constituye un resultado lógico de la fe hebrea en Dios. Pero incluso en sus formulaciones más explícitas se expresa como una aspiración (firmemente fundada, desde luego) y no como una afirmación dogmática; una aspiración que sólo puede surgir a través de una dialéctica de sufrimiento y esperanza, de aceptación de la muerte y confianza inquebrantable. Esto es precisamente lo que expresa San Pablo: «... para conocerle a él, y el poder de su resurrección y la comunidad con sus padecimientos, hasta hacerme semejante a su muerte, para ver si llego a la resurrección de entre los muertos» (Filp 3, 10 s).

Es obvio que no existe medio alguno de abarcar racionalmente lo que hay dentro de nuestra experiencia únicamente como expresión de una esperanza para el futuro, y que tampoco es posible hallar una forma de hablar de esa esperanza en términos positivos, analíticos. Únicamente podemos hacer nuestro este lenguaje turbador en la medida en que la historia de la promesa nos resulta de algún modo inteligible. Todas las interpretaciones erróneas de la resurrección pueden referirse, de una u otra manera, a una interpretación equivocada de la promesa. Los gnósticos hallaron la forma de interpretar a su manera la resurrección de Jesús como expresión de una idea o doctrina de salvación divorciada de la realidad histórica, y no les han faltado seguidores a lo largo de toda la historia cristiana basta el momento actual. Hablar de la fe oriental en términos de una nueva posibilidad de existencia que incluiría una posible liberación con respecto a la historia, para el creyente no difiere realmente mucho de aquella posición. Lo inadecuado de otras interpretaciones de la resurrección ‑como símbolo de una alta valoración de la existencia corporal, como liberación definitiva del instinto de muerte (thanatos), como una nueva forma de comunicación de un entorno transformado‑ se debe a la ignorancia del contexto histórico y escatológico de la fe en la resurrección. Muchas veces. aunque no siempre, ello trae consigo el descuido de las implicaciones sociales y ecológicas; a éstas dedicaremos ahora nuestra atención.

IV. ASPECTOS SOCIALES Y ECOLÓGICOS DE LA FE EN LA RESURRECCIÓN

Muchas de las dificultades que impiden comprender la fe en la resurrección surgen del uso que se hace del término «cuerpo». Como es sabido, el hebreo no tiene una forma distinta para designar el cuerpo como diferente del cuerpo muerto, el cadáver (nebélib, peger). El término griego empleado por Pablo para hablar de la resurrección, sima, tampoco equivale exactamente a «cuerpo» tal como nosotros lo entendemos. Aunque este uso no es del todo constante, Pablo lo emplea, en general, aludiendo al hombre en su existencia concreta. El hombre es cuerpo; existir como cuerpo es su modo peculiar de existir. Bultmann ha subrayado que, para Pablo, «cuerpo» equivale a hombre en cuanto que éste se experimenta a sí mismo en relación consigo o con el mundo. Como hombre «caído», sin embargo, tiene una experiencia de alienación tanto con referencia a sí mismo como a su entorno. La necesidad de redención brota precisamente de este profundo sentimiento existencial de división dentro mismo del «cuerpo de muerte» (Rom 7,24); de ahí la necesidad de una transformación, que para el cristiano comienza en el bautismo y se desarrolla a lo largo de toda su vida (Rom 8,23; 2 Cor 3,18; etc.). Tenemos aquí una importante clave para entender la exposición de Pablo acerca de la resurrección y su sentido en 1 Cor 15. También en este pasaje se insiste claramente en la transformación, no en la mera reconstitución del cuerpo físico, y mucho menos en una simple supervivencia más allá de la muerte. La transformación del cuerpo natural en espiritual (soma pneumatikón) no ha de entenderse en el sentido de paso de lo material a lo inmaterial. En este contexto, «espiritual» no se refiere a la sustancia del cuerpo; significa que ahora, en la edad escatológica, el Espíritu domina la existencia corporal en lugar de las fuerzas negativas, mortíferas, que, en la edad presente, operan a través del tiempo y el espacio. El hombre está finalmente en paz consigo mismo y con el mundo.

Era natural que, en este contexto, Pablo hablase acerca del cuerpo resucitado utilizando los términos del mito de Adán, al que con tanta frecuencia recurren los escritos judíos anteriores a la era cristiana (1 Cor 15,20‑22.45‑49). El primer hombre fue creado a imagen de Dios, en paz consigo mismo y con ‑su entorno. Pero después de la caída quedó sometido a los instintos dividido en su interior (se siente avergonzado de su desnudez), bajo el imperio de la muerte, alienado de la naturaleza y del mundo animal. Al enfocar el eschaton como una apokatastasis, la reinstauración de un estado primitivo, la existencia corporal en la era escatológica, tendrá que ser nuevamente lo que fue en los comienzos, penetrada por el Espíritu vivificante de Dios.

Pero esto no es todo. En Rom 8,18‑25 vuelve Pablo sobre este mismo tema cuando quiere hablar de la solidaridad que une el destino del individuo y el de todo el orden creado. Así como la condición de esclavo en que se hundió el primer hombre a consecuencia del pecado afectó a toda la creación ‑en Gen 3 adam, queda extrañado y como desterrado de la adamah-, también la creación de un hombre nuevo, de un ser nuevo en Cristo, trae consigo la de un nuevo cosmos, que, entre tanto, gime con dolores de parto, pues sólo en el hombre puede encontrar la clave de su esperanza en verse liberado de la decadencia. El gemido y los dolores de parto de la creación apuntan a una redención penosa y tesonera al mismo tiempo que depende del hombre, que está ya en proceso de realización y que se consumará en la resurrección futura. Esta visión del hombre integrado en un orden cósmico, que depende de él mismo, del que también él es responsable, podría quizá ofrecer una sólida base teológica para determinar una postura cristiana con respecto a la ecología; según un comentario judío a Gen 3, uno de los resultados de la caída fue la polución atmosférica.

Aun llegando a reconocer que la idea popular de la resurrección ‑un cuerpo nuevo que nos espera «al otro lado» como un traje nuevo listo para ponérselo‑ resulta más bien ridículamente caricaturesca, sigue siendo enormemente difícil, incluso para el cristiano occidental mejor formado, abordar esta cuestión como no sea en términos individualistas. De ahí que sea preciso subrayar que la resurrección de los muertos no es una garantía de supervivencia personal más allá de la muerte. Si pretendemos mantenernos fieles al testimonio bíblico, no podemos separar el destino individual del de la comunidad ‑cuerpo de Cristo‑ y del de todo el orden creado. La resurrección corporal expresa primaria y esencialmente el destino de la nueva comunidad, el cuerpo eucarístico, el cuerpo de Cristo resucitado, que constituye el núcleo de una comunidad universal. Más allá todavía, apunta a la «solidaridad del universo recreado en Cristo» ya que «cuerpo» alude también al hombre en la solidaridad de la creación. No hay exceso alguno en afirmar que si hablamos del cuerpo estamos aludiendo a aquella parte del mundo que somos nosotros mismos, de la que también somos responsables. Ambos aspectos, que son absolutamente insustituibles, vienen a recordarnos una vez más que la resurrección, entendida como posibilidad de una transformación definitiva, no puede tomarse exclusivamente en el sentido de un acontecimiento puntual. Aquí y ahora, en este mundo todavía por redimir en que el pecado y la muerte están tan a la vista, «nosotros... nos transformamos en su imagen, cada vez con más gloria» (2 Cor 3,18). La resurrección, por consiguiente, no sólo significa una esperanza para el futuro, sino un deber y una tarea para el presente.