LA RESURRECCIÓN CORPORAL EN LA EXÉGESIS MODERNA

LA RESURRECCIÓN DEL CUERPO EN LA DISCUSIÓN EXEGÉTICA MODERNA

J. GNILKA

 

Hemos de hacer dos advertencias previas:

1.   La exégesis neotestamentaria es, por razón de su mismo objeto, una disciplina teológica ecuménica. Todo exegeta, sea de la línea que fuere, tiene que vérselas con el mismo objeto material, el Nuevo Testamento y sus textos. No tiene utilidad alguna el desoírse unos a otros a la vista de la pluralidad de esfuerzos. Por eso, en el, informe bibliográfico que sigue, sólo se presentará a cada autor como protestante o católico cuando ello suponga una diferencia notable de concepciones.

2.   Cuando el tema de la resurrección aparece formalmente en el lenguaje del Nuevo Testamento como destino definitivo de los creyentes, se habla de «resurrección de los muertos» (por ejemplo, en Ap 24,21; 1 Cor 15, 21 s.21.42; Heb 6,2) o «de entre los muertos» (como en Hech 4,2; Lc 20,35), no de la resurrección del cuerpo. Es evidente que, con exclusión del evangelio de Juan, se supone, sin discusión, que la resurrección de los muertos hay que entenderla como resurrección del cuerpo. Según esto, el pensamiento de la resurrección del cuerpo viene a ser una interpretación de la resurrección de los muertos. Otras interpretaciones podrían haber sido excluidas por los autores de los escritos neotestamentarios. Pablo es el que inicia un progreso del pensamiento en el tema de la resurrección de los muertos, cuando, en 1 Cor 15, después de confirmar dicha resurrección, se pregunta: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vienen?» (v. 35). Resulta urgente clarificar los conceptos. Por desgracia no se ha tenido siempre en cuenta esta urgencia en la discusión moderna.

3.   El siguiente estudio puede iluminar hasta qué punto es necesario aclarar cuidadosamente los conceptos. En el Símbolo de los Apóstoles está formulada la fe en la resurrectio carnis. En 1Cor 15,50 leemos la frase: «La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; la corrupción no hereda la incorrupción». El Símbolo entiende, si, abiertamente, la «carne» en el sentido de «cuerpo», pero Pablo añade a continuación que no es una «corporeidad» cualquiera la que participa de la resurrección, sino una corporeidad transformada.

LA CONCEPCIÓN MONISTA Y DUALISTA DEL HOMBRE

Siempre que se intenta una exégesis crítica hay que situarse ante el problema de cuál de las dos áreas culturales ha influido más poderosamente en la elaboración del Nuevo Testamento y de sus escritos, si el judaísmo palestinense o el helenismo. El péndulo se balancea tan pronto a uno como al otro lado. En la actualidad se reconoce que ambas áreas estaban más compenetradas de lo que se creía. Esto significa que en la Palestina del siglo primero estaba también muy extendida la cultura helenística. La diferencia entre el área cultural del judaísmo palestinense y el helenista en lo referente a la imagen del hombre es de gran importancia en el caso de la resurrección de los muertos y su precisión conceptual. Mientras que el judío tenía una concepción unitaria monista del hombre, el griego lo dividía en cuerpo y alma. Consiguientemente, el judío podía concebir la resurrección, en forma ingenua, como restitución del hombre antiguo o como nueva creación, mientras que el griego, o tenía que rechazar la resurrección de plano o tenía que imaginársela como reencuentro del alma superviviente con una nueva corporeidad. Los presupuestos antropológicos de la escatología paulina han sido tratados con frecuencia en la reciente discusión. Se admite comúnmente que en San Pablo se da una evolución en este punto. El punto de partida sería la espera de la parusía unida a la resurrección de los muertos. Esta espera iría cediendo terreno a lo largo de la vida del Apóstol, a medida que fue sufriendo la influencia del helenismo y se vio él mismo en peligro de muerte. Hoy ya no se puede, de todas formas, sostener, con razones convincentes, que se suplantó la fe en la resurrección por la esperanza de la inmortalidad, como sostenía, a fines de siglo, el protestante E. Teichmann. J. Dupont', en su imponente obra, que comprende toda una dirección investigadora, se esfuerza por demostrar la orientación hada la esperanza en la inmortalidad a base de Filp 1,21‑23, con lo que perdura la idea de que para Pablo la espera de la resurrección tiene aún peso decisivo. La valoración de la muerte como «algo mucho mejor» y CI anhelo de «disolverse y estar con Cristo» se interpretan a la luz de afirmaciones helenísticas paralelas. Disolverse se concibe en el sentido de disolución, separación del alma y del cuerpo (Vulgata: dissolvi), con lo que de hecho se da la impresión de que el Apóstol ha entrado de lleno en la imagen helenista del hombre. P. Hoffmann' critica a Dupont en una extensa investigación sobre la escatología paulina. Según él, la concordancia de terminologías entre Pablo y el helenismo no justificaría la aceptación de una concordancia real ni tampoco podría hablarse de una evolución en la escatología del Apóstol. Pablo pudo, desde un principio, haber puesto de acuerdo la fe en la resurrección con la idea de la pervivencia del creyente tras la muerte y haber mantenido ambas con el mismo derecho. Pablo depende, según Hoffmann, de la escatología elaborada en la apocalíptica judía, en la que ya antes de él se daba aquella yuxtaposición y en la que ya había entrado, en una forma vulgarizada, la concepción helenística del hombre. Resultó entonces fácil para él representarse una vida humana posterior a la muerte sin tener que plantearse la cuestión de las categorías antropológicas más adecuadas. Hay que destacar que Pablo sólo entiende la pervivencia del creyente a partir de Cristo. No se trata de un hecho asegurado por una categoría antropológica determinada o por el concepto helenístico de inmortalidad. Ha sido en la comunidad con Cristo, comunidad que no puede romperse con la muerte (Filp 1,23), donde ha nacido la esperanza de la resurrección, pues ésta no es sino la comunidad con el Cristo resucitado.

En relación con los evangelios sinópticos, G. Dautzenberg llega a conclusiones semejantes a las de Hoffmann y confirma los resultados de su investigación. El cuadro unitario del hombre es también aquí dominante. Lo indica bellamente mediante el concepto de vida. Cuando la vida se entiende como dimensión que sobrevive a la muerte terrena, es decir, en el sentido de alma, como en el caso de Mt 10,28, no se atribuye a ésta ningún tipo de inmortalidad natural, sino que la atención se dirige al día del juicio y a la consiguiente responsabilidad del hombre. Esto no quiere decir que se pueda interpretar a los tres sinópticos de la misma manera, pues por lo menos Lucas en los Hechos (cf. Hech 2,27.31) presenta un concepto peculiar. Por desgracia, falta aún una investigación profunda sobre este punto. Lo mismo vale para el Evangelio de Juan, que forma, junto a Pablo y a los sinópticos, el tercer complejo neotestamentario importante, por lo que a nuestro tema se refiere. El testimonio decisivo a favor de la fe en la resurrección corporal en el cuarto Evangelio se encuentra en Jn 5,28s. R. Bultmann, que considera a Juan influido por el mito gnóstico y que cree que lo típico del cuarto Evangelio es la escatología presente, excluyendo conscientemente todas las afirmaciones referentes a la escatología futura, quisiera atribuir Jn 5,28s a la redacción eclesiástica, considerándolo así como un elemento secundario. La promesa se referiría a la ascensión de cada alma, tras la muerte, al mundo de la luz, lo mismo que en Jn 14,2s. J. Blank, quien examina en un agudo estudio las tesis bultmanianas, ha presentado la escatología joánica como una unidad que comprende el presente y el futuro. En relación con Jn 5, dice expresamente que, en la concepción del evangelista, muerte y vida deben manifestarse con todo su Poder en la corporeidad del hombre. No se estudia en esta obra cuál es el concepto antropológico que Juan tiene en cuenta.

LA CRISTOLOGÍA COMO CENTRO

La fe cristiana en la resurrección se funda en la resurrección de Cristo de entre los muertos. Esta frase es algo fuera de discusión, sean cuales fueren las varias significaciones con que se la revista. Lo que aquí se discute no es la resurrección de Jesús. Sólo por estar vinculada retrospectivamente a la resurrección de Jesús tiene la resurrección un sentido cristiano. La fe en la resurrección se da también en otras religiones, por ejemplo en la religión persa, donde se sospecha está su origen, o en la apocalíptica judía. F. X. Durrwell ha conseguido amplia aprobación al afirmar que la resurrección corporal de los creyentes es la consecuencia última e inevitable de la acción de Dios al resucitar a Cristo o que la salvación efectuada por Dios pertenece al orden de las realidades físicas. Durrwell se atiene, sorprendentemente, sólo al texto paulino ". Esta observación se relaciona con la concepción de Bultmann, según el cual el nexo causal interno entre la resurrección de Cristo y la resurrección general de los muertos sólo fue objeto de reflexión en el círculo más influyente que se formó junto a Pablo (y más tarde junto a Ignacio Antioqueno). En los discursos de los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, la resurrección de Cristo sirve de testimonio a favor suyo. Este reconocimiento es justo; Bultmann mismo lo concede; lo que ocurre es que ese nexo, aunque no lo declaren expresamente, puede suponerse para los demás escritores neotestamentarios.

Si, por ejemplo, Jesús, en Hech 3,15; 5,31, es llamado «caudillo (de la vida)», con ello se manifiesta el significado de su resurrección para nosotros, pero también la verdad de que hay una resurrección de los muertos y un juicio ". Cuando se dice en Ap 1,18 que Cristo tiene las llaves de la muerte y del Hades, esto significa que, mediante su muerte y resurrección ha aniquilado la muerte también en favor nuestro. Pablo llega a presentar con precisión el nexo causal entre la resurrección de Cristo y la resurrección de los creyentes, recurriendo a la unión de los creyentes con Cristo ‑como aceptan hoy numerosos intérpretes‑, sobre el modelo semítico de la personalidad corporativa. Según este modelo, todo lo que Cristo hace o vive tiene un significado que no se encierra exclusivamente en él, sino que alcanza a todos los hombres que le pertenecen y a quienes él presenta y representa. La imagen de la personalidad corporativa permite trasladar las afirmaciones que se hacen sobre uno a muchos, aunque se respete la primacía histórica auténtica. En este contexto deben mencionarse los llamados compuestos, que últimamente han sido objeto de investigación repetidas veces. Con ayuda de estos compuestos Pablo vincula existencialmente el destino de Cristo con el de los cristianos, diciendo, por ejemplo, que (en el bautismo) hemos sido crucificados y sepultados con Cristo (Rom ó,4‑ó), que vivimos con él (ó,8), que heredaremos y reinaremos con él (8,17) y que, sobre todo, seremos configurados con el cuerpo de su gloria (Filp 3,21). F. Mussner" ha subrayado recientemente el fundamento cristológico de la fe neotestamentaria en la resurrección, como también el cristocentrismo de las afirmaciones paulinas sobre el cuerpo resucitado. Se atiene a los lugares clásicos, 1 Cor 15,35‑53 y Filp 3,20s. Para Mussner hay una cosa importante por dos conceptos: con la mirada puesta en Cristo, habría llegado Pablo a la convicción de que la idea judía de la identidad del cuerpo resucitado con el cuerpo mortal debía ser trascendida radicalmente. Pero que, igualmente con la mirada puesta en Cristo, se habría convencido también, en contra de la inmortalidad eterna e incorpórea (entendida al modo griego), de que una salvación definitiva no se puede pensar sin un cuerpo resucitado. Es interesante que Mussner conceda tanto peso a la experiencia ‑parcial‑ de las apariciones que le fue concedida a Pablo: «Aunque el Apóstol no se extienda en consideraciones sobre el modo de ser del resucitado (o, más exactamente, del cuerpo de éste), que se le apareció en el camino de Damasco, la experiencia de esta aparición pudo ser justamente lo que le permitió forjarse su concepción de la corporeidad resucitada». Esta frase, que corresponde a una tradición católica, nos facilita la entrada en el nervio de la discusión, que se puede enunciar con la pregunta siguiente:

¿QUE ES EL «SOMA»?

Hay que recordar, una vez más, la visión unitaria del hombre que tiene la Biblia, y que se diferencia esencialmente de la dicotomía griega. Esto se manifiesta con toda claridad en el concepto de soma. En el ámbito griego es corriente, desde el orfismo, la fórmula que viene a decir que el alma es la parte mejor del hombre y que está cautiva en el cuerpo como en una tumba, alcanzando su liberación mediante la muerte. Tan pronto como surgió en el ámbito bíblico (Septuaginta) el concepto de soma, para el que no hay equivalente exacto en hebreo, la palabra soma fue acuñándose en un proceso característico. E. Schweitzer ha aclarado estos importantes presupuestos lingüísticos, conceptuales e históricos en un logrado artículo del TWNT. En la Biblia griega, soma significa el hombre entero, bajo el aspecto particular de su condición corporal. Estas varias perspectivas deben llevarnos a captar la enorme diferencia que separa a la relación del griego con su cuerpo de la que establece el semita con el suyo. El griego posee el cuerpo y dispone de él como de cualquier otro objeto de uso; el semita se identifica con él. Reduciéndolo a una fórmula: el griego tiene soma, mientras que el semita es soma.

Teniendo en cuenta estos presupuestos necesarios, pueden buscarse nuevas interpretaciones del concepto de soma en orden a la «resurrección del cuerpo». Proceden casi exclusivamente de la exégesis protestante y, preferentemente, en Alemania, de la escuela de Bultmann y sus seguidores. R. Bultmann, para quien el concepto paulino de soma es el más rico y a la vez el más complicado en su concepción del ser humano, concluye que el soma pertenece constitutivamente al ser del hombre. Pablo no puede imaginarse la vida futura del hombre, al otro lado de las fronteras de la muerte, como una vida sin soma. Verdad es que Bultmann previene contra el intento de deducir el concepto paulino del cuerpo partiendo exclusivamente de 1 Cor 15,35 s; el Apóstol se sigue aquí el modo de argumentación de sus contradictores, y por ello no usa el concepto de soma en la forma que le es característica. Es ésta una de las principales objeciones de Bultmann contra el estudio de K. Barth La resurrección de tos muertos", obra, por otra parte, digna de leerse. Barth habría prescindido de aclarar qué es lo que Pablo entiende por soma. Para Bultmann, el concepto paulino de soma queda claro a la luz de sus propios principios de interpretación del Nuevo Testamento por vía existencial. Esta interpretación, desarrollada aquí mediante 1Cor 6,13‑20, lleva al siguiente resultado: El hombre se llama soma en cuanto que es capaz de convertirse en objeto de su propia acción. Esto acontece, según Bultmann, de dos maneras. El hombre es capaz de tratarse a sí mismo corno soma, puede maltratarse o esclavizarse (1 Cor 13,3), puede ofrecerse a sí mismo en servicio de Dios o del pecado (Rom ó,12s). En su cuerpo es donde el hombre vive primariamente todas estas experiencias. Por otra parte, el hombre se experimenta como un soma que está sometido a la voluntad ajena. Su dependencia del cuerpo le hace consciente de que está bajo la influencia de poderes extraños. Este es el sentido de las expresiones paulinas sobre el «cuerpo del pecado» (Rom 6,6) o sobre las concupiscencias del cuerpo mortal (Rom ó,12). El hombre experimenta que está entregado a fuerzas extrañas, que pueden ser destructoras o también procurar felicidad o liberación. Al estar sometido a la caducidad y a la muerte, el soma es un cuerpo mortal, un cuerpo de bajeza (Filp 3,21); al resucitar es un cuerpo espiritual (1 Cor 15,44), un cuerpo de gloria (Filp 3,21). El soma se convierte, pues, para Bultmann, en una estructura ontológica que no acaba con la muerte, ya que un hombre sin cuerpo no es tal hombre. Mediante la frase de que, en la plenitud, permanecen la fe, la esperanza y el amor (1 Cor 13,13), testimonia Pablo que el ser humano es inmutable en su estructura ontológica, pues en la fe, la esperanza y la caridad el hombre sigue teniendo una relación consigo mismo. Es importante la frase de que lo mismo ocurre con el cuerpo resucitado rectamente interpretado, «que conserven; ahora bien: él no argumenta a partir de la Escritura, sino a partir de concepciones posteriores. Más cercano a las intenciones del Apóstol está F. Mussner, quien exige que la identidad entre el cuerpo resucitado y el terreno sea trascendida radicalmente. La corporeidad resucitada forma un totaliter aliter en comparación con el cuerpo mortal del hombre. El pensamiento de una atracción o una transformación (1 Cor 15,52 s) excluye, no obstante, con toda claridad, que ese despojarse, provisional pero completamente de la experiencia humana, haya de referirse al mismo hombre. El hombre resucitado es personalmente idéntico con el terreno, come ocurre en el caso de Cristo. H. Conzelmann advierte que Pablo no tiene ningún concepto para lo perdurable que sirva de base a la continuidad. Este concepto no podría señalarse de ningún modo por vía objetiva y antropológica. Pablo no sitúa el proceso natural semilla‑planta en una entelequia, en la unidad orgánica germen‑desarrollo, sino en una nueva creación realizada por Dios. La vida nueva es una nueva creación, un regalo de Dios, como Dios quiere; no es algo que se pueda considerar teóricamente, sino que es mi propia vida. E. Fuchs sugiere que aquí no se trata de forjarse muchas representaciones sobre la condición o el futuro de los muertos, sino que lo decisivo es la cuestión de si efectivamente se cree o no en el Evangelio.

¿SE ESTA RELATIVIZANDO LA FE EN LA RESURRECCIÓN CORPORAL?

La observación crítica de E. Fuchs nos lleva a un problema práctico: ¿qué lugar le corresponde a la fe cristiana en la resurrección dentro del edificio de la predicación? La pregunta es difícil de contestar ante tantas opiniones. Brevemente indicaremos dos de ellas, que pueden señalar el alcance del problema planteado. E. Kretz escribe en el prólogo a la traducción alemana del libro de F. X. Durrwell que la aparición de este libro significaría para muchos un giro coopernicano. Muchos tendrían que reconocer que la Pascua es el centro y que todos los demás misterios giran alrededor de este sol pascual. E. Kásemann escribe ponderadamente a propósito de la theologia crucis y la theologia gloriae, como quien se sitúa ante un apasionante debate teológico: «Donde la supervivencia tras la sepultura constituye el punto crucial surge, aunque sea de un modo milagroso, una esperanza que no es específicamente cristiana ni le es decisivo. No es tan seguro que la simple supervivencia garantice sin más la felicidad.» La verdad, entre las opiniones, estriba en que la fe cristiana en la resurrección no sirve para nada, aunque se la penetre especulativamente y se la crea teóricamente, si no se da testimonio de ella corporalmente, en la vida. En último término, éste es también el deseo de Kásemann. El que tenga fe en la resurrección sólo como quien se adhiere a una cosa verdadera, razonable, pero sin vivir dicha fe, sin manifestarla transformando el mundo y la propia persona, en realidad no hace sino enterrar dicha fe. Por otra parte, sería fatal y mortal para el cristianismo el abandonar su fe en la resurrección. Ante la falsa y unilateral comprensión de las teologías de la revolución y de las teologías‑sociologías, sigue siendo digno de consideración el pensamiento de K. Barth de que, abandonando dicha fe, perteneceríamos a esa larga serie de hombres de Iglesia que «ejercen de modo absorbente una autoridad que nadie les ha dado, como meros augures o arúspices teológicos, incapaces de encontrarse consigo mismos si no es advirtiendo el ridículo que supone el misterio fatal de su absurdo comportamiento».

[Traductor: j. REY]