LA RESURRECCIÓN DE JESÚS, FUNDAMENTO Y MODELO DE NUESTRA RESURRECCIÓN, SEGÚN SAN PABLO

 

J. KREMER

¿Se da una resurrección individual? Quien busque en los escritos del Nuevo Testamento una respuesta a esta pregunta, a la que no siempre contestan los cristianos afirmativamente, habrá de dirigir su atención, sobre todo, a las cartas del apóstol Pablo; el Apóstol de las Gentes es, en efecto, el que más de lleno ha entrado en el problema de la muerte y la resurrección. El motivo de sus afirmaciones sobre estos temas se lo dieron preguntas y opiniones suscitadas por su predicación. Las afirmaciones de Pablo son, por ello, esencialmente tomas de posición y respuestas. Solamente podremos entenderlas y valorarlas rectamente si tenemos en cuenta el conjunto de la predicación del Apóstol y la situación de las comunidades destinatarias, con su mundo representativo y conceptual.

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS, FUNDAMENTO DE LA NUESTRA

El tema central de la predicación de Pablo es «Cristo, el crucificado» (1Cor 1,23; 2,2; Gál 3,1). Su Predicación es la «palabra de la cruz» (1 Cor 1,18). Este es su «evangelio», del que no se avergüenza (Rom 1,16); la conversión de los corintios a la fe en ese Evangelio no fue en vano (1 Cor 15,2). En 1 Cor 15,3‑5 da a conocer Pablo cómo entiende este Evangelio y resurrección de Cristo. Pablo, entonces, no predica sólo la muerte de Jesús, sino ambas cosas, la muerte y la resurrección (cf. 1Tes 4,14; Rom 10,9; 14,9). Está convencido de que el crucificado ha resucitado realmente de entre los muertos y vive. En su predicación no se preocupa el Apóstol solamente de informar sobre el destino de una gran personalidad del pasado, sino de proclamar a uno que fue crucificado y resucitó por nosotros. Pablo descubre la significación de la muerte de Jesús «para nosotros» sirviéndose de las fórmulas tradicionales «por nuestros pecados» (1 Cor 15,3), «por nosotros» (1 Cor 11,24), que repite con frecuencia (por ejemplo, en 1Tes 5,10; Gál 1,4, 2,20; 3,13; Rom 3,25; 5,8.14.15; 1 Cor 8,11; 2 Cor 15,21), poniéndolas en primer plano. Expresamente escribe en Rom 4,25 ‑tal vez siguiendo una fórmula recibida‑ que la resurrección tuvo lugar igualmente «por nosotros», cosa que la dogmática tradicional descuidó: «Que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación», y en 2 Cor 5,15: «Que por nosotros murió y resucitó», lo mismo que en 1 Cor 15,17: «Pero si Cristo no ha resucitado... estáis aún en vuestros pecados» (cf. 1 Cor 15,14).

El alcance salvífico de la resurrección de Cristo debe considerarse estrechamente vinculado con nuestra liberación de la muerte, motivada por el pecado (Rom 5,21; 6,23; 10,9; 11,15; Filp 3,10). Sin la resurrección de Jesús no tendríamos esperanza ante la muerte ‑‑como les ocurre a los paganos‑ (1Tes 4,14; cf. 1 Cor 15,32). Pablo proclama el significado de la resurrección de Cristo mediante la representación, familiar a sus lectores, de Adán como «hombre primordial». En relación con el «primer hombre, Adán» (1 Cor 15,45‑47), que es el «tipo del futuro» (Rom 5,14), Cristo aparece como «el segundo hombre» (1 Cor 15,47; cf. 2 Cor 5,17: la «nueva criatura») y el «último Adán» (1 Cor 15,45). Se presuponen las consecuencias del pecado de Adán (cf. Rom 5,13 y 18), lo que permite mostrar los efectos de la resurrección de Cristo: «Puesto que la muerte vino por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos; pues como en Adán mueren todos, también serán todos vivificados en el Cristo» (1 Cor 15,21‑22). El inciso «en el Cristo» debe ser interpretado con matiz causal: mediante Cristo; éste es el fundamento de la resurrección. A la luz del contexto, no caben malentendidos. Pablo se dirige a algunos corintios que niegan «una resurrección de los muertos» (1 Cor 15,12). Anteriormente había apelado al conocido «evangelio» de la muerte y resurrección de Cristo (vv. 1‑11), y de la misma forma testifica la realidad de la resurrección de Jesús «Pero nosotros seríamos falsos testigos de Díos ... », v. 15). Inmediatamente antes de indicar el paralelo Adán‑Cristo está la frase: «Pero ahora ha resucitado Cristo, primicias de los que duermen» (1Cor 15,21). «Primicias» son los dones que, por ser los primeros frutos de la cosecha, se entregan como ofrenda a Dios. Pablo emplea esta expresión a fin de exponer la unión entre la resurrección de Cristo y la resurrección futura da «los que duermen», como lo indica claramente el verso siguiente: «Cada cual en su orden: primero Cristo, las primicias; después aquellos que pertenecen a Cristo en su parusía ... » (1 Cor 15,23). Jesús, entonces, no ha resucitado sólo para sí, su resurrección trae consigo la de los otros, lo mismo que las primicias son sólo una parte del total y no la cosecha entera. El mismo pensamiento expresa Pablo en Rom 8,29, diciendo: «A fin de ser el primogénito entre muchos hermanos» (cf. Col 1,18: «El primogénito de entre los muertos»; Hech 26,23: «El primero de la resurrección de los muertos»; Hech 3,15: «Caudillo de la vida»).

Al describir los efectos de la resurrección de Cristo en la nuestra, se sirve Pablo de las afirmaciones sobre el Espíritu Santo, afirmaciones que ya existían mucho antes, pero que él acuñó de manera característica. Pablo describe la posesión del Espíritu Santo, como ventaja del nuevo pacto (2 Cor 3,18), valiéndose de una terminología de fondo veterotestamentario, aunque teñida también de helenismo. El Espíritu, que, en último término, procede de Dios («Espíritu de Dios»: Rom 8,9), lo concede Cristo («Espíritu de Cristo»: ibid.), por lo que Pablo ]lega a decir incluso ‑no en el sentido de una identificación esencial, sino de una unidad dinámica‑: «El Señor es el Espíritu» (2 Cor 3,17). Mediante el pneuma, que determina la existencia del resucitado (Rom 1,4), actúa Cristo sobre los bautizados, de modo que éstos están «en él» («en Cristo», «en el Señor») y él «en ellos» («en nosotros», «en vosotros»). Por eso él forma con ellos una unidad que puede llamarse «un cuerpo» (1 Cor 12,12‑13 y otros), «uno» (Gál 3,28) y «un espíritu» (1 Cor 6,17). La comunidad con Cristo, realizada por el Espíritu, está claramente ordenada a la victoria futura sobre la muerte. Esto se contiene en la instrucción sobre el bautismo (Rom 6,4‑12.22‑23), aun cuando falte allí la expresión «espíritu». Lo mismo permiten afirmar los argumentos a favor del derecho de los cristianos a llamarse «hijos de Dios» y «coherederos de Cristo» (Rom 8,15‑17), derecho vinculado a la posesión del Espíritu, y la caracterización del Espíritu como «arras» (2 Cor 1,22; 5,5; cf. también Gál 6,8). En este trasfondo es determinante el concepto de «Espíritu dador da vida» (1 Cor 15,45): Cristo vino a ser, en virtud de su resurrección, «espíritu dador de vida», esto es, aquel que crea vida, en cuanto que comunica al bautizado una participación en ese pneuma suyo que hace surgir la vida y vence a la muerte. Es cierto que esto no ocurre de repente ‑en esto se distingue Pablo de los entusiastas gnósticos (cf. 2Tim 2,18)‑, sino sólo en el futuro (cf. Rom 6,5.8; 8,17; 2 Cor 4, 10s). De lo contrario, sería absurda la espera de la parusía.

Cuando Pablo escribe sobre nuestra resurrección, no la considera como un concepto que sirva para interpretar alguna otra cosa; más bien él aprovecha otras representaciones en uso a fin de exponer la inteligencia de la resurrección de Cristo como fundamento de la nuestra. Predicar la resurrección de Cristo es al mismo tiempo predicar la victoria de Cristo sobre nuestro destino mortal. Por Cristo nos concede Dios la «victoria» sobre la muerte; por eso nuestros esfuerzos no son inútiles (1Cor 15,57‑58). La resurrección de los muertos, basada en la resurrección de Cristo, está tan en la medula de la predicación de Cristo por San Pablo, y tan en la esperanza de éste, que llega a advertir a los corintios: «Si ponemos nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida somos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,19; cf. v. 32).

II. LA RESURRECCIÓN DE JESÚS, MODELO DE LA NUESTRA

Para Pablo, la resurrección de Jesucristo no es sólo el fundamento, sino también el modelo de nuestra resurrección. De ahí que el Apóstol pueda hacer algunas afirmaciones sobre el modo y forma de nuestra resurrección.

l. Obra del poder de Dios

Las antiquísimas formulaciones del mensaje pascual «él ha resucitado» (por ejemplo, en Lc 24,34; 1 Cor 15,4), «Dios le ha resucitado de entre los muertos» (por ejemplo, en Rom 10,9; 1Tes 1,10 y otros), «Dios le ha exaltado» (Filp 2,9), muestran que la Iglesia comprendía la resurrección y exaltación del crucificado como una acción de Dios. Pablo hace suyo el modo de hablar de la Iglesia primitiva, pero le da un matiz particular al señalar a «aquel que resucita a nuestro Señor Jesucristo» (Rom 4,24) con fórmulas judías como «el Dios, que vivifica a los muertos» (Libro de las dieciocho Bendiciones: bendición 2 a) y que llama a lo que no existe a la existencia (Baruch [sir.] 48,8) (Rom 4,17). Esta afirmación sobre Dios, junto al empleo de la expresión «vivificar» (cf. 2 Cor 13,4), justifican la idea de que Pablo interpreta la resurrección como obra creadora de Dios. Esta inteligencia de la resurrección de Cristo como obra del poder de Dios se halla ante todo en las frases en que la resurrección de los muertos se explica en paralelo con la de Cristo: «Mas el Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su poder» (1 Cor ó,14; cf. 2 Cor 4,14; también Rom 8,11). Lo mismo que la resurrección del crucificado fue obra del poder de Dios, lo será también nuestra resurrección. El poder creador de Dios, vencedor de nuestra muerte, lo mismo que de la muerte de Cristo, se acentúa, de modo impresionante, en la siguiente frase, construida también en paralelo: «Pues él fue crucificado por debilidad, pero vive por el poder de Dios. Pues así nosotros somos también débiles en él, pero viviremos con él por el poder de Dios ... » (2 Cor 13,4).

Llama la atención el hecho de que los textos citados se encuentren preferentemente en contextos en que Pablo habla de su «debilidad» en medio del peligro. Sus adversarios se han referido con regodeo a la debilidad del Apóstol, y la comunidad de Corinto parece haberse escandalizado por ello (1 Cor 4,10‑13; 2 Cor 4,17‑18). Ante esta situación, el Apóstol apela a la «debilidad» y a la «cruz» de Cristo y aduce la resurrección del crucificado, obra del poder de Dios, como prueba de que la «debilidad» y el «aprieto» no dicen nada en contra de su comunión con Cristo. Puede sospecharse que ha sido en las contrariedades de su vida apostólica, que él se atreve a llamar «mortificación de Jesús» (2 Cor 4,10) y «padecimientos de Cristo» (2 Cor 1,5; cf. Col 1,24), donde justamente ha alcanzado Pablo esta visión de la cruz, poniendo totalmente su esperanza «en el Dios que resucita a los muertos» (2 Cor 1,9).

Estas afirmaciones nos muestran, además, que para Pablo y sus contemporáneos la resurrección de los muertos no era algo tan evidente como muchas veces se ha creído. Ciertamente, determinados círculos judíos contaban entonces con una resurrección de los muertos al fin de los tiempos, pero se sabe que los saduceos negaban semejante resurrección (cf. Mc 12,18; Hech 23,8). Las dificultades y apuros del Apóstol en su predicación parecen indicar lo impensable que resultaba para el judío piadoso («escándalo para los judíos», 1Cor 1,23) una resurrección y con ella una justificación del crucificado, siendo así que la muerte de cruz se consideraba como un juicio de Dios (Gál 3,13: «Maldito el que cuelga del madero»). Para los que habían sido educados en la cultura helenística, la resurrección era, sobre todo, «necedad» (1 Cor 1,23), pues consideraban al cuerpo como «tumba» del alma, cuya liberación esperaban (cf. Hech 17,32). A todas estas objeciones contrapone Pablo la alusión al poder creador de Díos, «que vivifica a los muertos». En este sentido puede entenderse como un reproche el verso, dirigido contra los negadores de la resurrección, de que «no tienen conocimiento de Dios» (1 Cor 15,34). Para Pablo, el problema de la resurrección de los muertos es, como el problema de la resurrección de Cristo, un problema de fe en Díos, que vivifica a los muertos (cf. Hech 26,8: «¿por qué es increíble para vosotros que Dios resucite a los muertos?»).

2. Por el Espíritu de Dios

Según Pablo, la resurrección de los muertos tiene también en común con la resurrección de Cristo el haber sido realizada por el Espíritu vivificante de Dios: «Si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos vive en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por el espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11). Es cierto que en este verso no se dice expresamente que Dios haya resucitado al crucificado mediante su Espíritu; sin embargo, cabe suponer este pensamiento. La unión de «Espíritu», «vida» y «vivificar» (cf. Rom 8,2.10.11; Gál ó,8) permite pensar que, según Pablo, la resurrección de Cristo ha sido efectuada por el Espíritu de Dios, fuerza vivificadora del Creador. Lo mismo demuestra el carácter del cuerpo resucitado como «cuerpo‑espíritu» (1 Cor 15,45), esto es, cuerpo llevado por el Espíritu.

Dios «vivificará también vuestros cuerpos mortales» (Rom 8,11) por el mismo Espíritu, según el modelo de la resurrección de Cristo. «Vivificar» significa aquí, como muestra el contexto (cf. 8,10 y 8,23) no la superación de la muerte del pecado en el bautismo, sino la nueva creación escatológica, la resurrección. En 1 Cor ó,14 se insinúa también que Dios ha realizado esta nueva creación por su Espíritu: «Mas Dios, que ha resucitado al Señor, nos resucitará también a nosotros por su fuerza». A diferencia de la resurrección de Cristo, en la resurrección de los muertos coopera también el Señor resucitado, como «espíritu vivificante» (1 Cor 15,45).

Pablo menciona al Espíritu dador de vida (Rom 8,11) para atraer la atención sobre la esperanza basada en la posesión de ese Espíritu. A partir de la resurrección de Cristo, la victoria sobre el poder de la muerte por la fuerza del Espíritu no es algo puramente relegado al futuro, sino algo fundamental en el bautizado (Rom ó,5), en el que está presente como «vida» a pesar del pecado: «Mas si Cristo (está) en vosotros, vuestro cuerpo está, ciertamente, muerto a causa del pecado; pero el Espíritu es vida a causa de la justicia» (Rom 8,10). La posesión del Espíritu como «arras» (2 Cor 1,22; 5,5) y «primicias» (Rom 8,23) garantiza el participar en la resurrección de Cristo 12 . El espíritu que nos ha sido otorgado no es inactivo, sino que, ya desde ahora, va configurando al hombre, orientándolo hacia la gloria futura (2 Cor 3,18). Los bautizados se van capacitando, mediante el Espíritu, para morir «a las obras del cuerpo», con lo que conservan la vida (Rom 8,13). Pablo acentúa este pensamiento sobre todo en conexión con los riesgos de su apostolado (2 Cor 4,10‑19; 12,9‑10; Rom 8,17‑25; Filp 3,10).

3. Conformados con el cuerpo de su gloría

Dios, escribe Pablo en Rom 8,11, «vivificará vuestros cuerpos muertos» mediante su Espíritu. En otro pasaje se refiere más claramente a la resurrección del cuerpo que aquí se insinúa, y también con referencia a la resurrección de Cristo, «que transformará el cuerpo de nuestra bajeza, conformado con el cuerpo de su gloria» (Filp 3,21). Pablo, al igual que toda la Iglesia, está convencido de que Cristo ha resucitado con su cuerpo ". El Apóstol no entiende por cuerpo una parte del hombre distinta del alma, y menos todavía el cadáver, sino el hombre entero «en su referencia a Dios, al pecado y al prójimo» 14. Una existencia incorpórea es para él, como para cualquier judío, una cosa impensable. Sin cuerpo, el Señor que resucitó no sería el Jesús crucificado. Sin embargo, Pablo no comparte las ideas materialistas y groseras de los judíos sobre el cuerpo resucitado (cf. Mc 12,18‑27; Bar. [ sir. 149‑50). El resucitado tiene un «cuerpo de gloria», esto es, un modo de existencia (Cf. 1Cor 2,8: «Señor de la gloria») que corresponde a la gloria inmutable de Dios (cf. 2 Cor 3,11), muy diferente del «cuerpo de bajeza», esto es, del cuerpo caduco, la existencia del hombre terreno, abocada a la muerte.

Pablo subraya particularmente esta distinción en 1 Cor 15,35s, cuando trata de la pregunta: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vienen?» Sirviéndose de la comparación de la semilla ‑quizá Pablo recoge un logion referido originariamente a la muerte y resurrección de Jesús 1‑'‑, intenta mostrar que la muerte no excluye una resurrección («Necio, lo que tu siembras, no llegará a vivir si no muere») y que entre el cuerpo enterrado y el resucitado se da también una diferencia como la que existe entre el grano de simiente y el fruto (36‑38). Después de enumerar diversos tipos de carne y de cuerpo (39‑42), continúa: «Así será también la resurrección de los muertos: se siembra en lo perecedero, se resucita en lo imperecedero; se siembra en ignominia, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en fuerza; se siembra un cuerpo terreno, resucita un cuerpo espiritual» (42‑44a). Con la expresión «cuerpo espiritual» no se quiere pretender indicar un determinado tipo de cuerpo, influido por el Espíritu vivificante; el cuerpo de que aquí se trata ya no es «carne y sangre» (1 Cor 15,51), esto es, ya no está condicionado por el modo terreno de existencia, sino que ha sido creado de nuevo, según la «imagen del celeste» (1 Cor 15,49), según «el cuerpo de su gloria» (Filp 3,21).

En los escritos del judaísmo se halla, ciertamente, la esperanza de que quienes resuciten de entre los muertos serán transformados antes del juicio (Bar. [sir.] 51), pero falta la esperanza, expresada por Pablo, en una configuración radical, según el modelo del Cristo resucitado en gloria (no sólo transformado posteriormente). La misma esperanza se contiene en el discutidísimo texto de 2 Cor 5,1 s: «Sabemos que, si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por manos del hombre, eterna, en los cielos» l'. Probablemente Pablo se basa aquí ‑aparte de la referencia a las ideas de los corintios‑ en el logion sobre el templo (Me 14,58 par.). Lo mismo que Cristo, los cristianos pueden esperar en «una casa no hecha por mano de hombre, eterna, en los cielos». Con esta «edificación» serán «revestidos» (5,4). La imagen de la «edificación» y la «casa» se une aquí con la del mudarse de vestido (15,37.53‑54). Teniendo en cuenta el carácter imaginativo y parabólico de este texto, no puede concluirse precipitadamente que entre el cuerpo terreno y el resucitado no se da continuidad ". Contra semejante apreciación habla el pensamiento, repetidas veces expresado, de la transformación y configuración del cuerpo terreno (Filp 3,21; 1 Cor 15,21.53; cf. Rom 8,29). Según Pablo, en la resurrección y en la muerte no se trata de una aniquilación total ni de una nueva creación (creatio ex nihilo), pero tampoco de una simple reviviscencia del cadáver, sino de la «redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,23), esto es, la liberación del «sometimiento a la vanidad» (Rom 8,21), a la que están sometidos los bautizados junto con la creación entera, así como la participación en la gloria eterna del Señor resucitado.

4. Con Cristo ‑ con vosotros

El Cristo resucitado está en los cielos, es decir, junto a Dios (cf. 1 Tes 1,10), con su cuerpo. Siendo la resurrección de Cristo modelo de la nuestra, Pablo ve en ella nuestra «patria» (Filp 3,20). Los cristianos, en cuanto coherederos de Cristo, tienen derecho a esperar que «serán conglorificados» (Rom 8,17), igual que el Cristo resucitado, en la gloria. Pablo supone, además, como cosa evidente, que los cristianos muertos resucitarán personalmente como Cristo. Este pensamiento se contiene ya en las afirmaciones sobre el juicio (2 Cor 5,10; Rom 14,10) y sobre el «cuerpo» (el yo) del resucitado. Ante los tesalonicenses, preocupados por la suerte de sus muertos, sostiene Pablo expresamente esta idea, apelando a la resurrección de Cristo (1 Tes 1,14) y bosquejando una imagen de la parusía con colores apocalípticos (1 Tes 4,15‑17). Aquí no importan los elementos aislados de la imagen ‑prueba de ello es que en 1 Cor 15,52‑53 aparecen de otra manera‑, sino la idea de que todos los cristianos difuntos están en comunidad con el resucitado: «Estaremos siempre con el Señor» (4,17), «viviremos siempre con él» (5,10). No se piensa sólo en una participación en la suerte del resucitado, sino también en la comunidad de vida con él. Esto se deduce, sin lugar a malentendidos, del deseo expresado en Filp 1,23 de «marcharse y estar con Cristo» (cf. 2 Cor 5,8) y de la esperanza, expresada en Rom 8,17.29.35‑39. La comunidad de vida y de padecimientos con Cristo durante la vida terrena encontrará un día su plenitud en la gloria. Según 1 Tes 4,14‑17 y 1 Cor 15,50‑51, esto sucederá mediante la resurrección, esto es, mediante la transformación en el momento de la parusía; según Filp 1,23 y 2 Cor 5,ó‑8, esto ocurre ya en el momento de la muerte'9. La esperanza del Apóstol se distingue inequívocamente de otras esperanzas de futuro, en cuanto que la del Apóstol consiste en el anhelo de la «comunidad con el Señor» .

Varias indicaciones del Apóstol dan además a entender que él piensa en una comunidad con Cristo y también con los cristianos resucitados. La frase «seremos arrebatados al mismo tiempo con ellos» (1 Tes 4,17) supone un reencuentro con los que ya se durmieron. La relación permanente con sus comunidades se expresa así: «Nos resucitará con Jesús y nos presentará a vosotros» (2 Cor 4,14). «Presentar» es una palabra tomada del ceremonial cortesano; Pablo la emplea casi con el mismo sentido cuando se compara a sí mismo con el que conduce a la esposa; él quiere «presentar como una casta doncella a Cristo» a la comunidad en el momento de la parusía (2 Cor 11,2). Análoga significación tienen los textos en que el Apóstol llama a la comunidad «corona» (Filp 4,1; 1 Tes 2,19) y «gloria para el día de Cristo» (Filp 2,16; cf. 2 Cor 1,14). A diferencia de la literatura apocalíptica y de las especulaciones del judaísmo tardío, Pablo se mantiene con cierta reserva en sus declaraciones sobre las modalidades de esta comunidad con los demás resucitados; su esperanza de estar con los otros va ordenada a su reunión con Cristo.

La breve y fragmentaria ojeada sobre las respuestas y actuaciones del apóstol Pablo (Ef, Col, 2 Tes y las epístolas pastorales no han sido estudiadas aquí) nos hace ver que la esperanza en nuestra propia resurrección pertenece a la esencia del mensaje cristiano. La resurrección de los muertos tiene su fundamento en la resurrección de Cristo. Sí ésta no puede ser conceptuada ni explicada adecuadamente ‑es un mysterium stricte dictum‑, tampoco aquélla. Sin embargo, podemos hablar de nuestra resurrección, en analogía con la de Cristo ‑‑como lo hace Pablo‑, y proclamarla como obra del poder de Dios efectuada mediante el Espíritu vivificante, que crea nuestro cuerpo (nuestro yo personal). Por eso podemos esperar que viviremos «siempre con el Señor» y también con los demás resucitados.

[Traductor: j. REY