LA ESPERANZA DE INMORTALIDAD EN LAS GRANDES COSMOVISIONES DEL ORIENTE

S. Croatto

 

Que el hombre anhele la salvación es una verdad de experiencia. La vida es el don más apetecido y conservado instintivamente. Ningún ser humano que se siente realizado desea la aniquilación. Como veremos, en las religiones la salvación se expresa en términos de vida. «Vida‑salvación» que puede estar en un «más allá» o en el «más acá» del límite de la muerte, aunque las manifestaciones típicas de tal esperanza se refieren a la inmortalidad y a la resurrección. Pocas cosmovisiones se preocuparán de la resurrección corporal, y eso es significativo. En cambio, la inmortalidad es perseguida de mil maneras: con el cuerpo, o sin él, o simplemente cuando no hay visión del «más allá»; con el pesimismo u optimismo frente a esta vida. Con una gran gama de posibilidades, el hombre religioso ha buscado siempre salvarse viviendo.

Esto implica una visión del hombre. La esperanza de una inmortalidad está muy condicionada por la concepción del mundo y de la historia y sobre todo por la antropología. Salvar el cuerpo o salvarse del cuerpo son dos opciones radicalmente distintas; una y otra son valederas según la concepción del hombre. La primera, sin embargo, es, en principio, más consonante con una valoración positiva del tiempo y de la historia, pero puede también desembocar en un oscuro pesimismo cuando no hay perspectiva escatológica.

No queremos reducirnos al área próximo‑oriental, sino abordar también algunas religiones más distantes, como las de la India y el Irán. El marco de referencia puede parecer exagerado: ¿qué contactos históricos existen entre la India e Israel? Pero la cuestión está justamente en saber lo que el hombre piensa sobre su destino y no cuanto las religiones vecinas han influido en Israel. Esto último importa para entender más hondamente el pensamiento hebreo y destacar su originalidad. Pero es precisamente esta «originalidad» la que descuella mejor una vez parangonada con algunas de las grandes religiones universales, v. gr.: la hindú. Además si la palabra de Dios es portadora de un mensaje universal, la tenemos que «situar» en un contexto más amplio. Y como este mensaje tiene una expresión humana -un lenguaje que debe pasar constantemente por un proceso hermenéutico-, puede ser enriquecido, en su hora, por otras revelaciones indirectas de la Verdad. Una reflexión sobre el pensamiento de la India, por ejemplo, nos hace más cautos respecto de una sobrevaloración de la antropología semítica. Por último, más que la cuestión «histórica» importa el aspecto fenomenológico del problema del destino del hombre, expresado en una pluralidad de mitos o filosofías que se «rozan» inconscientemente por tratarse de preguntas fundamentales del ser humano.

LA COSMOVISIÓN SÚMERO-SEMÍTICA

Importa ante todo Mesopotamia, porque sus testimonios traducen un largo proceso de maduración del pensamiento, reflejan algunos aportes no semíticos y tuvieron una gran influencia.

Al revés de lo que sucede con el área siropalestina, en Mesopotamia son escasos los datos arqueológicos que evidencian el culto de los muertos [1]'. Por otra parte, los textos divinatorios y rituales, muy abundantes en la época asiria, revelan en el mesopotamio una actitud de terror ante el «espíritu» (etímmu) de los muertos, sobre todo si éstos no habían sido sepultados o provistos de alimentos. De ahí la «atención» por los muertos y el miedo por su venganza. Las fórmulas de exorcismo lo expresan claramente. El «espíritu» de los difuntos es una amenaza constante para los vivientes. Estos textos de conjunción nada sugieren sobre un «estado» post-mortem condicionado por la conducta en esta vida. Mesopotamia ignota el tema del «juicio» en el momento de la muerte. No hay, en efecto, una esperanza de salvación después de ésta. Las oraciones que han Regado a nosotros tampoco lo expresan. El etimmu de los muertos dista mucho de ser un alma inmortal. Hay, creo, una intuición de que algo supervive a la muerte, sólo que la antropología semítica, que concibe al hombre como una unidad psicofísica, impedía toda elaboración de una doctrina escatológica. Aquella intuición quedaba así bloqueada, desviándose luego por una transposición a la demonología.

No muy diversa es la imagen que nos revelan los mitos o los grandes textos literarios de Mesopotamia. El poema de la Creación nos recuerda cuál es el sentido del hombre: servir a los dioses mediante el trabajo de la tierra (propiedad de aquéllos) y ocuparse de sus santuarios. Interesa el hombre por su utilidad en esta vida. Los dioses nada hacen por su salvación después de la muerte.

La búsqueda de la inmortalidad está bien expresada en la epopeya de Guilgamés, conocida en toda la Fértil Media Luna, y por eso más significativa. Este poema es una seria meditación sobre la muerte, con un matiz de tragedia. El héroe Guilgamés es el Hércules de la tradición mesopotamia- quiere hacerse famoso por medio de una hazaña portentosa: matar al gigante Huwawa en el País de los Cedros. Intenta conseguir aquí una inmortalidad que no obtendrá después de la muerte (III, iv, 138ss). Cuando mucre su socio Enkidu, sueña con el reino de los muertos: es un lugar sin retorno, caliginoso, donde el alimento es el polvo y el barro, donde los reyes quedan sin corona. Desesperado ante su propio futuro, decide visitar a Utnapistim, el protagonista babilonio del diluvio, el único mortal que entró en la vida eterna. El texto destaca tres escenas que se completan mutuamente para desilusionar a Guilgamés. En su largo y penoso viaje (idea de la inaccesibilidad del deseo), la ninfa Sidurí lo disuade con estas graves reflexiones: «Guilgamés, ¿adónde vas tú?, la vida que persigues no hallarás; cuando la muerte para ella apartaron, reteniendo la vida en sus propias manos; tú, Guilgamés, llena tu vientre, goza de día y de noche ... » (X, III, 1‑14).

La segunda escena consiste en el relato del diluvio. También los dioses crearon la humanidad aquí Guilgamés debe reconocer que si Utnapistim llegó a la inmortalidad fue por un privilegio único de Enlil, quien lo hizo «como nosotros los dioses». Para él, simple ser mortal, la vida eterna es una utopía. Lo acepta entristecido: «En mi alcoba acecha la muerte. ¡Y doquiera que pongo mí píe está la muerte!» (XI, 194 y 232233). Pero ¿habrá una compensación? En la tercera escena vemos a Guilgamés que encuentra la «planta de la vida», instruido por ci mismo Utnapistim. Hay al menos una esperanza de longevidad en este mundo. Pero también ésta se pierde: una serpiente le roba aquella planta, cambiando luego de piel ~(XI, 266ss). El fracaso de Guilgamés es doble: no obtiene ni la vida post-mortem ni la eterna juventud en esta existencia. La misma gloria humana empalidece ante la perspectiva de ingresar en el lote común de los muertos. Y lo que atormenta a Guilgamés es justamente la conciencia, el «descubrimiento» de esta verdad, tema que es remarcado cada vez con mayor relieve. La inmortalidad es la condición de los dioses. Guilgamés ha de contentarse con la realeza. De las cuatro «vidas» que persigue (la del «País de los Vivientes», donde reinaba Huwawa; la de los dioses inmortales; la del hombre longevo, y la del rey famoso, pero transitorio), sólo la primera y la última le son concedidas. En última instancia, el rey debe contentarse con la fama, no con la inmortalidad.

Los mesopotamios sintieron la angustia de la muerte, de un fin sin perspectiva. Guilgamés fracasa, pero su gesto expresa el de todo hombre que inquiere por una supervivencia. En este sentido, el poema es revelador: no hay aún una solución, pero los filósofos asirio-babilonios ya no soportan la tesis tradicional de un resquebrajamiento de la personalidad en el límite de la muerte. Hay algo de «trágico» en este modo de abrirse la verdad (cf. el tema bíblico de Job). Por eso, si la visión del mundo mesopotamio es pesimista, lo es porque no puede ser optimista. La esperanza de una inmortalidad existe, pero en estado latente.

Hay un paralelo griego de la epopeya babilónica: el Hércules de la Ilíada, que busca las manzanas de oro del jardín de las Hespérides. También él fracasa en su intento de ser inmortal. Aquiles lo recuerda y, como aquél, acepta quedarse con la sola fama: «Ni el poderoso Hércules evadió tal sentencia (la muerte), a pesar de ser el favorito de Zeus ... ; pero, por el momento, la gloria es mi meta» (XVIII, 117ss).

Una búsqueda inversa a la de Guilgamés es la que trasluce el mito de Adapa. Este rehúsa ‑bajo la sugestión de su protector Ea- el pan y el agua «de la vida» que le ofrece Anu, el dios del cielo; acepta sólo vestirse con un manto y ser ungido con aceite, símbolos de distinción. Por eso Anu, extrañado, lo devuelve a la tierra. Se revela allí un cierto dualismo entre el dios de la vida (Anu) y el dios del conocimiento (el sabio Ea). El hombre no se arriesga a una vida eterna que no conoce; opta por la gnosis, por los secretos de esta vida.

El gesto de Adapa se asemeja al de Aqhat, el hijo de Danel en el mito homónimo de Ugarit. El joven héroe rechaza a la diosa Anat el ofrecimiento de la inmortalidad a cambio de su arco doble. El contexto da a entender que Aqhat no cree, pues está seguro de envejecer... En otras palabras: podría ser inmortal solo pasando por la muerte, como la diosa Istar: «¿Cómo alcanzará una mortal vida duradera? ... ; moriré como los demás, también yo falleceré con certeza» (2 Aqht VI, 36 *38). Si es necesario morir para ser como los dioses, ¿qué ventaja hay? Aqbat prefiere su arco de guerrero. Mientras Guilgamés «se contenta» con la fama, Aqbat la elige. En el fondo, la antítesis es aparente: ambas opciones responden a visiones distintas de una misma esperanza de supervivencia del ser humano en toda su dimensión. La actitud de Adapa o la de Aqhat tienen su correspondiente heleno en Ulises, quien rechaza el ofrecimiento de la diosa Calipso, que le sugiere pedir la inmortalidad. Su único anhelo es arribar a la patria. Tal es la razón que da a aquélla por su negativa: la nostalgia (lit. *el dolor por el retorno, nóstos) (Odisea, V, 215ss). La inmortalidad no lo fascina, puesto que en la concepción de entonces era una vida huera, «sombría». Elige ser feliz por un breve tiempo a ser eternamente infeliz. Es mejor vivir con Penélope en Itaca que con la diosa Calipso en la isla salvaje de Ogygia

La razón para rechazar la inmortalidad con seres extraños es la misma que para odiar la muerte, a saber: ci deseo de prolongar la existencia presente. El hombre intuye y busca «algo más» (por alguna razón «inmortaliza» a los dioses), pero no acepta un «más allá» sin sentido. o, como en el caso de Guilgamés, debe terminar reconociendo su situación límite que lo separa radicalmente de les dioses. Los dioses tienen todo. El hombre quiere asemejárseles humildemente, no con la hybris de los héroes griegos, pero a la postre reconoce su limitación. Queda esta vida, que para los «teóricos» y los que poseen todo tiene un sentido positivo, el servicio de los dioses, pero que está cargada de penas y «sin sentidos» para el común de la gente. Este tema se refleja amargamente en el género literario del «justo paciente», símbolo imponente del ser humano que sufre sin perspectiva, «aislado» de los dioses, cuya obrar es ininteligible. A veces despunta la esperanza de un alivio o de un favor divino en esta vida (los mesopotamios no tienen idea de un dios «malo» como el Set egipcio), pero queda el misterio de la vida llena de padecimientos y bloqueada por una muerte sin escatología. Sin embargo, todos los textos que hemos considerado sugieren una búsqueda profunda de soluciones esperanzadas o un anhelo concreto de «liberar» al hombre de su condición actual.

EGIPTO: LA RESURRECCIÓN EN OSIRIS

La civilización del país del Nilo se caracteriza por su longevidad y por la permanencia de las ideas básicas. Para nuestro cometido, Egipto interesa sobremanera por evidenciar la creencia más antigua -formulada con claridad- en la inmortalidad bienaventurada del hombre. La primera impresión que :se tiene ante la extensión de los textos y ante la profusa documentación artístico‑religiosa centrada sobre los ritos funerarios es la de una preocupación vital por el destino post‑mortem. Es verdad que las ricas tumbas excavadas en Egipto, y los textos que las acompañan y adornan, revelan que aquéllas eran el privilegio de los reyes y nobles que podían costearlas y así «asegurarse» la inmortalidad. Es verdad también que desde los textos de los Sarcófagos, y sobre todo en el Libro de los Muertos, se asiste a una consciente «democratización» del privilegio de la deificación más allá de la muerte, antiguamente reservada al rey. Hay que ‑notar, sin embargo, que desde los tiempos predinásticos se había admitido la supervivencia, al menos rudimentaria, sin distinciones clasistas. La limitación de ésta a los pudientes. si no al rey, debe ser sólo aparente. Estamos tal vez demasiado condicionados por los monumentos y textos existentes: los egipcios bien pudieron conocer rituales más simples y no estar supeditados a la «monumentalidad» para lograr la vida eterna. Es más fácil admitir, en todo caso, que la inmortalidad del faraón fuera un privilegio muy particular, vista su condición divina, que pensar en una dependencia de la riqueza. La «escatología aristocrática» es una visión pobre, basada en los datos materiales, no en una interpretación fenomenológica o filosófica de los mismos.

En los textos de las Pirámides, el destino del hombre está personificado en el faraón, cuyo tránsito a la inmortalidad buscan asegurar mediante una serie de fórmulas y encantamientos. Se afirma que el rey no ha muerto o que será revivificado. La costumbre de preservar el cuerpo del difunto anticipa ya la clásica momificación. Esta esperanza tiene un arquetipo mítico: el hieròs lógos de la muerte y resurrección de Osiris, muerto por su hermano Set. De ahí que el rey, al morir, se identifica con Osiris (que ha llegado a ser el señor de la Duat o reino de los muertos), mientras resucita como Horus en el nuevo faraón que le sucede. Véase esta fórmula de la cámara del sarcófago de Unas, último rey de la V dinastía: «¡Oh Unas!, tú no has muerto; te has ido vivo a sentarte en el trono de Osiris; tu cetro está en tu mano ... ; Atum (dios primordial y creador, identificado al sol), este tu hijo está aquí, Osiris, a quien preservaste vivo -¡él vive!-. Este Unas vive».

El pasaje supone una doble identificación: del faraón con Osiris (en cuya resurrección participa) y de Osiris con Atum  el primer dios que emerge del Caos primordial, según la teología heliopolitana, e identificado a su vez con Ré, el dios solar. En definitiva, el rey -como más tarde todo hombre-, al unirse al sol indeficiente y eterno en sus ciclos de ocaso y orto, se pone al cubierto de la amenaza del tiempo. El ingreso del rey en el «circuito cósmico», del que ahora Osiris es señor, no parece eliminar la conciencia del tiempo, pero sí superar su decadencia. Por eso el deseo de asociarse al sol o a las estrellas circumpolares ('las imperecederas'): «Unas fue guiado por las sendas del Escarabajo (el Sol); Unas cesa de vivir en el Poniente; los habitantes del Abismo lo acompañan; Unas resplandece renovado en el Naciente» (Pirámides, nn. 305s). Son los cuatro momentos del ciclo solar. Los dos últimos señalan la asociación de los muertos al rey deificado y transfigurado diariamente. Desde luego, la vida del más allá está Hena de esperanza. No es el estado de «sombra» de los griegos antiguos o de los hebreos. No es la vida que culmina en la muerte y engendra el pesimismo, sino la muerte ‑‑«tránsito» al renacimiento, a una palingenesia cíclica, pero interminable.

Otra manera de aproximarse a las ideas egipcias del «más allá» es a través de la antropología. Para los egipcios, el hombre es «un compuesto de polvo que forma su cuerpo (jet), al que el ka, principio de vida, da una personalidad consciente que se expresa en su alma individual, el ba. El ka es el elemento más importante en el hombre; es de origen divino, espiritual, no fenece con el cuerpo; es una especie de «doble» de todo hombre que perdura en la otra vida. En la escena del nacimiento de Amenofis III (bajorrelieve de Lúxor), el díos alfarero jnúm aparece ]levando en sus manos dos figuras exactamente iguales; el cuerpo de barro y el ka animador. De la unión del cuerpo con el ka resulta una personalidad consciente, el ba. Este es el responsable de las acciones en esta vida; es lo que se pesa en la balanza de Maat (la justicia) en el momento de la muerte. El problema espiritual del egipcio, que aspira a lo trascendente, consiste en asegurar por medio de los ritos funerarios la unión del ba con el ka o principio inmortal de su personalidad. Mas como éste es una réplica del hombre integral, se busca preservar el cuerpo de la corrupción. De ahí el rito del embalsamamiento, arquetipificado a su vez en el gesto de Isis y Neftis, que preservaron el cuerpo de su hermano Osiris. Un texto de las Pirámides (n. 1257d) le hace oír a éste las palabras que siguen: «(Ellas) impiden que perezcas, previenen tu putrefacción, que te reduce a la tierra ... ; Iris te ofrece una libación, Neftis te purifica, tus dos grandes hermanas restauran tu carne; juntan tus miembros, hacen que tus dos ojos reaparezcan en tu cara». Esta última frase ya alude a lo esencial, que no es la momificación en sí, sino el rito de la «apertura de la boca» y «de los ojos». El texto 1330 expresa: «Tu boca es abierta por Horus con su dedo meñique, con el cual abrió la boca de su padre Osiris». En definitiva, la identificación con Osiris sitúa al hombre fuera de las vicisitudes de la existencia temporal. Un texto de gran significación, registrado en el Libro de los muertos, hace exclamar al difunto, una vez identificado ritualmente a Osiris: «Yo soy ayer, hoy y mañana» (cap. 64.2).

A esta altura, la posibilidad de una vida inmortal es participada por todo ser humano. Tal «democratización» de las ideas se inicia gradualmente en tomo al 2000 a. de C., o ya antes, con los textos de los Sarcófagos, que insisten en la identificación del difunto con los dioses «existenciales» y arquetípicos a la vez: Osiris, Horus, Ré y Atum. Con suma frecuencia, aquél es llamado «Osiris N. N.». Osiris es el dios que muere y resucita.

En la Instrucción para el rey Meri‑ka‑Ré (de la misma época), y sobre todo en el Libro de tos muertos (año 1600 a. de C.), se destaca el motivo del juicio que debe pasar el difunto «en la gran sala de justicia de Osiris». Debe justificarse de la manera como vivió. El capítulo 125 de este libro anota una extensa lista de «confesiones negativas» (por ejemplo: «No he cometido violencia contra un hombre pobre», etc.), inapreciable para juzgar los valores morales egipcios. En las viñetas que adornan los textos aparece la gran escena del juicio, presidida por Osiris, con la asistencia del díos de la sabiduría, Tot, como juez y notario, y el dios‑chacal Anubis, como «pesador» del corazón del difunto en la balanza de Maat, simbolizada en la pluma de ave. Enfrente está el monstruo devorador Am‑mut, frustrado por el veredicto salvador de la corte judicial.

A pesar de los altibajos de este optimismo soteriológico y de algunas composiciones de tono negativo en cuanto a la valoración de esta o de la otra vida, se puede afirmar que la cosmovisión egipcia aporta una clara y positiva solución a la pregunta sobre el destino humano. El egipcio espera la inmortalidad y una vida próspera en el otro mundo. No es fatalista. Para él la muerte no es una condición natural. En definitiva, todo hombre puede ]legar a ser «Osiris».

LA COSMOVISIÓN INDO-IRANIA

El hindú también espera la salvación. Esta es esencialmente una «liberación». En efecto, el concepto de moksa o mukti (de nirvana en el budismo) penetra todos los sistema filosófico‑religiosos y es el fin último de todo saber. A pesar de las diferentes interpretaciones (el pluralismo es una característica del pensamiento de la India, probablemente por ser hondamente metafísico y necesitar más de una «expresión»), la «liberación» se concibe como una ruptura con la vida terrestre y corporal, ligada al sufrimiento y a la ignorancia.

No obstante, en los textos más antiguos, los Vedas (fines del segundo milenio a. de C.), hay más una preocupación por la prosperidad y duración de esta vida que por la existencia post‑mortem. Esto es muy común en las antropovisiones antiguas, pero llama la atención en la India (como en Grecia) a causa de la concepción inversa, que aparece en épocas más avanzadas.

Los Vedas describen con todo un «lugar de los padres» (pitriloka), situado ora bajo la tierra, ora en el cielo, donde los muertos pasan los días en la felicidad (Rig Veda, 9.113.7‑11; Atharva Veda, 3.28.5, etc.). Y hay otras dos expresiones de la esperanza de inmortalidad: por un lado se hace referencia al soma o bebida de inmortalidad, el néctar de los dioses, obtenido por presión de una planta y utilizado en el sacrificio. Según la mitología védica, Indra venció a la serpiente Vritra gracias a la fuerza del soma. Un himno del Rig Veda exalta su poder de otorgar la felicidad en el mundo inmortal (9.113.7ss, 10.15). Por otro lado existe el mito de Yama, el primero de los mortales que murió y entró en el otro mundo, donde llegó a ser el señor de los muertos, una especie de Dios. ¿Por qué el hombre «arquetípico» adquiere tal soberanía? ¿No indica esto que el hombre, consciente de su condición mortal, atribuye, no obstante, a uno de los suyos, y «nostálgicamente» al primero, lo que desearía para sí: la inmortalidad? Hay en esto un parecido con el Utnapistim babilonio.

Si pasamos a la época de los textos metafísicos de las Upanisadas a mediados del primer milenio a. de C.) encontramos importantes innovaciones. Aquí vemos en pleno desarrollo la doctrina de la moksa o «liberación». Para entenderla conviene enmarcarla en otros conceptos axiales de la filosofía hindú, y que tocan justamente nuestro tema. La vida post‑mortem está supeditada a las acciones (el karman) de esta vida. Los dioses no se mencionan ya. El karman es una especie de ley impersonal que además condiciona los renacimientos de la persona (atman) en otro hombre o en un ser vivo cualquiera. Más que para explicar el futuro, esta doctrina del samsira (lit. «ciclo, curso») o reencarnación parece más bien explicar las diferencias entre los seres humanos en relación con el pasado. En todo caso, la idea del samsira anula el sentido escatológico del karman, puesto que el hombre entra en un círculo indefinido de renacimientos, más o menos penosos; sigue atado a la materia, al mundo fenomenal e ilusorio. La solución, por tanto, a la pregunta por el destino último y feliz no está dada todavía. De ahí que los pensadores hindúes entrevieron otra salida: la «liberación» (moksa). Esta consiste esencialmente en una autonomía del itman con respecto al mundo ilusorio (mdy,7), en una evasión de los ciclos del samsára y en una identificación con Brahman, el principio y fundamento de toda realidad. Pero el medio para lograrla no es la vía ética, sino la de la gnosis (igñna, vidya). La salvación es un «descubrimiento», profundo y extraordinario, a saber: que el itman o la parte espiritual e inmortal del hombre es idéntico a Brahman. Así lo expresa la clásica fórmula «tú eres eso» (tat tvam asi), o la otra, «yo soy Braman» (cf. Chindogya-Upanisad, 6.12.3, etc.).

Mas de esta manera, la condición última del hombre no depende de las acciones precedentes (según la ley del karman), sino que la sotería consiste en el conocimiento de su verdadera esencia metafísica. Inversamente, los samsiras son causados por la avidyd o ignorancia, por la cual el hombre queda obnubilado por el deseo de vivir aquí, desconociendo la realidad. La soteriología hindú, por otra parte, no implica al hombre íntegro -cuerpo y alma como decimos-, sino sólo su componente inmortal. Cabe preguntarse, no obstante, si nuestra interpretación «occidental» hace justicia a la visión metafísica de la escatología (individual) upanisádica, que persigue la salvación definitiva del ser verdadero del hombre. Quien sabe si no hay allí elementos para una teología cristiana de la resurrección en Cristo desde el momento de la muerte.

Por su parte, la moksa culmina en la absorción con Brahman, el Absoluto impersonal y neutro. Pero ¿hay allí una anulación de la personalidad de cada individuo o más bien una máxima expresión de lo inconcebible y superior a todas las formas «divinas» de la mitología? En todo caso, el Brahman es, para las mismas Upatisadás, la meta que plenificará a todo ser humano, y más tarde, en el sistema del Vedanta, será aclamado como ser (sat), conciencia (cit) y beatitud (ananda).

Por falta de espacio omitimos toda referencia al budismo (cuya orientación no se diferencia esencialmente del hinduismo en nuestro tema) para decir una palabra sobre la religión ir". Como religión profética, está centrada en la ética y desemboca en una escatología muy elaborada. Si nos atenemos a las Gathas de Zoroastro (siglo VI a. de C.), el hombre determina su destino por la elección del bien y del mal (Asa o Drug), corno los dos espíritus arquetípicos, y «prueba» sus méritos en el paso final del puente «Cinvat» (cf. Yasna, 51.12s y 46.17) y no por medios mágicos ni por sacrificios sangrientos. Zoroastro enseña además un juicio final por el metal fundido (Yasna, 51.9). En el desarrollo posterior del mazdeísmo (contenido en los escritos del Avesta y en la literatura pehlevi) se insiste más en la resurrección y el juicio, obra de un salvador (Sósans), que sobre la bienaventuranza en la otra vida (Cf. Bundabisn, 30.4ss y 2ss). En efecto, la cosmovisión persa implica una notable teología de la historia, según la cual el tiempo es el marco de las elecciones definitivas, que culminan en la derrota escatológica del Mal. De individual que era en Zoroastro, dicha esperanza de salvación se convierte en universal y basta cósmica (la renovación final o fraskart). Algunos textos aluden incluso a una apocatástasis ulterior en que todos los hombres serán inmortales. Esto es explicable en una visión del mundo de raigambre dualista como es la irania: vencido el principio del Mal (Abriman), el hombre, en definitiva, queda liberado. El sentido del hombre, como vemos, es optimista para los irano-persas.

No nos alcanza el espacio para detenemos en Grecia y valorar las distintas visiones de la esperanza de inmortalidad, desde Homero -pasando por los trágicos, el orfismo y Platón- hasta el estoicismo y el epicureismo, y sobre todo la gnosis y los misterios eleusinos y la Mitra. Estos últimos son particularmente significativos, porque revelan una innata esperanza de inmortalidad (como resurrección, aunque no escatológica) y por estar en vigencia en la época del Nuevo Testamento (cabe recordar los numerosos mithraea del área greco-romana). De una u otra manera, no obstante, las expresiones griegas, positivas o negativas, de la vida eterna se reencuentran en las tres cosmovisiones analizadas. Estas, por su parte, son orientadoras, ya que representan tres pensamientos típicos: el semítico, el camítico y el indo‑europeo. Doquiera hemos encontrado, expresada en lenguajes a veces opuestos. una esperanza, una nostalgia o una búsqueda de inmortalidad.

 


 

[1]   Los depósitos de vajwa y objetos materiales hahados en tantas tumbas siropalestinas, ¿significan una fe en la supervivencia post‑mortem o son una expresión silnbólica de la «memoria» del difunto entre los vivos?