LA ESPERANZA DE UNA INMORTALIDAD EN EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EN EL JUDAÍSMO

A.-M. Dubarle

 

En las obras más recientes del Antiguo Testamento y en los escritos judíos no canónicos de las proximidades de nuestra era empieza a formularse la creencia en una inmortalidad bienaventurada y, más concretamente. en una resurrección corporal.

ANTECEDENTES REMOTOS

La justicia divina

Esta creencia judía, a pesar de su novedad, tiene raíces en las capas más profundas del pensamiento religioso de Israel. Convendrá, ante todo, poner de relieve sus orígenes antiguos. Pueden señalarse dos líneas principales: la fe en una justa retribución y la aspiración a una supervivencia o el vago presentimiento de ella.

La justicia divina era un punto esencial de la religión israelita. Yahvé retribuye a los hombres según sus acciones. Pero durante mucho tiempo se entendió que esta justicia se aplicaba a los grupos, exactamente igual que la justicia humana de aquella época. Todo el clan se considera responsable del acto cometido por uno de sus miembros, y la sangre derramada pedía una serie de venganzas en que se veía envuelta toda la parentela del asesino. Yahvé mismo es mirado como un Dios celoso, que visita la iniquidad de los padres en sus descendientes hasta la tercera y la cuarta generación y hace misericordia a los que le aman durante mil generaciones  (Ex 20,5‑ó). Este es el principio general, equilibrado en cada libro por otros textos más raros en que se habla de una justicia individual ejercida también por Dios.

Con los progresos de la administración real, que actúa en lugar de las iniciativas locales o familiares, llega a proclamarse, en el Deuteronomio (24,16), el principio de la sanción individual. Los profetas, a su vez, anuncian que también la justicia divina se ejercerá en adelante según los méritos o deméritos de cada cual, sin tener en cuenta los de sus allegados (Jn 31,29‑30; Ez 18,2‑4). Es éste un principio ideal, cuya aplicación en la vida concreta trata de demostrar el libro de los Proverbios, a pesar de las excepciones bien visibles. Pero Job y Qohelet discuten, cada uno a su manera, este problema estremecedor de la retribución providencial, ]legando a comprobar que los justos no siempre tienen la suerte que realmente merecía su conducta. Malaquías atestigua que este escándalo se hacía sentir mucho, y no sólo en el ámbito reducido de las discusiones entre los sabios. El mismo no consigue liberarse de este peso más que gracias a una promesa para el futuro (Mal 3,13‑21), como les ocurría también a jeremías y Ezequiel.

Esa era la situación cuando un acontecimiento que afectaba a todo el pueblo vino a hacer infinitamente más candente la cuestión. El rey seléucida Antíoco Epífanes desató una sangrienta persecución contra los judíos fieles a su ley que se negaban a aceptar las costumbres griegas. Los más celosos eran los más amenazados. La observancia intransigente de los mandamientos divinos tuvo muchas veces como recompensa el martirio. De esta forma quedaba radicalmente suprimida toda esperanza de que un giro repentino de la !suerte hiciera que a la prueba sucediera la felicidad, como el libro de los Proverbios trató de dar por sentado. Israel no sucumbió ante este supremo desafío lanzado contra su fe. Algunos de sus hijos encontraron ahí mismo la ocasión de un nuevo avance. Dios retribuye a cada cual según sus obras, pero como resultaba evidente basta la saciedad que esta justa sanción no tenía lugar en la vida presente, ello quería decir que es después de la muerte cuando se realiza, mediante una resurrección o una supervivencia bienaventurada.

El deseo de perpetuidad

Junto a esta convicción acerca de la justicia divina, en los libros antiguos de la Escritura se encuentra también un oscuro presentimiento de‑ la inmortalidad del hombre. En el corazón de todo individuo hay una aspiración a permanecer. Abrahán, el ganadero nómada sin hijos, recibe de Dios simultáneamente la promesa de una tierra y de una descendencia. Se perpetuará en una raza, que a su vez hallará un suelo donde fijarse (Gn 15). Esta será también la recompensa acordada a los que observen la Ley: largos días en el país que es un don de Yahvé (Ex 20,12). De este don divino gozará el pueblo entero más que cada uno de sus miembros por separado. El individuo sabe bien que ha de morir y que no es posible recoger las aguas derramadas en el suelo, como podría hacerse con un objeto sólido (2Sam 14,14). El mismo Job, en medio de su desgracia, puede desear un retomo a la vida, pero si bien es verdad que un árbol cortado por el tronco puede echar nuevos brotes, al hombre no le es posible tal cosa (14,7‑22). Todo un pueblo tiene posibilidades (Is ó,13) de que carece un solo individuo aislado. A éste le queda el consuelo de pensar que podrá sobrevivirse en sus hijos (Eclo 30,4‑ó).

A esta inmortalidad de la descendencia viene a añadirse la de la reputación: un nombre ilustre permanece para siempre. Este deseo de dejar una memoria honrosa se expresa cada vez con mayor frecuencia precisamente en la época en que va a hacerse más firme la fe en la resurrección de los cuerpos'. El monumento funerario podía suplir a la descendencia viva y materializar la permanencia de un nombre (2Sam 18,18; Is 56,5).

En los salmos se abre paso una aspiración de orden más estrictamente religioso que este deseo de sobrevivir en la memoria de los hombres. Diversos pasajes ligados a una meditación sobre la justa retribución de los méritos expresan la esperanza de permanecer para siempre junto a Dios (Sal 16; 49; 73). Resulta difícil precisar el alcance exacto de tales textos. ¿Se trata de una inmortalidad bienaventurada que se desca o con la que se cuenta con una cierta seguridad? ¿No habrá en todo ello más que un anhelo, o incluso una certeza, de librarse de un peligro abrumador para vivir en el templo unos días tranquilos? Es posible que la perspectiva de una supervivencia real caiga fuera de las fervientes aspiraciones de los salmistas. Ya que no mencionan su muerte y sólo hablan de vivir con Dios, ¿habrá que dejarse ilusionar por semejante lenguaje? Porque la verdad es que nadie toma al pie de la letra la salutación protocolaria que pronuncia Betsabé, «¡viva para siempre mi señor el rey David.!», cuando éste, decrépito ya y envejecido, acaba de tomar sus últimas disposiciones testamentarias (1 Re 1,31).

Esta difícil cuestión que plantea la exégesis de los ‑salmos ha sido resuelta tanto en un sentido como en otro. Aquí no podemos entrar en esa discusión. En la incertidumbre es mucho más sensato practicar una reserva metódica y no admitir la presencia de una fe completamente nueva en un texto que puede ser explicado de acuerdo con las perspectivas antiguas. Sí algunos salmistas han llegado a contar realmente con la inmortalidad al lado de Dios, es que han preludiado lo que en el libro de la Sabiduría será ya una doctrina firme y referida a todos los justos. Si en sus expresiones hiperbólicas sólo han expresado el piadoso deseo de terminar en paz su existencia terrena, su aportación no está totalmente desprovista de valor. Pues formularon con toda claridad su convicción de que la verdadera felicidad del justo consiste no en la prosperidad material, la riqueza, la familia numerosa, sino en la amistad con Dios. Incluso así se encuentran en la dirección que Deva al libro de la Sabiduría, aun manteniéndose todavía un tanto alejados de las esperanzas que esta obra manifiesta.

El hombre cuya perpetuidad entrevé o desea el antiguo Israel es considerado como unidad indisoluble. La vida no es disociable del cuerpo y de sus funciones. El término hebreo nephesh, que será traducido en griego por psyché, significa ante todo el soplo de la respiración. No se trata de una entidad inmaterial, como lo es el alma según el pensamiento griego. Si bien es cierto que hay deseos, sentimientos, ideas que no se reducen a puros hechos orgánicos, como diríamos nosotros, también es verdad que todas esas actividades no se ejercen al margen del cuerpo material; los autores bíblicos las localizan en el corazón, los riñones, el hígado, las entrañas, pero no en la cabeza. Si en un mismo texto nombran la carne y el alma se trata de un paralelismo literario, análogo al de la boca y los labios; no porque pretendan referirse a elementos netamente distintos del ser humano.

En la muerte, el hombre no es aniquilado pura y simplemente. Desciende al sheol, al lugar subterráneo de silencio y oscuridad; ,se hunde en el polvo, donde conserva un resto de existencia que no merece realmente llamarse vida; es el sueño o el reposo; un sopor atravesado de cuando en cuando por algún destello de conciencia; es la inactividad, la nivelación de todas las desigualdades entre individuos.

En esta concepción del hombre como unidad indisolublemente corporal y psíquica, las fórmulas que expresan la resurrección pueden limitarse a decir que los muertos yacentes o que duermen en el polvo se levantarán y vivirán (Is 26,19; Dan 12,2). No es indispensable que se mencionen sus cuerpos, condición necesaria de la vida. Por el contrario, en un ambiente en que la costumbre fuese hablar del alma y del cuerpo como de dos componentes del hombre, para expresar la idea de resurrección sería preciso mencionar formalmente la recuperación o la transformación del cuerpo y de sus miembros. De otra forma, el lector correría el riesgo de no pensar más que en una inmortalidad espiritual.

DE LA RESURRECCIÓN METAFÓRICA A LA RESURRECCIÓN REAL

Para la mentalidad israelita, vida y muerte son dos realidades opuestas; pero ello no ha de entenderse necesariamente en el sentido del todo o nada; pueden darse ciertos grados. Un enfermo se acerca a la muerte y, por consiguiente, su situación se parece al sheol, de donde regresa cuando se cura. Yahvé, que es Señor de la vida y de la muerte, hace descender al sheol y hace salir de él (1Sam 2,6). Estas ideas, aplicadas a los individuos en los salmos (Sal 30,40), han sido transferidas al pueblo entero por los profetas. La vida precaria provocada por una catástrofe nacional, la de populación, son una especie de muerte. Una vida más larga, un aumento numérico suponen un retorno a la vida; el alivio de quienes estaban hundidos en la tumba es ya una resurrección.

En Os 5,15 Yahvé habla de abandonar a su pueblo a fin de incitarlo a que se convierta. Es la táctica tantas veces repetida en tiempos de los Jueces. Israel reacciona ante esta amenaza:

Vamos a volver al Señor: El, que nos despedazó, nos sanará; El, que nos hirió, nos vendará. En dos días nos sanará; al tercero nos resucitará; y viviremos delante de El. (Os 6,1‑2.)

Se trata claramente de un retorno a la grada y de la abundancia de vida que de ahí se seguirá para toda la nación, no de la resurrección individual.

La imagen literaria así creada se desarrollará luego, en Ezequiel, hasta convertirse en una visión grandiosa. Los huesos dispersos sobre una vasta llanura se reunirán para formar esqueletos, que se recubren luego de carne. Finalmente, el aliento anima estos cuerpos, que se alzan en pie. Como explica la palabra divina, la escena simboliza una renovación nacional. Israel en el exilio se cree abocado a la aniquilación. Pero Yahvé le hará retornar a su tierra para instalarlo de nuevo en ella (Ez 37,1‑14). De esta manera se irá forjando un lenguaje, que más tarde estará a punto para expresar la resurrección propiamente dicha.

Leído en la perspectiva de Os 6 y Ez 37, el texto de Is 25‑26 puede inducir cierta perplejidad. Forma parte del llamado apocalipsis de Isaías (Is 24‑27) un conjunto que se sitúa normalmente en la restauración que siguió al exilio, sin que sea posible atribuirle una fecha exacta. Un pueblo enemigo acaba de sufrir un duro revés; su capital ha sido destruida. Israel se alegra de este juicio divino. Pero al mismo tiempo se quería de contar con un pequeño número de miembros. A pesar de que han sido reconstruidos los muros de Jerusalén, el pueblo sigue sin aumentar. A estas lamentaciones responden unas promesas. Un festín pacífico reunirá a todos los pueblos sobre la montaña de Judá. Yahvé arrebatará el velo de luto que velaba a todos los pueblos y el sudario que cubría a todas las naciones. Borrará la muerte para siempre. Enjugará las lágrimas de todos los rostros (25,7‑8). ¿Se trata de una bienaventuranza eterna, o de una paz perpetua en que se habrá renunciado a las guerras asesinas? Poco más adelante se lee:

¡vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos tos que habitan en el polvo! Porque tu rocío es rocío de luz, y la tierra de las sombras parirá. (Is 26,19.)

¿Habrá que tomar al pie de la letra este retorno de las sombras a la vida, e los Refaím que descendieron al sheol? El cataclismo universal, la perspectiva de un juicio, que forman el marco de las palabras citadas, son otros tantos indicios sólidos de que el profeta está imaginando las peripecias finales del plan providencial. Quedan trazadas ya las que serán grandes líneas de la escatología del Nuevo Testamento. Por otra parte, la alusión al pequeño pueblo de Moab, vecino poco amable, así como los versos que evocan las circunstancias difíciles de la restauración y repoblación de Jerusalén no permiten descartar a la ligera la interpretación simbólica que ve en la resurrección prometida una reorganización del pueblo diezmado por el exilio.

Pero incluso ateniéndonos a esta explicación metafórica preciso es reconocer que este texto, menos denso desde un punto de vista doctrinal, contribuía a mantener la fe en un Dios dispensador soberano de la vida, que jamás deja de acudir a socorrer a su pueblo en medio de sus desgracias.

Ahora nos toca considerar aquellos textos en que, sin duda alguna, se han expresado las esperanzas de Israel con respecto a un más allá. La exposición insistirá preferentemente en una resurrección corporal más que en una supervivencia espiritual, fijando la atención en los textos bíblicos, con preferencia a los no canónicos.

LA RESURRECCIÓN EN DANIEL 12

El oráculo de Dan 12,1‑3 es el primer testimonio indiscutido de la creencia en la resurrección. Suele fecharse en la época de la sublevación macabea contra la persecución. El vidente, bajo la figura de Daniel, narra en lenguaje velado, y como si se tratase de acontecimientos futuros, los turbulentos destinos que aguardan a los reinos de Egipto y Siria. Llega al reinado de Antíoco Epífanes y relata los ataques de éste contra el pueblo de la Alianza. Pasa después al «tiempo del fin», es decir, a lo que para él es todavía un futuro, y predice el desastre que sufrirá el perseguidor. En aquel tiempo, es decir, en ese tiempo futuro cuyas etapas sucesivas ni siquiera los profetas son capaces de discernir claramente, habrá una angustia sin precedentes. Miguel, celeste protector de Israel, intervendrá. El pueblo se salvará, al menos por lo que se refiere a aquellos que estén inscritos en el libro, es decir, que los justos, cuyo censo consta en el libro de la vida, salvarán sus vidas. «Y muchos de los que duermen en el país del polvo se despertarán; unos para la vida eterna; otros para el oprobio, para el horror eterno» (Dan 12,2). El texto sólo habla explícitamente de los que pertenecieron al pueblo elegido. Promete que salvarán su vida los justos que hayan de conocer el desastre final. En cuanto a los que ya hubieran muerto, los que duermen según la antigua concepción del sheol, se levantarán en gran número. Se entiende ordinariamente que entre los que se levantarán unos entrarán en posesión de la vida eterna, mientras que los otros irán al horror eterno. En esta perspectiva hay que preguntarse si «el gran número» se refiere a la totalidad de los muertos o solamente a una parte de ellos. Pero es posible otra explicación. Ambas categorías designan a los resucitados y a los no resucitados, respectivamente, estando condenados estos últimos a pudrirse sin fin sobre la tierra, excitando así la náusea de toda carne (Is 66,24). La resurrección, por consiguiente, estaría reservada sólo a los justos. Será preciso aguardar basta el Nuevo Testamento (Jn 5,38) para que la resurrección con vistas al castigo entre en perspectiva. Lo importante es que la resurrección se ha convertido en objeto de una esperanza firme, en lugar de constituir un anhelo quimérico o la imagen de la perpetuidad de una raza.

La resurrección se describe como un despertar. Simétricamente, el tiempo que transcurre antes del fin es un reposo (Dan 12,13), no una actividad a la que pudiera darse el nombre de vida. El justo se alzará en pie para recibir su recompensa. El vidente se imagina, como es natural, que este retorno a la vida se efectuará en un cuerpo. Para él, las dos cosas estaban tan íntimamente unidas, que ni siquiera necesitaba decirlo explícitamente.

EL LIBRO DE LA SABIDURÍA

Escrito en griego, verosímilmente en Alejandría poco antes de la era cristiana, el libro de la Sabiduría habla con toda claridad de una vida futura en que los justos hallarán la felicidad junto a Dios. Su muerte física no es más que una simple apariencia que engaña a los insensatos (3,2‑4). Después de haber sido probados por Dios, los justos gozan del reposo y la paz (3,3; 4,9) cerca de él (3,9); conocen la verdad (3,9); disfrutan de un aspecto luminoso y comparten el señorío de Dios sobre los pueblos (3,7‑8). Una confrontación con los insensatos hace reconocer a éstos su pasada locura, mientras que el universo se desencadena para barrerlos (5,1‑23).

Sin embargo, no se menciona en absoluto la resurrección corporal, conocida ya por Daniel y el segundo libro de los Macabeos, escrito en griego al igual que Sabiduría. Este silencio recibe diversas interpretaciones por parte de los exegetas. Unos ven en él la consecuencia de una concepción semejante a la del libro de Henoc. Después de un largo sueño, los muertos surgen de su común receptáculo el día del juicio. No se trata de una resurrección propiamente corporal, sino de una nueva vida de las almas en felicidad o en dolor. Tampoco se trata de la inmortalidad tal como la concebían los griegos, en el sentido de una consecuencia natural de la inmaterialidad del alma. Según otros exegetas, la antropología semítica, presente todavía en Sabiduría, implicaría una afirmación, aunque no se halle explícita, de la resurrección del cuerpo. También la reflexión sobre la historia salvífica que traen los cc. 10‑19 pone de relieve el puesto que corresponde al mundo material en los designios de la providencia. Los prodigios del éxodo fueron como una nueva creación, y dan pie a esperar una redención total del hombre en que el cuerpo también tendrá su parte.

Lo cierto es que nada en el libro de la Sabiduría va expresamente contra la esperanza de la resurrección. El autor conocía esa creencia y, seguramente, la ha hecho suya. Pero ha preferido, posiblemente para no causar la repulsa de sus lectores griegos, poner de relieve los elementos propiamente espirituales de la vida bienaventurada, dejando en la sombra el destino del cuerpo. De su obra no puede sacarse un testimonio positivo, pero menos aún sería posible hallar en ella una negación.

EL SEGUNDO LIBRO DE LOS MACABEOS

En 2Mac hay ya una especie de síntesis de los datos contenidos en Dan y Sab: restauración del cuerpo, felicidad cerca de Dios. Nuevamente la vida futura es una esperanza en medio de la persecución sangrienta.

El anciano Eleazar prefiere el suplicio antes que violar la Ley, y proclama que, si bien le era posible eludir los castigos infligidos por los hombres mediante el disimulo, vivo o muerto no escaparía de las manos del Todopoderoso (2Mac 6,26). Esto significa que prevé la posibilidad de un castigo en el más allá, pero no precisa nada más. Las profesiones de fe de los jóvenes mártires son más claras y hablan de resurrección. «El Rey del mundo nos resucitará para recuperar la vida eterna» (7,9). «Del cielo he recibido estos miembros (la lengua y las manos) y de él espero recuperarlos nuevamente» (7,11). «Más vale, muriendo a manos de los hombres, aguardar de Dios la esperanza de ser resucitado por él; pues en cuanto a ti, no habrá resurrección para la vida» (7,14). La suerte del tirano queda dudosa; no se ve claro si le aguarda la aniquilación total, el sopor perpetuo del Hades, una supervivencia dolorosa sin resurrección o una resurrección para el castigo (cf. Dan 12,2). La comparación con 2Mac 6,26 invita a elegir una de estas dos últimas explicaciones.

La madre de los jóvenes interviene a su vez. «El creador del mundo, que ha operado el nacimiento del hombre y que ha concebido el origen de todas las cosas, os devolverá nuevamente con su misericordia el aliento y la vida» (7,23). El poder divino, que de la nada ha creado el mundo entero, puede devolver la vida a los muertos. «Acepta la muerte, a fin de que en (el tiempo de) la misericordia yo te recupere con tus hermanos» (7,29). No es sólo que la vida individual será restaurada; también la familia será rehecha en la vida futura. Pero hay aún más. «Nuestros hermanos, después de haber soportado un dolor pasajero, beben' de la vida que nunca se agota, en virtud de la alianza de Dios» (7,36). No sólo la familia; todo el pueblo, sujeto de la Alianza, recuperará su existencia.

En 12,43‑45 no parece que la resurrección y la recompensa de los hombres piadosos vayan por separado, sino que se presentan como expresiones sinónimas intercambiables. Finalmente, en 14,46 hay un patriota que trata de suicidarse, se arranca las entrañas y ruega al Dueño de la vida y del aliento que se las devuelva de nuevo.

Estos pasajes muestran que el autor del libro, y también algunos judíos durante la persecución, creían en las sanciones de ultratumba. Los mártires habrían de recuperar por la resurrección sus miembros, el aliento y la vida; las familias y el pueblo de Dios serían rehechos en el cielo. La resurrección de todos los justos, sin ser afirmada expresamente, parece caer dentro de las perspectivas

Esta traducción supone una corrección conjetural sin apoyo en los manuscritos; leyendo mal “cayeron” se transforma en «bebieron». Ateniéndose al texto no corregido, el sentido más probable sería: «nuestros hermanos, después de haber sufrido un corto dolor (conducente) a la vida que nunca se agota, han caído bajo la alianza de Dios», están bajo el dominio exclusivo de la alianza divina, después de haber escapado de manos del perseguidor. El texto no afirma de manera indudable la posesión ya realizada de la vida eterna del escritor inspirado, que aprueba la conducta de Judas cuando éste se muestra convencido de que hay una recompensa para quienes mueren en la piedad (12,45). Para los impíos habrá sanciones después de la muerte, sin que se afirme claramente su resurrección corporal. Los mártires ya beben en la fuente de la vida inagotable, lo que implica una bienaventuranza inmediata, a la que podría seguir su resurrección después de un cierto intervalo. Es probable que 2Mac haya de entenderse a la luz de Dan 12,13, en que el profeta es invitado a reposar (en la muerte) para levantarse y recibir su parte al fin de los días. La diferencia consistiría en la esperanza de una vida bienaventurada inmediatamente después de la muerte en lugar de un sueño prolongado. No está fuera de lo posible que el autor de 2Mac tuviera esta concepción, ya que muestra a Eleazar sufriendo cruelmente en su cuerpo, pero soportando alegremente los tormentos en su espíritu. Sin embargo, no se debe insistir en exceso: la distinción entre alma y cuerpo no responde en él a una teoría sistemática, que trataría de inculcar, sino a un modo de expresión cómodo, tomado de su ambiente y que le permite aludir al hombre todo entero. Los mártires y los patriotas se entregan en cuerpo y alma por su pueblo (7,37; 14,38; 15,30). No hay en semejante expresión indicio alguno de una antropología explícita, como tampoco hay una cosmología en el dicho de que Dios ha creado los cielos y la tierra (7,28).

En este libro hay un episodio por el que se ve que el autor de 2Mac prevé una actividad verdadera para los difuntos piadosos inmediatamente después de la muerte, lo cual confirma el alcance, un tanto conjetural, del texto de 2Mac 7,35 en su forma corregida. Un mártir como el antiguo sumo sacerdote Onías o un profeta perseguido como jeremías viven, siguen interesándose por la suerte de su pueblo, que lucha por amor a la Ley de Dios, y ruegan por él. Toman la iniciativa de mostrarse a judas en un sueño digno de fe (15,11‑16), siendo así que en otros tiempos Samuel sólo se apareció bajo el apremio de un conjuro, reprochando a Saúl el haber turbado su reposo (1Sam 28,15). El hecho precisa o suple la doctrina.

Si para los fieles difuntos hay ya una vida, la resurrección todavía está por venir. Según la mentalidad antigua, la restauración corporal del muerto y la suerte de su cadáver en la tumba son indisociables. Nada indica que el autor de 2Mac haya introducido innovación alguna en este punto de vista. El libro, por consiguiente, ofrece algún apoyo a la idea de un período intermedio entre la muerte y la resurrección, si es que es posible sistematizar puntos de vista desconectados.

EL JUDAÍSMO, FUERA DE LA ESCRITURA CANÓNICA

El judaísmo ha admitido frecuentemente, aunque no siempre, la resurrección o una supervivencia bienaventurada. Forzoso será limitarse en este punto a una simple enumeración: diferentes partes del libro de Henoc, los Salmos de Salomón, los Testamentos de tos doce Patriarcas, los jubileos, 4 Esdras, Baruc siríaco.

Por lo que respecta a Qumrán, el testimonio de los textos es muy ambiguo. Ningún libro de la secta afirma categóricamente esta doctrina, pero tampoco la rechaza. En rigor, las ' perspectivas que se entreabren para el porvenir podrían quedar situadas en el marco de la vida presente. Pero, en opinión de buenos especialistas 9, lo más probable es que ciertos pasajes se refieran, de manera imprecisa, a una inmortalidad bienaventurada.

Los fariseos creían en la resurrección. Incluso llegaban a atribuir una importancia tan grande a este artículo de fe, que, según muchos, el negarlo era motivo suficiente para que alguien quedara excluido del mundo futuro. Los saduceos, por el contrario, rechazaban tal innovación, que no podía invocar la Ley en su favor. Esta doctrina, sin embargo, se situaba perfectamente en la prolongación de la afirmación escriturística de que toda la obra de Dios era buena y que el Creador quería llevarla hasta su perfección, a pesar de todas las deficiencias de las criaturas.

[Traductor VALIENTE MALLA

A.‑M. DUBARLE