EL ROSTRO DE CRISTO

EN EL ARTE CONTEMPORANEO

Juan Plazaola Artola 

1. "Cualquiera tiempo pasado fue...peor"

Entre fervorosos creyentes de hoy no es raro hallar gentes que añoran el arte religioso de antaño. Se comprende. Así como es natural que un sentimiento nostálgico invada el ánimo del cristiano cuando rememora el antiguo "régimen de cristiandad", es también obvio que goce más y se sienta mejor representado por el arte y las imágenes religiosas de aquellos tiempos. Pero si el creyente tiene una cultura suficiente como para entender que el arte, cuando es auténtico, debe reflejar la cultura de cada época, estará más preparado para gustar y comprender el arte vivo que le rodea.

Porque no se trata de la simple iconografía, al menos yo no hablo aquí de ella, sino de la iconografía artística. Y la iconografía artística cristiana, precisamente por la profundidad insondable de los misterios que debe abordar, tiene en cada época sus limitaciones. Hay que reconocer las que tiene el arte sagrado de hoy; pero no podemos cerrar los ojos ante las deficiencias del arte del pasado y especialmente de la época inmediatamente anterior a la nuestra, ante las que reacciona nuestra sensibilidad, y más violentamente la sensibilidad estética de los artistas de hoy.

A fines del siglo XIX y principios del XX la iconografía cristiana se hallaba en plena decadencia, al menos cualitativa. En las imágenes de Cristo, de la Virgen María y de los Santos, abundaba el sentimentalismo, la blandenguería, el interés por la anécdota, y un didactismo simplón, carente de todo sentido del misterio cristiano.

El Movimiento Simbolista empezó creando un clima favorable a una renovación del arte religioso, y éste pareció resurgir en artistas como Maurice Denis y Georges Desvallières en Francia, Thorn-Prikker en Holanda y Ernst Barlach en Alemania. Posteriormente, sobre todo después de la tremenda experiencia de las dos guerras mundiales, en el mundo eclesiástico fue naciendo la conciencia de la enorme indigencia que la sociedad contemporánea padecía en materia religiosa, y la convicción de que no debía alardearse, con una iconografía copiosa y grandilocuente, de una fe cristiana que apenas tenía vida.

Es significativo que en la época posconciliar no se haya producido, como ocurrió a raíz del Concilio de Trento, un auge de la iconografía cristiana. Más bien, hay que decir que, en sentido inverso, lo más innovador del Vaticano II estaba ya prefigurado en la iconografía - mínima, sobria y fuertemente personalizada - instaurada por los grandes artistas que le precedieron en este mismo siglo.

En general, puede decirse que la iconografía de nuestros días, de mayor o menor calidad artística, refleja la deficiencia, por lo menos numérica, de nuestra fe. La Iglesia, hoy minoritaria como en los primeros tiempos del cristianismo, vive hoy un período de cierto repliegue, en el que madura y toma nuevas fuerzas. "Todo ello - acaba de decir el cardenal Ratzinger - creo que le viene bien y no es negativo". El Papa actual nos invita a una "nueva evangelización", y ésta debe empezar por una cura de humildad y sinceridad. Por lo que atañe al arte, debemos reconciliarnos con una iconografía que es humilde confesión de nuestras indigencias. Dejemos de añorar el pasado. No hay más arte que el que vive hoy. El arte del pasado no es mejor que el de hoy sencillamente porque está muerto. Y ni siquiera es posible.

2. Los temas fundamentales: Muerte y Resurrección.

Si he elegido el rostro de Cristo en el arte como tema de estas reflexiones es porque pienso que el hombre de hoy, desengañado de otras muchas "verdades" religiosas de cuya relatividad ha ido adquiriendo una conciencia cada vez más aguda y dolorosa, parece buscar en Jesús de Nazaret y en su mensaje un soporte que dé sentido a su existencia. Los cristianos de hoy, por su parte, han avivado su fe en que su salvación está en Cristo Muerto y Resucitado. El arte de hoy parece responder a esa temática, la más profunda y esencial del cristianismo: la Encarnación y la Escatología; la inminencia y la trascendencia; la identificación de Dios con el hombre doliente y menesteroso, y la resurrección a una vida divina.

Ambos temas se sienten y se expresan de manera original, propia y exclusiva de los hombres de nuestro tiempo. Cristo es, para el hombre de hoy, la víctima de la injusticia y del odio entre los hombres; es el Cristo paciente, humillado y oprimido; es Dios identificado con el hombre que vive, sufre y muere a nuestro lado.

Un gran sector del arte cristiano contemporáneo se inspira en esa verdad revolucionaria y atroz: Dios agoniza en cada hombre que padece y muere entre nosotros. Cuando un hombre es apaleado y muerto, es Cristo quien sufre y muere. Pablo de Tarso vio en Cristo el "primogénito de los muertos". Los más célebres artistas de nuestro siglo lo han visto como "el primogénito de los asesinados", como el prototipo de todos los hombres perseguidos y torturados.

El otro tema que parece solicitar también la imaginación de los artistas contemporáneos es el de la trascendencia, el de la Resurrección. El arte moderno ha tenido su manera peculiar de evocar la vida más allá del tiempo y del espacio. No ha orillado el tema de Jesús Resucitado, pero no ha aceptado el Cristo gótico o renacentista que, al resucitar, vuelve a este mundo deleznable, el Cristo vencedor de la muerte pero carente de todo signo que evoque el misterio de una vida superior. Era un Cristo que "regresaba" de la muerte, como Lázaro, a una vida de nuevo temporal. La resurrección de Cristo era para ellos una especie de "reanimación". La vida y la conversación de Jesús con los hombres volvía a ser lo que antes había sido en este mundo sublunar. En la Cena de Emaús de Veronés, Jesús Resucitado es un comensal que preside una fiesta casera en la que, en medio de un jolgorio familiar, se reúnen 23 personas. En el gran arte del Renacimiento, apenas encontraremos artistas - a excepción de Grünewald, el Greco y algún otro -, que aborden el tema de la Resurrección de Cristo con un estilo convincente para los hombres de hoy.

Véase cómo el pintor actual William Congdon ha evitado este escollo de un Cristo regresando a una vida temporal, fundiendo la figura esquemática del Primogénito de los Resucitados con la luz de un cielo en la que todo lo terrestre y humano desaparece casi por completo .

3. Artista cristiano, artista de hoy.

Si hay algo evidente para el historiador del arte cristiano es la invalidez de un arte religioso que pretenda aislarse del clima cultural al que pertenece el artista. Este talante fue el que esterilizó la obra pretendidamente artística de ciertos cristianos en épocas de divorcio entre Iglesia y Sociedad. Afortunadamente, hoy parece que los sectores más clarividentes de la Jerarquía eclesiástica se dan cuenta de que, para lograr una iconografía que sea elocuente para el hombre de hoy, deben confiar en los grandes creadores de nuestro tiempo; deben convencerse de que si quieren iniciar una "nueva evangelización" deben empezar abriéndose también a una "nueva sensibilidad". Hagamos unas sugerencias sobre ella.

3.1. "No me venga Ud. con historias".

El hecho resulta evidente. Al artista de hoy le interesan poco las "historias". Pasó ya el siglo XIX con su entusiasmo por los aparatosos "cuadros de historia". El arte de hoy ha dejado de ser narrativo.

Ni siquiera le atrae la historia sagrada, tomada en su discurso temporal y psicológico. Entre otras razones, porque la investigación bíblica de este siglo ha puesto al descubierto, sin anular la profunda verdad teológica de los relatos de la Sagrada Escritura, la impostación mitológica que los penetra. Será difícil que la "historia" de la Epifanía, un tema que ha tenido versiones artísticas durante casi 2000 años, pase ahora, desde las fantasías infantiles ante las carrozas de los tres Reyes Magos en la noche del 6 de Enero, a los lienzos de nuestros artistas.

Uno de los rasgos de nuestra cultura - dicen los filósofos de la posmodernidad - es la increencia en los grandes relatos, en esos metarrelatos como ellos los llaman, que han sido, en todas las religiones y filosofías, el fundamento de su pervivencia y, según ellos, de su malsana y totalitaria influencia. Sin duda habrá que oponer a esa anunciada muerte de los "metarrelatos" fundantes de las grandes religiones, el hecho indudable de su resistencia a desaparecer. Felizmente, son indestructibles. Pero tampoco puede negarse que existe un cierto desengaño bastante generalizado sobre ellos, y que el arte está dando, por el momento, testimonio de esa desilusión.

Aceptémoslo, y no pidamos a nuestros artistas un "relato" de las "negaciones de san Pedro", como en los relieves de los antiguos sarcófagos, o del "Vía crucis" como en una predela del siglo XV. El artista de hoy preferirá ir al meollo de la historia, condensará la narración en una sola imagen y, quizá mejor, en un signo o en un símbolo con el que intentará expresar su sentimiento personal sobre el misterio propuesto. Un artista del siglo XVI, como el Greco, contará los sucesivos momentos de la noche de Jesús en Getsemaní presentando a 8 o 10 personajes en la diversa perspectiva de las horas de aquella noche triste. Goya, anunciando ya una sensibilidad propia de tiempos más recientes, condensará su narración en la agonía de Cristo ante el cáliz de la Pasión; y Alfred Manessier, en nuestros días, pretenderá que un simple montaje de formas y colores canten su sentimiento ante el trágico proceso de aquella noche.

La iconografía de hoy deja de ser didáctica y narrativa para hacerse mistagógica y contemplativa.

3.2. "Yo lo veo así".

En esta frase, tan común en los labios de muchos artistas, habría que subrayar su primer vocablo: el YO.

El arte de hoy es el más opuesto a lo convencional, a lo habitual y colectivo. Quiere ser una confesión violenta del sentimiento individual. Esa violencia que echa mano continuamente de la metáfora o deformación expresiva, es lo que solemos llamar expresionismo y que se ha ido imponiendo en gran parte de nuestra iconografía contemporánea dedicada a la Pasión y Muerte de Cristo.

No puede cerrarse los ojos ante el problema que el expresionismo artístico plantea a la Iglesia cuando se desea una imagen que presida la celebración litúrgica. Lo sacro es lo consagrado al Señor; y la "sumisión al objeto" parece que debiera ser un principio insoslayable por razón del misterio que está ahí, delante e independiente de nosotros, como contenido de nuestra fe. Pero, por otra parte, el arte es esencialmente, expresión de un hombre. El subjetivismo lleva a expresiones del Yo que, en una sociedad pluralista, tomará formas muy individualizadas y sorpresivas, quizá herméticas y hasta ofensivas para un cierto sector de la comunidad cristiana. He ahí una situación problemática que ha sido frecuente en las últimas décadas. La prudencia de la Jerarquía, a quien compete la "episcópica" vigilancia de los lugares de culto y la solución a esas situaciones de tensión en el interior de la asamblea cristiana, deberá tener en cuenta la voz de los fieles que invocan el respeto a la santidad del tema; pero también deberá examinar hasta qué punto es objetivo un rechazo basado probablemente en argumentos que solo son manifestación de una sensibilidad pasajera, cuando no ya trasnochada.

Ya el Cristo Crucificado del croata Ivan Mestrovic causó sensación por el tremendo descoyuntamiento al que sometió a la anatomía del Redentor (1917). Con el mismo espontáneo rechazo se recibió el Crucificado pintado por Graham Sutherland (1945) que se halla expuesto en el crucero de la iglesia San Mateo de Northampton. Pero hoy a casi nadie le parecen a ambas figuras rechazables, como testimonios que son de dos abominables guerras. Es también conocido todo el proceso al que fue sometido el Cristo en cruz, obra de Germaine Richier, que presidió el santuario de la famosa iglesia del Plateau d'Assy (decorada por varios artistas modernos), mandado retirar ante el clamor de muchos cristianos, y que finalmente ha vuelto al lugar asignado. Como ocurre tantas veces, la obra que se rechaza en un principio por insólita e indigna, se va comprendiendo y aceptando con el tiempo. El Cristo de Assy es realmente sorprendente. En un principio, fue criticada incluso como blasfematoria esa figura erguida, fosilizada, casi fantasmal que, más que cuerpo humano desangrado, parece un tronco calcinado en el fuego de guerras inhumanas o - ¿por qué no? - en ese incendio, denunciado por el profeta Isaías, provocado siempre por el pecado de la humanidad.

Más aceptables se hacen hoy a la comunidad creyente los Cristos pacientes de Georges Roauault, el artista converso que, a principios de este siglo, abordó el tema de la Pasión de Cristo con una tremenda sinceridad personal, actualizando su misterio con una violencia escandalosa. Los Cristos sufrientes de Rouault, además de ser una soberbia conjugación de materia, dibujo y color, tienen siempre un rostro que refleja el amor, la paciencia heroica y la entrega total del Redentor, tal como lo siente la fe cristiana. Y, sin embargo, las obras de Rouault solo tardíamente entraron en la iglesia. El hecho de que uno de los pintores máximos y sinceramente cristianos de este siglo fuera, durante décadas, un artista incomprendido debe hacernos reflexionar.

Hoy nuestra sensibilidad se va abriendo hacia la aceptación de formas expresionistas. Incluso en escultura, hoy se aceptan fácilmente Cristos dolorosos, de una anatomía deformada o desarticulada estéticamente por el artista; porque, frecuentemente, ese lenguaje simplificador intensifica la expresión de una paciencia infinita y un amor sobrehumano, como ocurre, por poner solo un ejemplo, en la cabeza del Cristo paciente de Hans Dinnendahl.

En fechas aún más recientes ha sido también aceptado en una iglesia de Friburgo, pero solo tras encendidos debates, el Cristo Crucificado del escultor alemán Franz Gutmann. Es un cuerpo reducido casi a su corona de espinas, una figura estremecedora, dicen algunos, mientras otros replican: "¿Un Crucificado justifica su sentido si no estremece? 9).

Antifiguras de hombre, fantasmas de pesadilla, espectros alucinantes como los esqueletos vivos de Auschwitz y de Hiroshima, inaguantables para sensibilidades de acicalada misa dominguera: tales son muchos de los Cristos que salen de los talleres artísticos de hoy.

3.3. "El cuadro se ha puesto a cantar".

Se lo oí, ya hace muchos años, al pintor cubista André Lhôte, autor de pinturas expuestas hoy en el Museo de Arte Moderno de París y otros museos europeos, autor también de escritos de extraordinario valor didáctico. En el taller que regentaba en París, el maestro repasaba los lienzos sobre los que se afanaban sus discípulos mirando a la modelo, y tras unos toques que daba él mismo sobre las telas de aquellos aprendices, sentenciaba: "Ya está; el cuadro se ha puesto a cantar". Y poco importaba el parecido físico con el ejemplar vivo que inspiraba la composición.

Resultaba muy significativo que el maestro comparara una pintura con una canción. Yo me acordaba que ya lo había anunciado el poeta Apollinaire: "Llegan tiempos en que las artes plásticas se parecerán a la música". Las artes, hasta entonces vinculadas a la representación, se estaban liberando de su tradicional función "fotográfica" y figurativa, para ir descubriendo la eficacia de las formas puras y simbólicas. Desde hace siglos, los filósofos de lo bello han hablado de la "armonía" cuando disertaban sobre cualquiera de las bellas artes, pero nadie se atrevía a ser consecuente con ese principio cuando se trataba de las tradicionales "artes figurativas". La música generalmente no imita; expresa, evoca, simboliza. Pues eso es lo que hoy buscan directamente la pintura y la escultura. Hoy se ha convertido en una verdad inconcusa, aplicada conscientemente tanto en la práctica artística como en la crítica. El principio de que "el arte es una creación de símbolos".

Y ¿dónde mejor que, ante el misterio cristiano, es válido ese lenguaje de símbolos? Los artistas de hoy, consciente o inconscientemente, recurren a un simbolismo que puede ser de iconos o de signos, figurativo o abstracto. Cuando Néstor Basterrechea pinta la figura de Cristo Crucificado para presidir la cripta de Aránzazu, no se deja atrapar por problemas de fidelidad anatómica ni exactitudes históricas. La figura de Cristo aparece vestida, se oculta su anatomía y todo queda confiado al juego de zonas planas de color uniforme. Más allá de la anécdota descriptiva o narrativa, el artista encomienda a las manchas de color la evocación del drama del Calvario. A fines del siglo pasado Van Gogh dijo algo que entonces no se comprendió: "Quiero expresar con el rojo y con el verde las terribles pasiones humanas". En la cripta de Aránzazu Néstor creyó que podía expresar con el rojo y con el negro la "terrible Pasión de Cristo". Podemos estar en desacuerdo con el mensaje que se desprende de ese aspecto ceñudo y severo de un Cristo que, a pesar de los crímenes del hombre, murió perdonando a todos. (Con ello volvemos a sugerir la esencial limitación de todo arte cristiano). Pero no puede dudarse que esa túnica roja, símbolo de la sangre de Dios, destacada sobre el negro de la historia humana, con unos brazos abiertos que más que crucificados están abrazando al mundo, confieren a ese Cristo, vivo y erguido en la gloria dorada de su muerte, una extraña fuerza simbólica de la presencia de un Redentor del universo.

Volvemos a la cuestión ya indicada, del paréntesis puesto por el arte cristiano contemporáneo a la "historia" sagrada, para concentrarse en el "misterio" que se pretende evocar y en el "sentimiento" que él suscita en el artista. Del hecho histórico no cuenta la anécdota. De ella, a lo más, se toma algún rasgo, algún detalle, como signo que ilumine la verdad encerrada en él. En todo caso, detalle figurativo o forma pura y abstracta, se adoptan por su capacidad simbolizadora. En el citado Crucifijo de Gutmann está claro que la visión del misterio redentor se concentra en la corona de espinas. El artista ha relatado que un sermón en el que oyó que "la zarza de espinas ardientes era el lugar desde donde Yahvé habló a Moisés" le decidió a dejar el Crucifijo sin brazos (en una segunda versión de este mismo Cristo) para dar la máxima elocuencia a las espinas. Pensó que eran las espinas desde donde el Dios crucificado podría hablar al creyente.

Unas veces el lenguaje simbólico se toma de elementos figurativos. Fernand Léger, en las vidrieras de Courfaivre, evoca la Resurrección mediante la representación de dos pies pisando la losa de un sepulcro, en una composición de colores vibrantes.

Otras veces el simbolismo es más abstracto. El escultor Kurt Schwipert elige como revelador, para un Jesús Resucitado, el empuje ascensional que queda cifrado en la forma de dardo que da a todo el volumen: Cristo, con los brazos abiertos y tensos, es como una flecha tendida hacia lo alto.

En la portezuela para tabernáculo, modelada por Karl Van Ackern, Jesús muestra sus llagas a dos discípulos: "Se abrieron sus ojos..." Este texto evoca la aparición de Cristo Resucitado a los dos discípulos que caminaban a Emaús. Pero nada de lo ocurrido en Emaús está aquí "narrado". Lo que en realidad se expresa es la necesidad de la fe para recibir a Cristo y alimentarse de su vida divina. Quedan así identificados el hecho de la Fe en Cristo y el sacramento de la Eucaristía. Todo se ha hecho signo: Las figuras parecen concentradas en sí mismas; Cristo se resume en ojos y llagas; los rostros de los dos discípulos se estiran y se tensan, expresando el hambre de Dios.

Una figura espiritualizada es también el Jesús labrado por Fray Javier Alvarez de Eulate, para evocar, más que el hecho de la Resurrección, el momento en que se aparece al apóstol Tomás y le invita a comprobar la verdad de su vida divina: "Trae tu mano y métela en mi costado".

3.4. "La materia es hermosa".

Esta no es una declaración de Burri o de Manolo Millares. En este siglo la pudo decir el famoso sabio antropólogo Teilhard de Chardin. Pero quien de veras la formuló tal cual fue san Juan Damasceno en el siglo VIII, en el ardor de la famosa "querella de las imágenes": "Vosotros - decía a los iconoclastas de entonces - sois unos maniqueos pues despreciáis la materia; yo, en cambio, la declaro hermosa".

En tiempos recientes se ha achacado al cristianismo el ser una religión menospreciadora de lo material y esencialmente hostil a la cultura corporal. Reconozcamos que, en los primeros siglos, la Iglesia no pudo evitar un cierto espiritualismo radicalizado frente a un mundo corrompido por el sensualismo. En el rigorismo de los Padres Apologetas debió de influir también el neoplatonismo ambiente en el que tuvo que desarrollarse un cristianismo todavía adolescente. En consecuencia, el "miedo al cuerpo" tiñó en gran parte la cultura cristiana medieval. Hoy no puede decirse lo mismo. La Iglesia no ha esperado al Vaticano II para reconocer el valor de la cultura corporal y de la materia en sí misma como criatura de Dios puesta al servicio del hombre.

El estudio analítico de la materia, su valoración en todos los distritos de la sabiduría contemporánea - en antropología lo mismo que en las ciencias físicas, en la filosofía y aun en la teología -, su estimación como soporte de todo cuanto hace el hombre, es uno de los rasgos de la cultura actual. El arte está dando testimonio de este fenómeno de cultura. Y la iconografía cristiana también.

Lenguaje humilde, rudo y sincero, debe ser el del artista cristiano de hoy; lenguaje próximo a la esencia misma del material que trabajamos, tocamos y pisamos diariamente. Leña virgen de árbol es lo que exhibe el Cristo desgarrado de Joxé M.Alberdi, para quien el tronco de un nogal no tiene por qué disimularse cuando se trata de figurar el martirio de quien con su muerte (en el "árbol de la cruz") ennobleció al universo entero. Hierro y bronce - fundido o repujado - es lo que nos muestran los Cristos de Venancio Blanco. Despojos de mármoles, cantos puros del arroyo, sílices robados a nuestros caminos, son lo que exhiben los iconos de Domingo de Iturgaiz. Piedrezuelas mates, carentes del esplendor de los mosaicos bizantinos, lajas de cuarcita en formas y medidas diversas, apenas elaboradas, rinden un buen servicio a Karl Knappe para hacer surgir ante nuestra mirada la figura de Cristo Resucitado. Observemos bien: La mirada adivina, más que ve, profundidades espaciales, perspectivas de un sepulcro y una losa, perfiles de una figura erecta que, rodeada de un nimbo soberano, centra toda la composición, gestos victoriosos, sugerencias de un mundo sacro, que, sin embargo, no nos hacen olvidar el material humilde de la construcción. ¿Es posible mayor dignificación de la materia, utilizada para evocar uno de los misterios más sublimes y consoladores del cristianismo?.

Algo semejante está ocurriendo en la pintura cristiana de nuestros días. El Cristo muerto de William Congdon (que exhibimos en portada), uno de los muchísimos Crucifijos pintados por el gran artista converso norteamericano, a quien su obsesión por la muerte redentora de Jesús no le ha desviado de su expresionismo informalista, es un ejemplo preclaro de cómo un amasijo de pigmentos, puede acentuar la fuerza simbólica de la materia. El Gólgota, desgarrado y desgarrador, de Lucio Muñoz (Museo de Bilbao) ejerce igualmente una seducción irresistible por la sinceridad brutal con la que se ostenta la tosquedad de la materia y la fidelidad a un contenido emocional. No es difícil reconocer que, bajo esos escombros calcinados y sangrantes, centellea la brasa de un contenido espiritual.

Por otra parte, la evocación de una vida superior puede también lograrse no mediante formas representativas, sino por el camino de la sugerencia y del símbolo, partiendo de la misma materia pictórica. Ante el tema de las apariciones del Resucitado, William Congdon extiende a espátula una materia espesa y chorreante sobre la tela, y la araña creando una especie de tempestad cromática sobre la que surgen abocetados fantasmas: Cristo Resurgente - como un "Sol Oriens" - llena con su esplendor todo el fondo, pero apenas tiene forma humana. El Resucitado es más bien el Cielo luminoso al que se alzan implorantes los brazos de los hombres que luchan en la oscuridad y la tormenta. Así, el cuadro nace de un cierto compromiso entre dos extremos: la luz (que se ha querido evocar) y la materia (que se ha querido respetar).

4. Conclusión

Resumiendo los rasgos que mejor caracterizan la expresión plástica del rostro de Cristo en el arte de nuestro tiempo, habría que señalar los siguientes: una tendencia a humanizar lo divino, identificando a Dios con el hombre; y paradójicamente, una mayor conciencia y sensibilidad para evocar lo trascendente; un mayor pudor ante la necesidad de expresar lo sagrado; un respeto profundo a la materia, evidenciado en la misma técnica empleada; una cierta marginación de las formas aparenciales de la realidad natural; y una preferencia por el símbolo, intensificando el lenguaje y recordándonos que el arte de hoy no quiere ser "ilusión" sino "alusión".

Este lenguaje discreto y alusivo, en artistas creyentes que han querido acercarse a la figura central de su fe cristiana - la del Hombre-Dios - les ha obligado a mantenerse a distancia del objeto, y a veces, a negarse a toda representación del rostro divino. De los muchos Crucificados de William Congdon, en ninguno se ha atrevido a pintar su divina faz.

¿Respeto sagrado o déficit artístico? Ante este y otros artistas contemporáneos, habrá quizá quien critique la indigencia de los resultados obtenidos, comparándolos con algunas realizaciones de la tradición bimilenaria de la Iglesia. Pero ¿quién se atreve a identificar su opinión y su gusto personal con lo que será más tarde el veredicto de la historia sobre el patrimonio artístico de la Iglesia? Lo cierto es que el arte de cada época tiene sus propias limitaciones. ¿Es que no las tiene el Cristo Resucitado del Buonarroti en la iglesia de la Minerva (Roma) representado como un Hércules? ¿o el pintado en el Juicio Final como un Júpiter vengador? En nuestra época, acuciada por la conciencia de la injusticia y sinrazón de tanto sufrimiento humano, ¿estamos obligados a minusvalorar los Cristos desgarrados de nuestros artistas para preferir la belleza serena del Cristo de Velázquez, que ha merecido justamente el nombre de "Apolo crucificado"?.

JUAN PLAZAOLA ARTOLA, S.J.