El mestizaje hispano norteamericano

y el método teológico 

 

Roberto S Goizueta

RELaT 168

 

La tarea que se propone realizar la teología hispana de Estados Unidos se fundamenta en una solidaridad práctica con nuestro pueblo, nuestra comunidad, y en especial con sus miembros más humildes, los hombres y mujeres de ascendencia latina que son víctimas de una marginación basada no sólo en la cultura sino también en el idioma, la clase social, el sexo o la raza. Esta tarea fue definida en la declaración de propósitos formulada por la Academia de Teólogos Hispanos Católicos de Estados Unidos: "A fin de llevar a cabo su misión, la Academia trata de apoyar a las comunidades hispanas de Estados Unidos, ayudándoles a discernir críticamente el impulso del Espíritu en su trayectoria histórica...".

Entre las muchas tensiones inherentes a esta tarea se cuenta una que, como ocurre con tantas dimensiones de la vida humana, se presenta como un desafío y a la vez como una oportunidad. Sugiero en este artículo que, para mostrarse fiel a su tarea, la teología hispana en Estados Unidos habrá de mantenerse firmemente enraizada en esta tensión en lugar de intentar resolverla prematuramente. Sugeriré luego que los teólogos hispano-norteamericanos han de estar dispuestos a asumir ciertos riesgos.(1) Hemos de permanecer atentos a las ambigüedades que entraña nuestra misma identidad como "teólogos latinos" o "teólogos hispano-norteamericanos". Quisiera centrar la atención en esta ambigüedad que brota de nuestra doble identidad como latinos por un lado y "teólogos" por otro. En los debates metodológicos, esta cuestión aflora frecuentemente como un planteamiento acerca de la relación entre teoría y praxis. Al mismo tiempo nuestra capacidad para abordar eficazmente esta cuestión, como teólogos, hunde sus raíces en la experiencia de los hispanos en Estados Unidos, y sobre todo en la dimensión del mestizaje (es decir la mixtura racial y cultural, con sus tensiones inherentes entre las características raciales y culturales diversas que definen lo hispano-norteamericano).(2)

Los teólogos hispano-norteamericanos recibimos nuestra primera seña de identidad de las comunidades hispanas de Estados Unidos, a las que tratamos de acompañar, al mismo tiempo que intentamos ayudarles a discernir críticamente el impulso del Espíritu en su andadura. Nuestra teología está fundada en esa praxis del acompañamiento, es decir, en la solidaridad. La autenticidad de esa praxis es la que hará que nuestra teología sea auténticamente hispano-norteamericana. Pero este proceso de acompañamiento ha de incluir una actitud intrínseca de discernimiento crítico, del mismo modo que toda praxis ha de incluir intrínsecamente una dimensión reflexiva. Ahí radica ciertamente la diferencia entre decir que nuestra teología está radicada en la praxis y decir que lo está en la práctica, ya que este segundo término pertenece al habla común.

Pienso que sería erróneo entender "acompañamiento" o "praxis" como dimensiones de una experiencia humana opuesta a la reflexión crítica, al análisis o a la teoría, que a mi juicio encarnan otras tantas dimensiones del discernimiento crítico. La tentación, siempre presente en las teologías basadas en la praxis, de repudiar la teoría como intrínsecamente elitista, serviría únicamente, en el caso de sucumbir a ella, para perpetuar el monopolio de la cultura dominante sobre las humanidades, las ciencias sociales y las ciencias naturales, así como el correspondiente control ejercido por las formas instrumentales de la racionalidad sobre estas disciplinas académicas. La racionalidad instrumental, con sus criterios epistemológicos utilitarios, promueve la instrumentalización, la objetualización y, consecuentemente, la opresión de nuestro pueblo. Las instituciones sociales, políticas y económicas que oprimen a los latinos son las mismas en las que sigue dominando y funcionando la racionalidad instrumental como elemento legitimador de esa opresión. En la medida en que rendimos la empresa intelectual a la metáfora tecnológica dominante que actualmente gobierna esta empresa, estamos participando en la opresión de los hispano-norteamericanos y otros grupos marginados. Si nuestra reacción ante la privatización de la empresa intelectual sobrevenida con el ocaso de la ilustración se limita a admitir que las disciplinas científicas y humanísticas son irrelevantes en última instancia y carentes de sentido ante las acuciantes necesidades humanas y sociales de nuestro pueblo, ello significará dejar el campo libre a los grupos dominantes que por su parte creen muy firmemente que la empresa intelectual importa mucho de cara a esas necesidades, pero como instrumento para su represión.

La tarea de la teología hispano-norteamericana no habrá de consistir en descalificar la razón en favor de la justicia social, sino en denunciar la irracionalidad de lo que hoy se tiene por razonable, demostrando la racionalidad intrínseca de un orden social justo. Al afirmar que las cuestiones académicas son ciertamente algo más que meramente académicas, tratamos de redefinir la misma razón. Los teólogos hispano-norteamericanos no permitiremos que la autoridad académica instaurada en este país se arrogue el derecho a definir la naturaleza del saber o de la empresa académica. No queremos renunciar por desidia a este derecho, sino que tratamos de encarnar y articular un modelo distinto de intelectualidad. El hecho de que el saber haya sido tantas veces distorsionado y manipulado para ponerlo al servicio de los intereses de una minoría no ha de amedrentarnos ni obligarnos a una retirada, del mismo modo que el hecho de que las llamadas a luchar por la libertad y la justicia hayan sido utilizadas muchas veces para legitimar la opresión tampoco nos absuelve de la responsabilidad de seguir luchando por la libertad y la justicia.

Para nosotros, teólogos hispano-norteamericanos, es de especial importancia insistir en la unidad dialéctica de praxis y teoría, dada la fuerza que tienen ciertos estereotipos vigentes en Estados Unidos Mientras sigamos proyectando la actitud de que la lucha por la justicia no se aviene con las demandas de la razón, de que esa lucha no es otra cosa que un acto existencial de la voluntad, estaremos concediendo a la cultura dominante su principal argumento contra nosotros, a saber, que nosotros, al igual que todos esos "tipos latinos" tenemos buenas intenciones, pero en definitiva no somos otra cosa que unos idealistas emocionales e irracionales. Y lo que es más importante, estaremos concediendo implícitamente que el mandato del amor al prójimo es también irracional en sí mismo y, por consiguiente, no razonable. Es cierto que las exigencias del amor y, en consecuencia, las exigencias de la praxis quizá sean en última instancia transracionales, puesto que trascienden la razón, pero no son irracionales, pues no contradicen a la razón. Hombres y mujeres de ascendencia latina habrán de demostrar que, muy al contrario, el sendero de la justicia es el único racional, el único razonable que podemos seguir, como individuos y como sociedad.

Caracterizar el amor y la justicia como imperativos no relacionados con la razón o incluso opuestos a ella presupone una antropología reduccionista que en definitiva resulta degradante para la persona humana, especialmente cuando ésta ha sido marginada. Imponer una dicotomía a la relación praxis- teoría terminaría simplemente por imponer a la experiencia hispano-norteamericana el dualismo espíritu-cuerpo que durante siglos trató de abolir la integralidad de la cultura de los latinos. Por otra parte, esa visión distorsionada no serviría sino para reforzar la identificación estereotipada de las culturas anglosajonas con el espíritu (por ejemplo: literatura, saber, ciencia, tecnología) y de las latinas con el cuerpo (por ejemplo: fiestas, rituales, hedonismo, glotonería, regocijo). No es casual que, incluso en nuestros días, muchos miembros de la minoría intelectual norteamericana se nieguen a reconocer el español como "lengua científica".

Si bien la visión totalizante del mundo propia de los hispanos es uno de los rasgos que más nos ennoblecen como pueblo y a la vez una de las más valiosas entre nuestras aportaciones a la sociedad norteamericana, habremos de evitar la tentación de resistir al racionalismo abrumador de la cultura dominante rechazando o desvalorizando la empresa intelectual en sí. Honradamente, no podríamos exigir a los niños y adolescentes de ascendencia latina su asistencia regular al colegio para adquirir una educación evidenciando al mismo tiempo una actitud contraria a la indagación intelectual al definirla como una empresa elitista. Como teólogos hispano-norteamericanos, si dejamos traslucir una postura antiintelectual, en que la praxis no fundamenta sino que suplanta a la teoría, estaremos participando en la opresión de los hombres y mujeres de nuestro pueblo, tratados como bestias de carga precisamente porque se niega que posean capacidad intelectual. No olvidemos que la sociedad que relega a los hispanos a los campos y a los talleres es la misma que idealiza nuestras fiestas y nuestra música. Esos dos estereotipos niegan nuestra genuina humanidad al reducirla a una sola de sus dimensiones, en primer lugar nuestros cuerpos materiales y, en segundo lugar, nuestros sentimientos, de modo que el Espíritu no aparece por ninguna parte.

Finalmente, cuando se combinan estos dos estereotipos, la bestia de carga y el despreocupado, divertido e indolente hispano, tenemos a nuestro amigo Juan Valdez, el de los anuncios televisivos del café de Colombia. En medio de una dura jornada bajo el sol ardiente, se las arregla para conservar la sonrisa y su inmaculada camisa blanca. Su aspecto feliz y su sonrisa, sus ropas de labor sin una sola arruga, sugieren que Juan encuentra en su trabajo todo el placer y el gozo que su corazón podría soñar. El mensaje está claro: el trabajo en el campo es la fiesta. Los dos estereotipos predominantes no son sino las dos caras de la misma moneda: el emigrante ''espalda mojada" es el alter ego del parrandero.

Al censurar la perpetuación de esos dos estereotipos tan destructivos, los teólogos hispano-norteamericanos afirman la plena humanidad de los hombres y mujeres de ascendencia latina. Para conseguir nuestro empeño no rechazamos el valor de la empresa intelectual ni aceptamos la forma en que la entiende la cultura dominante. En lugar de esto tratamos de recuperar el significado crucial de esa empresa redefiniéndola desde sus raíces en el contexto de la lucha que mantienen nuestras comunidades. Afirmamos, en consecuencia, que nuestra decisión de caminar junto a las comunidades hispano-norteamericanas incluye un proceso de reflexión crítica, y nuestra reflexión surge en ese mismo proceso de acompañamiento.

La expresión "reflexión crítica", sin embargo, introduce inmediatamente una cierta ambigüedad en nuestra tarea, pues la posibilidad misma de la crítica presupone un cierto grado de desidentificación o distanciamiento epistemológico. Nuestra formación teológica ya nos ha "distanciado" en cierto modo de nuestras comunidades originales, pero esa misma distancia hace también posible la misma "reflexión crítica" por la que vivimos nuestra particular vocación teológica dentro de esas comunidades, independientemente de que en ellas actuemos como maestros, pastores, catequistas, organizadores o consejeros.

Nuestras teología, por consiguiente, ha de atender a dos series de criterios metodológicos, los derivados de la relación fundamental e histórica que nos une a nuestro pueblo y los que se deducen de nuestra relación adoptiva y profesional con el mundo de la investigación teológica. Pero nuestra responsabilidad primaria es la que tenemos para con nuestro pueblo, cuyas luchas son nuestro locus theologicus. Estamos llamados a articular la significación teológica del dolor y la esperanza de nuestro pueblo, tal como se expresan, por ejemplo, en la religiosidad popular y en la experiencia del mestizaje dos ámbitos en los que tenemos la oportunidad de reconocer no simplemente las consecuencias de la violencia y la opresión, sino la encarnación misma de la esperanza inquebrantable de nuestro pueblo, pues si bien nuestro mestizaje es consecuencia de siglos de abuso, violencia, exilio forzado y conquista, es a la vez un símbolo de esperanza, el nacimiento de una nueva realidad histórica surgida, como la mítica ave fénix, de las cenizas de la historia.

Los teólogos hispano-norteamericanos tratan de articular esa esperanza y la esgrimen contra el fatalismo nihilista de la cultura dominante, que durante siglos ha tratado de quebrantar a nuestro pueblo. A este fin enderezamos todos nuestros recursos, incluidos los intelectuales. Nuestras comunidades nos harán en última instancia responsables no sólo de nuestra disposición a identificarnos con ellas en sus luchas, sino también de nuestra capacidad de poner nuestra formación y nuestras habilidades al servicio de ese mismo combate. Para asegurar una auténtica solidaridad con nuestras comunidades latinas no dejaremos de lado nuestras capacidades teológicas críticas para dedicarnos a la búsqueda ilusoria de un cierto tipo de "praxis" que, divorciada de la teoría, existe sólo en teoría. Por el contrario, como teólogos hispano-norteamericanos, hemos situado esas capacidades en el centro de nuestra praxis de solidaridad. En la medida en que, para conseguirlo, hemos tenido que distanciarnos en cierto modo de nuestras comunidades, éstas nos lo perdonaran únicamente si nos entregamos en cuerpo y alma a un esfuerzo por dar lo mejor de nosotros mismos. Los pobres merecen contar con la mejor investigación teológica. Si les demos algo que no esté a esa altura o nos desentendemos de la búsqueda de la mejor cualificación profesional como si no tuviera valor alguno a la vista de las exigencias de la praxis, será como despreciar a los millones de hombres y mujeres de ascendencia latina que se debaten contra unos obstáculos insuperables en demanda de un nivel decoroso de educación. En resumen, enfrentar la teoría con la praxis es tanto como mirar la experiencia de la solidaridad y la noción de praxis a través de los cristales de un dualismo cartesiano absolutamente ajeno a nuestra experiencia de hispanos, gente a la vez de cuerpo y Espíritu, latinoamericanos y a la vez norteamericanos.

Aun así, el hecho de que no seamos "teólogos" en abstracto, sino teólogos hispano-norteamericanos, identificados con nuestras comunidades marginadas, significa que entendemos ese "lo mejor de nosotros mismos" de modo radicalmente distinto de como se entiende en los ambientes teológicos norteamericanos en general. Nosotros lanzamos un reto a la forma habitual de entender la competencia intelectual, el rigor científico y la reflexión crítica. Estamos contra las epistemologías y las metodologías ahistóricas, racionalistas y conceptualistas. La experiencia del mestizaje, de la existencia en los márgenes de unas culturas diferentes, pero sin pertenecer plenamente a ninguna de ellas, ha generado en nosotros una desconfianza instintiva ante cualquier paradigma epistemológico con pretensiones de universalidad. Acostumbrados a percibir la realidad desde diferentes y a veces contradictorias perspectivas culturales, hemos desarrollado una visión "binocular" que relativiza instintivamente todos los enfoques monoculares de la realidad.

Una teología hispano-norteamericana, por consiguiente, estará fundamentada en la praxis de las comunidades latinas de Estados Unidos como tales comunidades mestizas que por ello mismo representan un desafío radical a cualquier tipo de totalitarismo. También cuestionamos el individualismo atomista subyacente al concepto que de sí mismos tienen muchos científicos norteamericanos, surgido de una epistemología dualista demasiado proclive a enfrentar al individuo con la sociedad, la comunidad con la institución, el afecto con la razón, la moral con la inteligencia, la subjetividad con la objetividad y la fe con la religión, en un intento de refugiarse en unas dicotomías conceptualistas y en una huida de las exigencias siempre ambiguas y a la vez acuciantes de la historia humana. Como mestizos, captamos instintivamente la realidad como un "esto y aquello" en lugar de un "o esto o lo otro". Así, cuando afirmamos que nuestra teología está basada en la experiencia de las comunidades hispanas de Estados Unidos, no hacemos otra cosa que afirmar con plena conciencia nuestra condición de seres encarnados, sociales, que no existimos ni como espíritus desencarnados y ahistóricos ni como individuos aislados y atomizados. Con esta actitud estamos incitando a los teólogos euro-americanos a hacer lo mismo, a proclamar su propia historicidad y a reconocer la particularidad de sus propios apriorismos epistemológicos. Al mismo tiempo estamos cuestionando la perspectiva dominante de que la actividad científica ha de ser de carácter fundamentalmente individual y desarrollarse en el aislamiento con respecto al resto de la comunidad. Por el contrario, la comunidad es el suelo en que hunde sus raíces el individuo.

Nuestra tarea, por consiguiente, se extiende más allá de los límites de nuestras comunidades hasta abarcar toda la sociedad. Si es absolutamente obligado que nuestras primeras manifestaciones se produzcan dentro de nuestras comunidades latinas y entre ellas, también es preciso que no nos contentemos en definitiva con hablar únicamente entre nosotros, sea como latinos sea como teólogos. Pero nunca causaremos un impacto en las teologías dominantes o, para el caso, en nuestras sociedades a menos que seamos escuchados, y no seremos escuchados -o, más exactamente, no seremos realmente escuchados- a menos que demostremos que somos "dignos" de ser oídos, cosa que no conseguiremos a menos que, de algún modo, satisfagamos los criterios que habitualmente se aplican para instaurar precisamente el tipo de reflexión teológica que merece la pena escuchar, aun en el caso de que nosotros mismos cuestionemos firme y abiertamente la validez de tales criterios. Ahí está la carga de la historicidad. Donde no hay comunicación ni se da un punto de contacto, no puede haber conversión. Podrá haber coerción, pero no conversión. Y no necesitamos que nadie nos recuerde que el punto de contacto entre el cielo y la tierra, la comunicación definitiva entre Dios y la humanidad, el símbolo consecuentemente de la conversión es la cruz.

Del mismo modo que la cruz ocupa el centro de la religiosidad popular de nuestras comunidades, los teólogos hispano-norteamericanos estamos llamados a aceptar frontalmente el significado que tiene la cruz para nosotros mismos, y no sólo como hispano-norteamericanos, sino aún más específicamente como teólogos hispano-norteamericanos. Y lo que es más importante, estamos llamados a aceptar frontalmente la misma cruz, a vivir en tensión entre las diversas culturas que abarca nuestro mestizaje, sin resolver prematuramente esa tensión; estamos llamados a vivir en la tensión entre nuestra solidaridad con las comunidades hispano-norteamericanas y nuestra responsabilidad de llevar esta solidaridad, esta "opción preferencial por los pobres" hasta el enfrentamiento efectivo con la cultura dominante, una confrontación que en definitiva provoca la conversión. Si lo conseguimos, es de esperar que se nos criticará desde todos lados, pues la minoría intelectual nos considerará unos activistas desmesurados, mientras que la minoría activista nos verá como excesivamente intelectuales, de modo que no nos aceptará ninguno de los dos grupos. Sin embargo, puede que esa aceptación abierta y honrada del dilema nos confiera una gran fortaleza intelectual y espiritual. Pues del mismo modo que no somos exclusivamente ni latinoamericanos ni norteamericanos, tampoco seremos exclusivamente intelectuales o activistas. Así, la experiencia del mestizaje, que nos ha enseñado a rechazar las dicotomías fáciles, se convierte en fuente de fortaleza en la lucha por la liberación.

Sólo si somos capaces de evitar por igual las tentaciones del elitismo intelectual por una parte y del activismo crítico por otra nos mantendremos fieles a nuestros orígenes, las comunidades hispanas de Estados Unidos, lo que nos permitirá desarrollar una auténtica "teología de conjunto", una teología de colaboración. Es muy posible que ese logro nos parezca en un primer momento una victoria pírrica, puesto que tendrá un precio, el que ha de pagar todo aquel que toma en serio la existencia humana y los seres humanos. Es fácil escaparse al mundo de las ideas para buscar en él la seguridad que no puede darnos un mundo sacudido por la turbación y la injusticia. También es igualmente fácil escapar hacia el mundo del activismo para encontrar en él la seguridad que no es capaz de proporcionarnos la reflexión crítica con sus continuos interrogantes. Lo difícil es reconocer esas alternativas como falsas y rechazarlas, pues niegan nuestra misma humanidad al rechazar, alternativamente, el cuerpo o el Espíritu. Como teólogos hispano-norteamericanos rechazamos esas dos alternativas a fin de desarrollar una genuina "teología de conjunto".

No se trata en modo alguno de elegir una "vía media" sino, al contrario, un camino verdaderamente radical, ya que no es el camino de una teoría abstracta de la praxis que, por su condición misma de conceptualista o pragmática, resultaría en definitiva reduccionista. Nuestro camino, por el contrario, ha de ser el de la praxis humana. Si no conseguimos desarrollar una reflexión rigurosa y crítica que nos dé la seguridad de que nuestra praxis social transformante es consciente y responsable, terminará por volverse irreflexiva e irresponsable, hasta perder toda su capacidad liberadora. Si, por otra parte nuestra reflexión no esta firmemente enraizada en la experiencia histórica de las comunidades hispanas de Estados Unidos, en nuestra experiencia del mestizaje y en la religiosidad popular a través de la cual viven su fe nuestras comunidades, traicionaremos a nuestro pueblo y nos convertiremos en cómplices de su opresión.

Tenemos ante nosotros un camino indudablemente difícil, entre otras razones porque aún está por trazar. Ser hispano-norteamericano equivale a transformar nuestro mestizaje, de signo de marginalidad, por simbolizar el hecho de que no somos una "raza pura", en signo de esperanza, capaz de simbolizar las riquezas humanas latentes en nuestro universo multicultural. Los rasgos de nuestra condición de mestizos simbolizan el futuro de Estados Unidos y también el futuro de la humanidad. La constante marginación de los hispano-norteamericanos, por consiguiente, representa nada menos que el rechazo fatalista de toda esperanza. Esa marginación refleja una insistencia larvada en que una de dos, o el futuro es tan "puro" como lo fue el pasado o no habrá ningún futuro en absoluto.

Mientras los teólogos hispano-norteamericanos luchamos por articular una identidad frente a la xenofobia, no dejamos de reconocer la deuda contraída con los muchos que han emprendido esta misma tarea, con los demás grupos marginados, los afroamericanos, los indígenas americanos, las mujeres y en especial los latinoamericanos, que han influido en nosotros y con los que caminamos en solidaridad. Pero sobre todo estamos en deuda con nuestro pueblo, cuya fe, esperanza y amor frente a tantas tribulaciones son todavía la fuente de nuestra fortaleza. Unidos todos, "en conjunto", abriremos un nuevo camino hecho no sólo de los despojos del imperialismo genocida, sino también de las memorias subversivas de las víctimas. Entregados a esta lucha, no nos echará atrás sino que nos dará ánimos la responsabilidad que sobre nosotros pesa como individuos que nos apoyamos en la fortaleza de esos gigantes del Espíritu que son nuestros hermanos y hermanas hispano-norteamericanos. No podemos tan siquiera imaginar la posibilidad de echarnos atrás, de negarnos a emprender la marcha por ese camino que abriremos con nuestras pisadas, pues renunciar a tal responsabilidad equivaldría a entregar rendida nuestra misma humanidad. Nuestro esfuerzo por vivir en plenitud nuestra condición humana en medio de una cultura que por tantos motivos nos resulta extraña nos ha enseñado a los teólogos hispano-norteamericanos el significado existencial de la verdad expresada en los versos del poeta Antonio Machado:

Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Y así cobramos ánimo.

Notas:

* (1) Algunos párrafos de este artículo están tomados de mi alocución presidencial a la Academia de teólogos Hispanos Católicos de Estados Unidos, pronunciada en junio de 1990, que fue publicada en el vol. 2/1 (1990) 4-6, del noticiario de la Academia

* (2) Este término ha sido definido y analizado por Virgil Elizondo. Cf. en especial sus obras Mestizaje: The Dialectic of Cultural Birth and the Gospel (San Antonio 1978); Galilean Journey: The Mexican-American Promise (Maryknoll, Nueva York 1983); The Future is Mestizo: Life Where Cultures Meet (Bloomington, Ind. 1988). Este término, si bien técnicamente se supone referido a la mezcla de culturas y razas mesoamericanas y europeas, hoy es utilizado entre los hispanos de Norteamérica en un sentido más genérico, de forma que incluye también, por ejemplo, la mezcla de culturas y razas africanas y europeas (técnicamente "mulatos"), así como lo que Elizondo llama el "segundo mestizaje", es decir, la confluencia de culturas latinoamericanas y norteamericanas.

ROBERTO S. GOIZUETA nació en Cuba el año 1954. Estudió ciencias políticas en la Universidad de Yale y obtuvo el máster y el doctorado en teología por la Marquette University. Fue presidente de la Academia de Teólogos Hispanos Católicos de Estados Unidos y actualmente es profesor asociado de teología en la Loyola University de Chicago. Ha desempeñado también el cargo de codirector del Aquinas Center of Theology de Nueva Orleans. Además de numerosos artículos en el área de la teología hispánica de Estados Unidos, ha publicado "Liberation, Method, and Dialogue: Enrique Dussel and North American Theological Discourse", (1988), y ha dirigido "We Are a People! Iniciatives in Hispanic-American Theology", (1992).

Dirección: Department of Theology, Loyola University of Chicago, 6525 North Sheridan Rd., Chicago, 111. 60626 (Estados Unidos).

(Traducido del inglés por Jesús Valiente Malla).

Aparición original en «Concilium» 248-250(1993)601-611