EL FRANCISCANISMO ANTE LOS DESAFÍOS DE LA CULTURA ACTUAL

 

Fr. José Antonio Merino, ofm

conferencia que dio Merino hace un par de años en un encuentro de directores de centros de estudios franciscanos

Desde hace tiempo se percibe un malestar de la cultura como lo acusan científicos, filósofos, teólogos, juristas, sociólogos, psicólogos, literatos, etc. Cada cultura, según Ortega y Gasset, "es un movimiento natatorio para intentar salvarse, porque uno se siente ahogar. Hay que tener primero conciencia del naufragio para intentar nadar. Esta conciencia de naufragio actualmente está muy extendida en casi todos los sectores de la sociedad: padres e hijos, profesores y alumnos, empresarios y trabajadores, creyentes y no creyentes. Y una cultura contra la cual puede lanzarse el gran argumento ad hominem de que no nos hace felices, es una cultura incompleta".

El Concilio Vaticano II, tomando conciencia religiosa de la situación humana de nuestro tiempo, dice que "el género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero". Y después de analizar el progreso y los cambios científicos, ideológicos, religiosos, morales, sociales, etc., concluye afirmando que estas transformaciones profundas y extensas engendran malestar, contradicciones y desequilibrios en el hombre, entre el pensar y el vivir, entre el conocimiento teórico y la voluntad práctica y las exigencias de la conciencia moral, entre el ideal y la vida cotidiana, y que de algún modo crean una conciencia infeliz y desgarrada en el hombre de nuestro tiempo.

El historiador Golo Mann decía, en la lección inaugural de la XXIX Asamblea de historiadores alemanes en Ratisbona: "He vivido yo hasta ahora muy atento un par de épocas históricas, lo que se suele llamar épocas, y ninguna ha estado dominada por modas espirituales tan insustanciales como la nuestra. Ninguna, incluso en la que haya serrado tan ardorosamente la rama en la que se posa. Poetas contra la poesía, filósofos contra la filosofía, teólogos contra la teología, artistas contra el arte e historiadores o extoriadores o sociólogos contra las lecciones de la historia". A esta revisión generalizada y a esta crítica implacable e inmisericorde que se hace al interior y desde el interior de una disciplina, de una doctrina, de una ciencia, etc., el historiador Mann lo califica de moda espiritual. Es posible. Pero creo que reflejaría mejor la realidad si afirmamos que esta actitud crítica, frecuentemente destructiva, es expresión de un descontento radical que el hombre actual tiene de sí mismo, de sus acciones e interpretaciones y de todo aquello que le rodea. Y precisamente contra lo que se arremete con más furia es contra aquello que más le concierne porque es a lo que más exige.

Nuestra crisis actual es de profundidad y no de superficie, afecta a la totalidad de la existencia humana y no sólo a alguna de sus dimensiones o expresiones, ni siquiera religiosa. No es sólo reacción negativa a ciertos humanismos sino una revisión radical del hombre y de su puesto en el mundo. Por eso no comparto la explicación sugestiva que da el teólogo suizo, E. Brunner, sobre la crisis de la cultura cuando sostiene que, en los tres últimos siglos, la idea de la dignidad humana se ha degradado debido a que la categoría bíblica homo‑imago Dei se ha sustituido por una categoría puramente racional, y porque la Ilustración (Aufklarung) sustituyó el teísmo bíblico por el deísmo filosófico y la trascendencia religiosa por una transcendencia metafísica.

La gran secularización cultural surgió poderosamente en el Renacimiento, en donde se produjo un fuerte movimiento antropocéntrico que se consumó en el racionalismo, en el empirismo y en el psicologismo. A partir de entonces el yo surge como fuerza y criterio decisivos. De tal modo que la realidad se divide en dos bloques: yo‑no yo, yo‑tú, yo-sociedad, yo‑mundo, yo‑Dios, yo‑ley. La realidad se hace marcadamente dual y antitética. En lugar de ver presencias en el otro, en el tú, en el mundo, en Dios, en la sociedad, se ven resistencias que hay que dominar, someter o eliminar. De este modo la vida humana se convierte en el horizonte ineludible de incontables enfrentamientos y que tendrá su máxima expresión en la lucha contra el otro, en un exacerbado ateísmo, en la exploración de la naturaleza a través de la técnica y en un individualismo irritante. El problema de la cultura europea y occidental es, pues, un problema de distanciamiento de realidades que se han hecho recelosas y hostiles entre sí.

Este hecho del distanciamiento de realidades es general en todos los elementos que componen la cultura y no solamente en el campo religioso, como piensan no pocos. Incluso entre la ciencia y la filosofía se ha dado una gran rivalidad y distanciamiento. Testigo excepcional para conocer la relación entre filósofos y científicos, durante el siglo XIX, es H. Helmholtz, que se dedicó al estudio de la física, biología, fisiología, matemáticas y psicología como igualmente a la investigación filosófica, con preferencia de la orientación neokantiana. Este filósofo y científico de Potsdam nos ha descrito brillantemente las relaciones, malas relaciones, existentes entre sus colegas filósofos y científicos. Estos llamaban a aquéllos locos; y aquéllos apodaban a éstos cabeza estrecha. En un ambiente poco dialogante los científicos comenzaron a desterrar de su campo todo tipo de influjo filosófico, a desacreditar a la filosofía y a considerarla como algo que sólo pertenece al campo de la fantasía. Así se originó un gran divorcio entre ciencia y filosofía, sobre todo en Alemania, de donde se transmitió a otras naciones. Los hegelianos despreciaban a los experimentalistas; y éstos descalificaban a aquéllos. Helmholtz, que lamenta esta situación, llega a reducir la filosofía a simple epistemología y a mera función crítica.

No solamente la ciencia en general daba las espaldas a la filosofía, sino que las mismas ciencias: física, geometría, química, biología, psicología y sociología se encerraban en su propio campo; y en él y desde él crearon un especialismo restringido y excluyente, cuando no hiriente, que no favorecía la comprensión global de la realidad analizada, cayendo en el funesto regionalismo científico de compartimentos estancos, desde donde se espiaba a las demás ciencias.

Si el drama de las diversas ciencias, incluso el de la filosofía, ha consistido en encerrarse en su especialismo, olvidando sus inevitables y necesarias interdependencias mutuas, el gran conflicto de la cultura actual ha sido, y sigue siendo, el de la separación y enfrentamiento de las diversas realidades de la existencia. Ahí reside su tragedia. La verdadera razón de esta tragedia de la cultura, según G. Simmel, está en que la aparente interiorización que la cultura nos proporciona conlleva, de hecho, una especie de autoenajenación. Media entre el yo y el mundo un conflicto constante, una relación constantemente tensa que amenaza convertirse en una relación antitética y conflictiva. "Desde que el hombre se dice a sí mismo yo, escribe G. Simmel, desde que se ha convertido en objeto, por encima de sí y frente a sí; desde que, a través de esta forma de nuestra alma sus contenidos desembocan todos en un centro... Los contenidos sobre los que el yo ha de llevar a cabo esta organización de un universo propio y unitario no le pertenecen exclusivamente a él; estos elementos le vienen dados desde fuera... y constituyen al mismo tiempo los contenidos de otros mundos sociales, metafísicos, conceptuales y éticos, en los que adoptan formas y conexiones recíprocas que no coinciden con las del yo... En esto consiste, propiamente, la tragedia de la cultura".

Este fenómeno de dualidad, e incluso de rivalidad, lo acusa también O. Spengler en su obra Decadencia de Occidente, cuando ve en la revolución técnica una típica expresión de la cultura fáustica de la raza norteña y que entraña toda una filosofía, según la cual se considera al hombre como "animal de presa"; y así se explica que defina a la técnica como "táctica de la vida". El hombre creando una prodigiosa técnica se prepara para prolongar su yo y dominar imperiosamente las otras realidades.

El autor de La rebelión de las masas detecta agudamente la escisión entre cultura y vida humana: "Vivimos en un tiempo que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe qué realizar. Domina todas las cosas pero no es dueño de sí mismo. Se siente perdido en su propia abundancia. Con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva". Con las imágenes habituales nos describe el filósofo de Madrid esa extraña dualidad que existe entre el hombre y su mundo envolvente.

Consecuencia de una civilización esencialmente racionalista, el hombre, a través de una prodigiosa técnica, ha conquistado el mundo y, en cierto sentido, lo ha desmisterializado. Por eso se habla tanto actualmente, en nuestros ambientes culturales, de absurdo, falta de sentido, desconcierto, confusión, etc... El científico y Premio Nobel, John Eccles, dice abiertamente que "el hombre anda descarriado en estos días, habiendo perdido lo que podemos llamar el sentido de la conciencia humana. Necesita un nuevo mensaje con el que poder vivir con esperanza y sentido". Solamente el hombre gozará de sano equilibrio cuando encuentre sus justas proporciones y sepa y pueda relacionarse adecuadamente con todas las demás realidades que le envuelven y le condicionan.

La religión, en general, y el cristianismo, en particular, han sido capaces de crear espléndidas culturas durante siglos. En Occidente, cuando la cultura se secularizó, se separó de la religión e incluso la atacó. En nuestros días no se trata, en modo alguno, de someter la cultura secularizada y sus valores al campo religioso, sino de colaborar conjuntamente religión y cultura en la formación y promoción de un hombre y de una sociedad más humanizados y civilizados. Entiendo por civilización el modo noble de ser y de actuar, libre de formas y de comportamientos inciviles y deshumanizantes.

La vida religiosa se encuentra en una fuerte tensión dialéctica con relación a la cultura, ya que vive entre la continuidad y la ruptura de la misma, al mismo tiempo que siente la necesidad de crear otras condiciones nuevas de ser, de expresarse y de convivir. El religioso se adapta sólo en parte a la cultura vigente, pues frecuentemente esta cultura es expresión de lo excesivamente humano y de los egoísmos confortables y razonables.

La vida religiosa pertenece también, aunque solo en parte, a lo que podemos llamar el fenómeno de la contracultura en cuanto rechaza expresiones y comportamientos relativos y deshumanizantes. La vida religiosa reivindica valores que están olvidados y hasta abiertamente contrariados por la cultura científico‑técnica. Como pueden ser los valores de creatividad, felicidad, sencillez, participación, espontaneidad, intuición, comunicación, silencio, concordia con uno mismo, con los demás y con la naturaleza. La civilización moderna también es capaz de hacer de los hombres "esclavos felices", en expresión de Rousseau. Hay que saber racionalizar el tiempo‑trabajo en función del tiempo libre, pasar del tiempo‑ganancia al tiempo‑creador, es decir, al ocio humanista que no quiere ser negocio. El retorno a la sencillez y a la frugalidad no es un retroceso de la vida humana, sino un medio necesario para poder vivir en profundidad y en humanidad.

Hace unos años Heidegger decía que "nuestro tiempo es demasiado tarde para los dioses y temprano para Dios". Los religiosos deben tener la audacia de ser iconoclastas de ídolos frágiles y desenmascarar "los absolutos terrestres", que diría K. Popper. Deben tener la audacia de preparar el camino al verdadero Dios que llega, y con El una nueva forma de vivir, sentir y de pensar, es decir, una nueva cultura. La creación de una nueva cultura y de una sociedad renovada sólo será posible si los estímulos de poder, de lucro, de explotación, de antagonismo y de materialismo son sustituidos por los del ser, compartir, comunicar, vivir. Si el carácter mercantil de nuestra sociedad es reemplazado por el carácter creativo y festivo. Si la religión de la técnica se sustituye por la religión del amor y de la donación gratuita.

La cuestión de la ciencia y del trabajo intelectual constituye uno de los problemas de fondo del franciscanismo. San Buenaventura lo considera como una de las tres cuestiones de la vida franciscana que la ha atormentado durante sus ocho siglos de existencia y aún la sigue intranquilizando.

Los franciscanos, abriéndose a todas las clases sociales y a la cultura popular y laica, como ha escrito lúcidamente J. Le Goff, rompieron las barreras que el mundo clerical había impuesto a la cultura tradicional. El franciscanismo, atento a la realidad total, supo descubrir las nuevas formas culturales que emergían en el pensar, en el sentir y en el actuar del pueblo.

En los pensadores franciscanos se observa inmediatamente un campo inteligible común a ellos, que les distingue no por la originalidad de los temas tratados sino por el modo peculiar de hacerlo. Se da en todos ellos un modo propio y original de focalizar los grandes temas de Dios, del hombre y del mundo. Poseen un acentuado sentido práctico del estudio y piensan y reflexionan desde lo cotidiano y desde la vida misma. Su lenguaje es más cordial que cerebral, más teofánico que categorial, más afectivo que especulativo en donde el amor tiene un puesto privilegiado y se presenta como ortopedia de la razón fracturada. Es un pensar inquieto y que constantemente busca; por eso nos encontramos con la reflexión de un pensamiento inacabado, pero ahí reside su propia fecundidad porque no pretende ni le va el clasificar en conceptos omnicomprensivos el dinamismo de la misma vida, sino sintonizar con ella y comprenderla a través del instinto de la simpatía. Le va más la vía del corazón que la de la razón, el espíritu de finura que el espíritu de geometría, que diría Pascal. Pero, entiéndase bien, que el preferir un camino o un método no quiere decir excluir los otros y mucho menos despreciarlos, como tampoco significa optar por un irracionalismo o un sentimentalismo despersonalizante.

Al ponerse en contacto con el pensamiento de los más relevantes pensadores de la familia franciscana se observa un entronque común y un modo peculiar de ver, de interpretar y de valorar la vida y lo que acontece en ella. Se habla normalmente, y con toda justicia, de escuela franciscana. Quizá sería mejor hablar de sensibilidad y de talante común en la interpretación y en la visualización de fondo de la temática tratada. Es conocida la máxima libertad de pensamiento que reina en esta familia, incluso la oposición entre sus propios miembros. Pero la orientación de fondo y la sensibilidad manifestada es sorprendentemente convergente. Esto se debe a que previamente a la elaboración del sistema o de la propia doctrina se ha vivido una fuerte experiencia dentro de la propia comunidad, que ha sido la gran protagonista y condicionante de la sistematización doctrinal. Los pensadores franciscanos han sabido sincronizar maravillosamente especulación y vida, pensamiento y acción, mística y trabajo, praxis y teoría.

El pensamiento de esos maestros siempre ha estado abierto a lo que acontece en la vida cotidiana. Para el verdadero intelectual franciscano todos los seres son interlocutores válidos, a los que hay que saber escuchar, aunque se trate de personas humildes y no tengan un papel relevante en el rango del saber, del poder o del tener. El auténtico franciscano siempre está atento a lo que acontece en la vida. Tiene más voluntad de escucha que voluntad de sospecha, pero sobre todo tiene voluntad de servicio y de respuesta. Sin duda que hay que buscar la razón de las cosas, pero principalmente la verdad de las cosas, y la verdad sólo se encuentra en la humildad y en la actitud de escucha y de acogida.

Si el problema de la cultura occidental es, como se dijo antes, un problema de distanciamiento de realidades, la solución a esta situación cultural estará, pues, en el acercamiento de las diversas realidades. Sólo a través de la simpatía, de la participación y de la comunión universal se puede llegar a una sintaxis cósmica, en la que cada miembro mantiene su peculiaridad pero adquiere sentido y plenitud en la conjunción del todo. Hay que pasar de la lógica de la separación y de la incomunicación a la lógica de la fraternización y participación que implica una nueva hermenéutica y crea un nuevo estilo de ser, de comportarse y de habitar. Para ello no basta que el pensador o intelectual franciscano acumule en su cabeza muchos conceptos, sino que descubra la verdad oculta de las cosas y de los seres que le rodean. Y desde ese descubrimiento vital surgirán unas actitudes concretas que podrán ser elevadas a categorías existenciales, capaces de crear un nuevo estilo de vivir, de sentir, de compartir y de pensar. Es decir, se podrá forjar una nueva cultura más humana y humanizante a partir de las vivencias cotidianas y de la relación vivida con todos los seres que componen la realidad total.

En nuestros días, uno de los términos que más se consume es el de postmodernidad que, dada su imprecisión y ambigüedad, se aplica y se usa en casi todos los ambientes de la vida cotidiana. Pero no puede olvidarse que la palabra postmodernidad proviene del campo de la estética, del que ha saltado a todos los demás sectores. En 1980, la Bienal de Venecia se dedicó a la postmodernidad en arquitectura, palabra que ya circulaba por los Estados Unidos en la crítica literaria. Lyotard la importó al campo de la filosofía en donde ha tenido buena acogida, numerosos defensores e incontables practicantes. La postmodernidad es una realidad cultural con fuertes incidencias en la estética, en la ética, en la filosofía y en la religión. Pero, ¿qué es la postmodernidad? La postmodernidad es el último tramo de la modernidad que, decepcionada de sí misma, trata de corregir la andadura precedente en lo que tiene de engaño y de frustración. Es decir, es la otra cara de la modernidad que desconfía de sí misma y se autoacusa, al mismo tiempo que intenta superar las contradicciones y los presupuestos filosóficos que han creado nuestra sociedad infeliz, violenta e inhumana.

La postmodernidad, pues, se erige en tribunal para hacer el proceso al proyecto de la modernidad. Pero bien visto, el análisis, la reflexión y la evaluación de la sociedad moderna no es nuevo pues ya antes, con y después de Hegel, la sociedad vigente era mirada e interpretada con ojos analíticos y espíritu crítico. Sin embargo, lo que hace ahora la postmodernidad no es solo una crítica y un reajuste de cuentas al estilo de vida de la sociedad actual sino un proceso implacable a su concepción e interpretación de la vida y a sus presupuestos filosóficos, principalmente al mito de la racionalidad tan defendido y proclamado por los pensadores ilustrados.

Max Weber caracteriza la modernidad por su proceso de racionalización, aunque tiene sus raíces en el pensamiento griego. La racionalización de Occidente articula todas las manifestaciones culturales: filosofía, teología, política, economía, arte, sociología, etc. Ese espíritu formalizador y sistematizador de la racionalización conlleva el afán de predominio, de imposición y de explotación, que tiene su máxima expresión en la racionalidad científico‑técnica y en el espíritu capitalista. La racionalidad se institucionaliza a través de los diversos sistemas y se convierte en pura funcionalidad. El interés, lo práctico, lo funcional van sustituyendo a las categorías ontológicas del ser y de la gratuidad y se llega a una pacífica comercialización del mundo, entrando así en conflicto con la misma naturaleza, que se ha convertido en fuente inagotable de beneficios y se la trata como un campo de herramientas. La modernidad, defensora de la autonomía individual y de un marcado individualismo narcisista, no ha traído la paz y la alianza entre los hombres ni entre éstos y la naturaleza, sino que ha sido fuente permanente de conflictos, de tensiones y de divisiones; llegando a la dolorosa experiencia del malestar de la cultura, que diría Freud, como se manifiesta en la conciencia infeliz, en la agresividad personal y en la desilusión generalizada.

El pensamiento postmoderno procesa a la razón moderna y acusa sus pretensiones racionalistas y omnicomprensivas. La desconfianza y la crítica postmoderna no solamente se levanta contra los sistemas globalizadores de la modernidad, contra sus dogmas y sus promesas, sino también contra los discursos enmascaradores de dominio y contra los grandes relatos emancipadores. También se hacen sospechosos los mismos maestros de la sospecha. La cultura de la postmodernidad rechaza los modelos ideológicos, racionalistas y éticos que pretenden globalizar sus propios paradigmas. Tiene un gusto especial por el antimodelo, como se manifiesta en la literatura y en muchos de los comportamientos de la vida actual, en la que frecuentemente se opone lo irracional a lo racional, el antisocial al sociable, el antisanto al santo, el antievangélico al evangélico, el antihéroe al héroe, el antivirtuoso al virtuoso, el antitexto al texto. Todos los grandes principios y las solemnes proclamas vienen desmitificados en nombre de una realidad más modesta pero más auténtica, de una verdad menos idealista pero más realista, de una realidad menos racionalizada pero más vitalizada y pluridimensional. Se valora y se potencia lo fragmentario, lo parcial y lo irrelevante en oposición al todo y a lo ejemplar.

Con el rechazo del culto a los grandes principios: Razón, Hombre, Libertad, Sociedad, Verdad, Pueblo, Ser Supremo, se liquidan las instancias normativas universales para atenerse solo a lo concreto, a lo singular, a lo fragmentario y a lo transitorio. El reto de la postmodernidad es filosófico, político, social, estético, ético y religioso. En este proceso generalizado contra los absolutos y los mitos, la postmodernidad también hace una depuración drástica de los ídolos de Dios. La religión está también profundamente cuestionada, pero el ateísmo postmoderno no se presenta con la agresividad prometeica de un Feuerbach o de un Marx o de un Nietzsche sino con la resignación desesperada de un Camus o con la serenidad estoica de un Sartre. Dios ya no es el contrincante del hombre sino el Absoluto imposible al que hay que renunciar pues la única experiencia posible es la verdaderamente humana en un mundo que se abre y se ofrece gradualmente y sólo en perspectivas, jamás en su totalidad.

Ante la postmodernidad nos encontramos con diversas posturas humanas: de indiferencia, de acomodación, de defensa visceral o de ataque prerreflexivo. Sin embargo, ante este fenómeno cultural debiera tenerse una actitud crítica, selectiva y creadora para poder ofrecer una respuesta adecuada a los retos de turno. Esto siempre es posible cuando uno parte de una fe viva y de la fuerza del amor no egoísta.

El franciscanismo, con su sentido de lo concreto y con su amor por todas las realidades, aunque aparezcan irrelevantes, puede ofrecer los presupuestos para entablar un diálogo con el fragmento, una comunicación con lo diferente y una relación dialogante entre lo subjetivo y lo objetivo, entre hombre y hombre, entre el hombre y la naturaleza. Más allá del "mundo bien partido", del que habla Rorty, se puede llegar al mundo dialogante y participativo cuando se brinden los presupuestos de una ontología del respeto y de la acogida de lo particular y de lo diferente. Para ello es necesario una nueva y renovada fe en la vida y una confianza en la misma realidad, como lo ha dejado bien claro Zubiri. Conviene, pues, pensar en profundidad si no queremos ser masa y multitud domesticada. Vivimos en un tiempo de escandaloso desempleo mental, en una época en la que los mass media nos ahorran el pensar y el coraje de decidir porque todo está perfectamente programado en un supersistema de intereses previamente orquestado.

Por todas partes se busca un nuevo paradigma de humanidad. Para ello se requiere llegar, ciertamente, a la civilización de lo universal, a la humanización de las ideas claves en el orden de las creencias y de las vivencias, pero pasando por la civilización de lo particular, del fragmento, de las actitudes y de los comportamientos multiformes de la vida cotidiana. Sin embargo, no puede olvidarse que tanto el hombre como la sociedad son realidades inacabadas e inacabables y siempre están abiertas a nuevos reajustes mentales y comportamentales. Y si el pensamiento crítico y civilizado no puede ofrecer la verdad, al menos puede hacernos atentos, abrirnos los ojos y aclararnos muchas cosas, que la conciencia dormida y habituada no logra descubrir.

Necesitamos inventar y poner en práctica ese "universo civilizado", del que habla Whitehead a propósito de la ciencia. Pero sólo se alcanzará ese universo civilizado a través de la experiencia civilizada, del encuentro civilizado, de la reacción civilizada, de la convivencia civilizada, del pensamiento civilizado que se oponga al pensamiento terrorista y a la cultura de la violencia y de la muerte.

Si "el futuro del hombre depende de la cultura", como repite Juan Pablo II, entonces hagamos una cultura con los mejores ingredientes humanos para que el futuro sea más humano y más feliz. Es necesaria una revolución permanente basada en el respeto y en el amor al otro y a la naturaleza. El dinamismo de un pensamiento creador puede prestar un gran servicio a la nueva cultura, que debiéramos forjar, sobre todo en estas cuatro direcciones:

Una cultura de la projimidad o del personalismo comunitario. Hay que poner las condiciones de posibilidad para conseguir el gran hermanamiento de todos los hombres. Sólo a través de una cultura de la paz, de la justicia, de la convivencia civilizada y del mutuo respeto lograremos una sociedad más habitable y más hogareña.

Una cultura ecológica o cultura cósmica. Yo‑otros mundos constituimos un inseparable sistema de reciprocidad. Cuando el mundo se convierta en verdadera morada entonces sabremos habitar, que es uno de los más urgentes problemas de nuestro tiempo, y descubriremos más fácilmente el misterio del prodigioso mundo que nos acoge.

Una cultura del diálogo. Vivimos en la época de las grandes concentraciones, que encubren grandes soledades. También los intelectuales y los pensadores se encuentran, pero los espíritus continúan divididos. ¿El franciscanismo actual no podría hacer el noble intento de ofrecer un espacio espiritual y humano para poder llegar a un diálogo fecundo entre las diversas filosofías y las diversas culturas, entre lo universal y lo concreto, entre los grupos y el individuo, entre lo completo y lo fragmentario?

Una cultura lúdica o de la religión festiva. Nuestra cultura actual es impresionantemente seria. La alegría está amenazada por todas partes. El homo sapiens ha creado una prodigiosa cultura del pensamiento. El homo faber ha logrado una cultura acumulativa de objetos y de placeres, pero falta la alegría. El pensamiento franciscano, testigo excepcional del Dios fiesta, podría aportar los elementos necesarios para crear una nueva cultura lúdica y festiva, en donde el hombre sepa cantar, reír, comunicarse y celebrar gozosamente.

El futuro será de aquellos que sepan ofrecer legítimas esperanzas y no defrauden las esperanzas de los demás. Pero ese futuro únicamente se hará realidad siendo generosos con el presente. Y en este presente el franciscano intelectual puede colaborar desde las aulas universitarias, desde la misión de la pluma y desde la seria y callada investigación, en la transformación de la sociedad para que sea más acogedora, fraterna y evangélica.

Actualmente los grandes desafíos humanos, sociales, religiosos y ambientales se plantean en clave cultural. El franciscanismo, en cuanto pensamiento y acción, puede ofrecer un gran servicio no sólo a la Iglesia sino también a la humanidad si tiene el coraje de las grandes ideas y la audacia de actualizar todo su potencial doctrinal y experiencial.