Iglesia Mundial como Comunidad Discente, ¿Modelo de una Globalización Humanizada?

 

 

Johannes MÜLLER

 

 

 

 

La globalización no es sólo el tema del día, sino que de ella depende el futuro de la humanidad. La globalización constituye uno de los problemas más graves que se le plantea a la humanidad al final del presente milenio y de su enfoque dependerá, en gran parte, la configuración de la humanidad en el próximo milenio. La Iglesia no puede quedar al margen de un fenómeno del que depende la suerte de aquellos seres humanos que, de hecho, no participan de la fiesta del progreso y el bienestar. Estos seres humanos necesitan quien les ayude no sólo a sobrevivir, sino también a vivir una vida digna de "hijos de Dios". Por esto el autor del presente artículo propugna un nuevo modelo de "globalización humanizada”, al que la Iglesia debería contribuir, no sólo aportando los valores evangélicos -opción por los pobres, solidaridad mundial e intergeneracional, etc.-, sino también convirtiéndose -ella misma- en comunidad que aprende de las otras comunidades.

 

Publicación original: Weltkirche ais Lerngemeinschaft. Modell einer menschengerechten Globalisierung?, Stimmen der Zeit 217 (1999) 317-328.

Publicación resumida (la que aquí seguimos: «Sal Terrae» 153 (enero-marzo 2000)3-10, traducida y condensada por Josep Mári

 

 

El mundo se encuentra hoy inmerso en un proceso de globalización que parece atravesar irresistiblemente todos los ámbitos de la vida, y que es experimentado y valorado de formas muy diferentes. Por una parte, se le asignan eufóricas expectativas referentes a la cooperación o la solidaridad mundiales, al bienestar global y a la paz mundial. Por otra, la dinámica de este proceso desencadena también preocupaciones y miedos, referidos al posible auge de un despiadado darwinismo social y al imperialismo cultural occidental ejercido en especial sobre culturas del tercer mundo.

Estas expectativas y estos miedos se basan en hechos reales. Pero se derivan igualmente de la mala definición y el mal uso del concepto de «globalización». En efecto, sobre todo en los países del tercer mundo dicho concepto ha sustituido al de «dependencia» y se le atribuye la causa de todos los males. Hace falta, pues, un sereno análisis para determinar, en lo posible, tanto las oportunidades como los peligros de la globalización. Sólo entonces habrá esperanzas de humanizar dicho proceso.

Ante este gran reto Se encuentran hoy todas «las religiones mundiales», incluidas las comunidades cristianas. La Iglesia católica está especialmente concernida, ya que desde siempre se ha comprendido a sí misma como Iglesia mundial, y constituye además un «actor global» mucho más antiguo que cualquier empresa transnacional. El reto aquí es doble: por una parte, se trata de la configuración de la globalización al servicio de la humanidad; pero, por otra, de la pregunta de cómo la Iglesia se comprende a la vez como Iglesia mundial y como comunidad de Iglesias locales.

Las reflexiones que siguen se refieren en primer lugar a la Iglesia católica, pero pueden ser relevantes para las principales religiones. En la primera parte esbozaremos algunas dimensiones de la globalización que deberían ser de especial significado para la Iglesia católica. En la segunda, discutiremos la responsabilidad específica que tiene la Iglesia ante el proceso y las consecuencias de la globalización. En la última parte dirigiremos la mirada hacia la Iglesia misma, en cuanto comunidad mundial y actor global.

 

 

DIMENSIONES DE LA GLOBALIZACIÓN

La globalización es un proceso complejo, no lineal, que incluye aspectos económicos, socioculturales y políticos. Es además plural por dos razones: porque su desarrollo es muy diferente según el país que consideremos y porque incluye una gran variedad de procesos a menudo contradictorios. Tomando, por ej., Asia, vemos que, por una parte, se ha integrado con asombrosa flexibilidad y rapidez en la economía global, y, por otra, en el ámbito sociocultural se sitúa al margen de valores como los derechos humanos universales y les contrapone su propia herencia cultural, aunque debería comprobarse en cada caso qué actores -políticos, mundo de los negocios, sociedad civil, grupos religiosos- defienden qué posiciones y con qué argumentos.

1. Por lo menos en una primera impresión, la globalización parece ser principalmente un fenómeno económico. La economía y los mercados financieros operan cada día más al margen de las fronteras nacionales. El progreso tecnoeconómico en los sectores del transporte y de las telecomunicaciones ha hecho posible una nueva división internacional del trabajo, en que las empresas transnacionales van ganando importancia. La liberalización del comercio mundial promete crear más bienestar para todos por medio de un uso eficiente de recursos escasos.

Pero estas promesas no pueden desviar la atención del reverso del proceso: la globalización no es tan inclusiva como sus defensores predican. Por ej., al libre comercio y a la circulación de capitales se contrapone una política de migraciones muy restrictiva. E Internet, el «símbolo» de la globalización, excluye a cerca de mil millones de analfabetos de la «aldea global». Además, también la criminalidad, el comercio de drogas, el turismo sexual y otros negocios similares se están convirtiendo en «globales».

Todavía más: la globalización conoce ganadores y perdedores. Los ganadores parecen ser capitalistas, especuladores financieros y, en los países del Sur y del Este, élites estatales. Los perdedores -por diversas causas- van siendo excluidos y empobrecidos. Se trata de personas, grupos de población y regiones enteras caracterizados por ser poco productivos, y que pueden acabar protagonizando violencia social y deterioro de los marcos democráticos.

2.Pero la globalización es también muy esencialmente un fenómeno sociocultural. Diariamente, los medios de comunicación modernos, las exportaciones (como «ideas cosificadas») y el turismo difunden los valores (positivos y negativos) de la forma de vida occidental por todo el mundo; y despiertan (automática o conscientemente) la expectativa de un «desarrollo global». Pero, de hecho, crece la distancia estructural entre ricos y pobres. Y así, por ej., la publicidad extiende mundialmente el modelo de consumo de los países ricos, mientras que la distribución real de los bienes privilegia solo a los países ricos y a las minorías ricas de los países pobres.

Además, el modelo de bienestar occidental no es universalizable. Efectivamente, la globalización, tal como hoy se entiende, o bien es posible sólo para una minoría de la humanidad, o bien es autodestructiva, porque su triunfo destruiría los recursos naturales y el medio ambiente mundial. Así pues, la globalización del modelo occidental actual no es globalizable.

Al mismo tiempo, los principios rectores de la civilización occidental entran en fuerte conflicto con cosmovisiones y escalas de valores que están muy enraizadas cultural y religiosamente. Por ello dicho modelo es recibido por muchos como una amenaza o como una forma de imperialismo cultural. Desilusionados ante la exclusión de la cultura global o bien oponiendo resistencia contra una cultura comercial unitaria, surgen múltiples movimientos: particularismos religiosos culturales, nacionales o étnicos. Dichos particularismos viran muy a menudo hacia el fundamentalismo y hacia la violencia ciega.

Sin embargo, a pesar de todas las tendencias hacia la unificación y universalización, no queda a la vista ninguna cultura mundial unitaria. Está llegando, en cambio, una pluralización de valores y normas a la que hoy ninguna sociedad puede escapar. Y como el pluralismo pone siempre en cuestión las identidades tradicionales autónomas, ello conlleva un potencial de conflicto considerable.

El mundo occidental reacciona inerme e inseguro a esta situación conflictiva. Últimamente ha recurrido a modelos tradicionales de pensamiento de tipo arrogante. Y así, Wolf Lepenies afirma que «la arrogancia de los modernos es una ideología profundamente enraizada y compartida por todas las escuelas de pensamiento europeas»: ideología basada en el irreflexivo supuesto de que la ventaja de la civilización occidental nunca será recuperada por otras culturas. Síntomas de esta ideología arrogante son los estériles y falsos -pero muy populares en occidente- escenarios de futuro presentados en «El fin de la historia» (F. Fukuyama) y «El choque de civilizaciones» (S. Huntigton): «ofensivo y quietista el uno, defensivo y nervioso el otro», pero ambos de estilo fundamentalista. En el fondo, «las sociedades europeas han quedado como culturas indoctrinadoras. Su futuro dependerá principalmente de su capacidad y disposición para convertirse en culturas discentes»

3. La globalización es también un fenómeno político muy ambivalente. La difusión de valores universales como los derechos humanos parece ofrecer una oportunidad a la paz universal y al aumento de la justicia. La conexión en redes mundiales alimenta la esperanza del fin de los prejuicios nacionalistas y de las guerras. La conciencia de la recíproca dependencia puede hacer avanzar la responsabilidad ecológica. Finalmente, el despliegue de una sociedad civil internacional constituye un importante progreso hacia cotas mayores de democracia, participación y cooperación planetario.

Sin embargo, los procesos de globalización conducen a una reducción del papel de los Estados-nación. Ámbitos sociales concretos se despegan de la política de dichos Estados y construyen nuevas relaciones que superan fronteras. Por una parte, ello es una buena noticia, dadas las devastadoras consecuencias del nacionalismo ciego del siglo XX. Pero, por otra, los Estados, en tanto que instituciones locales, se sienten responsables de todas las personas que viven en sus territorios. En cambio, las empresas transnacionales, que por definición, están presentes en todas partes, sólo se preocupan de sus propios empleados.

Además, los Estados-nación están yendo a la zaga de los procesos de integración global. Ello es debido a que las instituciones supranacionales están más débilmente legitimadas por los ciudadanos, con lo que se despierta el miedo a la degradación de la democracia. Y es que los Estados-nación tienen todavía sentido: ellos representan aún el punto de referencia central para problemas locales; y van a jugar un importante papel en la creciente estructuración de las relaciones internacionales.

 

 

RESPONSABILIDAD GLOBAL DE LA IGLESIA

Esbozamos aquí algunas coordenadas básicas dentro de las que las religiones y la Iglesia deben concretar su identidad y su papel en la sociedad. Los hechos y tendencias presentados hasta ahora evidencian la ambivalencia del fenómeno de la globalización. Ante ella se sitúa, por una parte, un fatalismo neoliberal poco reflexivo que se abandona al mercado global considerándolo una cuasi-ley natural. Igualmente cuestionable es, por otra parte, la oposición fundamental que ve en la globalización la raíz de todos los males y defiende el retorno a los ámbitos económicos locales como solución para todos los problemas socialesy ecológicos.

Hace falta, pues, una tercera opción: un conjunto de planteamientos y decisiones políticas capaces de corregir los desarrollos defectuosos sobre la base de principios sociales y éticos. Ello ha sido siempre, y es también hoy, tarea originaria e importante de las religiones. Así pues, ellas deberían contribuir al discernimiento de estos procesos, para determinar lo que tienen de aprovechable y de nocivo en vistas al bien del ser humano. Vamos a señalar ahora algunos aspectos significativos para este discernimiento.

1. La tendencia a la exclusión de personas, sea cual sea su causa, es completamente inaceptable a la vista de una opción por los pobres fundada en la dignidad personal de todos los seres humanos. Una globalización que cada día excluye a más personas y regiones pobres necesita una corrección. La Iglesia debe trabajar para prestar una voz a los excluidos, defender decididamente sus intereses y buscar soluciones junto a ellos.

2. Un desarrollo global humano debe incluir a las generaciones futuras. Por ello, y ante los retos de la interdependencia mundial, urge difundir la conciencia de una solidaridad mundial e intergeneracional. Según Juan Pablo II, los cristianos deberían «oponer a la globalización de los beneficios y de la pobreza, una globalización de la solidaridad».

3. Pero la Iglesia debe ejercer también su responsabilidad política, a la que la Doctrina social ha dado grandes impulsos. Ante todo se trata de configurar un orden político mundial que intente corregir los desarrollos defectuosos de la globalización. Y así como, en la época de las economías nacionales, el Estado delimitaba las condiciones-marco del mercado para que fuera beneficioso para todos, ahora se necesitan acuerdos, normas e instituciones para introducir en la economía global los principios rectores de una economía humanizada. Estas condiciones-marco internacionales necesitan unas normas éticas mínimas a nivel mundial, a las que todas las grandes religiones deberían contribuir.

4. Para ello, el principio de subsidiariedad (junto a los de dignidad personal y solidaridad) puede constituir una buena pauta de conducta. Si la persona es punto de partida y meta de todo desarrollo, ello requiere ante todo un «desarrollo desde abajo». En concreto, los individuos y los niveles sociales que se les subordinan (familias, ONGS, municipios, asociaciones, etc.) merecen la protección ante la omnipotencia del Estado y del centralismo burocrático. No obstante, se necesita la intervención de los niveles superiores allí donde los primeros no se bastan. Este principio es válido para la configuración de la sociedad mundial. En efecto, todas las medidas de un orden político mundial deberían prestar ayuda primero a la autoayuda; luego a la solidaridad de las víctimas para superar en común los problemas; y sólo en caso de urgencia, a la solidaridad de los más fuertes hacia los más débiles. Las dos formas de solidaridad necesitan el fortalecimiento de la sociedad civil y deben ser protegidas o implementadas por regulaciones institucionales y estructurales.

5. En lo referente a la nociva cultura consumista, la Iglesia debería ser capaz de comprometerse en un estilo económico y vital sostenible, susceptible así de universalización. Ella -y el conjunto de las religiones- pueden, a este respecto, desarrollar prudentemente valores como la ascesis. Esta ascesis es una condición previa para que la Iglesia se comprometa de forma creíble a favor de valores universales (especialmente los derechos humanos) allí donde sea necesario.

6. Basándose en su presencia en casi todas las culturas de la tierra, la Iglesia debería ser capaz de comprometerse en una unidad cultural en la multiplicidad. En este sentido, la reducción de la influencia de la Iglesia católica en el Sur podría ser ocasión para desmontar el sutil imperialismo cultural occidental.

 

 

IGLESIA COMO IGLESIA MUNDIAL

La globalización no es algo exterior a la Iglesia: es una de sus características distintivas, ya que desde su origen y en su misión ella se comprende como Iglesia mundial. Pero ello implica que los problemas fundamentales de la globalización son también problemas de la estructura interna de la Iglesia. Tiene pleno sentido, pues, considerar a la Iglesia desde este punto de vista. Porque podemos aprender históricamente tanto de sus luchas por encontrar soluciones útiles, como de sus casi inevitables fracasos. Surge también la pregunta de hasta qué punto la Iglesia en su forma actual puede ser un modelo para una globalización humanizada. Lo cual es decisivo para su credibilidad: los defensores de la Iglesia solo podrán opinar convincentemente en estos temas si intentan llevar a la práctica los principios que predican.

Todas las «religiones mundiales» deben encontrar un equilibrio entre universalidad y particularidad. También la Iglesia mundial está en el centro de atención, por un lado, de la atractiva pretensión de universalidad, y por otro, del miedo ante una Iglesia central de cuño «occidental» o «romano». Ella quiere ser Iglesia mundial, sin devorar a las Iglesias locales. Se trata de un problema teológico y eclesiológico, pero en la praxis es primariamente cultural. En efecto, el mensaje del Evangelio proviene de una cultura concreta, y además ha sido mediado por la cultura occidental. Con su discusión entre Pedro y Pablo, el Concilio apostólico da testimonio de que este problema ha preocupado a la Iglesia desde el principio.

Teórica y fundamentalmente, parece que el problema ha sido solventado por el principio de la inculturación. En documentos como Evangelii nuntiandi, el Vaticano II ha impulsado la inculturación del Evangelio. Pero surge necesariamente la pregunta de hasta qué punto, en qué sentido y de qué manera la fe cristiana se entiende a sí misma como una cultura universal, y a qué tipo de cultura global deben referirse las Iglesias locales.

Respecto a estos problemas, el Concilio dejo más preguntas abiertas que contestadas, lo cual ha hecho sufrir a muchas Iglesias locales. Está claro que toda cultura es ambivalente y que, a la luz del Evangelio, incluye aspectos positivos y negativos. Pero faltan normas transparentes y revisables para los inevitables conflictos en la lucha por una evangelización y una teología contextuales.

La ambivalencia cultural es propia tanto de los países del Sur como de los países tradicionalmente cristianos, incluida la cultura eclesial vaticana. Sin embargo, permanece el problema de que el centro teológico, administrativo y económico está en el Norte, lo cual representa una herencia pero también un lastre histórico, si recordamos la compleja historia de las misiones. El cristianismo, históricamente desarrollado en Europa y expandido a través de europeos, no está libre, pues, de la arrogancia de la civilización occidental: ello merece un serio examen de conciencia.

La Iglesia vive institucionalmente con la tensión entre centralismo y autonomía de las Iglesias locales. Así, a las Iglesias de Asia les crea grandes problemas el moverse dentro de dicha tensión. Por una parte, en Asia valoran las estructuras jerárquicas con clara autoridad (como el Papa y el Vaticano), y otras religiones envidian a la Iglesia su «voz global» desde Roma. En situaciones políticamente difíciles, para las Iglesias locales tiene ventajas el hecho de que la Santa Sede pueda intervenir también por canales diplomáticos (por ej., en Timor). Por otra parte, estas ventajas son a la vez inconvenientes, porque refuerzan la impresión de una religión no enraizada en Asia y dirigida desde el exterior. Además, frenan el impulso inculturador y no apoyan claramente la profundización de la democracia y del diálogo.

Sintomáticas de esta tensión son las difíciles relaciones de la Federación de Conferencias Episcopales Asiáticas y de las Iglesias locales de Asia con la central romana, más marcadas por órdenes y amonestaciones que por el diálogo. Esta tensión se refleja también en una parte del clero muy marcado por el modo de pensar y de vivir de una cultura global occidental (y consumista), lo cual crea barreras con la base de la Iglesia.

Todas las grandes religiones no cristianas se comprenden hoy como universales. Ello no debería llevar a conflictos, sino a una fructífera pluralidad que incluya el diálogo interreligioso y la cooperación práctica.

En este aspecto, el Concilio (Nostra aetate, Ad gentes) abrió caminos de comprensión. Pero no encontró soluciones satisfactorias para las tensiones entre misión y diálogo o para el sincretismo.

Otro tema controvertido es la validez universal de los derechos humanos, en relación con las estructuras intraeclesiales. En efecto, aquellos derechos humanos que todas las religiones reclaman les sean respetados desde fuera, a veces ellas los niegan internamente a sus miembros. Esto es válido también para la Iglesia católica, que impide de antemano el acceso de las mujeres al presbiterado o no se siente ligada por los principios occidentales relativos a la cultura de los os civiles.

Finalmente, el creciente papel de la sociedad civil internacional supone un gran reto para instituciones estructuradas jerárquicamente como la Iglesia católica. Consejos parroquiales, comunidades eclesiales de base y estructuras similares constituyen aportaciones positivas intra y extraeclesialmente. Pero estas estructuras tienen bases institucionales jurídicas débiles, y a menudo son sometidas o tratadas con desconfianza.

 

 

CONCLUSIONES

El título de este artículo «iglesia mundial como comunidad discente» incluye un programa para intentar conciliar diversos aspectos del fenómeno conflictivo de la globalización. Sólo en la predisposición de las Iglesias locales a aprender las unas de las otras (discente significa dispuesto a aprender) podrán formar una verdadera Iglesia mundial. Este aprender recíproco tiene su base en el Evangelio. Cada Iglesia local se encuentra ante el reto de inculturarse en su propia cultura y sociedad en tanto que comparte las angustias y esperanzas de los seres humanos (GS I) y también la riqueza de sus tradiciones culturales y religiosas para «interpretarlas a la luz del Evangelio» (GS 4).

«Iglesia mundial» como tarea podría ser así un modelo o un variante de una globalización humanizada. Reconozcamos humildemente que la Iglesia está lejos de este programa. Pero no nos sorprendamos de ello al observar problemas similares en la sociedad mundial. Sin embargo, como más consiga la Iglesia una síntesis positiva entre Iglesia mundial e Iglesia local, tanto más creíble será, apoyada en la Tradición y la Doctrina social, para hacerse escuchar en el proceso de cambio global.