El auténtico lugar social de la Iglesia

Ignacio Ellacuría

 

Contenido: Siendo tan importante este concepto de «lugar social» para la teología y para la praxis cristiana, no ha sido tematizado por muchos teólogos. Este artículo de Ellacuría está enmarcado en el contexto de una década ya pasada, pero permanece iluminador en sus planteamientos teológicos. Sin duda, es uno de los artículos antológicos de su autor.

 

La pregunta por el auténtico «lugar social» de la Iglesia no es una pregunta meramente sociológica, sino que es una urgente cuestión teológica tanto para la autocomprensión de la Iglesia como para sus diversos tipos de acción pastoral. Es, desde luego, una pregunta sociológica y bien harían teólogos y pastores si repasaran lo que la sociología ayuda a comprender este problema; la Iglesia, en lo que tiene de institución social -y lo tiene en un grado no sólo altísimo sino claramente excesivo- es una realidad social, sometida a todas las leyes de las realidades sociales, incluidos, claro está, todos los condicionamientos sociológicos. Pero es también una cuestión teológica porque del lugar social depende en buena parte de cómo se recibe la palabra de Dios, cómo se perciben y se interpretan los signos de los tiempos y qué praxis se adopta como praxis fundamental de la Iglesia.

 

Nueva conciencia del problema

 

Y, ¿qué se entiende por «lugar social» en este contexto?

 

La pregunta supone que la sociedad tiene «lugares» distintos, al menos distintos, porque en muchos casos pueden ser opuestos y aun contrapuestos. Quizá una de las limitaciones importantes del Vaticano II, cuando «envió» de nuevo a la Iglesia al mundo, es no haber subrayado debidamente que el mundo tiene lugares sociales muy diversos y que no todos ellos son igualmente potenciadores de la fe y de la vida cristianas.

 

Pues bien, el mundo tiene lugares distintos. Se habla, por ejemplo, de un Primer Mundo y de un Tercer Mundo (al Segundo por diversas razones se le deja un tanto de lado). Es claro que la Iglesia principal -institucionalmente hablando- se ha colocado en el Primer Mundo, y esto no sólo geográfica y materialmente, sino, lo que es más grave, espiritualmente, conformando sus ideas, sus intereses o, por lo menos, sus problemas teóricos y prácticos, según lo que es predominante en el Primer Mundo. Esto ha traído unas ciertas ventajas intelectuales, una cierta modernización, pero ha traído grandes desventajas no sólo para la comprensión de la inmensa mayoría de la humanidad, que no tiene características de Primer Mundo, sino, lo que es más grave, para la comprensión de algunos aspectos esenciales de la fe cristiana y para la recta jerarquización de las misiones de la propia Iglesia. Esto puede sonar escandaloso, pero como hecho es comprobable y su explicación tanto sociológica como teológica no ofrece dificultad mayor.

 

El «lugar social» en este contexto implica, por lo menos, los siguientes momentos: es, primero, el lugar social por el que se ha optado; segundo, el lugar desde el que y para el que se hacen las interpretaciones teóricas y los proyectos prácticos; tercero, el que configura la praxis que se lleva y al que se pliega o subordina la praxis propia.

 

Por ejemplo, si entendemos que los pobres son un lugar social, para decir que se está en ese lugar social no basta con afirmar que se está entre ellos material o geográficamente, aspecto que puede ser hasta indispensable y que puede suponer un gran mérito y hasta un alto testimonio. Es menester mucho más. Ese lugar de los pobres debe responder a una opción preferencial: lo que se busca es, ante todo, que esos pobres sean los primeros en el Reino de Dios y esto de una manera efectiva y no puramente intencional o retórica; en segundo lugar, esos pobres deben ser también el «locus theologicus» desde el que se escucha la palabra de Dios, se leen los signos de los tiempos, se buscan respuestas e interpretaciones y se hacen proyectos de transformación; en tercer término, se supone que esos pobres han emprendido una praxis de liberación a la que acompaña una Iglesia que no sólo quiere que se escuche la Palabra, sino que quiere sobre todo que se realice la Promesa.

 

Si el «lugar social» se toma con esta radicalidad, es claro que es de primera importancia encontrar el lugar social auténtico para la Iglesia, desde el que se abarque más correcta y plenamente la totalidad posible del mensaje cristiano y la universalidad que compete a la catolicidad de la Iglesia y a la totalidad diferenciada del Reino de Dios. Porque de universalidades y totalidades se trata y no de parcialidades excluyentes.

 

El «lugar social» supone una cierta parcialidad evangélica, una preferencialidad, pero no pretende excluir de la llamada a la conversión y a la perfección a ninguno de los hombres y a ninguno de los pueblos. Lo que pasa es que no es lo mismo proponer el mensaje cristiano desde el lugar social que constituyen las clases dominantes, sean políticas o económicas, que desde las clases dominadas. También las clases dominantes miran por el todo, pero lo hacen desde su dominancia. Las clases dominadas deben también mirar por el todo, cuando son animadas por el espíritu de fe, pero lo miran desde su dominación. Y lo que se sostiene aquí es que su punto de vista, su lugar, es mucho más privilegiado que cualquier otro para encontrar la verdad total de la fe y, sobre todo, para llevar a la práctica esa verdad total.

 

Cómo encontrar el lugar social auténtico

 

Si tal es la importancia del lugar social para la fe y para la Iglesia, lo que importa sobremanera es determinar en cada caso cómo encontrar concretamente ese lugar social auténtico. Porque es claro que hay lugares sociales inauténticos para la Iglesia. Este peligro de inautenticidad se ve más claro, si apuntamos a un rasgo característico de todo lugar social. El lugar es donde realmente se está, aunque de él se salga para hacer esto o lo otro. El lugar social no es a donde se va ocasionalmente; es donde se está normalmente, donde uno tiene fijada su residencia, donde uno está empadronado socialmente o donde socialmente le empadronan a uno.

 

Jesús, por ejemplo, salía a muchos lugares, podía cenar con los ricos, podía pernoctar en casa de Lázaro, subir a la montaña y predicar en el lago, predicar en Galilea o luchar en Judea y Jerusalén; pero estaba de inteligencia, de corazón y de práctica con los más necesitados. Ya sé que se puede decir con la mayor de las precisiones que donde Jesús estaba es con Dios, su Padre. Pero esto no excluye lo otro. Porque, en primer lugar, no es lo mismo estar en y estar con; Jesús estaba situado en ese lugar social que son los pobres y desde ese lugar, que purificaba e iluminaba su corazón, es desde donde estaba con Dios y con las cosas de su Padre. Y, en segundo lugar, porque ese mismo estar con Dios no era ajeno a su estar con los pobres, entre quienes quiso poner su morada.

 

Ya con esta referencia a Jesús y a las cosas del Reino de Dios, tenemos una primera respuesta general sobre cómo determinar en cada caso concreto cuál es el lugar social auténtico de la Iglesia en general y de las distintas Iglesias particulares. La persona y la vida de Jesús es el principio fundamental de discernimiento en esta cuestión. No tenemos mucho que insistir en esto, porque parece evidente tanto que Jesús sea el principio fundamental de discernimiento como el que Jesús haya preferido un lugar social determinado para encontrar en su vida histórica al Padre y para encontrar el modo óptimo de anunciar y realizar el Reino de Dios. Podemos dejar esto por sentado.

 

Pero necesitamos ir más adelante, porque muchos que admiten este punto de arranque van después por caminos muy diversos, algunos de los cuales conducen de hecho a lugares sociales inauténticos para la Iglesia y para el anuncio del Reino.

 

Hay factores sociológicos y factores teológicos que ayudan a encontrar el lugar social auténtico. Ambas series son necesarias, aunque su jerarquía para nuestro propósito no sea indiferente. Pero que la jerarquización no sea indiferente, no significa que la serie de factores sociológicos no sea necesaria.

 

Los factores sociológicos

 

¿Por qué son necesarios los factores sociológicos y cuáles de entre ellos son más necesarios o, en todo caso, más convenientes ?

 

Sin hacer una teoría general de lo que he escrito sobre este problema en otras ocasiones, puede decirse que los problemas del Reino de Dios, precisamente por su carácter de Reino, necesitan para su interpretación y puesta en marcha de mediaciones, mediaciones que tienen mucho que ver con factores sociológicos.

 

El Reino de Dios, en efecto, tiene que ver, en primer lugar, con la realidad histórica, una realidad estructural que en buena parte configura los destinos personales; tiene que ser, en segundo lugar, con una praxis histórica, que sin abandonar la dimensión personal, tiene que incidir sobre dimensiones estrictamente sociales; tiene que ver, en tercer lugar, con un pueblo entero en marcha e, incluso, al menos como propósito con la humanidad entera; y tiene que ver, finalmente, con el mal y el pecado estructural, que, por lo que tienen de históricos, necesitan para su interpretación y su superación real de factores sociológicos. Son cuatro poderosas razones para pensar en la necesidad de los factores sociales, en orden a encontrar el lugar social auténtico de la Iglesia.

 

Lo originario es sin duda una profunda experiencia humana y cristiana, que como tales no necesitan de mediaciones explícitas o muy sofisticadas, aunque presuponen de algún modo el estar ya en el lugar social adecuado. Efectivamente, aun siendo cristiano y aun recibiendo sistemáticamente la luz y el calor de la fe, es posible que no se vea y, menos aún, que se vivencie la verdadera realidad del mundo, con lo cual el mensaje de fe no puede iluminar esa realidad que de ningún modo se hace presente o que se hace presente de forma desviada. Y lo mismo puede decirse desde un punto de vista humano: una buena capacidad de captación y de sentimiento puede quedar cegada porque la realidad verdadera se escapa por el lugar social en el que se está situado.

 

Esto es verdad. Pero es igualmente verdadero que lo realmente originario es aquí una profunda experiencia humana y cristiana.

 

Quiere esto decir que no se parte de ideologías, ni siquiera de puros planteamientos teóricos. Una y otros pueden intervenir, pero no son lo primario ni lo decisivo. Lo primario y lo decisivo es la experiencia humana y la experiencia cristiana. Hay países como El Salvador y Guatemala en que esa experiencia es alucinante, pero hay otros muchos países en que también se da, aunque no con el mismo dramatismo punzante. Es la experiencia humana de una brutal represión, que no sólo cuesta más de diez mil víctimas al año, sino que se lleva a cabo con crueldad y sadismo incalificables; es la experiencia cristiana de cómo las fuerzas del anti-Cristo, de la bestia apocalíptica, se abaten sobre los más humildes, sólo porque éstos han comenzado -o se teme que comiencen- a reclamar efectivamente sus derechos o, simplemente, a defenderse contra depredadores inmisericordes de sus vidas y de sus haciendas.

 

Este es el dato primario, que inmediatamente es procesado por lo que podemos llamar elementos sociológicos. Unos de ellos son encubridores. La ideología del capitalismo dominante, bajo la forma de la ideología de la seguridad nacional, trata de desfigurar los hechos y de desvirtuar la experiencia. Los hechos represivos no están claros, no se sabe con certeza quiénes los propician; a lo más, se concede que son extremistas de derechas, con los que no se tiene relación alguna. Y, además, la explicación del conflicto es clara: el comunismo soviético quiere expandirse por las fronteras débiles del mundo democrático y a él se deben esos levantamientos populares, que, en nombre de la libertad, deben ser aplastados en beneficio de la civilización occidental y cristiana. Por otro lado, la experiencia cristiana ha sido desvirtuada, ha sido politizada hasta extremos intolerables y se ha puesto al servicio de intereses anticristianos, como son los propósitos de los comunistas revolucionarios. En consecuencia, estas ideologías encubridoras niegan que haya persecución política o persecución religiosa; más bien, lo que se da es una cruzada en favor de la libertad y en contra del comunismo ateo y totalitario.

 

Ante esta deformación encubridora de la experiencia original, cuando se presenta en términos aparentemente científicos, es menester echar mano de otro tipo de interpretaciones sociológicas. Y éstas suelen ser en distinto grado y de distinta forma de índole marxista.

 

Es históricamente falso que los cristianos hayan tratado de cambiar el lugar social de la Iglesia por influjo primordial del marxismo. Ya hemos hablado de una experiencia originaria, que desvirtúa esa explicación. La ayuda del análisis marxista viene en un segundo momento: viene cuando se ve la necesidad de aclarar teóricamente lo que está pasando en países de estructura bárbaramente capitalista y por qué está pasando lo que en ellos ocurre. El análisis marxista es uno de los elementos teóricos de los que se echa mano críticamente para desenmascarar ideológicamente interpretaciones interesadas y deformantes y para esclarecer situaciones de las que se necesita saber cómo son realmente más allá de las apariencias.

 

Y se utiliza este análisis marxista -con algunas correcciones importantes, por cierto- porque otros análisis capitalistas o supuestamente neutrales son menos explicativos; y se suele utilizar, además, después de que se ha comprobado la insuficiencia analítica, desde una perspectiva teórica, del instrumental manejado por la llamada doctrina social de la Iglesia. La doctrina social de la Iglesia formula principios cristianos referidos a las realidades sociales, pero utiliza también análisis sociales, que pueden resultar insuficientes y discutibles como tales análisis sociales. Los cristianos acogen gustosos esos principios, pero los teóricos cristianos no siempre quedan contentos con los análisis sociales, que les acompañan.

 

Pero recalcado el carácter secundario de la presencia del marxismo a la hora de reencontrar el auténtico lugar social de la Iglesia, no conviene minusvalorar la importancia que ha tenido el marxismo tanto para aclarar teóricamente la autenticidad social de ese lugar como para promover determinadas prácticas, más consonantes con las necesidades reales de las mayorías oprimidas y peprimidas. Sería incorrecto negar el influjo del marxismo a la hora de justificar, al menos, por qué hay que estar históricamente al lado de los pobres, a la hora de determinar quiénes y por qué son los sociopolíticamente pobres y a la hora de promover soluciones para que se llegue a un cambio social. Qué bienes y qué males ha podido traer este influjo, es algo que habrá de analizarse en cada caso. Pero, en general, puede decirse que el marxismo teórico y el marxismo práctico, no tanto de los partidos burocratizados como de los movimientos revolucionarios, han tenido un influjo importante en algo que en sí mismo es altamente positivo y profundamente cristiano como es la resituación del lugar social de la Iglesia y como es la activación de la opción preferencial por los pobres.

 

Suele decirse que el cristiano no necesita de ninguna ayuda exterior al cristianismo, a la fe cristiana, para encontrar y definir que el lugar social auténtico de la Iglesia, que el lugar social preferencial sean las mayorías oprimidas del mundo. A lo cual hay que responder con diversos grupos de razones, que no podemos analizar aquí, pero que sí conviene esquematizar.

 

Ante todo, ha de decirse que hasta ahora la Iglesia no se ha situado mayoritaria y preferencialmente en el lugar social, que le es más auténtico; ese lugar social es en su conjunto el Tercer Mundo y la Iglesia está en su conjunto y, sobre todo, cualitativamente, más en el Primer Mundo que en el Tercer Mundo, y, aun dentro del Primer Mundo, está más situada entre las clases dominantes y en la línea de la estructura dominante, que entre las clases dominadas y en la línea del cambio social.

 

En segundo lugar, ha de decirse que la Iglesia ha echado mano desde antiguo de ayudas exteriores a la fe cristiana; ha echado mano de los recursos teóricos del aristotelismo y del platonismo para esclarecer teóricamente los misterios de la fe; ha echado mano de recursos artísticos para vehicular al pueblo creyente realidades y valores cristianos; ha empleado teorías y prácticas capitalistas -economía de mercado, suele decirse- para desarrollarse y sostenerse institucionalmente; ha empleado la fuerza física para cuidar la pureza de la fe y las estructuras colonialistas para difundir el Evangelio; ha necesitado de Estados pontificios para asegurar mundanamente la primacía y aun supremacía del Papado; se ha servido de análisis sociológicos para la sustentación de sus enseñanzas sociales...

 

En tercer lugar, ha de asegurarse, como antes apuntábamos, que las características históricas del Reino de Dios exigen mediaciones, que no son patrimonio exclusivo de los cristianos y que, ni siquiera, arrancan de la inspiración cristiana. Finalmente, ha de decirse que Dios ha hablado desde antiguo de muchas y diversas formas y que, aunque la Palabra definitiva de Dios es Jesús, muerto y resucitado, sigue Dios hablando, entre otras formas, a través de eso que se ha venido en llamar signos de los tiempos, que exigen junto con el discernimiento de fe un ponderado discernimiento teórico, que lo acompañe.

 

Los factores teológicos

 

Pero, si es cierto que se necesitan factores sociales para encontrar teórica y prácticamente el auténtico lugar social de la Iglesia, es también cierto que esos factores sociales no representan el momento principal ni el momento determinante. El momento principal y determinante está dado por la fe cristiana y por una serie de factores humanos e históricos, que fluyen de esa misma fe.

 

Ya aludíamos antes a que el momento desencadenante principal era la experiencia humana y cristiana. La experiencia humana, que ante el atroz espectáculo de la maldad humana, que pone a la mayoría de la humanidad a las orillas de la muerte y de la desesperación, se revela y busca cómo corregirla. La experiencia cristiana, que basada en esa misma experiencia humana, ve desde el Dios cristiano, revelado en Jesús, que esa atroz situación de maldad e injusticia es la negación misma del Reino de Dios, esto es, de Dios y del hombre, la negación misma de la salvación anunciada y prometida por Jesús, una situación que ha hecho de lo que debiera ser reino de gracia un reino de pecado. Desde este punto de vista, la experiencia cristiana es original y es insustituible.

 

Es indudable que esta experiencia cristiana ha influido decisivamente en situar el auténtico lugar social de la Iglesia entre las mayorías oprimidas y en situarse efectivamente, por parte de muchos cristianos, en ese lugar. Aquí también es antes la experiencia que la reflexión, la praxis antes que la teoría, aunque no puedan hacerse divisiones tajantes entre unas y otras y aunque no pueda desconocerse una permanente circularidad potenciadora, que va de uno de los pares al otro.

 

La conversión creyente a unas mayorías oprimidas que en el paroxismo y la claridad de su represión reclamaban la asistencia de cualquier hombre de buena voluntad y de aquellos cristianos que habían hecho del amor al más necesitado argumento principal de su fe y de su práctica cristianas, reobra sobre esa fe y obliga a una relectura renovada del antiguo y del nuevo testamento, de toda la tradición mejor de la Iglesia, de su propio carisma religioso.

 

Desde este espíritu renovado se vuelve otra vez a la realidad histórica, que se ve entonces sociológica y teológicamente con otros ojos, y esto a su vez lleva a una práctica nueva que convierte personalmente y transforma socialmente. Se redescubre así el lugar social auténtico de la Iglesia y desde ese lugar se renueva la Iglesia correctamente situada. Se compromete la fe en la caridad y la fe así comprometida cobra nueva vida y nueva fuerza.

 

No se niega que haya podido haber excesos o defecciones, pero negar que ha habido una fuerte reviviscencia de la fe o negar que amplias comunidades cristianas, acompañadas en ocasiones por sus pastores, están dando un ejemplo admirable, estrictamente martirial, de ]o que es la fe en Jesucristo, es querer cerrar los ojos a la luz. Es, pues, injusto decir que en este nuevo lugar social se está para hacer política, cuando la verdad es todo lo contrario: se contribuye a que avance históricamente la causa de los desposeídos porque se está cristianamente con ellos.

 

Hasta cierto punto puede considerarse que esta vuelta preferencial a los pobres, este decidido cambio de lugar social de la Iglesia, ha sido un carisma de la Iglesia latinoamericana. No es de extrañar, por cuanto muchas partes de América Latina son triste lugar privilegiado de la miseria y de la injusticia. Pero puede verse ya en el Vaticano II un firme precedente de este cambio de rumbo. Efectivamente, en el Vaticano II, a requerimiento de algunos obispos y cardenales, como Lercaro, Gerlier y Himmer, escandalizados del poco lugar que se les daba a los pobres en el tratamiento dogmático de la Iglesia, se introdujo en la Lumen Gentium (8c), un texto germinal:

 

«Mas como Cristo cumplió la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación».

 

No era mucho ni muy explícito lo que se decía en estas palabras, pero tocaba a la raíz del asunto. Los obispos reclamantes proponían sus exigencias desde la realidad de los pobres; el Concilio, dejando un poco de lado este reclamo teológico de la realidad, se reducía a considerar el otro polo, el de la vida de Jesús, y en ella veía iluminadamente dos factores juntos, el de la pobreza y el de la persecución, aunque sin decir explícitamente que la persecución le vino a Jesús por situarse en el lugar social de los pobres, lo que le acarrea la enemiga de los ricos y de los poderosos.

 

Quizá no fue suficiente lo dicho y lo hecho por el Vaticano II en este respecto. Ciertamente el Vaticano II tuvo la genialidad de poner a la Iglesia de cara al mundo, vuelta misionalmente a él; pero, a pesar de los claros planteamientos de la Gaudium et Spes, no historizó debidamente lo que era ese mundo, un mundo que debiera haber definido como un mundo de pecado e injusticia, en el que las inmensas mayorías de la humanidad padecen miseria e injusticia.

 

Como quiera que sea, el Vaticano II fue recogido por Medellín, donde realmente se hizo presente el Tercer Mundo en su auténtico tercermundismo. En Medellín sí la realidad y la verdad de la historia latinoamericana, convertida en auténtico lugar teológico, se convirtió en pregunta fundamental, a la que trataron de responder los obispos del continente desde la luz del Evangelio y desde la renovación del Vaticano II. Pero esa renovación fue ahora más radical y profunda, fue más concreta y comprometida, precisamente porque ya no se trataba del mundo sin más, sino del punzante y doloroso mundo que es el Tercer Mundo, como representante de la mayoría de la humanidad.

 

En este mismo contexto debe verse el gigantesco avance que supusieron las comunidades eclesiales de base, como factor teológico a la hora de descubrir y practicar el auténtico lugar social de la Iglesia. Las comunidades eclesiales de base suponen uno de los mayores esfuerzos por acercar a la Iglesia al seno de los más necesitados, para ser interpelados por ellos y responder así desde la fe a sus necesidades humanas. En las comunidades de base, la Iglesia aprendió cuán de cerca deben de ir las dimensiones personales v las dimensiones estructurales de la salvación, el momento transcedente y el momento histórico de la fe cristiana, la recepción de la gracia y el ejercicio de la praxis y, sobre todo, lo que significaba para la fe misma y para la santidad de la Iglesia el compromiso preferencial con los pobres. De esta experiencia de las comunidades eclesiales de base quedó mucho más claro cuál es y cuál debe ser el auténtico lugar social de la Iglesia.

 

Finalmente, está el factor importante de la teología de la liberación, que como esfuerzo de reflexión teórica cristiana sobre la praxis de la salvación vista desde las mayorías populares creyentes, se centró en lo que debe ser una Iglesia de los pobres y para los pobres, una Iglesia popular, a pesar de los equívocos, muchas veces interesados, que se han lanzado sobre esta denominación. La pregunta por el auténtico lugar social de la Iglesia, ha sido una de las preguntas claves de la teología de la liberación, tanto a la hora de esclarecer teóricamente la naturaleza histórica de la Iglesia como a la hora de proponer una praxis pastoral, acorde con esa naturaleza histórica. Aquí también se ha dado una circularidad permanente entre lo que es la experiencia y la praxis de una Iglesia comprometida con los más necesitados y lo que es la reflexión teológica sobre esa experiencia y esa praxis; de aquélla se ha venido a ésta y de ésta se ha vuelto a aquélla en una continua circularidad, en la que se potencian mutuamente.

 

Toda esta serie de factores teológicos y sociológicos o, si se prefiere, teologales y sociales, han contribuido a establecer teórica y prácticamente a la Iglesia en su auténtico lugar social. Un lugar social que genéricamente puede definirse como el de las inmensas mayorías desposeídas, pero que en su peculiaridad ha de ser encontrado desde un profundo discernimiento cristiano. Aquí sólo se ha apuntado la línea general y se han hecho algunas reflexiones para poner en negro sobre blanco lo que ha sido la experiencia de algunas partes de la Iglesia latinoamericana, entendida como Iglesia de los pobres.

 

Situaciones muy distintas obligarían a concreciones distintas, pero que, en el fondo y de verdad no podrían estar muy alejadas. Entre otras razones, porque en el Evangelio mismo hay un imperativo esencial que no puede ser desatendido y porque la existencia universal de las mayorías desposeídas, respecto de las cuales tan múltiples responsabilidades pasadas y presentes tienen los pueblos occidentales, obligan a que toda Iglesia haya de poner sus ojos preferencialmente, al menos como horizonte ineludible, en la realidad total de la humanidad, pero en su realidad concreta, que es en su conjunto la de una humanidad crucificada. Con este horizonte ante los ojos de la fe y del análisis sociológico, puede volverse a su contorno y contexto más inmediato. Entonces cada Iglesia particular, sobre todo si está alentada por vivas comunidades eclesiales de base, podrá configurarse por lo que es a la vez exigencia universal y particular de la catolicidad de la Iglesia. Una catolicidad que es histórica y que, por tanto, conjuga universalidad y concreción.

 

Aparición original: revista «Misión Abierta» (febrero 1982), Madrid. Recogido posteriormente en VARIOS, «Desafíos cristianos», Ediciones Misión Abierta, Madrid 1988, pág. 77-85.