LA REFORMA

LA FE LUTERANA

Entre tanto, aquel año había vuelto a traducir de nuevo el Psalterio confiado en que estaría más ejercitado, después de haber expuesto en clase las epístolas de san Pablo a los Romanos, a los Gálatas y a los Hebreos. Se había apoderado de mí un ansia realmente llamativa por conocer al Pablo de la epístola a los Romanos; mas hasta ese momento se había interpuesto no la sangre helada en mi corazón, sino una única palabra en el cap. 7: La justicia de gie se revela en él. Sentía aversión, en efecto, hacia la expresión la justicia de Dios que me habían enseñado, siguiendo el uso y la costumbre de todos los maestros, a interpretar filosóficamente como la justicia que llaman formal o activa, por la cual Dios es justo y castiga a los pecadores e injustos.

Mas yo que, a pesar de vivir profundamente como un monje irreprochable, me sentía ante Dios pecador con la conciencia profundamente inquieta, y no podía confiar en aplacarlo con mis satisfacciones, no amaba sino que por el contrario odiaba a el Dios justo y castigador de los pecadores y me revelaba contra Dios con una tácita, si no blasfemia, sí desbordada murmuración, diciendo: ¡Como si no fuera bastante que la ley del decálogo oprima con todo género de calamidades a los desdichados pecadores para siempre perdidos en el pecado original, para venir encima Dios a añadir, por medio del Evangelio, dolor sobre dolor, y el Evangelio también a fulminar su justicia y su ira contra nosotros! Mi conciencia azuzada y perturbada me hacía enfurecer; mas por otro lado llamaba importunamente a las puertas de Paulo en aquel pasaje, abrasado por el ardiente de saber qué querría decir san Pablo.

Hasta que apiadándose Dios de mí, mientras meditaba día y noche, se me alcanzó el sentido de la expresión, a saber: La justicia de Dios se revela en él, como está escrito: El justo vive de la fe. En aquel punto comencé a entender la justicia de Dios como la justicia por la que el justo vive por don de Dios, es decir por la fe; y que éste era el sentido: por el Evangelio se revela la justicia de Dios, es decir la justicia pasiva, por la que Dios misericordioso nos justifica mediante la fe, como está escrito: El justo vive de la fe. En ese momento sentí que realmente había nacido de nuevo y que había entrado en el paraíso por sus puertas abiertas de par en par. A partir de entonces la Escritura me mostró constantemente otra cara. Discurría luego por las Escrituras según las recordaba de memoria e iba deduciendo la analogía con otras expresiones como: la obra de Dios, es decir la que Dios realiza en nosotros; el poder de Dios, con el que nos hace poderosos; la sabiduría divina, con la que nos hace sabios; la fortaleza divina, la salvación divina, la gloria divina.

Y con el mismo odio con que anteriormente había aborrecido la expresión justicia divina, con ese mismo amor ensalzaba tan dulce expresión. De tal forma fue para mí este pasaje de Pablo realmente la puerta del paraíso. Luego me puse a leer a Agustín sobre el espíritu y la letra, donde sin yo esperarlo me encontré con que él interpreta de igual manera la justicia de Dios, aquella con la que nos reviste al justificarnos. Y aunque esto esté expresado en forma todavía imperfecta y no explique claramente todo lo relativo a la imputación, me agradó no obstante ver cómo entendía aquella justicia divina por la que somos justificados.

Mejor pertrechado con estas reflexiones, comencé a comentar el Psalterio por segunda vez, y la obra se hubiese convertido en un gran comentario, de no haberme visto forzado a abandonar la empresa comenzada, convocado de nuevo ante la asamblea del emperador Carlos V en Worms, el año siguiente.

M. LUTERO: Prólogo al vol. I de las Obras latinas de la ed. de Wittenberg (1545).

Pablo siervo de Jesucristo [1,1]. La intención en esquema de esta carta, es destruir, arrancar y arruinar toda la sabiduría y justicia de la carne (es decir, toda la que puede darse ante los hombres, incluso ante nosotros mismos), por más que proceda de un ánimo sincero; y plantar, erigir y engrandecer el pecado (por más que no fuera tal, o pudiese no serlo).

Pues Dios quiere salvarnos, no por la justicia y sabiduría propias, sino por las ajenas; no las que proceden y nacen de nosotros mismos, sino las que nos vienen de fuera; no las que se originan en nuestra tierra, sino las que proceden del cielo. Es preciso, pues, ser informados por la justicia totalmente exterior y ajena a nosotros. Por lo cual es preciso desarraigar primero la propia y doméstica... Cristo quiere que nos desposeamos de todo afecto nuestro, de tal forma que no sólo no temamos ser confundidos por nuestros vicios no amemos la gloria y la satisfacción vana que se funda en nuestras virtudes, sino que ni siquiera nos gloriemos ante los hombres de la misma justicia ajena a nosotros que, procedente de Cristo, está en nosotros; así como tampoco seamos abatidos por los sufrimientos males que en él se nos infieren. El verdadero cristiano, por el contrario, de tal forma debe no tener nada propio, de tal manera debe estar desposeído de todo, que sea el mismo en la gloria que en la oscuridad, sabiendo que la gloria que a él se le manifiesta, no es a él a quien se le manifiesta, sino a Cristo, cuya justicia y dones resplandecen en él; y que la ignominia que a él se le infiere, a él v a Cristo se le infiere. Pero para alcanzar esta perfección hace falta (a no ser por una gracia especial) mucho ejercicio. Pues si uno es sabio, justo y bueno ante los hombres, bien en dones naturales, bien en espirituales, no por ello es considerado tal ante Dios, sobre todo si él mismo se tiene a si por tal. Por consiguiente conviene comportarse con tal humildad en todas estas cosas, como si con todas ellas no tuviésemos nada, esperando de la pura misericordia divina que le tenga a uno por justo y sabio. (. .)

De tres formas se justifica Dios, hace valer su verdad, etc.

Primera, al castigar y condenar al injusto, mentiroso, necio, etc.; pues entonces se muestra justo, verdadero, etc. Y así su justicia, su verdad, etc., se hacen buenas y resplandecen gracias a nuestra injusticia v mentira al manifestarse. Pero esta recomendación es de poca monta, pues también el mentiroso castiga y reprende muchas veces al mentiroso, el injusto al injusto, y no por eso resplandece al punto en su totalidad como veraz y justo.

Segunda, relativamente. Al igual que dos cosas opuestas aproximadas destacan más que alejadas la una a la otra; por ello tanto más bella es su justicia cuanto más fea nuestra injusticia. De estas dos maneras no habla el Apóstol, porque ésta es la justicia divina interna y formal, de la cual no habla.

Tercera, efectivamente, es decir cuando no podemos justificarnos por nosotros mismos y nos llegamos a El para que El nos haga justos al reconocer que no somos capaces de sobreponernos al pecado. Esto lo hace cuando creemos en sus palabras; mediante tal acto de fe nos justifica, es decir, nos tiene por justos. Por esto se las llama justicia de la fe y justicia de Dios efectivas.

M. LUTERO: Comentario a la Epístola a los Romanos (1515‑16).

EL DIOS OCULTO

Quien de esta forma se ama a sí mismo, de verdad se ama. Porque no se ama en sí mismo sino en Dios, es decir, como está en la voluntad de Dios, que odia, condena y desea el mal a todos los pecadores, es decir a todos nosotros. Pues el bien en nosotros está escondido y tan profundo que queda oculto debajo de su contrario. Así nuestra vida debajo de la muerte; el amor propio debajo del odio a nosotros mismos; la gloria debajo de la ignominia; la salvación debajo de la perdición; el reino debajo del exilio, el cielo debajo del infierno, la sabiduría debajo de la necedad, la justicia debajo del pecado, la virtud debajo de la flaqueza. Y en general toda afirmación de cualquier bien se halla en nosotros debajo de la negación del mismo, para que tenga lugar la fe en Dios, que es una esencia, bondad, sabiduría y justicia negativas, y no puede ni poseerse ni alcanzarse sino mediante la negación de todo lo que se afirma en nosotros.

M. LUTERO: Comentario a la Epístola a los Romanos (1515‑16).

CONOCIMIENTO DE DIOS EN LUTERO

Toda ascensión hacia el conocimiento de Dios es peligrosa, excepto la que pasa por la humanidad de Cristo, porque ésta es la escala de Jacob por la que hay que subir. Y no hay otro camino hacia el Padre, sino por el Hi o, Juan 14.

Por lo que dice: Ninguno puede llegar al Padre, si no es a través de mí, y esto mediante el afecto, según el dicho del Apóstol, Rom. 1: Las notas invisibles de Dios pueden contemplarse intelectualmente a través de las cosas creadas.

Otro camino son los misterios de la Escritura. Pero, ¿qué fruto han dado uno y otro? Soberbia o desesperación. El conocimiento v la sabiduría, en efecto, hacen a uno naturalmente soberbio y presuntuoso [como] dice el Apóstol: La ciencia hincha. Así los filósofos, cuando llegaron al conocimiento de Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias. ¿Qué es lo que hicieron?

Satisfacerse a sí mismos por tal conocimiento, calificándose de sabios, p se volvieron necios. Es imposible en efecto que la ciencia no lleve a la satisfacción de sí mismo y con ello al olvido y desagrado de Dios. A su vez para otros tal conocimiento se convierte en un tremendo horror que les conduce a la desesperación, entristeciéndolos y deprimiéndolos sin posibilidad de alivio: les aterroriza la grandeza de la majestad. Así está escrito: Quien escudriña la majestad, queda abrumado por su esplendor. Y nada tiene de extraño, pues ya Moisés fue presa del pavor ante la faz del Señor, y con él todo el pueblo: tan terrible se manifestó en el Sinaí. Y con razón les acontece esto, pues si Dios, compadecido de nosotros, se acomodó a nuestra debilidad viniendo a nosotros en forma de hombre, ocultando su divinidad para evitar de esta forma todo posible temor velando tras una nube la incandescencia del sol, ¿qué puede haber más justo sino que los babilonios, que abandonaron esta escala para edificar con peldaños por una torre que llegase al cielo, se vean al fin dispersos y confundidos por todos sus caminos? Por este motivo se precipita en el abismo de la desesperación quien se lanza por su cuenta a la aventura del conocimiento de la divinidad. Por lo cual el Señor en la última cena redujo al punto el peligroso extravío de los Apóstoles que andaban buscando el camino v que se les manifestara el Padre como algo fuera de Cristo, y les señaló a sí mismo diciéndoles: Quien me ve a mí, ve también a mi Padre, como si dijera: No tratéis de buscar fuera de mí un camino que conduzca al Padre: los ojos fijos en mí, dejad que todo lo que queda fuera de mí suceda, vaya y venga a donde va o viene; no mantengáis en vuestros ojos más que a mí. Igualmente Pablo, I Cor. 2: Yo estimo que no conozco más que a Jesucristo, y éste crucificado. Así estaba también figurado en la ley que al pueblo no se le permitía rendir culto a Dios más que ante el arca y el altar propiciatorio. Y aunque le rendían culto en los bosques y montañas, no quiso Dios manifestarse allí. Por lo que, ordenó a Moisés: No ofrezcas sacrificios a Dios en cualquier lugar, sino en el que el Señor eligiere. Este lugar era entonces el arca, ahora la santa Humanidad de Cristo, conforme a aquello: Le adoraremos en el lugar donde se posaron sus pies. No hemos de buscar pues más Dios ni en otro lugar que en éste, pues aunque Dios está en todas las cosas, en nada se halla corporalmente ni tan presente como en la Humanidad de Cristo, ni su presencia es perceptible en ningún otro lugar. Finalmente Dios se da a conocer en toda la magnitud de su ser, de su sabiduría y de su justicia y en otras obras que aparecen aterrorizadoras sobremanera. Aquí en cambio contemplamos su misericordia y amor suavísimos. Y conviene cobrar fuerzas primeramente con el conocimiento de la misericordia y la caridad, para de esta forma poder enfrentarse confiadamente con las manifestaciones de su poder y sabiduría. De otra forma ha de sentirse uno necesariamente desesperado. Pues la percepción de una cosa es perfecta, si se capta en el momento en que puede ser percibida. Así a Dios no lo percibe nadie en su poder y sabiduría, sino en su misericordia y suavidad que se manifiesta en Cristo. Por consiguiente quienes buscan a Dios en la altura dan con un precipicio horrible, como leemos de muchos que ante una indagación desmesurada de la divinidad, se hicieron unos desgraciados, volviéndose locos y presas de furor. En consecuencia Dios misericordioso y justo, viendo cómo unos se ensoberbecían de este modo y otros desesperaban al investigar en el conocimiento de El, no quiso ya ser conocido de tales modos v se anonadó a sí mismo volviendo a los soberbios necios y reanimando a los desalentados, queriendo ser conocido en su inmenso amor, como dijo por Isaías: Verdaderamente tú eres el Dios escondido, y no hay Dios fuera de ti. Y Baruc: Este es nuestro Dios y frente a El nadie más será tenido por Dios. E Isaías: Consuélate, consuélate, pueblo mío, dice vuestro Dios, y más adelante: Sube al monte, tú que evangelizas a Sión, levanta tu voz y no temas. Di a las ciudades de Judá: He aquí vuestro Dios. Con estas palabras no se trata sino de empujarnos a penetrar en la suavísima Humanidad de Cristo, a hacernos niños y desear la leche hasta que crezcamos y nos convirtamos en el hombre perfecto. Este es el trono de la misericordia ante el que nadie puede temer, sino que todo el que se halla atemorizado se consuela y los pusilánimes son reanimados. Porque aquí aparece Dios en su verdadera naturaleza, que es bondad y suavidad, por lo que al Padre se le asigna el poder, al Hijo la sabiduría y, al Espíritu Santo la suavidad. Es claro que a Dios no lo conoce nadie, y por ello es letra muerta conocer a Dios en su poder y sabiduría; en cambio el espíritu de vida es conocerlo en su suavidad. Y esto no se hace sino en Cristo, por lo cual es preciso que el conocimiento de Dios fuera de Cristo nos haga peores y más desdichados, mientras lo único que nos hará felices y nos dará seguridad y la salvación es el conocimiento de Dios en Cristo, como lo demuestran sobradamente los ejemplos en uno y otro sentido. Aparta pues tu vista de la majestad de Dios y vuélvela a su Humanidad reposante sobre el regazo de su madre.

M. LUTERO: Cinco sermones de su primera época (1514‑17).

LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE

Aquí no habla sólo de los pecados cometidos de obra, palabra y pensamiento, sino además del fómite, como más adelante en 7: No yo, sino él pecado que habita en mí. Y allí mismo lo llama afectos de los pecados, es decir, deseos, afecciones e inclinaciones al pecado, las cuales, dice, fructifican para su muerte.

Luego el pecado actual (como lo llaman los teólogos) es en realidad más pecado, es decir obra y fruto del pecado; pero el pecado es la pasión misma, el fómite y la concupiscencia o inclinación al mal y la dificultad para obrar el bien, como dice más adelante: No sabía que la concupiscencia era el pecado. Por lo tanto, si ejecutan, es que no son las obras mismas, sino los ejecutores para que fructifiquen; luego no son el fruto. Luego, a la inversa: así como nuestra justicia proveniente de Dios es la inclinación misma al bien y la aversión al mal que por la gracia se nos ha dado en nuestro interior, mientras que las obras son más bien el fruto de la justicia, así el pecado es la aversión misma del bien y la inclinación al mal. Y las obras del pecado son fruto de este pecado, como se verá bien claro más abajo, cap. 7 y 8. Y referido a tal pecado se ha de entender todo lo que se ha dicho anteriormente, a saber: Bienaventurados a quienes se les han perdonado las iniquidades, y dije: confesaré contra mí mi injusticia al Señor, y por ella te suplicarán todos los santos, y porque conozco mi iniquidad y mi pecado se alza constantemente contra uní. E igualmente: contra ti sólo pequé, etc... Pues éste es el mal, que siendo realmente pecado, Dios mediante su no imputación se lo perdona misericordiosamente a todos los que lo reconocen, confiesan y aborrecen y piden curarse de él. De aquí resulta que si dijéramos que no tenemos pecado, somos mentirosos. Y es un error creer que este mal puede curarse mediante las obras, siendo así que la experiencia es testigo de que en nuestras buenas obras por muy grandes que sean, queda siempre esta concupiscencia al mal y nadie está libre de ella, ni siquiera el niño de un día. Pero la misericordia de Dios consiste en que manteniéndose esta situación, no se les imputa como pecado a quienes le invocan v gimen por su liberación. Tales personas, en efecto, toman también buena cuenta de las obras, porque buscan con todo su empeño, su justificación. Así pues, somos pecadores en nosotros mismos, y sin embargo, por imputación divina, justos mediante la fe. Porque confiamos en quien nos promete que nos ha de liberar, con tal que mientras tanto perseveremos, para que no reine el pecado, sino que le hagamos frente hasta que él lo elimine.

M. LUTERO: Comentario a la Epístola a los Romanos (1515-16).

LAS 95 TESIS (1517)

1. Nuestro Señor y Maestro Jesucristo, al decir: Haced penitencia etc., quiso que toda la vida de los fieles fuera penitencia.

2. Este término no puede entenderse de la penitencia sacramental (es decir, de la confesión y la satisfacción impartidas por el ministerio sacerdotal).

3. Pero no se refiere solamente a la penitencia interior: por el contrario, la interior no existe si no produce externamente diversas mortificaciones de la carne.

4. Se mantiene, por tanto, el castigo, mientras dura el odio de sí propio (es decir, la verdadera penitencia interior), esto es, hasta la entrada en el reino de los cielos.

5. El Papa no pretende ni puede perdonar pena alguna, fuera de las por él, o por prescripción canónica, impuestas.

6. El Papa no puede perdonar culpa alguna si no es declarando y confirmando que ha sido perdonada por Dios. A no ser en los casos a él reservados, por cuyo desprecio permanecería la culpa.

7. Dios no perdona a ningún hombre sus culpas, sin someterlo al mismo tiempo y humillarlo en todo al sacerdote, vicario suyo.

 20. Por tanto el Papa, por remisión plenaria de todas las penas, no entiende de todas sin más, sino solamente de las por él impuestas.

21. Yerran por consiguiente aquellos predicadores de indulgencias que dicen que por las indulgencias papales el hombre queda libre de toda pena y se salva.

22. Ni siquiera a las almas del purgatorio puede perdonar aquellas de las que, en virtud de los cánones, debieron ser absueltas en esta vida.

23. De poderse otorgar a alguien la remisión de todas sus penas, es seguro que esto se concede sólo a los muy perfectos, es decir, a muy pocos.

24. Por esto tiene que engañarse la mayor parte del pueblo, por aquella indiscriminada y magnífica promesa de la remisión de la pena.

30. Nadie puede estar seguro de la autenticidad de su contrición, y mucho menos de haber conseguido la remisión plenaria.

31. Tan raro como una persona con verdadero arrepentimiento, es una persona que en verdad se lucre de las indulgencias, es decir, rarísimo.

32. Se condenarán para siempre con sus maestros, quienes por cartas de gracia se creen seguros de su salvación.

33. Toda precaución es poca ante quienes afirman que las gracias del Papa constituyen aquel inestimable don divino por el que se reconcilia el hombre con Dios.

34. En efecto, dichas gracias absolutorias afectan solamente a las penas de la satisfacción sacramental establecidas por el hombre.

35. No es cristiana la predicación de quienes enseñan que no precisan de contrición quienes tienen intención de redimir las ánimas del purgatorio v de lucrarse de los privilegios confesionales.

36. Cualquier cristiano verdaderamente arrepentido obtiene la remisión plenaria de pena y culpa que, aun sin cartas de gracia, se le debe.

39. Es muy difícil aun para los teólogos más doctos exaltar al mismo tiempo ante el pueblo la largueza de las gracias y la necesidad de contrición sincera.

40. Una contrición sincera busca y ama las penas; la largueza de las indulgencias, por el contrario, las desvirtúa, e impele a su repulsa.

41. Se han de predicar con cautela las indulgencias apostólicas, para que el pueblo no piense equivocadamente que se anteponen a las demás buenas obras de la caridad.

42. Se ha de enseñar a los cristianos que la mente del Papa no es que la redención por las indulgencias se puede comparar bajo ningún respecto con las obras de misericordia.

43. Se ha de enseñar a los cristianos que hacen mejor dando al pobre o prestando al necesitado, que tratando de redimir mediante indulgencias.

82. Por ejemplo: ¿Por qué el Papa no deja vacío el purgatorio en acto de santísima caridad y en atención a la suma necesidad de las almas ‑motivos de lo más justificados‑, si con el funesto dinero destinado a la construcción de la Basílica ‑motivo de lo más banal‑ redime infinitas almas?

83. De igual manera: ¿Por qué se mantienen las exequias y aniversarios de los difuntos, y no devuelve o permite retirar los beneficios instituidos en sufragio de los mismos, si es que es ilícito orar por los redimidos?

84. De igual manera: ¿Qué nuevo género de piedad en Dios y en el Papa es la que concede al impío y enemigo de Dios redimir por dinero su alma y volverla amiga de Dios y no, en cambio, por caridad gratuita, a la vista de la necesidad de la misma alma piadosa y amada?

92. ¡Fuera, pues, con todos esos profetas que dicen al pueblo de Cristo: Paz, paz y no es paz!

93. ¡Bien hayan todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo: Cruz, cruz y no es cruz!

94. Hay que exhortar a los cristianos a que traten de seguir a su cabeza Cristo, por la pena, la muerte y el infierno.

95. Y así confíen en entrar en el reino de los cielos, más por muchas tribulaciones que por la seguridad de la paz.

M. LUTERO: Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum (1517).

UNIVERSALIDAD DEL SACERDOCIO

15. Dado que Cristo tiene la primogenitura con su honor y su dignidad, la comparte con todos sus cristianos, los cuales, mediante la fe, deben ser todos con Cristo reyes y sjacerdotes. Como dice san Pedro (1. Pet. 2.): Vosotros sois un reino sacerdotal y un sacerdocio real. Y ocurre de modo que un cristiano es elevado mediante la fe tan alto por encima de todas las cosas, que se convierte espiritualmente en señor de todas, pues ninguna cosa puede dañarle en su bienaventuranza. Incluso, todo debe estarle sometido y ayudarlo a su bienaventuranza...

16. Sobre lo que seamos nosotros, los sacerdotes, esto es mucho más que ser rey, porque el sacerdocio nos hace dignos para presentamos ante Dios y rogar por otros. Pues el estar ante los ojos de Dios y orar no corresponde sino a los sacerdotes...

17. Preguntas cuál sea la diferencia entre sacerdotes y laicos en la Cristiandad, puesto que todos son sacerdotes. Respuesta: con la palabrita sacerdote, cura, religioso y otras semejantes se ha cometido la injusticia de que hayan sido aplicadas por la gente al, pequeño grupo que ahora se denomina estamento clerical. La Sagrada Escritura no da ninguna otra diferencia sino que a los doctos o consagrados los llama ministros, siervos, ecónomos, esto es, servidores, siervos, administradores, que deben predicar a los otros la fe de Cristo y la libertad cristiana. Pues, aunque todos nosotros somos igualmente sacerdotes, no todos, sin embargo, podemos servir o administrar y predicar. Así dice san Pablo (1. Cor. 4.): No queremos ser considerados por la gente otra cosa que servidores de Cristo y administradores del Evangelio. Pero se ha hecho de la función de administrador un tal señorío o dominio y un tal poder terrenal externo, suntuoso y terrible, que el auténtico poder terrenal no puede igualarlos en modo alguno, precisamente como si los laicos fueran otra cosa que gente de Cristo.

M. LUTERO: De la libertad del cristiano (1520).

LA DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS

En primer lugar tengo que rechazar los sacramentos en número de siete, admitiendo de momento sólo tres: el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía, y proclamando que la curia romana lo ha sometido todo a una miserable cautividad, habiendo sido despojada la Iglesia de toda su libertad. Por más que, si me fuera a expresar en términos de la Escritura, no me quedaría más que un sacramento y tres signos sacramentales, de lo que a su tiempo trataré más ampliamente. Pasemos ahora al sacramento de la Eucaristía, el primero de todos.

Voy a exponer, pues, qué es lo que yo propugno en la administración de este sacramento, como fruto de mis meditaciones, pues cuando publiqué mi sermón sobre la Eucaristía, me mantenía aún dentro del sentir común, sin preocuparme del derecho o abusos del Papa. Mas ahora, provocado y atacado, más aún, arrastrado por la fuerza a esta palestra, voy a exponer libremente mi sentir. Allá se rían o lloren los papistas, aunque sean todos contra uno.

En primer lugar hay que prescindir del cap. VI de Juan en su totalidad, por no referirse ni una sola sílaba a este sacramento, no sólo porque aún no había instituido el sacramento, sino sobre todo porque la exposición y el pensamiento en su contexto muestran bien a las claras que Cristo hablaba ‑como ya he dicho‑ de la fe en el Verbo encamado. Dice en efecto: mis palabras son espíritu y vida, poniendo de manifiesto que habla de una comida espiritual por la que, quien come, vive; mientras que los judíos lo entendían de la comida carnal, y por ello discutían. Pero sólo la comida de la fe es la que vivifica. Ella es, en efecto, comida espiritual, viva, verdaderamente. Como dice Agustín mismo: ¿Para qué preparas tu estómago y tu boca? Cree y ya has comido. La comida sacramental, en efecto, no vivifica, ya que muchos la comen indignamente, de forma que no puede entenderse este pasaje como referido al sacramento. (...)

Mas luego, viendo qué Iglesia era la que había decretado esto, a saber la tomística, es decir aristotélica, me hice más atrevido y encontrándome entre la espada y la pared, al fin afirmé mi conciencia con la sentencia primera, a saber, que es verdadero pan y verdadero vino, en los cuales están la carne verdadera y la sangre verdadera de Cristo, no de otra manera ni menos de lo que ellos suponen bajo sus accidentes. Me determinó a ello el ver que las opiniones de los tomistas, tanto las sancione el Papa como el concilio, siguen siendo opiniones, y no se vuelven artículos de fe por más que bajara un ángel del cielo y ordenara otra cosa. Pues lo que se afirma sin estar en la Escritura o en la Revelación aprobada, se puede defender, pero no hay obligación de creerlo. Y esta opinión de Tomás de tal manera fluctúa al margen de la Escritura y de la razón, que parece que aquí ignoró su filosofía y su dialéctica. Pues Aristóteles habla de los accidentes y del sujeto de manera muy distinta que santo Tomás, de forma que no puedo menos de lamentarme que una persona de su categoría, en materia de fe, no sólo tome sus opiniones de Aristóteles, sino que se empeñe en apoyarlas sobre aquel a quien no entendió. Desafortunada construcción sobre un desafortunado fundamento. (...)

La razón más poderosa sobre la que se funda mi sentencia es que a la palabra divina no se le debe hacer violencia alguna, ni por el hombre ni por el ángel, sino que se ha de conservar, en cuanto sea posible, en su significación más simple, y de no obligar a ello alguna circunstancia manifiesta, no se ha de entender al margen de la gramática y de la gramática en sentido propio, para no dar pie al adversario a eludir la totalidad de la Escritura. Este fue el motivo de la justa repulsa contra Orígenes, quien despreciando el sentido gramatical, convertía en alegorías los árboles y todo lo que sobre el paraíso está escrito, llegando a concluir así que los árboles no fueron creados por Dios. De igual manera aquí, cuando los evangelistas estriben taxativamente que Cristo tomó el pan y lo bendijo, y los Hechos de los Apóstoles y el apóstol Pablo lo llaman después pan, se ha de entender pan verdadero y vino verdadero, así como cáliz verdadero. Pues no añaden que se transubstanciara el cáliz. Y no siendo necesaria transubstanciación que se realiza por poder divino, se ha de considerar una ficción de la opinión humana, pues no se funda, corno veremos, ni en lugar alguno de la Escritura ni en razón alguna.

Absurda resulta por tanto y nueva la acepción de los términos en la que se toma el pan por la apariencia o accidentes de pan, y el vino por la apariencia o accidentes de vino. ¿Por qué no toman todo lo demás por sus apariencias y accidentes? Y aunque en las demás cosas así fuera, no sería lícito, a pesar de ello, aniquilar de esta forma las palabras de Dios despojándolas de manera tan injusta de su significado.

La misma Iglesia sostuvo la opinión verdadera durante más de 1.200 años, sin que jamás ni en lugar alguno los santos Padres mentaran esta transubstanciación (¡vocablo portentoso y fantástico!), hasta que comenzó a prosperar en la Iglesia una fingida filosofía aristotélica en estos trescientos últimos años en los que se han conformado mal además otras muchas cosas, como es que la esencia divina ni es engendrada ni engendra, que el alma es la forma Substancial del cuerpo humano, y otras semejantes, cuya formulación no se funda en razón o causa alguna, como el mismo cardenal de Cambrai confiesa.

Dirán quizá que el peligro de idolatría impele a sostener que no son verdaderamente pan y vino. Ridículo es esto sobremanera, ya que los laicos no tienen conocimiento de las sutiles disquisiciones filosóficas sobre la substancia y los accidentes; y si se les explicasen serían incapaces de comprenderlas; y el mismo peligro hay en mantener los accidentes que ven, que la substancia que no ven. En efecto, ¿si no adoran los accidentes, sino a Cristo oculto tras ellos, por qué habrían de adorar el pan que no ven?

¿Pero por qué no habría de poder incluir Cristo su cuerpo en la substancia del pan, al igual que en los accidentes? He ahí que el fuego y el hierro, dos substancias, se mezclan de tal forma en el hierro incandescente, que cada una de sus partes es hierro y fuego. ¿Por qué no habría de poder así, con mucha mayor razón, el cuerpo glorioso de Cristo estar en cada una de las partes de la substancia del pan?

¿Qué van a hacer ahora? Acepta la fe que Cristo nació del vientre intacto de su madre. Que vengan diciendo también aquí ahora que la carne de la Virgen fue durante ese tiempo aniquilada, o como dicen más técnicamente, transubstanciada, de forma que Cristo envuelto en sus accidentes salió finalmente a través de ellos. Otro, tanto habrá que decir de la puerta cerrada y del postigo cerrado del monumento sepulcral a través de los cuales entró y salió sin tocarlos. Pero de aquí nació la Babilonia de esta filosofía sobre la cantidad continua, distinta de la substancia, hasta llegar al extremo de que ellos mismos ignoran qué son accidentes y qué substancia. Pues ¿quién ha demostrado con certeza jamás que el calor, el color, el frío, la luz, el peso y las figuras son accidentes? Finalmente se han visto constreñidos a dotar a los accidentes de un nuevo ser en el altar y hacer que Dios los cree, por culpa de Aristóteles que dice que la esencia del accidente es la inhesión. E infinitas maravillas más, de todas las cuales se verían libres si admitiesen sencillamente que allí hay verdadero pan. Y me alegro de veras de que, al menos entre el pueblo, se haya conservado una fe sencilla en este sacramento. Pues como no lo entienden, no discuten si allí hay accidentes sin substancia, sino que con fe sencilla creen que allí están verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo, dejando a los ocios de los otros el problema de discutir qué es el continente. (...)

Baste por ahora con lo expuesto sobre estos cuatro sacramentos, que ya sé lo que va a desagradar a quienes opinan que el número y aplicación de los sacramentos se ha de tomar, no de las sagradas Escrituras, sino de la sede romana. Como si hubiera sido la sede romana quien dio, y no más bien recibió de las aulas de las Universidades a quienes debe sin ningún género de duda todo lo que tiene. Y no seria tan poderosa la tiranía papal si no hubiese recibido tanto prestigio de las universidades, toda vez que apenas ha habido entre las sedes célebres, otra que menos pontífices eruditos haya tenido que ésta. Únicamente la violencia, el dolo y la superstición la han hecho prevalecer hasta ahora sobre las demás. Pues quienes ocuparon dicha sede hace mil años, distan tanto de los que posteriormente advinieron que uno se ve forzado a rechazar como romanos pontífices, bien a aquéllos, bien a éstos.

Hay además algunas otras cosas que podrían contarse entre los sacramentos, a saber, todas aquellas a las que se halla ligada una promesa divina, cuales son, la oración, la palabra y la cruz. Efectivamente, a los que oran les prometió en muchos lugares que serían oídos, pero sobre todo en Lucas XI, donde nos invita con muchas parábolas a orar. Y acerca de la palabra dice: bienaventurados quienes escuchan la palabra de Dios y la guardan. ¿Y quién podrá contar las veces que promete su ayuda y la gloria a los atribulados, a los que sufren y a los humillados? Más aún, ¿quién es capaz de enumerar todas las promesas hechas por Dios? Toda la Escritura no hace más que movernos a la fe, instándonos unas, veces con mandatos y amenazas, invitándonos otras con promesas y consuelos. Pues todo lo que está escrito son o preceptos o promesas: los preceptos humillan a los soberbios en sus excesos, y las promesas alientan a los abatidos en su decaimiento.

Con todo nos ha parecido bien llamar sacramentos en sentido propio a aquellas promesas que llevan anejos signos. Las restantes, por no hallarse ligadas a signos, son simplemente promesas. De donde resulta que, si queremos expresarnos con rigor, no hay más que dos sacramentos en la Iglesia de Dios: el Bautismo y el Pan, pues sólo en estos dos descubrimos el signo instituido por Dios y la promesa de la remisión de los pecados. Pues el sacramento de la Penitencia por mí añadido a estos dos, carece de signo visible instituido por institución divina, y ya he dicho que no es otra cosa que el camino y regreso al Bautismo. Y ni los escolásticos mismos pueden decir que su definición sea aplicable a la Penitencia, pues ellos adscriben al sacramento un signo visible que presente a los sentidos la forma de lo que invisiblemente se espera. Mas la Penitencia o absolución carece de tal signo, por lo cual en virtud de su propia definición se ven forzados o bien a admitir que la Penitencia no es un sacramento, disminuyendo así el número de ellos, o a dar otra definición de sacramento.

El Bautismo que yo asigno a toda la vida, bastará en verdad por todos los sacramentos que hayamos de usar en ella. El Pan, por el contrario, es en verdad el sacramento de los moribundos y de los que salen de esta vida, ya que en él conmemoramos el tránsito de Cristo de este mundo, para poderle imitar en ello. Y hemos de distribuir estos dos sacramentos de forma que el Bautismo se asigne al arranque desarrollo de toda la vida, y el Pan por su parte a su conclusión y muerte. el cristiano debe ejercitarse en uno y otro dentro de este pobre cuerpo, hasta que plenamente bautizado y confirmado, pase de este mundo naciendo a una vida nueva, eterna, para celebrar el banquete con Cristo en el Reino de su Padre, como prometió en la última cena cuando dijo: En verdad os digo, desde ahora no beberéis de este zumo de la vid hasta que se cumpla en el Reino de Dios. De forma que resulta bien claro que instituyó el sacramento del Pan para recibir la vida futura. Entonces, en efecto, realizada la esencia de ambos sacramentos, dejarán de existir el Bautismo y el Pan.

M. LUTERO: De captivitate babylonica ecclesiae praeludium (1520).

BULA DE EXCOMUNIÓN

1. Es sentencia herética, pero muy al uso, que los sacramentos de la Nueva Ley dan la gracia santificarte a los que no ponen óbice.

2. Decir que en el niño después del bautismo no permanece el pecado, es conculcar juntamente a Pablo y a Cristo.

3. El incentivo del pecado (fomes peccati), aun cuando no exista pecado alguno actual, retarda al alma que sale del cuerpo la entrada en el cielo.

4. La caridad imperfecta del moribundo lleva necesariamente consigo un gran temor, que por sí solo es capaz de atraer la pena del purgatorio e impide la entrada en el reino.

5: Que las partes de la penitencia sean tres: contrición, confesión y satisfacción, no está fundado en la sagrada Escritura ni en los antiguos santos doctores cristianos.

6: La contrición que se adquiere por el examen, la consideración y detestación de los pecados, por la que uno repasa sus años con amargura de su alma, ponderando la gravedad de sus pecados, su muchedumbre, su fealdad, la pérdida de la eterna bienaventuranza y adquisición de la eterna condenación; esta contrición hace al hombre hipócrita y hasta más pecador.

17. Muy veraz es el proverbio y superior a la doctrina hasta ahora por todos enseñada sobre las contriciones: "La suma penitencia es no hacerlo en adelante; la mejor penitencia, la vida nueva".

8. En modo alguno presumas confesar los pecados veniales, pero ni siquiera todos los mortales, porque es imposible que los conozcas todos. De ahí que en la primitiva Iglesia sólo se confesaban los pecados mortales manifiestos o públicos.

9. Al querer confesarlo absolutamente todo, no hacemos otra cosa que no querer dejar nada a la misericordia de Dios para que nos lo perdone.

10. A nadie le son perdonados los pecados, si, al perdonárselos el sacerdote, no cree que le son perdonados; muy al contrario, el pecado permanecería, si no lo creyera perdonado. Porque no basta la remisión del pecado y la donación de la gracia, sino que es también necesario creer que está perdonado.

11. En modo alguno confíes ser absuelto a causa de tu contrición, sino a causa de la palabra de Cristo: Cuanto desatares, etc. (Mt. 16, 19). Por ello digo, ten confianza, si obtuvieres la absolución del sacerdote y cree fuertemente que estás absuelto, y estarás verdaderamente absuelto, sea lo que fuere de la contrición.

12. Si, por imposible, el que se confiesa no estuviera contrito o el sacerdote no le absolviera en serio, sino por juego; si cree, sin embargo, que está absuelto, está con toda verdad absuelto.

13. En el sacramento de la penitencia y en la remisión de la culpa no hace más el Papa o el obispo que el ínfimo sacerdote; es más, donde no hay sacerdote, lo mismo hace cualquier cristiano, aunque fuera una mujer o un niño.

14. Nadie debe responder al sacerdote si está contrito, ni el sacerdote debe preguntarlo.

15. Grande es el error de aquellos que se acercan al sacramento de la Eucaristía confiados en que se han confesado, en que no tienen conciencia de pecado mortal alguno, en que previamente han hecho sus oraciones y actos preparatorios: todos ellos comen y beben su propio juicio. Mas si creen y confían que allí han de conseguir la gracia, esta sola fe los hace puros v dignos.

16. Oportuno parece que la Iglesia estableciera en general Concilio que los laicos recibieran la Comunión bajo las dos especies; y los bohemios que comulgan bajo las dos especies, no son herejes, sino cismáticos.

17. Los tesoros de la Iglesia, de donde el Papa da indulgencias, no son los méritos de Cristo y de los Santos.

18. Las indulgencias son piadosos engaños de los fieles y abandonos de las buenas obras; y son del número de aquellas cosas que son lícitas, pero no del número de las que convienen.

19. Las indulgencias no sirven, a aquellos que verdaderamente las ganan para la remisión de la pena debida a la divina justicia por los pecados actuales.

20. Se engañan los que creen que las indulgencias son saludables y útiles para provecho del espíritu.

21. Las indulgencias sólo son necesarias para los crímenes públicos propiamente sólo se conceden a los duros e impacientes.

22. A seis géneros de hombres no son necesarias ni útiles las indulgencias, a saber: a los muertos o moribundos, a los enfermos, a los legítimamente impedidos, a los que cometieron crímenes, a los que los cometieron, pero no públicos, a los que obran cosas mejores.

23. Las excomuniones son sólo penas externas y no privan al hombre de las comunes oraciones espirituales de la Iglesia.

24. Hay que enseñar a los cristianos más a amar la excomunión que a temerla.

25. El Romano Pontífice, sucesor de Pedro, no fue instituido por Cristo en el bienaventurado Pedro vicario del mismo Cristo, sobre todas las Iglesias de todo el mundo.

26. La palabra de Cristo a Pedro: Todo lo que desatares sobre la tierra, etc. (Mt. 16), se extiende sólo a lo atado por el mismo Pedro.

27. Es cierto que no está absolutamente en manos de la Iglesia o del Papa, establecer artículos de fe, mucho menos leyes de costumbres o de buenas obras.

28. Si el Papa con gran parte de la Iglesia sintiera de éste o de otro modo, y aunque no errara; todavía no es pecado o herejía sentir lo contrario, particularmente en materia no necesaria para la salvación, hasta que por un Concilio universal fuere aprobado lo uno, y reprobado lo otro.

29. Tenemos camino abierto para enervar la autoridad de los Concilios y contradecir libremente sus actas y juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que nos parezca verdad, ora haya sido aprobado, ora reprobado por cualquier Concilio.

30. Algunos artículos de Juan Hus, condenados en el Concilio de Constanza, son cristianísimos, veracísimos y evangélicos, y ni la Iglesia universal podría condenarlos.

31. El justo peca con toda obra buena.

32. Una obra buena, hecha de la mejor manera, es pecado venial.

33. Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del espíritu.

34. Batallar contra los turcos es contrariar la voluntad de Dios, que se sirve de ellos para visitar nuestra iniquidad.

35. Nadie está cierto de no pecar siempre mortalmente por el ocultísimo vicio de la soberbia.

36. El libre albedrío después del pecado es cosa de mero nombre; y mientras hace lo que está de su parte, peca mortalmente.

37. El purgatorio no puede probarse por Escritura Sagrada que esté en el canon.

38. Las almas en el purgatorio no están seguras de su salvación, por lo menos todas; y no está probado, ni por razón, ni por Escritura alguna, que se hallen fuera del estado de merecer o de aumentar la caridad.

39. Las almas en el purgatorio pecan sin intermisión, mientras buscan el descanso y sienten horror de las penas.

40. Las almas libradas del purgatorio por los sufragios de los vivientes, son menos bienaventuradas que si hubiesen satisfecho por sí mismas.

41. Los prelados eclesiásticos y príncipes seculares no harían mal si destruyeran todos los sacos de la mendicidad.

Censura del Sumo Pontífice: Condenamos, reprobamos y de todo punto rechazamos todos y cada uno de los antedichos artículos o errores, respectivamente, según se previene, como heréticos, escandalosos, falsos u ofensivos de todos los oídos piadosos o bien engañosos de las mentes sencillas, y opuestos a la verdad católica.

BULA Exsurge domine (1520).

CONFESIÓN DE AUSBURGO (1530)

1. De Dios: las iglesias con común acuerdo entre nosotros enseñen que el decreto del sínodo de Nicea referente a la unidad de la esencia divina y las tres personas es verdadero.

2. Del pecado original: enseñen también que después de la caída de Adán todos los hombres engendrados nacen en pecado, esto es, sin temor de Dios, sin participación en El y con apetito carnal, y que esta enfermedad o falta original es verdadero pecado que ocasiona la condenación y muerte eterna a todos los que no nacen de nuevo por el bautismo y el Espíritu Santo.

4. Justificación: los hombres no pueden justificarse ante Dios por sus propios méritos u obras; pelo se justifican gratuitamente por el amor de Cristo a través de la fe.

5. Del ministerio: por la obtención de esta fe quedó instituido el ministerio de la enseñanza del Evangelio y de la administración de los sacramentos.

6. Esta fe proporciona frutos excelentes. Los hombres deben hacer las buenas obras exigí por Dios simplemente porque es deseo de El, y no por ninguna confianza de merecer justificación ante Dios mediante aquéllas.

7. La Iglesia es la congregación de los santos en la que se predica con pureza el Evangelio y se administran adecuadamente los sacramentos.

8. El bautismo es necesario para la salvación. Los niños han de ser bautizados.

10. En la cena del Señor, el verdadero Cuerpo y Sangre de Jesucristo se presentan bajo la forma de pan y vino.

11. Sobre la confesión: la absolución privada puede negarse en las iglesias, aunque la enumeración de todos los pecados no sea necesaria en la confesión.

16. Sobre los asuntos civiles: los cristianos pueden legalmente desempeñar un cargo civil, formar parte de un tribunal, resolver asuntos de acuerdo con el derecho imperial, señalar castigos justos, intervenir en una guerra justa, actuar como soldados, hacer contratos legales, tener propiedad, jurar cuando los magistrados lo requieran y casarse.

18. Sobre el libre albedrío: el hombre tiene libertad de luchar por una justicia humana y escoger las cosas que la razón le proponga; pero no tiene poder para luchar por la justicia de Dios sin el espíritu de Dios.

CONOCIMIENTO DE DIOS EN CALVINO

Que el conocimiento de Dios y el de nosotros son cosas conjuntas, y de la manera en que entre sí convengan.

Casi toda la suma de nuestra sabiduría, que de veras se debe tener por verdadera y sólida sabiduría, consiste en dos puntos: es a saber, en el conocimiento que el hombre debe tener de Dios, y en el conocimiento que debe tener de sí mismo. Mas como estos dos conocimientos sean muy trabados y enclavijados entre sí, no es cosa fácil distinguir cuál preceda a cuál, y cuál de ellos produzca al otro. Porque cuanto a lo primero, ninguno se puede contemplar a sí mismo que luego al momento no ponga sus sentidos en considerar a Dios, en el cual vive y se mueve; porque no hay quien dude que los dones, en que toda nuestra dignidad consiste, no sean en manera ninguna de nosotros. Y aun más digo, que el mismo ser que tenemos, y lo que somos, no es otra cosa que una subsistencia en un solo Dios. Allende desto por estos bienes, que gota a gota se destilan sobre nosotros del cielo, somos encaminados como de los arroyuelos a la fuente. Asimismo por nuestra pobreza se muestra muy mejor aquella inmensidad de bienes que en Dios reside. Y principalmente esta miserable caída, en que por la transgresión del primer hombre caímos, nos compele a levantar los ojos arriba, no solamente para que ayunos y hambrientos pidamos de allí, lo que hemos menester, mas aún para que siendo despertados por el miedo, aprendamos humildad. Porque como en el hombre se halla un mundo de todas miserias, después que hemos sido despojados de los ornamentos del cielo, nuestra desnudez para grande vergüenza nuestra descubre una grandísima infinidad de denuestos: no puede ser menos sino que cada cual sea tocado de la conciencia de su propia desventura para siquiera, poder alcanzar alguna noticia de Dios. Así por el sentimiento de nuestra ignorancia, vanidad, pobreza, enfermedad y finalmente perversidad y corrupción propia reconocemos, que no en otra parte que en Dios hay verdadera luz de sabiduría, firme virtud, perfecta abundancia de todos bienes y pureza de justicia. Así es que ciertamente nosotros somos por nuestras miserias provocados a considerar los tesoros .que hay en Dios. Y no podemos de veras anhelar a El, antes que comencemos a tomar descontento de nosotros. Porque, ¿quién hay de los hombres que no tome contento reposándose en sí? Y, ¿quién no reposa entretanto que no se conoce a sí mismo, quiero decir, está contento con los dones que ve en sí ignorando su miseria u olvidándola? Por lo cual el conocimiento de nosotros mismos no solamente nos aguijonea para que busquemos a Dios, mas aún nos lleva como por la mano para que le hallemos.

2. Por otra parte es cosa notoria que el hombre nunca jamás viene al verdadero conocimiento de sí mismo, si primero no contemple la cara de Dios, y después de haberla contemplado descienda a considerarse a sí mismo. Porque (según que está arraigado en nosotros el orgullo v soberbia) siempre nos tenemos por bustos, perfectos, sabios y santos: si por manifiestas pruebas no somos convencidos de nuestra injusticia, fealdad, locura y suciedad. Pero no somos convencidos si solamente nos consideramos a nosotros, v no a Dios: el cual es la sola regla con que se debe ordenar y compasar este juicio. Porque como nosotros todos seamos de nuestra naturaleza inclinados a hipocresía, por eso una cierta vana apariencia de justicia nos dará tanto contentamiento, como si fuese la misma justicia. Y porque al entorno de nosotros no hay cosa que no esté manchada con grande suciedad, lo que no es tan sucio, nos parece limpísimo todo el tiempo que encerramos nuestro entendimiento dentro de los límites de la suciedad del mundo: no de otra manera que el ojo, que no tiene delante de sí otro color que negro, tiene por blanquísimo lo que es medio blanco y moreno. También aun podremos discernir de muy más cerca por los sentidos corporales cuanto nos engañemos en juzgar de las potencias y facultades del ánima. Porque si a mediodía ponemos los ojos en tierra o miramos las cosas que al derredor de nosotros están, parécenos que tenemos la mejor vista del mundo, pero desde que alzamos los ojos al sol, y lo miramos de hito en hito, aquella viveza de ojos, con que claramente vemos las cosas bajas, es luego de tal manera enfuscada y confusa con el gran resplandor, que somos constreñidos a confesar que aquella nuestra sutileza con que considerábamos las cosas terrenas, no es otra cosa sino una pura tontedad cuando se trata de mirar al sol. De esta propia manera acontece en la consideración de las cosas espirituales: porque en el entretanto que no miramos otras cosas que las terrenas, nosotros contentándonos de nuestra propia justicia, sabiduría y potencia, estamos muy ufanos, y hacemos tanto caso de nosotros, que pensamos que ya somos medio dioses. Pero en comenzando a poner nuestro pensamiento en Dios, y a considerar que tal sea, y cuán exquisita sea la perfección de su justicia, sabiduría y potencia, conforme a la cual nosotros nos demos conformar y reglar, lo que. antes con un falso pretexto de justicia nos contentaba en gran, manera, luego lo abominaremos como a una gran maldad: lo que en gran manera con título de sabiduría nos engañaba, nos hereda como una extrema locura: y lo que nos parecía potencia, se descubrirá ser una miserable debileza. Veis aquí cómo lo que parece perfectísimo en nosotros en ninguna manera llega ni tiene que ver con la perfección divina.

3. De aquí procede aquel horror y espanto de que la Escritura muchas veces hace mención, los santos haber sido afligidos y combatidos todas las veces que sentían la presencia de Dios. Porque vemos que ellos, cuando Dios estaba alejado de ellos, se hallaban fuertes y valientes: más luego que Dios mostraba su gloria, temblaban y temían, como si ya fuesen muertos y acabados. De aquí se debe concluir que el hombre nunca es tocado ni siente de veras su bajeza, hasta que él se ha cotejado con la majestad de Dios.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

CONOCIMIENTO ACTUANTE DE DIOS

Qué cosa sea conocer a Dios, y de qué nos sirva este conocimiento.

Yo pues entiendo por conocimiento de Dios aquel con que no solamente aprendemos que hay algún Dios; más aún entendemos lo que de él nos conviene saber, lo que es útil para su gloria. Y en suma, lo que es necesario. Porque hablando propiamente, no diremos ser Dios conocido cuando no hay ninguna religión ni piedad. Y aquí aún no toco el particular conocimiento con que los hombres siendo perdidos y malditos en sí, son encaminados a Dios para no tener por Redentor en el nombre de Jesucristo nuestro medianero; mas solamente hablo de aquel primer y simple conocimiento a que el perfecto concierto de naturaleza nos guiaría, si Adán hubiera perseverado en su integridad. Porque aunque ninguno en esta ruina Y desolación del linaje humano jamás sienta que Dios le sea Padre, o Salvador, o en alguna manera favorable, hasta que Cristo hecho medianero para pacificarlo se nos ofrezca: con todo esto, otra cosa es sentir que Dios creador nuestro nos sustenta con su potencia, rige con su providencia, por su bondad nos mantiene,, y continúa en hacernos grandes beneficios: y otra bien diferente es, abrazar la gracia de reconciliación que en Cristo se nos propone y presenta. Porque pues el Señor es primeramente conocido simplemente por criador, así por la fábrica del mundo, como por la general doctrina de la Escritura, v después de esto se muestra ser Redentor en la persona de Jesucristo: de aquí nacen dos maneras de conocerlo: de las cuales la primera se ha de tratar aquí, y luego por orden la otra. Aunque pues nuestro entendimiento no pueda aprender a Dios, que luego no lo quiera honrar con algún culto y servicio, con todo esto no bastará confusamente entender que hay un Dios el cual sólo deba ser honrado y adorado, sino que también es menester que estemos resolutos y persuadidos que el Dios, que adoramos, es la fuente de todos los bienes, para que ninguna cosa busquemos fuera de El. Lo que quiero decir es: que no solamente habiendo una vez criado al mundo lo sustenta con su inmensa potencia, lo rige con su sabiduría, lo conserva con su bondad, y sobre todo tiene cuenta de regir al linaje humano en justicia y equidad, lo soporta con misericordia, lo defiende con su amparo: mas que también es menester que creamos, que en ningún otro fuera de El se hallará una sola gota de sabiduría, lumbre, justicia, potencia, rectitud ni perfecta verdad: a fin que como todas estas cosas proceden de El, y El es la sola causa de todas ellas, que así nosotros aprendamos a esperarlas y pedirlas de El y darle las gracias por ellas. Porque este sentimiento de las misericordias de Dios nos es el verdadero maestro del cual nace la religión, llamo piedad a una reverencia conjunta con el amor de Dios, la cual el conocimiento de Dios produce. Porque hasta tanto que los hombres tengan impreso en el corazón que deben a Dios todo cuanto son, que son recreados con el cuidado paternal que de ellos tiene, que El es el autor de todos los bienes, de suerte que ninguna cosa se deba buscar fuera de El, nunca jamás de corazón ni con deseo de servirle se sujetarán a El. Y lo que es más, si ellos no colocan en El toda su felicidad, nunca de veras ni con todo su corazón se allegarán a El.

Por tanto los que quieren disputar qué cosa sea Dios, se mantienen de unas vanas especulaciones: porque más nos conviene saber qué tal sea, y qué es lo que convenga con su naturaleza. Porque, ¿qué aprovecha confesar, como Epicuro, que hay algún Dios, el cual echado aparte el cuidado del mundo viva en gran quietud y placer? Y ¿qué sirve conocer a un Dios con quien no tuviésemos que ver? Mas antes el conocimiento que de El tenemos, nos debe primeramente instruir en su temor y reverencia, y después nos debe enseñar y encaminar a procurar de El todos los bienes, y darle las gracias por ellos. Porque ¿cómo podremos pensar en Dios, sin que luego juntamente pensemos, que pues somos hechura de sus manos, que por derecho natural y de creación somos sujetos y mancipados a su imperio; que le debemos nuestra vida; que todo cuanto emprendemos, hacemos, lo debemos referir a El? Pues que esto es así, síguese por cierto que nuestra vida es miserablemente corrupta si no la ordenamos para su servicio: pues que su voluntad nos debe ser una regla y ley de vivir. Por otra parte, es imposible ver claramente a Dios, sin que le reconozcamos por fuente y manantial de todos los bienes. De aquí nos incitaríamos a allegamos a El, y a poner toda nuestra confianza en El: si nuestra maldad natural no nos enajenase nuestro entendimiento de inquirir lo que es bueno. Porque cuanto. a lo primero, un ánima temerosa de Dios, no se imagina un tal Dios: mas pone sus ojos solamente en aquél que es único y verdadero Dios: después dé esto no se lo finge tal, cual se le antoja, mas‑allá se contenta tenerlo cual El se le ha manifestado, y con grandísima diligencia siempre se guarda de salir temerariamente fuera de la voluntad de Dios vagueando de acá por allá. Habiendo de esta manera conocido a Dios, por cuanto ella entiende que El lo gobierna todo, ella se confía de estar en su amparo y protección: y así del todo se pone en su guarda: porque ella entiende, El, ser autor de todo bien si alguna cosa la aflige, si alguna cosa le falta, luego al momento se acoge a El esperando a ser desamparada: y porque se ha persuadido, El ser bueno y misericordioso ella con certísima confianza se reposa en El, y no duda que en su clemencia siempre haya remedio aparejado para todas sus aflicciones y necesidades: porque lo reconoce por Señor y Padre, ella determina ser muy justa razón tenerlo por absoluto Señor sobre todas las cosas, darle la reverencia que se debe a su majestad, procurar que su gloria sea adelantada, y obedecer a sus mandamientos, porque ve que El es justo juez y que esta armado con su severidad para castigar los malhechores, siempre tiene delante de los ojos su tribunal, y por el temor que tiene de El se detiene y refrena de no provocar su ira. Con todo esto ella no se espanta de temor que tenga de su juicio de tal suerte que se quiera escabullirse de El, si tuviese por donde: mas antes de tan buena voluntad lo admite por castigador de los malos, como por bienhechor de los buenos: pues que entiende, que no metros pertenece a la gloria de Dios dar a los impíos y perversos el castigo que ellos merecen, que a los justos el premio de la vida eterna. Allende de esto ella no se refrena de pecar por el temor de la pena, mas porque ama y reverencia a Dios como a Padre, hace afrenta de Él y lo honra como a Señor: aunque ningunos infiernos hubiese, con todo esto tiene grande horror de ofenderlo. Veis aquí lo que es la pura v verdadera religión: conviene a saber, se conjunta con un verdadero temor de Dios: de manera que el temor comprenda en sí una voluntaria reverencia, y traiga consigo un servicio tal, cual le conviene, y cual el mismo Dios ha mandado en su Ley. Y esto se debe tanto con mayor diligencia notar, cuanto todos indiferentemente honran a Dios, y muy pocos lo temen: pues que a cada paso se hace una grande apariencia exterior, mas en muy pocos hay la sinceridad, que se requiere, del corazón. (...)

Aquí también se ha de notar, que nosotros somos convidados a un conocimiento de Dios, no tal cual muchos se imaginan, que ande solamente volteando en el entendimiento con vanas especulaciones: mas que sea sólido y produzca su fruto cuando fuere arraigado y asentado en nuestros corazones. Porque Dios se nos manifiesta por sus virtudes: de las cuales cuando sentimos su fuerza y efecto dentro de nosotros, gozamos de sus beneficios, es muy gran razón que seamos tocados muy más avivo de este conocimiento, que si nos imaginásemos un Dios, al cual ni lo viésemos ni lo entendiésemos. De donde colegimos ser ésta la mejor vía y el más propio medio que podremos tener para conocer a Dios: no penetrar con una atrevida curiosidad a querer entender por menudo la esencia de la divina Majestad, la cual más se ha de adorar, que curiosamente inquirir: mas que contemplamos a Dios en sus obras: por las cuales El se nos hace cercano y familiar, y en cierta manera se nos comunica. A esto tuvo ojo el apóstol cuando dijo. Que no es menester buscarlo lejos, pues que por su potencia, que es presente en todo lugar, El habita en cada uno de nosotros.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana. (1536).

LA PALABRA DE DIOS

Porque si consideramos cuán frágil sea el entendimiento humano, y cuán inclinado a olvidarse de Dios, y cuán fácil a caer en toda suerte de errores, y cuánto sea su apetito y deseo de inventarse a cada paso nuevas y nunca oídas religiones: de aquí se podrá muy bien ver cuán necesaria cosa haya sido que Dios tuviese sus registros auténticos en que se conservase su verdad, a fin que o por olvido no se perdiese, o por error y descuido se desvaneciese, o por temeridad de los hombres no se corrompiese. Siendo pues cosa notoria que Dios todas las veces que ha querido enseñar los hombres con algún fruto, que El ha usado del medio de su palabra, por cuanto El veía que su imagen, que El había imprimido en aquella hermosura dé la fábrica del mundo, no era asaz eficaz ni bastante. Si nosotros deseamos contemplar a Dios perfectamente, esnos menester que vayamos por este mismo camino. Es menester digo, que vengamos a su palabra, en la cual de veras nos es mostrado Dios, y no es al vivo pintado en sus obras, cuando las consideramos, como conviene, no conforme a la perversidad de nuestro juicio, mas según la regla de la verdad que es inmutable. Si de esto nos apartamos (como yo poco ha dije) por mucha prisa que nos demos, con todo esto por cuanto nuestro correr va fuera de camino, nunca vendremos al lugar que pretendemos. Porque no es necesario que pensemos que el resplandor y claridad de la Majestad divina, que S. Pablo dice ser inaccesible, nos es como un laberinto, del cual no podemos salir si no fuéremos guiados por El con el hilo de su palabra: de tal manera que nos sería mejor cojear por este camino, que correr a gran prisa fuera de él. Por tanto David enseñando ya muchas veces que las supersticiones deben ser desarraigadas del mundo, para que florezca la verdadera religión introduce a Dios reinando. Por este nombre de reinar no entiende David solamente el señorío que Dios tiene y ejercita gobernando todo lo criado, mas la doctrina con que El establece su legítimo señorío. Porque nunca se pueden desarraigar del corazón del hombre los errores, hasta tanto ue sea en él plantado el verdadero conocimiento de Dios.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA FE, DON DE DIOS

Veis aquí pues cómo tantas lámparas encendidas nos alumbran en vano en la fábrica del mundo para nos hacer ver la gloria del Criador: las cuales de tal suerte nos alumbran al derredor, que en ninguna manera nos pueden por sí solas encaminar al derecho camino. Es verdad que ellas echan de sí unas ciertas centellas; pero ellas se mueren antes que den de sí entera luz. Por esta causa el Apóstol en el mismo lugar que llamó a los siglos semejanzas de las cosas invisibles, luego dice, quepo r fe entendemos los siglos haber sido ordenados por la palabra de Dios: significando por esto ser verdad, que la majestad divina, la cual de su naturaleza es invisible, nos es manifestada en tales espejos, pero que nosotros no tenemos ojos para poder verla si primero no nos son álumbrados allá de dentro por fe. (...) 

Esta simple declaración que tenemos en la palabra de Dios nos debería bien bastar para engendrar fe en nosotros, si nuestra ceguedad y contumacia no lo impidiese. Empero, según que nuestro entendimiento es inclinado a vanidad, él no puede jamás llegarse a la verdad de Dios: y como él es boto y grosero, no puede ver la claridad de Dios, mas es corto de vista. Por tanto la palabra sola y desacompañada de la iluminación del Espíritu santo no nos sirve, ni aprovecha nada. De lo cual se ve claro la fe ser sobre todo cuanto los hombres pueden entender. Y no basta que el entendimiento sea alumbrado del Espíritu dé Dios, sino que es menester que el corazón sea también con la virtud del Espíritu corroborado y confirmado. En lo cual los sorbonistas se engañan en gran manera, pensando que la fe sea un solo y simple dar crédito a la palabra de Dios, la cual consiste en el  entendimiento, no haciendo mención de la confianza y certidumbre del corazón. Es pues la fe un singular don de Dios por ambas maneras y vías. Porque primeramente el entendimiento del hombre es alumbrado para tener algún gusto de la verdad de Dios: lo segundo es que el corazón es fortificado en ella. Porque el Espíritu Santo no comienza la fe solamente, mas la aumenta por sus grados, hasta tanto que ella nos lleve al reino de los cielos. Veis aquí po r qué san Pablo amonesta a Timoteo que guarde el excelente depósito que él había recibido del Espíritu Santo que habita en nosotros. Si alguno replicare al contrario, que el Espíritu nos es dado por la predicación de la fe: esta objeción se soltará bien fácilmente. Si no hubiese que un solo don del Espíritu, muy mal hablara el Apóstol diciendo que el espíritu era efecto de la fe, siendo el autor y causa de ella: más por cuanto él trata de los dones conque Dios adorna a su Iglesia, y la encamina a perfección por los argumentos la fe, no es de maravillar si él los atribuye a la fe, la cual nos prepara y dispone para que los recibamos. Es verdad que se tiene por una cosa bien extraña y nunca oída cuando se dice, que ninguno puede creer en Cristo sino aquel, a quien particularmente es concedido: mas esto es en parte, a causa que los hombres no consideran cuán alta v cuán difícil de ver sea la sabiduría celestial, y cuán grande sea la rudeza humana para comprender los misterios divinos, y en parte también porque ellos no ponen sus ojos en aquella firme y estable constancia del corazón, la cual es la principal parte de la fe. 

El cual error es fácil de convencer. Porque como dice S. Pablo, si ninguno puede ser testigo de la voluntad del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él, ¿en qué manera la criatura será cierta de la voluntad de Dios? Y si la verdad de Dios nos es dudosa aun en aquellas mismas cosas que nosotros vemos al ojo, ¿cómo nos sería ella firme e indubitable, cuando el Señor nos promete cosas que ni el ojo las ve, ni el entendimiento puede comprender? Hace falta en tanta manera la prudencia humana cuanto a estas cosas, que el primer escalón para aprovechar en la escuela de Dios es renunciarla y no tener cuenta con ella. Porque con ella somos impedidos, como si se nos pusiese un velo delante de los ojos, que no aprendamos los misterios de Dios, los cuales no son revelados sino a los pequeñitos. Porque ni la carne ni la sangre revela, ni el hombre animal entiende las cosas que son del Espíritu, mas al contrario, la doctrina divina le es locura: la causa es, porque ella debe ser conocida espiritualmente. Es pues por tanto la ayuda del Espíritu Santo necesaria, o por mejor decir, su sola virtud reina aquí. Ninguno hay de los hombres que haya entendido la intención de Dios, ni que haya sido su consejero: mas el Espíritu es el que lo escudriña todo, y aun las cosas profundas de Dios: por el cual viene que nosotros entendamos la voluntad de Cristo. Ninguno (dice el Señor) puede venir a mí, si el Padre, que me ha enviado, no lo trajere. Así que todo aquel que hubiere oído del Padre, y ha aprendido de El, viene. No que alguno haya visto al Padre, sino aquel que es enviado de Dios. Como pues si nosotros no fuéremos atraídos por el Espíritu de Dios, en manera ninguna nos podemos llegar a Dios; así de la misma manera cuando somos traídos, somos levantados con el entendimiento y con el corazón sobre nuestra inteligencia propia. Porque el ánima siendo de El alumbrada, como que toma un nuevo ojo y una nueva vista con que contempla los misterios celestiales, con cuyo resplandor ella antes era en sí infuscada y escurecida. El entendimiento del hombre siendo de este modo alumbrado con la luz del Espíritu Santo comienza entonces de veras a gustar las cosas que pertenecen al reino de Dios, de las cuales antes ningún sentimiento ni sabor podía tomar. Por lo cual nuestro Señor Jesucristo tratando admirablemente con dos de sus discípulos los misterios de su reino, con todo esto El no hace nada, hasta tanto que les abre el entendimiento para que entiendan las Escrituras. Siendo de esta manera los Apóstoles enseñados por su divina boca de El, con todo esto es menester, que se les envíe el Espíritu de verdad, el cual instile en sus entendimientos aquella misma doctrina que ellos con sus oídos habían oído. La palabra de Dios es semejante al sol, la cual da luz a todos aquellos que es predicada, mas ningún provecho reciben de ella los ciegos. Y nosotros todos somos cuanto a esta parte ciegos naturalmente: por esto ella no puede penetrar hasta nuestro entendimiento, sino que el Espíritu de Dios, que es el que interiormente enseña, con su iluminación le abra la puerta v le dé entrada. (...)

Resta luego, que lo que el entendimiento ha recibido, se plante también en el corazón. Porque si la palabra de Dios anda volteando en el cerebro, no por esto se sigue que ella sea admitida por fe: mas entonces es de veras recibida, cuando ella ha echado raíces en lo profundo del corazón para ser una fortaleza inexpugnable para recibir y rechazar todos los golpes de las tentaciones. Y si es verdad, que la verdadera inteligencia del entendimiento es una iluminación del Espíritu de Dios, su virtud se muestra muy más evidentemente en una tal confirmación del corazón: conviene a saber; por cuanto es muy mayor la desconfianza del corazón o voluntad, que la ceguera del entendimiento, y por cuanto es muy más difícil quitar al corazón, que instruir al entendimiento. Por esta razón el Espíritu Santo sirve como de un sello para sellar en nuestros corazones las promesas, cuya certidumbre El antes había imprimido en nuestros entendimientos, y sirve como de arras para confirmarlas y ratificarlas. Después que creisteis (dice el Apóstol) habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa, el cual es las arras de nuestra herencia. ¿No veis como El enseña que los corazones de los fieles son marcados con el Espíritu como con un sello y que El le llama Espíritu de promesa, a causa que El hace, que el Evangelio nos sea indubitable? Asimismo en la Epístola a los corintios: El que nos ha, dice, ungido es Dios, y el que nos ha sellado y dado las arras del Espíritu en nuestros corazones. Y en otro lugar hablando de la confianza y atrevimiento de la esperanza pone por fundamento de ella las arras del Espíritu.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

DIOS CREADOR Y CONSERVADOR

Que Dios gobierna y sustenta con su providencia al inundo y a todo cuanto hay en él, lo cual El con su potencia crió.

Cosa sería vana y de ningún provecho hacer a Dios criador por un poco de tiempo, el cual solamente haya por una vez perfeccionado su obra. Yen esto principalmente es menester que nos diferenciemos de los hombres profanos y que no tienen religión, que la potencia de Dios no menos la consideremos presente en el perpetuo curso v estado del mundo que en su primer origen y principio. Porque aunque los entendimientos de los impíos son compelidos por solamente el mirar al cielo y a la tierra levantarse a su Criador, pero con todo esto la fe tiene su particular manera de ver, con que atribuye a Dios totalmente la gloria de ser criador de todo. Esto quiere decir lo que hemos ya citado del Apóstol. Que no por otra cosa que por la fe nosotros entendemos el mundo haber sido por la palabra de Dios fabricado: porque si nosotros no penetramos hasta su providencia, no podremos entender qué quiera decir esto:

Que Dios es criador, por mucho que nos parezca entenderlo con nuestro entendimiento, y confesarlo con la boca. El juicio de la carne después que una vez se ha propuesto en la creación la potencia del criador, párase allí: y cuando muy mucho penetra, no hace otra cosa que considerar y notar la sabiduría, potencia y bondad del Criador, que se presenta al ojo en esta máquina del mundo, aunque no tengamos cuenta con mirarla: después de esto concibe una cierta general operación de Dios en conservarlo y tenerlo todo en pie, de la cual depende la fuerza para moverse. Finalmente piénsase que basta para conservar todas las cosas en su ser la fuerza que Dios les dio al principio en su primera creación. Mas la fe muy más alto debe penetrar: conviene a saber, debe conocer por gobernador y moderador perpetuo al que confesó ser criador de todas las cosas: y esto, no solamente porque El mueva la máquina del mundo y todas sus partes con un movimiento universal: mas aún porque tiene cuenta, sustenta y recrea con una cierta particular providencia todo cuanto crió, hasta el más pequeño pajarito del mundo. Por esta causa David después de haber en suma contado cómo Dios crió al mundo, luego comienza a contar del perpetuo tesón de la providencia de Dios. Con la palabra de Jehová, dice, son los cielos hechos, y con el espíritu de su boca es todo su ordenado concierto de ellos: luego añade: Jehová miró sobre los hijos de los hombres. Y lo demás que a este propósito dice. Porque aunque no todos argumenten tan propiamente como deberían, con todo esto porque no sería cosa creíble que Dios tuviese cuenta con lo que hacen los hombres sino fuese Criador del mundo: y no hay ninguno que de veras crea Dios haber criado al mundo, que no se persuada que El tenga cuenta con sus obras, no sin causa David procede por muy orden de lo uno a lo otro. Es verdad que aun los filósofos enseñan en general, que todas las partes del mundo toman su fuerza por una secreta inspiración de Dios, y nuestro entendimiento lo entiende así. Pero con todo esto ninguno de ellos subió tan alto como David, el cual hace subir consigo a todos los fieles diciendo: Todas las cosas tienen sus ojos puestos en ti, para que les des mantenimiento a su tiempo: cuando tú se lo das, ellas lo cogen: y cuando tú abres tu mano, se hartan de bienes: pero, luego que tú vuelves tu rostro, desmáyense: cuando tú les quitas el espíritu, mueren, y se tornan en polvo: pero si otra vez envías tu espíritu, son criadas, y renuevas la haz de la tierra. Asimismo aunque los filósofos se conformen con lo que dice san Pablo, que nosotros en Dios tenemos ser, nos movemos y vivimos: pero con todo esto ellos están muy lejos de ser tocados al vivo del sentimiento de su gracia cual san Pablo la predica: la causa es, porque ellos no gustan aquel particular cuidado que Dios tiene de nosotros, por el cual se declara aquel su paterno favor con que nos trata.

2. Para mejor declarar esta diversidad, será menester saber, que la providencia de Dios tal, cual se nos pinta en la Escritura, se opone a la fortuna, y a todos los casos fortuitos. Y por cuanto esta opinión ha sido en todos tiempos en común recebida y aun el día de hoy casi todos la tengan: Que todas cosas acontecen acaso: lo que se debería tener por persuado de la providencia de Dios, no solamente es con esta mala opinión oscurecido, más aún casi soterrado del todo. Si alguno cae en manos de ladrones, o encuentra con bestias fieras, si levantándose de repente un viento se pierda en la mar, si la casa, o algún árbol cayéndose lo tomó debajo; si otro andando perdido por los desiertos halle remedio para su necesidad, si venga al puerto echándolo las mismas ondas de la mar, escapándose milagrosamente de la muerte por la distancia de solamente un dedo: todos estos sucesos así prósperos como adversos el juicio de la carne los imputa a la fortuna. Pero cualquiera que fuere por la boca de Cristo enseñado, que todos los cabellos de su cabeza están contados, buscará la causa muy más lejos, y tendrá por cierto que todo cuanto acontece, es gobernado por secreto consejo de Dios.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

EL PECADO ORIGINAL

Pues para que estas cosas no sean dichas de cosa incierta y no conocida definamos qué cosa es pecado original. Y yo no quiero examinar todas las definiciones con que los que han escrito lo han definido: mas solamente pondré una, la cual me parece muy conforme a la verdad. Digo pues pe cado original ser una corrupción y perversidad hereditaria de nuestra naturaleza derramada por todas las partes del ánima: la cual cuanto a lo primero nos hace culpantes de la ira de Dios, y tras esto, produce en nosotros obras que la Escritura llama obras de carne. Y esto es propiamente lo que san Pablo tantas veces llama pecado. Las obras que de él proceden, como son adulterios, fornicaciones, hurtos, odios, muertes, glotonerías, él las llama según esta razón frutos de pecado: aunque todas estas obras son comúnmente llamadas pecados, así en toda la Escritura como en el mismo san Pablo. Es menester pues que consideremos estas dos cosas distintamente: conviene a saber que nosotros somos de tal manera corrompidos en todas las partes de nuestra naturaleza, que por esta corrupción somos con justo título condenados delante de Dios, al cual ninguna otra cosa le puede agradar, sino justicia, inocencia y limpieza: y no se debe pensar que esta obligación se cause por solamente la falta de otro, como si nosotros pagásemos por el pecado de Adán sin haber nosotros cometido cosa alguna: porque esto que se dijo, que nosotros por el pecado de Adán somos hechos culpables delante del juicio de Dios, no quiere decir, que somos inocentes, y que sin haber merecido algún castigo padecemos la culpa de su pecado: mas porque por su transgresión fuimos todos revestidos de maldición dícese el habernos obligado. Con todo esto no entendamos que él nos hizo solamente culpados de la pena, sin nos haber comunicado su pecado. Porque a la verdad, el pecado que procedió de él reside en nosotros, al cual justamente se debe el castigo. Por lo cual S. Agustín, aunque muchas veces le llama pecado ajeno, para mostrar más claramente que nosotros lo tenemos de raza, con todo eso afirma ser propio a cada uno de nosotros. Y el mismo Apóstol clarísimamente rectifica que la muerte se apoderó sobre todos los hombres, porque todos pecaron: quiere decir, se han envuelto en el pecado original y manchado con sus manchas. Por esta causa los mismos niños sacando consigo del vientre de sus madres su condenación, no por el pe cado ajeno, sino por el propio suyo son sujetados a ella. Porque aunque no hayan producido los frutos de su maldad, pero con todo eso tienen encerrada en sí la simiente: y lo que es más de notar, toda su naturaleza no es otra cosa que una simiente de pecado: por tanto no puede dejar de ser odiosa y abominable a Dios. De donde se sigue que Dios con justo título la repute por pecado: porque si no fuese culpa, no seríamos sujetos por él a condenación.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA NATURALEZA ACTUAL DEL HOMBRE

Así que la voluntad, según que ella está ligada y detenida cautiva en la sujeción del pecado, en ninguna manera se puede mover al bien: tanto falta, que se pueda aplicar a él. Porque este tal movimiento es principio de convertirnos a Dios, lo cual en la Escritura totalmente se atribuye a la gracia de Dios. Como jeremías ora al Señor: que le convierta, si El quiere que sea convertido. Por la cual razón el profeta en el mismo capítulo pintando la redención espiritual de los fieles, dice ellos ser rescatados de la mano de un más fuerte: denotando con estas palabras con cuán estrechas prisiones sea detenido el pecador todo el tiempo que dejado de Dios vive so la tiranía del diablo. Quédale empero la voluntad al hombre, la cual de su misma afección es inclinadísima a pecar, y busca todas las ocasiones que puede para pecar. Porque el hombre cuando él se enredó en esta necesidad, no fue despojado de la voluntad, mas de la sana y buena voluntad. (...)

Así es que debemos tener cuenta con esta distinción: que el hombre después de haber sido perdido por su caída, voluntariamente peca, no forzado, no constreñido: con una afección de su corazón propensísima a pecar, y no por fuerza forzada: por propio movimiento de su concupiscencia, no porque otro lo compela: y que con todo esto, su naturaleza es tan perversa, que no puede ser inclinado ni encaminado sino al mal. Si esto es verdad, es notorio que él está sujeto, a que necesariamente peque.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA GRACIA

Yo soy, dice, la vid, vosotros sois los sarmientos, y mi padre es el labrador, como el sarmiento no puede llevar fruto de sí mismo si no estuviere en la vid, así de la misma manera ni vosotros, si no estuviereis en mí: porque sin mi  ninguna cosa podéis hacer. Si nosotros no damos más fruto de nosotros mismos que da un sarmiento cortado de su cepa, que es privado de su jugo, ya no es  Menester inquirir más cuán apta sea nuestra naturaleza para el bien. Ni esta conclusión es dudosa: Sin mí ninguna cosa podéis hacer. No dice que nosotros somos tan enfermos que no podemos hacerlo: mas convirtiéndonos en nada, excluye toda opinión del menor poder del mundo en nosotros. Si nosotros insertos en Cristo fructificamos como una cepa, la cual recibe su fuerza del humor de la tierra, del rocío del cielo, y del calor del sol, paréceme que ninguna parte nos resta en las buenas obras, si queremos dar enteramente a Dios todo lo que es suyo. (...)

La primera parte de la buena obra es la voluntad, la otra es el esfuerzo en ponerla por obra: de lo uno y de lo otro el autor es Dios. Síguese por tanto que si el hombre se atribuye a sí mismo alguna cosa, séase o en el querer el bien, o en ponerlo por obra, que tanto hurta a Dios. Si se dijese, que Dios ayuda a la voluntad débil, alguna cosa nos quedaría a nosotros: mas diciendo que hace la voluntad, en esto muestra que todo cuanto hay de bien en nosotros, viene de fuera, y no es nuestro. Y porque aun la misma voluntad buena con el peso de nuestra carne es oprimida, de suerte que no pueda salir con lo que pretende, luego añadió que para vencer las dificultades que se ponen, el Señor nos da constancia y esfuerzo para obrar hasta la fin. Porque de otra manera no pudiera ser verdad lo que en otro lugar dice: ser un solo Dios el que obra toas las cosas en todos. (...)

De esta manera pues el Señor comienza y perfecciona la buena obra en nosotros: y es que El por su gracia provoca nuestra voluntad a amar lo bueno, aficionarse a El, moverse a lo buscar y seguir. Además de esto que este amor, deseo y esfuerzo no desfallecen, ni se cansan, mas que duran hasta concluir la obra: finalmente que., el hombre prosigue en el bien constantemente y persevera hasta la fin.

El mueve nuestra voluntad, no como ya por muchos años se ha enseñado p creído, que sea después en nuestra mano o obedecer, o contradecir al dicho movimiento: mas Ella mueve con tal eficacia, que es menester que ella siga. Por esta razón lo que tantas veces se lee en san Crisóstomo, en ninguna manera debe ser admitido: Dios, dice, no retira, sino a aquellos que quieren ser retirados: con lo cual da a entender que Dios extendiendo a nosotros su mano, solamente espera. si nos plazca ser ayudados con su favor. Nosotros bien concedemos. que en el tiempo que el hombre aún estaba en su perfección, su estado era tal, que se podía inclinar a la una parte, o ala otra: mas pues que Adán ha declarado con su ejemplo cuán miserable cosa sea el libre albedrío, si no es que Dios quiera en nosotros y pueda todo, ¿qué provecho tendremos cuando El nos reparte su gracia de esta manera? Antes nosotros mismos la oscurecemos y deshacemos con nuestra ingratitud. Porque el Apóstol no nos enseña sernos ofrecida la gracia de querer el bien, si la aceptemos, mas que Dios hace y forma en nosotros el querer: lo cual no es otra cosa sino que Dios por su Espíritu encamina nuestro corazón, lo vuelve y rige, y en él, como en cosa suya reina. Y por Ezequiel no promete Dios de dar a sus escogidos corazón nuevo para solamente este fin que puedan caminar en sus mandamientos, mas para que de hecho caminasen. Ni de otra manera se puede entender lo que dice Cristo: Cualquiera que hubiere sido instruido de mi Padre, viene a mí, si no se entiende que la gracia de Dios es por sí misma eficaz para cumplir y perfeccionar su obra: como san Agustín lo mantiene: la cual gracia El no reparte a cada cual sin diferencia ninguna: como comúnmente suelen decir, lo cual (sí no me engaño) es de Occam: que ella a persona ninguna, que hace lo que es en sí, es negada. Es verdad que es menester enseñar a los hombres que la bondad de Dios está propuesta a todos cuantos la buscan, sin excepción alguna. Mas siendo así que ninguno la comienza a buscar antes que sea inspirado del cielo, no se debe ni aun en esto menoscabar la gracia de Dios. Cierto esta prerrogativa pertenece solamente a los elegidos, que siendo regenerados por el Espíritu de Dios, sean por El guiados y regidos. (...)

De la Justificación de la Fe, y primeramente de la definición del nombre, y de la cosa.

Paréceme que asaz diligentemente he declarado en lo pasado, que no resta a los hombres, sino un solo y único refugio, para alcanzar salud: conviene a saber la Fe, pues que ,por la Ley son todos malditos. También me parece que he suficientemente tratado qué cosa sea Fe, y qué beneficios y gracias de Dios ella comunique a los hombres, qué frutos produzca en ellos. La suma fue ésta, que Jesucristo nos es por la benignidad de Dios presentado, que nosotros lo aprehendemos y poseemos por Fe, con la participación del cual nosotros recibimos doble gracia. La primera es, que siendo, nosotros reconciliados con Dios por la inocencia de Cristo, en lugar de tener un juez en los cielos que nos condenase, tenemos un Padre clementísimo: la segunda es que somos santificados por su Espíritu, para que nos ejercitemos en inocencia y en limpieza de vida. Y cuanto a la regeneración, la cual es la segunda gracia, ya se ha dicho cuánto me pareció ser expediente. (...)

Y para que no demos de hocicos al primer paso (lo cual nos acontecería si viniésemos a disputar de una cosa incierta y no conocida) conviene que primeramente declaremos qué signifiquen estas maneras de hablar. El hombre ser justificado delante de Dios. Ser justificado por Fe, o por obras. Aquél se dice ser justificado delante de Dios, que es reputado por justo delante del juicio de Dios, y es acepto por su justicia: porque de la manera que Dios abomina la iniquidad, así el pecador no puede hallar gracia delante de su presencia, en cuanto es pecador, y en el entretanto que es tenido por tal. Por tanto donde quiera que pecado, allí también se muestra la ira y castigo de Dios.

Es pues justificado aquel que no es tenido por pecador, sino por justo, y con este título parece delante del tribunal de Dios, delante del cual todos los pecadores son confundidos y no osan parecer. Como cuando un inocente que no ha hecho mal ninguno es acusado delante de un justo juez, este tal hombre después que fuere juzgado conforme a su inocencia, se dice que el juez lo justificó: así de la misma manera diremos un hombre ser justificado delante de Dios, que siendo sacado del número de los pecadores, Dios abona y aprueba su justicia. Por esta misma razón un hombre se dirá ser justificado por las obras, en cuya vida habrá una tal limpieza y santidad, que merezca el título de  integridad delante del tribunal de Dios: o bien, que él pueda con la integridad de sus obras responder y satisfacer al juicio de Dios. Por el contrario, aquél será justificado por 1a Fe, que siendo excluido de la justicia de las obras, aprehende la justicia de Cristo por la Fe, con la cual vestido, no como pecador, mas como justo se presenta delante de la majestad divina. De esta manera en suma decimos, nuestra justificación ser la acepción con que El recibiéndonos en su gracia nos tiene por justos. Y decimos ella consistir en la remisión de los pecados y en la imputación de la justicia de Cristo.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA PREDESTINACIÓN

Llamamos predestinación al eterno decreto de Dios con que su Majestad ha determinado lo que quiere hacer de cada uno de los hombres: porque El no los cría a todos en una misma condición y estado: mas ordena los unos a vida eterna, y tos otros a perpetua condenación. Por tanto según el fin a que el hombre es criado, así decimos que es predestinado o a vida, o a muerte. (...)

Decimos pues (como la Escritura evidentemente lo muestra) que Dios haya una vez constituido en su eterno e inmutable consejo aquellos que El quiso que fuesen salvos, y aquellos también que fuesen condenados. Decimos que este consejo, cuanto lo que toca a los electos, es fundado sobre la gratuita misericordia divina sin tener respeto ninguno a la dignidad del hombre: al contrario, que la entrada de vida es cerrada a todos aquellos que El quiso entregar a que fuesen condenados, y que esto se hace por su secreto e incomprensible juicio, el cual con todo esto es justo e irreprensible. Asimismo enseñamos la vocación ser en los electos un testimonio de su elección: item que la justificación es una otra marca y nota, hasta tanto que ellos vendrán a gozar de la gloria en la cual consiste su cumplimiento. Y de la manera qué el Señor marca a aquellos que El ha elegido, amándolos y justificándolos, así por el contrario excluyéndo los réprobos, o de la noticia de su nombre, o de la santificación de su Espíritu, muestra con estas señales cuál será su fin, y qué juicio les esté aparejado. No haré aquí mención de muy muchos desatinos que hombres vanos se han imaginado para echar por tierra la predestinación. Porque no han menester ser confutados, pues que luego al momento que son pronunciados, ellos mismos muestran su falsedad y mentira. Solamente me detendré en considerar las razones que se debaten entre gente docta, o las que podrían causar algún escrúpulo y dificultad a los simples: o bien los que tienen cualquier apariencia para hacer creer que Dios no sería justo, si fuese tal cual nosotros tocante a esta materia de la predestinación creemos que es. (...) Confirmación de esta doctrina por testimonios de la Escritura.

Todas estas cosas que habíamos dicho, no las admiten todos, mas muy muchos hay que se oponen y contradicen: y principalmente contra la gratuita elección de los fieles: la cual con todo esto siempre queda en su ser. Comúnmente se piensan los hombres que Dios escoge entre los hombres a éste y a éste, según que El ha previsto que los méritos de cada cual serían: así que adopta por hilos a aquellos que El ha previsto que no serán indignos de su gracia: mas a aquellos que El sabe que serán inclinados a malicia y sin piedad, que los deja en su condenación. Tales gentes hacen de la presencia de Dios como de un velo, con que no solamente oscurecen su elección, más aún hacen creer que su origen de ella, depende de otra parte. Y esta común opinión no es solamente del vulgo, mas en todos tiempos ha habido gente docta que la haya mantenido: lo cual libremente confieso, a fin que ninguno se piense que alegando sus nombres haya hecho gran cosa contra la verdad: porque la verdad de Dios es tan cierta, cuanto lo que toca a esta materia, que no puede ser derribada, y es tan clara, que no puede ser oscurecida por la autoridad de los hombres.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA IGLESIA CALVINISTA

Yo creo ser asaz notorio por lo que ya habíamos dicho, qué es lo que debemos sentir de, la Iglesia visible, que nosotros podemos palpar y conocer. Porque habíamos dicho, que la Escritura habla en dos maneras de la Iglesia. Unas veces cuando nombra Iglesia, entiende la Iglesia, que verdaderamente es Iglesia delante del Señor, en la cual ningunos otros son recibidos sino solamente aquellos que por gracia de adopción son hijos de Dios y por la santificación del Espíritu son miembros verdaderos de Cristo: y entonces no solamente entiende la Escritura los santos que en este mundo viven, mas aun también todos cuantos han sido desde el principio del mundo. Muy muchas veces también por el nombre de Iglesia entiende toda la multitud de hombres que está derramada por todo el universo: que hace una misma profesión de honrar a Dios y a Jesucristo: que tiene al Bautismo por testimonio de su fe: que con la participación de la Cena testifica su unión en la verdadera doctrina y en caridad: que conviene en la palabra de Dios, y que para enseñar esta palabra entretiene el ministerio que Cristo ordenó. En esta Iglesia hay muy muchos hipócritas mezclados con los buenos, que no tienen otra cosa ninguna de Cristo, sino solamente el título y apariencia: hay en ella muchos ambiciosos, avariciosos, envidiosos, maldecidores, hay también' algunos de ruin y mala vida, los cuales son soportados por algún tiempo: o porque no pueden ser por legítimo juicio convencidos, o porque la disciplina no está siempre en el vigor que debería estar. De la misma manera pues que debemos creer la Iglesia invisible a nosotros, y conocida de solo Dios, así también se nos manda que honremos esta Iglesia visible, y que nos entretengamos en su comunión.

Por tanto el Señor con unas ciertas marcas y notas nos la da a conocer, tanto cuanto nos conviene conocerla. Esta, cierto, es una singular prerrogativa que Dios se reservó para sí solo, conocer quién sean los suyos: como ya habíamos alegado de san Pablo. Y de cierto que se han proveído en esto, a fin que la temeridad de los hombres no se adelantase tanto, avisándonos con la cotidiana experiencia cuán mucho sus secretos juicios traspasen nuestros entendimientos. Porque por una parte los mismos que parecían totalmente perdidos, y que no tenían remedio ninguno, se reducen a buen camino: por otra parte, los que parecían que ellos eran, y otros no: muy muchas veces caen. Así que según la oculta predestinación de Dios (como dice san Agustín) muy muchas ovejas hay fuera, y muy muchos lobos hay dentro. Porque El conoce y tiene marcados los que ni lo conocen a El, ni se conocen a sí mismos. Cuanto a aquellos que exteriormente traen su marca, no hay sino solamente sus ojos de El que vean quién sean sin hipocresía ninguna, y quién sean los que hayan de perseverar hasta la fin: lo cual es lo principal de nuestra salvación. Por otra parte también, viendo el Señor que nos convenía en cierta manera saber a quién hubiésemos de tener por sus hijos, El se acomodó en esto con nuestra capacidad. Y por cuanto para esto no había necesidad de certidumbre de fe, El puso en su lugar un juicio de caridad, con que reconozcamos por miembros de la Iglesia a aquellos que con confesión de fe, con ejemplo de vida y con participación de los sacramentos profesan juntamente con nosotros un mismo Dios y un mismo Cristo. Pero por cuanto teníamos mucha mayor necesidad de conocer el cuerpo de la Iglesia para nos juntar con él, El nos la ha marcado con certísimas marcas, con que claramente y al ojo veamos la Iglesia.

Veis aquí pues cómo veremos la Iglesia visible: donde quiera que veamos sinceramente ser predicada la palabra de Dios y los sacramentos ser administrados conforme a la institución de Jesucristo, no debemos en manera ninguna dudar que no haya allí Iglesia: pues que su promesa en ninguna manera puede faltar: donde quiera que están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos.

J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).