LOS MÁRTIRES Y LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

Jon Sobrino

RELaT 162

Aparición original: «Sal Terrae» (octubre 1995)699-716

Voy a tratar de reflexionar sobre los mártires y la Teología de la Liberación (TdL) en su mutua relación. En un primer punto, quisiera analizar un fenómeno actual que me parece importante: ambas cosas -TdL y mártires- tienen en común el que se las quiere relegar al pasado, aunque para ello se aduzcan razones distintas. En un segundo punto, trataré de mostrar brevemente la relación positiva e intrínseca entre TdL y martirio. Y, por último, analizaré el significado específico de la tradición reciente de los mártires en la actualidad, que constituye lo más importante de estas reflexiones.

Huelga decir que escribo desde El Salvador, lugar de innumerables mártires, en donde se desarrolló hace ya muchos años una nueva teología del martirio cuya tradición está todavía presente. Espero, sin embargo, que la reflexión pueda ser útil en otras partes. Es cierto que no es fácil encontrar -fuera de la realidad- una hermenéutica adecuada para comprender a los mártires de nuestro tiempo. Pero ello no quiere decir que no sea comprensible mucho de lo que éstos expresan y esclarecen.

1. Intento de relegar la TdL y a los mártires al pasado

En la actualidad hay claros intentos de relegar al pasado tanto la TdL como a los mártires. Lo más importante, sin embargo, es saber por qué, pues la respuesta ayudará a conocer mejor el mundo y la Iglesia en que vivimos y, sobre todo, a saber si la TdL y los mártires tienen algo de común en lo fundamental, y en qué puede consistir

1.1. El cuestionamiento actual a la TdL

La crítica a la TdL desde fuera y la autocrítica desde dentro son saludables y necesarias, y quizá se puedan agrupar bajo estos acápites: 1) asumir y profundizar en los diversos tipos de opresión, no sólo la socio-ecónomica, sino también la cultural, étnica y religiosa, la de la mujer y la del niño, la de la naturaleza; 2) analizar, no sólo lo que en el pobre hay de carencia, sino también lo que hay de fe propia suya, lo cual ofrece luz a la teología; 3) ayudar liberadoramente al pobre en momentos de «revolución», pero ayudarle en su humanización también «en la cotidianeidad»; 4) reconocer y asumir los cambios en el mundo, con las consecuencias para los caminos de liberación y sus mediaciones, aunque sin caer en la trampa -fracasó el socialismo, ergo desapareció la TdL- y reafirmando los graves males de los que sigue transido este mundo en cambio (como se ha reconocido en Río de Janeiro, El Cairo, Copenhage y Pekín); 5) superar las deficiencias y limitaciones de la TdL en conocimientos exegéticos, sistemáticos, históricos...

Como ya he dicho, este tipo de reflexiones críticas me parecen necesarias. Pero ahora no voy a referirme a ellas, sino a otro tipo de críticas. Y me parece bueno comentarlas, porque ello arrojará luz para comprender mejor a los mártires actuales y lo que éstos expresan de verdad y de denuncia, de amor y de anuncio. Veámoslo.

Creo que, en su conjunto, no se repiten ahora los ataques despiadados de las dos ultimas décadas contra la TdL, pero sí se intenta muy eficazmente relegarla al pasado, haciéndola morir la muerte de mil silencios. Unos dicen que ya ha dado de sí todo lo que podía dar, y que por ello ya ha cumplido su misión; con lo cual -de palabra al menos- le reconocen méritos pasados. Otros lo dicen de forma menos benévola: la TdL es una moda que ya pasó. Y sobre esto quiero hacer algunas reflexiones.

Ante todo, me parece inadecuado y poco justo que se le llame «moda», pues presupone que esta teología habría tocado la superficie de la realidad, pero no la realidad verdadera, siendo así que, a mi juicio, por decirlo con las palabras de don Luciano Mendes de Almeida, es una teología que «ha puesto el dedo en la llaga de la realidad». No estamos, pues, ante una moda -aunque creo también que así ha sido tratada por quienes sólo buscan «novedades» en el ágora-.

Que se diga que «ya ha pasado» es algo que hay que analizar más cuidadosamente. Gustavo Gutiérrez, uno de los padres fundadores, dice con toda naturalidad que «la TdL pasará como pasan todas las teologías». «Pasar», pues, no es el problema; pero sí lo es el simplismo con que se puede llegar a proclamar el hecho «ya pasó» y, sobre todo, la ligereza en el análisis de lo que significa «pasar». Y es que una cosa es «pasar» en el sentido de «desaparecer de la historia», y otra cosa es «pasar dejando en la historia algo perenne, clásico». Por esta razón, me parece también simplista juzgar ésta o cualquier otra teología como una totalidad indiferenciada, sin preguntarse, al menos en principio, si hay en ella algo de coyuntural y si hay también algo de cuasi- perenne, de «clásico», y en qué pueden consistir ambas cosas.

Respondiendo a estos interrogantes, me parece que de la TdL siguen vigentes varias cosas, que, a modo de ejemplo, podrían ser las siguientes: Elementos metodológicos (tomar en serio los signos de los tiempos; hacer de los pobres lugar teológico; la autocomprensión de la teología como la teoría de una praxis...). Contenidos sistemáticos (la dialéctica de Dios de vida e ídolos de muerte, de reino de Dios y antirreino, de gracia y pecado; el énfasis en el Jesús histórico; la Iglesia de los pobres; y, por supuesto, la salvación como liberación de toda opresión). Elementos de espiritualidad (el pathos de la verdad y la misericordia; la praxis de la justicia; el seguimiento...). Estos temas siguen siendo actuales, pero además, por su redescubierta raigambre evangélica y por el eco que encuentran en la condición humana, se han convertido de alguna manera en germen y -más o menos, según los casos, por supuesto- en «clásicos» de la teología.

Si lo dicho es verdad, entonces surge la pregunta de por qué, metodológicamente al menos, muchos no analizan el presente y el futuro de la TdL desde esta perspectiva; por qué la prisa en enjuiciarla y en declararla cosa del pasado. En mi opinión, en esto algunos proceden honradamente; pero me parece que, en muy buena medida, prima más el interés subjetivo en que desaparezca la TdL que el análisis objetivo y crítico de lo que tiene tanto de limitación como de aporte «clásico». En palabras sencillas, da la impresión de que, para sus adentros, muchos dicen con alivio: «¡Ya pasó el chaparrón...!».

Y esto es comprensible, porque la TdL -con aciertos y desaciertos- confronta a todos, con más vigor que las teologías convencionales, con la pregunta «¿Qué has hecho de tu hermano?»; qué hacer con la injusticia en el mundo?; ¿qué voluntad existe de correr riesgos por ella y -lo cual es quizá más cuestionante- ¿dónde buscar la gracia y la esperanza en este mundo? Pero no deja de molestar la mal contenida alegría de algunos cuando proclaman que la TdL ha pasado. Y molesta, porque liberación dice correlación «transcendental» a opresión. Y si sigue existiendo ésta, no se ve cómo una teología cristiana puede no ser una teología de liberación. De otra forma, dudo que entendamos que Dios se nos ha revelado. Por eso, si una TdL -digamos, la latinoamericana- no lo hace bien, debe corregirse, por supuesto; pero quienes la declaran cosa pasada debieran elaborar cuanto antes otra, que sea también de la liberación y que responda urgente y eficazmente a la opresión de este mundo.

1.2. El olvido que se cierne sobre los mártires

Vayamos ahora a los mártires. Aunque hay muchos -personas y grupos- que los recuerdan, en conjunto se ha cernido un gran silencio sobre ellos. De esa forma se intenta privarles de realidad y relegarlos al pasado. Y lo más importante es saber por qué. Para ilustrarlo, voy a mencionar lo que ocurre en El Salvador -aunque hay que preguntarse qué han hecho la comunidad internacional y el Vaticano en los últimos 25 años ante tan elevado numero de mártires-.

En el ámbito civil, gobernantes, militares, políticos, embajadores de los Estados Unidos, empresas privadas... no mencionan a los mártires -lo cual era de esperar-, pero tampoco los han mencionado la mayoría de los jerarcas eclesiásticos, con la excepción de Monseñor Rivera y su empeño en la canonización de Monseñor Romero. La Conferencia Episcopal no ha escrito en quince años un documento serio sobre los miles de salvadoreños a quienes les quitaron la vida, como a Jesús (o como al siervo sufriente de Yahvé) por haber defendido a los pobres y denunciado a los poderosos desde la indefensión. El simple fiel comienza a sentir ese silencio y acaba por introyectarlo. Lo que se enseña de teología oficial, tampoco creo que hable mucho de los mártires.

Para justificar este silencio se aduce que las cosas han cambiado, y de ahí se concluye -sin que la lógica lo exija- que hay que olvidar el pasado; más aún, recordar a los mártires -parecen decir- traería ahora más males que bienes: traumas sociales e intolerancia, cosas que deben desaparecer del nuevo El Salvador. La nueva democracia necesita más bien un ambiente psico-social distinto: pluralismo, tolerancia, diálogo... En resumen, recordar a los mártires, más que una ayuda, sería un obstáculo para que el país avance, sobre todo en la reconciliación. Y los ideólogos elevan lo dicho a teoría. Los movimientos de liberación y la misma religión necesitan atemperarse, y una ayuda para neutralizar su potencial de agresividad (y la verdad es que el fundamentalismo islámico ofrece un buen argumento para ello) consiste en guardar silencio sobre los mártires.

¿Qué decir de este modo de pensar, que no sólo no agradece ni propone como modelos a hombres y mujeres honrados, veraces, compasivos, sino que ni siquiera les concede un lugar en la sociedad, y hasta quiere hacerlos desaparecer... para bien de la humanidad? Tratando de buscar lógica a estas extrañas afirmaciones, se puede conceder que recordar la negrura de los asesinatos podría suscitar todavía reacciones descontroladas -aunque el olvidarlos, simple y llanamente, facilita la repetición de aquellos-. Pero es incomprensible pensar que la honradez, la generosidad, la compasión y el amor de unos seres humanos que acabaron mártires sea nocivo para el país y para el proceso de paz.

Que no es nocivo, sino muy beneficioso, lo analizaremos en el tercer apartado de este artículo. Pero digamos ahora, a modo de respuesta a los ideólogos, que es cierto que la tolerancia es buena, pero también es cierto que de ella a la indiferencia no hay más que un paso Y así, las tolerantes democracias del norte pueden contemplar sin pestañear cómo se mueren de hambre entre veinte y treinta millones de seres humanos al año, y pueden contemporizar -y cuando actúan no arriesgan mucho de lo suyo propio- con lo que ocurre en Ruanda, Haití, Chad o Bosnia. Cierto es que la democracia puede ser buena para atemperar la agresividad del pensamiento revolucionario y religioso, pero es también cierto que de ahí al adormecimiento social, de nuevo, no hay más que un paso, y por eso el potencial profético/utópico de lo religioso sigue siendo necesario para espolear a democracias sin entrañas. Cierto es que debe fomentarse el pluralismo, la diversidad en formas de pensar y de creer, pero también es cierto que no puede entenderse por «pluralismo» la diversidad entre quienes dan la vida por supuesta y quienes lo que no dan por supuesto es precisamente la vida. Los ricos Epulones y los pobres Lázaros de nuestros días no son expresión de pluralismo, sino de diferencias abismales, injustas y crueles.

A este silencio -y a sus razones- hay que añadir, del lado eclesiástico, a quienes se alegran del silencio por la sencilla razón de que para ellos nunca han existido tales mártires, sino, a lo sumo, ingenuos cristianos de buena voluntad que han cooperado con movimientos revolucionarios. «Ellos se lo buscaron al meterse donde nadie les llamaba», como han dicho altos jerarcas, obispos, nuncios y cardenales también dentro y fuera del país, cuando asesinaron a Rutilio Grande, Monseñor Romero y a los jesuitas de la UCA.

En este mundo vivimos. Es escalofriante constatar que este mundo no sabe qué hacer con los mejores seres humanos, desde Sócrates a Jesús, desde Martín Luther King a Mons. Romero, desde Juana de Arco a las cuatro religiosas norteamericanas... Los mata, y después quiere sumirlos en el olvido. Da muerte a sus cuerpos, y después quiere dar muerte para siempre a su espíritu. ¿Y por que? Porque los mártires son juicio al mundo, cuya verdad y cuyo pecado ponen de manifiesto. «Se mata a quien estorba», decía Monseñor Romero. Y, una vez muertos, podemos seguir diciendo que «se olvida a quien estorba». Esta es la razón fundamental del olvido de los mártires...

La conclusión es que se quiere relegar al pasado tanto la TdL como a los mártires; y la razón estriba en que ambas cosas estorban en el mundo de hoy. Alguna relación importante, pues, debe de haber entre ambas, y eso es lo que queremos analizar a continuación.

2. La relación esencial entre TdL y martirio

Empecemos con una paradoja. Del martirio decía Rahner que es «la muerte cristiana por excelencia». Pues bien, a mi juicio, la mayoría de las teologías no parecen saber exactamente qué hacer con el martirio, más allá de repetir lo consabido -mártir es el que da testimonio con su vida- y de analizar históricamente a los mártires del pasado.

«¿Por qué la muerte cristiana por excelencia no ha desencadenado una reflexión teológica creativa?» nos parece una pregunta importante; y la respuesta, aunque compleja, ya la hemos insinuado desde una perspectiva existencial: el martirio nos confronta, consciente o inconscientemente, con algo central de la fe cristiana y con lo que en ella hay de inevitable conflictividad: «no se puede servir a dos señores». Pues bien, la TdL sí ha hecho del martirio algo central para la fe, para la historia y para la teología, y de tal manera que, con la modestia del caso, ha hecho de él un «clásico», de la teología en el sentido explicado.

La TdL ve en el martirio algo importante para la relevancia de la fe y su credibilidad, de lo cual hablaremos en el próximo apartado; pero también algo importante para la identidad de esa misma fe, cosa que no suele tenerse muy en cuenta. Si lo tomamos en serio, martirio fue la cruz de Jesús; y el Resucitado desencadenó historia en cuanto Crucificado, no simplemente en cuanto muerto. Desencadenó historia personal, fe, esperanza y compromiso; historia social, continuación del movimiento de Jesús, comunidad, Iglesia; historia mundanal, cultura, ética, humanización...

Relevancia e identidad de la fe son las dos razones principales para que la TdL haga del martirio algo central. Pero hay otras que se derivan de la especificidad de su epistemología, de sus contenidos centrales y de su propia historia. Veámoslo muy brevemente.

a) Por lo que toca a la epistemología, la TdL toma en serio los signos de los tiempos; o, como hemos escrito en otro lenguaje, está transida de una actitud presocrática de mirar la realidad tal cual es, de enfrentarse con ella y dejarse afectar por ella. Pues bien, así como hay teología de los sacramentos, de la vida religiosa, del trabajo..., porque ahí están esas realidades, y sería irresponsabilidad no pensarlas teológicamente, así también hay teología del martirio, porque hay martirios -abundantes, no como excepción-, y por eso sería irresponsabilidad no pensarlos teológicamente. Y al confrontarse con el martirio como cosa real, y no sólo desde el concepto, la teología se ha visto urgida, no sólo a tratar el tema, sino a hacerlo de forma novedosa.

Y no se piense que, pasada la época de los setenta y de los ochenta ya no hay que enfrentarse con la realidad-martirio. Por una parte, se les llame o no «mártires», hay millones de víctimas de la injusticia cotidiana que sufren la muerte de la pobreza, la muerte cultural, la muerte de la indignidad... Más se parecen al siervo sufriente que a los mártires activos; pero ahí están, y a millones. Por otra, los martirios del pasado son todavía muy recientes, de modo que su recuerdo o su olvido configuran la realidad personal, social y política y generan tradición en una u otra dirección. Por eso siguen siendo tema central y actual para la TdL.

b) El martirio es, además, una realidad que corresponde a lo central le la TdL, cosa que no tiene por qué ocurrir, en pura lógica, en otras teologías. Los mártires actuales en América Latina y en todo el tercer mundo son, en efecto, mártires del Reino de Dios, a los que se da muerte como a Jesús y por las mismas causas que a Jesús: la defensa de los pobres y las víctimas y el enfrentamiento con los opresores. En una palabra, son mártires de la liberación. Esta defensa y este enfrentamiento -construir el reino y combatir el antirreino- son, como es sabido, centrales en la TdL, y por eso el martirio, así entendido, le es connatural, no es un añadido piadoso desde la teología espiritual o desde la historia de la Iglesia. Los mártires actuales lo son precisamente por haber vivido lo que es esencial a la TdL o, con mayor precisión, lo que es esencial al evangelio de Jesús tal como lo interpreta esta teología. Por eso no debe sorprender que una teología de la liberación sea, a su vez, una teología del martirio.

c) Por ultimo, hay que recordar -y valorar- que la TdL tiene sus propios mártires, como los tuvo la teología cristiana en sus inicios: Pablo, Ignacio de Antioquía, Justino... El más conocido de ellos es Ignacio Ellacuría, a cuyo nombre hay que añadir los de Juan Ramón Moreno y Amando López, compañeros suyos de la UCA. Pero hay otros muchos teólogos que, aunque no se les haya dado muerte, sí han sufrido ataques y persecución, y no sólo de parte de la institución eclesial que ha podido ocasionarles daño en su fama y dignidad, en su profesión docente y de escritores, en el sentido existencial de sus vidas..., sino de parte de los opresores de este mundo, que, si no han llegado a darles muerte, sí los han encarcelado, amenazado de muerte, atacado físicamente y hasta torturado.

Si se toman en su globalidad todos estos ataques y persecuciones, bien puede decirse que la propia TdL ha pasado, literal o análogamente, por una experiencia martirial. Y hay que recalcar que estos teólogos perseguidos y martirizados lo han sido de manera formal y no sólo material, de derecho y no sólo de hecho; lo han sido por hacer TdL, no cualquier teología. Y este hecho -que no ocurre hoy en el mundo de otras teologías- es esencial para comprender cómo aborda la TdL el tema del martirio: lo aborda teniendo ante los ojos una gran nube de testigos; pero lo aborda también «desde dentro».

3. Los mártires, sacramento de humanización en nuestro mundo actual

La razón última para que la TdL tome en serio a los mártires es la aportación de éstos a la liberación; en otras palabras, su capacidad de humanizar a la sociedad, de imbuir en ella valores y actitudes que la humanizan, y sin los cuales se deshumaniza todavía más. Y recordemos que ésta es tarea urgente, pues no están interesados en ella otros poderes de este mundo -gobiernos, políticos, banca, ejércitos, sistema económico...-, y ojalá no tengamos que decir algo semejante del mundo artístico, los medios de comunicación, las universidades y las iglesias.

La afirmación de que los mártires liberan y humanizan nos parece central, pero no deja de ser escandalosa. Puede ser mal comprendida y puede ser confundida con una postura fanática y masoquista. Por eso quisiera hacer unas breves precisiones antes de analizar cómo y en qué sentido pueden los mártires traer liberación y humanización.

En primer lugar, hay que distinguir lo que en el martirio hay de negrura y de mysterium iniquitatis -el asesinato -y lo que hay también de luz y de mysterium salutis -la fidelidad del amor hasta el final-. Lo que humaniza, obviamente, es la luz, la vida de los mártires. Esta expresa la materialidad del amor y de la verdad con que vivieron, mientras que la muerte expresa la formalidad de ese amor y de esa verdad: hasta el final. Humaniza, pues, la vida de los mártires -no el que hayan sido asesinados- y el que la hayan vivido libremente, sin reservas y sin poner limites al compromiso.

En segundo lugar, hay que distinguir entre lo que podemos llamar mártires activos y confrontativos -profetas como Monseñor Romero- y mártires indefensos e inocentes -los niños, las mujeres y los ancianos de El Mozote o el Sumpul-. La humanización que aportan los primeros, la analizaremos a continuación. Los segundos traen -según la fe- la misteriosa salvación del siervo sufriente de Yahvé, que tanto impactó, existencial e intelectualmente, a Ignacio Ellacuría: «Sólo en un difícil acto de fe es capaz el canto del siervo de descubrir lo que aparece como todo lo contrario a los ojos de la historia».

En tercer lugar, la reflexión sobre el potencial humanizador de los mártires no es meramente conceptual, sino que está basada en la experiencia. Muchas veces he preguntado a gente sencilla quién fue Monseñor Romero, y la respuesta, en lo fundamental, ha sido unánime: «Monseñor Romero dijo la verdad, nos defendió a nosotros los pobres, y por eso lo mataron». De esta forma asientan, a la vez, la negrura y maldición del darle muerte y la luz y bendición que fue su vida. Mártir, pues, no es para ellos alguien que ha sido asesinado, sino alguien a quien le han quitado la vida por razones bien precisas: por decir la verdad y por defender al pobre. Y al hablar así, aun sin saberlo, están unificando las dos tradiciones cristianas sobre el martirio. Una, más en la linea de la verdad, según la cual mártir es el que con su vida da testimonio de la verdad; y la otra, más en la linea del amor, según la cual es mártir el que entrega la vida por amor a los hermanos. Y, sin saberlo, están recordando también al Jesús de la Carta a los Hebreos, misericordioso y fiel hasta el final.

Por último, queda la tarea de historizar, según épocas y coyunturas, en qué consiste lo humanizador de los mártires. En los procesos de liberación de los años setenta y ochenta, por ejemplo, los mártires ayudaron, por una parte, a desenmascarar la mentira y a que saliera a luz la verdad de una realidad pavorosa, y, por otra, a que según la paradoja cristiana—abundase el ánimo, el compromiso y la esperanza. Ellos mismos fueron la máxima expresión de todo un masivo y poderoso movimiento de liberación.

Ahora, algo ha cambiado la situación, y por eso hay que analizar su potencial humanizador en nuestro tiempo. En una sociedad asentada sobre el neoliberalismo y el sistema de democracia, sin los masivos movimientos de liberación, el recuerdo de los mártires actúa más a la manera de levadura, pequeña pero real y con la capacidad de hacer crecer a la masa en una dirección humana. Esto es lo que queremos analizar a continuación.

3.1. La verdad que redime de la mentira

Desde siempre, en la historia se ha establecido un proceso a la verdad, y en ese proceso ha habido testigos verdaderos y testigos falsos. Falsos testigos han sido, entre nosotros, gobernantes y generales de las fuerzas armadas, muchos de los medios de comunicación que se han prestado a difundir y disfrazar la mentira del capital, administradores de justicia que no han investigado crímenes ni juzgado a sus responsables...; y, tristemente, tampoco han faltado jerarcas eclesiales que pueden incluirse en este apartado. En el país se ha manipulado la verdad hasta el extremo de la tergiversación: se ha hecho pasar por culpables de los males a los pobres, mientras que los poderosos han sido presentados como la fuente de todo bien. Se presentó a Monseñor Romero como malo, y como bueno a quien ordenó matarlo; y de ello todavía nadie ha pedido disculpas.

¿Y hoy? Hay intentos de mejorar, pero no existe todavía -ni de lejos- la voluntad de verdad. A la verdad se le imponen límites cuando resulta dura y escandalosa, o se decide -argumento al que se apela con frecuencia- que es mejor no insistir en ella, pues de esa forma se entorpecería el proceso de reconciliación, como si reconciliación y verdad estuviesen reñidas y no se reclamasen mutuamente.

En el país continúa, pues, siendo normal el encubrimiento de la realidad. Con gestos pulidos y elegantes -en los modos sí hemos mejorado-, se quiere comunicar que la situación es normal y está bien encaminada. Y, más allá de encubrimientos y mentiras, el país tampoco está ofreciendo signos de querer basarse en la verdad, sino, con frecuencia, todo lo contrario. Entre los garantes de la paz están civiles y militares que han sido responsables de horrendos crímenes y/o de su encubrimiento, sin que hasta el día de hoy hayan reconocido la verdad de sus acciones ni hayan pedido perdón por ellas; peor aún: sin que se hayan dejado perdonar, rechazando el perdón que se les ha ofrecido. De esta forma, se hunden más hondamente en tierra las raíces de la mentira y del encubrimiento.

En palabras de Pablo, la verdad está oprimida en El Salvador y en muchas otras partes de este mundo de mentira. Y esta realidad sugiere una paráfrasis de otras palabras de Pablo. ¿Quién nos liberará de tanta mentira, tan institucionalizada, por cierto, como la injusticia y la violencia? ¿Quién puede redimir el encubrimiento y revertir así esa corriente profunda que mueve la historia y la deshumaniza?». Para que la mentira tenga redención se necesitan, sin duda, muchas cosas; pero lo que es imprescindible es que haya quienes estén dispuestos a dar testimonio de la verdad hasta el final.

El maligno es mentiroso, y las tinieblas odian la luz, dice el evangelio de Juan. Los mártires tuvieron en vida la función difícil y arriesgada -y por ello tan rehuida- de defender la verdad. Ahora su recuerdo nos remite a la verdad. Los mártires humanizan y generan esperanza porque dicen que la verdad es posible. Y recordemos que la verdad siempre está más en favor de los pobres que de sus opresores, y que, con frecuencia, la verdad es lo único que los pobres tienen a su favor.

3.2. El amor que redime de la crueldad

Los mártires no han sido masoquistas ni fanáticos religiosos ansiosos de derramar su propia sangre y la ajena. Han sido, sí, gentes de compasión y de misericordia. Entre nosotros, el martirio ha sido, ante todo, consecuencia de un gran amor a los pobres, a los que sufren injusticia, opresión, represión y muerte. Los mártires -y esto hay que recalcarlo- no han dado su vida por conseguir algo para ellos -poder, riqueza...-, sino para que las mayorías tengan vida. Por eso son en sí mismos profecía contra la injusticia y utopía de vida.

¿Por qué al que defiende al débil por amor se le da muerte?: he ahí el gran enigma de la historia, el mysterium iniquitatis. Pero es también el gran dilema existencial: si seguir defendiendo al pobre en esta historia que da muerte y si luchar contra el mal sólo desde fuera o también desde dentro, cargando con el pecado de este mundo.

No sé si esta idea de cargar con el pecado es importante en otras corrientes de pensamiento -me temo que no lo sea en el ilustrado mundo de hoy-, pero sí le es esencial, desde luego, a la fe cristiana, y así pensaba, por cierto, Ignacio Ellacuría, tan invocado ahora en apoyo de todo tipo de pragmatismos inmediatistas y egoístas, y tan silenciado en su exigencia ética de denuncia y en su invitación a propuestas utópicas.

Para esclarecer la especificidad e importancia del «cargar con el pecado», quizás ayude la siguiente distinción: hay que eliminar el mal, y para ello hay que combatirlo, ética y humanamente, de todas las formas posibles. Y cuando esta lucha tiene éxito, podemos hablar de liberación. Pero hay también que erradicar las raíces del mal -valga la redundancia- y revertir así su dinamismo mortífero, y para ello hay que estar también dispuestos a cargar con ese mal hasta el extremo del anonadamiento. A eso le llamamos redención. Mártir es, pues, el que trata de liberar del mal de la realidad, pero, además, el que trata de redimirla cargando con ella.

Al llegar a este punto, puede que alguien acepte la lógica de la argumentación -si hay martirio, es que ha habido amor (misericordia, justicia)-, pero podrá preguntarse también para qué queremos amor si de configurar la sociedad se trata. Más necesaria es la ciencia -y necesaria lo es- y la conjunción de los diversos intereses, aunque según la lógica de un egoísmo ilustrado. Pues bien, desde una perspectiva cristiana, el amor es necesario para llegar a ser simplemente humano, pero también lo es para que la sociedad lo sea.

A la pregunta de quién es el ser humano cabal, la Escritura responde que es aquel a quien se le conmueven las entrañas ante el sufrimiento de las víctimas y, por esa sola razón, las defiende y las sana. Y para el creyente, recordemos unas palabras muy citadas hace años y muy silenciadas hoy: «Practicar la justicia: eso es conocerme», dice Yahvé -palabras que están corriendo la suerte de otras muchas tan citadas en aquellos tiempos: «fe y justicia», «santidad política», «Iglesia de los pobres...-.

Pero hay que hablar también de la necesidad del amor (justicia, compasión, misericordia) desde una perspectiva política -aunque hace falta ser utópico para abordar siquiera el tema-. Todos proclaman ahora cuán buena y necesaria es la democracia. Pero, si quedan claros los males de toda clase de dictaduras y militarismos, no acaba de quedar claro en qué consiste la bondad de dicha democracia ni sobre qué fundamento pueden edificarse sus supuestos bienes. La tradición occidental los ha formulado como «libertad, igualdad y fraternidad». En la realidad, sin embargo, se insiste en la «libertad», la económica sobre todo, que beneficia a unos pocos y que casi siempre es usada en provecho propio y en contra de las mayorías. Sobre la igualdad y la fraternidad no se dice prácticamente nada, ni siquiera en el discurso teórico. Muy poco se habla de la primera, y nada de la segunda. En la actualidad, la relación entre ricos y pobres es de 1 a 60, y entre los más ricos y los más pobres es de 1 a 180. Así van las democracias, sin fraternidad y sin amor.

Así lo experimentamos también entre nosotros después de la guerra y con democracia: lo que vige es el enriquecimiento rápido de unos pocos y una corrupción rampante. El foro de concertación económica, uno de los acuerdos de paz con el que se buscaba distribuir de forma más justa lo que producen los salvadoreños, es el que más estrepitosamente ha fracasado. El clamor de los pobres no llega a los oídos de los que buscan—antes, durante y después de la democracia—el enriquecimiento. No hay un abajamiento de los que viven en abundancia escandalosa a los que viven en escandalosa miseria. Y cuando se invoca el «rebalse» -el día en que las migajas de la mesa del rico Epulón hayan de llegar hasta el pobre Lázaro-, se hace con el deseo de que así sea para que no tenga que cambiar demasiado la situación de los opulentos. Los pobres han escuchado lo del «rebalse» -o su equivalente- durante años. Y siguen esperando. Los ricos todavía no han dado un paso serio hacia la reconciliación.

El porqué de esto constituye, de nuevo, el gran enigma de la historia, el mysterium iniquitatis. Y es también el gran dilema existencial: si merece la pena defender a la víctima y luchar contra el verdugo o si no será mejor rendirse al carpe diem. Y si la decisión es la de seguir luchando, queda el otro dilema: si luchar sólo «desde fuera», con el poder de la palabra, el poder social, político, intelectual, o luchar también «desde dentro», cargando con el pecado y la crueldad de este mundo.

Volvamos a parafrasear a Pablo. «¿Quién nos liberará de tanto desamor, de tanta injusticia, de tanta crueldad?». Muchas cosas son necesarias para conseguirlo, pero también son necesarios signos eficaces, aunque sea a la manera de levadura, que muestren que se puede vivir de otra manera, con amor a los pobres de este mundo; que muestre que desde ese amor—no desde el propio provecho, el del propio partido el de la propia iglesia se puede comenzar a revertir la historia.

El maligno es mentiroso, decíamos antes. Y añadimos ahora, en la misma tradición de Juan, que el maligno es asesino. Por eso, quien ama en verdad tiene que estar dispuesto al martirio. Esta es la tragedia que muestra el asesinato; pero el martirio, a su vez, muestra que ha habido un gran amor. El amor es posible, dicen los mártires; y de esa forman humanizan.

4. Los mártires mantienen la esperanza

Se necesita urgentemente verdad y amor. No son éstos los bienes políticos que parecen ser más decisorios, y ciertamente no son los bienes económicos de los que estamos tan urgidos. Pero mal podremos construir un mundo distinto sin los bienes sociales de la verdad y del amor.

Indudablemente, hay que historizarlos; pero historizarlos no significa desvirtuarlos ni manipularlos ni, menos aún, anularlos. Hay que hacer propuestas positivas, pero que versen sobre el ámbito de la verdad investigación y administración de justicia, uso y finalidad de los medios de comunicación, sistema educativo, ideologías necesarias... Y que versen sobre el ámbito del amor: economía para la vida de las mayorías, salud, derechos humanos, ecología...

Además de remitir a estos ámbitos de realidad, la verdad y el amor son también muy importantes porque introducir mística en un mundo sin alma y, de ese modo, generan esperanza, con la cual la vida tiene sentido, y sin la cual sólo queda el desencanto o la huida. Con ella hay ánimo para trabajar por una sociedad justa y veraz, y sin ella sólo queda el egoísmo o la resignación del «sálvese quien pueda».

Es cierto que la historia va generando nuevos cauces -aquí, en El Salvador, hemos pasado de la guerra a la posguerra-; pero incluso cuando en el nuevo cauce se superan algunas aberraciones del anterior o, en positivo, surgen algunas mejoras -y nada digamos si persisten lacras importantes del pasado-, es necesario imbuirlo de esperanza que anime a trabajar por un mundo justo con generosidad y sin egoísmo con audacia y sin desidia. Para empujar lo positivo y erradicar lo negativo se necesita esperanza. La pregunta es: ¿de dónde sacarla?. Aquí, en El Salvador, la esperanza ha provenido y proviene en buena medida de los mártires. No sólo de ellos, pero sí muy principalmente de ellos. Y no lo digo retóricamente -aunque así pueda sonar a los de lejos-, sino con convicción personal y aun teórica.

Cierto es que, para quienes confunden la esperanza con las expectativas favorables al medro personal, basta como motor el egoísmo y los estímulos sociales que nos ofrece la civilización actual. Pero la esperanza es otra cosa. Es la convicción de que en la realidad existe una bondad última, indestructible; la convicción de que es posible vivir como familia humana; la convicción de la promesa: lo humano es posible y será una realidad.

Esta esperanza la generan aquellos hombres y mujeres que, a pesar de todo y en contra de todos los obstáculos de una civilización egoísta, nos ofrecen generosidad, decisión de dar vida a los pobres, aunque en ello les vaya a ellos la propia vida. En una palabra, la esperanza procede del amor. Y si la expresión parece inadecuada por meliflua, piénsese qué otra realidad genera esperanza...

Esta esperanza que se remite a los mártires la hemos visto a raudales aquí en El Salvador; pero en todas partes se intuye que la esperanza vive del amor de los grandes testigos. Simone Weil, Dietrich Bonhoeffer, Martin Luther King, Ita, Maura, Dorothy y Jean, Monseñor Romero. . . podrán ser más o menos actuales por lo que atañe a su praxis concreta y a su pensamiento teórico; pero cuando los seres humanos buscan luz y ánimo para seguir caminando en la historia, en justicia, ternura y humildad, y cuando buscan transformarla y revertirla, siempre se vuelven a personas como ellos.

También Ignacio Ellacuría, el intelectual, el práxico y el realista, se volvía a los mártires en busca de esperanza: «Toda esta sangre martirial derramada en El Salvador y en toda América Latina, lejos de mover al desánimo y a la desesperanza, infunde nuevo espíritu de lucha y nueva esperanza».

Y, por último, Jesús de Nazaret. Hace años escribió Moltmann unas palabras que no he olvidado: «No toda vida es ocasión de esperanza, pero sí esta vida de Jesús, que tomó sobre sí en amor la cruz y la muerte».

Hoy, como en el nuevo Testamento, los mártires hacen presentes verdad y amor en una sociedad mentirosa y cruel. En vida dijeron la verdad y practicaron la misericordia y el amor hasta el final. Ahora, su recuerdo es juicio al mundo y, a la vez, fuente de esperanza para los pobres. A la manera de la levadura, son signos de que es posible liberar y redimir la realidad y revertir la historia. Por eso, con ellos, convertidos en sacramentos de humanización, la historia va dando más de sí.

La TdL, desde dentro de la fe cristiana y en medio de la realidad histórica, ha hecho central la realidad de los mártires. Deseamos y esperamos que continúe siendo tarea suya conservar vivo su recuerdo.

Notas:

1.- Que la teología de Rahner, por ejemplo, esta pasando en algún sentido, me parece claro. Pero ello no quiere decir que haya dejado de ofrecer aportes importantes para la actualidad y que no haya elaborado reflexiones que siempre seguirán siendo «clásicas», como lo son, en mi opinión, las referentes al «misterio de Dios», a la «sacramentalidad», etc.

2.- Sobre esta nueva comprensión del martirio desde el tercer mundo, véase lo que escribí en Jesucristo liberador, Uca Editores, San Salvador 1991, pp. 440451.

3.- En 1977, Monseñor Romero nos pidió reflexionar sobre el martirio. Lo importante es que todos vimos la necesidad de hacerlo novedosamente, pues las razones para dar muerte a los cristianos y su significado eran nuevas. Entonces escribimos Sentido teológico de la persecución a la Iglesia, en Persecución de la Iglesia en El Salvador, San Salvador 1977, pp. 39-75.

4.- Véase mi artículo De la teología sólo de la liberación a una teología del martirio, en (J. COMBLIN, J.I. GONZALEZ FAUS, J. Sobrino), Cambio social y pensamiento cristiano en América Latina, Madrid 1993, pp. 101-121.

5.- Cf. Jesucristo liberador, pp. 434-439.

6.- Conversión de la Iglesia al Reino de Dios, San Salvador 1985.

7.- Quinto centenario de América Latina: ¿descubrimiento o encubrimiento?, Revista Latinoamericana de Teología 21(1990)281.

8.- Umkehr zur Zukunft, Hamburg 1970, p. 76.