EXHORTACION APOSTOLICA POST-SINODAL
RECONCILIATIO ET PAENITENTIA
DE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES SOBRE LA
RECONCILIACION Y LA PENITENCIA
EN LA MISION DE LA IGLESIA HOY


 

Proemio
ORIGEN Y SIGNIFICADO DEL DOCUMENTO

1. Hablar de RECONCILIACION Y PENITENCIA es, para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, una invitación a volver a encontrar -traducidas al propio lenguaje- las mismas palabras con las que Nuestro Salvador y Maestro Jesucristo quiso inaugurar su predicación: «Convertíos y creed en el Evangelio» (1) esto es, acoged la Buena Nueva del amor, de la adopción como hijos de Dios y, en consecuencia, de la fraternidad. ¿Por qué la Iglesia propone de nuevo este tema, y esta invitación? El ansia por conocer y comprender mejor al hombre de hoy y al mundo contemporáneo, por descifrar su enigma y por develar su misterio; el deseo de poder discernir los fermentos de bien o de mal que se agitan ya desde hace bastante tiempo; todo esto, lleva a muchos a dirigir a este hombre y a este mundo una mirada interrogante. Es la mirada del historiador y del sociólogo, del filósofo y del teólogo, del psicólogo y del humanista, del poeta y del místico; es sobre todo la mirada preocupada -y a pesar de todo cargada de esperanza- del pastor.

Dicha mirada se refleja de una manera ejemplar en cada página de la importante Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y, de modo particular, en su amplia y penetrante introducción. Se refleja igualmente en algunos Documentos emanados de la sabiduría y de la caridad pastoral de mis venerados Predecesores, cuyos luminosos pontificados estuvieron marcados por el acontecimiento histórico y profético de tal Concilio Ecuménico. Al igual que las otras miradas, también la del pastor vislumbra, por desgracia, entre otras características del mundo y de la humanidad de nuestro tiempo, la existencia de numerosas, profundas y dolorosas divisiones.

Un mundo en pedazos

2. Estas divisiones se manifiestan en las relaciones entre las personas y los grupos, pero también a nivel de colectividades más amplias: Naciones contra Naciones y bloques de Países enfrentados en una afanosa búsqueda de hegemonía. En la raíz de las rupturas no es difícil individuar conflictos que en lugar de resolverse a través del diálogo, se agudizan en la confrontación y el contraste. Indagando sobre los elementos generadores de división, observadores atentos detectan los más variados: desde la creciente desigualdad entre grupos, clases sociales y Países, a los antagonismos ideológicos todavía no apagados; desde la contraposición de intereses económicos, a las polarizaciones políticas; desde las divergencias tribales a las discriminaciones por motivos socio-religiosos.

Por lo demás, algunas realidades que están ante los ojos de todos, vienen a ser como el rostro lamentable de la división de la que son fruto, a la vez que ponen de manifiesto su gravedad con irrefutable concreción. Entre tantos otros dolorosos fenómenos sociales de nuestro tiempo podemos traer a la memoria:

- la conculcación de los derechos fundamentales de la persona humana; en primer lugar el derecho a la vida y a una calidad de vida digna; esto es tanto más escandaloso en cuanto coexiste con una retórica hasta ahora desconocida sobre los mismos derechos;

- las asechanzas y presiones contra la libertad de los individuos y las colectividades, sin excluir la tantas veces ofendida y amenazada libertad de abrazar, profesar y practicar la propia fe;

- las varias formas de discriminación: racial, cultural, religiosa, etc.;

- la violencia y el terrorismo;

- el uso de la tortura y de formas injustas e ilegítimas de represión;

- la acumulación de armas convencionales o atómicas; la carrera de armamentos, que implica gastos bélicos que podrían servir para aliviar la pobreza inmerecida de pueblos social y económicamente deprimidos;

- la distribución inicua de las riquezas del mundo y de los bienes de la civilización que llega a su punto culminante en un tipo de organización social en la que la distancia en las condiciones humanas entre ricos y pobres aumenta cada vez más. (2) La potencia arrolladora de esta división hace del mundo en que vivimos un mundo desgarrado (3) hasta en sus mismos cimientos.

Por otra parte, puesto que la Iglesia -aun sin identificarse con el mundo ni ser del mundo- está inserta en el mundo y se encuentra en diálogo con él, (4) no ha de causar extrañeza si se detectan en el mismo conjunto eclesial repercusiones y signos de esa división que afecta a la sociedad humana. Además de las escisiones ya existentes entre las Comunidades cristianas que la afligen desde hace siglos, en algunos lugares la Iglesia de nuestro tiempo experimenta en su propio seno divisiones entre sus mismos componentes, causadas por la diversidad de puntos de vista y de opciones en campo doctrinal y pastoral. (5) También estas divisiones pueden a veces parecer incurables.

Sin embargo, por muy impresionantes que a primera vista puedan aparecer tales laceraciones, sólo observando en profundidad se logra individuar su raíz: ésta se halla en una herida en lo más íntimo del hombre. Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia libertad.

Nostalgia de reconciliación

3. Sin embargo, la misma mirada inquisitiva, si es suficientemente aguda, capta en lo más vivo de la división un inconfundible deseo, por parte de los hombres de buena voluntad y de los verdaderos cristianos, de recomponer las fracturas, de cicatrizar las heridas, de instaurar a todos los niveles una unidad esencial. Tal deseo comporta en muchos una verdadera nostalgia de reconciliación, aun cuando no usen esta palabra. Para algunos se trata casi de una utopía que podría convertirse en la palanca ideal para un verdadero cambio de la sociedad; para otros, por el contrario, es objeto de una ardua conquista y, por tanto, la meta a conseguir a través de un serio esfuerzo de reflexión y de acción. En cualquier caso, la aspiración a una reconciliación sincera y durable es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como reflejo de una incoercible voluntad de paz; y -por paradójico que pueda parecer- lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos de división.

Mas la reconciliación no puede ser menos profunda de cuanto es la división. La nostalgia de la reconciliación y la reconciliación misma serán plenas y eficaces en la medida en que lleguen -para así sanarla- a aquella laceración primigenia que es la raíz de todas las otras, la cual consiste en el pecado.

La mirada del Sínodo

4. Por lo tanto, toda institución u organización dedicada a servir al hombre e interesada en salvarlo en sus dimensiones fundamentales, debe dirigir una mirada penetrante a la reconciliación, para así profundizar su significado y alcance pleno, sacando las consecuencias necesarias en orden a la acción. A esta mirada no podía renunciar la Iglesia de Jesucristo. Con dedicación de Madre e inteligencia de Maestra, ella se aplica solícita y atentamente, a recoger de la sociedad, junto con los signos de la división, también aquellos no menos elocuentes y significativos de la búsqueda de una reconciliación.

Ella, en efecto, sabe que le ha sido dada, de modo especial, la posibilidad y le ha sido asignada la misión de hacer conocer el verdadero sentido -profundamente religioso- y las dimensiones integrales de la reconciliación, contribuyendo así, aunque sólo fuera con esto, a aclarar los términos esenciales de la cuestión de la unidad y de la paz. Mis Predecesores no han cesado de predicar la reconciliación, de invitar hacia ella a la humanidad entera, así como a todo grupo o porción de la comunidad humana que veían lacerada y dividida. (6) Y yo mismo, por un impulso interior que -estoy seguro- obedecía a la vez a la inspiración de lo alto y a las llamadas de la humanidad, he querido -en dos modos diversos, pero ambos solemnes y exigentes- someter a serio examen el tema de la reconciliación: en primer lugar convocando la VI Asamblea General del Sínodo de los Obispos; en segundo lugar, haciendo de la reconciliación el centro del Año jubilar convocado para celebrar el 1950 aniversario de la Redención. (7) A la hora de señalar un tema al Sínodo, me he encontrado plenamente de acuerdo con el sugerido por numerosos

Hermanos míos en el episcopado, esto es, el tema tan fecundo de la reconciliación en relación estrecha con el de la penitencia. (8) El término y el concepto mismo de penitencia son muy complejos. Si la relacionamos con metánoia, al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino. (9) Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia; (10) toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla; (11) para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo; (12) para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual; (13) para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo. (14) La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano.

En cada uno de estos significados penitencia está estrechamente unida a reconciliación, puesto que reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás presupone superar la ruptura radical que es el pecado, lo cual se realiza solamente a través de la transformación interior o conversión que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia. El documento-base del Sínodo (también llamado Lineamenta), que fue preparado con el único objetivo de presentar el tema acentuando algunos de sus aspectos fundamentales, ha permitido a las Comunidades eclesiales existentes en todo el mundo reflexionar durante casi dos años sobre estos aspectos de una cuestión -la de la conversión y reconciliación- que a todos interesa, y de sacar al mismo tiempo un renovado impulso para la vida y el apostolado cristiano. La reflexión ha sido ulteriormente profundizada como preparación inmediata a los trabajos sinodales, gracias al Instrumentum laboris enviado en su día a los Obispos y sus colaboradores. Por último, durante todo un mes, los Padres sinodales, asistidos por cuantos fueron llamados a la reunión propiamente dicha, han tratado con gran sentido de responsabilidad dicho tema junto con las numerosas y variadas cuestiones relacionadas con él. La discusión, el estudio en común, la asidua y minuciosa investigación, han dado como resultado un amplio y valioso tesoro que han recogido en su esencia las Propositiones finales.

La mirada del Sínodo no ignora los actos de reconciliación (algunos de los cuales pasan casi inobservados a fuer de cotidianos) que en diversas medidas sirven para resolver tantas tensiones, superar tantos conflictos y vencer pequeñas y grandes divisiones reconstruyendo la unidad. Mas la preocupación principal del Sínodo era la de encontrar en lo profundo de estos actos aislados su raíz escondida, o sea, una reconciliación, por así decir fontal, que obra en el corazón y en la conciencia del hombre. El carisma y, al mismo tiempo, la originalidad de la Iglesia en lo que a la reconciliación se refiere, en cualquier nivel haya de actuarse, residen en el hecho de que ella apela siempre a aquella reconciliación fontal. En efecto, en virtud de su misión esencial, la Iglesia siente el deber de llegar hasta las raíces de la laceración primigenia del pecado, para lograr su curación y restablecer, por así decirlo, una reconciliación también primigenia que sea principio eficaz de toda verdadera reconciliación. Esto es lo que la Iglesia ha tenido ante los ojos y ha propuesto mediante el Sínodo.

De esta reconciliación habla la Sagrada Escritura, invitándonos a hacer por ella toda clase de esfuerzos; (15) pero al mismo tiempo nos dice que es ante todo un don misericordioso de Dios al hombre. (16) La historia de la salvación -tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época- es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.

La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura -la del pecado- de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno.

Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra. El Sínodo ha hablado, al mismo tiempo, de la reconciliación de toda la familia humana y de la conversión del corazón de cada persona, de su retorno a Dios, queriendo con ello reconocer y proclamar que la unión de los hombres no puede darse sin un cambio interno de cada uno. La conversión personal es la vía necesaria para la concordia entre las personas. (17) Cuando la Iglesia proclama la Buena Nueva de la reconciliación, o propone llevarla a cabo a través de los Sacramentos, realiza una verdadera función profética, denunciando los males del hombre en la misma fuente contaminada, señalando la raíz de las divisiones e infundiendo la esperanza de poder superar las tensiones y los conflictos para llegar a la fraternidad, a la concordia y a la paz a todos los niveles y en todos los sectores de la sociedad humana. Ella cambia una condición histórica de odio y de violencia en una civilización del amor; está ofreciendo a todos el principio evangélico y sacramental de aquella reconciliación fontal, de la que brotan todos los demás gestos y actos de reconciliación, incluso a nivel social.

De tal reconciliación, fruto de la conversión, deseo tratar en esta Exhortación. De hecho, una vez más -como ya había sucedido al concluir las tres Asambleas precedentes del Sínodo- los mismos Padres han querido hacer entrega al Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia universal y Cabeza del Colegio Episcopal, en su calidad de Presidente del Sínodo, las conclusiones de su trabajo. Por mi parte he aceptado, cual grave y grato deber de mi ministerio, la tarea de extraer de la ingente riqueza del Sínodo un mensaje doctrinal y pastoral sobre el tema de reconciliación y penitencia para ofrecerlo al Pueblo de Dios como fruto del Sínodo mismo.

En la primera parte me propongo tratar de la Iglesia en el cumplimiento de su misión reconciliadora, en la obra de conversión de los corazones en orden a un renovado abrazo entre el hombre y Dios, entre el hombre y su hermano, entre el hombre y todo lo creado. En la segunda parte se indicará la causa radical de toda laceración o división entre los hombres y, ante todo, con respecto a Dios: el pecado. Por último señalaré aquellos medios que permiten a la Iglesia promover y suscitar la reconciliación plena de los hombres con Dios y, por consiguiente, de los hombres entre sí.

El Documento que ahora entrego a los hijos de la Iglesia, -mas también a todos aquellos que, creyentes o no, miran hacia ella con interés y ánimo sincero- desea ser una respuesta obligada a todo aquello que el Sínodo me ha pedido. Pero es también -quiero aclararlo en honor a la verdad y la justicia- obra del mismo Sínodo. De hecho, el contenido de estas páginas proviene del Sínodo mismo: de su preparación próxima y remota, del Instrumentum laboris, de las intervenciones en el aula sinodal y en los circuli minores y, sobre todo, de las sesenta y tres Propositiones. Encontramos aquí el fruto del trabajo conjunto de los Padres, entre los cuales no faltaban los representantes de las Iglesias Orientales, cuyo patrimonio teológico, espiritual y litúrgico, es tan rico y digno de veneración también en la materia que aquí interesa. Además ha sido el Consejo de la Secretaría del Sínodo el que ha examinado en dos importantes sesiones los resultados y las orientaciones de la reunión sinodal apenas concluída, el que ha puesto en evidencia la dinámica de las susodichas Propositiones y, finalmente, ha trazado las líneas consideradas más idóneas para la redacción del presente documento. Expreso mi agradecimiento a todos los que han realizado este trabajo, mientras fiel a mi misión, deseo transmitir aquí lo que del tesoro doctrinal y pastoral del Sínodo me parece providencial para la vida de tantos hombres en esta hora magnífica y difícil de la historia.

Conviene hacerlo -y resulta altamente significativo- mientras todavía está vivo el recuerdo del Año Santo, totalmente vivido bajo el signo de la penitencia, conversión y reconciliación.

Ojalá que esta Exhortación que confío a mis Hermanos en el Episcopado y a sus colaboradores, los Presbíteros y Diáconos, los Religiosos y Religiosas, a todos los fieles y a todos los hombres y mujeres de conciencia recta, sea no solamente un instrumento de purificación, de enriquecimiento y afianzamiento de la propia fe personal, sino también levadura capaz de hacer crecer en el corazón del mundo la paz y la fraternidad, la esperanza y la alegría, valores que brotan del Evangelio escuchado, meditado y vivido día a día a ejemplo de María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual Dios se ha complacido en reconciliar consigo todas las cosas. (18)  

Primera parte

CONVERSIÓN Y RECONCILIACIÓN:
TAREA Y EMPEÑO DE LA IGLESIA

  Capítulo primero
UNA PARÁBOLA DE LA RECONCILIACIÓN  

5. Al comienzo de esta Exhortación Apostólica se presenta a mi espíritu la página extraordinaria de S. Lucas, que ya he tratado de ilustrar en un Documento mío anterior. (19) Me refiero a la parábola del hijo pródigo. (20)

Del hermano que estaba perdido...

«Un hombre tenía dos hijos. El más joven dijo al padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde"», dice Jesús poniendo al vivo la dramática vicisitud de aquel joven: la azarosa marcha de la casa paterna, el despilfarro de todos sus bienes llevando una vida disoluta y vacía, los tenebrosos días de la lejanía y del hambre, pero más aún, de la dignidad perdida, de la humillación y la vergüenza y, finalmente, la nostalgia de la propia casa, la valentía del retorno, la acogida del Padre. Este, ciertamente no había olvidado al hijo, es más, había conservado intacto su afecto y estima. Siempre lo había esperado y ahora lo abraza mientras hace comenzar la gran fiesta por el regreso de »aquel que había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido encontrado».

El hombre -todo hombre- es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación. Lo que más destaca en la parábola es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. En una palabra: la reconciliación es principalmente un don del Padre celestial.

... al hermano que se quedó en casa

6. Pero la parábola pone en escena también al hermano mayor que rechaza su puesto en el banquete. Este reprocha al hermano más joven sus descarríos y al padre la acogida dispensada al hijo pródigo mientras que a él, sobrio y trabajador, fiel al padre y a la casa, nunca se le ha permitido -dice- celebrar una fiesta con los amigos. Señal de que no ha entendido la bondad del padre. Hasta que este hermano, demasiado seguro de sí mismo y de sus propios méritos, celoso y displicente, lleno de amargura y de rabia, no se convierta y no se reconcilie con el padre y con el hermano, el banquete no será aún en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo.

El hombre -todo hombre- es también este hermano mayor. El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. (21) También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse.

La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre -Dios- que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena. Pero dicha historia, al evocar en la figura del hermano mayor el egoísmo que divide a los hermanos entre sí, se convierte también en la historia de la familia humana: señala nuestra situación e indica la vía a seguir. El hijo pródigo, en su ansia de conversión, de retorno a los brazos del padre y de ser perdonado representa a aquellos que descubren en el fondo de su propia conciencia la nostalgia de una reconciliación a todos los niveles y sin reservas, que intuyen con una seguridad íntima que aquélla solamente es posible si brota de una primera y fundamental reconciliación, la que lleva al hombre de la lejanía a la amistad filial con Dios, en quien reconoce su infinita misericordia. Sin embargo, si se lee la parábola desde la perspectiva del otro hijo, en ella se describe la situación de la familia humana dividida por los egoísmos, arroja luz sobre las dificultades para secundar el deseo y la nostalgia de una misma familia reconciliada y unida; reclama por tanto la necesidad de una profunda transformación de los corazones y el descubrimiento de la misericordia del Padre y de la victoria sobre la incomprensión y las hostilidades entre hermanos.

A la luz de esta inagotable parábola de la misericordia que borra el pecado, la Iglesia, haciendo suya la llamada allí contenida, comprende, siguiendo las huellas del Señor, su misión de trabajar por la conversión de los corazones y por la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí, dos realidades íntimamente unidas.  

Capítulo segundo
A LAS FUENTES DE LA RECONCILIACIÓN

En la luz de Cristo reconciliador

7. Como se deduce de la parábola del hijo pródigo, la reconciliación es un don de Dios, una iniciativa suya. Mas nuestra fe nos enseña que esta iniciativa se concreta en el misterio de Cristo redentor, reconciliador, que libera al hombre del pecado en todas sus formas. El mismo S. Pablo no duda en resumir en dicha tarea y función la misión incomparable de Jesús de Nazaret, Verbo e Hijo de Dios hecho hombre.

También nosotros podemos partir de este misterio central de la economía de la salvación, punto clave de la cristología del Apóstol. «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo -escribe a los Romanos- mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida. Y no sólo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios Nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación». (22) Puesto que «Dios nos ha reconciliado con sí por medio de Cristo», Pablo se siente inspirado a exhortar a los cristianos de Corinto: «Reconciliaos con Dios». (23) De esta misión reconciliadora mediante la muerte en la cruz hablaba, en otros términos, el evangelista Juan al observar que Cristo debía morir «para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos». (24)

Pero S. Pablo nos permite ampliar más aún nuestra visión de la obra de Cristo a dimensiones cósmicas, cuando escribe que en Él, el Padre ha reconciliado consigo todas las creaturas, las del cielo y las de la tierra. (25) Con razón se puede decir de Cristo redentor que «en el tiempo de la ira ha sido hecho reconciliación» (26) y que, si Él es «nuestra paz» (27) es también nuestra reconciliación.

Con toda razón, por tanto, su pasión y muerte, renovadas sacramentalmente en la Eucaristía, son llamadas por la liturgia «Sacrificio de reconciliación»: (28) reconciliación con Dios, y también con los hermanos, puesto que Jesús mismo nos enseña que la reconciliación fraterna ha de hacerse antes del sacrificio. (29) Por consiguiente, partiendo de estos y de otros autorizados y significativos lugares neotestamentarios, es legítimo hacer converger las reflexiones acerca de todo el misterio de Cristo en torno a su misión de reconciliador.

Una vez más se ha de proclamar la fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de su muerte y resurrección, como causa de la reconciliación del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión de gracia con Dios. Y precisamente ante el doloroso cuadro de las divisiones y de las dificultades de la reconciliación entre los hombres, invito a mirar hacia el mysterium Crucis como al drama más alto en el que Cristo percibe y sufre hasta el fondo el drama de la división del hombre con respecto a Dios, hasta el punto de gritar con las palabras del Salmista: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?», (30) llevando a cabo, al mismo tiempo, nuestra propia reconciliación.

La mirada fija en el misterio del Gólgota debe hacernos recordar siempre aquella dimensión «vertical» de la división y de la reconciliación en lo que respecta a la relación hombre-Dios, que para la mirada de la fe prevalece siempre sobre la dimensión «horizontal», esto es, sobre la realidad de la división y sobre la necesidad de la reconciliación entre los hombres. Nosotros sabemos, en efecto, que tal reconciliación entre los mismos no es y no puede ser sino el fruto del acto redentor de Cristo, muerto y resucitado para derrotar el reino del pecado, restablecer la alianza con Dios y de este modo derribar el muro de separación (31) que el pecado había levantado entre los hombres.

La Iglesia reconciliadora

8. Pero como decía San León Magno hablando de la pasión de Cristo, «todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente». (32) Experimentamos la reconciliación realizada en su humanidad mediante la eficacia de los sagrados misterios celebrados por su Iglesia, por la que Él se entregó a sí mismo y la ha constituido signo y, al mismo tiempo, instrumento de salvación. Así lo afirma San Pablo cuando escribe que Dios ha dado a los apóstoles de Cristo una participación en su obra reconciliadora. «Dios -nos dice- ha confiado el misterio de la reconciliación... y la palabra de reconciliación». (33)

En las manos y labios de los apóstoles, sus mensajeros, el Padre ha puesto misericordiosamente un ministerio de reconciliación que ellos llevan a cabo de manera singular, en virtud del poder de actuar «in persona Christi». Mas también a toda la comunidad de los creyentes, a todo el conjunto de la Iglesia, le ha sido confiada la palabra de reconciliación, esto es, la tarea de hacer todo lo posible para dar testimonio de la reconciliación y llevarla a cabo en el mundo.

Se puede decir que también el Concilio Vaticano II, al definir la Iglesia como un «sacramento, o sea signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano», -y al señalar como función suya la de lograr la «plena unidad en Cristo» para «todos los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de relaciones»- (34) reconocía que la Iglesia debe buscar ante todo llevar a los hombres a la reconciliación plena.

En conexión íntima con la misión de Cristo se puede, pues, condensar la misión -rica y compleja- de la Iglesia en la tarea -central para ella- de la reconciliación del hombre: con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado; y esto de modo permanente, porque -como he dicho en otra ocasión- «la Iglesia es por su misma naturaleza siempre reconciliadora». (35) La Iglesia es reconciliadora en cuanto proclama en mensaje de la reconciliación, como ha hecho siempre en su historia desde el Concilio apostólico de Jerusalén (36) hasta el último Sínodo y el reciente Jubileo de la Redención. La originalidad de esta proclamación estriba en el hecho de que para la Iglesia la reconciliación está estrechamente relacionada con la conversión del corazón; éste es el camino obligado para el entendimiento entre los seres humanos.

La Iglesia es reconciliadora también en cuanto muestra al hombre las vías y le ofrece los medios para la antedicha cuádruple reconciliación. Las vías son, en concreto, las de la conversión del corazón y de la victoria sobre el pecado, ya sea éste el egoísmo o la injusticia, la prepotencia o la explotación de los demás, el apego a los bienes materiales o la búsqueda desenfrenada del placer. Los medios son: el escuchar fiel y amorosamente la Palabra de Dios, la oración personal y comunitaria y, sobre todo, los sacramentos, verdaderos signos e instrumentos de reconciliación entre los que destaca -precisamente bajo este aspecto- el que con toda razón llamamos Sacramento de reconciliación o de la Penitencia, sobre el cual volveremos más adelante.

La Iglesia reconciliada

9. Mi venerado Predecesor Pablo VI ha tenido el mérito de poner en claro que, para ser evangelizadora, la Iglesia debe comenzar mostrándose ella misma evangelizada, esto es, abierta al anuncio pleno e íntegro de la Buena Nueva de Jesucristo, escuchándola y poniéndola en práctica. (37) También yo, al recoger en un documento orgánico las reflexiones de la IV Asamblea General del Sínodo, he hablado de una Iglesia que se catequiza en la medida en que lleva a cabo la catequesis. (38)

Dado que también se aplica al tema que estoy tratando, no dudo ahora en volver a tomar la comparación para reafirmar que la Iglesia, para ser reconciliadora, ha de comenzar por ser una Iglesia reconciliada. En esta expresión simple y clara subyace la convicción de que la Iglesia, para anunciar y promover de modo más eficaz al mundo la reconciliación, debe convertirse cada vez más en una comunidad (aunque se trate de la «pequeña grey» de los primeros tiempos) de discípulos de Cristo, unidos en el empeño de convertirse continuamente al Señor y de vivir como hombres nuevos en el espíritu y práctica de la reconciliación.

Frente a nuestros contemporáneos -tan sensibles a la prueba del testimonio concreto de vida- la Iglesia está llamada a dar ejemplo de reconciliación ante todo hacia dentro; por esta razón, todos debemos esforzarnos en pacificar los ánimos, moderar las tensiones, superar las divisiones, sanar las heridas que se hayan podido abrir entre hermanos, cuando se agudiza el contraste de las opciones en el campo de lo opinable, buscando por el contrario, estar unidos en lo que es esencial para la fe y para la vida cristiana, según la antigua máxima: In dubiis libertas, in necessariis unitas, in omnibus caritas. Según este mismo criterio, la Iglesia debe poner en acto también su dimensión ecuménica. En efecto, para ser enteramente reconciliada, ella sabe que ha de proseguir en la búsqueda de la unidad entre aquellos que se honran en llamarse cristianos, pero que están separados entre sí -incluso en cuanto Iglesias o Comuniones- y de la Iglesia de Roma. Esta busca una unidad que, para ser fruto y expresión de reconciliación verdadera, no trata de fundarse ni sobre el disimulo de los puntos que dividen, ni en compromisos tan fáciles cuanto superficiales y frágiles. La unidad debe ser el resultado de una verdadera conversión de todos, del perdón recíproco, del diálogo teológico y de las relaciones fraternas, de la oración, de la plena docilidad a la acción del Espíritu Santo, que es también Espíritu de reconciliación.

Por último, la Iglesia para que pueda decirse plenamente reconciliada, siente que ha de empeñarse cada vez más en llevar el Evangelio a todas las gentes, promoviendo el «diálogo de la salvación», (39) a aquellos amplios sectores de la humanidad en el mundo contemporáneo que no condividen su fe y que, debido a un creciente secularismo, incluso toman sus distancias respecto de ella o le oponen una fría indiferencia, si no la obstaculizan y la persiguen. La Iglesia siente el deber de repetir a todos con San Pablo: «Reconciliaos con Dios». (40) En cualquier caso, la Iglesia promueve una reconciliación en la verdad, sabiendo bien que no son posibles ni la reconciliación ni la unidad contra o fuera de la verdad.   

Capítulo tercero
LA INICIATIVA DE DIOS Y EL MINISTERIO DE LA IGLESIA

10. Por ser una comunidad reconciliada y reconciliadora, la Iglesia no puede olvidar que en el origen mismo de su don y de su misión reconciliadora se halla la iniciativa llena de amor compasivo y misericordioso del Dios que es amor (41) y que por amor ha creado a los hombres; (42) los ha creado para que vivan en amistad con Él y en mutua comunión.

La reconciliación viene de Dios

Dios es fiel a su designio eterno incluso cuando el hombre, empujado por el Maligno (43) y arrastrado por su orgullo, abusa de la libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente, negándose a obedecer a su Señor y Padre; continúa siéndolo incluso cuando el hombre, en lugar de responder con amor al amor de Dios, se le enfrenta como a un rival, haciéndose ilusiones y presumiendo de sus propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de relaciones con Aquel que lo creó. A pesar de esta prevaricación del hombre, Dios permanece fiel al amor. Ciertamente, la narración del paraíso del Edén nos hace meditar sobre las funestas consecuencias del rechazo del Padre, lo cual se traduce en un desorden en el interior del hombre y en la ruptura de la armonía entre hombre y mujer, entre hermano y hermano. (44) También la parábola evangélica de los dos hijos -que de formas diversas se alejan del padre, abriendo un abismo entre ellos- es significativa. El rechazo del amor paterno de Dios y de sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad.

Pero nosotros sabemos que Dios «rico en misericordia» (45) a semejanza del padre de la parábola, no cierra el corazón a ninguno de sus hijos. El los espera, los busca, los encuentra donde el rechazo de la comunión los hace prisioneros del aislamiento y de la división, los llama a reunirse en torno a su mesa en la alegría de la fiesta del perdón y de la reconciliación.

Esta iniciativa de Dios se concreta y manifiesta en el acto redentor de Cristo que se irradia en el mundo mediante el ministerio de la Iglesia. En efecto, según nuestra fe, el Verbo de Dios se hizo hombre y ha venido a habitar la tierra de los hombres; ha entrado en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí. (46) El nos ha revelado que Dios es amor y que nos ha dado el «mandamiento nuevo» (47) del amor, comunicándonos al mismo tiempo la certeza de que la vía del amor se abre a todos los hombres, de tal manera que el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal no es vano. (48) Venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho «reconciliación» para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo. La Iglesia, continuando el anuncio de reconciliación que Cristo hizo resonar por las aldeas de Galilea y de toda Palestina, (49) no cesa de invitar a la humanidad entera a convertirse y a creer en la Buena Nueva. Ella habla en nombre de Cristo, haciendo suya la apelación del apóstol Pablo que ya hemos mencionado: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. Por eso os rogamos: reconciliaos con Dios» (50).

Quien acepta esta llamada entra en la economía de la reconciliación y experimenta la verdad contenida en aquel otro anuncio de San Pablo, según el cual Cristo «es nuestra paz; él hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de separación, la enemistad... estableciendo la paz, y reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios por la cruz». (51) Aunque este texto se refiere directamente a la superación de la división religiosa dentro de Israel en cuanto pueblo elegido del Antiguo Testamento y a los otros pueblos llamados todos ellos a formar parte de la Nueva Alianza, en él encontramos, sin embargo, la afirmación de la nueva universalidad espiritual, querida por Dios y por Él realizada mediante el sacrificio de su Hijo, el Verbo hecho hombre, en favor de todos aquellos que se convierten y creen en Cristo, sin exclusiones ni limitaciones de ninguna clase. Por tanto, todos -cada hombre, cada pueblo- hemos sido llamados a gozar de los frutos de esta reconciliación querida por Dios.

La Iglesia, gran sacramento de reconciliación

11. La Iglesia tiene la misión de anunciar esta reconciliación y de ser el sacramento de la misma en el mundo. Sacramento, o sea, signo e instrumento de reconciliación es la Iglesia por diferentes títulos de diverso valor, pero todos ellos orientados a obtener lo que la iniciativa divina de misericordia quiere conceder a los hombres. Lo es, sobre todo, por su existencia misma de comunidad reconciliada, que testimonia y representa en el mundo la obra de Cristo.

Además, lo es por su servicio como guardiana e intérprete de la Sagrada Escritura, que es gozosa nueva de reconciliación en cuanto que, generación tras generación, hace conocer el designio amoroso de Dios e indica a cada una de ellas los caminos de la reconciliación universal en Cristo.

Por último, lo es también por los siete sacramentos que, cada uno de ellos en modo peculiar «edifican la Iglesia». (52) De hecho, puesto que conmemoran y renuevan el misterio de la Pascua de Cristo, todos los sacramentos son fuente de vida para la Iglesia y, en sus manos, instrumentos de conversión a Dios y de reconciliación de los hombres.

Otras vías de reconciliación

12. La misión reconciliadora es propia de toda la Iglesia, y en modo particular de aquella que ya ha sido admitida a la participación plena de la gloria divina con la Virgen María, con los Ángeles y los Santos, que contemplan y adoran al Dios tres veces santo. Iglesia del cielo, Iglesia de la tierra e Iglesia del purgatorio están misteriosamente unidas en esta cooperación con Cristo en reconciliar el mundo con Dios. La primera vía de esta acción salvífica es la oración. Sin duda la Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia, (53) y los Santos, que llegaron ya al final del camino terreno y gozan de la gloria de Dios, sostienen con su intercesión a sus hermanos peregrinos en el mundo, en un esfuerzo de conversión, de fe, de levantarse tras cada caída, de acción para hacer crecer la comunión y la paz en la Iglesia y en el mundo. En el misterio de la comunión de los Santos la reconciliación universal se actúa en su forma más profunda y más fructífera para la salvación común.

Existe además otra vía: la de la predicación. Siendo discípula del único Maestro Jesucristo, la Iglesia, a su vez, como Madre y Maestra, no se cansa de proponer a los hombres la reconciliación y no duda en denunciar la malicia del pecado, en proclamar la necesidad de la conversión, en invitar y pedir a los hombres «reconciliarse con Dios». En realidad esta es su misión profética en el mundo de hoy como en el de ayer; es la misma misión de su Maestro y Cabeza, Jesús. Como El, la Iglesia realizará siempre tal misión con sentimientos de amor misericordioso y llevará a todos la palabra de perdón y la invitación a la esperanza que viene de la cruz.

Existe también la vía, frecuentemente difícil y áspera, de la acción pastoral para devolver a cada hombre -sea quien sea y dondequiera se halle- al camino, a veces largo, del retorno al Padre en comunión con todos los hermanos.

Existe, finalmente, la vía, casi siempre silenciosa, del testimonio, la cual nace de una doble convicción de la Iglesia: la de ser en sí misma «indefectiblemente santa», (54) pero a la vez necesitada de ir «purificándose día a día hasta que Cristo la haga comparecer ante sí gloriosa, sin manchas ni arrugas» pues, a causa de nuestros pecados a veces «su rostro resplandece menos» a los ojos de quien la mira. (55) Este testimonio no puede menos de asumir dos aspectos fundamentales: ser signo de aquella caridad universal que Jesucristo ha dejado como herencia a sus seguidores cual prueba de pertenecer a su reino, y traducirse en obras siempre nuevas de conversión y de reconciliación dentro y fuera de la Iglesia, con la superación de las tensiones, el perdón recíproco, y con el crecimiento del espíritu de fraternidad y de paz que ha de propagar en el mundo entero. A lo largo de esta vía la Iglesia podrá actuar eficazmente para que pueda surgir la que mi Predecesor Pablo VI llamó la «civilización del amor».  


1. Mc 1,15.

2. Ver Juan Pablo II, Discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latino- americano, III, 1-7: AAS 71 (1979), 198-204.

3. La visión de un mundo «desgarrado», aparece en la obra de no pocos escritores contemporáneos, cristianos y no cristianos, testigos de la condición del hombre en nuesta atormentada época.

4. Ver Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 43-44; Decreto Presby- terorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 12; Pablo VI, Encíc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964), 609-659.

5. Sobre la división en el cuerpo de la Iglesia escribía con palabras de fuego, en los albores de la misma Iglesia, el Apóstol Pablo en la famosa página de 1Cor 1,10-16. A los mismos cristianos de Corinto se dirigirá algunos años más tarde S. Clemente Romano para denunciar los desgarrones existentes en aquella comunidad: ver Carta a los Corintios, III-VI; LVII: Patres Apostolici, ed. Funk, I, 103-109; 171-173. Sabemos que desde los Padres más antiguos, la túnica inconsútil de Cristo, no rasgada por los soldados ha venido a ser la imagen de la unidad de la Iglesia: ver S. Cipriano, De Ecclesiae catholicae unitate, 7: CCL 3/1, 254s.; S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 118, 4: CCL 36, 656s.; S. Beda El Venerable, In Marci Evangelium expositio, IV, 15: CCL 120, 630; In Lucae Evangelium expositio, VI, 23: CCL 120, 403; In S. Ioannis Evangelium expositio, 19: PL 92, 911s.

6. La Encíclica Pacem in terris, testamento espiritual de Juan XXIII (ver AAS 55 [1963], 257-304), es considerada con frecuencia un «documento social» o también un «mensaje político» y en verdad lo es, si se toman dichas expresiones en toda su amplitud. El discurso pontificio -así aparece tras más de veinte años de su publicación- es, en efecto, más que una estrategia en vista de la convivencia de los pueblos y naciones, una urgente llamada a los valores supremos, sin los cuales la paz sobre la tierra se convierte en una quimera. Uno de estos valores es justamente la reconciliación entre los hombres y a este tema Juan XXIII se ha referido en muchas ocasiones. De Pablo VI bastará recordar que, al convocar a toda la Iglesia y a todo el mundo a celebrar el Año Santo de 1975, quiso que «renovación y reconciliación» fueran la idea central de aquel importante acontecimiento. Y no pueden olvidarse tampoco las catequesis que a tal idea-maestra consagró él para ilustrar dicho Jubileo.

7. «Este tiempo fuerte, durante el cual todo cristiano está llamado a realizar más en profundidad su vocación a la reconciliación con el Padre en el Hijo -escribía en la Bula de convocación del Año jubilar de la Redención- conseguirá plenamente su objetivo únicamente cuando desemboque en un nuevo compromiso por parte de cada uno y de todos al servicio de la reconciliación no sólo entre los discípulos de Cristo, sino también entre todos los hombres»: Bula Aperite portas Redemptori, 3: AAS 75 (1983), 93.

8. El tema del Sínodo era más exactamente: Reconciliación y penitencia en la misión de la Iglesia.

9. Ver Mt 4,17; Mc 1,15.

10. Ver Lc 3,8.

11. Ver Mt 16,24-26; Mc 8,34-36; Lc 9,23-25.

12. Ver Ef 4,23s.

13. Ver 1Cor 3,1-20.

14. Ver Col 3,1s.

15. «Por Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios»: 2Cor 5,20.

16. «Nos gloriamos en Dios por Nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconci- liación»: Rom 5,11; ver Col 1,20.

17. El Concilio Vaticano II ha hecho notar: «En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con este otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones tiene que elegir y que renunciar. Mas aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo (ver Rom 7,14ss.). Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad»: Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 10.

18. Ver Col 1,19s.

19. Ver Juan Pablo II, Encíc. Dives in misericordia, 5-6: AAS 72 (1980), 1193-1199.

20. Ver Lc 15,11-32.

21. El Libro de Jonás es, en el Antiguo Testamento, una admirable anticipación y figura de este aspecto de la parábola. El pecado de Jonás es el de «probar gran disgusto y sentirse despechado» porque Dios es «misericordioso y clemente, indulgente, de gran amor y que se apiada»; es el de «entristecerse por una planta de ricino (...) que en una noche se marchita», es no entender que el Señor «pueda tener compasión de Nínive» (ver Jon 4).

22. Rom 5,10s.; ver Col 1,20-22.

23. 2Cor 5,18.20.

24. Jn 11,52.

25. Ver Col 1,20.

26. Ver Eclo 44,17.

27. Ver Ef 2,14.

28. Plegaria eucarística III.

29. Ver Mt 5,23s.

30. Mt 27,46; Mc 15,34; Sal 22[21],2.

31. Ver Ef 2,14-16.

32. S. León Magno, Tractatus 63 (De passione Domini 12). 6: CCL 138/A, 386.

33. 2Cor 5,18s.

34. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

35. «La Iglesia es por su misma naturaleza siempre reconciliadora, ya que transmite a los demás el don que ella ha recibido, el don de ser perdonada y hecha una misma cosa con Dios»: Juan Pablo II, Discurso en Liverpool (30 de mayo 1982), 3: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 6 de junio de 1982, p. 13.

36. Ver Hech 15,2-33.

37. Ver Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 13: AAS 68 (1976), 12s.

38. Ver Juan Pablo II, Exhort. Ap. Catechesi tradendae, 24: AAS 71 (1979), 1297.

39. Ver Pablo VI, Encíc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964), 609-659.

40. Ver 2Cor 5,20.

41. Ver 1Jn 4, 8.

42. Ver Sab 11,23-26; Gén 1,27; Sal 8, 4-8.

43. Sab 2,24.

44. Ver Gén 3,12s.; 4,1-16.

45. Ef 2,4.

46. Ef 1,10.

47. Jn 13,34.

48. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 38.

49. Ver Mc 1,15.

50. 2Cor 5,20.

51. Ef 2,14-16.

52. Ver S. Agustín, De Civitate Dei, XXII, 17: CCL 48, 835s.; S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, pars III, q. 64, a. 2, ad tertium.

53. Ver Pablo VI, Alocución en la clausura de la Tercera Sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II (21 de noviembre, 1964): AAS 56 (1964), 1015-1018.

54. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 39.

55. Ver Conc. Ecum. Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.

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