A LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA
11 de abril 1997
Señor
cardenal, le doy gracias de corazón por los sentimientos que ha tenido a bien
manifestarme hace un momento al presentarme a la Pontifica Comisión Bíblica,
al comienzo de su mandato. Saludo cordialmente a los miembros antiguos y nuevos
de la Comisión presentes en esta audiencia. Saludo a los "antiguos"
con viva gratitud por las tareas ya desarrolladas y a los "nuevos" con
particular alegría, suscitada por la esperanza. Me alegra tener así la ocasión
de encontrarme personalmente con todos vosotros y de repetiros a cada uno cuánto
aprecio la generosidad con que ponéis vuestra competencia de exégetas al
servicio de la Palabra de Dios y del Magisterio de la Iglesia.
El
tema que habéis empezado a estudiar en el curso de vuestra actual sesión
plenaria es de enorme importancia: trátase en efecto de un tema fundamental
para una correcta comprensión del misterio de Cristo y de la identidad
cristiana. Quisiera en primer lugar subrayar esta utilidad, que podríamos
definir ad intra. Ella se refleja además inevitablemente en una utilidad
-por así llamarla- ad extra, pues la conciencia de la propia identidad
determina la naturaleza de las relaciones con las demás personas. En este caso
determina la naturaleza de las relaciones entre cristianos y hebreos.
El
error de separar uno y otro Testamento
Desde
el siglo segundo después de Cristo, la Iglesia se ha hallado ante la tentación
de separar completamente el Nuevo Testamento del Antiguo y de oponerlos el uno
al otro, atribuyéndoles dos orígenes distintos. Según Marción, el Antiguo
Testamento procedía de un dios indigno de tal nombre, pues era vengativo y
sanguinario, mientras que el Nuevo Testamento revelaba al Dios reconciliador y
generoso.
La
Iglesia ha rechazado con firmeza este error, recordando a todos que la ternura
de Dios ya se manifiesta en el Antiguo Testamento. La misma tentación
marcionita vuelve a presentarse, por desgracia, en nuestro tiempo. Lo que, sin
embargo, se da con mayor frecuencia es la ignorancia de las profundas relaciones
que vinculan el Nuevo Testamento al Antiguo, ignorancia de la que se deriva en
algunos la impresión de que los cristianos no tienen nada en común con los
hebreos.
Siglos
de prejuicios y de oposición recíproca han excavado un foso profundo, que la
Iglesia se esfuerza ahora en colmar, impulsada en esta dirección por la
toma de posición del Concilio Vaticano II. Los nuevos leccionarios litúrgicos
han dado mayor espacio a los textos del Antiguo Testamento, y el Catecismo de la
Iglesia Católica se ha preocupado de abrevarse continuamente en el tesoro de
las Sagradas Escrituras.
Jesús
y el Antiguo Testamento
Realmente, no puede expresarse de manera plena el misterio de Cristo sin recurrir al Antiguo Testamento. La identidad humana de Jesús se define a partir de su vínculo con el pueblo de Israel, con la dinastía de David y la descendencia de Abraham. Y no se trata tan sólo de una pertenencia física. Participando en las celebraciones de la sinagoga, donde se leían y comentaban los textos del Antiguo Testamento, Jesús tomaba también conocimiento -desde el punto de vista humano- de tales textos; con ellos alimentaba el espíritu y el corazón, utilizándolos después en la oración e inspirándose en ellos para su conducta.
De
esta manera se hizo un auténtico hijo de Israel, hondamente arraigado en la
larga historia de su pueblo. Cuando empezó a predicar y a enseñar, se abrevó
abundantemente en el tesoro de las Escrituras, enriqueciendo este tesoro con
nuevas inspiraciones e iniciativas inesperadas. Estas -nótese bien- no
aspiraban a abolir la antigua revelación, sino, al contrario, a llevarla a su
propio y perfecto cumplimiento. La oposición cada vez más consistente a
la que hubo de enfrentarse hasta el Calvario, fue entendida por él a la luz del
Antiguo Testamento, que le revelaba la suerte reservada a los profetas. También
sabía él, por el Antiguo Testamento, que al final el amor de Dios siempre
resulta victorioso.
Privar
a Cristo de la relación con el Antiguo Testamento es por tanto separarlo de sus
raíces y vaciar de todo sentido su misterio. En efecto, para ser significativa,
la Encarnación necesitó enraizar en siglos de preparación. De no haber sido
así, Cristo habría resultado como un meteoro precipitado accidentalmente a la
tierra y exento de conexión con la historia de los hombres.
El
cristiano injertado en el tronco de Israel
La
Iglesia ha entendido correctamente, desde sus orígenes, el arraigo de la
Encarnación en la historia y -por consiguiente- ha acogido en su plenitud la
inserción de Cristo en la historia del pueblo de Israel. Ella ha considerado
las Escrituras hebreas como Palabra de Dios perennemente válida, dirigida a
ella, amen que a los hijos de Israel. Resulta de primaria importancia mantener y
renovar esta toma de conciencia eclesial de las relaciones esenciales con el
Antiguo Testamento. Estoy seguro de que vuestros trabajos contribuirán a ello
de manera excelente, razón por la que me alegro de antemano, dándoos las
gracias de todo corazón.
Vosotros
estáis llamados a ayudar a los cristianos a que comprendan bien su propia
identidad. Identidad que se define en primer lugar gracias a la fe en Cristo,
Hijo de Dios. Pero esta fe es inseparable de la relación con el Antiguo
Testamento, dado que es fe en Cristo "que murió por nuestros pecados, según
las Escrituras" y "que resucitó (...), según las Escrituras" (1
Co 15, 3-4) El cristiano debe saber que -con su adhesión a Cristo- ha llegado a
ser "descendencia de Abraham" (Ga 3,29) y que ha sido injertado en el
olivo bueno (cf. Rm 11, 17-24), es decir, insertado en el pueblo de Israel, para
ser "partícipe de la raíz y de la savia del olivo" (Rm 11, 17). Si
posee esta fuerte convicción, ya no podrá aceptar que los hebreos como tales
sean despreciados o, peor aún, maltratados.
Al
decir esto, no ignoro que el Nuevo Testamento conserva vestigios de manifiestas
tensiones que existieron entre comunidades cristianas primitivas y algunos
grupos de hebreos no cristianos. San Pablo mismo atestigua, en sus cartas, que
en su calidad de hebreo no cristiano había perseguido encarnizadamente a la
Iglesia de Dios (cf Ga 1, 13; 1Co 15, 9; Flp 3,6). Estos dolorosos recuerdos han
de superarse en la caridad, según el precepto de Jesús. La labor exegética
debe preocuparse por avanzar siempre en esta dirección y contribuir de esta
manera a disminuir las tensiones y a disipar los malentendidos.
Precisamente a la luz de todo lo dicho, la labor que habéis emprendido es de enorme importancia y merece llevarse adelante con atención y entrega. Si bien entraña ciertamente aspectos difíciles y puntos delicados, es labor muy prometedora, rica de grandes esperanzas. Hago votos para que sea muy fecunda para la gloria del Señor. Con este deseo, os aseguro un recuerdo constante en la oración y os imparto de corazón a todos una especial bendición.