CIUDAD DEL VATICANO, 10 noviembre 2003 (ZENIT.org).-
Publicamos el discurso que dirigió Juan Pablo II este lunes a los miembros de la
Academia Pontificia de las Ciencias y a otros científicos de renombre mundial,
reunidos en el Vaticano para celebrar el cuarto centenario de la fundación de
esta institución.
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Queridos miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias:
Me complace particularmente saludaros hoy al celebrar el cuarto centenario de la
Academia Pontificia de las Ciencias. Doy las gracias al presidente de la
Academia, el profesor Nicola Cabibbo, por las amables palabras que me ha
dirigido en vuestro nombre y por el atento gesto con el que habéis querido
conmemorar el jubileo de plata de mi pontificado.
La Academia de los Linces fue fundada en Roma, en 1603, por Federico Cesi con el
aliento del Papa Clemente VIII. En 1847 fue restablecida por Pío IX y en 1936
volvió a ser estructurada por Pío XI. Su historia está ligada a la de muchas
otras Academias Científicas a través del mundo. Doy la bienvenida con alegría a
los presidentes y representantes de esas instituciones que tan amablemente se
han unido a nosotros en este día, especialmente al presidente de la Academia
italiana de los Linces («Accademia dei Lincei»).
Recuerdo con gratitud las numerosas reuniones que hemos tenido durante estos
veinticinco años. Me han dado la oportunidad de expresar mi gran estima por
aquellos que trabajan en los diferentes campos de la ciencia. Os e escuchado con
atención, he compartido vuestras preocupaciones, y considerado vuestras
sugerencias. Al alentar vuestro trabajo, he subrayado la dimensión espiritual
que siempre está presente en la búsqueda de la verdad. He afirmado asimismo que
la investigación científica debe orientarse hacia el bien común de la sociedad y
al desarrollo integral de cada uno de sus miembros.
Nuestras reuniones me han permitido al mismo tiempo clarificar importantes
aspectos de la doctrina y vida de la Iglesia sobre la investigación científica.
Nos une el deseo común de corregir malentendidos y, más aún, de dejarnos
iluminar por la única Verdad que gobierna el mundo y guía las vidas de todos los
hombres y mujeres. Cada vez estoy más convencido de que la verdad científica,
que es en sí misma una participación en la Verdad divina, puede ayudar a la
filosofía y a la teología a comprender de una más plena la persona humana y la
Revelación de Dios sobre el hombre, revelación que es completada y perfeccionada
en Jesucristo. Por este importante enriquecimiento mutuo en la búsqueda de la
verdad y del beneficio del género humano, junto a toda la Iglesia, os estoy
profundamente agradecido.
Los dos argumentos que habéis escogido para vuestra reunión afectan a las
ciencias de la vida, y en particular a la naturaleza de la vida humana. El
primero, «Mente, cerebro y educación», concentra nuestra atención sobre la
complejidad de la vida humana y su preeminencia sobre las demás formas de vida.
La neurociencia y la neurofisiología, a través del estudio de los procesos
químicos y biológicos del cerebro, contribuyen de manera decisiva al
entendimiento de su funcionamiento. Pero el estudio de la mente humana requiere
algo más que la observación de los datos, propia de las ciencias neurológicas.
El conocimiento de la persona humana no deriva sólo del la observación y del
análisis científico, sino también de la interconexión entre el estudio empírico
y la comprensión reflexiva.
Los mismos científicos perciben en el estudio de la mente humana el misterio de
una dimensión espiritual que trasciende la fisiología cerebral y que hace que
percibamos todas nuestras actividades como las de seres libres y autónomos,
capaces de la responsabilidad y del amor, y con una dignidad. Esto se constata
por el hecho de que habéis decidido ampliar vuestra investigación para incluir
aspectos sobre el aprendizaje y la educación, que son actividades
específicamente humanas. Por este motivo, vuestras consideraciones se concentran
no sólo en la vida biológica, común a todos los seres vivientes, sino que
incluyen además el trabajo de interpretación y evaluación de la mente humana.
Hoy día los científicos reconocen con frecuencia la necesidad de distinguir
entre mente y cerebro, o entre las acciones de la persona con voluntad libre y
los factores biológicos que constituyen la base de su intelecto y de su
capacidad de aprender. En esta distinción, que no debe ser una separación,
podemos ver el fundamento de esa dimensión espiritual propia de la persona
humana, que la Revelación bíblica ilustra como una relación especial con Dios
creador (Cf. Génesis 2, 7) a cuya imagen y semejanza todo hombre y mujer ha sido
hecho (Cf. Génesis 1, 26-27).
El segundo tema de vuestra reunión afecta a la «Tecnología sobre las células
estaminales y otras terapias innovadoras». La investigación en este campo ha
aumentado de manera comprensible en importancia en los recientes años a causa de
la esperanza que ofrece para la curación de enfermedades que afectan a muchas
personas. En otras ocasiones he afirmado que las células estaminales con
objetivos de experimentación o tratamiento no pueden proceder del tejidos de
embriones humanos. Por el contrario, he alentado la investigación con el tejido
adulto humano o con el tejido superfluo en el desarrollo normal del feto. Todo
tratamiento que reivindique la salvación de vidas humanas y que sin embargo se
base en la destrucción de la vida humana en su estado embrional es lógica y
moralmente contradictorio, como lo es la producción de embriones humanos con el
propósito directo o indirecto de la experimentación o incluso su eventual
destrucción.
Distinguidos amigos, al reiteraros mi agradecimiento por vuestra gran ayuda,
invoco sobre vosotros y sobre vuestras familias la bendición de Dios. Que
vuestro trabajo científico traiga abundantes frutos y las actividades de la
Academia Pontificia de las Ciencias sigan promoviendo el conocimiento de la
verdad y de la contribución al desarrollo de todos los pueblos.