75. Al ser el domingo la Pascua semanal, en la que se recuerda y se
hace presente el día en el cual Cristo resucitó de entre los muertos, es también el
día que revela el sentido del tiempo. No hay equivalencia con los ciclos cósmicos,
según los cuales la religión natural y la cultura humana tienden a marcar el tiempo,
induciendo tal vez al mito del eterno retorno. ¡El domingo cristiano es otra cosa!
Brotando de la Resurrección, atraviesa los tiempos del hombre, los meses, los años, los
siglos como una flecha recta que los penetra orientándolos hacia la segunda venida de
Cristo. El domingo prefigura el día final, el de la Parusía, anticipada ya de alguna
manera en el acontecimiento de la Resurrección. 77. Esta lógica conmemorativa ha guiado la estructuración de todo
el año litúrgico. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha querido
distribuir en el curso del año «todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y el
Nacimiento hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa de la feliz
esperanza y venida del Señor. Al conmemorar así los misterios de la redención, abre la
riqueza de las virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes
en cierto modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la
gracia de la salvación». (121) 78. Asimismo, «en la celebración de este ciclo anual de los
misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a la bienaventurada Madre
de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su
Hijo». (122) Del mismo modo, introduciendo en el ciclo anual, con ocasión de sus
aniversarios, las memoras de los mártires y de otros santos, «proclama la Iglesia el
misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con
él». (123) El recuerdo de los santos, celebrado con el auténtico espíritu de la
liturgia, no disminuye el papel central de Cristo, sino que al contrario lo exalta,
mostrando el poder de su redención. Al respecto, dice san Paulino de Nola: «Todo pasa,
la gloria de los santos dura en Cristo, que lo renueva todo, mientras él permanece el
mismo». (124) Esta relación intrínseca de la gloria de los santos con la de Cristo
está inscrita en el estatuto mismo del año litúrgico y encuentra precisamente en el
carácter fundamental y dominante del domingo como día del Señor, su expresión más
elocuente. Siguiendo los tiempos del año litúrgico, observando el domingo que lo marca
totalmente, el compromiso eclesial y espiritual del cristiano está profundamente
incardinado en Cristo, en el cual encuentra su razón de ser y del que obtiene alimento y
estímulo. 79. El domingo se presenta así como el modelo natural para
comprender y celebrar aquellas solemnidades del año litúrgico, cuyo valor para la
existencia cristiana es tan grande que la Iglesia ha determinado subrayar su importancia
obligando a los fieles a participar en la Misa y a observar el descanso, aunque caigan en
días variables de la semana. (125) El número de estas fechas ha cambiado en las diversas
épocas, teniendo en cuenta las condiciones sociales y económicas, así como su arraigo
en la tradición, además del apoyo de la legislación civil. (126) 80. Una consideración pastoral específica se ha de tener ante las
frecuentes situaciones en las que tradiciones populares y culturales típicas de un
ambiente corren el riesgo de invadir la celebración de los domingos y de otras fiestas
litúrgicas, mezclando con el espíritu de la auténtica fe cristiana elementos que son
ajenos o que podrían desfigurarla. En estos casos conviene clarificarlo, con la
catequesis y oportunas intervenciones pastorales, rechazando todo lo que es inconciliable
con el Evangelio de Cristo. Sin embargo es necesario recordar que a menudo estas
tradiciones y esto es válido análogamente para las nuevas propuestas culturales de
la sociedad civil tienen valores que se adecuan sin dificultad a las exigencias de
la fe. Es deber de los Pastores actuar con discernimiento para salvar los valores
presentes en la cultura de un determinado contexto social y sobre todo en la religiosidad
popular, de modo que la celebración litúrgica, principalmente la de los domingos y
fiestas, no sea perjudicada, sino que más bien sea potenciada. (130) CONCLUSIÓN 81. Grande es ciertamente la riqueza espiritual y pastoral del
domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido. El domingo, considerando
globalmente sus significados y sus implicaciones, es como una síntesis de la vida
cristiana y una condición para vivirlo bien. Se comprende, pues, por qué la observancia
del día del Señor signifique tanto para la Iglesia y sea una verdadera y precisa
obligación dentro de la disciplina eclesial. Sin embargo, esta observancia, antes que un
precepto, debe sentirse como una exigencia inscrita profundamente en la existencia
cristiana. Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no puede vivir
su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, sin tomar parte
regularmente en la asamblea eucarística dominical. Si en la Eucaristía se realiza la
plenitud de culto que los hombres deben a Dios y que no se puede comparar con ninguna otra
experiencia religiosa, esto se manifiesta con eficacia particular precisamente en la
reunión dominical de toda la comunidad, obediente a la voz del Resucitado que la convoca,
para darle la luz de su Palabra y el alimento de su Cuerpo como fuente sacramental perenne
de redención. La gracia que mana de esta fuente renueva a los hombres, la vida y la
historia. 82. Con esta firme convicción de fe, acompañada por la conciencia
del patrimonio de valores incluso humanos insertados en la práctica dominical, es como
los cristianos de hoy deben afrontar la atracción de una cultura que ha conquistado
favorablemente las exigencias de descanso y de tiempo libre, pero que a menudo las vive
superficialmente y a veces es seducida por formas de diversión que son moralmente
discutibles. El cristiano se siente en cierto modo solidario con los otros hombres en
gozar del día de reposo semanal; pero, al mismo tiempo, tiene viva conciencia de la
novedad y originalidad del domingo, día en el que está llamado a celebrar la salvación
suya y de toda la humanidad. Si el domingo es día de alegría y de descanso, esto le
viene precisamente por el hecho de que es el «día del Señor», el día del Señor
resucitado. 83. Descubierto y vivido así, el domingo es como el alma de los
otros días, y en este sentido se puede recordar la reflexión de Orígenes según el cual
el cristiano perfecto «está siempre en el día del Señor, celebra siempre el domingo».
(131) El domingo es una auténtica escuela, un itinerario permanente de pedagogía
eclesial. Pedagogía insustituible especialmente en las condiciones de la sociedad actual,
marcada cada vez más fuertemente por la fragmentación y el pluralismo cultural, que
ponen continuamente a prueba la fidelidad de los cristianos ante las exigencias
específicas de su fe. En muchas partes del mundo se perfila la condición de un
cristianismo de la «diáspora», es decir, probado por una situación de dispersión, en
la cual los discípulos de Cristo no logran mantener fácilmente los contactos entre sí
ni son ayudados por estructuras y tradiciones propias de la cultura cristiana. En este
contexto problemático, la posibilidad de encontrarse el domingo con todos los hermanos en
la fe, intercambiando los dones de la fraternidad, es una ayuda irrenunciable. 84. El domingo, establecido como sostén de la vida cristiana, tiene
naturalmente un valor de testimonio y de anuncio. Día de oración, de comunión y de
alegría, repercute en la sociedad irradiando energías de vida y motivos de esperanza. Es
el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquél que es el Resucitado y Señor de la
historia, no es la muerte de nuestra ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la
oportunidad que se nos da para transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas
de eternidad. El domingo es una invitación a mirar hacia adelante; es el día en el que
la comunidad cristiana clama a Cristo su «Marana tha, ¡Señor, ven!» (1 Co 16,22). En
este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña y sostiene la esperanza de los
hombres. Y de domingo en domingo, la comunidad cristiana iluminada por Cristo camina hacia
el domingo sin fin de la Jerusalén celestial, cuando se completará en todas sus facetas
la mística Ciudad de Dios, que «no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque
la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,23). 85. En esta tensión hacia la meta la Iglesia es sostenida y animada
por el Espíritu. Él despierta su memoria y actualiza para cada generación de creyentes
el acontecimiento de la Resurrección. Es el don interior que nos une al Resucitado y a
los hermanos en la intimidad de un solo cuerpo, reavivando nuestra fe, derramando en
nuestro corazón la caridad y reanimando nuestra esperanza. El Espíritu está presente
sin interrupción en cada día de la Iglesia, irrumpiendo de manera imprevisible y
generosa con la riqueza de sus dones; pero en la reunión dominical para la celebración
semanal de la Pascua, la Iglesia se pone especialmente a su escucha y camina con él hacia
Cristo, con el deseo ardiente de su retorno glorioso: «El Espíritu y la Novia dicen:
¡Ven!» (Ap 22,17). Considerando verdaderamente el papel del Espíritu he deseado que
esta exhortación a descubrir el sentido del domingo se hiciera este año que, en la
preparación inmediata para el Jubileo, está dedicado precisamente al Espíritu Santo. 86. Encomiendo la viva acogida de esta Carta apostólica, por parte
de la comunidad cristiana, a la intercesión de la Santísima Virgen. Ella, sin quitar
nada al papel central de Cristo y de su Espíritu, está presente en cada domingo de la
Iglesia. Lo requiere el mismo misterio de Cristo: en efecto, ¿cómo podría ella, que es
la Mater Domini y la Mater Ecclesiae, no estar presente por un título especial, el día
que es a la vez dies Domini y dies Ecclesiae? Hacia la Virgen María miran los fieles que
escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla
y meditarla en el propio corazón (cf. Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a
los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el
ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo
propias las palabras del Magníficat que cantan el don inagotable de la divina
misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: «Su misericordia alcanza de
generación en generación a los que lo temen» (Lc 1,50). De domingo en domingo, el
pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace
particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima
Trinidad. 87. La proximidad del Jubileo, queridos hermanos y hermanas, nos
invita a profundizar nuestro compromiso espiritual y pastoral. Este es efectivamente su
verdadero objetivo. En el año en que se celebrará, muchas iniciativas lo caracterizarán
y le darán el aspecto singular que tendrá la conclusión del segundo Milenio y el inicio
del tercero de la Encarnación del Verbo de Dios. Pero este año y este tiempo especial
pasarán, a la espera de otros jubileos y de otras conmemoraciones solemnes. El domingo,
con su «solemnidad» ordinaria, seguirá marcando el tiempo de la peregrinación de la
Iglesia hasta el domingo sin ocaso. Os exhorto, pues, queridos Hermanos en el episcopado y
en el sacerdocio a actuar incansablemente, junto con los fieles, para que el valor de este
día sacro sea reconocido y vivido cada vez mejor. Esto producirá sus frutos en las
comunidades cristianas y ejercerá benéficos influjos en toda la sociedad civil. (118) Carta apost. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de
1994), 10: AAS 87 (1995), 11. |