OMNIUM ECCLESIARUM MATRI

CARTA APOSTÓLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
con motivo del XVI centenario de la muerte de
san Cirilo de Jerusalén
7/3/1987

Al venerable hermano
Giacomo Giuseppe Beltritti,
Patriarca latino de Jerusalén,
salud y bendición apostólica.


A la Madre de todas las Iglesias -esto es, a Jerusalén, que es nuestra Madre (cf. Gál 4, 26; Lumen gentium, 6)- se le ofrece este año la espléndida ocasión de conmemorar al hombre que justamente es considerado un don inestimable de Dios, concedido por la Divina Misericordia a esa Sede y a la Iglesia universal. En efecto, próximamente se cumplirá el XVI centenario del día en que San Cirilo, obispo de Jerusalén y Doctor de la Iglesia, voló al cielo. El alto sentido de la religión, el empeño pastoral, la paciencia para soportar los acontecimientos adversos, así como las extraordinarias dotes de su alma y de su ingenio, en las que sobresalía, fueron una verdadera fuente de beneficios en aquellos tiempos en los que, el orbe cristiano, salido de las catacumbas, por así decir, y atravesando el umbral de una nueva edad, pagó un penosísimo tributo a cambio de la libertad recientemente obtenida.

Nacido en el tiempo en que Constantino estableció la paz en las provincias occidentales del Imperio Romano, a Cirilo le tocó transcurrir su adolescencia en la ilustre Iglesia de Jerusalén, donde hasta el año 323 persistieron frecuentes persecuciones al cristianismo. Hemos de confesar, realmente, que ignoramos todo lo que le aconteció durante esos años tan críticos. Aunque la alabanza que hace de la virginidad (cf. Catech. XII, 33) parece indicar que durante un tiempo se dedicó a la vida monástica, que entonces seguramente era una forma de martirio.

La historia dejó en una cierta oscuridad la designación de este asceta para obispo, pues dicha designación se debió al favor de Acacio de Cesarea, metropolitano de Palestina, que estuvo gravemente implicado en la controversia arriana (cf. R. Gryson, Les élections épiscopales en Orient au IV siècle, en Rev. Hist. eccl., LXXIV, 1979, 333-334; Bibl. Sanct., IX, 53-55); sin embargo, el hecho de que el mismo San Cirilo, durante su largo episcopado, sufriese un cruel destierro, por instigación de aquel difícil hombre, deja bien a las claras que el obispo de la Ciudad Santa está limpio, con toda certeza, de cualquier sospecha del más mínimo acuerdo en la doctrina con los fautores de los errores arrianos (cf. J. Lebon, La position doctrinale de Saint Cyrille de Jérusalem dans les luttes provoquées par l'arianisme, ib., XX, 1924, 181-210; 357-386).

Además, el año 382, el Concilio de Constantinopla, en el que estuvo presente San Cirilo, rechazó rotundamente algunas malévolas interpretaciones de los acontecimientos, que podían empañar la corona áurea de este confesor de la fe.

Ha transcurrido ya más de un siglo, desde que nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, acogiendo los reiterados deseos "de los muchos sagrados Pastores" que acudieron a Roma con ocasión del Concilio Ecuménico Vaticano I, y tras las investigaciones llevadas a cabo por una Comisión especial de la Sagrada Congregación de Ritos, con la Carta Apostólica Nullo unquam tempore, del 28 de julio de 1883, decretó que, entre otros, también San Cirilo de Jerusalén. Confesor y Doctor de la Iglesia, fuese inscrito en el calendario de la Iglesia universal, el día 18 de marzo -el 20, sin embargo, en la Epacta del Clero Romano- (cf. Leonis XIII Pont. Max. acta, III, Romae 1883, 121-125).

Así, pues, con ocasión de la probable fecha del XVI centenario de la muerte de este Santo Doctor de la Iglesia, resulta muy oportuno poner claramente de relieve la importancia y el valor de este hombre, testigo de la fe apostólica y Pastor atento, sobre todo, a la instrucción y explicación sacramental y litúrgica de la fe. Cirilo expuso ya entonces esta fe a los fieles, en el ámbito de la preparación cuaresmal al bautismo, partiendo del Símbolo de su Iglesia. El bautismo se recibía entonces en el centro de la noche pascual, en el marco de la celebración del gozo de la Pascua, gozo que resplandecía sobre los "iluminados" admitidos a los misterios de la iniciación en los mismos lugares (Calvario, Santo Sepulcro, Anástasis), que habían sido recuperados gracias a la munificencia del Emperador, y en los que Jesucristo, por su pasión, muerte y resurrección, consumó el inescrutable misterio de la salvación del hombre.

Dado que en este año conmemorativo de la conversión de San Agustín, se recuerdan casi al mismo tiempo tanto la muerte de San Cirilo (el día 18 de marzo del año 387), como el nuevo nacimiento espiritual de San Agustín (el día 24 de abril del año 387), es oportuno componer con dos pensamientos de estos Padres de la Iglesia, esta sentencia: "Si el pecado es un mal terrible", mucho más terrible es, ante las manifiestas riquezas de la misericordia de Dios, "no elevar más aún el alma a la esperanza de la conversión" (Catech. II, 1, 5-6).

La malicia del pecado, cuya raíz es la instigación diabólica, urge la necesidad de la penitencia, y mucho más aún la amable virtud del Espíritu Santo, que asocia al fiel con Cristo, muerto y resucitado, por medio de la gracia de los sacramentos, recibida con toda sinceridad para aumento de la fe: éstas son las nociones maestras con las que se distingue la catequesis de San Cirilo, expuesta con sencillez y con un lenguaje claro, fervoroso y lleno de fuerza (cf. Procatech. 16 y ss.).

Además, la exposición doctrinal de este Santo Padre, alimentada en las Sagradas Escrituras y sintonizada con la doctrina teológico-espiritual de San Pablo, desarrollada al mismo tiempo en buen estilo mediante imágenes tomadas de los elementos naturales y de la acción sacramental, impresiona a los hombres de nuestro tiempo por su fuerza de persuasión, por su modo de afrontar las realidades esenciales y la dignidad del hombre, en fin, por el impulso que comunica hacia las realidades eternas.

En la obra de San Cirilo se percibe el encanto de los orígenes, que había sido desfigurado por las ruindades de los herejes; y sustancialmente es una obra amena y espléndida, puesto que está marcada con los rasgos de Cristo resucitado, en quien se centra la esperanza que no defrauda.

Esta es, verdaderamente, la causa por la que las obras de San Cirilo de Jerusalén se encuentran entre las joyas de gran valor de toda la literatura griega, en la galería de los Santos Padres y entre los escritos que más claramente ilustran, tanto la hermosura y eficacia de los ritos, como la prístina doctrina de la fe, cuyas partes principales son: el misterio de la Trinidad, la divinidad del Verbo encarnado, el nacimiento virginal, el sello indeleble del Espíritu, la verdad de la presencia y del Sacrificio eucarístico, la virtud consacratoria de la epíclesis (cf. Catech. III, 3; Catech. Myst. I, 7; III, 3). Por su riqueza, estas obras continúan siendo todavía alimento y fuente de luz, sea para los creyentes, sea para los hombres de nuestro tiempo que se abren al Evangelio. Sin duda, ellas hacen que, sobre un mundo inmerso en sombras de muerte, brille todavía la cruz luminosa que el joven obispo, al inicio de su episcopado, contempló una vez en el cielo y que un testigo ocular describió como un fausto vaticinio sobre los futuros tiempos del mundo (cf. Clavis P. G., n. 3587).

Recordando dicho prodigio, dirigimos nuestro pensamiento, junto con todos los hombres de buena voluntad, con cordial afecto, a esa Tierra Santa, donde San Cirilo desempeñó su ministerio durante largos y difíciles tiempos, al servicio de la verdad, de la unidad y de la caridad. Quiera Dios que esta celebración centenaria suscite allí esperanzas de concordia y de paz, y dé a toda la Iglesia de Jesucristo una nueva y fuerte vitalidad, bajo el impulso renovador del Concilio Vaticano II y mediante la intercesión de la Madre de Aquel que "creó las almas vírgenes" (Catech. XII, 31), o sea, la Virgen María, por quien nos vino la Vida (cf. Catech. XII, 15; Lumen gentium, 57).

Dirigimos fervientes preces a Dios para que estas celebraciones se desarrollen felizmente, al mismo tiempo que, desde esta Cátedra de San Pedro, te impartimos muy afectuosamente en el Señor, a ti y a todo tu clero y pueblo, la bendición apostólica, como prenda de nuestro amor paternal.

Roma, junto a San Pedro,
7 de marzo de 1987,
año IX de nuestro pontificado.

Joannes Paulus pp. II