Radiomensaje
Navidad
23
de diciembre de 1959
LA "PAZ" DON DE DIOS
Estamos en Navidad: la segunda Navidad de Nuestro
Pontificado. Contemplándola a distancia, unidos espiritualmente con María y
con José en el camino a Belén, días ha que ya estamos saboreando la dulzura
que se nos viene del canto angélico, anunciador de la paz celestial ofrecida a
todos los hombres de buena voluntad; y así, de día en día, estamos pensando
que el camino a Belén señala verdaderamente la ruta del buen camino hacia la
paz, que se halla en los labios, en las ansias, en el corazón de todos.
INTRODUCCION
La llamada de la Liturgia con los ecos del Papa León
Magno ya nos avisaba con festiva invitación: Alegraos en el Señor, dilectísimos:
alegraos con gozo espiritual, porque el día de la redención se renueva, el día
de la antigua esperanza, el anuncio de la eterna felicidad[i].
A la par y casi en coro con aquella voz solemne y conmovedora, que nos viene del
siglo quinto, sentimos como alzarse, todas a una, las voces implorantes de los
Sumos Pontífices que gobernaron la Iglesia antes y después de las dos guerras
que desgarraron a la humanidad en este nuestro siglo: las voces, más vecinas a
nosotros, de los diecinueve Mensajes navideños de nuestro Santo Padre Pío XII,
de siempre tan querida y feliz recordación.
2. Continuada invitación, pues, a acelerar nuestros
pasos por los caminos de Belén, que para nosotros son las vías de la paz.
Numerosas son en el mundo actual las vías de la
paz, propuestas o impuestas; muchas se nos sugieren aun a Nos, bien que gozamos,
como María y José, la seguridad de conocer nuestro camino, y no tememos la
posibilidad de errar.
En efecto, después de la segunda posguerra ha sido
muy grande la variedad de las expresiones: y grande el abuso de esta santa
palabra: Pax pax[ii].
Rendimos homenaje y respeto a la buena voluntad de
tantos exploradores y anunciadores de la paz en el mundo: hombres de Estado,
diplomáticos experimentados, insignes escritores.
Pero los esfuerzos humanos en materia de la
pacificación universal están todavía muy lejos de los puntos de inteligencia
entre el cielo y la tierra.
Y es que la verdadera paz no puede venir sino de
Dios; no tiene sino un nombre: Pax Christi; no tiene sino una sola faz,
la que Cristo le ha impreso, el cual, como para prevenir las falsificaciones del
hombre, así ha subrayado: Os dejo la paz, os doy mi paz[iii].
LA PAZ CRISTIANA
Triple es el aspecto de la verdadera paz:
1) Paz en los corazones
3. La paz es, ante todo, un hecho interior, del espíritu,
y su fundamental condición es la dependencia amorosa y filial, con respecto a
la voluntad de Dios: Señor, nos has hecho para ti; y nuestro corazón no se
tranquiliza mientras no descanse en ti[iv].
Todo cuanto debilita, rompe o despedaza esta conformidad y unión de voluntades,
está en oposición con la paz: ante todo y sobre todo, la culpa, el pecado. ¿Quién
resiste a él [a Dios] y ha tenido la paz?[v].
La paz es la feliz herencia de los que observan la ley divina: Pax multa
diligentibus legem tuam[vi].
A su vez, la buena voluntad no es sino el sincero
propósito de respetar la ley eterna de Dios, de ajustarse a sus mandamientos,
de seguir sus caminos: de estar, en una palabra, en la espera de la verdad. Esta
es la gloria que Dios espera del hombre. Pax hominibus bonae voluntatis.
2) Paz social
4. Esta se funda sólidamente en el mutuo y recíproco
respeto de la dignidad personal del hombre. El hijo de Dios se ha hecho hombre,
y su redención alcanza no sólo a la colectividad, sino también a cada hombre:
Me ha amado, y se ha dado a sí mismo por mí. Así lo dijo San Pablo a
los Gálatas: Ipse dilexit me et tradidit semetipsum pro me[vii].
Y si Dios ha amado al hombre hasta tal punto, esto significa que el hombre le
pertenece, y que la persona humana ha de ser respetada absolutamente. Tal es la
enseñanza de la Iglesia, que para la solución de las cuestiones sociales
siempre ha fijado la mirada en la persona humana, y ha enseñado que las cosas y
las instituciones -los bienes, la economía, el Estado- son ante todo par el
hombre; y no el hombre para ellas. Las perturbaciones que sacuden la paz interna
de las naciones traen su origen principal y precisamente de esto, que el hombre
haya sido tratado casi exclusivamente como instrumento, como mercancía, como
miserable rueda de engranajes de una máquina grande, simple unidad productiva.
Sólo cuando se tome la personal dignidad del hombre como criterio de valoración
del hombre mismo y de su actividad, se tendrá el medio para aplacar las
discordias civiles y las divergencias, a veces profundas, entre -por ejemplo-
los dadores de trabajo y los trabajadores, y, sobre todo, para asegurar a la
institución familiar aquellas condiciones de vida, de trabajo y de asistencia,
aptas para hacer que cumpla mejor su función de célula de la sociedad y
primera comunidad constituida por Dios mismo para el desarrollo de la persona
humana.
No: la paz no podrá tener sólidos fundamentos, si
en los corazones no se alimenta el sentimiento de fraternidad, tal como debe
existir entre quienes tienen un mismo origen, y están llamados a los mismos
destinos. La conciencia de pertenecer a una única familia apaga en los
corazones la avidez, la codicia, la soberbia, el instinto de dominar a los demás,
que son la raíz de las disensiones y de las guerras; ella nos une a todos con
un vínculo superior y generosas solidaridad.
3) Paz internacional
5. La base de la paz internacional es, sobre todo, la
verdad. Pues que también en las relaciones internacionales vale la afirmación
cristiana: "La verdad os libertará". Veritas liberabit vos[viii].
Necesario es, por lo tanto, superar ciertas concepciones erróneas: el mito de
la fuerza, del nacionalismo u otro cualquiera, que han envenenado la vida
asociada de los pueblos, y fundar la pacífica convivencia sobre los principios
morales, según la enseñanza de la recta razón y de la doctrina cristiana.
A su lado, e iluminada por la verdad, ha de caminar la
justicia. Esta suprime las razones de discordia y de guerra, resuelve las
disputas, fija las obligaciones, precisa los deberes, responde a los derechos de
cada una de las partes.
La justicia a su vez tiene que estar integrada y
sostenida por la caridad cristiana. Quiere decir que el amor al prójimo,
y a la propia nación, no se ha de replegar sobre sí mismo, en una forma de egoísmo
cerrado y suspicaz del bien de los demás, sino que ha de ensancharse y
expandirse para abrazar, con un espontáneo movimiento hacia la solidaridad, a
todos los pueblos y entrelazar con ellos relaciones vitales. Así se podrá
hablar de convivencia, y no de simple coexistencia, la cual,
precisamente por estar privada de este hálito de solidaridad, alza barreras
tras de las cuales anidan la sospecha recíproca, el temor y el terror.
EXTRAVIOS DEL HOMBRE EN LA
BUSQUEDA DE LA PAZ
6. La paz es don incomparable de Dios. Pero también
es la suprema aspiración del hombre. Es indivisible. Ninguno de los
rasgos que constituyen su faz inconfundible puede ser ignorado o excluido.
Porque tampoco los hombres de nuestro tiempo han
cumplido integralmente las exigencias de la paz, resulta que los caminos de Dios
hacia la paz no se encuentran con los del hombre. De ahí la anormal situación
internacional de esta posguerra, que ha creado como dos bloques con todos sus
inconvenientes. No es un estado de guerra, pero tampoco es la paz, la paz
verdadera, aquella a la que ardientemente aspiran los pueblos.
Siendo la verdadera paz indivisible en sus diversos
aspectos, nunca llegará a existir en el plano social e internacional, si
primeramente ella misma no es un hecho interior. Luego, ante todo -conviene
repetirlo-, han de existir los "hombres de buena voluntad":
esto es, aquellos a los que los ángeles de Belén anunciaron la paz: Pax
hominibus bonae voluntatis[ix]. Paz de Cristo a los
hombres de buena voluntad. Porque sólo ellos pueden realizar las condiciones
contenidas en la definición de la paz dada por Santo Tomás: la ordenada
concordia de los ciudadanos[x],
orden, por lo tanto, y concordia. Mas ¿cómo podrá brotar esta
doble flor del orden y de la concordia, si las personas que tienen las
responsabilidades públicas, antes de valorar las ventajas y los peligros de sus
determinaciones, no se reconocieren sujetos personalmente a las eternas leyes
morales?
Resueltamente se habrán de quitar de en medio los
obstáculos interpuestos por la malicia del hombre. Se advierte la presencia de
estos obstáculos en la propaganda de la inmoralidad, en las injusticias
sociales, en el paro forzoso, en la miseria contrastante con el privilegio de
quienes pueden permitirse el despilfarro, en el pavoroso desequilibrio entre el
progreso técnico y el progreso moral de los pueblos, en la desenfrenada carrera
de los armamentos, sin que todavía se entrevea una seria posibilidad de llegar
a la solución del problema del desarme.
LA OBRA DE LA IGLESIA
7. Los últimos acontecimientos han creado una atmósfera
de la así llamada "distensión" que ha hecho florecer en muchos espíritus
las esperanzas, después de haber vivido, durante tanto tiempo, en un estado de
paz ficticia, en una situación siempre inestable, que más de una vez ha
amenazado con romperse.
Todo ello hace ver cuán arraigado se halla en el ánimo
de todos el anhelo de la paz.
Para que este común deseo se realice prontamente,
la Iglesia ruega confiada a Aquel que rige los destinos de los pueblos y que
puede convertir al bien los corazones de los gobernantes. No siendo ella hija
del mundo, aunque viviendo y obrando en el mundo, ella, así como ya en la
aurora del cristianismo alzaba -según escribía San Pablo a Timoteo- oraciones
y súplicas y acción de gracias por todos los hombres; por los reyes y por
todos cuantos se encuentran en las alturas del poder, para que podamos llevar
una vida tranquila y pacífica con toda piedad y dignidad[xi],
así también hoy con su oración acompaña todo cuanto en las relaciones
internacionales ayuda a la serenidad de los encuentros, a la regulación pacífica
de las controversias, a la aproximación de los pueblos y a la mutua colaboración.
Además de la oración, la Iglesia ofrece sus
maternales oficios, señala los incomparables tesoros de su doctrina, excita a
sus hijos a que presten su activa colaboración por la paz, recordando el célebre
aviso de San Agustín: Mayor gloria es matar las guerras con la palabra, que
a los hombres con la espada; y verdadera gloria es adquirir la paz con la paz[xii].
Esta es la misión y el deber suyo propio de la
Iglesia, trabajar por la paz; y ella tiene conciencia de no haber omitido nada
de cuanto le era posible hacer, a fin de asegurarla a los pueblos y a los
individuos. La Iglesia mira favorablemente toda seria iniciativa, que pueda
servir para ahorrar a la humanidad nuevos lutos, nuevas matanzas, nuevas
incalculables destrucciones.
Desgraciadamente todavía no han desaparecido las
causas que han perturbado y perturban el orden internacional. Por ello es
preciso secar las fuentes del mal: de otra suerte, siempre permanecerán
amenazadores los peligros para la paz.
Las causas del malestar internacional fueron
claramente denunciadas por Nuestro predecesor Pío XII, de inmortal memoria,
singularmente en sus Mensajes navideños de 1942 y 1943. Bien está el
repetirlas. Dichas causas son: la violación de los derechos y de la dignidad de
la persona humana y la ofensa a los de la familia y del trabajo; la subversión
del ordenamiento jurídico y del sano concepto del Estado según el espíritu
cristiano; la lesión de la libertad, de la integridad y de la seguridad de las
otras Naciones, cualquiera sea su extensión; la sistemática opresión de las
peculiaridades culturales y lingüísticas de las minorías nacionales; los cálculos
egoístas de quienes tienden a acaparar las fuentes económicas y las materias
de uso común, en daño de los otros pueblos; y, de modo particular, la
persecución de la religión y de la Iglesia.
Mas nótese todavía que la pacificación, que la
Iglesia desea, no ha de confundirse en modo alguno con el ceder o debilitar su
firmeza frente a ideologías y sistemas de vida, que se hallan en oposición
manifiesta e irreductible con la doctrina católica; ni significa indiferencia
frente a los gemidos que todavía llegan hasta Nos de las infelices regiones,
donde los derechos del hombre son ignorados, donde la mentira está adoptada por
sistema. Menos aún puede olvidarse el doloroso calvario de la Iglesia del
Silencio, allí donde los confesores de la fe, émulos de los primeros mártires
cristianos, están sometidos a sufrimientos y a tormentos sin fin por la causa
de Cristo: Estas realidades ponen en guardia contra un excesivo optimismo: pero
hacen tanto más ferviente nuestra oración por una vuelta verdaderamente
universal hacia el respeto de la humana y cristiana libertad.
Vuelvan, vuelvan todos los hombres de buena voluntad
a Cristo, escuchen la voz de su enseñanza divina que es la de su Vicario en la
tierra; la de los legítimos pastores, los Obispos. Volverán a encontrar la
verdad, que libera del error, de la mentira, de la ficción; acelerarán el
logro de la paz de Belén, anunciada por los ángeles a los hombres de buena
voluntad.
EXHORTACIONES Y PATERNALES DESEOS
8. Deseándolo así, orando así, ved cómo todos
hemos llegado como María y José, como los humildes pastores que descendían de
las colinas circundantes de Belén, como los Magos desde el Oriente, ante el
portal del recién nacido Salvador.
¡Oh Jesús, qué ternura al llegar nuestras almas
ante la sencillez del pesebre; cuán dulce y piadosa la conmoción de nuestros
corazones; cuán vivo el deseo de cooperar todos juntamente a la gran obra de la
paz universal ante ti, divino autor y príncipe de la paz!
En Belén todos han de encontrar su puesto. En
primera fila, los católicos. La Iglesia, especialmente ahora, quiere verlos
entregados a un esfuerzo de asimilación de su mensaje de paz, que es invitación
a un integral orientarse hacia los dictámenes de la ley divina que exige la
resuelta adhesión de todos, hasta el sacrificio. Con el estudio profundo debe
ir asociada la acción. En modo alguno pueden los católicos reducirse a la
simple posición de observadores, sino que han de sentirse como investidos por
un mandato de lo alto.
Indudablemente que el esfuerzo es largo y fatigoso.
Pero el misterio navideño da a todos la certeza de
que nada se pierde de la buena voluntad de los hombres, de cuanto ellos operan
con buena voluntad, tal vez hasta sin tener plena conciencia de ello, por el
advenimiento del reino de Dios a la tierra, y para que la "ciudad" del
hombre se modele según el ejemplo de la ciudad celestial. ¡Oh la ciudad -la civitas
Dei- que San Agustín saludaba, esplendente con la verdad que salva; con la
caridad que vivifica; con la eternidad que asegura![xiii].
Venerables Hermanos y amados Hijos, esparcidos por
el mundo entero:
9. Las últimas expresiones de este segundo Mensaje
navideño Nos recuerdan el primero Mensaje enviado al mundo, precisamente el 23
de diciembre de 1958. Ahora hace un año que el nuevo sucesor de San Pedro,
todavía conmovido todo por las primeras emociones de la alta misión a él
confiada de pastor de la Iglesia universal, con la timidez del nombre de Juan,
asumido para indicar la buena voluntad, ansiosa a la vez y decidida, hacia un
programa de preparación de los caminos del Señor, pensaba inmediatamente en
los valles que habían de rellenarse y en los montes que se debían rebajar, y
se lanzaba a su camino. Día por día después hubo de reconocer, con gran
humildad de espíritu, que en verdad estaba con él la mano del Altísimo. El
espectáculo de las muchedumbres religiosas y piadosas, que de todos los puntos
de la tierra se reunieron aquí en Roma, o en Castelgandolfo, para saludarlo,
para oírlo, para solicitar su bendición, fue continuo y conmovedor, a veces
sorprendente y maravilloso.
También Nos fueron ofrecidos dones que conservamos
con vivo sentimiento de gratitud. Entre los más gratos y significativos hay un
antiguo cuadro de buena escuela veneciana, que representa una "Sacra
conversación": María y José con Jesús, y un gracioso San Juanito, que
ofrece un dulce fruto a Jesús, acogido por éste con ligera sonrisa que llena
todo el conjunto pictórico con una celestial dulzura. El cuadro está ahora en
puesto de honor y se ha hecho familiar de Nuestra cotidiana oración en Nuestra
más íntima capilla.
Permitidnos, hermanos e hijos amados, que de ahí
tomemos inspiración la más feliz para la felicitación de Navidad, que Nos
gozamos en enviar a toda la Santa Iglesia y al mundo entero, con abierta y
confiada mirada.
10. La preocupación de la paz de Belén está en el
primer puesto de Nuestras solicitudes: pero aquella Sacra Conversación se
dilata ante nuestros ojos, hasta acoger en torno a sí, esto es, en torno a Jesús,
a María, a José y a Juan, a todos cuantos, con Nos y con vosotros, en el espíritu
del universal ministerio que fue confiado a Nuestra humilde persona, Nos amamos
especialmente in visceribus Christi. Nos referimos a cuantos sufren en la
angustia y por las miserias de la vida, y para los que la Navidad es dulce rayo
de consuelo y de esperanza; los enfermos y los débiles, objeto de atentos y
vigilantes cuidados y de singularísimo afecto: los que sufren en el espíritu y
en el corazón por las incertidumbres del porvenir, por las dificultades económicas,
por la humillación impuesta a alguna culpa cometida o presunta; los niños, los
predilectos de Jesús y que por su misma debilidad y ternura imponen un más
sagrado respeto y reclaman atenciones más delicadas; los ancianos de la vida, a
veces tentados en instantes de melancolía y de creerse inútiles.
Ante esta visión, la Iglesia confía sus
intenciones de oración y de deseo y sus preocupaciones apostólicas por todos
éstos, porque le son predilectos, y no por ellos solamente; sino también por
todos los humildes, los pobres, los trabajadores, los dadores de trabajo y los
depositarios del poder público y civil.
Y en estas antevísperas navideñas, ¿cómo podríamos
no recordar a Nuestros venerables Obispos, tanto del rito Latino como del
Oriental, de cuyo fervor de santificación personal y de cuya entrega a las
almas, en las frecuentes audiencias, hemos gustado toda la fraternal suavidad? Y
¿las pléyades generosas y heroicas de los misioneros, de las misioneras, de
los catequistas; y el grupo compacto y noble del clero secular y regular, y de
las religiosas pertenecientes a innumerables y beneméritos Institutos; y el
laicado católico, todo encendido en fervor por las obras de piedad cristiana,
de múltiple asistencia, de caridad y de educación? Y ni siquiera queremos
olvidar a nuestros hermanos separados, por los cuales asciende incesante Nuestra
oración al Cielo para que se cumpla la promesa de Cristo: unus pastor et
unum ovile.
El oficio del humilde Papa Juan es el de parare
Domino plebem perfectam[xiv],
exactamente como el oficio del Bautista, Su homónimo y patrono. Y no podría
imaginarse perfección más alta y más querida que la del triunfo de la paz
cristiana: que es paz de los corazones, paz en el orden social, en la vida, en
la prosperidad, en el mutuo respeto, en la fraternidad de todas las naciones.
Venerables Hermanos y amados Hijos: Dejad que a esta
pax Christi la grande y luminosa paz de la Navidad, dirijamos una vez más
Nuestro pensamiento y corazón: a todos vosotros, esparcidos por el mundo
entero, Nuestro saludo y felicitación -acompañados de los mejores deseos- de
alegría universal, y Nuestra Bendición Apostólica.
JUAN
XXIII
[i]Sermo 20 in Nativitate Domini PL 54, 193.
[ii]
Jer. 6, 14.
[iii]
Io. 14, 27.
[iv]
S. Aug. Confess. 1, 1, 1 PL 32, 661.
[v]
Iob 9, 4.
[vi]
Ps. 118, 65.
[vii]
Gal. 2, 20.
[viii] Io. 8, 32.
[ix] Luc. 2, 14.
[x]
Contra Gent. 3, 146.
[xi]
1 Tim. 2, 1-2.
[xii]
S. Aug. Epist. 129, 5 PL 33, 1019.
[xiii] Cf. Epist. 138, 3 PL 33, 533.
[xiv] Luc. 1, 17