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El silencio

Sólo cuando estudiamos música nos damos cuenta de que una melodía está formada no solo por notas, sino por una combinación de notas y de silencios. Tan importantes son los unos como las otras. Notas y silencios tienen su duración y su notación propia en el pentagrama, y los intérpretes deben ajustarse rigurosamente a dichas notaciones si no quieren falsear la belleza de la melodía. Dice el Eclesiastés que hay "un tiempo para callar y un tiempo para hablar" (Qo 3,7). Lleva toda una vida aprender a asignar el tiempo debido a una cosa y a la otra.

También la oración cristiana consiste en una correcta combinación de palabras y silencios. Ya el Señor advertía que la palabrería era una característica propia de la oración de los paganos. "Cuando oréis, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis aun antes de pedírselo" (Mt 6,7-8).

Sólo cuando dos personas han llegado a una gran intimidad pueden sentirse cómodas guardando silencio, sin sentirse obligadas a llenar el tiempo con palabras nerviosas y vacías. Nos dicen los maestros de oración, que a medida que va creciendo nuestra intimidad con Dios, la oración se va haciendo más silenciosa. La meditación profunda pasa por el silencio, por el cruce de miradas. Meditar no es sustituir unos ruidos exteriores por otros interiores. La verdadera meditación debe evitar también los "ruidos espirituales".

Hay silencios vacíos y silencios llenos. El verdadero silencio no es ausencia de palabras, sino asombro sosegado, armonía, presencia mutua. En este sentido el mercado puede ser un lugar tan adecuado para la oración como el monasterio.

Pensamos equivocadamente que al nombrar las palabras dominamos la realidad. El silencio nos hace más pobres y menos dominadores. Cuando renunciamos a ajustar en palabras la riqueza de nuestra experiencia estamos renunciando a controlar y a manipular esa realidad.

Las vivencias interiores más personales no pueden ser expresadas en palabras, sino más bien en símbolos. Dígaselo con flores. Cuando queremos trasmitir un sentido pésame al amigo que acaba de perder a su madre, nos damos cuenta de que las palabras nos saben a estopa en la boca. Es mejor guardar silencio y dejar que un fuerte abrazo diga todo lo que nuestras palabras no saben expresar.

Los amigos que visitaron a Job para consolarle tuvieron al principio el buen criterio de guardar silencio. "Juntos decidieron ir a condolerse y consolarle. Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces rompieron a llorar a gritos. Rasgaron sus mantos y se echaron polvo sobre sus cabezas. Luego se sentaron en el suelo junto a él durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que el dolor era muy grande" (Jb 2,11-13). ¡Ojalá que se hubieran quedado así calladitos más tiempo! En cuanto abrieron la boca, empezaron a estropearlo todo.

Esto es aún más cierto en nuestra relación con Dios. Encender una vela, inclinar la frente sobre el suelo, levantar los brazos, abrir las palmas de las manos, son gestos que expresan mejor nuestra actitud ante Dios que un discurso articulado.

El salmo 4 que rezamos en Completas al irnos a acostar, nos dice en la traducción de la Biblia de Jerusalén: "Hablad con vuestro corazón en el lecho ¡y silencio!" (Sal 4,5).

Decía Tagore: "Pues se te pega el polvo de las palabras muertas, lava tu alma con el silencio". El silencio es una higiene del espíritu. El silencio crea un clima adecuado para que Dios pueda hacer oír su palabra, una palabra que venga de más allá de nosotros mismos. Dice el libro de la Sabiduría: "Cuando un sosegado silencio lo envolvía todo y la noche se encontraba en mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente saltó del cielo" (Sb 18,14-15).

Los maestros de oración nos enseñan que hay que cuidar mucho la entrada en oración, y proponen unos preámbulos, o técnicas de meditación que pueden ayudar a crear ese silencio interior. Entre otros preámbulos nos aconsejan alcanzar un cierto nivel de relajación, pacificando todos los músculos de nuestro cuerpo donde se acumulan las tensiones de la vida ordinaria. Es muy importante también alcanzar una respiración honda, rítmica y pausada.

Puede ayudar la repetición de una frase musical muy corta, una antífona de Taizé, a manera de mantra. Ayuda también mucho a la relajación fijar la vista en algo que se mueve de una forma rítmica, como puede ser las olas que se rompen en la playa, o los troncos de leña que crepitan en el fuego. También puede ayudar a ir creando ese silencio interior el balancear el cuerpo rítmicamente, desplazando el peso de un pie al otro o inclinándose alternativamente hacia delante o hacia atrás.

Una vez llegados a ese nivel de conciencia más profundo de nosotros mismos, "cuando un sosegado silencio lo envuelve todo", cualquier simple palabra o cualquier imagen adquieren un relieve y unos contornos inusitados, "la Palabra omnipotente salta del cielo". No en vano nos enseñan que para ver mejor las estrellas hay que apagar las luces del jardín.

Elías intuyó la presencia divina en el monte Horeb no en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en el "susurro de una brisa suave" (1Re 19,12). Sólo entonces se cubrió la cabeza con el manto y adoró a Dios en aquella teofanía silenciosa.