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La confesión de los pecados

 

La celebración de la Eucaristía comienza siempre con la confesión de nuestra condición de pecadores. La expresamos con lenguaje corporal, llevándonos la mano al pecho. No se trata tanto de golpearse el pecho de forma masoquista, sino de señalar dónde está la responsabilidad de esos pecados que hoy reconozco ante Dios y ante mis hermanos. Sería bueno que cada vez que participamos en la Eucaristía fuéramos conscientes de algún fallo concreto del día anterior o de las horas anteriores. Para eso se nos deja unos breves momentos de silencio. Nunca faltará algún pecado que reconocer, supuesto que la Biblia dice que "el justo cae siete veces" (Prov 24,16).

Algunos no tienen dificultad de reconocerse como pecadores en abstracto. Pero esto puede ser una escapatoria para no reconocer ningún pecado concreto. Esa confesión es vaga y estéril. Decir que uno ama a todo el mundo suele ser una escapatoria para no amar a nadie en concreto y lo mismo decir que uno es muy pecador suele ser siempre un truco para evitar reconocer ningún pecado en concreto.

En cambio, hay gente que sí es muy lúcida en sus confesiones. Se nota que hilan muy fino. El que percibe los detalles pequeños muestra que está muy cerca de la luz. En cambio con poca luz sólo se ve la letra gorda. Ante un chorro de luz uno reconoce también la letra pequeña. "Pusiste nuestros secretos ante la luz de tu mirada" (Sal 90,8).

Dice San Agustín: "Mi pecado era tanto más incurable cuanto que no me tenía por pecador" (Confesiones V, 10.10). El que es remiso a la hora de reconocer sus pecados se priva de experimentar lo grande que es el perdón y el amor de Dios. Y como consecuencia, aquel a quien se le perdona poco, es decir, aquel que piensa que se le perdona poco, ama poco.

Hay un texto penitencial con el que os invito a orar confesando vuestros pecados. Está en el libro Daniel, un libro escrito durante una de las crisis más fuertes del pueblo judío. El autor reconoce que parte de la tragedia que se les ha venido encima se la han ganado. El autor le dice a Dios: "Nos lo merecemos, nos lo hemos ganado a pulso. Te doy la razón, Señor, y si te llevase a juicio resultarías inocente. Todo lo que nos ha pasado nos ha venido con justicia. Ya no podemos abrir la boca y estamos avergonzados" (Dn 3,37-38).

Job en cambio se profesaba inocente, y reconocía que no se había merecido todo lo que le había venido encima (Jb 16,17). Y efectivamente, muchas veces somos inocentes y nos toca sufrir por los pecados de los demás, no por los propios. Pero no siempre. Sería importante tener el discernimiento para distinguir cuándo ha sido por culpa nuestra y cuándo por culpa de los demás. Hay algunas personas que se sienten culpables por todo, y tampoco se trata de eso. La persona madura es capaz de confesar su culpa en algunas ocasiones y de profesar su inocencia en otras.

Reconocer los propios pecados no es fácil. Hay mecanismos de defensa que se activan, y resulta mucho más cómodo echarles la culpa a los demás. Me maravilla escuchar a personas mayores que hacen un balance de su vida diciendo: "No me arrepiento de nada de lo que hecho". "No tengo nada que reprocharme en la vida". Mi reacción espontánea cuando oigo estas fanfarronadas es decirme: "¡Qué envidia! Yo en cambio me reprocho miles de cosas que he hecho mal en mi vida".

Todos conocemos también a personas que sistemáticamente le echan la culpa a todos los demás de sus propios fallos. El caso más típico es el del estudiante que cuando suspende, siempre encuentra una buena excusa: "El profesor es injusto, las preguntas no venían en el programa o eran muy difíciles, la tiene tomada conmigo"... Pero nunca se pone la mano en el pecho para decir: "He faltado mucho a clase, no he dado ni golpe, veo demasiada televisión, me cuesta ponerme delante de los libros, he escogido una carrera demasiado difícil para mí"...

Una de las cosas más hermosas de la religión es que nos enseña a reconocer nuestra parte de culpa en que el mundo vaya tan mal como va. El reconocimiento de nuestros fallos no va en detrimento de nuestra autoestima. Al revés. Sólo el que tiene una gran autoestima se atreve a reconocer sus fallos sin miedo a autodestruirse. La única manera de liberarse de veras de la basura no es esconderla debajo de la alfombra, sino sacarla a la luz, sacarla de casa para que se la lleve el camión. El que no reconoce su culpa, la está ocultando bajo la alfombra y allí la basura se pudre y empieza a infectar toda la casa.

Ante el Dios que acoge con amor al pecador, la confesión es el método más eficaz para liberarse definitivamente de la culpa, y recuperar en el perdón la autoestima perdida en el pecado. Como dice el salmo: "Mientras callaba, se consumían mis huesos, se me secaba la savia en el bochorno del verano. Pero te declaré mi pecado, no te encubrí mi delito, propuse confesarme mis pecados ante Dios, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado" (Sal 32,3-5). Por eso la confesión de los pecados debe ser siempre parte integrante de nuestra oración y por eso la Eucaristía cada día nos invita a ejercitarnos en ella.

Tanto el judaísmo como el cristianismo han visto en el salmo 51, el Miserere, la joya literaria para expresar nuestro arrepentimiento. La tradición ha atribuido este salmo a David en el momento en que el profeta Natán le denunció el pecado tan grande que había cometido con la mujer de Urías (cf. 2 Sm 11-12). No es imposible que el autor haya pensado en el salmo en la experiencia de David, y se haya servido de ella como fuente de inspiración. Podríamos ver en el poema una relectura de la experiencia de conversión de David a la luz de la experiencia del exilio. Y cierto para le lector piadoso judío o cristiano, la referencia a David nos puede ayudar a rezar el salmo con realismo.

En nuestra escuela bíblica de oración este salmo es una de las lecciones obligadas para el aprendiz de orante. El salmo en sí mismo está dividido en dos cuadros. Como nos dice Schökel, el primer cuadro transcurre en el reino del pecado (Sal 51,3-11), y el segundo en el reino de la gracia (Sal 51,12-19). En el primer cuadro se nos habla del delito y el perdón en la "región oscura del pecado", y en el segundo se nos habla de la vida nueva del espíritu y el corazón, en la "región luminosa de la gracia".

El caer en la cuenta de nuestros fallos es un mazazo a nuestra suficiencia y nuestra vanidad. Si además ese pecado se hace público y tiene consecuencias destructivas palpables, podemos hablar de un quebrantamiento interior, de un "corazón quebrantado y humillado" (Sal 51,19). Cuando el corazón se ha roto, ¿quién podrá ya recomponerlo? No hay mejor noticia que saber que Dios no desprecia el corazón quebrantado y que sana los corazones quebrantados y cura sus heridas (Sal 147,3).

La primicia de la creación nueva es el corazón nuevo. Para hablar de este corazón nuevo que Dios forma en nosotros, la Biblia usa el verbo bara’ -crear- que designa una acción exclusiva de Dios. Tras haber confesado nuestros pecados, pedimos a Dios estrenar un corazón nuevo que emerge de las aguas bautismales, como parte de la nueva creación en Cristo.