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El poder intercesor de Elías

 

Durante el reinado de los impíos reyes Ajab y Jezabel, en el siglo IX antes de Cristo, hubo en Israel una de las sequías más pertinaces de la historia. El cielo se mantuvo cerrado por completo durante tres años y medio. Se acabaron las provisiones de alimento, se secaron las fuentes, se agostaron los pastos y murieron los ganados. A la viuda de Sarepta le quedaba ya sólo un poco de harina para cocer su último pan y morir de hambre (1 R 17,12).

La Biblia nos cuenta que, tras su desafío con los profetas del dios Baal, Elías entró en una cueva del monte Carmelo para orar pidiendo la lluvia. Ya previamente Dios le había manifestado su voluntad y su deseo de que volviese a llover: "Preséntate a Ajab, que voy a mandar lluvia sobre la tierra" (1 R 18,1).

Una vez más la Biblia nos quiere dejar claro que la iniciativa última viene de Dios, que nuestra oración no intenta forzar la voluntad de un Dios mal dispuesto. No se trata de lograr que Dios a regañadientes acabe concediéndonos lo que le pedimos. La oración es más bien un cauce limpio para el Dios de toda gracia, de quien proviene "toda dádiva buena y todo don perfecto" (Stg 1,17). En el diálogo entre Dios y el hombre, que caracteriza a toda auténtica oración, Dios es siempre quien tiene la iniciativa absoluta.

Pero Dios quiere que le pidamos esa lluvia que está ya dispuesto a dar. Tenemos que preparar nuestro corazón a recibir, ahondando previamente nuestro deseo. La oración es la herramienta que ahonda nuestro deseo y lo formula no tanto ante Dios, cuanto ante nosotros mismos. Por eso Dios mismo nos invita a pedir: "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá" (Lc 11,9).

Normalmente a nosotros los hombres no nos gusta que nos pidan. Muchas veces esquivamos a una persona si sospechamos que nos quiere pedir algo. A Dios en cambio le encanta que le pidamos. La oración es un acto de culto por el cual expresamos nuestra fe en Dios y en su bondad, nuestra dependencia de él, la indigencia que nos caracteriza. Nunca nos debe importar ponernos pesados con Dios. Mientras oramos se mantiene viva y despierta nuestra relación con él.

Además, con la oración nos convertimos en colaboradores eficaces de esas gracias que Dios nos quiere comunicar. Dios necesita hombres y mujeres de fe, como Elías, capaces de abrir y cerrar los cielos con su oración. "Elías era hombre frágil como nosotros, pero rezó pidiendo que no lloviese, y no llovió en la tierra tres años y seis meses. Rezó de nuevo y el cielo soltó la lluvia y la tierra dio sus frutos" (Stg 5,17-18).

Entremos de puntillas en la cueva para sorprender a Elías en su oración sin interrumpirle. Observémosle. Elías era un hombre de fe. Antes de ponerse a orar ya le había anunciado al rey Ajab el resultado: "Vete a comer y beber, que ya se oye el ruido de la lluvia" (1 R 18,41). Elías es como esas personas que en las rogativas para pedir la lluvia van a la ermita llevándose ya el paraguas consigo.

Elías oye "el ruido de la lluvia" incluso cuando el cielo está absolutamente azul. Parece que tuviera unos sensores especiales para captarla antes que los meteorólogos la detecten con sus instrumentos. El sensor especial que afina los sentidos del profeta no es otro que la fe.

Siete veces oró Elías en la cueva. Siete es un número bíblico que denota un número incontable. Al final de cada rato de oración, Elías pedía a su ayudante que se asomase para otear el mar y el cielo. Una y otra vez el ayudante le comunicaba que no se veía ni la más pequeña nube en el horizonte. ¿Os imagináis la decepción tras la cuarta, la quinta vez, de hacer su oración sin ver resultado ninguno? Cualquiera de nosotros hubiese tirado la toalla antes. Pero Elías era inasequible al desaliento. Era su fe en la promesa que Dios le había hecho la que lo mantenía firme.

Me impresiona también el relato de Naamán el leproso, a quien otro profeta de Israel, Eliseo, le mandó que se lavase siete veces en el Jordán para curarse de su lepra (2 R 5,10). Pienso que Naamán después de haberse lavado por tercera y cuarta vez sin notar ninguna mejoría, estaría tentado de desistir y volverse a su tierra. Pero tuvo la perseverancia de llegar hasta la séptima inmersión, y "su carne se tornó como la carne de un niño pequeño y quedó limpio" (2 R 5,14). Una de las parábolas lucanas sobre la oración insiste en la perseverancia en la oración a ejemplo de aquella viuda que pedía repetidamente justicia al juez prevaricador hasta que el juez le hizo justicia, aunque solo fuera por librarse de ella (Lc 18,5).

En el Nuevo Testamento son continuas las exhortaciones a orar perseverantemente, sin cansancio (Rm 12,12; Col 4,2). "Siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos" (Ef 6,18-19).

También Elías perseveró en su oración y finalmente, a la séptima vez, el ayudante le anunció que se veía una pequeña nubecita en el horizonte (1 R 18,44). Es todo lo que necesitaba el profeta. En aquella nube pequeña supo ver el signo de que su oración había sido escuchada. Los hombres y mujeres de fe saben reconocer en pequeños signos la respuesta a sus peticiones.

Muchas veces le pedimos a Dios flores, pero él sólo nos concede semillas. Hay que seguir creyendo que estas semillas son ya el cumplimiento de la promesa y poseen ya todo el contenido genético de lo que con el tiempo serán las flores.

Igualmente el anciano Simeón había pedido ver al Mesías de Israel antes de morir (Lc 2,26). Cuando un día fue al Templo impulsado por el Espíritu Santo, sólo vio allí un bebé llevado en brazos de su madre, pero en ese bebé reconoció la respuesta a sus oraciones y a las promesas de Dios. No vivió lo suficiente para ver cómo ese niño llegó a ser luz de las naciones y gloria de Israel. Quizás también nosotros muramos sin haber visto otra respuesta a nuestras oraciones que esa nubecita ambigua o ese bebé en brazos de su madre.