21

La zarza ardiendo

 

El libro del Éxodo nos presenta a Moisés en el desierto apacentando las cabras y dándole vueltas a sus problemas. El desierto es un lugar privilegiado para aprender a orar. Allí desaparecen las baratijas y los estímulos continuos que nos distraen. En aquella desnudez solo brilla el sol sobre la arena.

Junto a la ciudad de Murcia hay una cadena montañosa con dos vertientes. Una cae hacia la ciudad y la huerta, y la otra hacia el campo de Cartagena y el mar. Ambas caras de la montaña son absolutamente distintas. La cara que da a la huerta está toda ella arbolada y tiene unas vistas maravillosas. La cara que da al campo de Cartagena es un desierto que asemeja a un paisaje lunar.

Pues bien, en esa montaña hay una casa de oración muy sencilla. Siempre me llamó la atención que no construyeran la casa de oración en la cara bonita de la montaña, sino precisamente en el paisaje lunar. Los que escogieron este paraje sabían que, para orar, el desierto es un marco más adecuado que el jardín.

Dice Voillaume que el desierto lleva en sí el signo de la aridez, del desasimiento de los sentidos, tanto para la vista como para el oído; lleva en sí el signo de la pobreza, de la austeridad, de la sencillez más absoluta; el signo de la total impotencia del hombre que descubre su debilidad porque no puede subsistir en el desierto y se ve obligado a buscar su fuerza y su amparo en Dios solo. El desierto es "tierra seca y sombría, por donde nadie pasa, por donde nadie se asienta" (Jr 2,7), "soledad poblada de aullidos" (Dt 32,10), "enorme y temible desierto" (Dt 1,19).

Es precisamente en el desierto donde Moisés recibió la revelación del nombre de Dios. La situación de Moisés era penosa. Su pueblo estaba oprimido en Egipto por el faraón. En un arranque de generosidad él había intentado rebelarse matando a un egipcio, pero todo acabó en un fracaso (Ex 2,15). Tuvo que huir y ahora en el destierro, en aquel desierto, no puede hacer nada por sus hermanos.

De repente, en medio de sus cavilaciones, hay algo que solicita su atención desde fuera. Ve una zarza que arde sin consumirse. Lo primero que hace Moisés es maravillarse y "se acerca a ver", a observar. Se siente atraído por aquel fenómeno y por un momento deja de dar vueltas a sus problemas, abriéndose a otra realidad diferente.

Vemos aquí la naturaleza de la verdadera oración. Muchas personas van a orar, y no hacen más que seguir dándole vueltas a sus problemas en la oración. Giran estérilmente en torno a sí mismos, sin que se abra ninguna perspectiva nueva. Quedan "cerrados y sin salida". Son como el vehículo atrapado en el barro. Las ruedas giran vertiginosamente salpicándolo todo de barro. Pero, al no haber un punto de apoyo, el vehículo no puede avanzar ni un milímetro.

Las personas angustiadas no hacen más que repetir su propio disco, sin ser capaces de escuchar una palabra que les venga de fuera. Son incapaces de un verdadero diálogo. Hablan al amigo, al psicólogo, al sacerdote. Sueltan su rollo, y antes de recibir un consejo, se van buscando a otra persona a quien volver a soltar el mismo discurso. Hay una necesidad compulsiva de hablar y una total incapacidad de escucha.

Y sin embargo, la palabra que me salva, la que podría ofrecerme una solución a mis problemas no es la que yo me digo a mí mismo. Tiene que venir de fuera y descolocarme. Para eso necesito abrirme a escuchar algo que no sea el mero eco de mis propios planteamientos. Toda nueva respuesta requiere un nuevo planteamiento y para plantearse las cosas de nuevo hay que despojarse primero de los planteamientos viejos.

Dios comienza llamando a Moisés dos veces por su nombre (Ex 3,4). Antes de revelarle su propio nombre divino, muestra que sabe cómo se llama Moisés. ¡Qué importante sentirnos conocidos por él! Sólo así podremos conocerle como somos conocidos.

Para poder orar debo saber que tengo un nombre para Dios. La oración es un intercambio de nombres. Otros grandes orantes también se sintieron llamados dos veces por su nombre: Abrahán, Abrahán (Gn 22,1). Samuel, Samuel (1 S 3,10), Simón, Simón (Lc 22,31). Es Dios quien toma la iniciativa.

Lo siguiente palabra que escucha Moisés es "Descálzate, porque el terreno que pisas es un terreno sagrado" (Ex 3,5). También cuando nos acercamos al misterio de Dios en la oración, lo primero que se nos pide es descalzarnos. ¿Qué significan los zapatos? ¿Por qué estorban para un encuentro con el misterio de Dios?

Recordemos el significado simbólico de las botas de los soldados. Isaías nos habla de la "bota que taconea con estrépito" (Is 9,4). Cuando un ejército avanza y ocupa una ciudad, entra pisando fuerte, marcando el paso, diciendo: "Somos fuertes, pisamos fuerte, estamos seguros de nosotros mismos, estamos dispuestos a arrollarlo todo a nuestro paso". O recordemos los zapatos de tacón de las mujeres. Una mujer también sabe hacer una entrada pisando fuerte con los tacones para hacerse notar.

Por eso, cuando nos acercamos al terreno de Dios en la oración, lo primero que se nos dice es: "¡Descálzate! ¿A dónde vas de esa manera por la vida? A mí no te acerques así, pisando fuerte, dominando, controlando".

Los musulmanes se descalzan antes de orar. También los japoneses se descalzan antes de entrar en la casa para no contaminarla con toda la porquería de fuera que llevan en sus zapatos.

Descalzarse es despojarse de las propias seguridades, de logros ya conseguidos, de intuiciones parciales conseguidas con esfuerzo, de la propia sabiduría. La verdadera entrada en la oración nos invita a renunciar a ese poquito tan trabajosamente construido. Al descalzarnos de nuestras preguntas dejamos que sea Dios quien las formule de nuevo. Solo así lo absoluto de Dios puede relativizar todo lo demás.

La entrada en la oración supone un profundo acto de postración. Hay que acercarse con profundo respeto, como se acerca la liturgia a la cruz el día de Viernes Santo, como se acerca el ordenando al altar el día de su ordenación sacerdotal.

San Ignacio nos habla mucho de "reverencia" [EE 23] y nos invita a entrar en la oración haciendo "una reverencia o humillación" [EE 75]. Es importante tener un sentido de lo sagrado, de lo misterioso. Ante algo que repentinamente nos sobrecoge, uno se eriza. Estremecerse o erizarse son síntomas corporales de esa profunda conmoción que supone para el hombre el contacto con la trascendencia de Dios, ante el misterio fascinante de esa zarza que arde sin consumirse.

Sólo desde esa actitud nos podremos abrir a acoger la revelación de algo nuevo, que no sea el mero eco plácido de lo que lo que nos decimos a nosotros mismos en nuestras cavilaciones. Toda oración empieza y termina en un acto de profunda adoración.