Polaridades

 Juan Manuel Martín-Moreno González, sj.
 


1ª polaridad: Presidente vs. Asamblea

  a) Redescubrimiento de la asamblea

  b) Participación en ministerios

  c) El oficio de presidir

  d) Espiritualidad sacerdotal

2ª : Universal vs. local

3ª: Tradición vs. Inculturación

4ª: Rúbricas vs. creatividad

5ª: Palabra vs. Símbolo

6ª Sagrado vs. secular

7ª: Sacramento vs. fe

Notas

 

 

 

 

Después de estudiar las grandes intuiciones de la teología de la liturgia en el Vaticano II, vamos a analizar las diversas polaridades en las que se mueve el dinamismo de la reforma. La “polaridad” hace alusión a dos polos en tensión dinámica. Es precisamente esa tensión la fuente de vida y de riqueza. Pero la tendencia humana es siempre a suprimir las polaridades, a acentuar un polo a costa del otro. La verdadera reforma litúrgica busca siempre guardar el equilibrio entre ambos polos, evitando dar bandazos.

Vamos a reseñar seis polaridades diversas. Señalaremos en cada uno por donde pueden venir los radicalismos simplificadores, y por dónde debe avanzar un progreso armónico.

 

polaridad: presidente vs. asamblea 

 

1.- Redescubrimiento de la asamblea

La eclesiología que arrancaba de la división entre clero y laicos tenía su perfecta visibilización en la liturgia prevaticana. Los coros de canónicos se situaban en la parte privilegiada de las catedrales, aislados de los demás por unas rejas. El presbiterio se situaba en las alturas, separado de los fieles por una escalinata grandiosa. Quedaba resaltada así la función mediadora del sacerdote situado allá en lo alto, a medio camino entre el cielo y la tierra.

Pero la Lumen Gentium arranca de la consideración del Pueblo de Dios antes de pasar a hablar de los distintos ministerios en la Iglesia. La eclesiología de comunión que abrazó el Vaticano II va a tener su reflejo en la gran importancia que adquiere la asamblea en la liturgia. Es este quizás uno de los rasgos más emblemáticos de la reforma litúrgica.

El papel mediador entre Dios y los hombres no lo tiene ya el presbítero, sino la asamblea, dentro de la cual el presbítero ejerce su función. No contraponemos presbítero a asamblea. De la misma manera que no contraponemos cabeza a cuerpo. La cabeza es también parte del cuerpo. No hay cuerpo sin cabeza. No hay asamblea sin ministerios.

Pero tampoco hay ministerios sin asamblea. El origen último del ministerio no es la asamblea, sino Cristo, pero, como dice Borobio, “el ministerio no se origina al margen de o sin la comunidad”. El ministro no recibe directamente su mandato de Cristo, como lo recibieron los apóstoles o Pablo.[i]

La asamblea es la traducción de QHL, que en griego se traduce como ekklesia o synagoge. Estas palabras designan la convocatoria y el acto de reunirse. Qahal es asamblea general del pueblo. En su evolución semántica a designado el llamamiento, la leva, la reunión, la comunidad reunida, la Iglesia. Ecclesía no es sin más Iglesia, sino Iglesia convocada y reunida en un lugar concreto y en un momento preciso para celebrar los misterios del culto.

Dice la LG 26:Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testamento. Ellas son, cada una en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y plenitud (cf. 1Ts 1,5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad. En toda celebración, reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y "unidad del Cuerpo místico de Cristo sin la cual no puede haber salvación". En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica.

La creación de la asamblea es atribuida a una gracia del Espíritu Santo que se invoca sobre ella. Ya hablamos de la doble epíclesis sobre los dones y sobre la asamblea. En la segunda epíclesis, o epíclesis de comunión, se pide que el Espíritu Santo cree la perfecta unidad de quienes van a comulgar en el cuerpo y sangre de Cristo.

Es esta Iglesia o asamblea, que incluye al obispo, presbíteros y diáconos, la que directa y formalmente participa del sacerdocio de Cristo. La asamblea reunida es el reflejo y la expresión de la Iglesia. En ella se encarna la Iglesia y se hace visible; en ella y a través de ella se proyecta al mundo, sobre todo en la Iglesia local que celebra presidida por el Obispo. Con esto no quiere excluir el concilio que haya otras manifestaciones de la Iglesia. La liturgia es la expresión más visible de la Iglesia, pero no la única. También la Iglesia se manifiesta en la acción caritativa de los cristianos y de otras muchas formas.

El fundamento de esta participación está, como ya hemos dicho, en el sacerdocio común de los fieles. En la Eucaristía el pueblo ofrece los dones junto con el presidente. En SC 48 se dice que los fieles “aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él”. En este punto la SC va más allá de la Mediator Dei que usaba la expresión quodammodo, “en cierto modo”. Esta expresión quedó suprimida por el concilio.

De ahí surge la conciencia de que las acciones litúrgicas no son privadas sino que tienen un carácter comunitario (SC 26). Hay que devolver al cuerpo de la Iglesia lo que siempre había sido patrimonio suyo; la asamblea debe recuperar el protagonismo que había perdido a causa de un clericalismo abusivo. Pero no se trata de promover sólo una participación externa, sino una participación interior, consciente y plena. En el caso de la Liturgia de las Horas, el tenor de la SC es todavía bastante clerical, y los números 84-87 toman como paradigma al sacerdote y su obligación de rezar la liturgia. Son todavía resabios de una actitud clerical. En cambio, la Ordenación general de la Liturgia de las Horas de 1970, insiste en que “la  Liturgia de las Horas, como las demás acciones litúrgicas, no es una acción privada, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta e influye en él” (OGLH 20).

La Sacrosanctum Concilium prefiere la celebración comunitaria, con asistencia y participación de los fieles, a la individual y privada (SC 27). Esta participación comunitaria requiere que cada actor represente toda la parte que le corresponde y sólo aquella (SC 28), cosa que vale para todos los ministros (SC 29). Hay que promover la participación del pueblo con respuestas, aclamaciones y cantos (SC 30), y esta participación debe quedar recogida en las rúbricas (SC 31). Se prohíbe la acepción de personas o de condiciones en las ceremonias o en las solemnidades exteriores, fuera de la distinción que deriva de la función litúrgica, subrayando con ello la fraternidad de todos los participantes (SC 32).

Esta insistencia en el carácter comunitario de la celebración es la que motiva la recuperación de la concelebración, que ha contribuido a desprivatizar la Misa y a resaltar la unidad del sacerdocio y del sacrificio eucarístico (SC 57). Desde esta perspectiva resulta hoy incomprensible el que en la liturgia prevaticana se pudiesen celebrar distintas liturgias simultáneas en el mismo templo, y que unos fieles asistiesen a una y otros a otra.

Por lo tanto, hoy ya no se puede hablar de una asamblea que asiste a Misa, sino de una asamblea que celebra la Misa. Al obispo o presbítero que presiden la celebración, ya no cabe llamarles el “celebrante”, porque celebrantes son todos, sino el “presidente”. Esto que se insinuaba ya en SC 26, se afirma expresamente en la IGMR 1 y 7. Queda para siempre desterrada la expresión popular “Oír Misa”.

La asamblea tiene que ser convocada. Los que se reúnen no lo hacen por propia iniciativa. No acuden por una decisión autónoma. Siempre es Dios el que convoca a su pueblo. Es convocada por Dios y se reúne en su nombre. La actividad del hombre es siempre respuesta, no iniciativa.

Es una Asamblea reunida. Si se han reunido es porque en su origen vivían dispersos, separados. La asamblea debe ser plural, abigarrada. El único requisito que se exige es la fe. No puede estar reservada a élites, o a comprometidos. El nuevo pueblo de Dios reúne a los hombres por encima de lo que los separa. En Pentecostés en Jerusalén se reúnen partos, medos y elamitas. La Iglesia no tiene por qué hacer coincidir sus asambleas con comunidades o colectivos previamente hermanados u homogéneos. No se construye a partir de comunidades de base preexistentes. La palabra que convoca llama a los dispersos a reunirse, mediante la conversión, reconciliación y pacificación.

Por eso es una asamblea reconciliada. Sólo una asamblea reconciliada puede darse la paz. Trata de dar voz también a los marginados. Se trata de una comunidad de pecadores, no de puros. Jesús comía con los pecadores. Por eso rezamos el Confiteor y nos reconocemos como somos. El Confiteor no es un acto penitencial de vía estrecha, sino un reconocimiento de que los convocados somos todos pecadores, eso sí, pecadores que no han pactado con su pecado.

Es asamblea creyente. Creyentes son los que han escuchado el anuncio de Jesús y le han prestado adhesión incondicional y libre, no son simplemente personas que aceptan ideas o dogmas. El mayor desajuste de la liturgia tiene lugar cuando la mayoría de sus participantes son personas que no son ni se sienten creyentes. Es absurdo celebrar los misterios ante un colectivo no iniciado. Los no iniciados eran despedidos en el siglo IV tras la liturgia de la palabra. El catecumenado pretendía instaurar una ‘disciplina del arcano’.

Asamblea activa. El Espíritu con sus carismas despierta un dinamismo comunitario. La reunión es el espacio donde crecen y se desarrollan los carismas de todos.

Esta eclesiología de comunión acaba influyendo hasta en los más mínimos detalles de la reforma litúrgica. Influye mucho en la arquitectura de las iglesias postconciliares, donde el presbiterio ya sólo está elevado sobre la asamblea el mínimo para que sus acciones puedan ser vistas por todos. Se han eliminado las rejas, los comulgatorios. El centro de la Iglesia es el altar y no el sagrario, que ha quedado ahora desplazado a una capilla lateral. La disposición de la nave ya no es rectilínea, tipo tranvía, sino semicircular, de modo que los fieles se vean mejor unos a otros y se sientan más parte los unos de los otros. Se han eliminado los altares laterales adosados a las naves. Ha desaparecido el coro situado en la parte trasera de la iglesia. El ministerio del canto no puede situarse fuera de la asamblea, sino como parte de ella.

¿Puede haber una celebración sin asamblea? En el ritual tridentino nunca se aludía a la asamblea. Era un ser fantasmal (Bernal). Pero por lo menos, eso sí, se aseguraba que hubiera un acólito. Él era la asamblea. “Ni el monaguillo podía llegar a más, ni la asamblea a menos” (Bernal). En ninguna circunstancia se dispensaba de la presencia del acólito. Es bien conocido el caso del Padre Foucauld en Tamnrasset, cuando sólo podía celebrar la Eucaristía aprovechando que había algún turista cristiano de paso por el lugar.

En el ritual actual, la manera habitual de celebrar la Eucaristía es en la asamblea. Pero la legislación vuelve a sucumbir a la tentación de subterfugios y equívocos. La Mysterium Fidei dice que cualquier Misa, incluso la celebrada en privado por el sacerdote, es siempre acción de Cristo y de la Iglesia”.[ii] Uno de los temas debatidos hoy es la licitud de que el sacerdote celebre en total soledad. El concilio no declaró este punto, pero su espíritu es bien evidente: “Siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y quasi privada” (SC 27).

¿Puede haber asamblea sin sacerdote? Frente a determinadas teorías que postulaban esta posibilidad, salió la SCDF con la Sacerdotium ministeriale, de 6 de agosto de 1983, en la que se niega taxativamente dicha posibilidad.[iii]

En cualquier caso el gran reto pendiente es devolver a la asamblea su papel litúrgico. Esto conlleva una conversión, un cambio real. No puede haber reforma litúrgica sin reforma de la Iglesia. “Debe abandonarse la actitud que busca en la Eucaristía sólo la transustanciación y la transformación de las ‘especies eucarísticas’ (el pan y el vino). Se debe buscar en último término la transformación de la comunidad por la comunión del cuerpo y sangre de Cristo”.[iv]

Bibliografía sobre asamblea:

AA.VV., La asamblea litúrgica y su presidencia, Dossiers CPL 69, Barcelona 1996.

Aldazábal, J., La comunidad celebrante: Sus intervenciones en la Eucaristía, Dossiers CPL, Barcelona 1989.

Borobio, D., (ed.), La celebración en la Iglesia, vol. 1., Salamanca 1985, p. 217. Oración presidencial en 269-274.

López, J., “La participación de los fieles según los libros litúrgicos actuales y en la práctica”, Phase 24 (1984), 487-510.

López, J., “La comunidad como clave de la celebración”, Phase 29 (1989), 287-302.

Oñatibia, I., “Participar en el misterio salvador”, Phase 24 (1984), 471-486.

Rahner, K., et alii, La Asamblea, Cuadernos Phase, CPL, Barcelona.

Tena, P. et alii, La Iglesia celebrante y su teología, Cuadernos Phase, CPL, Barcelona.

Tena, P., “Iglesia-Asamblea. Una nueva aportación teológica”, Phase 28 (1988), 415-436.

 

 

2.- La participación en los ministerios

Frente al modelo “cleros y laicos”, ahora se vive el modelo “asamblea y ministerios”. La reforma ha multiplicado la intervención de todos en las respuestas, las aclamaciones, el responsorio del salmo, los cantos, las posturas corporales, las procesiones, los momentos de silencio. Ya no es posible oír Misa aislado desde un rincón de la iglesia mientras se reza o se lee algo que no tiene nada que ver con lo que está haciendo la asamblea. La Misa es cosa de todos.

Sin embargo el relieve que el concilio da a la asamblea como sujeto de la celebración no implica un carácter asambleario, es decir, no significa que todos tengan que hacerlo todo a coro. No todos tocan los instrumentos a la vez en una orquesta. En la ópera hay siempre una alternancia entre coro y solistas.

Un error corriente consiste en confundir “intervenir” con participar”. La verdadera participación no consiste en el hecho de desempeñar algún ministerio esporádico, sino en la entrada en la celebración con la totalidad de la persona, corporal y espiritualmente. No participa menos el que escucha que el que lee. “Sin participación mistérica, las ceremonias de la liturgia se convierten en una gesticulación delirante” (M. Carrouges). Por eso es absurdo el que, para que la asamblea participe más, tengan todos que decir en voz alta todas las oraciones a coro. No es ése el modo de evitar que la asamblea se aburra, o de conseguir que se aumente su nivel de participación.[v]

No todos los miembros de la asamblea deben asumir todas las actuaciones y servicios. Cada uno actúa cuando le corresponde. Las intervenciones no son un privilegio, sino un servicio. Es el principio que enuncia la SC en el número 28: “Cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción litúrgica”. La palabra “ministros”, que antes estaba reservada para el obispo o presbítero presidente, ahora se extiende a todos cuantos ejercen un servicio litúrgico. “Los acólitos, lectores, comentadores, y cuantos pertenecen a la Schola cantorum desempeñan un auténtico ministerio litúrgico” (SC 29).

Los distintos ministros deben actuar con vocación y profesionalidad. Eso significa que “sean instituidos para cumplir su función debida y ordenadamente”, que estén profundamente penetrados del espíritu de la liturgia”, y que “ejerzan su oficio con sincera piedad” (SC29)

La participación debe ser “activa, consciente y plena” (SC 11,14). Éste es un derecho inalienable de la comunidad cuyo ejercicio se debe promover y facilitar. Esta participación activa se convirtió en norma inspiradora de toda la reforma conciliar.

Además de preparar las ceremonias, la asamblea que quiere participar activamente debe prepararse para encontrar el Señor. La preparación de los corazones es obra común del Espíritu Santo, de la asamblea y sus ministros. Los primeros llamados a prepararse son los ministros, para que puedan estar ante la asamblea como iconos vivos. Toda entrada en la celebración pide un esfuerzo espiritual. Es necesario acercarse a la Sagrada Liturgia “con recta disposición de ánimo” (SC 11).

Cada actor debe representar toda la parte que le corresponde y sólo aquella (SC 28), cosa que vale para todos los ministros (SC 29). Los ritos deben promover la participación del pueblo con respuestas, aclamaciones y cantos (SC 30), que deben quedar indicados en las rúbricas (SC 31). Se prohíbe la acepción de personas o de condiciones tanto en las ceremonias como en su solemnización exterior (SC 32).

Para implementar esta pluralidad de ministerios, la Iglesia reformó profundamente la antigua institución de las órdenes menores. Antes del concilio había cuatro órdenes menores que sólo recibían los clérigos, como etapa en su marcha hacia el sacerdocio. Se trataba de las órdenes de ostiario, lector, acólito y exorcista. Hoy se conservan dos de ellas, el lectorado y el acolitado, pero no como funciones clericales en el camino hacia el sacerdocio, sino como ministerios estables y permanentes,  abierto a los laicos. La institución de lectores y acólitos se hizo por el motu proprio de Pablo VI Ministeria quaedam de 15 de agosto de 1972.[vi] Ya no se consideran “órdenes” menores. No se habla de “ordenar” lectores y acólitos, sino de instituirlos.

Quizás la restricción más dolorosa de dicho documento es el haber reservado ambos ministerios a los varones (nº 3582 del Enchiridion). Una vez más la realidad ha desbordado las previsiones, y en la práctica los lectores son indiferentemente varones y mujeres, lo cual ha hecho que la ceremonia de “institución” se haya vaciado de sentido, porque la mayor parte de los lectores no han sido “instituidos” formalmente.

 

Bibliografía sobre ministerios 

1.-Textos

Pablo VI, motu proprio Ministeria Quaedam de 15 de agosto de 1972 (cf. Enchiridion, p. 974-977).

SCCD, Carta a los presidentes de las Conferencias episcopales sobre la mujer y el servicio del altar (1994). Cf. Phase 34 (1994), 502-504.

Sagradas congregaciones romanas diversas, “Algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes”, 15 de agosto de 1997, cf. Enchiridion, 1495-1515.

 

2.- Comentarios

AA.VV., La Maison Dieu, nº 215 (1998).

Aldazábal, J., Ministerios de laicos, 5ª ed., Dossiers CPL 35, Barcelona 2000.

Aldazábal, J., “La mujer y el servicio al altar: luz verde”, Phase 34 (1994), 515-518.

Borobio, D., “Comunidad eclesial y ministerios”, Phase 21 (1981), 183-201.

Borobio, D., “Fundamentación sacramental de los servicios y ministerios”, Phase 27 (1987), 491-513.

Borobio, D., “Participación y ministerios litúrgicos. Condiciones de participación desde el ejercicio de los servicios y ministerios litúrgicos”, Phase 24 (1984), 511-528.

Borobio, D., et alii, Teología del ministerio, Cuadernos Phase, CPL, Barcelona.

Borobio, D., Ministerio sacerdotal y ministerios laicales”, Phase 38 (1998), 107-131.

Borobio, D., “Comunidad y ministerios”, Phase 38 (1998), 461-486.

Ministerios de laicos, Dossier CPL, Barcelona.

Pié, S., “Los ministerios confiados a los laicos”, Phase 38 (1998), 133-153.

Pié Ninot, S. y B. Botte, Apostolicidad y ministerio, Cuadernos Phase, CPL, Barcelona.

Tena, P., “La colaboración de los laicos en el ministerio”, Phase 38 (1998), 95-106.

 

3.- El oficio de presidir

En la historia de la Iglesia la comunidad nunca ha sido acéfala. Cuando hablamos de la asamblea no la contraponemos al sacerdote que la preside. No es verdadera asamblea cualquier reunión de fieles, sino sólo aquella convocada y presidida por aquellos que han recibido el ministerio gracias a la imposición de manos. Una asamblea no puede ordenar sacerdotes si no hay en ella un obispo que imponga las manos, y que a su vez haya recibido la imposición de manos de un presbítero ordenado.

Ya en las cartas pastorales se nos habla de una comunidad orgánica en la que hay obispos y presbíteros y diáconos. Siempre ha habido responsables de dirigir la comunidad. Esos responsables asumen la responsabilidad de presidir las celebraciones. El obispo, y el presbítero en su nombre, es ordenado no sólo para el culto, sino para el servicio de la palabra y para la coordinación pastoral.

Por eso la celebración no es un fenómeno aparte disociado de la vida de la comunidad. Es el mismo que preside la comunidad quien preside también la celebración. No hay una doble presidencia.

El fundamento del ministerio presidencial, o ministerio sacerdotal, es el don del Espíritu Santo transmitido por la imposición de manos. No es la comunidad concreta la depositaria de unos poderes espirituales que transmitiría al presidente. En el servicio de presidir se manifiesta la naturaleza dialógica de la liturgia, en diálogo intereclesial entre Cristo-cabeza y su cuerpo. El sacerdote preside “in persona Christi” (SC 33). Su presidencia es a la vez funcional, dando unidad y coordinando todos los ministerios, y también mística, visibilizando a Cristo como cabeza de la Iglesia, a Cristo servidor de sus hermanos, presente y actuante en medio de ellos. Preside también in nomine Ecclesiae, representando a la asamblea. Representa la iniciativa divina, la convocación de Dios en Cristo.

La propia liturgia señala los momentos en que el presidente actúa en nombre de la asamblea al dirigirse a Dios, y cuando actúa en nombre de Dios al dirigirse a la asamblea. El primer caso es el de las oraciones presidenciales, que están todas ellas en plural, y a las que se une el pueblo diciendo: “Amén”. Pero hay otras ocasiones en las que el presidente se dirige a la asamblea, y el pueblo escucha en silencio. En ellas el presbítero tiene un rol exclusivo, como sucede en el relato de la institución u otras fórmulas sacra-mentales.[vii]

Gracias a esta ordenación, el ministro ordenado puede realizar los gestos presidenciales, dirigir el conjunto de la acción celebrativa, ser responsable de su dinamismo, su ritmo, su vida, su autenticidad, su unidad, su coherencia. Es responsable también de la designación última de las personas encargadas de los otros servicios, de la preparación adecuada de todos ellos, de la toma de decisiones finales para concretar la marcha de la acción sagrada aquí y ahora.

La SC ha subrayado que una de las presencias específicas de Cristo en la acción litúrgica es su presencia “en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de sacerdotes, el mismo que entonces se ofreció en la cruz” (SC 7.33). De ahí la importancia de que se establezca un verdadero diálogo entre presidente y asamblea. A algunos presidentes vergonzantes les da reparo dialogar con la asamblea y dicen: “El Señor está con nosotros”, o “Que la bendición esté sobre nosotros”, evitando siempre usar el vosotros. Se subsumen a sí mismos en la asamblea, restando visibilidad al Cristo que la preside. Pero la Iglesia no puede fagocitar a Cristo y por eso necesita el continuo recurso al ministerio sacerdotal.

Se ha dado un movimiento pendular del sacerdote ‘hombre-orquesta’, al otro extremo, al de la presidencia débil, en la que el sacerdote se siente incómodo presidiendo. Preferiría fundirse simbióticamente con el pueblo, con el corro, sin destacar en ningún momento, ni tener ninguna visibilidad especial. Él mismo va cediendo su ministerio a los demás a pedazos, hasta que prácticamente al final no le queda nada que le sea propio. Se resiste a desempeñar su función simbólica y justifica esta actitud con el disfraz de humildad, o de fraternidad. Por eso no quiere vestiduras distintas de las que llevan los otros, ni asientos separados, ni oraciones que le sean propias. Rehúsa dar la comunión a los demás, porque eso de nuevo le haría destacarse; prefiere utilizar el self service, colocando la Eucaristía sobre el altar, para que cada uno se sirva. De ese modo ha roto el simbolismo de la comunión que es algo que uno recibe, algo que a uno le dan, y no algo que uno mismo coge o arrebata por sí mismo.

Esto origina una profunda crisis en la identidad sacerdotal que influye mucho en la misma crisis de las vocaciones. La cultura de hoy ha demonizado la autoridad, de un modo parecido a como antes se había demonizado el sexo. Hay una crisis de figuras paternas y no acabamos de asimilar la “muerte del padre”. No se comprende que lo paternal y lo fraternal no son dimensiones contradictorias. Ya Agustín decía: “Para vosotros soy obispo, con vosotros soy hermano”. Vobis sum episcopus, vobiscum sum frater.

A este propósito vamos a resumir un texto de L. Maldonado en el que habla del sacerdote como “icono materno paterno”.[viii]

La presencia icónica del padre y la madre son un retorno a las fuentes, pero no una regresión al infantilismo ni una huida a tiempos mejores del pasado. La figura paterna reaviva el sentimiento de cobijo y compañía y suscita un potencial de fuerza para aceptar lo inevitable y para ser pionero en situaciones desconocidas. Este retorno no cuestiona la autonomía del adulto sino proporciona un equilibrio entre autonomía y dependencia. Aun el héroe más animoso necesita el sentimiento de estar sostenido por alguien. Sin ese sentimiento nos hacemos arrogantes y osados.

El presidente de la celebración, el presbítero que predica, aparece inevitablemente como figura paterna o materna. Los hombres experimentamos cobijo gracias a la relación con nuestros padres. Por eso la muerte de nuestros padres es tan traumática, por más ancianos que sean, o por más que nosotros hayamos llegado a ser mucho más sabios y formados que ellos. Experimentar cobijo va siempre ligado en la vida con recuerdos e imágenes del afecto materno-paterno.

Merma y daña la vivencia litúrgica el pastor que se niega a asumir esta imagen icónica, pensando que es imposible vivir la fraternidad y a la vez simbolizar la imagen paterno-materna. El carisma de presidir se inserta en la condición bautismal de una societas aequalis (LG 32) en la que a nadie llamamos padre. Pero el presbítero es icono de una paternidad-maternidad no simplemente humana, sino trinitaria, libre de las limitaciones de lo creado.

Muchos signos e imágenes de la liturgia como cúpulas, ábsides, bóvedas, curvas y concavidades, apuntan a la maternidad. Por eso es importante la discreta preeminencia de la sede presidencial, y las plegarias monológicas que no conviene que deriven siempre en coros hablados.

Por supuesto que Maldonado apunta también al peligro contrario, el de que el presidente acapare ministerios, saque demasiado el cuello, infantilice a los demás. Clemente de Roma pide a los presidentes que son los obispos y presbíteros, que ejerzan su ministerios con “humildad, sosiego, calma, piedad y perfección”.[ix] Sugiere 14 puntos para que la presidencia no sea excesivamente dominante. Estoy de acuerdo con la mayoría de ellos, aunque no con todos. Hasta aquí la aportación de Maldonado.

Según la Sacrosanctum Concilium, que recoge aquí una fórmula de Santo Tomás, el sacerdote preside “in persona Christi” (SC 33), es decir, no sólo por designación de la asamblea o por delegación de ella, ni por sus méritos propios, sino por la imposición de manos recibida en la ordenación que le ha conferido el obispo, es decir, el sucesor de los apóstoles.

El arte de presidir, pues, consistirá en el arte de conjugar con tino esos dos roles contrarios, pero no contradictorios, uno ascendente, como delegado de la asamblea, y otro descendente, como representante de Cristo cabeza. En el pulso para mantener esta tensión de fuerzas, de doble dirección pero no de naturaleza distinta, estriba el reto que plantea el ministerio de presidir la celebración.[x]

Se evitarán así las caricaturas del presidente que ridiculiza J. M. Bernal:

El presidente encorsetado que nunca se sale del libro. Lanza los textos a la asamblea como pedruscos. No improvisa exhortaciones ni moniciones. Se sitúa sobre un pedestal ficticio de hieratismo.

El presidente hombre-orquesta: él se lo guisa y se lo come. Hace de lector, acólito, monitor, salmista. Se sitúa estratégicamente detrás del altar y lo controla todo desde allí. Enciende las velas, da al interruptor de la luz, pone en marcha la megafonía, toca las campanas, se acerca los vasos al altar, usa una patena-cáliz para dar él solo la comunión bajo ambas especies.

El presidente marioneta: Se deja servir por los otros ministros, y se deja guiar por el maestro de ceremonias. Espera constantemente a que se le diga lo que tiene que hacer y decir en cada momento. Es más bien el capellán de la baronesa o de la clase social (Manaranche).

El presidente vergonzante: considera que su ministerio presbiteral es un privilegio injusto y que su servicio de presidir es un abuso de poder que rompe las más elementales normas del procedimiento democrático. No es él quien debe decidir lo que se dice. Hay un pequeño equipo designado por la comunidad que es quien inicia y termina la celebración, dirige las oraciones, hace las moniciones. El cura es sólo un mago que pronuncia las palabras de la consagración.

El presidente dictador: Todo tiene que hacerse a su gusto. No promueve ni tolera iniciativas. Sólo admite en su entorno a monaguillos.

 

4.- Espiritualidad sacerdotal

Resumiremos unos párrafos de Manaranche en uno de sus libros sobre el sacerdocio. Trata sobre la alergia y el miedo que tienen hoy día muchos de asumir la identidad sacerdotal, y la función de presidencia de la asamblea. El igualitarismo fraternal es una utopía bajo forma religiosa o bajo forma secularizada. Es el rechazo de la alteridad, el rechazo del Padre en nombre de la madre, el miedo a la diferencia en el deseo de la fusión, del regreso al útero.

En este clima el sacerdote no puede vivir su originalidad, a pesar de los estudios en los que se nos dice de que actúa in persona Christi. Los fieles le niegan el derecho de representar al Señor; sólo le permiten el de representarles a ellos ante el Señor.

El sacerdote puede llegar a tener vergüenza de sí mismo, así como del Cristo al que representa. Se enrojece del evangelio entero. Considera su sacerdocio como un desgarro en el tejido fraternal. Tiene vergüenza de detentar un poder espiritual que le configura con Cristo cabeza y le da unas responsabilidades propias. Tiene vergüenza de ser un enviado en misión y no un mero delegado de la base; vergüenza de celebrar la Eucaristía en el lugar presidencial con un vestido litúrgico distinto de los demás, con oraciones que le pertenecen a él en exclusividad. Querría fusionarse, confundirse con los que están en el corro. Procura hacerse lo más invisible posible, sin comprender que la naturaleza de la sacramentalidad es precisamente la visibilidad. Se desembaraza de las tareas que le competen. Se siente obligado a pedir excusas cada vez que toma la palabra.

Por supuesto que en parte uno entiende que estos gestos son reacciones contra los excesos clericales de épocas pasadas, de los sacerdotes distantes, altaneros, rígidos, mandones, vestidos de puntillas y encajes. La sencillez, la afabilidad, el respeto a los demás deberían ser siempre bienvenidos en un sacerdote. Pero muchas veces las resistencias a la visibilidad sacerdotal no nacen de una mera discreción. Son un suicidio.

La carencia de sacerdotes debe ser un estímulo para que los fieles asuman las funciones que les son propias, pero de ningún modo se trata de enseñarles a saber prescindir del sacerdote en una total autogestión.

Hay el peligro de imaginar la Iglesia como una asociación que construimos nosotros los cristianos democráticamente. El pueblo de Dios se convierte así en una asamblea sin Padre ni madre. Exaltamos la comunidad cristiana a riesgo de englutir a Cristo. El grupo religioso pasa a identificarse tan totalmente con su Señor, que éste pasa a ser como un tótem mítico. En lugar de ser la Iglesia el símbolo de la presencia de Cristo, Cristo pasa a ser un símbolo cómodo de la comunidad. La Eucaristía se convierte en simple rito de iniciación a la vida del grupo.

Frente a estas degradaciones de la liturgia, el rol del sacerdote es precisamente la indispensable referencia de la Iglesia a su Señor, que establecer un diálogo interno entre cabeza y cuerpo. Hasta aquí el resumen de Manaranche.

El hecho de representar a Cristo ante la comunidad es una responsabilidad enorme. Señala J.M: Bernal que “la presidencia litúrgica conlleva necesariamente una serie importante de imperativos éticos y de compromisos”. “Presidir la asamblea del pueblo de Dios es ser el primero en la caridad; ser el primero en la lucha por la fraternidad y la justicia; ser el primero en el amor a los hermanos, a los más desprotegidos; ser el primero en la santidad”.[xi]

 Es en esta función, más que en ninguna otra, donde adquiere un sentido el celibato del sacerdote, para parecerse lo más literalmente posible a Jesús, y ser su icono ante la asamblea. El sacerdocio tiene una vocación icónica enormemente comprometida.

Escogemos muy bien el retrato que va a estar en la sala de nuestros hijos cuando nosotros faltemos. Queremos que sea el retrato por el que nos recuerden en algún gesto significativo. Al mirarlo, todos dirán: “¡Es él!”. Está “muy propio”. Pues bien, el icono por el que Jesús ha querido ser recordado en su comunidad es el de un discípulo suyo partiendo el pan en su nombre, y repitiendo los gestos de su última cena. ¡Qué responsabilidad tan grande el asumir esta vocación de dar visibilidad a Jesús en este gesto ritual!

Cuando un actor tiene que representar a un personaje muy definido, estudia su papel, trata de identificarse con él, para luego poderlo representar con verdad. Nunca aprenderá el sacerdote a presidir bien la Eucaristía, nunca podrá meterse suficientemente en el papel de Jesús entregando su vida a la comunidad.

Uno querría huir como Jonás. Lo atribuimos a humildad, pero en el fondo es miedo a la responsabilidad y al compromiso. Observamos cómo mucha gente en el templo no quiere sentarse en los primeros bancos. No siempre es por humildad, sino por falta de identificación.

El presidir la asamblea de un modo creativo, inspirador, dinámico, requiere poner en ello toda nuestra persona, sacrificando nuestra privacidad, sin atender a nuestros estados de ánimo, nuestras ganas y desganas. El payaso tiene que salir a hacer reír, tragándose sus posibles sentimientos de tristeza en momentos dados, pero sabe que se debe a su público. Presidir la liturgia nos exigirá muchas veces sobreponernos heroicamente a nuestros estados de ánimos, en momentos en que lo que nos saldría es callar, esconderse, hacerse invisible, y retirarse a un refugio privado.

Presidir la asamblea supone fomentar continuamente una preparación remota, y una preparación próxima. La preparación remota consiste en el cultivo de una auténtica vida espiritual y de una formación permanente: Attende tibi et doctrinae (1 Tm 4,16). La preparación próxima es el cuidado de preparar lecturas y moniciones, y procurar estar siempre “en forma”.

Otro aspecto que asusta del carácter sacerdotal es el hecho de que el sacerdote se deba a todos y no pueda rechazar a nadie. Preferimos ser personas de pequeños cenáculos, de nuestro pequeño círculo de amigos o de personas a quienes escogemos, y no de quienes nos escogen a nosotros. Los artistas repiten mucho que “se deben a su público” y lo viven con una cierta mística. Ser sacerdote es no poder rechazar a nadie y prestar una acogida a los que nos caen bien y a los que nos caen mal. 

Bibliografía sobre espiritualidad del sacerdote:

Borobio, D., “La función presidencial en la asamblea litúrgica”, Phase 10 (1970), 100-104.

Borobio, D., “Ministerio sacerdotal y ministerios laicales”, Phase 39 (1998),

Castellano, J., “El sacerdote, hombre eucarístico. Liturgia y vida”, Phase 40 (2000), 499-514.

Farnés, P., “¿Los presbíteros mezclados con el pueblo en las celebraciones litúrgicas?”, Phase 9 (1969), 490-494.

González Faus, I., Hombres de la comunidad. Apuntes sobre el ministerio eclesial, Sal Terrae, Santander 1989.

Greshake, G., Ser sacerdote. Teología y espiritualidad del ministerio sacerdotal, Sígueme, Salamanca 1995.

Juan Pablo II et alii, La liturgia en la vida sacerdotal, Cuadernos Phase, CPL, Barcelona.

López, J., “Oración y ministerio en la vida del presbítero”, Phase 41 (2001), 327-341.

Llabres, P., “La celebración de la Eucaristía en la vida del sacerdote”, Phase 28 (1988), 353-360.

Llabres, P., “La identidad del ministerio ordenado a partir de la función litúrgica”, Phase 21 (1981), 241-254.

Llabrés, P., “Presidir la Eucaristía”, Phase 16 (1976), 131-137.

Manaranche, A., Al servicio de los hombres, 2ª ed., Sígueme, Salamanca 1982.

Manaranche, A., Le prêtre, ce prophète, Fayard, Paris 1982.

Martín Velasco, J., “Crisis de la condición sacramental del ministerio presbiteral. Notas para un análisis de la situación”, Phase 21 (1981), 255-262.

Precht, C., Pastores al estilo de Jesús, CELAM, Bogotá 1998.

Secretariado nacional de liturgia, El presidente de la celebración, PPC, Madrid 1988.

Tena, P., “Espiritualidad litúrgica del sacerdote”, Phase 27 (1987), 375-382.

Tena, P., “La presidencia de la celebración en crisis”, Phase 8 (1968), 515-532.

Uriarte, J.M., Ministerio presbiteral y espiritualidad, Idatz, San Sebastián 1999.

 

Bibliografía sobre el arte de presidir

De Pedro, A., “El arte de presidir y animar la celebración”, Phase 29 (1989), 317-320.

Llopis, J., “Algunas claves del arte de la celebración”, Phase 29 (1989), 303-312.

 

polaridad: Iglesia universal vs. comunidad local

Una segunda tensión litúrgica que queremos estudiar es la que se da entre la conciencia de pertenecer a la Iglesia universal, y la conciencia de pertenecer a un grupo más pequeño y homogéneo. ¿Qué decir de las Eucaristías para pequeñas comunidades de base, equipos de matrimonios, Eucaristías para jóvenes, etc...?

Por una parte hay una conciencia clara de todas las acciones litúrgicas son públicas. “No son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia... Pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan” (SC 26).

Eso significa que en principio no se puede negar el acceso a la liturgia a ningún fiel, so color de que la presencia de un extraño restaría intimidad al grupo de los habituales, o que impediría al grupo tener determinadas expresiones singulares que podrían chocar a los extraños no iniciados. Nunca un cristiano puede ser considerado un extraño allí donde se celebran los misterios de Dios.

Es cierto que los grupos comunitarios necesitan tener sus momentos íntimos para comunicarse, para hacer revisión de vida o corrección fraterna. Es evidente que no cualquiera puede asistir a actos de esta naturaleza. Por eso, los momentos que exigen intimidad deberían tenerse al margen de la liturgia. Para esto existen otras muchas celebraciones distintas. El concilio recuerda que “la Sagrada Liturgia no abarca toda la vida espiritual” (SC 12). “Se recomiendan encarecidamente los ejercicios piadosos del pueblo cristiano” (SC 13).

El carácter público de la liturgia debe ser reforzado en la celebración del día del Señor. “Hay que trabajar para que florezca el sentido comunitario parroquial, sobre todo en la celebración común de la Misa dominical” (SC 42). El domingo las pequeñas comunidades no deberían celebrar Misas separadas, sino procurar acudir a la Misa parroquial, y aportar a ella su presencia, sus dones y carismas.

Un peligro muy grande, sobre todo con los jóvenes, es que se acostumbren a participar sólo en las celebraciones de dentro del “nicho”, y luego no participen en la Eucaristía de la Iglesia cuando se trasladan a vivir a otra parte, o cuando están de viaje, o durante las vacaciones.

Otro gran peligro es que si todos los grupos un poco más motivados y preparados celebran la Eucaristía por separado, las Misas parroquiales se empobrecen mucho, y dejan de ser epifanía de una comunidad rica en dones y carismas.

En las grandes ciudades, que son más impersonales, no siempre es posible ni deseable que los fieles participen en la Eucaristía de la iglesia más próxima. En estos casos puede ser muy útil que en la ciudad haya Eucaristías de características más definidas, que puedan diversificar la oferta de modo que los fieles puedan escoger aquellas cuyo dinamismo ayude mejor a su vida espiritual, o donde pueda encontrar un tipo de predicación o un tipo de expresión musical más acorde con su sensibilidad.

Por otra parte la asistencia habitual a una misma iglesia favorece los contactos comunitarios estables, y el conocimiento mutuo entre los asistentes, que son elementos que siempre favorecen un sentido de comunión.

Fuera del domingo, hay la oportunidad de que pequeñas comunidades eclesiales domésticas, puedan celebrar juntas la Eucaristía, con tal que nunca sean exclusivas por principio. Estas Eucaristías suelen celebrarse en espacios reducidos habilitados provisionalmente para la celebración. La propia naturaleza de estas Eucaristías en pequeño grupo sugiere la posibilidad de determinados ajustes en los ritos, y dan la posibilidad de celebrar acontecimientos especialmente significativos en la vida de una familia, o de una pequeña comunidad.

Pero habría que evitar a toda costa que estas celebraciones más íntimas pierdan su carácter ritual, y se acabe esfumando de ellas el clima de misterio. En la medida en que se abandonan vestiduras sagradas, vasos sagrados dejan de ser comidas simbólicas para convertirse en comidas de vida ordinaria. La liturgia no es un acto más de la vida ordinaria, sino una celebración extraordinaria de lo que se vive en la vida ordinaria.

Dice J.M. Bernal, que ciertamente no es sospechoso de conservadurismo litúrgico: “Muchas de estas celebraciones se han convertido en verdaderas tertulias espirituales, en las que por encima del clima celebrativo, lo que prevalece es la preocupación ética y el esfuerzo por la militancia comprometida. El rechazo del ritualismo ha derivado en un tipo de celebraciones chatas, amorfas, en las que se evita cualquier forma de expresión corporal o gestual, celebraciones decapitadas en las que todos o cualquiera presiden, con una discutible calidad en los cantos, sin fuerza expresiva en los símbolos. Terminan transmitiendo una imagen capillista de ghetto”.[xii]

Estos grupos pueden ofrecer un nicho más cálido, mayor autenticidad y espontaneidad, mayor creatividad litúrgica. Pero nunca debemos olvidar que celebramos en nombre de la Iglesia, y que la asamblea no es nunca un club de amigos que expresan los lazos que les unen dentro del grupo.

En determinados momentos pueden surgir conflictos debidos a la tensión entre la doble polaridad de gran Iglesia y pequeña comunidad. Puede suceder que la Iglesia universal esté celebrando una cosa, y un determinado grupo esté celebrando otra cosa distinta. ¿Qué hacer cuando un grupo concreto celebra la muerte y el funeral de uno de sus miembros, mientras la Iglesia universal celebra, digamos, Pentecostés? ¿Qué tono dar a la Eucaristía ese día? De suyo existe una tabla de precedencias en las distintas celebraciones litúrgicas, en la que se especifica qué hay que hacer cuando en un mismo día coinciden celebraciones diversas del calendario general, de los calendarios particulares, y de las necesidades de los pequeños grupos.

La propia Iglesia recomienda que en ocasiones haya Eucaristías especiales para grupos homogéneos. El caso más notable es el de las Misas de niños que tienen formularios propios. Algo parecido podríamos decir sobre las Misas de jóvenes, de universitarios, matrimonios... Podrían resolver problemas de lenguaje, de comunicación. Pero a la larga empobrecen, porque son comunidades artificiales, y mutilan la riqueza de la sociedad heterogénea, plural y variada. Uno de los demonios de nuestro tiempo es el que está llevando a los jóvenes a aislarse en un mundo artificial de ellos, multiplicando los gestos distintivos en su estilo de vida, en los horarios, en su modo de vestir, en su lenguaje, en su incapacidad de participar con los adultos en el seno de la familia o de otras instituciones. ¿Conviene alentar esta tendencia?

Una pastoral diferencial podría, en principio, resultar atractiva para los jóvenes, pero al favorecer en ellos tendencias que deberían más bien ser cuestionadas, podría acabar siendo después de todo pan para hoy y hambre para mañana. Esos jóvenes, incapaces ya de participar en las celebraciones parroquiales, acaban abandonando la práctica de los sacramentos tan pronto como se deshace el nicho cálido que era el único en el que sabían celebrar. El común denominador que debe empastar a una comunidad cristiana no son tanto las cosas adventicias, sino la fe en Jesús y la aceptación de su mensaje, y el sentido de identidad con una gran comunidad que no se limita a mis “colegas” de hoy.

Un problema específico que trató el concilio es el de los calendarios de la Iglesia universal, y los calendarios de las Iglesias locales o regionales. El antiguo calendario era único. En él tenían preponderancia los santos de Roma. El concilio por una parte, como veremos, quiso restringir el número de fiestas de santos, para centrarse más en los tiempos litúrgicos fuertes. Por otra parte quería dar cabida a que las Iglesias locales celebrasen sus propios santos. La única manera de lograr esto fue el diseñar un calendario universal, con muy pocos santos, que tuviesen relieve universal, y dejar luego el que las Iglesias locales estableciesen su propio calendario para los santos y conmemoraciones propias de ellos (SC 111).

Iglesia local y Liturgia, La Maison Dieu, nº 165 (1986).

 

polaridad: tradición vs. inculturación

Pasamos a examinar una nueva polaridad en la liturgia que genera una tensión entre la fidelidad a la tradición y la fidelidad a la cultura propia de cada pueblo en el contexto histórico. Se suele usar la palabra “inculturación” en un sentido muy light, para todo tipo de subculturas o contraculturas. En un sentido estricto no cabe hablar de una cultura de los jóvenes, ni de una cultura del pueblo andaluz o vasco. Todas ellas son pequeñas variantes de la cultura occidental moderna. Las contraposiciones culturales se establecen entre modelos realmente diversos, como puede suceder entre sociedades primitivas y sociedades evolucionadas, o entre la cultura occidental y la cultura del Extremo Oriente, o de África, por poner algún ejemplo.

En algunos puntos, como el uso del latín, la Sacrosanctum Concilium se quedó muy corta y fue muy pronto desbordada por la realidad. En cambio, en el tema de la inculturación, la SC fue muy lejos en sus buenas intenciones, pero luego en la recepción postconciliar se ha quedado en un nivel muy pobre de desarrollo.

El Vaticano II propició el respeto a la diversidad y a los méritos y valores de los otros, y la preocupación por adaptarse a diferentes culturas (SC 37-40). Respeta debidamente las tradiciones de cada pueblo y la diversidad resultante (SC 37). La normativa de pluralismo se aplica a las Iglesias orientales, pero vale también para las diferencias que se puedan introducir en el mismo rito romano (SC 38), especialmente en las misiones (SC 40, 39, 119, 123). En el Decreto Ad Gentes (AG 9) se habla de una catequesis adaptada y una liturgia acomodada a la idiosincrasia de cada pueblo.

Para ello se conceden a los obispos poderes en el terreno litúrgico. “La reglamentación de la sagrada liturgia es de competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede apostólica, y en la medida que determine la ley, en el obispo. En virtud del poder concedido por el derecho, la reglamentación de las cuestiones litúrgicas corresponde también, dentro de los límites establecidos, a las competentes asambleas territoriales de Obispos de distintas clases, legítimamente constituidos” (SC 22).

Reconoce el Vaticano II que en determinadas áreas hace falta una adaptación más profunda. Es sobre todo en SC 40, donde se propone un proyecto valiente e imaginativo, con las debidas reservas. Es precisamente éste el proyecto que, en gran parte, se ha quedado sin desarrollar en la etapa postconciliar. Especialmente en esta última década se han multiplicado los conflictos entre dicasterios romanos y conferencias episcopales, en lo que respecta a innovaciones litúrgicas, traducciones oficiales, etc. La curia romana parece estar tomando en estos últimos tiempos una interpretación muy restrictiva de estas orientaciones conciliares del n. 40 de la Sacrosanctum Concilium.

El hombre de hoy está muy marcado por tendencias de la mentalidad y la ideología contemporánea. El concilio quiere que el lenguaje ritual y verbal se adapte a esta cultura. Pretende crear un clima ritual que no resulte extraño al hombre de hoy. La Iglesia debe mantener una doble fidelidad. Fidelidad a la liturgia como don confiado a la Iglesia, y fidelidad al hombre de hoy. Eso llevará a discernir entre los elementos permanentes y los adventicios (SC 1). Comienza reconociendo el concilio que en la liturgia hay una parte inmutable, y otras partes sujetas a cambio (SC 21). Por eso se refiere a la conservación de la sana tradición y el progreso legítimo (SC 23). En este mismo número se dan los principios generales que deben regir esta atención simultánea a la sana tradición y al progreso: investigación concienzuda, experiencia, y decisión de no innovar por innovar, a menos que haya una utilidad verdadera y cierta de la Iglesia.

Estos principios han llevado a lo que se ha dado en llamar inculturación de la liturgia (SC 37-40). La Iglesia no pretende imponer una rígida uniformidad. Los libros litúrgicos normativos preverán una cierta flexibilidad, pero incluso en ciertos lugares puede haber adaptaciones más profundas que equivalgan a nuevos ritos.

Desde un pluralismo litúrgico es necesario adaptarse a razas, clases sociales, edades, pero hay el peligro de que estos grupos se vayan convirtiendo en sectas. Se requiere una doble fidelidad a la Iglesia y al propio grupo, lo cual provoca tensión y búsqueda de equilibrio entre espontaneidad y objetividad, creatividad y tradición, libertad y comunión eclesial. 

Bibliografía sobre inculturación de la liturgia

Aldazábal, J., “Preguntas serias sobre la liturgia. III ¿Tiene que adaptarse la liturgia a las diversas culturas?”, Phase 18 (1978), 83-99.

Aldazábal, J., “Lecciones de la historia sobre la inculturación”, Phase 35 (1995), 93-112.

Canals, J.M., “Realizaciones de inculturación en la liturgia romana”, Phase 35 (1995), 113-126.

CELAM, Documentos del CELAM 1987-1988, “Liturgia e inculturación”, Phase 29 (1989), 162-174.

Chupungo, J. et alii, La inculturación en la liturgia, Cuadernos Phase, CPL, Barcelona.

González, R., “Adaptación, inculturación, creatividad”, Phase 27 (1987), 129-152.

Inculturación, AA.VV., La Maison Dieu, nº 179 (1989).

Inculturación, AA.VV., Questions Liturgiques 77 1-2 (1996).

Manzanares, J., “Liturgia y descentralización en el concilio Vaticano II”, Analecta Gregoriana 177 (1970).

Martín Velasco, J., “Los ritos cristianos en situación de pluralismo cultural y religioso”, Phase 31 (1991), 271-284.

Sagrada Congregación para el culto divino, IV instrucción para aplicar debidamente la Constitución Sacrosanctum Concilium, ‘La Liturgia romana y la inculturación’, de 25.1.94, en A. Pardo, Enchiridion. Documentación litúrgica postconciliar, pp. 1516-1536; cf. Phase 35 (1995), 143-168.

Yáñez, J., La inculturación en la liturgia”, Phase 35 (1995), 135-142.

 

polaridad: rúbricas vs. creatividad

¿Cómo conjugar la creatividad con el seguimiento fiel de las rúbricas indicadas en los libros litúrgicos? Los historiadores de la liturgia coinciden en pensar que en una primera fase hasta el siglo IV, tanto en Oriente como en Occidente hubo una etapa de improvisación. La presidencia de la liturgia tenía un carácter profético. No se trata de una improvisación en el momento mismo de la celebración, sino del uso de fórmulas preparadas previamente por escrito. Este hecho produjo una gran abundancia de anáforas, tal como testimonia la Didajé,[xiii] Justino,[xiv] Hipólito.[xv]

Los problemas prácticos que creaba esta costumbre fue llevando al uso de textos fijos, tal como se ha han venido usando a lo largo de toda la historia de la liturgia oriental y occidental. Modernamente tras el concilio surgió una época de experimentación, en la que no faltaron todo tipo de improvisaciones. Se usaron Anáforas nuevas, no aprobadas por la Iglesia, que llegaron a codificarse en antologías que eran utilizadas en celebraciones más experimentales.[xvi] Este tipo de práctica ha ido cayendo en desuso, y hoy sólo continúa en comunidades muy marginales.

En realidad, en toda liturgia celebrada con verdadero espíritu nunca falta la creatividad. Nunca hay dos liturgias iguales. La novedad de la liturgia está en lo que cada uno aporta de nuevo en su vida espiritual, en la novedad del perdón que hemos recibido para los pecados nuevos que hemos cometido, en la gracia nueva que agradecemos, en el recuerdo nuevo que celebramos, en la fiesta litúrgica propia de cada día, en la nueva necesidad urgente que nos agobia hoy, en las personas concretas que celebran con nosotros, en la llamada nueva que recibimos de parte de Dios, en la ofrenda nueva que traemos al altar, en la palabra nueva que se nos ofrece en las lecturas propias de cada día, en los cantos nuevos que se han escogido para esa ocasión, en la homilía nueva del presidente y en sus moniciones, en el adorno nuevo del altar…

Si hay rutina en nuestra vida espiritual, ni la celebración más estrambótica podrá aportarnos novedad ninguna. Pero si hay novedad en nuestra vida espiritual, aun eucaristías fotocopiadas tendrán un sabor diferente.

La liturgia no se repite como se repite una película que se pone dos veces diarias en sesión de tarde y noche. Se repite más bien como una pieza de teatro, que cada director y cada actor contribuyen a recrear de una forma nueva. Las celebraciones no tienen por qué ser una fotocopia la una de la otra, sino que permiten una originalidad irrepetible.

Una de las novedades introducidas en la reforma conciliar es la oferta de textos opcionales, en los que se sugieren varios modelos, y en algunos casos se le deja al presidente la posibilidad de componer él mismo libremente su propia monición o texto. Esto contribuye a que el presidente no sea un mero repetidor de fórmulas escritas, sino un verdadero animador de la celebración. Este es el caso del saludo a la asamblea, del acto penitencial, de la oración de los fieles, de las moniciones al Padre nuestro, de los prefacios... Especialmente significativa es la posibilidad de optar entre varias plegarias eucarísticas, en contraste con la única plegaria eucarística prevaticana, el Canon romano.

El uso sabio e inspirado que el presidente haga de estas opciones, contribuirá a dar al acto litúrgico un color especial, adaptado a la naturaleza del tiempo litúrgico, a la fiesta del día, a las circunstancias especiales del grupo celebrante, o al tema de las lecturas. Para ello no es necesario que las moniciones compuestas sean largas. Basta una pequeña frase para crear un ambiente, para sugerir una actitud, para recordar una lectura.

Otro nivel de creatividad receptiva es también la asimilación de los diversos elementos del ritual, la comprensión creyente de la Escritura, la comunicación con la asamblea, la dicción lo más perfecta posible, el ritmo en la acción sin pesadez en los momentos muertos, la calidad de la homilía, el cuidado de los elementos externos - luces, micrófonos-, y del revestimiento cultural -cantos, ornamentos, gestos, flores...

De esta forma la función del presidente se hace más viva y personal, pero también más difícil. Algunos miembros del clero, habituados a decir Misa concentrados en su devoción personal y distanciados del pueblo, se sienten ahora mal preparados para presidir una celebración que les exige una comunicación mucho más directa y eficaz con la Asamblea; prefieren remitirse a la mera lectura de lo que está escrito, sin tener que esforzarse por improvisar nada.

Dice Rovira Belloso que no hace falta que los ministros tengan dotes extraordinarias de creatividad o de animación festiva. Basta con que sean creyentes, contemplativos y con vocación para orar con otros.[xvii]

Aun en el caso de los presbíteros que sean incapaces de improvisar una monición, ya sería un gran paso si al menos pudiesen evitar los tonillos profesionales y rutinarios en la lectura de los textos escritos o memorizados. ¿Cómo lograr la sinceridad en el recitado de un texto? Hay que intentar recitar dando vida, evitando la monotonía del bisbiseo, pero evitando también el recurso facilón a esas muletillas que pretenden introducir un lenguaje conversacional e informal, pero que al final acaban ritualizándose. Me refiere a muletillas tales como “pues”, “bueno”... Como hemos dicho, en algunas ocasiones, pequeñas frases sugerentes pueden ayudar a profundizar en el momento que se está viviendo, con tal que sean son espontáneas y no forzadas, y surjan de una inspiración y no de una política. Últimamente el sacerdote sólo dará una impresión de sinceridad y autenticidad si realmente está orando por dentro al mismo tiempo que ora por fuera.

Pero es de vital importancia comprender lo positivo de los rituales repetitivos en la liturgia. Hasta los niños, cuando les cuentan un cuento, quieren escuchar la narración ya conocida, y se desconciertan mucho si hay sorpresas. Enseguida protestan diciendo: “No es así, no es así...”

Maldonado nos hace ver cómo el rito, al ser repetido a lo largo de toda una vida, se convierte en hilo conductor que va enhebrando todas las experiencias pasadas, unificándolas con el presente y el futuro de la persona. Se refiere, por ejemplo, a las fiestas del año, cuando todas las edades asisten juntas a la celebración de una Misa del Gallo o de una Vigilia pascual. Se revive la infancia, la juventud, la presencia de los seres queridos que un día celebraron esos ritos con nosotros. Por supuesto que es bueno también cantar algún villancico nuevo, pero que no falten nunca los villancicos de siempre. Esos son lo que verdaderamente nos emocionan a causa de todas las asociaciones psicológicas y espirituales con las que están cargados.

Hay el peligro de que al desaparecer el hilo conductor del rito repetitivo, al que están habituados, las personas se encuentran perdidas, como amputadas de sus raíces existenciales. Se sienten extraños que no se reconocen a sí mismos en esas ceremonias. Es lo que les sucede en parte a los emigrantes. El cambio de los ritos equivale a una sacudida de los cimientos personales en cuanto autoidentificadores.[xviii]

Algo de esto sucedió a la generación que ya era madura cuando tuvo lugar la reforma litúrgica del Vaticano II. Por eso no se puede tener una reforma litúrgica en cada generación. Terminaríamos en la amnesia colectiva. Las reformas se deben introducir poco a poco, y de un modo universal. Terremotos como el de la reforma del Vaticano II, se justifican sólo porque la liturgia había permanecido rígidamente inmutable durante cuatro siglos. Hubo que introducir de golpe, en unos pocos años, todos los cambios que no se había querido hacer gradualmente a lo largo de los siglos. Pero este tipo de terremotos no es deseable, porque producen traumas y desequilibrios a muchas personas.

La liturgia no es un happening, en el que se busque sorprender a la gente. Al revés, cuando uno participa en la liturgia desde una espiritualidad madura, no quiere sorpresas continuas. Le gusta saber de antemano aquello con lo que se va a encontrar. Disfrutamos y saboreamos mejor lo ya conocido. Es la pedagogía de la repetición ignaciana. San Ignacio nos dice que evitemos el turismo bíblico que busca continuamente paisajes nuevos en las Escrituras, y aprendamos a contemplar una y otra vez nuestros textos favoritos. Aunque nuestro entendimiento es curioso y necesita continuamente noticias nuevas e ideas nuevas, nuestro corazón, en cambio, se recrea y se complace en lo ya conocido.

 El propio carácter público de la liturgia, al que todos están siempre invitados y que no es propiedad privada de los pequeños grupos, hace que no sean aconsejables variaciones notables de una Misa a otra dentro de una misma área geográfica y lingüística, a riesgo de fragmentar excesivamente la comunidad cristiana.

En ningún caso un presidente, dejado llevar de su creatividad personal, puede imponer cambios litúrgicos importantes a una asamblea, forzando sobre los demás sus gustos, su sensibilidad, sus alergias o su ideología. Dice expresamente la constitución sobre liturgia que “ninguno, aunque sea sacerdote, añade o quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia (SC 22,3).

La asamblea merece un gran respeto por parte de aquél que la preside. El presbítero necesita ser bien consciente de que no es nunca el dueño de la asamblea, sino su servidor, y de que la Eucaristía no es su propiedad personal, ni su finca privada.

 

Bibliografía sobre creatividad litúrgica

Bellavista, J., “Ayer y hoy de creatividad litúrgica”, Phase 18 (1978), 45-60.

Bernal, J., “Inspiración profética e improvisación”, en AA.VV., Una liturgia viva para una Iglesia renovada, PPC, Madrid 1971, 17-21.

Bernal, J.M., “Entre la anarquía y el fixismo”, Phase 18 (1978), 33-44.

Bouyer, L., “L’improvisation liturgique dans l’Église ancienne”, La Maison Dieu 111 (1972).

Goenaga, J.A., “Creatividad litúrgica”, Estudios Eclesiásticos” 51 (1976), 521-540.

Maldonado, L., “Teoría y praxis de la ritualidad”, Phase 18 (1978), 423-441.

Maldonado, L., “La libertad profética del que bendice”, en AA.VV. La Plegaria eucarística, BAC, Madrid 1967, 591-597.

Martín Pindado, V., “Liturgia y carácter celebrativo”, Phase 18 (1978), 443-458.

Oñatibia, I., “¿Para cuándo las adaptaciones profundas? Phase 18 (1978), 9-32.

Rodríguez, A., “Breve consideración sobre la creatividad humana”, Phase 18 (1978), 61-68.

Rovira Belloso, J.M., “Creatividad y tradición. ¿Cuándo evangeliza una comunidad litúrgica?”, Sal Terrae 84 (1996) 879-890.

 

polaridad: Palabra vs. Símbolo

Una quinta tensión que estudiaremos en la liturgia es la que procede de la bipolaridad entre símbolo y palabra. El símbolo sin palabra es hechicería. La palabra sin símbolo es verbalismo estéril.

A primera vista, el gran cambio introducido por el concilio es la potenciación de la palabra en la liturgia. La introducción de la lengua vernácula insiste en la inteligibilidad de la palabra, más que en fórmulas esotéricas en lenguas sagradas ininteligibles para el pueblo.

La introducción de las lenguas vernáculas en el texto de la constitución fue muy tímido (SC 36) y quedó muy pronto desbordado y superado por los acontecimientos (SC 36). La constitución mantiene como norma general que “se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derechos particular”. El latín se sigue considerando como la norma, y la lengua vernácula, la excepción. Muy pronto la situación se invirtió totalmente en la práctica.

Una vez que la palabra se podía ya entender, su uso comenzó a dilatarse. La liturgia de la palabra tiene ahora su ubicación en todos los sacramentos, y no sólo en la Eucaristía (SC 35,1). La homilía se “recomienda encarecidamente” en todas las celebraciones, y se hace obligatoria en las Misas de los domingos. “Nunca se omita, si no es por causa grave” (SC 52; cf. 35,2).

La palabra en la liturgia pasó a ser por antonomasia la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura. El concilio dio una extrema importancia a todos los textos bíblicos utilizados en la liturgia: lecturas, salmos, cánticos... (SC 24).

Una de las líneas de reforma fue “preparar la mesa de la palabra de Dios con más abundancia” y para ello, “abrir con mayor amplitud los tesoros de la Biblia (SC 51). También la Dei Verbum compara la Palabra de Dios con la Eucaristía, en un contexto litúrgico y subraya cómo “la Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia (DV 21).

Exhorta también a los sacerdotes que presiden la Eucaristía a que “se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte ‘predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su interior’, puesto que debe comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la Sagrada Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina (DV 25). La reforma litúrgica ha hecho realidad la afirmación del Deuteronomio: “Tienes la palabra cerca de ti” (Dt 30,14; Rm 10,8).

Al servicio de esta palabra, una de las grandes novedades del postconcilio ha sido la reconfiguración del ministerio de lector como un ministerio permanente, tal como ya comentamos anteriormente. No se trata simplemente de una función. Su ministerio es fuente de espiritualidad para quien lo ejerce. “Para realizar mejor y más perfectamente estas funciones, medite con asiduidad la Sagrada Escritura. El lector, consciente de la responsabilidad adquirida, procure con todo empeño y ponga los medios aptos para conseguir cada día más plenamente el suave y vivo amor, así como el conocimiento de la Sagrada Escritura, para llegar a ser más perfecto discípulo del Señor”.[xix]

El concilio ha insistido en la unidad profunda que hay entre palabra y rito. “Las dos partes de que costa la Misa, a saber, Liturgia de la palabra y Eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto” (SC 56).

Por eso la liturgia de la Palabra no es una simple preparación al sacramento, sino que es una celebración en sí misma que interpela, juzga y anima a la comunidad celebrante. La palabra era ya una realidad previa al sacramento. Se proclamó en la evangelización y en la catequización. Tiene ya por sí misma una dimensión salvífica. No sólo anuncia la salvación, sino que la hace presente. La palabra celebrada en el contexto sacramental es la actualización y síntesis de esa palabra proclamada en muchos contextos diversos presacramentales. Los sacramentos celebran una salvación y una gracia que ya ha llegado inicialmente por la predicación de la palabra, que ha tenido lugar en una etapa presacramental de evangelización, y que culmina en la proclamación misma que es ya parte integrante del rito sacramental.

Esto relativiza el sacramento, que deja de estar en un “espléndido aislamiento”, como fuente única de gracia. La liturgia de la palabra enlaza con la palabra predicada presacramentalmente y comparte con ella su condición de palabra eficaz y salvífica. No es sólo en el sacramento donde se activa la gracia y la salvación.

Pero entonces, si la palabra ya era eficaz y salvífica, ¿no es superfluo el sacramento? ¿No tendrá razón Lutero? ¿Son dos vías paralelas? En un nivel teórico, la respuesta es clara: no, el sacramento no es superfluo. Pero ¿por qué?

Porque la palabra sólo culmina en el sacramento. Por eso no se puede oponer ambas realidades salvíficas. La palabra conduce hacia el sacramento para alcanzar la culminación de su acción salvadora, y el sacramento no puede realizar su acción con eficacia si falta la palabra que da sentido a sus ritos.

No son dos realidades autónomas, sino interdependientes. El no ser conscientes de esta bipolaridad ha llevado a algunas comunidades a escorarse a favor de la liturgia de la palabra más que a la celebración de los sacramentos. Hoy parece encontrarse un nuevo equilibrio. Rahner dice que la palabra acaece en la Iglesia con intensidad diversa según los diversos grados de comunicación con Dios. Cuando llega a su máxima actualización de la acción salvífica y de su visibilización histórica, tenemos el sacramento.

La Reforma protestante radicalizó la Palabra como única fuente que suscita la fe. Para los protestantes sólo hay logos; no se necesita ninguna visibilidad para acoger la Palabra en fe. Lo más que cabría sería una imagen pedagógica como soporte didáctico a la Palabra que despierta la fe que justifica. Los protestantes sólo valoran los sacramentos como medios audiovisuales.

Estamos todos de acuerdo, católicos y protestantes en que la Palabra engendra y crea vida (Stg 1,19). La asamblea de los creyentes tiene el valor de la Palabra viva que la ilumina y penetra. Pero hemos de aprender que Logos y Pneuma van siempre unidos. El hecho de privilegiar el Logos en la celebración no debe excluir el dejarse inundar por el Pneuma, que, sin palabras, penetra en lo profundo del corazón. La palabra sin espíritu es verbalismo, racionalismo, mesa redonda, tertulia. El Espíritu sin palabra equivale a folklore, alienación, orgía. Ya Pablo se planteaba el problema de la conjunción de lo racional y lo no-verbal en la oración, cuando contraponía el “orar con la mente”, y el “orar con el Espíritu”. Esta oración con el Espíritu es la oración no-verbal del canto en lenguas. La conclusión de Pablo ante el dilema de orar de una u otra forma es inclusiva: “Oraré con el espíritu, pero oraré también con la mente (1 Cor 14,15).

Dice Rovira Belloso que si el Logos es amigo de conceptos, el Pneuma es amigo de símbolos. Sería excesivo querer excluir de la liturgia cualquier Palabra en acción, que sea capaz de visibilizarse en el cuerpo de la Iglesia. No debemos impedir que el Pneuma arraigue en los símbolos que le prestan visibilidad y eficacia antropológica y pueden ser instrumentos de santificación del creyente. Cristo se sigue expresando a través y por medio de los sacramentos.[xx]

La liturgia de la palabra es ya liturgia, y no una catequesis, ni una mesa redonda que precede a la liturgia. La Escritura no se lee, se proclama como un acontecimiento, acompañada de gestos, cantos y oraciones. La belleza de un evangelio bien cantado con una música adecuada es sobrecogedora. Sería absurdo que el presidente se revistiese sólo en el ofertorio, después de la liturgia de la palabra, como si fuera sólo entonces cuando comenzara la etapa ritual de la Eucaristía. La Palabra es ya proclamación ritual. Está viva cuando resuena en la boca, no cuando es meramente leída. La Palabra no se limita a instruir; convoca, pone a las personas en estado de comunicación y de diálogo, enseña, impera, convierte, transforma y configura.

La palabra lleva consigo una demanda de conversión. Para acoger la Palabra hay que negar otras palabras que nos habitan y que se resisten a aceptar la palabra que se nos proclama. Esta negación de uno mismo propia de toda escucha receptiva, es ya un gesto sacrificial que pertenece a la entraña de la Eucaristía. La comunión con la palabra es ya una comunión eucarística.

Hay que mostrar la continuidad entre la Palabra y la Acción, el lazo entre la proclamación de la Palabra y la Pascua de Cristo. Palabra y acción simbólica constituyen el sacramento. Uno de los grandes escollos de la acción litúrgica es que no se vea en ella la unidad de Palabra y símbolo. O bien la palabra queda excesivamente ritualizada, como si no fuese el brillo de una comunicación viva, como si no fuese una primera asimilación de Cristo que nos prepara a la comunión eucarística. O bien, como si la acción simbólica –, comunión del pan y el vino, inmersión en el agua, unción, participación de la Cena- fueran un elemento meramente didáctico, una segunda pieza de enseñanza después de la doctrina expresada en la Palabra. Como si la acción simbólica fuera simplemente una ayuda visual catequética al servicio de una doctrina.

Cada parte de la celebración debe tener su propio genio; palabra que da, símbolo en el que nos sumergimos para hacer memoria y anticipación de la presencia del Señor. En su libro Los sacramentos símbolos del Espíritu, Rovira Belloso tiene un profunda síntesis de antropología y teología del símbolo, como punto abierto a la comunión con la trascendencia, en la que la inmensidad de Dios se hace presente en la pequeñez del símbolo, la contradicción de una música callada o un silencio elocuente. La realidad última se esconde y se comunica en el símbolo, con una inmediatez que la palabra conceptual nunca podrá alcanzar.

Rovira atribuye cuatro características al símbolo:

a) Rehace el recuerdo de la memoria humana y nos retrotrae al inicio, antes de toda división, a un momento primigenio de unidad, cuando éramos de Dios, cuando éramos de la madre, cuando éramos de la tierra; el tronco a la raíz, las ramas al tronco y los frutos a las ramas. El símbolo señala el origen común antes de la diferenciación.

b) El símbolo es anticipación de la escatología divina en el mundo humano. Es memorial, pero es también anticipación, religa el pasado rememorado con el futuro anticipado, poniendo en comunicación todos los niveles del tiempo.

c) El valor del símbolo viene de la iniciativa gratuita de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No son recursos que los hombres utilicen para la función mediática, sino que son un don inventado por Dios. Su efecto no se produce por arte de magia, por la eficacia antropológica que los signos tienen por sí mismos, sino porque son portadores de una presencia de Jesús resucitado, que actúa a través de ellos repitiendo en ellos los mismos signos que realizó en su vida temporal.

d) En el símbolo se produce la asunción de la materia y la corporalidad. No podemos excluir la vida divina del ámbito de la carne, del ámbito del tiempo. El símbolo es el abrazo de lo eterno con lo temporal, de lo visible con lo invisible.

El mundo de lo simbólico nos ayudará a neutralizar la gran amenaza del racionalismo y el pragmatismo propios de la modernidad, que nos había llevado a la “despoetización del mundo”.[xxi]

 

Bibliografía sobre la Palabra en la liturgia

Aldazábal, J., “Las lecturas de la Misa”, Phase 26 (1986), 9-53.

Bony, P. , “La Parole de Dieu dans l’Écriture et dans l’Événement », La Maison-Dieu 99 (1969) 107.

Camps, J., “La palabra de Dios es celebrada”, Phase 10 (1970), 141-157.

Canals, J.M., “La celebración de la palabra”, Phase 40 (2000), 235-245.

La Maison Dieu 190 (1992) Quand l’Écriture devient Parole.

La Maison Dieu, 166 (1986) Leccionario dominical de la Misa.

La Maison Dieu, 189 (1992) Bible et Liturgie.

Lloret, J., “La palabra de Dios en la liturgia eucarística”, Phase 3 (1963), 225-227.

Olcoz, C., “Aprendamos a leer”, Phase 5 (1965), 46-53.

Pou, R., “La proclamación de la palabra”, Phase 3 (1963), 219-224.

Rahner, K., “Palabra y Eucaristía”, en Escritos de teología, vol. 4, Madrid 1961, p. 323-367.

Rovira Belloso, J., “La asamblea eucarística que escucha la palabra”, Phase 3 (1963), 235-239.

SCDV, Introducción a la 2ª edición del ‘Ordo Lectionum Missae’ de 21.1.80, en A. Pardo, Enchiridion. Documentación litúrgica postconciliar, pp. 332-370.

Secretariado nacional de liturgia, El ministerio del lector, PPC, Madrid 1986.

Spang, K., El arte del buen decir. Predicación y retórica, Dossiers CPL 95, Barcelona 2000.

Spang, K., Hablando se entiende la gente. Introducción a la comunicación verbal, Barcelona 1999.

 

polaridad: historia sagrada vs. historia secular

Una última polaridad que estudiaremos es la que se dan entre la liturgia como celebración de la historia sagrada, de las intervenciones salvíficas de Dios en Israel y en Jesús, y la relación de la liturgia con la creación y con la historia profana.

Una vez que entendemos que el Espíritu de Dios está presente no sólo en la historia de su pueblo, sino en el mundo entero, nos preguntamos cómo celebrar esta presencia universal, y las acciones salvíficas concretas en la historia secular: la emancipación de los esclavos, la liberación de la mujer, la declaración de los derechos del hombre, el primero de mayo y los derechos de los trabajadores, el sufragio universal, la abolición del trabajo infantil.

No creemos que estos acontecimientos sean ajenos a una providencia divina y a una presencia del Espíritu en la historia de los hombres, aunque los grandes impulsores y mediadores de esta acción divina, no hayan sido ni sólo, ni principalmente los creyentes que actuaban movidos por su fe. Como solidarios con esta historia de la humanidad, más amplia que la historia de nuestra Iglesia, quisiéramos celebrar con todos los hombres estos acontecimientos, unirnos a su celebración.

No basta que los celebremos en nuestra liturgia eclesial, aunque esto sería ya un gran paso adelante, pero nos gustaría también participar en otras liturgias en que junto con otros hombres de nuestra sociedad pudiésemos celebrar simbólicamente estos grandes acontecimientos sociales, aunque en esa celebración no se explicite la dimensión religiosa que esos hechos tienen para nosotros.

Por su corporeidad el hombre es ser-en-el-mundo y tiene una voluntad de cambiar las estructuras y romper el aislamiento eclesial. Desea sentirse solidario de todo cuanto de positivo acontece en la política, la economía, la cultura, el deporte. No quiere recluirse en la sacristía. Este deseo de solidaridad y comunicación con el mundo, se encuadra en una teología de la esperanza y de la liberación, en una teología política.

Se exige que no haya divorcio entre el culto y el mundo. Se le reprocha a la SC no haber dado expresión litúrgica a la novedad de las relaciones Iglesia-mundo expresada en la Gaudium et Spes. La liturgia expresa relaciones de cristiandad con el mundo que parecen más pensadas para asegurar el orden establecido que para promover una acción comprometida. Muchos lamentan que la Sacrosanctum Concilium se haya redactado antes de que la Gaudium et Spes madurara en el aula conciliar.

La Historia de salvación no puede concebirse al margen de la historia humana. Hay que descubrir la acción divina en los grandes acontecimientos liberadores de la historia de los hombres, revolución francesa, derechos del hombre, abolición de la esclavitud, igualdad de la mujer, ecumenismo, tolerancia y diálogo. Al mismo tiempo al proyectarse a la escatología, no se puede concebir lo escatológico simplemente como algo más allá de la historia, sino que también hay que hacer entrar en el horizonte escatológico las realizaciones parciales futuras de nuestras acciones presentes.

¿Nos separa la liturgia de los otros hombres? ¿Nos recluye en un espacio celebrativo que deja fuera los motivos de celebrar que tenemos con los demás? ¿Relega al mundo a una massa damnata de la cual nos salvamos como en una barca? ¿No hay presencia salvífica de Dios también en los quehaceres del mundo? ¿Es digna de celebrarse la Constitución, el advenimiento de la democracia?

A veces se dice que las realidades políticas y sociales no se pueden celebrar religiosamente porque son ambiguas, o porque dividen a la comunidad litúrgica. Pero, ¿no hay también ambigüedad en las realidades religiosas y eclesiásticas? ¿No hay también ambigüedad en algunas canonizaciones? ¿Es que hay que excluir totalmente lo ambiguo del ámbito de la liturgia?

¿No hay también el peligro de que la liturgia divida a la comunidad humana, y rompa el frente único del empeño y la tarea por dar un rostro más humano a las instituciones?

Cada uno debe responder a las siguientes preguntas relacionadas con la sensibilidad, la vibración, la alergia, la apatía. ¿Me siento más próximo e identificado con el mundo en sus celebraciones de realidades seculares y de sus liturgias, que con la asamblea litúrgica de la Iglesia que celebra salvaciones extramundanas? ¿Me expresan mejor los símbolos de la comunidad secular de izquierdas, sus cantos, sus banderas, sus pancartas, sus elementos tomados de la naturaleza? Recuerdo el entierro de Paco Rabal bajo el olivo. ¿Qué decir a los novios que quieren que se cante en su boda la canción “Mi amor y cómplice en todo”, o el “Gracias la vida que me ha dado tanto”, o el “Levántate y mira a la montaña”.

Afirmamos hoy día la autonomía de las realidades temporales. Hay amplias áreas de la realidad que se han emancipado de la tutela religiosa y han dejado de subordinarse a valores religiosos. ¿Es posible una liturgia en una era secular, que deje fuera estas realidades humanas tan importantes?

Hay que reconocer por otra parte que la secularización, al liberarnos de unas categorías sacrales más propias de religiones naturales o paganas o veterotestamentarias, nos ha abierto a una liturgia más evangélica. Las celebraciones deben ser menos extrañas al mundo secular en el que se vive. Tiene que haber menos distancia entre los modos de expresión litúrgicos y los familiares o sociales.

Porque Dios se hizo hombre, el hombre es ahora la medida de todas las cosas (Barth). Por eso hay que abandonar el monofisismo litúrgico. Se nos pide un cambio en el lenguaje cultural sobre Dios. Tenemos que aprender a hablar de un Dios más cercano, un Dios con nosotros, en la historia, en el mismo campo donde el hombre  trabaja y se mueve. De este modo establecemos una conexión de la liturgia con la historia de los hombres de hoy, y la liturgia se convertirá también en celebración de la vida, de la historia del hombre, de la acción callada del Espíritu en la marcha de la historia y de las instituciones humanas..

Bibliografía sobre liturgia y secularidad

Álvarez Bolado, A., “El culto y la oración en un mundo secularizado”, Phase 7 (1967), 411-445.

Bartolomé, J.J., “La salvación como historia”, Phase 31 (1991), 415-430.

Borobio, D., “Liturgia y compromiso social”, Phase 31 (1991), 49-66.

Borobio, D., “Lo social en la Eucaristía”, Phase 31 (1991), 203-216.

Floristán, C. y L. Maldonado, Los sacramentos, signos de liberación, Madrid 1977.

Floristán, C., “Ritmos litúrgicos y ritmos de sociedad”, Phase 20 (1980), 39-49.

Guix, J.M., “Proyección social de la Eucaristía”, Phase 34 (1994), 7-26.

Maldonado, L., “El pobre como sacramento. Secularización del culto”, cap. 9 de La acción litúrgica. Sacramento y celebración, San Pablo, Madrid 1995, 81-92

Maldonado, L., “Liturgia del mundo y liturgia de la Iglesia, cap. 1 de La acción litúrgica. Sacramento y celebración, San Pablo, Madrid 1995, 9-18.

Maldonado, L., Secularización de la liturgia, Madrid 1970.

Martín Velasco, J., “Los ritos cristianos en situación de pluralismo cultural y religioso”, Phase 31 (1991), 271-284.

Martín Velasco, J., “Situación socio-cultural y práctica sacramental”, Phase 34 (1994), 171-200.

Oriol, A.M., “Proyección social de la Eucaristía”, Phase 35 (1995), 397-410.

Panikar, R., Culto y secularización, Madrid 1979.

 

polaridad: sacramento vs. fe

La reforma conciliar ha venido a reforzar la exigencia de que los sacramentos se celebren como expresión privilegiada de la fe, porque “no sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por esto se llaman sacramentos de la ‘fe’” (SC 59).

Frente a una tendencia sacramentalizadora, que forzaba los sacramentos sobre personas no suficientemente catequizadas, y carentes de una experiencia personal de Dios, el concilio ha querido mostrar que los sacramentos son expresión de la fe, y llevan a la fe. “La sagrada Liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los hombres puedan llegar a la Liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión” (SC 9). Mediante los sacramentos, los fieles “conservan en su vida lo que recibieron en la fe” (SC 10). Por ejemplo, en el caso del matrimonio, que puede ser uno de los más conflictivos, los Praenotanda al ritual lo dicen expresamente: “El sacramento presupone la madurez de la fe y de la vida cristiana” (Praenotanda 6).

Dichos Praenotanda distinguen entre las personas con fe viva, o de fe ambiental, y las personas descristianizadas que han perdido la fe, o en cuyas vidas la fe no influye. Se invita a los pastores a discernir cada caso y a tratar de suplir la fe deficiente mediante la instrucción. El ritual afirma claramente que “en los casos extremos de rebeldía o alarde de falta de fe, se procurará hacer comprender (a los novios) que el sacramento del matrimonio supone la fe, y que sin fe no es lícito celebrarlo” (n.12). Pero, dando una de cal y otra de arena, afirma el Derecho canónico: “Los ministros sagrados no pueden negar los sacramentos a quienes los pidan de modo oportuno, estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos” (CIC 843,1). Pero ¿quién interpreta la palabra ‘oportuno’, o la  palabra ‘bien dispuesto’?

Hay que reconocer que en la sociedad secularizada actual ha habido cambios muy importantes que deben tener su reflejo en la pastoral sacramental. Anteriormente había una fe ambiental, cultural, encarnada en la sociedad, que acompañaba y protegía la fe frágil de los individuos. Aunque la fe nunca pueda reducirse exclusivamente a una fe ambiental, hay que reconocer que en aquella sociedad no era tan imprescindible una fe personal sólida y madura. Hoy día, en que uno ya no puede fiarse para nada en el apoyo ambiental a la fe, habrá necesariamente que exigir para la vida sacramental una fe mucho más personal y madura.

De hecho en la Iglesia primera los sacramentos siempre tenían lugar al final de un camino. Primero se daba un encuentro personal con el Resucitado; después seguía una catequesis que llevaba últimamente a la celebración sacramental. Este es el itinerario de los de Emaús, de Pablo en su camino a Damasco, o del eunuco de Candaces. En el primer caso, los caminos hacia Damasco y hacia Gaza terminaban en el bautismo; el camino hacia Emaús terminaba en la Eucaristía. En todos estos casos antes del momento sacramental hubo una preparación catequética. Jesús fue explicando a los de Emaús las Escrituras. Felipe explicó al eunuco el sentido de la lectura de Isaías que éste leía en su carroza. Ananías instruye a Pablo durante el tiempo de su ceguera.

Desgraciadamente en la Iglesia se impuso un camino inverso. Comenzamos por los sacramentos, celebrados muchas veces sin fe y sin suficiente catequesis. Los sacramentos no son el final de un camino, sino un momento aislado e inconexo. ¡Ojalá que al menos fuera comienzo de un camino! Pero en muchos casos no es comienzo de nada.

Reconocemos que este tema es muy conflictivo, y hay una multitud de preguntas pastorales con difícil respuesta. ¿Hay que suponer sin más la fe en los piden un sacramento? ¿Cómo hacer que la exigencia de una catequesis o de una preparación no sea un formulismo más a cumplir? A veces, para evitar el sacrilegio de un matrimonio celebrado por personas no convertidas, les hacemos confesarse y comulgar, con lo cual por evitar un sacrilegio les llevamos a cometer tres.

Siempre habrá entre los pastoralistas unos que tienden al rigorismo o al laxismo en este punto. En muchos casos convendrá espaciar la celebración del sacramento, pero en todo caso es importante que el diálogo pastoral se haga con exquisito respeto de las personas, sin que en ningún momento se sientan rechazadas arbitrariamente, sin tonos ordenancistas.

La celebración de los sacramentos “sociales” (bodas, bautizos, primeras comuniones, funerales) es hoy para muchas personas el único momento de su vida en que entran en contacto con la Iglesia institucional, con el clero. Es importante que este contacto no refuerce los prejuicios negativos que puede haber en ellos contra el clericalismo. Afirma Borobio como conclusión de este tema: “Creemos que la solución al problema no es plantear una pastoral de exigencias, sino proponer una pastoral de buenas ofertas según las cuales sea posible renovar la fe y celebrar los sacramentos con autenticidad” (Sacramentos en comunidad, p. 33).

Ver el número 174 de La Maison Dieu, de 1988.

Ramis, G.,”La liturgia, expresión de fe”, Phase 19 (1979), 519-523.

  

Notas


[i] D. Borobio, “Ministerio sacerdotal y ministerios laicales”, Phase 39 (1998)

[ii] AAS 57 (1965), 761.

[iii] Cf. Enchiridion, p. 379

[iv] Cf. L. Maldonado, La acción litúrgica, p. 101.

[v] Sobre este tema ver J.M. Bernal, Celebrar, un reto apasionante, cap. 7, “Los servidores de la asamblea”.

[vi] cf. Enchiridion, p. 974-977.

[vii] Cf. L. Maldonado, La acción litúrgica, p. 100.

[viii] El sentido litúrgico. Nuevos paradigmas, Madrid 1999.

[ix] 1 Clem 44,3-4.

[x] Cf. L Maldonado “Quién celebra”, en D. Borobio (ed.), La celebración en la Iglesia, vol. 1, pp. 217-218.

[xi] J.M. Bernal, Celebrar un reto apasionante, p. 149

[xii]Ibid., p. 103.

[xiii] Didajé, 10,7.

[xiv] Apologia 1,67.

[xv] Cf. Hipólito, Tradición apostólica.

[xvi] C. Floristán y otros, Plegarias de la comunidad, Madrid 1975; J.T, Burgaleta, Plegarias de acción de gracias, Madrid 1969.

[xvii] J.M. Rovira Belloso, “Sacramentalidad cristiana y celebración. El fondo teológico de la ‘Sacrosanctum Concilium’”, Phase 30 [1990], 289-308.

[xviii] L. Maldonado, “Cómo se celebra. Elementos y dinamismo de la celebración”, en D. Borobio et alii, La celebración en la Iglesia, vol. 1, p.284-285.

[xix] Ministeria quaedam, n. V, Enchiridion, 976.

[xx] Ver sobre este tema Rovira Belloso, J.M., “Los sacramentos en la teología católica del siglo XX”, Phase 41 (2001) 373-406.

[xxi] L.C. Bernal, Recuperar la fiesta, p. 55.