1. Salvación en Cristo

 

 

La doctrina del PO no es sino el aspecto negativo de la solidaridad de los hombres en Cristo. Presupone que desde el principio Dios había ya ofrecido al hombre su amistad, porque solo en este supuesto tiene sentido hablar del PO como “ruptura de la alianza”, ruptura de la comunión, el aspecto teologal del pecado que es el básico.[1]

En la teología tradicional se ha discutido si esta gracia o amistad originaria del hombre con Dios era ya gracia de Cristo. Muchos sostuvieron que el Verbo no se habría encarnado de no haber pecado la humanidad. Fue enviado ante todo como Redentor, y sin pecado no habría habido necesidad de un Redentor ni de la Encarnación del Hijo de Dios.

Pero el NT sugiere que el mundo fue ya creado en Cristo. De hecho no conocemos otra gracia que no sea la autocomunicación de Dios en su hijo Jesucristo. Si el primer Adán era figura del que había de venir, ya en el primer instante fue constituido en gracia con vistas a Jesús que era esta gracia en persona.

Pero aunque Cristo ya estuviese en el diseño original de autocomunicación divina, la manera concreta en que se realizó la encarnación corresponde a la situación de pecado universal en la que había caído la humanidad tras el pecado de Adán. Cristo no vino solo a devolver a la humanidad una gracia perdida, sino que vino a salvarlo de una situación de perdición. La acción de Cristo no fue simplemente elevar al hombre a la dimensión sobrenatural, sino rescatarlo de una situación negativa de pecado y corrupción.

“Le llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). “Os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, el Mesías, el Señor (Lc 2,11). El propio nombre de Jesús en hebreo es יְשׁוּעַ = Yeshúa‘, que significa precisamente “Salvador”. Para que Cristo sea Salvador de la humanidad es preciso que la humanidad necesite ser salvada de alguna situación de perdición. No basta con que meramente carezca de una dimensión sobrenatural, de un “piso de arriba” a añadir a un edificio en buen estado. El Credo testifica que esa es la fe universal de la Iglesia: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo”.

La palabra “redención” de tanta raigambre bíblica viene también a subrayar la situación tan negativa de la que Cristo viene a sacarnos. Se redime o rescata a un esclavo, pagando el precio de rescate. De ahí que la situación de pecado universal venga descrita como una esclavitud inhumana. El hombre está en poder de una fuerza llamada Hamartía (Pecado) que lo esclaviza y de la que Cristo viene a rescatarnos, dando su vida en “rescate” por la multitud (Mt 20,28). “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios, por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 7,24-25)!

Si además afirmamos con todo el NT que Jesús vino a salvar a todos los hombres, hay que presuponer que todos los hombres, sin excepción, se encontraban en esta situación de perdición, y necesitaban por tanto de la salvación de Cristo. Aquí habría que incluir a los hombres de todas las épocas de la historia, y a todos sin excepción, lo cual supone que también los niños muertos sin pecados propios personales están necesitados de la salvación de Cristo.

Solo, a la luz de la salvación universal de Jesús y para explicar en qué consiste ésta, hablamos de la situación de pecado en la que se encuentra la humanidad. Dice el catecismo: “La doctrina del pecado original es, por así decirlo, "el reverso" de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Co 2, 16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo”.[2]

Habrá que entender esta gracia de Cristo Salvador de tal manera que hagamos justicia a una importantísima afirmación paulina: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Sin embargo, a veces al oír a los teólogos hablar del influjo destructivo del pecado de Adán da la impresión de que fuera más potente que el influjo salvífico de la Redención de Cristo. Se dice que el pecado de Adán afecta a las personas incluso previamente a cualquier decisión personal que tomen, y sin embargo no se afirma lo mismo de la salvación de Cristo. ¿Por qué la solidaridad con el primer Adán hace que los niños nazcan ya en pecado y la solidaridad con Cristo no ejerza un influjo positivo sobre ellos cuando todavía no tienen uso de razón ni capacidad para aceptar libremente la gracia que Cristo nos mereció? ¿Cómo puede decirse, si no, que donde abundó el pecado sobreabunda la gracia?

Y esto se aplica tanto a los que nacieron antes de Cristo como a los que han nacido después de su muerte y resurrección. ¿Podremos negar que Abraham, Isaac, Jacob vivieron ya en la amistad con el Dios que por amor les escogió e hizo alianza de amor con ellos? ¿Qué otra gracia podemos decir que tuvieron sino la gracia de Cristo, “ante praevisa merita”? Luego, por tanto, esa gracia de Cristo, para no ser menos poderosa que la fuerza del pecado, tiene que estar ya obrando en el mundo desde el principio, y de un modo universal, afectando incluso a aquellos que no han oído hablar de que dicha salvación ha tenido lugar.

La promesa de salvación está ya presente a lo largo de toda la historia de salvación, ya desde el mismo momento de la caída. Gn 3,15 deja ya entrever la victoria sobre el diablo. La tradición cristiana se ha referido a este texto con el nombre de “protoevangelio”. El pecado no es más fuerte que Cristo y su influjo no puede ser más universal que el influjo de la salvación de Cristo.

 

 

2. Pecaminosidad universal

 

El primer dato que la revelación pone de manifiesto tanto en el AT como en el NT es la omnipresencia del pecado en la existencia del individuo y de la sociedad.

 

1) Los datos de la revelación

RP 48-53      La grandiosa obertura de la Biblia en los capítulos 1 y 2 del Génesis se ensombrece repen­ti­namente en el alba misma de la historia.  Israel conoce cuán precaria es su existencia presidida por la sombra ominosa del destino mortal (Sal 39,5.14).  Los años de la vida son pocos y malos (Gn 47,9). En los libros sapienciales hay páginas desgarradoras que describen la miseria de la existencia humana (Jb 7,2-3; 14,1-2) o su finitud, vanidad y sin sentido (Qo 1,3; 2,17; 3,19-20; 9,3).

Con una elemental teodicea el AT responsabiliza al hombre de esta situación de fugacidad y precariedad. Son nuestras culpas las causantes de esta situación (Sal 90,8-9; Dt 32,51-52). Dios hizo derecho al hombre pero es éste quien se complicó con muchas razones (Qo 7,29).

“La maldad del hombre cundía en la tierra” y “todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo” (Gn 6,5-6). “La tierra estaba corrompida en la presencia de Dios”, “toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra” (Gn 6,11-12). El hombre podría en absoluto evitar el mal y obrar el bien (Gn 4,6-7), como lo confirman los casos de Abel y Noé. Pero el mal parece ser la tendencia dominante. “Las trazas del corazón humano son malas desde su niñez” (Gn 8,21).

Los salmos también detectan esta situación: “No hay quien obre el bien, no hay siquiera uno” (Sal 14,1-3; cf. Rm 3,11-18)). “No es justo ante ti ningún viviente” (Sal 143,2). “Cierto que no hay ningún justo en la tierra que haga el bien sin nunca pecar” (Qo 7,20). “¿Quién puede decir: ‘purifiqué mi corazón, estoy limpio de pecado?’” (Pr 20,9).

El salmista se descubre inmerso en esta situación desde ante se su nacimiento. “En la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). Así se lo intima el mismo Dios a Israel por el profeta: “Sé muy bien que eres pérfido y se te llama rebelde desde el seno materno” (Is 48,8). “La necedad está arraigada en el corazón del joven” (Pr 22,15).

Esta malicia se sitúa en lo más íntimo del hombre, en su corazón, que es corazón de piedra (Ez 36,26). “El corazón es lo mas retorcido. No tiene arreglo” (Jr 17,9). A esta pecaminosidad universal no se sustraen los grandes personajes, que todos tienen aspectos bien sombríos. La Biblia no se recata de hablar de los pecados de Abrahán, de Jacob, de Moisés, de David, de Salomón.

El hombre emprende la huida. Se esconde de Dios (Gn 3,10), tiene miedo de oír su voz (Dt 5,26; Ex 20,19-21). Hay una especie de incompatibilidad entre Dios y el hombre que se ha alienado de su creador. En otro lugar hemos analizado también la conciencia que hay en la Biblia de la complicidad y solidaridad para el mal que hay entre los humanos.

También el Nuevo Testamento abunda en este tema de la universalidad del pecado. “Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23). “La muerte alcanzó a todos por cuanto todos pecaron” (Rm 5,12). “La Escritura encerró todo bajo el pecado” (Ga 3,22). “Todos nosotros vivíamos en otro tiempo en medio de las concupiscencias de nuestra carne, siguiendo las apetencias de la carne y de los malos pensamientos, hijos de la ira por naturaleza, como los demás” (Ef 2,1-3). Juan afirma también que “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos” (1 Jn 1,8). el hombre viene a este mundo como “nacido de la carne” y en cuanto tal no puede heredar el Reino de Dios si previamente no nace de nuevo por el lavado del agua y el Espíritu (cf. Jn 3,3-6).

 

 

                  2. Análisis de los datos

RP 195-196             El pecado alcanza a todos los hombres. Tiene un espesor y una potencia dinámica que sobrepasa al individuo pecador aisladamente considerado y a la mera suma de los pecados personales. Además de los pecados (en plural y con minúscula) está lo que Pablo llama hamartia, el Pecado en singular y con mayúscula, un universo del mal organizado, más real que el que advierten nuestros sentidos.

No ha surgido de mi acción libre, pero sí necesita mi complicidad. Si no soy reo de él por acción, seguramente lo soy por omisión. Los malos no tendrían tanto poder en este mundo si no fuese por la complicidad pasiva de los buenos que se limitan a mirar para otra parte. Si no somos reos por comisión, lo somos al menos por omisión.

El PO es voluntario aunque no sea siempre libre, como es voluntario el uso de la lengua materna que el niño aprende espontáneamente sin haberla escogido nunca libremente. Está entrañada en el comportamiento de su medio y voluntariamente habla la lengua que aprende en él aunque nunca haya escogido el hablar esa lengua y no otra.[3]

GF 305       Otra experiencia universal que apunta hacia la idea de un pecado previo a nuestras opciones personales es el descontento propio. El hombre es un ser que vive secretamente descontento de sí mismo, no solo por tener determinadas inclinaciones, sino por el modo como las maneja. Intenta defenderse de este descontento de mil maneras, con mil excusas, proyectándolo al exterior, o negándolo con un pasotismo camuflado, o identificándose con un grupo idealizado.

Tal como vivimos el mal nos damos cuenta su desproporción. No es simplemente atribuible a la falibilidad, a la limitación de lo humano. El mal que existe es superior en cantidad y calidad a lo que cabría esperar del riesgo de una contingencia falible. Hay que pensar en una inclinación positiva hacia él. No es que el hombre a veces cometa pecados, sino que es pecador. No es solo un ser lábil, frágil, sino un ser infectado. Muchos filósofos han intuido que algo no funciona y que este estado de decaimiento se localiza en los comienzos mismos de la historia (Rousseau, Kant, Hegel, Adorno, Sartre), en alguna catástrofe inicial, en la pérdida de algo, o en una sensación de deterioro o maleamiento del ser humano.

 

3. Naturaleza del pecado original originado

 

La pregunta que nos hacemos en esta sección es en qué sentido se puede llamar pecado a la situación en la que el hombre viene ya a este mundo. ¿Cómo usar la misma palabra “pecado” para realidades tan distintas como la de una situación heredada, previa a cualquier decisión personal del individuo, y los pecados personales que se cometen después en la vida del adulto?

Los textos de Trento insisten en que se debe llamar también pecado a esta situación en la que el hombre nace. Trataremos de explicar en qué sentido puede ser válida esta denominación, pero resaltando las profundas diferencias entre una y otra..

RP 154       Trento en el canon 1 se refiere al pecado original como una situación que comporta una “cautividad bajo el poder del demonio”, y merece la “ira e indignación de Dios”, y la “muerte del alma”. No es una mera pena por el pecado, ni algo imputado intrínsecamente sino que es inherente y propio a la persona. Pero Trento no se refiere al modo cómo se cumple en el PO la noción genérica de pecado.

RP 197     La formulación contiene varias ambigüedades. El PO originado es solo analógico con respecto al pecado personal. Por eso muchos dudan sobre la idoneidad de este término. Su uso generalizado no ha sido beneficioso ni en la teología ni en la catequesis. Su significado ha quedado infectado de referencias indebidas al pecado personal, pese a que se insista en el uso analógico del vocablo. A estas alturas es imposible lograr un cambio terminológico. Hay algunas propuestas como la de “pecado del mundo” (Schoonenberg) o “pertenencia al reino del pecado” (Flick-Alszeghy).

En cualquier caso, llamamos ‘pecado’ a esta situación porque no ha sido querida por Dios, sino que es en su raíz fruto de una decisión humana y es a la vez manifestación y causa del alejamiento de nuestra vocación y afecta negativamente nuestra relación con Dios. Las estructuras de pecado no solo enmarcan al hombre desde fuera, sino que le afectan interiormente en sus relaciones, que forman parte de su ser personal.

Por eso será mejor tratar de definir los límites que bordean la realidad que conocemos por ese nombre. El límite inferior nos dice que el PO es más que una pena por el pecado de Adán, es decir, no tiene meramente carácter penal. Entendemos por “pena” una consecuencia negativa derivada del pecado personal propio o ajeno. Pongamos como ejemplo una enfermedad que procede de un pecado propio o ajeno, la cirrosis, el SIDA. En el caso de esta enfermedad no ha habido culpa en el que la sufre, o si la hubo ya ha podido ser perdonada, pero la enfermedad sigue presente. Decimos en cambio que el PO tiene una dimensión de culpa y no solo de pena. No es un mal físico, ni psicológico, sino que es un mal que afecta a la esfera a la dimensión moral de la persona, y por tanto “es inherenteinest- a cada uno como propio”, dice Trento en el canon 3.[4]

RP 189       Es una situación que Dios no quiere, que repugna a Dios. Lo importante que hay que salvaguardar es el hecho de que Dios no pudo haber creado al hombre en esa situación en la que hoy día se encuentra. Esa situación no puede ser objeto de la complacencia divina, no forma parte del plan original de Dios sobre el hombre. Lo cual no quiere decir que Dios no ame a las personas que se encuentran en esa situación (Jn 3,16; Rm 5,8; 8,32). Lo que no ama es la situación en sí misma que puede considerarse por tanto “objeto de la ira y de la indignación de Dios”, que “odia el pecado aun cuando ame al pecador”.  Dice Rahner que “la ausencia del Espíritu divinizante en el hombre es contraria a la voluntad divina y por ello tiene naturaleza de pecado”.[5]

Se trata de una situación mala moralmente, que proviene en última instancia de pecados personales propios o ajenos, y conduce irremisiblemente a pecados personales propios del sujeto que se encuentra situado en ella. El no-agraciado es des-graciado. “La ausencia indebida de santidad precedente a la decisión moral (el no estar dotado del Pneuma santo de Dios, funda un estado o situación de no-santidad”,[6] y en ese sentido puede llamarse “pecado”. Más tarde, si no interviene la gracia, la opción personal de una persona en este estado será un pecado personal, es decir, la apropiación responsable de esta nativa privación de gracia. ¿Cómo puede Dios querer semejante situación?

RP 140       En sí misma esta situación de pecaminosidad supone ante todo una impotencia para tomar una opción fundamental por Dios. Incluye dos componentes que, juntos, forman una mezcla mortal: por una parte la ausencia de la justicia original, es decir de la gracia habitual que nos capacita para obrar el bien; por otra parte la presencia de la concupiscencia que es una traba para que el hombre siga los dictados de su razón. La suma de ambos componentes lleva a esa situación de impotencia moral, de división interior del hombre tan  bien descrita por Pablo en Rm 7.

Para Santo Tomás el elemento material sería la concupiscencia, y el elemento formal la ausencia de justicia original.[7] El bautismo viene a llenar esta ausencia. En presencia de la gracia, la concupiscencia que permanece tras el bautismo cambia totalmente de valencia, y no implica ya impotencia para obrar el bien.

El límite superior de la comprensión del PO es el reconocimiento de que su culpabilidad es menor que la de los pecados personales, porque es una situación previa a la decisión personal, y por tanto el individuo afectado por ella no es responsable de su situación. Es, como dice el catecismo, un pecado contraído, no cometido.[8]

Por tanto cualquier explicación de la naturaleza del PO debe transcurrir entre estos límites, de modo que no se considere ni tan solo como una pena extrínseca, ni tanto como un pecado imputable como son imputados los pecados personales.

Salvo en el caso límite de los niños, en el caso normal de los adultos dicha situación de pecado es luego ratificada por los propios pecados personales que cada uno llegará a cometer irremisiblemente si no media la gracia salvadora de Cristo.

GF 414     Aparte de las “penas” extrínsecas que son consecuencia del pecado, el modo como experimentamos la muerte y la situación de desorden y desintegración personal, el pecado mismo es el peor castigo del pecado, que “se cosecha a sí mismo”. El hombre no puede romper el cordón umbilical que en la relación más profunda de su ser le relaciona con Dios, sin romperse con ello a sí mismo. Al romper con Dios el hombre se encuentra solo ante su pecado. Kant habla del “mal radical”, Pannenberg del “autocentramiento”. Schoonenberg habla de esta situación como “incapacidad de amar, inclinación al mal soledad y angustia.[9] El pecado se perpetúa en cadena; es el peor fruto de sí mismo. Tras el homicidio perdura el odio, detrás del acto de impureza, el deseo egoísta. Cada pecado abre un camino que lo facilitará más en el futuro y lo hará parecer más lógico y coherente. Y producirá metástasis sucesivas y debilitará la capacidad de denuncia.

Dice al respecto S. S. Lewis: Cuanto más cruel eres, tanto más odiarás, y cuanto más odies, más cruel te volverás. Bien y mal crecen a interés compuesto. Por eso las decisiones que tú y yo tomamos cada día tienen una importancia infinita. El más pequeño acto de bondad que hagas hoy es la toma de una cota estratégica desde la cual podrás en el futuro conseguir victorias en las que hoy no podrías ni soñar.

En cambio una caída aparentemente trivial en la lujuria o en la ira es la pérdida de una colina, de una línea de ferrocarril o de una cabeza de puente desde la cual el enemigo podrá lanzar un ataque que de otro modo hubiera sido imposible”.

El pecado como alejamiento personal de Dios, causa también una ruptura de nuestra mediación de la gracia hacia los demás. Al ser infiel a Dios, el pecador es también infiel a su vocación y deja de ser canal de la presencia de Dios y de su gracia para sus semejantes. No solo se frustra esta mediación positiva, sino que se convierte en mediación negativa y es causa de nuevos pecados personales en los que le rodean. La existencia de quien viene al mundo está así marcada por la historia de pecado anterior a él, historia que él mismo ratificará después de forma cuasi-automática al insertarse en esas instituciones y costumbres marcadas ya por el pecado, y contribuirá en su modesta medida a dejarlas todavía peor de lo que estaban.

El pecado original supone un deterioro original “commutatio in deterius”. No es simplemente una falta de armonización entre los diversos deseos, sino una positiva configuración de esos deseos de un modo perverso según un principio de absolutización de uno mismo y desprecio del otro. Esa situación no puede ser querida por Dios en modo alguno pues no ha creado al hombre en ese estado que no corresponde a su proyecto original.

 

4. La muerte y el pecado original

 

La doctrina teológica clásica ha afirmado siempre de que Adán al ser creado disfrutaba no solo de la justicia original, un don sobrenatural, sino de otros dones llamados preternaturales, (inmortalidad e integridad). Hemos tratado de estos dones en su conjunto en otra tesis. Ahora nos referiremos en concreto al don de la inmortalidad. La fe católica afirma que por el pecado entró la muerte en este mundo. ¿Quiere esto decir que si el hombre no hubiera pecado habría estado libre de morir?

 

a) Biblia

RP 165     La conexión pecado-muerte está abundantemente testificada en la Escritura: Gn 2-3.Sb 1,11-13; Rm 5,12-14.

RP 67         En cuanto al texto de la caída en Gn 2-3, ya decíamos en su momento que las consecuencias penales del pecado que allí se enunciaban no obligan a pensar que en un mundo sin pecado la necesidad de la muerte biológica no se daría, la serpiente no reptaría, el dolor físico y la fatiga no existirían.

 

b) Magisterio

Ha sido definida en el concilio de Cartago de 418 (RP 134) en el canon primero (DS 222). El acta conciliar fue aprobada por el papa Zósimo en la Epistola Tractoria (DS 231). También el canon segundo del concilio de Orange contra los semipelagianos (DS 371).

RP 148    Trento no recoge el primer canon de Cartago en el que se hablaba de la muerte biológica, y trata en su canon 1 (DS 1511) de las consecuencias del pecado de Adán para él y las secuelas para sus descendientes. Trento se refiere a la muerte como pena del pecado en un sentido más bíblico y teológico emparentada con la ira de Dios y la cautividad.

Finalmente DS 1978

 

c) Alcance de la doctrina

RP 166-168 La muerte humana tiene varias dimensiones. Una es la puramente natural y biológica. Todos los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Esta dimensión es religiosamente neutra.

Pero la muerte humana tiene una dimensión personal. El hombre es el único ser vivo que se sabe mortal, y puede previvir la muerte anticipadamente. Uno es sujeto de su propia muerte, mientras que para el animal la muerte es algo que le acaece.

El aspecto penal de la muerte afecta a la dimensión personal que pertenece a la esfera religiosa. La muerte del pecador es una muerte sin sentido. Por eso el hombre se rebela contra ella y la vive como una violencia inferida desde fuera, no como un hecho natural. Ese angustiado presentimiento se cierne sobre toda la vida llenándola de congoja. Solo se percibe en ella su atrocidad. Este modo de morir es pena del pecado y afecta a todos cuantos no viven ni mueren en gracia.

Una humanidad inocente viviría la muerte no como ruptura, sino como transformación, no como término brutal, sino como pascua.

El don de la inmortalidad en una humanidad que no hubiese pecado no consistiría necesariamente en la exención de la muerte física, sino en la manera de vivirla a la sombra de la gracia y no de la culpa. Este morir podría ser comprendido por el hombre en su entidad biológica “naturaliter”, “sine amaritudine”. Así lo admite Escoto como hipótesis. El propio Santo Tomás se hace eco de los argumentos expuestos por estos teólogos.

Mueren los niños aunque no hayan cometido pecados personales. También el hombre redimido tiene que morir. El bautismo que quita toda la culpa y toda la pena debida por el pecado no sustrae de la muerte biológica (DS 1316). Pero nos asocia a la muerte de Cristo para vivirla como acto de fe, esperanza y amor. Sobre la teología de la muerte cristiana puede consultarse este texto de Ruiz de la Peña.

 

5. La concupiscencia y el pecado original

Expondremos primero brevemente la doctrina tradicional acerca de la concupiscencia. En el paraíso, junto con el estado de gracia o justicia original, Adán y Eva gozaron de unos dones preternaturales (no debidos a la naturaleza humana), los dones de inmortalidad y de integridad. El don de integridad consistía en la ausencia de concupiscencia, es decir el control absoluto del hombre sobre sus instintos y apetitos. En su caída Adán perdió para sí y para sus descendientes la gracia santificante y los dones preternaturales. La redención de Cristo devuelve al hombre la gracia santificante, pero ya no los dones preternaturales la integridad y la inmortalidad. Por eso la concupiscencia permanece en el bautizado, aunque ya no sea imputable como pecado.

 

RP 168-172                 La concupiscencia se ha considerado tradicionalmente como la rebelión o desorden del apetito sensible contra el dictamen de la razón. Es una de las consecuencias del pecado de Adán. Expondremos primero la doctrina tradicional: En el paraíso, antes de la caída, Adán carecía de concupiscencia, o lo que es lo mismo, gozaba del don de la integridad, que perdió para sí y para su descendencia al cometer el pecado. Integridad e inmortalidad se consideraban dones preternaturales de los que gozaba Adán en el momento de ser creado. Estos dones ya no han sido recuperados por el hombre redimido por Cristo, que se verá asediado por la concupiscencia durante su vida y tendrá que pasar por el trance de la muerte.

La existencia de estos dones preternaturales en Adán plantea serios problemas a los teólogos modernos en cuanto que diversifican el psiquismo del hombre inocente prelapsario del psiquismo del hombre pecador que todos conocemos. Además el hecho de que estos dones ya no hayan sido nunca recuperados, insinuaría que la gracia de la redención fue menos poderosa que el estado de justicia original, y que no ha sido posible recuperar una parte de lo perdido en la caída.

Por eso Rahner tiene una visión distinta de la integridad y la concupiscencia. Esta última no residiría en el desorden del apetito sensible contra la razón. Rahner niega este dualismo entre lo espiritual y lo sensible. No cabe hablar de un apetito exclusivamente sensible, ni de una dialéctica hostil entre lo inferior y lo superior.[10]

La concupiscencia es más bien el apetito (espiritual-sensible) espontáneo e indeliberado que precede al dictamen de la razón y continúa tendiendo a su objeto independientemente de ese dictamen y de la decisión libre de la voluntad. Como todos podemos comprobar, ante lo que nos apetece no permanecemos indiferentes, sino que surge un impulso espontáneo a conseguirlo. Aunque la razón juzgue que ese objeto apetecido no es conveniente, el apetito continúa deseándolo y se siente frustrado cuando la razón y la voluntad se niegan a satisfacerlo. Podemos resistir a los apetitos, pero no podemos dejar de sentirlos.

Esto produce una dolorosa división en el hombre y un combate. Las decisiones libres de la persona pueden impedir la satisfacción del apetito natural, pero no pueden eliminarlo, ni dejar de sentirlo ni dejar de sentir pena por no haberlo podido gratificar. La libre decisión de la persona no es capaz de modificar la naturaleza, aunque la puede ir modelando, pero la persona humana nunca puede llegar a disponer totalmente de su naturaleza.

La escisión dentro del hombre, según Rahner, no está entre materia-espíritu (apetito sensible –razón) sino entre naturaleza y persona. El ser humano nunca es lo que quiere ser.  La naturaleza no es totalmente moldeable por la persona. El hombre vive en un estado de desintegración, de falta de integridad. El don de la integridad consistiría en la posibilidad ofrecida al hombre de disponer de sí mismo de tal suerte que su libre decisión integrase lo que es por naturaleza con lo que deviene como persona.

Para algunos esta tesis de Rahner es básicamente válida pero presenta una concupiscencia demasiado “neutral”. No hay en ella “nada de qué avergonzarse”, ni “nada que pueda odiar Dios”. [11]

En las fuentes bíblicas en cambio tiene un carácter más negativo. La experiencia de la concupiscencia va más allá de la simple desarmonía original o natural. La concupiscencia consistiría en la dificultad para integrar no ya lo natural en lo personal, sino lo natural y lo personal en una opción fundamental por el amor de Dios. Esa dificultad es percibida por el hombre que ya vive en gracia como un desorden negativo, como un desorden de su libertad que tiene su origen en el pecado, y que persiste aun después de que el pecado haya sido perdonado.

Un ejemplo claro es el del apetito sexual. Por naturaleza el varón desea copular con todas las hembras, del mismo modo que el macho en las especies animales. La sexualidad de la hembra lo excita. Este apetito no es pecado. En el fondo viene de un mandamiento de Dios: “Creced y multiplicaos”, que lleva a querer fecundar el mayor número de hembras posible. Pero como persona el hombre se siente responsable de sus hijos, y llamado a una vida de amor de pareja. Una vez que ha realizado esta opción personal, querría que la naturaleza se le sometiese por completo, y dejar de sentir ese apetito universal hacia las otras mujeres. Pero no domina su naturaleza hasta el punto de suprimir ese apetito. Podrá no ceder al impulso, pero no puede conseguir que este desaparezca, y no puede eliminar el sufrimiento que conlleva el que ese apetito no llegue a realizarse.

RP 171       Por eso la concupiscencia en el que ha renacido “queda para la lucha”, “ad agonem”, como dice Trento en el canon 5, y la gracia nos llega ahora desde la cruz. Pero al que ha hecho una opción fundamental por Dios la concupiscencia residual no se le imputa a pecado. Como dice Trento, “no tiene poder para hacer daño a los que no consienten en ella y la rechazan virilmente por la gracia de Cristo”.

Este es quizás uno de los puntos más divergentes entre la teología luterana y la católica. Para Lutero, la concupiscencia remanente en el renacido por el bautismo sigue siendo pecado. El pecado permanece en el justo: peccatum manens. Por eso, según él, el bautizado es la vez justo y pecador, simul iustus et peccator. Lo que sucede es que Dios decide no imputar este pecado al que ha sido justificado por la fe. Pero se trata de una justificación forense, extrínseca, que no elimina la realidad del pecado en el hombre identificada, con la concupiscencia que empuja irresistiblemente a los pecados actuales. El PO corrompe así entera y permanentemente la condición humana. En cambio en la doctrina católica, la justificación de Cristo “quita” el pecado, no se limita a cubrirlo con un manto. El hombre es transformado y santificado intrínsecamente. La concupiscencia que permanece en él no puede ser ya considerada pecaminosa.

Resumiendo diremos que en realidad hay dos maneras de definir la concupiscencia. Si la definimos, con Rahner, como una simple tendencia disgregadora, como una falta de armonización de elementos particulares, no se identifica con el PO, y yerra Lutero al llamarla pecado. Pero si entendemos por concupiscencia una positiva organización de los instintos al servicio de la absolutización del propio yo con desprecio de los otros, al “amor sui” de San Agustín, al “corazón curvado sobre sí mismo” de Lutero, entonces hay que decir que el PO coincide con la concupiscencia así entendida, con el egoísmo potenciado del autocentramiento. La experiencia a la que se refiere Pablo en Rm 7 o Ef 2 no queda bien recogida en la definición teológica un tanto neutra de la teología. No es simplemente la rebelión de lo sensible contra lo racional, ni la incapacidad de la persona para asumir toda la naturaleza. Es la rebelión del yo con­tra sí mismo, y del espíritu contra sí mismo.

En este sentido habría que decir que la persona justificada, cuya opción fundamental está centrada en Dios, ya no se percibe a sí misma de esta manera como pudo haberse percibido en el tiempo anterior a su conversión. La presencia en ella de la gracia santificante le hace percibir la propia concupiscencia no ya como un poder esclavizante del pecado, sino como una palestra en la que vivir el combate cristiano. Persiste la concupiscencia pero ya no es imputable a pecado y no se vive como impotencia y esclavitud.

Es más, la experiencia de la vida espiritual es que conforme el hombre se va abriendo a la gracia la posibilidad de pecar se va alejando de hecho en su vida. El hombre pecador percibe las tentaciones como pegajosas e irresistibles. En cambio, conforme uno se abre a la gracia de Dios, las tentaciones van siendo más como cañones que se oyen allá a lo lejos, posibilidades cada vez más remotas y más ajenas a sus deseos e intereses reales en los que vive.

 

 

6. Los niños y el pecado original

 

 

1. Planteamiento del problema

La Iglesia desde sus principios ha practicado el bautismo de los niños en la certeza de que el don de la salvación puede ser concedido a quien, por su falta de uso de razón, no es capaz de acogerlo libre y conscientemente. Efectivamente el bautismo concede al niño la salvación sin requerir su confirmación responsable. Para la condenación en cambio, es necesario un acto personal de rechazo de la salvación ofrecida por Dios. Hay aquí una asimetría que pone de relieve que el infierno solo existe como fabricación humana, pero el cielo es un don divino.

RP 130-131   Pero ¿de qué salva el bautismo a los bebés? Para entender el bautismo como momento salvífico de justificación, hay que suponer que se da en ese bebé una situación de la que necesita ser salvado. En caso contrario, no cabría hablar de la justificación de Cristo, el bautismo no actuaría en ellos “ad remissionem peccatorum” como afirma el canon 4 de Trento. Cuando la Iglesia bautiza a los bebés, es porque considera que hay en ellos “aliquid peccati”, algo de pecado. Si no, ¿de qué situación negativa serían rescatados por Cristo? El proceso mental no va del PO a la necesidad del bautismo, sino de la necesidad del bautismo al PO. Pero ¿en qué sentido se puede afirmar que esos niños están en pecado?

 

1. Historia de la reflexión teológica

En los orígenes la verdadera imagen plena del bautismo era el bautismo de adultos en la vigilia pascual. La práctica del bautismo de niños era “secundaria”. Algunos como Tertuliano preferían dilatar el bautismo hasta la edad adulta, para que supiesen lo que recibían.[12] Pero poco a poco fue triunfando una tendencia al bautismo de infantes, para atajar la tendencia creciente a ir difiriendo el bautismo hasta el final de la vida, evitando compromisos duros en tiempos de persecución. A lo cual se unió el pensamiento teológico platonizante de Orígenes para quien el PO era la caída de las almas espirituales en el cuerpo material, que tiene lugar ya al principio de la vida. La práctica del bautismo de los niños le servía como prueba de su teología del PO.[13]

RP 124     San Agustín no dudó nunca de que el PO estaba ya presente en los infantes, y por eso la muerte sin bautismo les impedía gozar de la visión beatífica de Dios. Al principio pensaba que si morían sin pecados personales, tendrían una “vida media” y una sentencia media.[14] Pero más tarde radicalizó su postura y llegó a la durísima tesis de que los niños no bautizados se condenan y van al infierno.[15] Eso sí, adjudica a los niños una “minima poena, non tamen nulla”,[16] una “damnatio mitissima”,[17] damnatio omnium levísima.[18]

RP 130       San Agustín utilizó la praxis eclesial del bautismo de los niños como principal argumento a favor de la existencia del PO en todos los hombres, previamente a cualquier pecado personal que puedan cometer.  Pretender que los niños no están afectados por el pecado equivaldría a sostener que Cristo no ha venido también para ellos. “¿De qué los rescata si no hay en ellos mancha del pecado original?”[19] Por eso, como hemos dicho, según Agustín los niños no incorporados a la Iglesia se condenan aun cuando no hubieran cometido pecados personales.[20]

Trento en el canon 4 anatematiza a quien diga que “los niños no traen algo de pecado original”.[21] ¿Qué es este aliquid peccati? El concilio no lo precisa, pero entiende claramente que el PO se distingue claramente del pecado personal “que esos niños no han podido cometer todavía”.

 

3. La reflexión teológica moderna

RP 192       ¿Es pecador el niño no bautizado? Lo será en la medida en la que sea persona. Hay en él una personalidad virtual, potencial, no actual, porque aún no es responsable, no es dador de respuesta. Pero es realmente persona y por eso comienza su existencia como pecador en potencia, correspondientemente a su ser de persona en potencia. Cuando sea persona en acto, será también pecador en acto necesariamente. Pero hasta que de adulto ratifique personalmente su situación, su pecaminosidad no está consolidada y no puede producir su efecto que es la muerte eterna. El solo PO no puede llevar a la muerte escatológica.

 “La práctica del bautismo de los niños es defendible, pero no necesaria”, dice González Faus.[22] Desgraciadamente para justificar dicha práctica “secundaria”, se ha tomado el caso del bautismo de los niños como el “analogatum princeps” del bautismo.

Lo que es un “caso límite” del influjo del pecado pasó a ser el primer analogado de la definición. La esencia del PO pasó a considerarse precisamente aquello que quedaba en dichos niños. Es un error grave conceptualizar el PO a partir de este caso límite. Es como tratar de definir persona a partir de lo que es un bebé. Es cierto que el bebé es persona en cierto modo, pero no es la instancia ideal para definir lo que entraña el ser persona. Del mismo modo la situación del bebé no es la instancia ideal para definir lo que es el pecado original.

GF 381     El niño sólo puede ser pecador de la misma manera deficiente, incoativa y dinámica en que es persona. Cuando el PO se predica de los niños tiene un sentido solo análogo respecto al PO cuando se predica de los adultos. El niño ha entrado en la historia de deterioro que él, en uno u otro grado, ratificará y hará suya en el futuro con sus pecados personales. Por eso al niño se le bautiza no para borrarle una mancha que haya contraído, sino para hacerle entrar en la órbita del perdón del pecado, en una dinámica contraria a la del pecado del mundo.

El bautismo es el sacramento de la entrada en la Iglesia, la comunidad creyente en la que crecerá como opositor al pecado del mundo. Por eso el bautismo de los niños solo tiene sentido si de verdad va a vivir en ese tipo de entorno de una comunidad de fe que ha renunciado a Satanás y al pecado del mundo. No tiene sentido donde se ha convertido en un rito socio-mágico de folklore religioso para exteriorizar la alegría por el nacimiento en una familia donde falta la fe y el compromiso por luchar contra el pecado.

En cuanto a la suerte de los niños que mueren sin bautismo, abandonada del todo la doctrina cruel de Agustín que los condenaba al infierno, la teología medieval articuló la hipótesis de la existencia de un limbo para esos niños. Allí carecerían de la visión beatífica, pero tendrían una “felicidad natural”.

Hoy la teología de la gracia no deja lugar para una felicidad “natural”, porque la “naturaleza pura” es solo una posibilidad en abstracto, que de hecho no se ha realizado nunca en la historia. En la economía actual de la gracia no cabe otra realización del ser humano que la visión beatifica. No hay más que una vocación del hombre, la divina (cf. GS 22). Si este destino no se alcanza, el hombre queda frustrado.

Por eso hoy día la hipótesis del limbo ha sido abandonada por la mayoría de los teólogos, que se inclinan más a pensar que los niños no bautizados se salvan, pero sin que podamos hablar sobre este tema, ya que nada se nos ha revelado explícitamente sobre su suerte. En cualquier caso nunca el poder del pecado podrá ser mayor que el de la gracia de Cristo y por eso podemos esperar con fundamento, que aunque sea por caminos solo a Dios conocidos, la misericordia divina alcanza también a estos niños.[23]

Una de las razones aducidas a favor de la salvación de los bebés muertos sin bautismo es precisamente el hecho de que “con el don no sucede lo mismo que con el delito” (Rm 5,15). El pecado de Adán habría alcanzado a toda la humanidad, incluyendo a los que no se hayan podido desarrollar como personas, y en cambio la redención de Cristo no llegaría a esos bebés. Dejaría de cumplirse el adagio paulino de que “donde abundó le pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Si excluimos a los niños de los efectos salvíficos de Cristo estaríamos atribuyendo al pecado una fuerza devastadora más grande que la fuerza salvífica que la de la redención, cosa que jamás habría aceptado san Pablo.

Por eso habría que decir que la salvación de Cristo es universal y llega a todos los hombres que no la rechacen expresamente mediante un acto personal. Dado que los bebés no pueden realizar actos personales, quedan salvados por la gracia de Cristo si mueren antes de poder realizar dichos actos.

En el fondo la hipótesis del limbo se sustentaba en una noción peculiar de los sacramentos como canales puntuales de la gracia. Fuera de los sacramentos no había gracia, y por tanto no había salvación posible. Hoy día preferimos ver una gracia de Dios omnipresente que alcanza al hombre en todas las circunstancias de su vida. El sacramento es precisamente no el canal exclusivo de la concesión de esa gracia, sino la celebración eclesial de la gracia concedida que al ser celebrada se consuma como tal gracia.

Poco a poco se fueron abriendo grietas en la necesidad del bautismo sacramental para la salvación. La primera fue hablar de la posibilidad de un bautismo de sangre, para el caso de catecúmenos martirizados antes de completar su catecumenado. Murieron sin bautismo, pero ¿cómo negarles la entrada en la vida?

Aceptada la primera excepción, pronto empieza a ensancharse la grieta en el muro. ¿Y los catecúmenos muertos en un accidente? Se pasó a hablar del bautismo de deseo que surtía efectos similares en los que no habían completado su largo catecumenado y daba acceso a la gracia. Pero si el deseo es suficiente en estos casos para acceder a la gracia, ¿no es verdad que todos los catecúmenos desean ardientemente recibir el bautismo? En pura lógica habría que decir que ese deseo causa ya en ellos la gracia santificante antes de recibir el sacramento. De ahí que al sacramento haya que concebirlo más bien como celebración y consumación de una gracia ya recibida.

En este sentido ha sido importante el cambio de traducción en el texto clave de Marcos 16,16: “El que crea y se bautice se salvará y el que no crea se condenará”. Las traducciones modernas hablan de “el que se resista a creer”, lo cual es una cosa bien distinta, porque no cabe decir que los bebés “se hayan resistido a creer”. Y a los niños podían asimilarse muchas otras personas que no han creído en Jesús y no se han bautizado, pero no porque se hayan resistido a creer. Pensemos en los miles de millones a lo largo de la historia que nunca oyeron hablar de Cristo, en todos los indígenas de América latina antes del descubrimiento. Pensemos en los millones de personas que han oído hablar de Cristo pero en modos y circunstancias en que esa noticia no tenía la fue

 

7. El pecado original originante

 

RP 173       ¿Resulta sostenible la idea del pecado original originado -situación universal de pecaminosidad- sin la idea de un pecado personal originante, situado en la raíz de esa situación?

La inmensa mayoría de los teólogos católicos exigen la existencia de un pecado originante para poder dar razón suficiente de la universalidad de facto que el pecado ha tenido. No se podría explicar de otro modo esa universalidad del pecado de la que nos habla la revelación, sin atribuirla a una acción histórica del hombre y no a un plan original divino.

Esta exigencia se apoya en parte en argumentos escriturísticos.

* Cuando estudiamos la narración de la caída nos inclinábamos por ver en ella una narración etiológica (Gn 3).

* En Romanos 5,12 Pablo explica la irrupción de la hamartía  recurriendo a la iniciativa histórica de Adán.

* Trento en el canon 1 afirma que la ruptura en el plan de Dios fue originada por Adán al principio de la historia.

* La razón teológica inclina a una exégesis de dichos pasajes en este sentido. No hay respuesta mejor a la pregunta de por qué todos nacemos pecadores. Sin el PO originante no se da razón suficiente del hecho escandaloso de que todos los hombres pequen. Estadísticamente al menos, podría pensarse que alguno al menos podría hacer buen uso de su libertad. Al mismo tiempo esta situación no debería haberse dado en principio. Como dice Rahner, “sólo la culpa personal puede fundar el no-ser de algo que, según el querer de Dios, debiera ser”.[24]

RP 176     Las alternativas son el pelagianismo en el que la universalidad de la culpa es un mero hecho que permite excepciones, o un neognosticismo que interpreta esta pecaminosidad como un fatalismo ahistórico, en un defecto de la naturaleza endosable a Dios creador. Habría que pensar que el hombre tiene un defecto de fábrica, que ha sido mal hecho por Dios. Según los griegos, en el origen del mal el hombre es inocente y los dioses culpables; pero según Israel, Dios es inocente y el hombre culpable.

Otra doctrina que no ve necesario postular un pecado originante es la de Teilhard de Chardin, para quien la situación negativa actual del hombre no sería resultado de acontecimientos históricos, sino solo expresión de los desórdenes que estadísticamente aparecen en todo sistema en vías de organización. Sería solo consecuencia de un estadio todavía imperfecto en el proceso evolutivo en el que hay fuerzas que se resisten a la progresiva unificación.

              Si no se diagnostica una eficiencia humana en el origen de esta pecaminosidad universal, Cristo habría venido no a salvar un mundo perdido sino a reparar un imperdonable descuido de Dios en su tarea creadora.

Además la existencia de un pecado propio histórico causante de la pecaminosidad universal explica por qué dándose una dimensión existencial de gracia rechazada y de gracia ofrecida, el influjo del primero antecede al segundo. Nos ayuda a explicar por qué el hombre nace pecador en virtud de la historia de perdición, y no justo merced a la historia de salvación.

El motivo de la pecaminosidad universal no es el puro hecho de que todos pequen personalmente (lo que dejaría abierta la posibilidad de excepciones), ni el fruto de una necesidad natural del hombre creado por Dios. Entre la creación de cada ser humano y su existencia concreta, algo ha tenido que intervenir que permite dar cuenta de estas dos verdades: Dios no crea pecadores; el hombre nace pecador. Ese “algo” es el pecado originante.

En la siguiente tesis (n. 8) contestaremos a la pregunta que queda ahora colgando: ¿Cómo concebir el pecado originante y, sobre todo, cuál es su sujeto? Veremos que sin excluir el efecto maléfico de los pecados posteriores que se han ido sumando a ese pecado primero, hay que dar un valor decisivo al primer pecado, aunque renunciemos a hacer hipótesis de cómo se haya podido producir. El considerar toda la masa agregada de pecado de la humanidad no quita valor ni importancia a este primer pecado. En nuestra experiencia cotidiana todo comienzo, por el hecho de serlo, tiene una importancia decisiva en orden a marcar el futuro de una institución, o de un proyecto, o de una historia personal. No es incoherente el atribuir al primer momento de la historia y al primer pecado este valor especial.[25] La Escritura y la tradición lo han colocado a los comienzos, aunque reconozcamos que su efecto ha sido posteriormente agravado por toda una historia terrible de pecado que se ha ido sumando y agregando.

Reconociendo el género literario propio del relato de Adán en el paraíso no nos sentimos obligados a referirnos al pecado de un solo hombre del que descendería genéticamente toda la humanidad concreta. La hermenéutica de los textos bíblicos no nos obliga a una lectura tan literal de los relatos. Podemos usar una expresión más vaga y referirnos con Rahner a la “humanidad originante”,[26] que salva lo esencial de la doctrina de Trento que puede entenderse tanto en clave monogenista como poligenista. Si nuestra solidaridad en Cristo no exige el que seamos todos genéticamente descendientes de él, tampoco la solidaridad con Adán nos obliga a postular una descendencia genética de todos los hombres a partir de un único ascendiente.

 

 

8. La solidaridad en Adán

 

1. La personalidad corporativa en la Biblia

RP 53-56 La Biblia es consciente de la solidaridad para el mal que existe entre los hombres. Una de las convicciones ancestrales que le llegan a Israel de sus orígenes nómadas es la de la solidaridad del clan, que es una firme comunidad de destino. Al fundador o epónimo se le atribuye permanentemente lo que en cualquier momento posterior sucede a los miembros del clan, que es la dilatación permanente de su epónimo. Por otra parte el miembro del clan no obra por sí y para sí. Sus acciones comprometen a todo el clan tanto para el bien como para el mal. Israel se concibe a sí mismo como una comunidad solidaria nacida de un padre común. Cada individuo es responsable del todo, participa de la bendición y de la maldición, la promesa y el juicio comunes (Dt 28 y 30; Lv 26). Poco a poco esta idea de comunidad solidaria empieza a extenderse también a otras naciones, hasta llegar a ver a la humanidad entera como una gran familia de pueblos.

En este contexto el pecado no puede ser comprendido como un hecho aislado. Hay una corresponsabilidad de los descendientes en la culpa de sus antepasados. “Hemos pecado con nuestros padres. Hemos faltado, nos hemos hecho impíos… (Sal 106,6; 1 R 8,47).  “No recuerdes con­tra nosotros las culpas de los antepasados, líbranos, borra nuestros pecados (Sal 79,8; Dn 3,26-45; Tb 3,3-5; Ba 2,12).

Los libros históricos contienen muchos relatos en los que la culpa de los padres repercute en los hijos, “es visitada en los hijos”. Así la conducta de Cam (Gn 9,22-27), la rebelión de Coré (Nm 16), los abusos de los hijos de Elí (1 S 2,36).

También los libros proféticos constatan esta misma solidaridad. Aunque con Ezequiel se pasa a una noción más personal del pecado (Ez 18; Jr 31,29), los profetas no dejan de aludir a la continuidad padres-hijos en la actitud pecadora (Jr 3,25; 14,20). Constatamos también que esta solidaridad descendente no se limita a la consanguinidad estricta. El parentesco y la corresponsabilidad consiguiente pueden establecerse por ritos de confraternización por los que unos individuos adoptan a otros y una tribu puede adoptar a otra tribu entera.

Finalmente observamos que junto a la solidaridad vertical padres-hijos, hay una solidaridad horizontal entre contemporáneos que refleja una mentalidad corporativa. Un individuo del grupo arrastra en su destino a los miembros del mismo, aunque no sean familiares. El pecado del censo cometido por David trae consigo na peste que diezma a todo Israel (2 S 24).

 

  2. Teología paulina sobre la solidaridad en Adán (Rm 5,12)

La solidaridad de todos los hombres en Adán es la razón de por qué el PO original afecta a todos los hombres desde su nacimiento, anteriormente a cualquier opción libre que puedan hacer. Esta solidaridad de todos en Adán está expresamente afirmada en la Escritura en el famoso texto de Rm 5,12 que hemos estudiado en nuestro capítulo sobre el N. Testamento.

RP 103           Según el estudio que hacemos allí, el mensaje es el siguiente: Todos son pecadores, hay una situación universal de perdición, causada por un destino previo a la opción personal, la hamartía) y por una opción personal del individuo. Ambos factores crean un estado de muerte que alcanza a todos. La muerte ha pasado a todos, toda vez que todos han pecado. La fuerza del mal les ha llevado a todos a ratificar la opción de Adán. Pablo no aclara cómo interactúan ambos factores –destino previo, opción personal-, ni qué peso tiene cada uno en el resultado, ni qué ocurre (en los niños) cuando solo está presente el primer factor.

El destino universal que empuja inexorablemente al pecado no es imputable a Dios creador, ni a un fatalismo de la naturaleza, sino que se remonta a la historia de la libertad creada. Pablo no ontologiza el mal, sino que lo historiza. Pero le interesa subrayar la universalidad del pecado para salvaguardar el núcleo de su evangelio: la salvación universal por Cristo. Pablo se interesa por la persona de Adán en cuanto contrafigura de Cristo. Solo le interesa la función de Adán, no la persona. La función adámica importante es la de haber introducido el pecado en el mundo para todos.

 

3. Alcance de la teología paulina

Pero nos podemos preguntar cómo es que el pecado de uno puede influir de tal modo en el destino de todos. Este tema no lo trata directamente Pablo, por eso hay distintas maneras de evaluar si expone ya Pablo lo que luego se va a desarrollar como teológica clásica del pecado original. Sobre este punto hay tres opiniones:

a) minimalistas: el pecado original no está presente en el pensamiento paulino. De lo único que habla Pablo es de los pecados personales.

b) maximalistas: el pecado original se contiene con claridad suficiente en el texto. Pablo habla de un estado congénito de pecado al margen de los pecados personales.

c) equidistantes: Pablo ofrece un fundamento para la teología católica del pecado original, aunque no la contenga explícitamente. Es nuestra postura. En Pablo no hay ni un desconocimiento ni una definición formal de la doctrina del PO. El núcleo está allí: la pecaminosidad universal; la existencia de una opción humana culpable que se remonta al principio de la historia; la función mediadora de esta opción en la situación universal de pecado; el restablecimiento de la mediación para la salvación en Cristo y el requerimiento de la libre decisión personal para acoger esta salvación. En cambio Pablo no dice nada sobre la situación religiosa de los niños, ni especifica quién es el sujeto de la función adámica, ni esclarece el fundamento de la solidaridad de todos.

 

4. Comprensión moderna de esta solidaridad

RP 186        La teología escolástica trabajaba con un concepto de naturaleza cerrada sobre sí, invariable. Tenía una concepción estática y esencialista del hombre. El fundamento de la solidaridad interhumana sólo se concebía como algo físico-biológico, y por eso el mecanismo de transmisión no podía ser otro que el de generación. Esto llevaba a llamar al PO “peccatum naturae”, pecado de la naturaleza.

Hoy día se trabaja con otra antropología distinta que utiliza más categorías como encuentro y diálogo. El “esse ad”, el conjunto de relaciones humanas, la socialidad es algo que concierne intrínsecamente al ser humano. Yo soy yo y mi circunstancia. Yo soy yo y el manojo de relaciones que tengo. La socialidad es constitutivo de mi persona. Cuando un hombre tiene un hijo y se convierte en padre, la paternidad es constitutiva de esa nueva persona en que se ha convertido. Todo cambio en las personas con las que me relaciono constituye un cambio en mi propia realidad personal.

El hombre como persona es una realidad dinámica que se va haciendo en y por las relaciones que adquiere. Ser equivale a ser-con. El ser humano es un ser situado. La historia de los demás va acuñando mi propio yo, no es una historia ajena a mí. La autodeterminación está siempre situada y afectada por condicionamientos previos a su ejercicio.

Junto con la herencia genética, el hombre recibe una herencia cultural. Su personalidad es resultado de dos principios generativos: el genético y el cultural, el natural y el histórico. La matriz social configura al “mamífero prematuro” no menos que el útero materno le ha configurado biológicamente. Los conceptos de generación o procreación no son reducibles a la estricta dimensión biológica.

La solidaridad de base entre los seres humanos no deriva exclusivamente de su descendencia biológica común, sino de su comunión en una historia única. Cuando la des-gracia ha tomado cuerpo en la sociedad en la que nazco, ésta ya no será mediadora de salvación sino de perdición. El hombre al nacer recibe una herencia negativa socialmente acumulada y objetivada en instituciones, usos históricos, reglas de conducta, prejuicios, ritos, vida social: machismo, racismo, consumismo, hedonismo, superficialidad, corrupción económica. El efecto cumulativo de las opciones culpables hipoteca las acciones futuras y favorece la adhesión voluntaria de todos a ese mundo de pecado. Quien se encuentra situado en ese mundo social opaco a la gracia, quedará negativamente afectado por una determinación interior a su yo y anterior a su opción.

 Solo podré salvarme si soy transplantado a otra sociedad distinta que me sirva de mediación de la gracia, a otra sociedad que viva otro mundo de valores, y forme un ecosistema distinto en el que esos valores puedan ser vividos. En este sentido la justificación en el bautismo es el momento en que lo que se había contraído por la pertenencia a una sociedad, es cancelado por la pertenencia a otra sociedad, la Iglesia.

 

5. Adán, ¿quién es?

RP 177           Toda la teología clásica que hacía una lectura menos crítica de Gn 3, daba por supuesto que Adán era el primer hombre que daba origen a toda la especie humana. Las modernas teorías evolucionistas han puesto en cuestión el que todos los hombres vengamos de un padre común, y eso ha dado lugar a que los teólogos hayan interpretado la figura de Adán en otras claves diversas.

La ciencia es favorable a ver la evolución como un fenómeno que ocurre no en individuos aislados, sino en grupos de individuos que colectivamente emergen a formar una nueva especie diferenciada. Prefiere, por tanto el poligenismo al monogenismo. No cabría hablar de una única primera parejea humana, sino de varias parejas que alcanzan la humanización grupalmente. Últimamente suele decirse que no hubo un Adán, pero sí hubo una Eva. Todos los humanos existentes hoy traería su origen genético de una sola hembra.

Pío XII en la Humani Generis mostraba su ansiedad de que estas teorías científicas pudieran chocar con la teología del PO tal como la entiende la Iglesia. Pronto los teólogos mostraron cómo la doctrina del PO puede seguirse manteniendo tanto en una hipótesis monogenista como en una hipótesis poligenista.

Hay tres formas posibles de interpretar a Adán todas ellas pueden formularse en la hipótesis del monogenismo del poligenismo. Desde la teología católica se han mantenido las tres hipótesis.

a) Monoculpismo: El primer pecado de la historia basta por sí solo para constituir el pecado originante.[27] En la evolución de la especie se ha dado el mismo proceso que en la evolución del individuo. Ha tenido que pasar por una infancia antes de alcanzar el pleno ejercicio de sus facultades. En el primero de los humanos que sobrepase el umbral de la personalidad capaz de tomar decisiones ético-religiosas, la evolución tendrá que dar el salto a lo sobrenatural. Pero si en esta primera opción el hombre se opone al plan divino, la evolución cambiará de rumbo. A nivel fenoménico nada parecerá haber cambiado. Pero en realidad el cambio será inmenso, en vez de una economía de perfección gratuita (integridad) la evolución hacia el fin sobrenatural discurrirá bajo la ley de la cruz. El avance hacia lo sobrenatural queda bloqueado por el pecado del primer hombre. Cuando sus contemporáneos todavía en estado preconsciente franqueen el umbral de la responsabilidad personal se encontrarán cerrado el paso hacia su ulterior desarrollo sobrenatural.

Esta explicación se puede mantener dejando abierta la cuestión de si la humanitas originans consta de uno o varios individuos. Prima el valor decisivo del principio del proceso histórico que no es un instante más de una sucesión homogénea, sino el fundamento del entero proceso, pues tiene una virtualidad conformadora sobre él. Es la puesta en marcha de una historia toda ella afectada por ese pecado que viene del origen.

 

b) Policulpismo: el pecado originante es el “pecado del mundo”, es decir el conjunto de las acciones pecaminosas cometidas a lo largo de la historia. No es preciso otorgar un puesto especial al primer pecado cronológico, que es un eslabón más de la cadena sin especial importancia.[28]

 

c) Concausalidad: El pecado sería una magnitud dinámica que empieza a producir su efecto a partir del primer pecado y que se va engrosando a modo de bola de nieve, con los sucesivos pecados personales que tienen un efecto cumulativo. Se reconoce al primer pecado una relevancia peculiar, no por ser el primero cronológicamente, sino porque, al serlo, crea una situación nueva que va a influir ineludiblemente en lo que venga después. Pero no influye de forma directa o inmediata, sino mediante los pecados próximos que afectarán a cada individuo. De ese modo se explica la universalidad del pecado, y se evita decir que el pecado más remoto en la historia tiene más influencia sobre mí que los pecados más cercanos de mi familia o de mi generación.

 


 

9. Cómo se transmite el pecado original

 

La generación en Agustín es el único fundamento de la solidaridad en Adán, y la razón por la que la generación transmite el pecado es el carácter libidinoso del acto sexual, fruto de la concupiscencia que es llamada “hija del pecado” y “madre de muchos pecados”.

 

RP 149 El canon 3 de Trento, enteramente original, trata del remedio del pecado: el mérito de Cristo que se confiere en el bautismo. Contiene un inciso sobre el pecado de Adán, con dos importantes acotaciones: “Se transmite no por imitación sino por propagación”. No somos pecadores por imitar a Adán en nuestros pecados personales, sino también por generación. Quiere refutar el “imitatione” pelagiano, y mostrar que el hombre está inmerso en esta situación de pecado desde su origen, antes de cualquier acto personal que haga.

El segundo inciso dice que ese pecado es inherente a todos y cada uno como propio. Se rechaza el que el pecado se le impute solo a Adán como propio y a nosotros extrínsecamente.

No afirma el concilio que se transmita por el acto generativo libidinoso, como afirmaba Agustín. Si Dios crea el alma de cada hombre y la crea ya en pecado ¿no sería Dios el creador del pecado? Para evitar eso Agustín cayó en el traducianismo que había sido ya defendido por Tertuliano. La carne y el alma se transmiten y crecen conjuntamente.

RP 154       El concilio dice “por generación” porque es el modo como se entiende que se propaga la humanidad. Pero cabe preguntarse ¿sólo y siempre por generación? El canon lo que pretende es garantizar la universalidad del pecado, pero si hubiese otro modo de acceso a la condición humana ¿habría que aplicar también a ella el pecado?

RP 116       Tertuliano era traducianista, es decir creía que los padres engendraban el alma de los hijos. Afirmaba que todas las almas proceden de una, “ex una redundantes”, procedían del alma de Adán, que se constituyó en matriz de las demás. Esta corrupción de la naturaleza se transmite en la generación del alma. No es claro si esta tesis le llevaba a pensar que el PO era un estado de pecado propiamente dicho. Por supuesto que la doctrina católica, al afirmar la transmisión del PO por propagación no está adoptando la doctrina traducianista.

San Agustín explica la transmisión del pecado origina mediante una visión negativa de la sexualidad humana. El alma creada por Dios es buena, pero el placer sexual es malo. Como la libido es pecaminosa, los padres al transmitir la vida del cuerpo transmiten también la mancha del alma. Solo Jesús que fue concebido virginalmente no tuvo el pecado original.

El concilio de Trento no quiso especificar el cómo de la propagación, sino que contra Pelagio se limitó a decir que no se transmite por imitación sino por propagación. Es anterior a los pecados personales, y claramente distinto del pecado personal.

RP 139       Anselmo libró a la Iglesia de cualquier asomo de traducianismo. Para él la generación no es causa de la transmisión sino condición.[29]

 

 

10. Situación de Adán en el Paraíso

 

                    1) El relato del Paraíso

RP 58   El texto de Génesis 2 nos narra el relato yahvista de la creación del hombre. Se trata de un relato más antiguo en el que es posible detectar un estilo mucho más antropomórfico.

Adán fue creado en suelo estepario, ’Adam de la ’Adamah. Pero Dios parece querer para él una situación mejor que la de su status nativo, y le prepara un jardín, que es una especie de sucursal terrena de la morada divina. Es el lugar por donde Dios se pasea a la hora de la brisa (3,8). Parece razonable deducir que J ha descrito la promoción del hombre a una vida superior. Su domiciliación es una invitación a compartir la intimidad divina. Esa intimidad está preciosamente descrita en el diálogo fluido que existe entre los dos.

En el jardín hay dos árboles. El árbol de la vida está en el centro del jardín y Adán tiene libre acceso a él. En ese árbol encuentra el hombre la capacidad de superar su caducidad constitutiva. La inmortalidad del hombre mortal solo puede darse como regalo extra de Dios. Los frutos que dan eterna vida y juventud son un mito clásico de la literatura de la época. Pero no se trata solo de una vida biológica. Vivir para la Biblia es más que el simple existir. Vivir es llevar una existencia plenificada por la comunión con YHWH, es una vida en alabanza.

Pero Adán no lleva dentro de sí la fuente de la vida, debe tomarla del árbol que está en el centro del jardín. La vida del hombre procede de Dios, y tiene que seguir recibiéndose siempre de Dios. El hombre no puede disponer autónomamente de ese don sino acogerlo como don gracioso. Mientras esté dispuesto a acogerlo así tendrá acceso a ese don sin restricciones.

El árbol del discernimiento hacer referencia a un privilegio de los reyes que pueden conocerlo todo y dirimirlo todo. Al hombre le está prohibido erigir su propia ley moral frente a la de Dios. No tiene la facultad de decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Por eso tiene prohibido comer de ese árbol.

Mientras que en el relato sacerdotal varón y mujer eran creados simultáneamente por Dios, en el relato yavista el hombre es creado primero, y luego la mujer es formada a partir del varón. La criatura humana es incompleta. Los animales son creados para que el hombre no esté solo. Dios los crea y el hombre los recrea al darles el nombre. Pero los animales no pueden llenar ese deseo profundo de comunicación y comunión que hay en el hombre. Necesita un tú para poder entrar en diálogo. La mujer está “de cara al hombre”, representa la alteridad. El hecho de ser varón-mujer les hace comprender que son interdependientes y no omnipotentes. La soledad es una maldición para los judíos, una especie de muerte social y la antesala de la muerte física.

La desnudez es símbolo de la mutua transparencia. Donde no hay pecado no hay nada que ocultar, no hay todavía miedo a la amenaza potencial que puede representar el otro. Cada uno se puede manifestar tal como es, sin censuras, sin disimulos, sin los artificios que tapan las verdaderas intenciones del corazón. Cada uno tiene necesidad del otro para ser él mismo. Un permaneciendo siempre cada uno distinto del otro, en su misterio infranqueable que solo se abre por donación.[30]

El hombre es creado para trabajar la tierra y cuidarla. El trabajo no es un castigo del pecado. Es solo el trabajo inhumano, opresivo, alienante, el que constituirá uno de los efectos de la presencia del pecado en la vida humana.

 

RP 162       Tradicionalmente se ha supuesto que Adán fue creado en gracia de Dios. Trento dice que Adán fue constituido por Dios en santidad y justicia (Dz 787). La exégesis del canon ha mostrado que el concilio usó la palabra “constituyó” en vez de “creó para no definir si Adán fue creado con la posesión actual (in re) de la gracia. Bastaría con que estuviese ordenado a este don, una posesión virtual en esperanza (in spe).

No es de fe que la situación del paraíso se haya realizado históricamente. La gracia, el destino sobrenatural, pudo no haber sido aún asumido por el hombre en el primer momento de su historia. Pero estaba ahí a su disposición, como oferta divina. Adán era al menos virtualmente un agraciado. Estaba inmerso en una evolución sobrenatural orientada hacia la justicia y la santidad. Estaba inmerso en una evolución incoada en el tiempo y a consumarse en el ésjaton.

 

2) La gracia de Adán

Adán es tipo del futuro (Rm 5,14), figura del que había de venir. La divinización del hombre tendría que realizarse a través de la humanización de Dios. La justicia original es una cristología incoada. Lo que tal estado puede dar de sí solo se desvela acabadamente al llegar la plenitud de los tiempos. La encarnación tiene lugar no solo para recuperar o sanear una situación perdida o deteriorada, sino principalmente para cumplir lo oscuramente prometido en la teología de los orígenes en el AT. “Cuando se modelaba el barro, se pensaba en Cristo, el hombre futuro”.[31]

La gracia original no pudo haber sido gracia de Adán, sino gracia de Cristo, aunque la tesis de la gracia de Adán la hayan sostenido grandes teólogos del pasado, como Santo Tomás. Pensaban estos teólogos que en el plan original de Dios no entraba que el Verbo se encarnase, pues la única finalidad de la Encarnación fue redimir al hombre tras su caída. La encarnación sería solo una iniciativa terapéutica después de un desdichado accidente.

Pero con la mayoría de los teólogos afirmamos hoy que el plan original de Dios en la creación era ya “que todo tuviera a Cristo por cabeza” (Ef 1,10), En la intención de Dios creador Cristo ha sido siempre “el primogénito de toda creatura” (Col 1,15).

Hay pues una única economía de la salvación que culmina en Cristo. No hay una economía de antes de la caída, y otra de después. La gracia con la que Dios ha querido enriquecer a la humanidad ha sido siempre una única gracia, la de Cristo.

Lo único que la caída de Adán ha modificado es el itinerario. La diferencia está en que en el presente estado la consecución de esas gracias tiene que vencer la resistencia del pecado que acosa al hombre, y está marcada por el combate y la cruz. Pero la constitución original del hombre en estado de justicia significa que desde sus orígenes el hombre ha sido creado con una vocación sobrenatural de hijo de Dios en Cristo.

El paraíso no es una realidad de orden espacio-temporal o geográfico-histórico, sino de orden simbólico. Es “el símbolo de la gracia hecha a la humanidad desde su primera aparición sobre la tierra… del comienzo efectivo, mas velado, de la vida divina y eterna que no se manifestará en plenitud hasta el final de los tiempos”.[32]

RP 63         El paraíso es más un paradigma del futuro que un reportaje del pasado. La protología es en el fondo escatología. Es la expresión plástica del designio de Dios sobre el hombre. Este designio divino ha presidido la creación y en este sentido, el paraíso no puede por menos que proyectarse sobre el comienzo de la historia; de otra parte este designio está indeleblemente impreso en el acontecer histórico, es el fin de la creación; en este sentido, el ésjaton no puede menos de asumir rasgos paradisíacos.

 

3) Los dones preternaturales

RP 172     En cuanto a los dones preternaturales de Adán los trataremos por separado en dos tesis al hablar del pecado original. Los veremos ahora en una mirada de conjunto. La doctrina teológica clásica ha afirmado siempre de que Adán al ser creado disfrutaba no solo de la justicia original, un don sobrenatural, sino de otros dones llamados preternaturales, (inmortalidad e integridad). La caída de Adán trajo consigo la pérdida irreparable de estos dones preternaturales, de los que el hombre ya no volverá a gozar en esta vida ni siquiera después de su justificación. Cuando Cristo que le devuelve la gracia, pero ya no le devuelve los dones preternaturales, y por eso el hombre tiene que experimentar la muerte y la concupiscencia.

Esta doctrina clásica ha sido matizada por los teólogos recientes. La posesión de los dones preternaturales no significa que el psiquismo del hombre inocente de los orígenes fuera distinto del psiquismo del pecador de hoy o del hombre redimido de hoy. De hecho como hemos visto no se excluye que el hombre en el paraíso hubiera tenido que morir una muerte biológica, pero bien distinta de la muerte que se vive en estado de pecado. Por eso puede decirse que el justo goza ahora también de una integridad que le ha sido devuelta por la gracia redentora de Cristo. Es una integridad aún no consumada y se desarrolla en el contexto de una lucha trabajosa contra la concupiscencia.

Del mismo modo, el hombre redimido sigue sufriendo la muerte biológica, pero por gracia de Cristo vive esa muerte de un modo muy distinto a como la vive el hombre pecador, y en ese sentido goza ya de una inmortalidad no perfecta, que no ha alcanzado su consumación. De igual modo una vez que la hamartía ha irrumpido en la historia, las facultades apetitivas naturales ya no se despliegan en un clima propicio de gracia virtual o actualmente presente, donde no hay ofertas de otro signo, sino que en el estado presente esas facultades apetitivas se ven vigorosamente solicitadas para el mal. En un sentido, pues, la humanidad presente vive la concupiscencia de un modo distinto a como la hubiera vivido una humanidad en la que no existiera el pecado, la vive como dice Trento como algo que “procede del pecado y lleva al pecado”. Pero nada ha cambiado en la constitución biológica o psíquica del hombre que sigue siendo la misma antes y después de la caída.

Los dones preternaturales no fueron pues privilegios excepcionales e inalterables de un presunto estado de cuento de hadas, o situación de encantamiento vivida en el alba de la historia, sino que fluyen naturalmente dondequiera que se da la comunión vital del hombre con Dios por la gracia, aunque se den de distinta forma en los distintos ámbitos históricos, y solo serán plenamente poseídos en el ésjaton. En el estado actual, a medida que el hombre por la fe se va dejando penetrar más y más por la gracia, va dominando mejor su concupiscencia, y va recuperando progresivamente el don de la integridad. Los santos de hecho por gracia divina han alcanzado una mejor integración de todas sus facultades y apetitos al servicio de su opción fundamental del amor de Dios.

Insisten los teólogos que si hacemos justicia al dicho paulino de que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20), no podemos admitir sin más que el estado inicial de Adán gozara de bienes de los que hoy no goce en absoluto el hombre redimido por Cristo. La justificación y la gracia santificante nos devuelven lo que Adán había perdido. Lo que ocurre es que al vivir el justo en un mundo donde está presente el pecado vive estos dones de modo distinto a como los hubiera vivido en un mundo sin pecado.

 

 

11.- El pecado original en el relato del Génesis

 

1. Reflexión sapiencial

Hemos analizado ya los textos genéricos del AT en los que se da cuenta de la pecaminosidad universal de la situación humana. También hemos visto la conciencia que hay de una complicidad y solidaridad de todos para el mal.

Analizaremos ahora con más detalle el texto en que se atribuye esta situación a un acontecimiento ocurrido en los comienzos de la historia. Los textos de los capítulos 2 y 3 de Génesis han sido comúnmente atribuidos a la fuente yahvista del Pentateuco, en contraste con Gn 1, el primer relato de la creación de fuente sacerdotal.

Sobre el fondo de relatos tomados de la literatura del Oriente Medio, el autor yahvista ha intentado dar respuesta a la problemática que suscita en el creyente la existencia del mal. No es que el autor hubiese recibido información sobre lo que le aconteció a Adán en el paraíso. No pudo recibirla de fuentes literarias o históricas humanas, ni tampoco de la revelación divina que no proporciona milagrosamente datos históricos ni científicos.

El texto del yahvista es más bien fruto de una reflexión sapiencial inspirada. Dios no puede ser el autor del mal. Por eso el capítulo 2 nos presenta la creación como un paraíso y el capítulo 3 nos dice que el mal entró en el mundo por culpa del hombre, no de Dios.

Adán, como veremos, no es un ser humano concreto, sino “el hombre” como tal. Hasta Gn 4 Adán no es usado como nombre propio sin artículo.

 

2. Naturaleza del pecado a la luz del relato de Gn 3

RP 60         Al hablar del paraíso aludimos del árbol de la vida que está en el centro del jardín, nos referiremos ahora al otro árbol, al del conocimiento del bien y del mal. Su significado no es tan obvio. El conocimiento del bien y del mal es un conocimiento práctico, orientado hacia la acción, que comporta una posesión de lo conocido y por lo tanto un poder. Se trataría de una prerrogativa sobrehumana. Conocer el bien y el mal es en el fondo decidir lo que está bien y lo que está mal. En cualquier caso es clara la ecuación con el querer ser como dioses. De uno u otro modo Adán busca una sabiduría que es solo propia de Dios, que es el único que sabe lo que está bien y lo que está mal, y cuyo juicio hay que aceptar.

El hombre no tiene acceso a ese árbol. Está acotado.  El mandato de Dios muestra al hombre que es un ser dependiente, que no lo puede tener todo, que tiene que aceptar su finitud, que su libertad es dependiente. Por el mandato se le abre al hombre el espacio de la responsabilidad. Se le intima a que se reconozca a sí mismo como dependiente, y no pretenda autorrealizarse alienándose, queriendo ser lo que no es, y lo que nunca va a poder llegar a ser.

El hombre fue situado en un paraíso, suficientemente bueno pero con las limi­taciones propias de lo que es finito. Adán y Eva eran felices en un mundo "bueno", sin conocer el bien y el mal. "Las obras del Señor son todas buenas" (Si 39,33).

            Cuando el hombre quiere endiosarse, empieza a hablar de cosas buenas y malas, rechaza los límites de su felicidad natural. Lo que introduce el pecado es el juicio del hombre: "Esto es malo". "Esto es peor que aquello" (Si 39,34).

.           El pecado comienza con una mentira: "¿Por qué os ha dicho Dios que no comáis de ninguno de los árboles?" (Gn 3,1). Cuando al hombre no se le da TODO tiende a pensar que es desgraciado y ya no sabe disfrutar de lo que tiene. Si se le prohíbe comer de un árbol le parece que ya no queda nada que valga la pena en la vida. La tentación engañosa le hace sentirse como si se le hubiera prohibido comer “de todos los árboles del jardín” (Gn 3,1) Todo empieza con esa mentira de la serpiente. El demonio "era homicida y mentiroso" (Jn 8,44). Las mentiras que uno se dice a sí mismo son las que dan muerte y expulsan del jardín.

            Cuando el hombre desborda sus límites, se convierte en fiera que destruye todo a su paso (Stg 4,1-2).  Su deseo insaciable no conoce límite y roba y mata para conseguir lo que quiere. Y con todo siempre se siente frustrado.  Al no reconocer a Dios como único absoluto, absolutiza su deseo, su necesidad, su capricho. Esto es lo único que cuen­ta. Todos están al servicio de sus pasiones. El dios es el propio yo erigido sobre un pedestal, y al que se le ofrecen sacrificios humanos.

Dios no puede imponer al hombre su amistad, no le puede hacer amigo por decreto. La amistad es una opción libre. Dios tiene la iniciativa. El hombre necesita un ámbito para ratificar responsablemente esta iniciativa divina. Pero desgraciadamente el hombre, en mal uso de esta libertad, rechaza esta amistad y se aliena de Dios.

Todo surge de una desconfianza en el amor de Dios. La mujer come del fruto porque ha admitido antes la sospecha de que el precepto de Dios no sea para bien del hombre, sino para bien del mismo Dios. Se perfila así una imagen de un Dios envidioso de la felicidad humana, un Dios obstáculo a su realización. Es en cualquier caso una ruptura de la filiación y la fraternidad. [33]

 

3. Las consecuencias del pecado

Los símbolos de las consecuencias de esta caída son muy expresivos.

 

a) Ruptura de la relación con Dios. Adán se esconde de Dios. Dios le llama: "¿Dónde estás?" (Gn 3,8-9). Se ha roto la comunicación. El hombre no soporta su vecindad. Ya no se pasea con él a la hora de la brisa, sino que se esconde. La presencia de Dios se convierte en algo amenazador, indeseable. “Tuve miedo y me escondí” (Gn 3,10). Ante la mujer puede superar la vergüenza vistiéndose, pero ante Dios, no. Ante Dios solo cabe la huida y el ocultamiento. Aparece la muerte en el horizonte una vez que el hombre ha cortado el cordón umbilical que le unía al Dios de la vida, y ya no podrá seguir comiendo de los frutos del árbol de la vida (Gn 3,19b)..

     

b) Ruptura de la relación con los hombres. El hombre se excusa echando la culpa a la mujer (Gn 3,12). Propio del pecado es el no reconocimiento de la culpabilidad. Ni el hombre ni la mujer admiten su responsabilidad., sino que se echan la culpa mutuamente, y en última instancia a la serpiente, a factores impersonales y extrínsecos. Se inician los mecanismos de disculpa y represión.

El hombre se avergüenza de estar desnudo y se tapa, oculta su intimidad también ante el otro, que se ha convertido en amenaza (Gn 3,7). El amor conyugal se degrada en deseo y en dominio del fuerte sobre el débil (Gn 3,16). La dinámica disgregadora del pecado produce una escisión de lo que se había originado en comunión profunda.

 

      c) Ruptura de la armonía con la naturaleza: espinas, sudor (Gn 3,18-19).  El jardín se convierte en un desierto, cuando nuestra ambición no respeta sus límites. Y la naturaleza se venga del hombre. En realidad nada ha cambiado en el mundo. Es el mismo que descubren los arqueólogos en sus excavaciones, o los geólogos, o los paleontólogos. Cosas normales y naturales se intiman ahora como penas, porque se van a vivir de una manera distinta desde el pecado. Sobre la entera situación gravita una sobretasa de penalidad. Ninguna zona de la realidad queda exenta. Hoy somos especialmente sensibles a cómo la ambición irrefrenable del hombre puede llevar a destruir el medio ambiente y producir daños ecológicos irreversibles.

 

 

 

4. La serpiente personificadora de la tentación

RP 63 ¿Por qué ha escogido el yahvista a la serpiente como portavoz de la propuesta seductora? Hay quienes ven aquí una polémica contra los cultos de fertilidad cananeos, en los que la serpiente juega un papel bien conocido. Otros más bien ven en la serpiente la proyección de la tendencia pecaminosa latente en las estructuras mismas de lo humano. En cualquier caso es un ser creado por Dios, y en la narración todavía no se hace la identificación con Satanás que se hará mucho más tarde (cf. Sb 2,24; Ap 12,9; 20,22). No es importante aquí lo que la serpiente es, sino lo que dice. La propuesta es la tentación por excelencia: la posibilidad de que el hombre se afirme autónomamente como absoluto, situándose en el lugar de Dios (Gn 3,35).

La tentación simbolizada en el fruto del árbol es una auténtica opción fundamental. El hombre quiere trascender sus límites, endiosarse. Por querer endiosarse renuncia a divinizarse según el plan de Dios que quiere darse a él gratuitamente. ¿Se reconocerá el hombre limitado, y por tanto divinizable solo por gracia?

El pecado aquí descrito no es una trasgresión cualquiera. La fruta prohibida es claramente simbólica. Emerge en el relato la esencia condensada de todo pecado, que es opción fundamental del hombre contra Dios; declaración de independencia de un poder (pretendidamente autonómico) que se yergue frente al poder central y lo desplaza. El sujeto de la transgresión no es ni el varón ni la mujer, sino ambos conjuntamente, la unidad de dos en una sola carne.

      Pero en este sombrío cuadro hay un atisbo de luz. Se mantiene la promesa de la redención insinuando un desenlace positivo entre la mutua hostilidad entre los linajes de la mujer y la serpiente (Gn 3,15). Mantiene viva la esperanza de una victoria final del bien. La historia será historia de salvación y no de perdición.

 

5. Género literario del relato

RP 68         En cuanto al género literario del relato, nos inclinamos con Rahner por hablar de una “etiología histórica”. Sin negar su índole simbólica cuya intención es explicar la incomprensibilidad de la culpa, y lo que ocurre en el corazón de todo corazón humano cuando llega al ejercicio de su responsabilidad temporal. No se trata de una descripción solo simbólica de la existencia humana, sino de la entrada de un nuevo elemento en esta existencia que la ha cambiado de algún modo. Este elemento no tendría por qué estar ahí de no haberse producido un suceso trágico. Más que hablar de la naturaleza de los males que afligen al hombre, Gn 3 habla del origen de esos males. La experiencia del mal en la humanidad ha tenido un origen absoluto determinante de la situación universal actual. La mayoría de los católicos entienden así el género literario del relato del Génesis.

Otros se limitan a ver en el relato solamente una descripción simbólica de lo que acontece en el corazón de todo hombre y en todo tiempo. La mayoría de los protestantes piensan así y no creen que sea un acontecimiento localizable en la historia. En palabras de Althaus, Gn 3 tiene un significado solo pedagógico. Ejemplifica en Adán nuestra manera de pecar. Pecamos como Adán pecó, pero no porque Adán pecó.

Nosotros no estamos de acuerdo con esta lectura puramente simbólica. Pero nuestra interpretación de este relato dentro del género de la etiología histórica, no equivale a una interpretación literalista. Como señalamos en otro lugar, Adán no tiene por qué ser como persona concreta el padre biológico de toda la humanidad.

 

 

12.- Pecado en el Nuevo Testamento

 

 

RP 80         El pecado no constituye el centro del mensaje del NT, sino la nueva noticia de la salvación. Pero la salvación supone una realidad negativa de la que es preciso ser salvado. Por eso el NT contiene una denuncia del pecado. Al afirmar que todos son redimidos, se está afirmando que todos eran pecadores. El hombre está afectado por una incapacidad nativa para el bien. Esta situación no deriva de la creación, sino de un desorden introducido por el maligno. Son trazos fundamentales de la doctrina del PO.

                 

1) Los sinópticos

El evangelio en principio no habla del PO. Jesús no ha especulado sobre el origen de la situación de pecado. Pero afirma la pecaminosidad universal como n hecho incontrovertible. Los hombres son malos (Mt 7,11). Pertenecen a una generación “malvada y adúltera” (Mt 12,39.45). Del interior del propio ser brotan “las malas intenciones y las acciones perversas” (Mc 7,21.23). Pedro tiene la íntima convicción de ser “un hombre pecador” (Lc 5,8).

La solidaridad en el pecado aparece como dimensión social de la malicia humana. La herencia del pecado atraviesa las generaciones. Los hombres de hoy son “dignos” hijos de “los que mataron a los profetas” y “colman la medida de sus padres” (Mt 23,39-36). Pese a esta situación catastrófica, “Jesús salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1,21) y se anuncia un año de gracia (Lc 4,19).

La parábola de la cizaña vuelve a proponer el problema del origen del mal y declara a Dios inocente (Mt 13,24-30.36-43). Solo al final de la historia se podrá separar el bien del mal. En su intervención sobre el divorcio, Jesús señala tres hitos en la historia de salvación. Un estadio origina que respondía al designio creador del hombre y la mujer. Un deterioro que trajo el endurecimiento de los corazones y dio paso a la ley del divorcio. Un restablecimiento de la condición original (Mc 10,1-12).

 

2) San Juan

RP 83         Cobra relieve el pecado del mundo. El mundo no conoció ni recibió al Verbo y se ha convertido en un ámbito de pecado (Jn 1,10.11). “Los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas” (Jn 3,19). Las obras del mundo son perversas (Jn 7,7). El mundo es un reino de pecado. Su príncipe es mentiroso y homicida desde el principio (Jn 12,31; 14,30; 16,11; 8,44).

El concepto de la muerte creada por el pecado no es solo biológico, sino teológico. Es una situación de perdición, causada por el que ha venido a perder, a matar y a destruir (Jn 10,10). En cambio, “si alguno guarda mi palabra no verá la muerte jamás” (Jn 8,51).

En 1 Jn 1,8 se afirma la pecaminosidad universal. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos”. También se expresa la solidaridad. Los pecadores hacen las obras de su padre el diablo. Se trata de una paternidad no biológica (Jn 8,41.44).

El hombre viene al mundo como nacido de la carne, y en cuanto tal no es idóneo para entrar en el Reino de Dios si previamente no es lavado por el agua y el Espíritu (Jn 3,1-7). Es necesaria la ablución para superar el estatus carnal y asumir una condición espiritual. Lo nacido de la carne es carne y solo lo nacido del espíritu es espíritu.

Cristo ha venido como “víctima propiciatoria por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2,2).

 

3) San Pablo

Analizaremos el texto capital del capítulo 5 de la carta a los Romanos, en el que compara la solidaridad de todos en Adán y en Cristo. Otros elementos de la doctrina sobre el PO tales como la pecaminosidad universal están presentes en toda la teología paulina, pero es en este texto donde se plantea el punto más específico de cómo entró el pecado en el mundo y la solidaridad de todos en Adán y en Cristo.

 

a) Precedente en la Primera corintios.

RP 89         El paralelo Adán-Cristo ya había sido usado por Pablo en 1 Co 15,21-22.45-49. Contra el gnosticismo Pablo quiere afirmar que la muerte no vino de Dios, sino de una acción histórica del hombre. “Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo”. Adán y Cristo son figuras en las que se condensa la humanidad entera. En uno y otro estamos contenidos todos. Lo que le interesa a Pablo es la función de Cristo, pero el recurso a Adán sirve para comprender mejor el corporativismo. Pablo piensa en primer plano en la muerte biológica, pero no se puede excluir el sentido teológico, del mismo modo que la resurrección de Cristo no es un hecho simplemente biológico. También la muerte en Adán es algo más que un mero deceso.

 

b) Contexto anterior de Romanos

Pero es en Rm 5,12, donde el paralelismo Adán-Cristo presenta un papel decisivo. Previamente en el contexto anterior Pablo ha dibujado un panorama sombrío de la universalidad del pecado tanto entre los judíos como entre los gentiles. “Todos cometieron pecados y están privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23).

 

c) Contexto posterior de Romanos

Después en el contexto posterior hablará de cómo es posible que todos hayan pecado. La razón de fondo es la lamentable situación del individuo en una humanidad des-graciada. El hombre quiere el bien, pero tiene una propensión incoercible al mal, la epithymia o concupiscencia (Rm 7,14-25). En el interior de cada uno se reproduce la vieja escena de Adán, pero ahora el pecado está asentado dentro de mí. Hacer lo que no quiero revela un estado de alienación. Advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado. Todos estamos habitados por el Pecado, y por eso todos hemos acabado pecando. La pregunta ahora es si el hombre fue creado así, en cuyo caso adjudicamos a Dios ese defecto de fábrica, o más bien el Pecado procede de un hecho de la historia. Aquí afirma san Pablo rotundamente: “Por un hombre entró el pecado en este mundo”. El hombre es responsable de esta situación.

 

d) Rm 5,12

RP 95         Aquí es donde encaja el famoso texto de Rm 5,12. ¿Este mundo empecatado tiene aún salvación? Sí, pero no mediante las obras de la ley. “Independientemente de la fe la justicia de Dios se ha manifestado… por la fe en Jesucristo” (Rm 3,21-22). La función mediadora no la tiene la ley, sino un hombre, Cristo. Los judíos tenían dificultad en aceptar que una mediación humana fuese superior a la mediación de la ley. Para eso Pablo les recuerda el papel juzgado por Adán, un hombre, para la perdición del género humano. Pues bien, si Dios ha permitido la mediación de uno sobre todos para el mal, también puede permitir algo semejante para el bien. El verbo “kathistemi”, constituir, se repite en el paralelismo. “Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5,19). El verbo designa causalidad. Previamente a toda opción personal, Adán constituyó a la humanidad como pecadora. Lo mismo sucede con Cristo.

Pero este destino tiene que ser ratificado. “Reinarán en la vida los que acogen y aceptan este don de la justicia (Rm 5,15). El destino previo de todos a ser justos no excluye la opción libre.

 “Por tanto, como por un solo hombre entró el Pecado (hamartía) en el mundo          a)

y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos                                              b)

por cuanto todos pecaron”.                                                                                       c)

Los cuatro términos subrayados pueden tener una doble interpretación. Agustín escoge la primera de las dos, nosotros escogemos en cada caso la segunda:

Pecado: puede referirse a la acción transgresora de Adán o a la potencia maléfica que ha irrumpido a través de ella. Para nosotros es la potencia maléfica que entra en el mundo.

Muerte: para Agustín es la muerte biológica. Para nosotros es la situación de muerte espiritual.

Por cuanto: Agustín traducía “en quien” todos pecaron, y lo refería a Adán. Para nosotros se trata de una expresión que sirve de conjunción causal o condicional. La hemos traducido: “Por cuanto que, o mediante el hecho de que”.

Pecaron. Para Agustín tiene sentido pasivo: “contrajeron pecado”. Para nosotros tiene sentido activo: cometieron pecado”.

En Agustín el verso completo significaba que “En Adán todos había contraído un pecado, porque todos tenían que morir de muerte física que es castigo del pecado. El hecho de la muerte biológica universal de todos sería la prueba del pecado contraído por todos.

En cambio para nosotros la acción de Adán introdujo en el mundo una potencia de muerte que crea una atmósfera de muerte espiritual que afecta a toda la humanidad, llevándola a cometer pecados personales. Todos han sucumbido al poder maléfico, han cedido al Pecado y así han atraído sobre sí la situación de la muerte.

Esa muerte se hizo sentir incluso en la época en la que no había ley, cuando el pecado no consistía en una transgresión de la ley (antes de Moisés). Pero si hubo pecado también entonces, porque reinaba la muerte.

 

13.- Pecado en Trento

 

¿Por qué habló Trento sobre el PO? Se trataba de un tema en el que había grandes disensiones dentro de los mismos Padres conciliares. Además los luteranos no negaban su realidad. Pero la manera de entenderlo era decisiva a la hora de tratar el tema de la justificación y del bautismo.

El lenguaje sobre el PO puede moverse en estos campos:

 

maniqueos                                                                                  pelagianos

                            luteranos                                                       erasmistas

                                          agustinistas                         anselmianos

 

Trento no quiso tomar parte en las discusiones de escuela y se limitó a repetir cosas ya dichas. Tres de sus cánones (1º, 2º y 4º) están tomados casi a la letra de los concilios de Orange y Cartago, eliminando las alusiones a Pelagio. El canon 3º es un canon más cercano a la línea agus­tiniano-protestante-antipelagiana. Y el canon 5º más cercano a la línea anselmiano-eras­miana.

 

Canon 1º (DS 1511): Habla de las consecuencias inmediatas del pecado de Adán que perdió la justicia original en la que había sido constituido (Dz 787). Esto no puede considerarse una pérdida sin más, porque la ausencia de esta justicia empeora y deteriora al hombre. Esta nueva situación de deterioro provoca la ira de Dios y supone la cautividad bajo el poder del diablo.

Parece corregir al concilio de Cartago en lo referente a la muerte como pena del pecado. En Cartago se trataba de la muerte biológica. Trento comprende mejor que la muerte biológica es un hecho natural, y se refiere más bien a la muerte teologal relacionada con la “esclavitud de Satán”.

Elemento cultural, contingente: Trento hace una lectura historicista de Génesis, en la cual aparece Adán como primer hombre y su pecado como el único pecado originante.

 

Canon 2º (DS 1512): Está tomado con escasas variantes del canon 2 de Orange. La acción pecadora de Adán le afectó no solo a él, sino a todo el género humano, no solo transmiténdole las penas por el pecado, sino volviéndole pecador, al transmitirle el pecado que es la muerte del alma.

Elemento cultural contingente: la exégesis Rm 5,12 como si hablase de que todos pecamos en Adán.

 

Canon 3º (DS 1513): El hombre no puede dejar su pecado (situación pecadora) por sus propias fuerzas sino que se le quita (sale) por la mediación de Jesucristo.

Con una oración de relativo introduce un inciso que ha sido la cruz de los intérpretes: el PO “que es uno en su origen y que no se transfunde por imitación, sino por generación y está presente en todos como propio de cada uno”.

Origine unum: El que sea uno por su origen se refiere al pecado originante. El concilio rechaza la tesis de los que creían que había un solo pecado originado imputado a todos extrínsecamente. Como veremos la exégesis del concilio no exige interpretar la unidad de origen como referida a un único pecado de una única persona.

El PO originado “está presente en todos como propio de cada cual”: ‘propio’ se opone a ‘imputado’ jurídicamente por Dios.

Propagatione nos imitatione transfusum: Transmitido por propagación y no por imitación: Lo importante es la parte que niega: “no por imitación”. El PO original originado se propaga no por el hecho de que todos pequen pecados personales a imitación del que cometió Adán. Este canon rechaza lo que decía Pelagio de que solo el individuo era autor de su propia maldad. El PO originado es una situación previa a los pecados personales que todo individuo cometa. Se llega a esa situación no por imitación de la conducta de Adán, sino por el hecho de nacer como miembro de esta humanidad pecadora. El hombre de hoy no es solo culpable, sino que en su origen es víctima. No es él quien ha introducido el pecado en el mundo.

Muchos teólogos han entendido el “propagatione” como equivalente a “descendencia”. Y así se ha entendido desde una mentalidad monogenista que era la de todos los antiguos. Pero en realidad el texto no nos obliga a entenderlo de esta manera. “Por propagación” es solo otra manera de decir “no por imitación”, Hoy diríamos “por el mero hecho de la entrada en este mundo”, por el hecho de ser hombre se contrae este pecado. El canon de Trento no nos obliga a pensar que se transmita por la descendencia monogenista de Adán, ni por lo lascivo del acto generador.

 

Canon 4º (DS 1514): Este canon está dedicado al bautismo de los niños. Dice que el bautismo se administra a los niños para la remisión del pecado que traen de Adán. El bautismo de los niños, que era un caso límite, fue propuesto como el principal analogado desenfocando así el problema del PO. Este canon reproduce casi literalmente el canon 2 de Cartago. Ha cambiado la expresión “lo que se trae por generación”, por “lo que se contrae”, alejando todo peligro de traducianismo.

Trento añade a la cita de Rm 5,12 otra muy bien traída de Jn 3,5. Para entrar en el Reino el hombre tiene que renacer. Al nacer entramos en el desorden establecido, por eso hay que volver a nacer para entrar en otro espacio, el del Reino.

Se suele decir que este canon es el primer lugar donde el magisterio de la Iglesia usa la expresión “pecado original” para designar también al pecado originante.

 

Canon 5º (DS1515): Este canon es el más difícil de asumir por los luteranos y los agustinianos más estrictos. Contiene tres afirmaciones:

* “No hay nada en los recién bautizados que sea objeto del odio de Dios”. Esto va contra el pesimismo luterano que piensa que el pecado queda, aunque no se impute. Rechaza así Trento la fórmula luterana del simul iustus et peccator.

* Queda en el hombre la concupiscencia tras el bautismo, pero ya no es propiamente pecado, sino dificultad para la lucha. Contra el pesimismo luterano que considera que la concupiscencia es ya pecado.

* El PO no se “quita” por una sustracción sino por algo positivo que se da al hombre, que va desvistiéndose del hombre viejo al vestirse del nuevo.

 

Tesis defendidas en Trento

Veamos con González Faus una lista de tesis sacadas de Trento:

1.- La acción pecadora del primer hombre no le afecta solo a él, sino al género humano: canon 2.

2.- Le afecta con la pérdida de algo que no es solo una solo superestructural (segundo piso) o jurídico, sino que supone un deterioro interno: canon 1.

3.- Se puede decir incluso que por este deterioro se vuelve el hombre “pecador”: canon 2.

4.- Esta situación pecadora del hombre ha comenzado por algún acto concreto situado en los orígenes mismos de la historia humana: canon 3 y 1.

5.- Afecta a todos los miembros del género humano situados en esta humanidad concreta: canon 3.

6.- Por eso cada cual no es el único culpable de su propia pecaminosidad, sino también víctima de la de la historia humana: canon 3.

7.- La única salida de esta situación es la vinculación del hombre con Cristo: canon 3 y 4.

8.- Por esta vinculación Dios ama al hombre, y no solo cierra los ojos a su maldad, sino que lo transforma: canon 5.

9. Esta transformación es un proceso de libertad en la que el hombre sigue teniendo que enfrentarse con su fragilidad y labilidad: canon 5.

10.- Pero esta labilidad es distinta de cómo es en el que no ha sido justificado, y Dios no le considera pecador ya por el hecho de tenerla, sino que le considera merecedor de más: canon 5.

En esta exposición de los decretos ha desaparecido como elementos culturales de la época la historicidad de Adán o del Paraíso y la importancia única de su pecado y prescindimos de la situación de los niños sin bautizar que es solo un caso límite.

 

14.- La Reforma protestante[34]

 

Si en el momento del pelagianismo san Agustín y el magisterio subsiguiente tuvieron que hacer frente a corrientes más bien «opti­mistas» sobre el hombre y sus capacidades, a doctrinas que tendían a reducir el peso y los efectos del pecado en nosotros, la situación será distinta en el momento de la Reforma. Lutero tenderá a ver al hombre bajo el peso del pecado como internamente corrompido, ne­cesitado, desde lo más profundo de su ser, de la gracia y la salvación de Cristo. No en vano será Agustín su principal fuente de inspi­ración. En efecto, después de un inicio de su carrera teológica en continuidad con la teología precedente, la preocupación de Lutero será la de expresar en términos «existenciales» la doctrina del peca­do original, reducida por la escolástica a la noción abstracta de “pri­vación de la justicia original».

El hombre pecador es el que existe en concreto, y el pecado es la fuerza que lo opone a Dios y le hace resistirse a él; es la condición «carnal» (en sentido bíblico) del hom­bre, que se reduce, en último término, a la falta de fe. El conoci­miento del pecado es posible sólo por la palabra de Dios en la ley; en contra de lo que el primer mandamiento ordena, el hombre quiere afirmarse a sí mismo y no entender su existencia como don de Dios. Ahí está la raíz del ser pecaminoso del hombre. El pecado original es así el pecado por antonomasia, que comporta la pérdida de todas las fuerzas y facultades del hombre. Este «pecado» es originaria­mente una culpa personal de Adán, pero se convierte en pecado pro­pio de cada uno en la concupiscencia que todos experimentamos y con la cual se identifica el pecado original; es la inclinación al mal y la imposibilidad de hacer el bien, en concreto de amar a Dios. El pecado original tiene como consecuencia la corrupción total y permanente de la naturaleza humana.

Lutero no puede entender la doctrina escolástica sobre el pecado en virtud de la cual la naturaleza humana, aunque afectada, no ha quedado corrompida por el pecado; por el contrario, para él está co­rrompida, porque, como hace un momento señalábamos, busca en sí misma su fundamento y no en Dios. La teología de Lutero al respecto está contenida básicamente en su Comentario a la Carta a los Romanos. Para Lutero no tiene sentido contemplar al hombre «en sí mismo», sino que hay que hacerlo siempre en su referencia a Dios. Si su relación con él está rota, toda la persona humana se halla en situación negativa. “El pecado original es no solo la privación de una cualidad en la voluntad, ni siquiera de la luz en el entendimiento, del vigor en la memoria, sino más bien la privación de toda rectitud y de todas las facultades, tanto del cuerpo como del alma. […] Además es proclividad al mal, náusea del bien, resistencia a la luz y a la sabiduría. […] Es como un enfermo, cuya enfermedad no es la privación de la salud de un miembro, sino el deterioro de todos los sentidos y facultades”.

El hombre en pecado ha perdido el libre albedrío y su voluntad está interiormente encorvada hacia el mal y lo empuja irresistiblemente a los pecados actuales.

Por otra parte, el hombre, corrompido por el pecado, no se ve libre de la concupiscen­cia ni por el bautismo ni por la fe; de ahí que sea “a la vez justo y pecador”. El pecado permanece tras el bautismo, pero no se imputa. Es un “peccatum manens”. El pecado no se le tiene en cuenta al hombre en virtud de los méritos de Cristo y la misericordia de Dios, pero él, aunque se haya convertido, sigue siendo pecador.

En una línea semejante a la de Lutero se moverán los demás reformadores. Melanchton contempla también el pecado como la ruptura de la relación con Dios; éste es el pecado original. Pero en él, junto a la tradición agustiniana de la identificación del pecado original con la concupiscencia, se encuentra también la anselmiana, la privación de la justicia original. Consecuencia del pecado es la inclinación al pecado, el apartamiento de Dios, el reinado de las pa­siones. No supone para Melanchton ninguna dificultad la transmi­sión hereditaria de este pecado por Adán a sus descendientes. Asi­mismo el pecado permanece después del bautismo, aunque no es «imputado» al hombre. También Calvino piensa en una corrup­ción de la naturaleza que no viene de la naturaleza misma, sino que ha empezado después de la creación; es una corrupción «natural» en el sentido de que se nace con ella.

En general, la doctrina de los reformadores, inspirados en san Agustín, insiste más en la experiencia actual de la concupiscencia que en las nociones abstractas de la escolástica; igualmente dan más importancia a la corrupción de la naturaleza que al pecado de Adán, que da origen a la misma. Pero, aun con estas diferencias de acento, la afirmación del pecado original es un punto que los refor­madores tienen en común con la doctrina católica. De ahí que no puedan entenderse todas las afirmaciones del concilio de Trento, ni siquiera algunas de las más centrales, como simple oposición a las doctrinas de Lutero y de los demás reformadores.

El concilio de Trento en su sesión V actuará reactivamente contra las tesis de los reformadores acerca del pecado original. Si bien los cuatro primeros cánones no van directamente contra las tesis protestantes, el canon 5 es el que más directamente se opone a ellos.

Afirma que la gracia del bautismo elimina de raíz todo cuanto es propia y verdaderamente pecado en el bautizado. No se trata solo de una no imputación extrínseca. Dios nada odia en los renacidos. La concupiscencia permanece en los bautizados pero solo permanece ad agonem, para el combate y no puede dañar a quienes no consienten apoyados en la gracia.

Aunque Pablo en ocasiones la llame pecado (Rm 6,12; 7.7.14-20) no es propiamente pecado, sino que se la llama así porque proviene del pecado e inclina a él.

A veces da la impresión de que católicos no coinciden en el contenido del concepto concupiscencia y por ello es lógico que tengan una distinta valoración de ella. Para Lutero es básicamente la rebelión contra Dios y obviamente es una actitud de pecado. Trento en cambio habla de una inclinación ante el mal, de un libre albedrío debilitado pero no ausente, de una proclividad hacia el pecado. Pero esta proclividad no puede considerarse pecado en sentido estricto.

 

 

15.- EL LENGUAJE SOBRE EL PECADO

 

J. I. González Faus, Proyecto de hermano, 3ª. ed., Santander 1987, pp. 224-242

 

La presencia de la realidad del pecado en la conciencia humana -a la que solemos llamar “culpa” o “conciencia de culpa”- da lugar a una serie de representaciones en las que se alternan concepciones más interioristas (el pecado como “mancha” o como “desvío”) con otras más objetivas (los lenguajes de la “transgresión” y de la “ofensa”). La calidad de estas representaciones es muy diversa, y por eso su análisis deberá conducimos a una depuración de la noción del pecado.

 

l. El lenguaje de la mancha

Lo típico de ese lenguaje puede ser su ambigüedad: a la vez que recoge experiencias muy intensas y muy internas de la persona, puede también dege­nerar en concepciones muy primitivas e irracionales. La razón de esta ambigüedad tal vez radique en que este lenguaje por sí sólo no suministra ningún criterio de discernimiento sobre “lo que realmente contamina al hombre”, ni tampoco explicación alguna sobre las causas y la génesis de esa mancha. Es real, y es con frecuencia válida, la sensación de un profundo disgusto del hombre hacia si mismo: el ser humano experimenta ese disgusto porque se siente destruido, “alterado”, suelo, etc. Pero esta sensación fácilmente se formula en términos de contaminación, dando demasiado relieve al aspecto “físico” de la analogía.

Las imágenes del “fuego” y del “cauterio” vienen entonces en ayuda de esta sensación de tipo físico, actuando como vehículos del lenguaje de la mitificación: el hombre quiere decir con ellas no sólo que le gustaría eliminar todo aquello que le “contamina”, sino incluso que le seria más soportable ese dolor del fuego que consume, que no el otro dolor de sentirse como él se sien­te, que le está consumiendo. Por eso, con frecuencia, el dolor es vivido como elemento de purificación en esta experiencia: quemar el propio egoísmo que inficiona aparece como la manera de restaurar la salud del propio yo.

Pero este modo de sentir tiende fatalmente a vincularse con representaciones absurdas, a partir precisamente de la idea de “contacto físico”, que es la más inmediatamente sugerida por la noción de “mancha”. Se fomenta en­tonces la. concepción inconsciente de algún “fluido” que actúa de manera in­mediata y mecánica y no del todo explicada: Como cuando a uno le da la corriente, por ejemplo. Y todo esto va llevando a concepciones ridículas y mági­cas del pecado que -paradójicamente- pueden irse desvinculando cada vez más del campo de lo ético. Así, por ejemplo, la idea un tanto burda de “tocar lo intocable” que viene sugerida por la noción de “mancha”, vincula peligro­samente la experiencia del pecado con la sensación del tabú, sacándola del campo de la responsabilidad y haciéndola entrar en el campo ambiguo del miedo, para pasar desde ahí al del escrúpulo v la neurosis. De este modo irá siendo reducida progresivamente y psicologistamente), hasta confundir el pecado con ese sobrecogimiento que suele sentir el hombre ante lo nuevo o lo desconocido de cierta intensidad, cuando es “la primera vez” que se enfrenta con ello. Las sacudidas indefinibles de cualquier “primera experiencia” se confunden entonces con la conciencia de pecado. Pero -paradójicamente también, e inesperadamente- la abaratan, pues esas sacudidas, por intensas y extrañas que puedan parecer, son de lo más fácilmente superable con su mera repetición. “Sólo cuesta un poco la primera vez; luego te acostumbras”, suele comentar el lenguaje humano. Esta es la razón por la que, a veces, cier­tos arrepentimientos que parecían sinceros duran tan poco.

De este modo, la experiencia de la mancha está abocada a una de estas dos salidas falsas: o a de­saparecer por la costumbre, como se habitúa uno al aire viciado que va dejando de ser percibido como tal, o a desplazarse mágicamente -y tranquilizadoramente- hacia lo ritual. Y lo ritual convierte en arbitraria tanto la noción de mancha como la de purificación: el hombre es mancillado por cosas arbitrarias, ajenas a él, y se ve purificado por una serie de ritos, también exteriores a él como el “lavarse las manos”. Aunque la Biblia lleva a cabo una cierta desmitificación de este lenguaje de la mancha, y aunque -por lo que yo sé- no tiene ningún término específico para designar al pecado con este nombre”, sin embargo, han quedado en ella huellas bien claras de toda esta manera de sentir, en los lenguajes sobre la “impureza” vinculados al parto, a los humores sexuales, a la sangre o al cadáver y, de una u otra forma, al sentido del tacto. En esos lenguajes, la primitiva experiencia de sobrecogimiento ante el misterio de la vida y la sensación del respeto absolu­to debido a ese misterio por el hombre han quedado banalizadas al plasmarse en esas concepciones rituales de mancha y de purificación. A la larga, pues, no será extraño que esta segunda salida ritualista vaya a dar en la primera: la crisis y la desaparición del lenguaje de la mancha.

Y por eso, para evitar estas salidas falsas, no le queda al hombre más que efectuar el verdadero corrimiento de la idea de mancha, desde lo físico hasta lo ético. Es cierto que el hombre puede degradarse y destruirse. Pero lo que contamina al hombre no es lo que viene de fuera, sino lo que puede salir de é1. O con otras palabras: esta depauperación no se verifica en el hombre mismo, en su ser “físico” o en su “alma”, sino en su esfera relacional: el hom­bre puede invertir la calidad de su relación tanto consigo (¡para algo dijimos que el hombre es siempre el primer compañero de sí mismo!) como con los demás. Más que “en si mismo” o “en su alma”, se es impuro ante sí mismo o ante los demás: la sensación de angustia que experimenta a veces la persona por un engaño practicado o una actitud de doble vida (y que, en este caso, es una sensación válida que denota finura de espíritu) redime a esta noción de malentendidos fisicistas o mecánicos. El hombre queda deteriorado al no es­tar dando a los otros la verdad que les debe.

Paul Ricoeur cree también que la representación de la mancha sirve, en un primer momento; para explicar el sufrimiento, liberando a Dios de respon­sabilidad en él: el hombre sufriría no por la venganza o la envidia de algún dios maligno, sino por el propio mal, por la enfermedad o contaminación que hay en él. Pero añade que esta finalidad queda desvirtuada por la aparición de las figuras que encarnan el sufrimiento del inocente: Job o el Justo Sufriente. Esta observación marcaría, otra vez, la insuficiencia y la necesidad de superación del esquema de la mancha. Ha sido útil para evitar una visión extrinsecista y juridicista del pecado y para posibilitar la intuición de que el pecado es mal por ser daño propio, no por ser arbitrariamente declarado como mal. Pero, a la larga, no consigue tampoco estos fines, pues, al degradarse hacia lo mecánico, hacia lo mágico y hacia el temor, vuelve a caer en la arbitrariedad extrinsecista. Por eso, ayudar a superar esta noción instintiva -¡en lugar de fomentarla!            es una de las tareas importantes de una mistagogia cristiana. Y los pastoralistas harán bien en preguntarse qué puede tener que ver la llamada “crisis del sacramento de la penitencia” con una inflación antibíblica y anticristiana (pero apta para sustentar el poder clerical) de la noción de la “mancha”.

En resumen: el lenguaje de la mancha puede servir para sugerir la experiencia del pecado, pero no sirve para definirla.

 

2. La transgresión

Si acabamos de decir que el lenguaje de la mancha puede sugerir la ex­periencia del pecado, pero no la define, podemos comenzar ahora diciendo que el pecado puede describirse con el lenguaje de la transgresión, pero tam­poco definirse. La transgresión está estrechamente vinculada con (o mejor: constituye simplemente el reverso de) la experiencia del deber, que es una de las experiencias más profundas del ser humano y que deriva de todo lo que expusimos en los capítulos anteriores sobre el “ser hombre” como vocación. El deber es como una voz exterior a mí, aunque la escucho dentro de mí Y lo de exterior quiere decir que es una voz objetiva, la cual me impone una serie de conductas o de pautas de conducta. Precisamente por eso, es lógico que aquello que el hombre experimenta como deber lo exprese como ley: la “fuerza” que hay en la ley está también en la experiencia del deber. Y, como eso que es “debido” no depende de la arbitrariedad o de la simple voluntad de otro ser humano, el deber puede expresarse como ley de Dios.

Esta asimilación a la ley es la que brinda, para hablar del pecado, la noción de transgresi6n. Esta idea de una transgresión cometida contra “algo” que está como objetivado en la realidad de las cosas, porque corresponde a la voluntad de Dios que ama las cosas, es la que está contenida en la palabra hebrea awon, que se usa casi exclusivamente para designar un pecado contra Dios y que suele traducirse por “iniquidad”. Se quiere decir con ello que la equidad no es más que la naturaleza misma de las cosas (la cual es buena: cf. Gn 1), que traduce la voluntad de Dios sobre ellas. El vocablo awon aparece por primera vez en Gn 4,13 para aludir al crimen de Caín. Pero, en realidad, también el pecado de Adán ha sido descrito dentro del esquema de una trans­gresión de la ley dada por Dios. Y casi con seguridad también, la narración de Gen 3 presupone que ese precepto de Dios (no comer del árbol de la cien­cia del bien y del mal) se corresponde con la naturaleza objetiva del hombre como ser creatural, tanto si “conocer” equivale a “dictar” el bien y el mal a su arbitrio como si tiene el sentido más bíblico de experimentarlo, o cualquier otro.

Un último elemento del lenguaje bíblico: precisamente por su mayor ex­terioridad, la noción de transgresión es mucho más “transferible” que la de mancha. Por solidaridad, por representación, por vinculación estrecha de sangre o parentesco, se puede “cargar” con la transgresión de otro, es decir: presentarse ante Dios como dispuesto a asumir la imputación de esa culpa, para liberar al otro de ella. Así aparece la conocida expresión bíblica de llevar el pecado” (nasa' awon), que acaba significando también “quitar el pecado”, mediante la idea de “cargar con su castigo”, la cual hace de puente entre los dos significados. Así se ve también que la experiencia de purificación, carac­terística del lenguaje de la mancha, experimenta ahora un corrimiento hacia la noción de perd6n, que supone ya un ámbito de relación interpersonal. Dios queda así implicado en esta noción de pecado, tanto a partir de la ley como del perdón.

Pero en esa misma exterioridad, que da su carácter objetivo Y sus ventajas a la idea de transgresión, radican también sus grandes limitaciones. Con frecuencia, de puro objetivada, la transgresión se convierte en algo mensura­ble y circunscribible puntualmente tal día y a tal hora, ni antes, ni después. De esta manera, el pecado se va desvinculando del interior Y del ser mismo de la persona. La noción de transgresión difícilmente puede quedar, en el hombre, al margen de la sensación de arbitrariedad o de positivismo que acompaña a toda ley: la ley siempre podría ser otra. y lo que se impone, o lo que se quebranta, podría en este caso ser algo distinto también. Además, la ley aboca inevitablemente al hombre a casuísticas interminables y a her­menéuticas necesariamente discutibles. y por último, la ley es inseparable del ámbito de lo penal. y la noción de “castigo” tiene aquí estos dos graves in­convenientes: a) convierte el dinamismo y las consecuencias del pecado en algo ajeno a él, impuesto desde fuera por un acto distinto del mismo pecado, y b) por esta misma separación sugiere al hombre las clásicas actitudes hipó­critas o habilidosas, en las que se busca cómo eludir la pena, y no cómo evitar la transgresión.

De esta forma, la noción de pecado experimenta un peligroso corrimiento hacia el mundo de lo jurídico, que acaba devaluándola de nuevo. La relación con Dios, que había sido introducida meritoriamente por este lenguaje en la noción de pecado, queda rebajada a una relación legal o jurídica. La realidad del pecado se limita a ser algo inevitablemente contingente, de lo que el hombre acaba esperando que puede desaparecer algún día. Y la pastoral cristiana debería estar también muy alerta ante los enormes errores cometidos por el uso cómodo de esta representación.

Por todas estas razones, la idea de transgresión necesita también un correctivo característico de la predicación de Jesús y semejante al introducido al hablar de lo que contamina al hombre: que la única ley del hombre es el amor. El amor es aquello que, aunque tantas veces me llama desde fuera como algo exterior a mí, sin embargo, constituye la más profunda verdad interior de mi mismo. Por eso decíamos que el pecado puede describirse con la noción de “transgresión”, pero no definirse con ella. Para acercarnos más a una definición hemos de buscar otra categoría.

 

3. El desvío, o el mal camino.

La palabra más usada en la Biblia para referirse al pecado es el verbo jatá' que los Setenta tradujeron por hamartano. La filología resulta aquí teológicamente significativa: tanto el vocablo hebreo como el griego tienen, como significado primario, el de fallar, en el sentido de desviarse, no llegar a una meta, no conseguir un fin. Uno de los ejemplos eximios de este significado lo tenemos en aquel pasaje del libro de los Jueces que nos cuenta cómo en el ejército benjaminita había unos tiradores tan hábiles que “eran capaces de tirar una piedra contra un cabello, con una honda, sin desviarse jamás”, o sin fallar el tiro jamás (Jc 20, 16). En el caso del ser humano, proyecto y meta de sí mismo, fallar el tiro o errar el camino es “perderse a si mismo”, y aquí aparece una primera y profunda intuición de lo que es pecar

A partir de esta transposición, el verbo jatá’ pasa a significar no sólo “pecar”, sino pecar contra alguien. Pecar contra alguien es no estar a la altu­ra, no responder a las expectativas justas de ese alguien. En este contexto, jatá’ se usa preferentemente con Dios como complemento: pecar contra Dios es no responder al proyecto de Dios sobre el hombre (el proyecto de hijo y hermano) y, en este sentido, frustrarse a mismo, maltratarse. Aunque se diga preferentemente de Dios, tenemos otro ejemplo preclaro de este uso en aquello que habíamos señalado como umbral del acceso a la experiencia del pecado: en Egipto, los capataces judíos se quejaron de que el trato que les daban los egipcios se desviaba o no estaba a la altura de la justicia; se quejaron de que se les maltrataba (cf. Ex 5,16: con jatá’).

El pecado es, pues, la frustración de si mismo; pero una frustración que acontece ante Dios. Es el desvío del propio camino, hacia metas inexistentes y ajenas a la meta que el hombre tiene frente a sí y en la que Dios mismo le espera. Aquí sí que nos hemos acercado mucho más a una cierta definición del pecado. Mientras la transgresión aparecía como algo puntual, como loca­lizable en un lugar y un tiempo concretos, el pecado es un falso camino que se emprende y que sólo llega a su frustrada meta a través de un proceso tan insensible como eficaz: el asesinato de Urías por David no tuvo lugar sólo cuando el rey dio la orden de colocarle aislado en el lugar más peligroso, si­no que comenzó a gestarse ya en la forma absoluta y desconsiderada con que David se entregó al deseo de Betsabé. La decisión injusta de excomulgar de la sinagoga al ciego de nacimiento no tuvo lugar sólo en un determinado momento del altercado con él, sino que empezó a tomarse cuando los fari­seos cerraron los ojos al detalle de que en la curación de aquel hombre había “algo” digno de ser escuchado y que no podía ser tranquilamente desatendi­do. Hay en el ser humano un modo de “cortar amarras” que, aunque no sea ya definitivo e irreversible, suele conducir lógicamente a una meta falsa y sor­prendente, pero de la que el mismo lenguaje humano acostumbra comentar. a posteriori que “se veía venir”. Este modo, sólo aparentemente inconsciente, de “cortar las amarras” es uno de los rasgos que para Sartre definen la acti­tud de mauvaise foi.[35]

Esta concepción, que es una de las más verdaderas del pecado, da razón además de otro rasgo del lenguaje bíblico que todavía hoy nos resulta duro de tragar: sí el pecado es la frustración progresiva del ser humano y el daño del hombre emprendido por éste mismo, entonces el verdadero castigo del pe­cado es el pecado mismo, llevado hasta el fin de su lento y enmascarado pro­ceso. El pecado “recae” sobre el que lo hace, y por eso la expresión máxima del castigo, que para el pueblo judío había sido “ser entregado en manos de los enemigos”, se va convirtiendo en “ser entregado en manos... del propio pe­cado”. Ezequiel parece ser el primero que inicia este corrimiento, en su pará­bola de las dos hermanas adúlteras, Samaria y Jerusalén, a las que Yahvé en­trega “en poder de sus amantes”. Y aquí está dado el empalme para que Pa­blo acuñe la expresión que ya hemos encontrado: al pagano, Dios “lo entrega a los deseos de su propio corazón” (Rm 1,24).

Esta idea de la frustración del hombre permite empalmar el pre­sente lenguaje sobre el pecado con otras dos formulaciones que me­recen un rápido comentario. En primer lugar, se puede pensar que es en este apartado donde tiene su auténtica cabida la palabra deuda”, que nosotros solemos ver como referida inmediatamente a Dios (qui­zá por su presencia en el Padrenuestro, junto a otras traducciones que hablan de “ofensas”). Pero, en su origen, la deuda se refiere más bien a uno mismo, en cuanto que, por constitución, todo hombre es un “proyecto de si”, un ser que “todavía no es” lo que es y, en este sentido, se debe a si mismo todo aquello que le falta para ser el que es. Si el hombre desvía o yerra su camino, nunca liquidará esa deuda consigo mismo que le constituye y de la que es responsable.

Y junto a esta formulación más existencial, existe en la tradi­ción cristiana otra de carácter más social, hoy casi del todo olvidada, pero profunda y original. La citamos, porque permite empalmar el presente capítulo con los dos anteriores y con el siguiente. A partir de Gn 1,26 y de Jn 3,2, la teología agustiniana describió la situación y el entorno actual del hombre como “región de la desemejanza”. La expresión es platónica, y servía para designar la materia. Ahora se cristianiza y designa el pecado.

Y nos queda tan sólo una última observación sobre esta categoría del “mal camino”. Aunque hemos dicho que es el pecado mismo lo que se con­vierte en su propio castigo, esta afirmación, sin embargo, no puede convertir­se en una prueba experimental dejada totalmente a disposición del hombre, como si se tratara de una simple reacción o experimento químico. Esto es, sin duda, lo que el hombre añora, y por eso he dicho que a nosotros nos resulta duro de creer el lenguaje bíblico. Pero, de ser así, el pecado quedaría desvinculado del “corazón”, de la profundidad de la persona y, consiguientemente, desvinculado de la fe en Dios (último elemento de nuestra reflexión y que to­davía hemos de encontrar). Y de ser así, el tema del pecado no echaría sus raíces en esa decisión última que define la bondad o maldad de la persona, sino en algo mucho más trivial: en un sentido instintivo y elemental de auto­defensa.

Por eso es importante subrayar un rasgo que ya hemos insinuado: aun­que esta noción de “desvío” marca más el carácter del pecado como daño del hombre, sin embargo, ese daño acontece primariamente ante Dios. El hom­bre se frustra primariamente ante las expectativas de Dios sobre él, y por eso se frustra también fatalmente, aunque más a la larga, ante su propia verdad.

Este último rasgo necesita ser tratado con un mayor detenimiento. Y por eso es preciso dar todavía un paso más en nuestra búsqueda. Si bien es cierto que la realidad del pecado puede ya definirse con la noción de “des­vío”, sin embargo, esta noción necesita, a su vez, transformarse religiosa­mente y elevarse al plano de la fe, a fin de dar con todos los elementos de esa compleja realidad que es el pecado. Y esta transformación religiosa es la que lleva a cabo la noción de ofensa, última que nos queda por considerar.

 

4. El lenguaje de la ofensa a Dios

Con el lenguaje de la ofensa, la noción de pecado experimenta una auténtica conversión que le comunica su aspecto específicamente teológico y específicamente cristiano. Pero esto sólo será así si logramos evitar los ries­gos que también amenazan a este lenguaje: hablar de “ofensa” no significa re­trotraer de nuevo el pecado desde el desvío hasta la transgresión. La ofensa resitúa el pecado en el campo de la relación interpersonal; pero esa relación no es simplemente la relación racional y jurídica del Legislador, sino la rela­ción bíblica y revelada de la Alianza. y la Alianza, 'aunque pueda usar, para expresarse, términos jurídicos, no se reduce a ellos (igual que ocurre en el amor humano, donde el matrimonio tiene un inevitable elemento contractual, aunque no se reduce a él): la Alianza es primariamente donación y llamada de Dios; la donación y la llamada que están contenidas en la imagen y semejanza del hombre.

Podemos reformular esto mismo con un juego de palabras, diciendo que el pecado es ofensa de Dios no meramente por ser ofensa -”al Amo”, sino por ser ofensa “al Amor”. Esta constituye la última de nuestras afirmaciones, y debemos declararla un poco más.

La ofensa “al Amo” no le sería posible al hombre en este caso. No por­que no exista un señorío de Dios sobre el hombre, sino porque ese señorío es tal que no puede ser afectado por el hombre, ni aunque éste lo intente... De un Dios Legislador que fuese solamente un Creador Ignoto y Trascendente, habría que escribir con absoluta verdad las viejas palabras del profeta Jeremías: “Se van con dioses ajenos para ofenderme. Pero ¿acaso consiguen irritarme a mí? ¿No es más bien a ellos mismos a quien hacen daño?” (7,18.19). La piedra que se arroja desde la tierra al cielo no llegará nunca al cielo" sino que volverá a caer sobre la tierra. Mirando sólo como ofensa “al Amo”, habría que decir que el pecado tiene, sí, esa intención; y que tiene esa intención  lo expresa la Biblia designando también el pecado con el verbo pasha’ , que significa “rebelarse” y está tomado de las sublevaciones políticas. Pero, a la vez, la Biblia constata que esa intención es irrealizable y vana, porque el hombre, para irritar a Dios, no dispone más que de “naderías” (Dt 33,21). Este es, efectivamente, el contexto real de la criatura ante el Creador.

Pero la revelación bíblica sobre el pecado parte del presupuesto de que ese contexto ha sido cambiado. Y para describir gráficamente ese cambio, sus­tituye la imagen del Amo por la del Esposo, que sí que puede ser ultrajado, porque su amor le ha vuelto cercano y vulnerable. Cuando ha aparecido el Amor de Dios al hombre, la relación de criatura se convierte gratuitamente en relación “conyugal”, y entonces Dios se torna accesible y vulnerable por la acción del hombre, encarnando incluso la discutible imagen del esposo ce­loso o ultrajado, tan explotada por la tradición profética: por Oseas, Jeremías, Ezequiel, etc.

De esta manera, la noción de pecado encuentra un extraño equilibrio entre la dimensión humana, interior y horizontal, y la dimensión exterior al hombre, que en este caso es la vertical: la ofensa de Dios es el daño del hombre; y éste es el presupuesto fundamental en la revelación del pecado: que el daño humano -el propio y el de los demás- no se reduce a su dimensión exclusivamente humana ni es cosa sólo del hombre, ni siquiera aunque se trate de un heteo como Urías. Hay “Alguien” más, a quien le importa mu­cho (y está incomprensiblemente interesado en ello) que el hombre no frus­tre su camino, marchando por desvíos que le llevarán lejos de su meta.

Pero este presupuesto no puede el hombre comprobarlo, sino sólo creer­lo, puesto que el amor sólo puede ser revelado. Y El Amor más aún. Por eso el contexto último para poder hablar con sentido del pecado es el contexto de la fe. Lo que, en definitiva, hace el hombre cuando realmente peca, a la mane­ra pagana o a la manera judía, es dejar de creer, dejar de fiarse de Dios. El proceso descrito en el pecado “prototípico”, el de Génesis 3, tiene un elemen­to claro y fundamental de “falta de fe”: la mujer come del fruto porque ha ad­mitido antes la sospecha de que el precepto de Dios no sea para bien del hombre, sino para bien del mismo Dios. A partir de esta sospecha de que Dios pueda ser un obstáculo para la vida del hombre (Gn 3,4), un Ser celoso de la divinidad del hombre (Gn 3,5), el fruto se convierte en seguida en ver­daderamente apetecible (Gen 3,6). La falta de fe y la rebelión han venido a coincidir: querer “ser como Dios” supone en el hombre aceptar que la fuente de su ser-como-Dios no es Dios mismo, sino el propio hombre y sus obras. Esto significa el comer del árbol de la ciencia, que es el esquema subyacente a todo pecado humano. Con esto queda concluido nuestro proceso: la realidad del pecado puede ser sugerida por el lenguaje de la mancha, viene descrita por el lenguaje de la transgresión y se encuentra mejor definida en la noción de desvío; pero necesita ser transformada religiosamente a través de la experiencia de la ofensa a Dios. Sólo así llega el hombre a la última dimensión de sí mismo y de su pecaminosidad. Y esta última dimensión, que nuestro estudio ha abordado de manera formal, recibe inmediatamente un contenido material desde la Cristología. El lenguaje del desvío y de la ofensa nos remite a su antitesis: Jesús de Nazaret, realización del hombre y satisfacción de Dios. Jesús, cuyo ser hom­bre es a la vez transparencia de Dios; y ello sin mezcla, pero también sin se­paración. El ser hombre de Jesús, como muestra la Cristología, está hecho de fraternidad y de filiación. Con ello revela al hombre como hijo y como her­mano, y a Dios como aquel que está presente y se da en todo lo que nace en la historia de filiación y de fraternidad. El pecado, por consiguiente, como frustración del hombre y como ofensa de Dios, es siempre una ruptura de la filiación y de la fraternidad. Con esto llegamos al final de nuestro recorrido.

 

5. A modo de conclusión

Una última observación, para concluir. Con esta postrera dimensión, el pecado se convierte en una realidad muy incómoda de tratar, no simplemente porque presupone un contexto creyente, sino porque implica que el pecado, en última instancia, no puede ser medido y localizado de una manera tan cla­ra como la transgresión. El teólogo o el eclesiástico pueden tener entonces la sensación de que todo esto les quita “poder”. Y así es, efectivamente: les quita el poder de juzgar, que ya dijimos que no pertenece a ningún hombre; y les quita el poder de identificar la ofensa a Dios con el hecho de sentirse ellos ofendidos, pequeña blasfemia a la que son proclives muchos hombres de Iglesia.

Al decir esto, no abogamos en manera alguna por una especie de silen­cio de los moralistas o por una renuncia al análisis y a la calificación moral de las conductas humanas, que nosotros mismos hemos intentado realizar y que son absolutamente necesarias, dado el impresionante mecanismo de mentira que constituye el pecado y al hombre pecador. Mecanismo que ne­cesita ser desenmascarado y que Teresa de Jesús confesó en unas palabras maravillosas: “Señor, pensad que no nos entendemos nosotros mismos, que no sabemos lo que queremos, que nos alejamos infinitamente de lo que de­seamos”.

Sólo queremos afirmar que este análisis y esta calificación de las con­ductas únicamente pueden ser un servicio a la conciencia humana, y nunca una violación de la conciencia. Si no se entienden así, el teólogo y el hom­bre de Iglesia tendrán la falsa sensación de que nuestro tratamiento del len­guaje sobre el pecado les quita poder. Y entonces su tentación más seria será reducir el pecado a la mera transgresión, prescindiendo de esa “relación al­terada”, de ese dejar de crecer, que es lo que en definitiva lo constituye como pecado. Pero, con ese afán de seguridad, el hombre “religioso” no hará más que dañar aquello mismo que pretendía defender. Y esto nos conduce otra vez al comienzo del presente capítulo: la “pérdida de sentido del pecado”, que los hombres de Iglesia echan en cara al mundo, puede que no sea más que la consecuencia de una previa degeneración de la noción de pecado por parte de los mismos hombres de Iglesia: una degeneración que es fruto de un oculto afán de poder; un afán más atento al prestigio y al rol de los hombres de Iglesia, que no al cumplimiento del plan de Dios y al bien del mundo y de los hombres. Esta pregunta no puede eludirla ningún teólogo y ningún hom­bre de Iglesia que quiera hablar sobre el pecado. Y si esto fuese así, quedaría como consecuencia práctica el que los hombres y los grupos humanos, al ponerse en relación, comenzaran por hacerlo sobre aquella base paulina del “to­dos son pecadores”, en lugar de hacerlo sobre ese loco afán que lleva a unos seres y a unos grupos humanos a querer ser superiores a otros. Esta debería ser una base -negativa, pero ineludible- para la construcción de la fraterni­dad: esa “hermandad en el pecado” que une a judíos y gentiles y que, como luego veremos, tiene su versión positiva y bien constructora de fraternidad: todos son perdonados.

 

 


 

[1] Esta sección está sustancialmente tomada de L. F. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, Estela 1993, 105 -106.

[2] Catecismo de la Iglesia católica n. 390.

[3] Cf. A. M. Dubarle, El pecado original en la Escritura, Madrid 1971, 122.

[4] Canon 3, DS 1513.

[5] K. Rahner, “Pecado original” en SM V, p. 332.

[6] Ibid., 335.

[7] Summa Theologica I-II, q. 82, a. 3: “Et ita peccatum originale materialiter quidem est concupiscentia, formaliter vero, defectus originalis iustitiae”.

[8] Catecismo 404.

[9] P.Schoonenberg, El poder del pecado, Buenos Aires 1967, 7122., 88ss.

[10] K. Rahner, “Sobre el concepto teológico de concupiscencia”, Escritos de Teología, vol. 1, Madrid 1961, 379-416.

[11] J. I. gonzález faus, Proyecto de hermano, 3ª ed., Sal Terrae, Santander 1987, p. 369.

[12] “Que vengan, pues, los niños cuando crezcan, cuando puedan a prender y saber a qué vienen. Pero ¿qué prisa tiene una edad inocente en recibir el perdón de los pecados?”, De Baptismo XVIII, 5.

[13] Homilía octava sobre el Levítico, PG 12, 493.496; Comentario a la Carta a los Romanos PG 14, 1047 BC.

[14] De libero arbitrio, 3,22.66.

[15] Sermo 294,3.3. Es también la sentencia del Concilio de Cartago que condena a los niños a la compañía del diablo. DS 224.

[16] Epistula 184 bis, 2.

[17] De pec. mer. et rem. 1, 16, 21.

[18] Contra Jul. 5, 11, 44.

[19] De pec. mer.  et rem. 1, 23.

[20] Ibid., 3,4, 7s.

[21] Canon 4, DS 1514.

[22] Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, 3ª ed., Santander 1987, 381.

[23] L. F. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, Estella 1993, 125-126.

[24] “Pecado Original”, SM V, 335.

[25] L. F. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, Estella 1993, 122.

[26] “Pecado original y evolución”, Concilium 3 (1967) 400-414.

[27] Es la Tesis de Flick-Alszeghy, El hombre bajo el signo del pecado, Salamanca 1972.

[28] Es la tesis de P. Schoonenberg, L´homme et le péché, Tours 1967.

[29] De conceptu virginali et originali peccato, caps. 1-2, 22, 23, Obras completas BAC, Madrid 1953.

[30] Algunos de estos conceptos están tomados de R. Berzosa Martínez, Para comprender la creación en clave cristiana, Estella 2000.

[31] Tertuliano, De carnis resurrectione, 6.

[32] C. Baumgartner, Le péché originel, Paris 1969, 158.

[33] J. I. Glz. Faus, op. cit., 234.

[34] Inspirado en F. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 2004, pp. 95-97.

 

[35] «La mala fe es un mentirse a si mismo., pero «distinto del mentirse a si mismo de la mentira a secas. Es «enmascarar una verdad desagradable o presentar como verdad un error agradable. «No le viene de fuera a la realidad humana. Uno no padece su mala fe... sino que la conciencia se afecta a si misma de mala fe. (J. P. SARTRE, El ser y la nada. Bue­nos Aires 1966, pp. 92, 93, 94). Tras estas descripciones, Sartre las plasma en el siguiente ejemplo:

«He aquí, por ejemplo, una mujer que ha acudido a una primera cita. Sabe muy bien las intenciones que el hombre que le habla abriga respecto de ella. Sabe también que, tarde o temprano, deberá tomar una decisión. Pero no quiere sentir la urgencia de ello: se atiene sólo a lo que ofrece de respetuoso y de discreto la actitud de su pareja. No capta esta conducta como una tentativa de establecer lo que se llama 'los primeros contactos'; es decir, no quiere ver las posibilidades de desarrollo temporal que esa conducta presenta: limita su comporta­miento a lo que es en el presente; no quiere leer en las frases que se le dirigen otra cosa que no sea su sentido explicito; y si se le dice: 'tengo tanta admiración por usted...', ella desarma esta frase de su trasfondo sexual (...) «Pues ella no se da entera a lo que desea: es profunda­mente sensible al deseo que inspira, pero el deseo liso y llano la humillaría y le causaría horror. Empero, no hallaría encanto alguno en un respeto que fuera únicamente respeto. Para satisfacerla, es menester un sentimiento que se dirija por entero a su persona. es decir, a su li­bertad plenaria, y que sea un reconocimiento de su libertad. Pero es preciso, a la vez, que ese sentimiento sea íntegramente deseo, es decir, que se dirija a su cuerpo en tanto que objeto. (...) «Pero he aquí que le toman de la mano. Este acto de su interlocutor arriesga mudar la si­tuación, provocando una decisión inmediata: abandonar la mano es consentir por si misma al 'flirt', es comprometerse; retirarla es romper la armonía túrbida e inestable que constituye el encanto de esa hora. Se trata de retrasar lo más posible el instante de la decisión. Sabido es lo que se produce entonces: la joven abandona su mano, pero no percibe que la abandona. No lo percibe, porque, casualmente, ella es en ese instante puro espíritu: arrastra a su interlo­cutor hasta las regiones más elevadas de la especulación sentimental; habla de la vida, de su vida, y se muestra en su aspecto esencial; una persona, una conciencia. Y, entre tanto, se ha cumplido el divorcio del cuerpo y el alma: la mano reposa inerte entre las manos cálidas de su pareja: ni consentidora ni resistente: una cosa.