Fundamentos teológicos del derecho canónico

 

Plantear fundamentos teológicos del derecho canónico equivale a dar respuesta a la pregunta: ¿por qué existe el derecho en la Iglesia? Más de una vez hemos encontrado personas que pretenden prescindir del derecho, o al menos redimensionarlo fuertemente, porque sería de obstáculo al desarrollo de la Iglesia como comunión y al primado de la caridad, y además mortificaría la libertad de los hijos de Dios. En cambio justamente la comunión eclesial, la promoción de la caridad y la tutela de la libertad necesitan el derecho, como lo veremos a continuación en esta exposición.

 

Juan Pablo II, en la Constitución apostólica con la cual promulgó el nuevo Código de derecho canónico, explica que la Iglesia “Por estar constituida a modo de cuerpo también social y visible, ella necesita normas’’. Al respecto toma gran importancia la siguiente enseñanza del Concilio: ‘’Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible […] la sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino.’’ (LG 8/1). La Iglesia, entonces, no es sólo un conjunto visible y estructurado de creyentes y tampoco una comunidad únicamente espiritual: es al mismo tiempo ambas cosas. Y excluir el derecho de la Iglesia equivale a considerarla como formada exclusivamente de elementos espirituales invisibles: no sería más sacramento universal de salvación, “señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1), es decir sacramento de la comunión.

 

Luego el mismo Pontífice, para mostrar la necesidad de normas en la Iglesia, agrega otras razones, que permiten tener un buen panorama de los fundamentos teológicos del derecho canónico. Examinamos en primer lugar esta: ‘’para componer, según la justicia fundamentada en la caridad, las relaciones mutuas de los fieles cristianos, tutelando y definiendo los derechos de cada uno”. Los fieles deben ser comprendidos en su totalidad, incluyendo los miembros de la jerarquía, y no sólo individualmente, sino también agrupados en conjuntos de personas, ya sea en comunidad constitutiva de la Iglesia (diócesis, parroquias, etc.), como en entes asociativos (institutos de vida consagrada, cofradías, etc.) o de otro género (escuelas, universidades eclesiásticas etc.).

 

La caridad debe presidir cada relación entre los fieles, según el nuevo mandamiento del Señor: ‘’Les doy un mandamiento nuevo: que se mane los unos a los otros, como yo los he amado’’ (Jn 13,34). Y como explica san Pablo: ‘’El amor no hace mal al prójimo; el amor, pues, es la manera de cumplir la Ley’’ (Rm 13,10). El amor evangélico es la caridad, es decir el amor conforme a aquél de Jesús: un amor que afirma el valor de la persona amada y busca sinceramente el bien de ella. Un amor así no solamente no se opone a la justicia, ni prescinde de ella, sino por el contrario la busca. De hecho la justicia, para coincidir con la definición del Catecismo de la iglesia Católica,  ‘’ es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido […] Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común’’ (n. 1807). La caridad no se conforma con dar a cada uno lo que le corresponde por derecho, sino que agrega el afecto, la benignidad, la comprensión, el perdón, el interés por el bien del otro, la generosidad, el servicio. Pero si no se respeta la justicia, no existe más caridad, porque no se respeta la persona. De aquí la exhortación de san Pablo: ‘’No tengan deuda alguna con nadie, fuera del amor mutuo’’ (Rm. 13,8). La justicia debe ser respetada plenamente, mientras la caridad no tiene límites: nunca se ama bastante ni afectivamente, ni efectivamente.

 

La ley canónica, garantizando y definiendo bien los derechos de cada individuo, como decía Juan Pablo II, sirve a la caridad porque permite vivir la justicia, y esto no solo haciendo conocer aquello que es justo, sino también porque garantiza la exigibilidad social, si es necesario, también a través de las sanciones canónicas. Un ejemplo puede ser útil. El Código de derecho canónico establece: ‘’Todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están confiados y que lo pidan razonablemente; y a que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas determinadas que les resulten asequibles’’ (can. 986). Así se toman las medidas necesarias para el bien espiritual de los fieles, satisfaciendo sus derechos de recibir de los sagrados pastores los sacramentos, en el caso concreto del sacramento de la penitencia. Si un párroco no cumple tal obligación, no es caridad hacia él dejar que continúe transgrediendo la justicia hacia los fieles; no se toman las medidas necesarias para su bien espiritual, y también para el bien de los fieles.

 

Considerando otras de las razones dadas por Juan Pablo II sobre la necesidad de normas en la Iglesia: “para ordenar correctamente el ejercicio de las funciones confiadas a ella [a la Iglesia] divinamente, sobre todo de la potestad sagrada y de la administración de los sacramentos’’. No se trata de procurar la mera eficacia organizativa, porque aquello que está en juego es la comunión eclesial. Ésta de hecho es al mismo tiempo invisible y visible: invisible, en cuanto en Cristo, por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros; visible, porque es comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los sacramentos y en el orden jerárquico (cf. Ecclesia de Eucharistía, 35), que implica la comunión de los sagrados pastores entre ellos y de todos los fieles con sus pastores. A través de la comunión visible se exprime, se forma y se perfecciona la comunión invisible.

 

Las dos funciones cuyo ejercicio, según el Pontífice, está adecuadamente organizada mediante las normas canónicas, son las mismas que mantienen y consolidan la comunión visible entre los fieles, porque la custodia y la enseñanza y la fiel transmisión de la doctrina de los Apóstoles están incluidas en el ejercicio de la sagrada potestad. Tal comunión visible implica un conjunto variopinto de relaciones interpersonales de justicia. Por esto vivir la justicia, animada por la caridad, es una dimensión del vivir la comunión.

 

De todo esto se puede comprender bien cuánto sea importante entender el derecho como aquello que es justo, y no como un conjunto de normas que buscan la eficiencia organizativa o que sirven de instrumento de poder. Sirviéndome de la explicación de un ilustre estudioso de la teoría fundamental del derecho canónico, puedo decir que ‘’aquello que es justo puede pertenecer a un sujeto solamente porque este es  persona y porque RECONDUCIBLE a las personas, como sucede con los conjuntos sociales,  y puede ser su derecho solamente porque existe otra u otras personas obligadas a actuar según justicia’’ (C.J. Errázuriz). Considerando la persona al centro del derecho eclesial, éste se presenta en armonía con la comunión, la cual – justamente – exalta la persona en su dignidad, en su libertad y en su relación social.

 

Incluso si los bienes COMUNIONALES visibles objeto de las relaciones  jurídicas eclesiales, sobre todo la palabra de Dios y los sacramentos, son esencialmente obra de Cristo y, bajo este perfil, no exigibles, sin embargo, ya que implican la acción de sujetos personales en la Iglesia, si que pueden ser objeto de derecho. Con relación a ello se puede determinar normativamente acciones a realizar con una obligación social, y por lo tanto susceptibles de la respectiva exigibilidad. De esta manera las normas sirven a la comunidad eclesial, que sin las cuales estaría fácilmente expuesta a graves desgastes.

 

Juan Pablo II agrega otra razón sobre la necesidad de normas en la Iglesia: ‘’para apoyar las iniciativas comunes que se asumen aun para vivir más perfectamente la vida cristiana, reforzarlas y promoverlas por medio de leyes canónicas’’. En esta razón es necesario poner en primer plano la finalidad de las iniciativas comunes, que pueden ser clasificadas también como pastorales. Estas están ordenas hacia una vida cristiana cada vez más perfecta, que no puede ser sino aquella de la cual habla el Concilio: “todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano” (Lumen gentium, 40/2). El logro de este objetivo puede ser alentado solamente en una atmósfera de libertad interior, según la enseñanza de Jesús: ‘’la verdad los hará libres’’ (Jn 8,32), que encuentra eco en san Pablo: ‘’donde está el espíritu del señor hay libertad’’ (2 Cor. 3,17). Esto requiere que las iniciativas pastorales sean propuestas respetando el bien jurídico de la libertad que es un reflejo en el campo canónico de la libertad inherente a la estructura esencial de la salvación. Ni siquiera tales iniciativas en sus aspectos oficiales deben ser desarrolladas sobre un modelo monolítico, donde existiría solo obediencia y disciplina.

 

Entonces deben conjugarse la tutela de la libertad y la promoción de las iniciativas comunes finalizadas a una vida cristiana siempre más perfecta. Esto corresponde a un verdadero espíritu de comunión, y requiere un equilibrio, que sería utópico confiar sólo a la buena voluntad de las personas implicadas, sin denominaciones normativas. Y no se trata solo de ordenar según justicia las relaciones de cada fiel entre ellos y con la jerarquía de la Iglesia: también en el ámbito institucional se deben conjugar la tutela de la libertad y la promoción y sostén de las acciones pastorales. Esto tiene que ver ya sea con los organismos centrales de la Iglesia que con las Iglesias particulares, las parroquias, etc.

 

Para concluir diría que de lo que ha sido expuesto, se puede bien entender cuanto sea verdadera y justa la norma final del último de los cánones del Código de derecho canónico: “la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia” (can. 1752).

 

Prof. Mons. Antonio Miralles

Pontifica Universidad Santa Croce

 

Videoconferencia, 27 de mayo 2005