13.
PANORAMA CONTEMPORÁNEO
1963-1980


- Pablo VI
- Balance de un pontificado: 1963-1978
- Juan Pablo I
- Juan Pablo II
- El pontificado de un polaco: 1978-
- La reforma administrativa
- La Iglesia católica y el movimiento ecuménico
- Los movimientos en la Iglesia
- Conclusión


Desde la terminación del concilio Vaticano II la situación mundial y eclesial no ha sido precisamente de placidez. A escala mundial, cabe señalar el recrudecimiento de las tensiones en Oriente Medio (las guerras árabe-israelíes, los conflictos en Jordania, Siria y el Líbano), los enfrentamientos provocados por el fin de la era de colonización en África (mencionemos la guerra de Biafra), la guerra del Vietnam, con sus secuelas y ramalazos en los países vecinos o la interminable situación bélica en Irlanda del Norte.

También hay que mencionar la difícil situación en Iberoamérica, sujeta en parte a regímenes dictatoriales y afligida por movimientos revolucionarios, con las consiguientes situaciones represivas y las acciones guerrilleras. En Europa, el viejo continente, el mayo francés de 1968 replantea los principios de convivencia, no sólo a escala nacional. Citemos, finalmente, la llamada crisis de la energía, con graves consecuencias en la estabilidad tanto a niveles nacionales. como internacionales (subida del precio del petróleo, problema de la energía nuclear) y la tremenda amenaza del hambre en el llamado tercer mundo.

Algunos de estos problemas (a los que se suman constantemente otros nuevos) perduran en nuestros días y parecen indisolublemente vinculados a nuestra historia contemporánea.

En el seno de la Iglesia tampoco se vive una era tranquila. El Vaticano II ha suscitado por igual esperanzas y temores. Esperanzas en los sectores que se ha dado en llamar progresistas, temores en los llamados conservadores. En todo caso se puede afirmar que el postconcilio asiste al difícil surgimiento de una catolicidad distinta, en la que la unidad monolítica de antaño trata de transformarse en una difícil comunión dentro de una pluralidad, y donde a veces la unidad parece pender de un hilo.

En un rápido muestreo de los problemas con que la Iglesia debe enfrentarse, figura la búsqueda de una respuesta adecuada al reto del proceso de secularización, no menos que el afán de encarnar la fe cristiana y la institución eclesial en las realidades terrenas donde esta fe y esta institución deben desarrollarse. Así, a modo de ejemplo, la catolicidad africana no quiere vivir como la occidental, ni acepta ser adoctrinada por ella, alegando que los presupuestos culturales de ésta no coinciden con los de la fe católica en África. Una situación paralela se acusa en la insuficiente respuesta eclesial a los problemas iberoamericanos (Medellín, Puebla).

Junto a esto debe también mencionarse el caso de las iglesias de tendencia inmovilista (como la española, la italiana y la holandesa, por ejemplo) que viven una explosión de vitalidad a raíz del concilio Vaticano II y con ella la eclosión de tendencias divergentes en el mismo seno de aquellas colectividades abocadas al peligro de rupturas o cuando menos de dolorosas disensiones.

La apertura provocada por el Concilio implicó asimismo el nacimiento de distintas corrientes teológicas, aunque algunas de ellas se hayan introducido en la Iglesia provenientes de otras confesiones cristianas (citemos la teología de la muerte de Dios). La mayoría de estas tendencias trata de inyectar un vigor nuevo en la vida de la Iglesia. El problema es que lo que unos consideran vida, para otros es sólo una carrera hacia la destrucción y viceversa. Tampoco cabe pasar por alto el movimiento, que periódicamente resurge, de los carismáticos (con fuerte incidencia en los países desarrollados) y, en otro orden de cosas, el de la teología de la liberación en Iberoamérica o el de la teología negra en los Estados Unidos.

Estamos, pues, en una época en que los conflictos no son cosa infrecuente en la Iglesia y provocan dentro de ella un desconcierto tanto más difícil de dominar por el hecho de que la serenidad católica de los últimos decenios había arrebatado a la Iglesia la capacidad de reacción adecuada ante tales situaciones. De ahí la crispación provocada, no sólo por estos movimientos espirituales o teológicos, sino también por enfrentamientos de personas concretas.

El mundo de las estadísticas aporta también datos concretos de problemas que no parecen superficiales. Aunque la práctica de los sacramentos sociológicos (bautismo, primera comunión, matrimonio y, en menor grado, la unción de los enfermos) sigue bastante vigente, la asistencia a misa dominical ha experimentado un bajón espectacular y sintomático.

Las estadísticas de vocaciones sacerdotales, especialmente en los países occidentales, se mantienen bajísimas, hasta el punto de que hay quien cree muy dificultoso poder garantizar, en un futuro no muy lejano, la asistencia sacerdotal de las futuras comunidades. Este problema se ha agravado desde finales de la década de los sesenta, en que el número de sacerdotes que, por distintas razones, abandonaron su ministerio quedando reducidos al estado laical, alcanza cifras muy elevadas.

La época postconciliar no ofrece ciertamente una imagen tranquila. La Iglesia católica vive una situación compleja, en la que no siempre resulta fácil moverse adecuadamente ante la dificultad de enjuiciar y valorar objetivamente el conjunto de fenómenos que se han registrado a lo largo de un tan breve espacio de tiempo.

Pablo VI.

La labor más importante de Pablo VI

— cuyos datos biográficos pueden verse en el capítulo anterior — fue terminar y llevar a buen término los trabajos del concilio Vaticano II. Y junto a ésta, otras dos preocupaciones marcan su pontificado: el problema de la paz mundial y el de la unidad de los cristianos. Montini, con un temperamento totalmente distinto del de Roncalli, se mostró, sin embargo, fiel heredero de su predecesor.

Llamaron poderosamente la atención los viajes que Pablo vi realizó en los primeros años de su pontificado. Viaja a Tierra Santa (1964), donde tiene lugar el célebre abrazo con Atenágoras, patriarca ecuménico de la Iglesia ortodoxa. El mismo año en Bombay asiste al congreso eucarístico. Se traslada a Nueva York (1965) para exponer en la sede de las Naciones Unidas su preocupación por la paz del mundo. Después planea visitar Polonia, con motivo de la celebración del milenario del acceso a la fe del pueblo polaco, pero este viaje se frustró al no recibir el placet de las autoridades polacas. En 1967 viaja a Fátima para asistir a las celebraciones del cincuentenario de las apariciones en aquel santuario mariano. El mismo año, y en calidad de jefe de Estado (como caso excepcional y único), visita Turquía, y vuelve a entrevistarse con Atenágoras. Al año siguiente, se dirige a Bogotá (1968) para asistir al congreso eucarístico y también para inaugurar en Medellín la II asamblea general del CELAM (Consejo Episcopal Latino Americano). En 1969 se traslada a Ginebra para pronunciar en la sede de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) un discurso pidiendo que se supere el desequilibrio entre países ricos y pobres. Visita asimismo la sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias. El mismo año se traslada a Uganda. Finalmente, en 1970, a los 73 años de edad, realiza un viaje más largo y agotador (diez días) a extremo oriente, con el triste episodio del frustrado atentado de Manila.

Estos viajes del papa, por inusitados, suscitan un nuevo interés por la Iglesia en las capas populares del mundo entero, especialmente de los países visitados. Manifiestan, de alguna forma, que los textos y las intenciones del Vaticano II — asumido por el papa — son algo más que palabras, y que la Iglesia, por medio de su pastor, se interesa vivamente por toda su realidad y por todos los acontecimientos que tienen lugar en nuestro mundo.

Siguiendo los pasos de las encíclicas de Juan xxiii, también las de Pablo vi hallaron, por lo general, un eco notable, traspasando en muchos casos las simples fronteras de los intereses eclesiales. La Ecclesiam suam (1964) fue una exhortación a la fidelidad a la tradición dentro de la necesaria renovación y un impulso a la actitud dialogante de la Iglesia. Mysterium fidei (1965) quería salir al paso de las discusiones existentes entre los teólogos sobre la comprensión de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y el sentido del rito fundamental de la Iglesia de Jesucristo. Populorum progressio (1967) postulaba el progreso económico, cultural y espiritual de los pueblos subdesarrollados y era una llamada a los países ricos en favor de los pobres. Sacerdotalis caelibatus (1967) defendía la condición tradicional del sacerdote en su concepción. Finalmente, Humanae vitae (1968) suscitó discusiones interminables. Los círculos informados sabían que la comisión preparatoria era, en su mayoría, contraria al texto, que finalmente vio la luz. Y aunque la intención del papa en esta encíclica era defender a la gente sencilla de manipulaciones ambiguas, el texto fue considerado como un refuerzo del pensamiento más conservador sobre el tema del matrimonio y la procreación. Por las mismas fechas, Pablo vi recitó también, como clausura del año de la fe, el llamado Credo del pueblo de Dios, en el que un papa claramente aquejado de varias dolencias olvidaba — o al menos lo parecía a muchos — la línea de aggiornamento del Vaticano II, para seguir hablando en una terminología ajena al siglo xx, y que la mayoría de teólogos católicos había abandonado ya.

No deja de ser curioso observar que Pablo vi, que se mantuvo aún diez años al frente de la Iglesia, no publicó ya ninguna encíclica más. Octogesima adveniens es una carta apostólica que conmemora el 80.° aniversario de la Rerum novarum, y Evangelii nuntiandi es una exhortación apostólica. La razón de tal silencio parece que ha de buscarse en la discusión provocada a raíz de Humanae vitae sobre la postura que los católicos podían y debían tener ante las encíclicas papales. La idea de una irrenunciable libertad de conciencia se abría paso dentro de la Iglesia católica, quizás como un fruto más, y no de contenido, del Vaticano II.

Balance de un pontificado; 1963-1978

Pablo vi, fallecido el 6 de agosto de 1978, hacía él mismo un balance de su pontificado en la homilía pronunciada el 29 de junio del mismo año. Afirma el papa que su servicio había querido ser el de Pedro: servir a la verdad de la fe y ofrecer esta verdad a cuantos la buscan. La verdad de la fe es el depósito recibido de Cristo por medio de los apóstoles, que se mantiene intacto en la Iglesia gracias a la presencia en ella del Espíritu Santo y a la misión especial confiada a Pedro y a la del colegio de los apóstoles, en comunión con Pedro. Éste, dice el papa, ha sido el propósito de estos quince años de pontificado: fidem servavi. A continuación Pablo vi recorre algunos de sus escritos en los que llevaba a cabo este propósito, y alude de forma especial al Credo del pueblo de Dios, pronunciado por él diez años antes, y hace también un llamamiento a salvaguardar la fe y a no perturbar la vida de la Iglesia.

Dentro de su servicio a la verdad, cree el papa que debe incluirse su defensa de la vida humana, defensa que Dios ha confiado a los hombres. Como testimonios de su propósito, el papa menciona Populorum progressio y Humane vitae, extendiéndose mucho más en la referencia a esta última. Afirma, que esta defensa de la vida — que se concreta, dentro de la homilía, en la promoción técnico-material de los pueblos en vías de desarrollo y en la condena del divorcio y del aborto — se la ha inspirado también su amor a la juventud, futuro de la comunidad civil y de la Iglesia.

Es obvio que esta valoración hecha por el mismo papa es quizá demasiado esquemática e inevitablemente subjetiva. Aun a trueque de no lograr una plena objetividad, intentaremos añadir algunas observaciones destinadas a ofrecer elementos de juicio útiles. Al comienzo de este capítulo se aludía a la época turbulenta en la que se desarrolló el pontificado de Pablo vi. Época difícil y compleja dentro y fuera de la Iglesia.

El postconcilio se caracteriza, inicialmente, por la esperanza. Se esperaba, en primer lugar, que la apertura de la Iglesia al mundo traería como consecuencia la apertura del mundo a la Iglesia. Quizá esta esperanza no estaba del todo fundada, pues un cambio de actitud en la Iglesia — cambio anhelado en casi todos los ambientes — no podía implicar un cambio en el contenido de la predicación de la Iglesia. Que la Iglesia tuviese un rostro más humano no podía llevar consigo que se olvidase de su mensaje, su buena nueva, que se concentra en la resurrección de Jesús de Nazaret, el crucificado. Y este mensaje, cuando se anuncia con claridad y sencillez, sigue siendo escándalo y locura.

Se esperaba, en segundo lugar, que el proceso de democratización de la Iglesia fuese llevado adelante (progresiva desclerificación de la Iglesia, corresponsabilidad, etc.). Se olvidaba que los obispos, en quienes tenía que apoyarse realmente este proceso, no estaban preparados para ello ni teórica — por más que alguna vez hubiesen escuchado a los peritos en la época conciliar — ni, sobre todo, prácticamente.

Se esperaba, finalmente, que Pablo vi fuese como Juan xxiii, sólo que más sistemático, más consecuente, más eficiente. Pero Montini no podía ser Roncalli, sino que tenía que ser él mismo.

Sucedió, además, que el punto focal de todo el postconcilio se iba centrando en la misma Iglesia. El aggiornamento pretendía una Iglesia distinta para poder dialogar con el mundo, para poder comprenderlo y anunciar su propio mensaje. Sin embargo, el movimiento quedaba frenado antes de llegar al para. Curiosamente tiene lugar una concentración eclesiológica: la Iglesia anda preocupada más por sí misma que por el mensaje que tiene que comunicar a la humanidad (y esta afirmación se puede mantener, aunque también sea verdad que la Iglesia se preocupa del mensaje que tiene que comunicar: en el mensaje se preocupa más de su integridad que del hecho de que sea mensaje y que tiene que ir haciéndose realidad en sus miembros).

Nadie puede dudar de la sinceridad de Pablo vi cuando afirma en la homilía mencionada: fidem servavi. Pero junto a esto sigue siendo también verdad que la crisis de fe de muchos cristianos dentro de la Iglesia es una crisis grave que se ha de aprender a vivir y a superar dentro de un mundo cuyo talante vital no es creyente y que esta crisis no encuentra fácilmente respuesta en el «depósito» guardado. De la misma manera que un mundo de talante no creyente difícilmente puede llegar a entender ni siquiera la materialidad de las palabras del Credo del pueblo de Dios.

La concentración eclesiológica ha hecho pasar a un segundo plano estos problemas que eran en el fondo los que pretendía resolver la renovación eclesial.

En cambio, la actuación de Pablo vi en los problemas de su tiempo fortaleció notablemente la imagen del papado como instancia moral. Y como la equiparación de la Iglesia con el papado es algo más que una convicción popular, la imagen de la Iglesia como instancia moral salió también fortalecida.

En este sentido, es innegable que los mayores logros del pontificado de Pablo vi los alcanzó en sus intervenciones políticas a favor de la paz. Si Populorum progressio y su discurso ante la ONU, o en Ginebra ante la OIT, sentaban las bases de una ética de la paz, sus constantes intervenciones a los más altos niveles y con propuestas concretas en los casos de Biafra, Vietnam, o su mismo ofrecimiento como rehén en el secuestro de Mogadiscio, ponían de relieve una voluntad eficaz de hacer realidad lo que tanto predicaba. Es cierto que estos esfuerzos suyos fueron casi siempre baldíos, pues la paz sigue estando amenazada y los hombres y los países ricos siguen siendo cada vez más ricos, en detrimento de los hombres y los países pobres. Pero no se puede negar que su preocupación cotidiana por la paz configuró su pontificado y le dio una valoración moral en el orden internacional.

Dentro de este punto, tiene también su importancia una valoración positiva de la actitud pontificia con respecto al tercer mundo, a los países del Este y a las ideologías tradicionalmente tenidas por adversarias de la Iglesia (con la famosa distinción, recogida de Pacem in terris, entre las doctrinas firmemente establecidas y los movimientos socialistas o marxistas).

Es evidente, pues, que en este punto Pablo vi, con una constancia notable, hizo que la Iglesia estuviera presente en el mundo ante los problemas de nuestro tiempo, por más que la Iglesia no pueda quedar reducida al rango de instancia humanitaria moralizante, de carácter universal.

Juan Pablo I.

A la muerte de Pablo vi, es elegido papa el cardenal Albino Luciani, patriarca de Venecia. Había nacido en Canale d'Agordo el 17 de octubre de 1912, de una familia modesta. Ordenado sacerdote el 7 de julio de 1935, tras un breve período de trabajo pastoral, pasa a ser profesor del seminario de Belluno. Sin moverse de allí, obtiene los grados de licenciado en teología (1942) y de doctor (1947). Fue consagrado obispo por Juan xxiii, el día 27 de diciembre de 1958. Desde esta fecha ocupa el obispado de Vittorio Veneto, hasta que el 15 de diciembre de 1969 es nombrado patriarca de Venecia. Pablo vi le elevó al cardenalato en la primavera de 1973. El 26 de agosto de 1978 era elegido papa.

Durante los días que precedieron a la elección, era sentir común de bastantes sectores de la Iglesia la necesidad de que el nuevo papa fuese un pastor sencillo, más que un hombre de curia. La elección de Luciani ponía de manifiesto que estas ideas no estaban muy alejadas de las mentes cardenalicias que participaron en el conclave. Luciani, en efecto, se mostró persona sencilla y amable, de sonrisa franca y tímida, que renunció a la silla gestatoria en su primera aparición y recorrió a pie, como los demás, el camino que le llevaba a la coronación papal (denominación tradicional que rechazó). Escogió como lema de su pontificado la humilitas. Pero estas esperanzas quedaron truncadas apenas un mes más tarde. Albino Luciani falleció el 29 de septiembre, al parecer de un ataque cardíaco. La elección de su nombre dual manifestaba claramente su intención de seguir la línea que, trazada por Juan xxiii, había sido continuada por Pablo vi.

Juan Pablo II.

La súbita muerte de Albino Luciani sorprendió desprevenida a la Iglesia. El nuevo conclave, reunido apresuradamente, eligió papa al polaco Karol Wojtila, apenas conocido fuera de las esferas de la curia y de su propia patria. Era el 16 de octubre de 1978.

Karol Wojtila había nacido el 18 de mayo de 1920 en Wadowice. Era estudiante de eslavística en Cracovia, cuando tuvo lugar la invasión de Polonia por parte de los ejércitos hitlerianos. Gracias a unos amigos, consiguió trabajo en la empresa Solvay y así pudo sobrevivir en unos momentos especialmente difíciles. Durante este período sombrío de la historia de su país, Wojtila militaba en una organización juvenil católica, en la que desarrolló ya cierta actividad apostólica. Y aunque sus ideales se centraban en su patria oprimida, afanándose por la cultura polaca y, sobre todo, por su teatro, Wojtila decide por esta época hacerse sacerdote. Acude a ver al arzobispo Sapieha, responsable de Cracovia, el cual había organizado, dentro mismo de su propio palacio episcopal, un seminario clandestino, en el que los seminaristas vestían el traje talar para parecer sacerdotes y evitar así cualquier intromisión de las autoridades políticas del momento.

En aquel seminario clandestino Wojtila efectuará sus estudios, y una vez ordenado sacerdote, el 1 de noviembre de 1946, es destinado a Roma para graduarse en teología. Pasa dos años en Roma, y el verano, por consejo de su arzobispo, visita Francia y Bélgica. Allí entra en contacto con el movimiento que culminará en la Mission de France y también con la Juventud Obrera Católica (JOC).

De regreso a Polonia — una vez obtenido el grado con un trabajo sobre el tema de La fe en la obra de san Juan de la Cruz —, es enviado como vicario a un pueblecito de la diócesis, donde vuelve a encontrar la Polonia eterna. Gente sencilla, de costumbres ancestrales, de un catolicismo tradicional, donde el sacerdote sigue siendo la máxima autoridad a todos los niveles.

Acabado este año, Wojtila recibe el encargo de preparar un trabajo de habilitación, en el que intenta hallar una fundamentación de la moral católica en la filosofía de los valores de Max Scheler (El sistema filosófico de Max Scheler, ¿puede ser empleado como instrumento en la elaboración de la ética cristiana?).

Cuando Cracovia solicita de Roma la concesión de un obispo auxiliar, la elección recae en Karol Wojtila (consagrado obispo el 28-9-58), quien, por aquel entonces, ya ha publicado varios artículos en las revistas católicas del país y ha entrado en contacto con la intelectualidad. Durante estos años alterna su actividad pastoral diocesana con su docencia en la universidad.

Como obispo auxiliar participa en el concilio Vaticano e interviene principalmente en los debates sobre la Iglesia en el mundo y sobre la libertad religiosa.

Siendo Polonia una nación terriblemente torturada y dispersa por el mundo a raíz de la segunda guerra mundial, el obispo Wojtila realiza varios viajes para mantener contactos con los polacos que residen fuera de su patria. De esta forma visita Canadá, EE. UU. y asiste incluso al congreso eucarístico de Melbourne.

La diócesis de Cracovia, sede vacante durante un tiempo en que Wojtila ha sido nombrado Administrador apostólico, le recibe finalmente como arzobispo titular el 15 de enero de 1964. Su actuación en la conferencia episcopal polaca es muy importante, y dentro de ella es uno de los que prepararon la celebración del milenario del acceso de Polonia a la fe, participando en numerosas concentraciones y peregrinajes marianos. En verano de 1967, Pablo vi lo nombra cardenal.

Como miembro del consejo permanente del sínodo de obispos (representante europeo desde 1971), Wojtila realiza frecuentes viajes y reside durante largas temporadas en Roma.

Su postura, como arzobispo de Cracovia, la segunda sede polaca en importancia, no era nada fácil. El cardenal Wyszynski, primado de Polonia, había sido privado de libertad desde 1955 hasta 1965, y su postura ante el gobierno era más bien dura. Wojtila supo manejarse mejor, sin por ello pasar por encima del primado.

Es muy conocida la relación que tuvo, como obispo auxiliar y más tarde arzobispo, con la intelectualidad católica de Polonia y sus medios de comunicación social. Valoraba el trabajo científico y se sentía a gusto organizando encuentros de sus profesores de teología con los profesores de otras disciplinas e interviniendo activamente en los diálogos. Incluso preparó encuentros entre teólogos polacos y alemanes, aun a sabiendas del poco aprecio de éstos por aquéllos. Se decía de él que no temía a los teólogos, y siempre se consideró, como científico que era, en condiciones de igualdad dentro del mundo intelectual.

Ha publicado algún libro y numerosos artículos, casi siempre de temas de moral y, en concreto, sobre el matrimonio y las relaciones humanas.

También, promovido a la silla de san Pedro, Juan Pablo II ha sido un papa viajero. Poco después de su elección viajó a México, para inaugurar en Puebla la III asamblea general del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano). La segunda asamblea se había celebrado en Medellín (1968) y había marcado un hito en la mentalidad cristiana de Iberoamérica. La posición del papa era bastante delicada, pues los ánimos no estaban precisamente tranquilos. El papa fue muy bien recibido en México, realizó una serie notable de discursos y visitas, y habló con la franqueza que le caracteriza y en la línea de una modernización más bien moderada.

El mismo año realizó un clamoroso viaje a Polonia, donde fue recibido por las autoridades comunistas. En pocos días se movió por toda Polonia, asistiendo a numerosos actos multitudinarios y hablando nuevamente con la claridad que es característica suya sobre los regímenes autoritarios, el materialismo amenazante, la necesidad de la religiosidad. El éxito de este viaje papal fue indescriptible y el pueblo polaco católico quedó profundamente conmovido.

Él papa visitó también la católica Irlanda, territorio que desde hace años vive una situación conflictiva gravísima, abogando por la paz. De Irlanda pasó a los EE.UU. donde los temas que trató hacían referencia especialmente a la familia y la vida sexual, reafirmando plenamente la doctrina contenida en la Humanae vitae de Pablo vi. Su palabra y su presencia despertaron enorme entusiasmo.

También visitó Turquía y, en mayo de 1980, ha realizado un largo viaje por varios países de África, en el cual ha hablado de la necesidad de que la cultura africana se mantenga fiel a sí misma y al propio tiempo acoja los valores evangélicos, aunque algunas de sus versiones estén indisolublemente unidas con concepciones culturales claramente europeas u occidentales.

En junio del mismo año, Juan Pablo II visitó Francia, donde la afluencia masiva de católicos a las concentraciones no fue tan considerable.

El papa emprendió una peregrinación al Brasil (del 30 de junio al 11 de julio). Mejor instruido sobre la situación, su defensa de los pobres y marginados fue más contundente. Y la manifestación de su acuerdo con el episcopado brasileño — uno de los más avanzados del mundo — motivó nuevas esperanzas en amplios sectores de la Iglesia.

Juan Pablo II tardó relativamente poco en hacer pública su primera encíclica, Redemptor Hominis (4 de marzo de 1979), redactada de su puño y letra en polaco (lo que obligó a los servicios técnicos del Vaticano a transcribirla al latín). Su mensaje muestra una gran preocupación por el hombre, llamado a realizarse plenamente desde el momento en que conozca a Cristo y, con ello, edifique el humanismo auténtico llamado a redimirle.

El pontificado de un polaco: 1978...

La elección de Karol Wojtila significaba el rompimiento con una tradición de más de cuatro siglos de pontífices italianos, y aunque esto resultaba insólito para la Iglesia y para el mundo, la pregunta extendida era: «¿Qué hará este papa?» o »¿Cómo va a ser la Iglesia con el pontificado de Juan Pablo II?»

Los años transcurridos no permiten una respuesta. Sin embargo, cabe afirmar que Juan Pablo II, personalidad que se mueve entre la simplicidad y el optimismo, no se arredra ante la herencia de sus dos antecesores, sino que animosamente la asume. El hecho de proceder de una Iglesia, la polaca, que apenas ha notado la crisis en que la cristiandad de occidente se halla sumida, explica que el nuevo papa se enfrente con los problemas sin vacilaciones. Según él, la Iglesia ha de comprometerse, con ánimo valeroso y creador, en la configuración del futuro, sin perder de vista la inmutabilidad de las normas eclesiales en materia de fe y costumbres.

La teología de Juan Pablo II es sencilla, y el papa la expuso ya en su primera encíclica Redemptor Hominis subrayando la estrecha conexión de la cristología, la antropología y la eclesiología. La Iglesia, que predica la verdad sobre Jesucristo, centro del cosmos y de la historia, posee también la verdad sobre el hombre. Por esto se ha de convertir en defensora del hombre concreto y de sus derechos. Ahora bien, esta tarea sólo la puede cumplir si sigue fiel al cometido que le es propio, se mantiene firme en él y no se deja llevar por las corrientes que amenazan su identidad, tentándola a acomodarse. Por eso no puede renunciar a su doctrina tradicional sobre la fe y la moral, y por lo mismo la disciplina eclesiástica ha de ser firmemente mantenida.

Sin negar la vigencia de tales principios, cabe preguntarse qué sucederá cuando sea manifiesto que ni la Iglesia ni su cabeza visible pueden llevar a cumplimiento las esperanzas que ha despertado su mensaje. En todo caso, es innegable que cierta inquietud ante el futuro atenaza amplios sectores de la Iglesia. Por una parte, parece vislumbrarse como posible que la Iglesia modifique sus estructuras, pero en determinados sectores no se excluye la posibilidad real de volver a las posiciones anteriores al concilio Vaticano II. Sin duda, los años venideros despejarán tamaña disyuntiva y mostrarán con claridad el rumbo a seguir.

La reforma administrativa

Hacía ya bastante tiempo que era deseada por todos una reforma de la curia vaticana. Juan xxiii habló de ella antes del concilio. Pero la reforma se concretó ya con Pablo vi (Regimini Ecclesiae universae, 1967), buen conocedor de los problemas. Se anunció su entrada en vigor para el 1 de enero de 1968 (pero tuvo que posponerse hasta el 1 de marzo del mismo año). Lo que Pablo vi pretendía con tal reforma era hacer de la curia un instrumento ágil y eficaz en manos del papa para el servicio de la Iglesia. Pero esto exigía necesariamente reformar la administración general de la Iglesia. El Vaticano II señaló ya las líneas maestras de la reforma al recordar que los obispos eran enviados y representantes de Cristo, no del papa, lo cual implica que tienen por sí mismos, y no por delegación, todos los poderes necesarios para regir, enseñar y santificar, aunque ello no excluya que el papa pueda reservarse una serie de decisiones en puntos determinados y específicos.

De este modo se pretendía también evitar la existencia de una doble jerarquía: la de los obispos, pastores y responsables de la Iglesia, por un lado; y la de los curiales, sacerdotes con carrera diplomática, que de hecho ejercerían la tarea que propiamente corresponde a los obispos.

Tales directrices se concretaron en el nombramiento de obispos diocesanos como miembros de las congregaciones romanas y en la restitución de los poderes que tienen por el solo hecho de ser obispos y que habían ido siendo absorbidas por el centralismo vaticano.

En bien de la universalidad que debe caracterizar a la curia romana, se desarrolló asimismo una fuerte escalada de nombramientos que internacionalizaron la curia. A fin de asegurar la eficacia de la administración de la Iglesia, ningún nombramiento es vitalicio, ni lleva consigo unos derechos adquiridos o la posibilidad de promoción.

En este punto quizá convenga subrayar que Pablo vi aumentó considerablemente los nombramientos de cardenales (27 nuevos cardenales en 1965; otros 27 e 1967, 33 en 1969, 30 en 1973, 20 en 1976 y 4 en 1977) y al reglamentar la elección del papa decidió que no podían entrar en el conclave más de 120 cardenales y que los cardenales a los 8o años perdían el derecho a intervenir en la elección del papa. También había pedido que los obispos dimitieran del ejercicio de su función al llegar a los 75 años, cosa que en otro orden de cosas podía dar lugar a una mayor vitalidad de las iglesias locales.

Dejando a un lado la drástica reducción de la corte papal, la curia vaticana quedó estructurada sobre la base de las congregaciones, ministerios dirigidos colegialmente por cardenales y obispos, que actualmente son las siguientes: Pro doctrina fidei, Pro episcopis, Pro negotiis rituum orientalium, De disciplina sacramentorum, Pro clericis, Pro religiosis et institutis saecularibus, Pro gentium evangelizatione, Pro sacramentis divinoque cultu y Pro institutione catholica. Junto a estas congregaciones, están Sacra Romana Rota (tribunal de apelación), la Signatura apostolica (tribunal administrativo y de casación) y la Sacra Paenitentiaria (tribunal de gracia para el fuero interno). Existen además las prefecturas que cuidan del patrimonio y de la administración de los bienes de la Santa Sede y la que aporta las estadísticas; y las comisiones papales, designadas para tareas a largo plazo, dependientes o no de una determinada congregación. Finalmente, a raíz del Vaticano II surgieron los secretariados, destinados a continuar la labor y los deseos del concilio de mantener a la Iglesia en diálogo con el mundo exterior. De esta manera, se fueron creando el Secretariado para la unidad de los cristianos (obra de Juan xxiii), el Secretariado para los no cristianos (1964), el Secretariado para los no creyentes (1965), el Consejo de laicos y la Comisión de estudios Justitia et Pax (ambos en 1967).

Intentando buscar una coordinación de toda la administración, se decide que ésta recaiga sobre la Secretaría de Estado, que antes venía a ser como un ministerio de asuntos exteriores. De hecho, por ahora, tal coordinación en la práctica ha sido una segunda instancia de todas las congregaciones con la consiguiente merma de efectividad. Además, la existencia de secretarios papales dentro de la Secretaría de Estado tampoco favorece una actuación realmente unitaria de este organismo.

Dentro de la reforma de la administración de la Iglesia es importante mencionar el auge que han ido cobrando las conferencias episcopales de las distintas naciones, así como su esporádica colaboración en consejos continentales. En ellas se da ya una pluralidad dentro de la unidad, cosa que debe caracterizar inevitablemente toda realidad actual de la Iglesia. Pero dichas conferencias no han asumido el papel de los nuncios apostólicos, que siguen existiendo a su lado,

Finalmente mencionemos también la creación del sínodo de los obispos, anunciado por Pablo vi al inaugurar la cuarta y última sesión del concilio. El sínodo pretende ser una concreción visible de la colegialidad y constituye una institución representativa del episcopado mundial que se reúne por convocatoria. Su misión específica es aconsejar al papa en cuestiones importantes para la Iglesia, pero sus dictámenes pueden tener incluso carácter decisorio si el papa se lo encarga, aunque en general sus conclusiones están sometidas a la aprobación del papa. Forman parte del sínodo los obispos representantes de las distintas conferencias episcopales y de la curia, miembros de distintas órdenes religiosas y algunos especialistas.

El sínodo de obispos tiene sesiones periódicamente. La primera sesión se celebró en 1967 y no tuvo el carácter monográfico o casi monográfico de las posteriores. En ella se trató de la creación de una Comisión teológica internacional; de la revisión del Código de derecho canónico, poniendo el acento en los aspectos pastorales; de la relación de las conferencias episcopales con los seminarios de sus respectivas zonas; de la aprobación de textos litúrgicos y de otras cuestiones menores.

La sesión del año 1969 tuvo carácter de extraordinaria y el papa propuso como tema el estudio de las relaciones entre la Santa Sede y las conferencias episcopales. En ella se insistió en la idea de comunión como concepto fundamental de la colegialidad.

La segunda sesión (1971) centró su temario en el sacerdocio ministerial y en la justicia en el mundo. La tercera sesión (1974) trató el tema de la evangelización en el mundo contemporáneo, incluyendo las tareas de preevangelización y la animación cristiana de las realidades terrestres. De los debates surgió la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975).

La cuarta sesión (1977) se ocupó de la catequesis en nuestro tiempo, con especial referencia a los niños y a los jóvenes. Fruto de este sínodo fue la exhortación Catechesi tradendae (1979). Siguieron otras sesiones.

Por lo demás, la reforma administrativa de la Iglesia no quiere agotarse a este nivel de la gran estructura eclesial, sino que pretende llegar a las diócesis y a las parroquias. De ahí la creación y la proliferación de consejos presbiterales y pastorales llamados a poner de relieve el carácter fraternal y corresponsable de la administración comunitaria de la Iglesia.

La Iglesia católica y el movimiento ecuménico

En el capítulo xii ya se hizo notar el interés del papa Juan xxiii por la unidad de los cristianos, ut sint unum. Es innegable que en este punto la labor del papa Juan fue breve pero importante. Sin embargo, fue Pablo vi quien llevó adelante la concreción histórica de aquellas intenciones. Y hasta se podría llegar a afirmar que la época postconciliar, el pontificado de Pablo vi, es una época marcadamente ecuménica.

El movimiento ecuménico, que llevaba ya un tiempo de rodaje, se concreta en el Consejo Ecuménico de las Iglesias, cuya primera asamblea tiene lugar en Amsterdam (1948). El propósito de este Consejo era y sigue siendo constituir una comunidad de iglesias; evitando a toda costa convertirse en una superiglesia, por esto sus miembros han de ser iglesias y no individuos. A esta primera asamblea general asistieron ya como observadores, a título privado, algunos teólogos católicos que habían obtenido de Roma el permiso necesario.

Después de la II asamblea general, que tuvo lugar en Evanston, junto al lago Michigán (1954), la III se reunió en Nueva Delhi (1961), con asistencia ya de dos delegaciones católicas: una personal del cardenal Gracias, de Bombay, formada por dos miembros, y otra del Secretariado para la unidad de los cristianos, formada por cinco miembros (al frente de dicho secretariado Juan xxiii había puesto al eficiente cardenal Augustinus Bea). Entre este encuentro de Nueva Delhi y la iv asamblea, que se celebró en Upsala (1968), hay que situar el Decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II. La V asamblea fue celebrada en Nairobi (1975).

Desde 1968, nueve teólogos católicos pertenecen como miembros de pleno derecho a la Comisión fe y constitución, que, dentro del Consejo ecuménico, se ocupa de las cuestiones doctrinales.

El Secretariado para la unidad de los cristianos publicó un Directorio ecuménico (primera parte, 1967; segunda, 1970), por el que, siguiendo la línea marcada por el Decreto sobre ecumenismo, se exhorta a fomentar la práctica del ecumenismo en las pequeñas comunidades. Sigue viéndose que la práctica ecuménica puede ir adelante y arrastrar una unidad, teóricamente muy difícil, más como un don que como una conquista.

Pablo vi visitó la sede del Consejo ecuménico de las iglesias en Ginebra (1969). Su gesto fue muy valorado, pero la especial dificultad que la Iglesia católica tiene ante el problema de la unidad se puso una vez más de relieve en la fórmula con la que el papa se presentó allí: "Mi nombre es Pedro"

Entretanto, y hasta nuestros días, la Iglesia católica mantiene contactos bilaterales con otras iglesias o confesiones cristianas. Y dentro de estos contactos merecen citarse las visitas hechas o recibidas por Pablo vi.

Pablo vi se encontró con el patriarca Atenágoras en Tierra Santa (1964) y en Turquía (1967) y le recibió en Roma (1967). En 1966, recibió al arzobispo de Canterbury y primado de la Iglesia. anglicana, doctor Ramsey, el cual se mostró dispuesto a mediar entre la Iglesia católica y otras confesiones. La voluntad ecuménica estaba en aquellos momentos en plena ebullición. En 1977 Pablo vi recibió al nuevo primado anglicano, doctor Coggan.

Especial relieve mereció en su día el levantamiento mutuo de la excomunión que separaba Roma de Constantinopla, y que se realizó simultáneamente en ambas sedes al término del concilio Vaticano II (7 de diciembre 1965).

Por lo demás, ha habido reuniones bilaterales en Les Dombes, entre teólogos católicos y luteranos, centradas en los temas eucaristía y ministerio, con grandes dificultades de llegar a un acuerdo; así como entre católicos y metodistas sobre temas de espiritualidad y piedad, y entre católicos y anglicanos en Windsor, también sobre la eucaristía y el ministerio, con mayores posibilidades de entendimiento. Una delegación del Secretariado para la unidad de los cristianos, presidida por el Cardenal Willebrands, visitó el patriarcado ecuménico de Estambul (1977). También hubo conversaciones católico-ortodoxas en Rodas, por las mismas fechas.

Aunque el ecumenismo no parece ser una de las preocupaciones formales del papa Juan Pablo II, sin embargo, en su viaje a Turquía se entrevistó con Dimitrios I, y aprovechando su viaje al África, celebró un encuentro con el primado de la Iglesia anglicana, quien visitaba también sus comunidades africanas.

No se puede olvidar tampoco el impulso ecuménico promovido por la comunidad religiosa de Taizé, de origen calvinista, y que ha logrado reunir en muchas ocasiones a innumerables jóvenes de todo el mundo interesados no sólo por cuestiones de fe, sino por los grandes problemas de nuestra humanidad.

La realización del ecumenismo se contempla como una meta todavía lejana y, hasta cierto punto, inalcanzable. Objetivamente es forzoso confesar que media una gran distancia entre los esfuerzos desarrollados y los resultados obtenidos y ello explica el ambiente de desaliento actual (198o). Ya hace unos años, el prior de Taizé se preguntaba si el ecumenismo no se está instalando en una simple coexistencia pacífica entre confesiones cristianas separadas.

Añadamos, finalmente, que la Iglesia mantiene también contactos con otras religiones no cristianas. Y aún cuando el diálogo puede ser relativamente amplio en la base, a nivel oficial sólo cabe señalar por su importancia los coloquios con el Islam, celebrados en Trípoli (1976) y la reunión del comité Iglesia católica-judaísmo (1977).

Los movimientos en la Iglesia

Si siempre ha sido una simplificación hablar de la historia de la Iglesia identificándola con la historia de los distintos papas, hoy esta simplificación es insostenible y por ello resulta necesario aludir, aunque sea brevemente, a otros sucesos no enmarcables en el ámbito vaticano. La Iglesia, en efecto, tiene problemas distintos y responde a ellos de manera distinta según la situación geográfica y sociopolítica de las comunidades de fieles que la integran.

Destaquemos en primer lugar el movimiento litúrgico. La importancia que se dio inicialmente a la renovación litúrgica, obedecía, con toda seguridad, a la confusión vigente entre culto y vida eclesial. Se esperaba que la renovación de la liturgia desencadenara profundos cambios en la vida de la Iglesia. La introducción de las lenguas vernáculas debía dar un impulso fecundo y vital a la Iglesia: las lecturas resultaban inteligibles, se podía seguir el rezo del canon de la misa sin necesidad de usar privadamente el propio misal. Era posible asistir a la administración de los sacramentos entendiendo las palabras pronunciadas. Debían evitarse los cánticos en latín y fomentar cantos populares en las distintas lenguas; podía verse un signo de progreso y adecuación en la introducción de instrumentos variados y modernos para acompañar tales cantos.

Muchas de estas cosas se pretendía, al parecer, con las nuevas normas romanas sobre el nuevo rito de la misa (1969), el nuevo calendario litúrgico (1969) y el posterior ritual del sacramento de la penitencia (1975) llamado a acentuar su aspecto comunitario y eclesial, aun manteniendo la forma histórica y tradicional de la confesión.

Muchas de estas cosas, con sus múltiples variantes, fueron alentadas y recogidas por la jerarquía. Y sin embargo, con unos años por medio, se puede afirmar que las expectativas no se han visto confirmadas.

Por un lado, se ha suscitado un pequeño — y grave — problema dentro de la Iglesia, debido a la actitud de los que han creído que el abandono de las formas antiguas implicaba una pérdida irreparable en la vida. de la Iglesia. Su figura más representativa es monseñor Lefebvre, que ha contrapuesto la misa de Pío V a la nueva normativa, y se ha enfrentado con Pablo VI, desobedeciendo sus mandatos y haciendo caso omiso de las penas que se le han impuesto. Y así, sigue manteniendo un seminario en Ecóne (Suiza), ordena sacerdotes y fomenta un grupo de carácter sectario dentro de la Iglesia.

Por otro lado, muchos grupos han considerado insuficientes estas renovaciones litúrgicas, y han fomentado una vida sacramental en la que la participación de los fieles y el carácter comunitario son acentuados, así como el carácter relativo del culto dentro de la totalidad de la vida cristiana. Para éstos, la reforma litúrgica era imprescindible, pero insuficiente; no sólo por lo que hace a la misma vida litúrgica, sino por lo que atañe a la renovación de la vida cristiana y eclesial.

Quizá se podría incluir dentro de este movimiento el llamado movimiento carismático, que subraya el carácter comunitario y personal de la vida eclesial y, con ello, frente a la renovación ritual e ideológica, defiende la vigencia y la necesidad del sentimiento y de sus formas de expresión. Convergían además, en este movimiento, el fomento de la vida espiritual comunitaria, la urgente renovación de las estructuras a partir de la base y ciertas dosis de la llamada contracultura, sin olvidar las ansias, ampliamente difusas, de «espiritualidad», con la adopción de técnicas orientales de contemplación y de místicas esotéricas que no siempre excluyen la droga para el logro del éxtasis o la «huida» del mundo.

El segundo grupo de movimientos dentro de la Iglesia puede ser englobado con el nombre de movimientos teológicos, cuya importancia y repercusión supera el ámbito habitual de la facultad teológica, el seminario y los medios eclesiásticos.

Es evidente que ya antes del concilio se había iniciado una renovación teológica de amplio espectro, huyendo de las formulaciones de la neoescolástica y buscando nuevos puntos de apoyo para la reflexión y la formulación de la fe. En el campo de la eclesiología y de la historia de la Iglesia se podría citar, como ejemplo, al dominico Yves Congar, en el de la sistemática al jesuita Karl Rahner y en el de la moral al redentorista Bernhard Háring, por citar unos nombres.

El concilio Vaticano II y el postconcilio viven un auténtico florecimiento teológico, que evita las condenaciones otrora típicas de las formulaciones doctrinales. Un aire de libertad de estudio e investigación alienta en la Iglesia, especialmente, por ejemplo, en los estudios bíblicos, que tras los estímulos que habían recibido de Pío xii, conquistan ahora el espaldarazo de la legitimidad de sus métodos. Se vive una época en la que la reformulación de los dogmas (el del pecado original, por ejemplo) se convierte en un objetivo estimulante de numerosas, serias y logradas investigaciones, y el diálogo con el mundo, en todas sus dimensiones, es fuente de innumerables estudios.

De este diálogo parece conveniente resaltar dos ejes, que son como dos retos con los que la reflexión cristiana ha tenido que enfrentarse y dar respuesta. Y esta vez, por lo general, no ha sido un diálogo polémico, sino constructivo, con plena conciencia de su enorme alcance para el futuro de la Iglesia.

En torno al primero de estos dos ejes gira el proceso de secularización. El mundo cobra conciencia de su autonomía, los hombres toman en serio su responsabilidad en el mundo. No existe un deus ex machina del que los hombres serían solamente marionetas. Este proceso de secularización no es un movimiento que sólo provenga de una porción del mundo, sino del campo de la ciencia, del de la filosofía, del de la política, etc. Su formulación más aguda y llamativa es la llamada teología de la muerte de Dios. Detrás del proceso de secularización late la idea de dar carta de ciudadanía a la incredulidad. El resultado del diálogo con este movimiento (en los teólogos de la muerte de Dios y en otros) es la restitución del ámbito de lo religioso en nuestro mundo, en un mundo autónomo y secularizado. La conclusión de los teólogos es que se puede ser creyente en un mundo así: la fe en el Dios de Jesucristo es todavía posible en el hombre que tiene conciencia de su autonomía y de su carácter secular.

El segundo reto de la teología de nuestros días viene marcado por la conciencia de dar respuesta, dentro de la fe, a la situación de los marginados de la tierra, de los explotados del tercer mundo. Hoy esta teología viene sellada con el título de teología de la liberación (en los EE.UU. teología negra de la liberación, por ejemplo: «en un mundo dominado por los blancos, Dios ha de ser negro»). Esta teología, de todos modos, está representada sobre todo en Iberoamérica, aunque también en África empiezan a surgir algunos brotes. Y si bien hay mucha gente dentro de la Iglesia que se siente incómoda con esta teología y la acusa habitualmente de marxista y materialista, lo cierto es que su punto de partida es plenamente cristiano y no cabe ignorar la situación de los países del tercer mundo y la experiencia fundamental del Éxodo, unida al anuncio del reino de Dios hecho por Jesús de Nazaret. Su vigoroso punto de arranque y su dimensión necesariamente práctica han despertado una tensa esperanza en muchos creyentes de nuestro tiempo, por más que la Comisión teológica internacional — formada en su inmensa mayoría por teólogos del mundo desarrollado — haya intentado descalificarla. De hecho esta teología ha tenido cierta repercusión en Europa (entre otros, el movimiento de los cristianos por el socialismo, cuya aspiración es la de ser aceptados en el seno de la Iglesia como cristianos y socialistas).

Otro de los movimientos importantes dentro de la Iglesia, es el resurgir del laicado. No cabe duda de que en la década de los años sesenta se registra esta floración después de múltiples y reiterados esfuerzos hasta lograr, con la institución del Consejo de los laicos, la plena aceptación de una realidad largo tiempo ignorada.

Entre los movimientos de apostolado seglar en el ámbito eclesial, hay que poner de relieve, por su maduración doctrinal y su incidencia en la estructura de la Iglesia, los movimientos especializados de Acción católica, especialmente en ambientes obreros, rurales y universitarios.

Dos notas deben señalarse como características:

1. Su inserción en las realidades terrenas, fuera de los ambientes conocidos como eclesiásticos. En ellas, con su comportamiento comprometido, hacen presente su fe cristiana, que interroga a su vez a los demás. En cierto modo, con su acción suplen la lamentable ausencia del mensaje evangélico en las masas.

2. Su peculiar responsabilidad en el interior de la misma Iglesia. Estos laicos no se consideran meros ejecutivos de las consignas recibidas de la jerarquía, sino que asumen, como dirigentes, sus propias decisiones con responsabilidad eclesial, conjuntamente con los pastores del pueblo de Dios.

Dentro de este mismo apartado hay que situar las llamadas comunidades de base, grupos reducidos que brotan del convencimiento de que la fe cristiana se ha de vivir plena y radicalmente y esto sólo es posible si se vive realmente en comunidad y al servicio concreto de la gente sencilla, del pueblo. Muchos ven en estas comunidades de base un auténtico fermento para la vida de la Iglesia en su totalidad.

Conclusión. Si el capítulo XII se cerraba como un canto a la Iglesia renovada en la dimensión de la humildad y un retorno a sus orígenes, este capítulo se cierra más bien con un interrogante. ¿Qué camino escogerá la Iglesia? Pues resulta evidente al cabo de quince años que se halla en una encrucijada. Por una parte, la renovación apenas iniciada y los obstáculos que a ella se oponen. Por otra, poderosas fuerzas en su mismo seno propugnan una vuelta al pasado que supondría recobrar la grandeza perdida restableciendo la más recia ortodoxia y reafirmando el principio de autoridad. La respuesta no está a nuestro alcance. La única realidad cierta, en medio de tales perplejidades, es la esperanza en un futuro que por la fe que alienta en los creyentes ha de ser necesariamente el reino de Dios.