8.
REBELIÓN DE LOS
MONARCAS CATÓLICOS
1648 - 1789


- Francia y los hugonotes
- Resurgimiento religioso en Francia
- El jansenismo
- El galicanismo
- El quietismo
- Los deístas
- Guerra contra los jesuitas
- Febronio y José II
- Apariciones del Sagrado Corazón; los pasionistas y los redentoristas


Francia y los hugonotes

Así como el Imperio y España fueron teatro de los principales acontecimientos del catolicismo en el período 1517-1648, así en este siglo y medio posterior es Francia la causa principal de inquietudes para la Iglesia.

Los primeros avances de la revolución luterana apenas si tuvieron en Francia la menor repercusión. Gradualmente, a lo largo de los veinte años que siguieron a la condenación de 1520, empezaron a formarse pequeños grupos de protestantes en diversas ciudades, que emprendieron una vigorosa ofensiva, atacando a la misa por medio de proclamas, que dieron lugar a detenciones, juicios y ejecuciones. A partir de ese momento, el rey, Francisco I (1515-1547), se mostró decididamente hostil a los reformadores. Sin embargo, el movimiento se extendió, y especialmente desde que el desterrado súbdito francés, Calvino, hubo divulgado su nueva religión, que era francesa hasta la médula. Bajo el sucesor de Francisco I, Enrique II (1547-1559), el calvinismo comenzó a arraigar por todas partes, sin que, a pesar de las protestas del nuncio papal, se le molestara para nada. Sus jefes empezaron incluso a concebir la esperanza de que, con un poco de tacto y paciencia, la casa real sería un día calvinista, del mismo modo que tantos príncipes alemanes se habían vuelto luteranos. A la muerte de Enrique II por accidente en un torneo, quedó por heredero un menor de edad que murió antes de transcurridos dos años, y a quien sucedió a su vez un niño más tierno aún: Carlos IX (1560-1574). En el forcejeo de los diferentes partidos para manejar la regencia, la división religiosa adquirió nueva importancia. Surgió el político calvinista para hacer frente al político católico, y de este afrontamiento nacieron, en gran parte, las llamadas guerras de religión, que habían de perturbar a Francia por casi cuarenta años 1562-1598).

Ésta es la época de Catalina de Médicis y Coligny, de los Guisa y Enrique de Navarra; época de asesinatos, traiciones y matanzas sin fin, a una de las cuales, la conocida por noche de San Bartolomé (24 agosto 1572), se le dio especial publicidad, por ser las víctimas calvinistas. Para entonces ya varios millares de sacerdotes y religiosos habían sido sacrificados por el fanatismo calvinista, que los detestaba como idólatras, a pesar de ser no pocos ministros calvinistas sacerdotes y frailes apóstatas. Cortarle las orejas a un sacerdote se convirtió en una especie de pasatiempo, y el jefe calvinista solía llevar una banda hecha con ellas.

Dondequiera que triunfasen los calvinistas se saqueaban las iglesias, y sus tesoros artísticos, vidrieras, imágenes y cálices eran bárbaramente destruidos. Más de veinte mil iglesias en total fueron destruidas de esta forma en Francia. Los calvinistas no eran sino una minoría que la indolencia del gobierno permitió que se impusiera en el país. A la postre, fue el simple patriotismo y la fe de la mayoría católica traicionada lo que salvó a Francia. El pueblo se levantó en un intento de obligar al rey a una actuación digna de su linaje. Finalmente, el último de la decadente dinastía de los Valois, Enrique III (1574-1589), fue asesinado por un dominico loco, y cinco años después el heredero protestante del trono, Enrique IV (1589-161o), se sometió a la Iglesia.

Entonces tiene lugar en Francia un resurgir de la vida católica en todas sus formas como pocas veces lo ha conocido la Iglesia, un resurgir que constituye, en algunos aspectos, el pasaje más brillante de toda la época de la Contrarreforma.

Con San Francisco de Sales (1567-1622), obispo de Ginebra desde 1602 hasta 1622, originario de Saboya, el renacimiento francés se bautiza y el humanismo se hace piadoso. Fundó la nueva orden de la Visitación, y con su inmensa correspondencia, tanto como con su popular obra Introducción a la vida devota, hizo por la nobleza de la corte y de la curia algo de lo que San Felipe Neri había hecho por el mundo de la curia romana. La más grande de sus obras, el Tratado del amor divino, una de las obras maestras de la teología mística, puede presentarse como muestra del resurgimiento general que la vida de oración experimentó entonces en todas las órdenes religiosas y dando origen a una literatura popular extraordinariamente rica. Recientemente, un historiador francés ha realizado la gran obra de relatar la historia de este aspecto de la vida del siglo XVII, hasta ahora poco conocido y, sin embargo, el más importante de todos y típicamente característico de toda la Contrarreforma.

Resurgimiento religioso en Francia.

El nutrido cuadro que aquí se nos ofrece, además de incluir las figuras de innumerables predicadores de retiros y misiones y un ejército de santas mujeres que restauraron la vida familiar de Francia tanto como la vida de sus conventos, es particularmente atractivo por el grupo de reformadores del clero que contiene. Tales fueron, por ejemplo, el cardenal de Bérulle, que fundó el Oratorio francés y fomentó una nueva devoción al sacerdocio de Nuestro Señor, traducida prácticamente en una renovación del ideal sacerdotal y en la formación de innumerables sacerdotes en los muchos seminarios que los oratorianos fundaron y dirigieron. Otras dos nuevas órdenes se dedicaron también a esta labor de fundamental importancia, de formar el nuevo tipo de sacerdote preconizado por Trento: los euditas, congregación fundada por San Juan Eudes, y, la más famosa de todas, la Compañía de San Sulpicio,, fundada por Juan Jacobo Olier. Aun en los momentos más difíciles de los dos siglos siguientes, la Iglesia de Francia dispuso, gracias a la obra de esas fundaciones, el fruto de un abundante plantel de ministros del altar instruidos y bien preparados, a los que jamás lograron influir la negligencia, malos ejemplos o aseglaramiento episcopal.

Hay otro santo a quien debemos mencionar en este capítulo, si bien la fundación de una nueva orden de sacerdotes, misioneros para los distritos rurales 1, fue tan sólo una de las varias obras apostólicas puestas en marcha por él. Fue éste San Vicente de Paúl (1576-1660), uno de los más grandes organizadores de obras de caridad que hayan existido jamás, el fundador, con Santa Luisa de Marillac, de las Hijas de la Caridad, y el primero que logró organizar con éxito, al mismo tiempo, una orden de religiosas dedicadas al ejercicio de la caridad fuera de sus claustros.

Sin embargo, el fruto más extraordinario de esos años de abundante e intensa dedicación a la causa de Dios, fue la Congregación del Santísimo Sacramento. Era ésta una especie de sociedad secreta bienhechora no obligada por juramento que, aunque incluía sacerdotes y obispos entre sus miembros, estaba bajo dirección seglar. Sus miembros prestaban ayuda a toda suerte de actividades católicas, al tiempo que hacían sentir su presión ante los obispos negligentes e imponían reformas donde eran precisas. fue la generosidad de esta liga lo que hizo posible muchas de las empresas de San Vicente, así como la fundación del gran colegio parisiense de Misiones Extranjeras en 1663.

El jansenismo.

El primer gran obstáculo para este resurgimiento fue la expansión del movimiento llamado jansenismo, movimiento cuya base era una teoría herética sobre la gracia, que dio por resultado una especie de catolicismo "calvinizado".

Las apostasías del siglo xvi habían hecho que los teólogos católicos se aplicasen naturalmente a un estudio exhaustivo de las materias controvertidas. Nunca, desde los tiempos de San Agustín y Pelagio, había tenido el tema de la gracia tanta actualidad. Fue, pues, una consecuencia muy natural de la controversia calvinista y luterana la aparición de una nueva teoría católica para explicar cómo el libre albedrío del hombre seguía siendo libre albedrío bajo la influencia de la gracia. A partir de la aparición de esta teoría se desarrolló una violenta controversia doméstica entre los católicos, en la que destacados teólogos de la reciente Compañía de Jesús y de la vieja Orden de Predicadores tomaron posiciones contrarias. La cuestión fue presentada ante Clemente VIII. Este papa murió antes de publicar una decisión, y su sucesor, Paulo v, puso término a la discusión permitiendo a ambas partes mantenerse en su opiniones respectivas y prohibiendo que ninguna de las dos tildase a la otra de herética (1606).

Unos años antes, sin embargo, un profesor de Sagrada Escritura de la universidad de Lovaina, Miguel Bayo, había concluido, de su estudio de San Agustín, una nueva teoría de la gracia que Roma condenó, primero en 1567 y después, nuevamente, en 1579. Bayo aceptó la censura de Roma; pero, así como el eterno problema de rechazar las teorías calvinistas y profundizar en el estudio del misterio de la gracia seguía apremiando, así también, en los círculos teológicos de los Países Bajos, continuaba latente algo del espíritu de la solución dada por Bayo.

Cincuenta años después de la muerte de éste (1589), sus ideas reaparecieron en un libro titulado Augustinus, obra de Jansenio, antiguo profesor de Sagrada Escritura en Lovaina, y después, por algún tiempo, obispo de Ypres (1635-1638). El libro fue publicado por los amigos del autor, dos años después de su muerte. Pero hacía ya algunos años que un seguidor suyo, el abad de San Cirano, venía aplicando las teorías del holandés al ejercicio práctico de la dirección espiritual, dando así a la nueva doctrina una aplicación sistemática en el campo de la ascética y la moral.

La publicación del Augustinus proporcionó al nuevo movimiento su justificación teórica y en un momento oportuno. En Lovaina, el jansenismo había sido poco más que un debate académico entre teólogos. En Francia fue, desde el principio, una facción organizada de sacerdotes, monjas y seglares, todos ellos bien relacionados, ricos e influyentes. La lucha entablada entre este partido de innovadores y la Iglesia se prolongó casi durante un siglo, viéndose pronto complicada por ulteriores divisiones, entre los católicos, en torno a la cuestión de hasta qué punto la autoridad pontificia podía legalmente imponerse a la Iglesia en Francia. Así surgió la controversia sobre los llamados "derechos de la Iglesia galicana".

Durante esa centuria se debaten, por tanto, tres temas del mayor interés para Francia: 1) la relación entre la gracia y la libertad en el hombre; 2) la función de los sacramentos de la penitencia y eucaristía, con la cuestión de la conducta de una auténtica vida cristiana; 3) la relación entre el papado y la jerarquía episcopal.

Jansenio se consideraba a sí mismo un hombre elegido por la Providencia para salvar a la Iglesia de la Compañía de Jesús — a la que aborrecía intensamente — a base de resucitar una doctrina primitiva, tiempo ha olvidada, sobre la gracia y la auténtica vida cristiana que sólo esa doctrina podía engendrar. Tal doctrina, según él afirmaba, estaba contenida en las obras de San Agustín, de las cuales era un experto conocedor. Era una doctrina que los teólogos habían perdido de vista hacía siglos. Los teólogos definirían el nuevo sistema como "San Agustín visto a través de los lentes de Calvino".

Según la nueva teoría, los dones sobrenaturales con que Dios dotó al primer hombre, más los llamados preternaturales (la inmunidad frente a la muerte y las enfermedades), eran, en realidad, naturales para el hombre. El efecto del pecado original es una corrupción radical de la naturaleza humana. En adelante, todo lo puramente natural es perverso. La voluntad humana, desde la caída de Adán, es impotente ante el asalto de la concupiscencia. No puede evitar el pecado en tanto no le sea concedida la gracia. La gracia es omnipotente, es incluso irresistible. El alma, pues, oscila entre las dos fuerzas del pecado y de la gracia. Si Dios concede la gracia, el hombre evita el pecado; sin la gracia, no puede hacer sino pecar. Y la gracia sólo se concede a unos pocos, a la pequeña minoría a quien Dios desea salvar. Pues Dios no quiere en modo alguno salvar a todos los hombres, ni murió por todos, sino únicamente por la minoría a la que se proponía salvar. Esta doctrina sobre la predestinación anulaba, efectivamente, toda devoción a los santos o a la Virgen. El mejor homenaje que podía tributarse a la Virgen, decían, era "el himno del silencio".

Como teoría teológica, el jansenismo ocupa, evidentemente, un lugar en la historia de las tentativas del pensamiento católico por defender las teorías tradicionales de la gracia contra el calvinismo. Estas tentativas habían originado nuevas teorías en explicación del gran problema de cómo conciliar la función de la gracia con la libertad humana, y esas nuevas teorías habían provocado, a su vez, nuevas discusiones entre los católicos, aparte de la oposición de los que se atenían a las teorías anteriores a la aparición del calvinismo. Hubo, por parte de algunos de esos católicos opuestos a las nuevas teorías, una manifiesta tendencia a poner término a la disputa mediante el argumento histórico de que las nuevas teorías eran contrarias al escritor clásico en estas cuestiones: San Agustín. Jansenio no es más que uno, aunque sea el principal, entre los muchos que han recurrido a los escritos de San Agustín para justificar su oposición a ulteriores avances, y que han excogitado esa justificación a costa de la falsa interpretación de muchos otros conceptos.

Pero estrechamente vinculada a esta herejía, que es simplemente la ya condenada teoría de Bayo, presentada de un modo más completo y con mayor erudición, está la práctica jansenista en el uso de los dos sacramentos de la penitencia y la eucaristía. Tampoco aquí se halla exento el movimiento, en sus orígenes, de un claro afán de anular unas prácticas que los jesuitas tanto habían hecho por introducir y fomentar.

En la época del concilio de Trento (y de la fundación de la Compañía de Jesús, pues ambas cosas son contemporáneas) no se conocía la frecuencia de estos dos sacramentos entre la generalidad de los fieles. El concilio propuso como ideal la recepción de la comunión por todos los presentes a la misa y enseñó explícitamente que el efecto del sacramento es purificar al hombre de los pecados veniales y fortalecerle contra el pecado mortal. La consecuencia inmediata de este decreto fue la aparición en todas partes de apóstoles del nuevo ideal de la frecuente comunión, entre los que destacaron San Carlos Borromeo y San Felipe Neri. También los obispos de Francia se aplicaron de un modo notable a introducir la reforma, y por doquier la nueva Compañía de Jesús fue singularmente leal a los decretos tridentinos. Estos decretos, podríamos decir, vinieron simplemente a sancionar con una autoridad superior lo que desde el principio había sido uno de los principales elementos de la espiritualidad de su fundador, San Ignacio.

La oposición a la nueva práctica de la frecuente comunión, que raramente significaba más que comunión mensual para los seglares y semanal para los religiosos, estaba en armonía no sólo con la doctrina jansenista, sino también con su postura antijesuítica, puesta de manifiesto en toda ocasión. La doctrina jansenista sobre este punto hay que leerla para creerla. "No sólo de pan vive el hombre", había dicho Nuestro Señor en respuesta a la tentación del demonio, y el jansenista hacía uso del texto para justificar su abstención de recibir la comunión. La comunión sólo debía recibirse cuando existía una cierta proporción entre el que la recibía y Aquél a quien se recibía. Era una recompensa para el que triunfaba en la virtud, y rechazar la recompensa era más meritorio que aceptarla. "Vuestra tristeza por no haber podido recibir la comunión durante vuestra enfermedad, escribían los de S. Cirano a una monja, es un vestigio de vuestro antiguo espíritu mundano, de esa devoción mundana que hacía de la confesión y comunión las cosas principales de la vida. También yo solía pensar así, y para mí solía ser muy duro no decir misa todos los días... Pronto comprenderéis que hacéis más por vos misma no recibiendo la comunión que recibiéndola."

En chanto al sacramento de la penitencia, los jansenistas enseñaban que, sin una perfecta contrición, no tenía ninguna utilidad, y planearon la restauración de lo que creían era la práctica de la Iglesia primitiva. No debía darse la absolución hasta haberse cumplido la penitencia impuesta, debiendo restablecerse la antigua disciplina de días, semanas y meses de castigos corporales.

Nada había de humanamente atractivo en esta lóbrega herejía; pero entre la especie humana son siempre bastantes los que, en materia religiosa, prefieren seguir los impulsos de sus sentimientos o su imaginación antes que hacer uso de su juicio crítico o seguir los dictados de la autoridad. Los jansenistas eran sombríos y de aspecto más austeros que el resto de la humanidad. Eran conscientes de que componían una selección, y su aislamiento del rumbo común de los hombres, la vida solitaria que exigían a sus adeptos, tenía también sus atractivos. En la práctica, en su reacción ante los mandatos del papa, estos ultracatólicos, pues por tal se tenían, mostráronse los casuistas más veleidosos del siglo. Jamás existió una herejía que poseyera una técnica más consumada para las artimañas de la reserva mental y la falacia.

La historia de esta herejía es una historia de infinitas condenaciones, de sumisiones, de subterfugios mediante los cuales el hereje, al ser condenado, se somete y luego desvirtúa su sumisión, se le condena de nuevo y vuelve a someterse; apela, se somete, y siempre con una nueva salvedad, con algún nuevo subterfugio que le permite evadirse para confirmar, siempre dentro de la Iglesia, su condenada teoría. Luego, como en tantos otros casos, interviene el soberano católico; en esta ocasión, no para proteger directamente la herejía, sino temeroso de que el éxito de Roma al condenarla pueda rebajar su prestigio como protector, y aun jefe en la práctica, del catolicismo francés.

Para limitar el relato a las actividades de Roma, diremos que el Santo Oficio condenó la "obra maestra" de Jansenio en 1641, y Urbano VIII confirmó la condenación en 1642. Los jansenistas alegaron primero que la bula era una falsedad, y después, aceptándola, explicaron que no condenaba ninguna teoría particular de las que el libro contenía. Al cabo de siete años de controversia, en el transcurso de los cuales la Santa Sede perdió a su más firme defensor en la cuestión, el cardenal Richelieu, se extrajeron de la obra cinco proposiciones, que resumían la esencia de la herejía, y se pidió a Roma que las condenara. Inocencio x (1644-1655), en respuesta a una petición contraria, nombró una comisión, y oído su informe, después de un estudio que duró dos años, condenó las cinco proposiciones como heréticas. Otra vez los jansenistas aceptaron la sentencia papal. Pero ahora explicaron que aun cuando las cinco proposiciones eran heréticas, no eran heréticas tal como aparecían en el libro de Jansenio, o no aparecían en el libro en el sentido en que habían sido condenadas. De ahí nuevas controversias, nuevos formularios y, finalmente, en 1664, la redacción de un formulario muy concreto ordenada por Alejandro VII (1655-1667). Cuatro obispos se opusieron firmemente, y el asunto derivaba rápidamente hacia una nueva especie de crisis cuando el papa murió (22 mayo 1667).

Entonces fue cuando la influencia real se hizo sentir. Los jansenistas habían adquirido también preponderancia en los círculos oficiales, y cuando el nuevo papa, Clemente ix (1667-1699), se propuso reanudar el asunto en el punto en que lo había dejado su predecesor, diecinueve obispos de Francia protestaron y declararon públicamente que cualquier medida categórica contra sus cuatro colegas sería "lesiva para los intereses y la seguridad del estado".

Esta postura motivó las negociaciones finalizadas con lo que se ha dado en llamar la Paz de Clemente IX. Los obispos jansenistas se avinieron a suscribir la fórmula, pero luego, en sus sínodos, ante el clero de sus respectivas diócesis, desvirtuaron oralmente su sumisión. Al papa le dijeron simplemente que se habían sometido. Pero empezaron a circular rumores, y cuando éstos llegaron a Roma, Clemente ordenó nuevas investigacionesy nombró una comisión de cardenales para tal fin. Desesperando, al parecer, de llegar nunca a la verdad de los hechos, la comisión recomendó que se aceptase como verdadero el informe oficial, esto es, que la sumisión de los obispos era sincera y sin doblez. En las bulas publicadas para sellar la reconciliación se hace constar así explícitamente, y se ensalza públicamente a los obispos por su auténtica, completa e ilimitada obediencia a las decisiones de Roma.

Siguió entonces un período de treinta años, durante los cuales la controversia jansenista quedó relegada a segundo término, oscurecida por nuevas dificultades y amenazas.

El galicanismo.

El primero de estos contratiempos, y el más duradero, fue una disputa entre el rey de Francia, Luis xiv (1643-1715), y la Santa Sede. La disputa se centró en torno a la serie de costumbres, privilegios y derechos de los soberanos franceses en materia eclesiástica, y que se agrupaban bajo el nombre colectivo de "Libertades de la Iglesia galicana". Lo que dió principio al malestar fue la pretensión de Luis XIV
de extender a todas las sedes de Francia el derecho, concedido por el concordato de 1516, a disfrutar de las rentas de ciertas sedes durante una vacante. Al ser presentada una reclamación a Roma en tal sentido, Inocencio xi (1676-1689) condenó la usurpación y amenazó con emplear contra Luis "los recursos que Dios ha puesto en nuestras manos". La réplica definitiva del rey fue
la suscripción por la asamblea del clero de Francia, en 1682, de una declaración en los siguientes términos: 1) ni los papas ni la Iglesia tienen poder alguno sobre los príncipes temporales como tales; éstos no pueden ser depuestos, ni sus súbditos relevados de sus juramentos de lealtad; 2) los decretos de Constanza sobre la superioridad del concilio general respecto del papa, seguían manteniendo aún toda su vigencia; 3) la primacía papal debía ejercerse con la debida consideración a las costumbres de las iglesias locales; 4) los decretos
papales, en cuestiones de fe, no son irreformables en
tanto la Iglesia toda no haya significado su conformidad con los mismos.

Éstos son los famosos cuatro artículos de 1682 que el rey dispuso se enseñasen en los seminarios y que debían ser aceptados por todos cuantos se graduasen en teología.

El papa anuló todas las disposiciones de la asamblea y se negó a colocar en las sedes vacantes a ninguno de los que habían suscrito los artículos. El rey, en cuyas manos estaba el nombramiento de los obispos, insistió precisamente en nombrar a los miembros de la asamblea condenada. Las cosas siguieron en este punto muerto hasta que hubo nada menos que treinta y seis sedes vacantes en Francia.

En 1687, una disputa en torno a los derechos de asilo de que gozaba la embajada de Francia en Roma produjo nuevos resquemores, y el papa se disponía a excomulgar al rey, a lo cual Luis hubiera sin duda replicado separándose del catolicismo.

No fue hasta 1693 cuando terminó la crisis. El rey retiró el edicto que imponía la enseñanza de los artículos en los seminarios, y el papa Inocencio XII (1691-1700) designó a los obispos que habían de cubrir las sedes vacantes.

Pero en los seminarios continuaba enseñándose los artículos, y la masa del clero de Francia se formó según los mismos, en una franca desconfianza hacia Roma, constituyendo así unos posibles partidarios del rey en cualquier disputa que pudiera surgir en lo sucesivo. Con los artículos no se había inventado en realidad nada nuevo, en cuanto hacía referencia al pensamiento católico en Francia, pero con ellos se había dado forma concreta y explícita a lo que hasta entonces no era sino una tendencia vaga, aunque no muy extendida. Esta doctrina explícita se enseñó en adelante generalmente al clero parroquial. Dominicos y jesuitas opusieron una fuerte resistencia. La lealtad de la Compañía a los principios romanos durante el siglo venidero había de ser, en realidad, una de las causas de que se la señalase para su destrucción.

Otra consecuencia de esta disputa, por el hecho de haber producido la formulación explícita de una doctrina antirromana y favorable al regalismo, fue la de popularizar el galicanismo en todos los países donde existiera un soberano absoluto que fuese católico, es decir, en todos los ámbitos de la católica Europa.

El quietismo.

Mientras la disputa entre Luis xiv e Inocencio XI se hallaba en su apogeo, hizo su aparición la nueva herejía llamada quietismo.

El iniciador de este movimiento fue un sacerdote español, Miguel de Molinos, que residió durante muchos años en Roma, donde dirigía a todo un ejército de almas piadosas, hasta que, en mayo de 1685, fue arrestado por la Inquisición. Su doctrina y su práctica en la vida espiritual, la oración y la conducta moral, consistía en que el hombre debía reducir a la nada todas sus potencias. Pues el deseo de mostrarse activo en la vida espiritual de uno mismo es ofensivo a Dios. El hombre no debía ocuparse en pensamientos acerca del premio o del castigo, de la muerte o la eternidad, de sus pecados o de sus virtudes. Laa tentaciones deben ignorarse, ni siquiera deben resistirse, pues ello implica una actividad. En vez de esto, hay que cultivar un hábito y un estado de pasiva resignación. Cuando el demonio invade violentamente al hombre, y esto es inevitable, hay que padecer la invasión y las acciones pecaminosas que de la misma resulten, con resignación, por ser ésta la voluntad de Dios para ella en ese momento. Tampoco debe el hombre confesar lo que hace en tales ocasiones, pues este "proceso interno" no es cosa sujeta a confesión, y no es confesándolo como quedará superado el deseo. En resumen, que Dios hace a veces imposible la confesión para el alma perfecta.

El cultivo de esas ideas y su aplicación habían arrastrado a Molinos y a sus adeptos a una sorprendente vida, compuesta de práctica religiosa e impurezas sexuales. Más de doscientas personas en Roma, clérigos, monjas y seglares, a quienes Molinos había dirigido, estaban enrolados en el nuevo sistema. Más de doce mil cartas de sus "clientes" fueron descubiertas, y hasta al cabo de otros veinte años no llegó la Inquisición al término del asunto. El propio Molinos, después de un largo proceso, fue condenado, el 3 de septiembre de 1687, a la pena de reclusión perpetua, habiendo confesado no sólo sus propias aberraciones, sino el haber enseñado que esos actos impuros y carnales son lícitos para los que oran, pues es sólo el hombre bajo, sensual, el que está afectado por ellos.

Este deplorable asunto tuvo sus repercusiones en Francia, a través de una cierta madame Guyon, una penitente de un discípulo barnabita de Molinos. Añadamos inmediatamente que nunca se probó que esta dama estuviese complicada en el aspecto inmoral del movimiento quietista. Desarrolló unas teorías sobre la oración y la vida contemplativa que estaban estrechamente relacionadas con las de Molinos, y por su influencia personal, pues era una mujer sumamente atractiva y sencilla, y totalmente entregada a sus prácticas espirituales, y a través de sus escritos difundió copiosamente, en el mismo centro de las clases dirigentes del país, el sistema llamado semiquietismo. Los obispos se alarmaron, y dondequiera que ella fuese empezaron a suplicarle que abandonase sus diócesis. Después, en 1686, fue arrestada y estuvo algún tiempo recluida. Una vez puesta en libertad conoció al gran hombre por cuya amistad pudo desarrollar hasta el máximo su labor, a la que debe sobre todo el ser conocida. Nos referirnos a Francisco de la Mothe Fénelon, que pronto sería tutor del heredero del trono y arzobispo de Cambrai.

En los ocho años que siguieron (1686-1694), la influencia de madame Guyon como fuerza espiritual alcanzó su cenit. Luego, en 1694. los obispos se movieron de nuevo. Sus teorías fueron condenadas, viéndose forzado el mismo Fénelon a suscribir la condena. Esto fue el fin del movimiento.

Pero el aspecto más pernicioso de toda la cuestión fue el carácter sospechoso que confirió a la vida contemplativa en general. El jansenismo había ya causado mucho daño a la práctica de la oración, y ahora la reacción contra todas las formas del quietismo aumentó el mal. Llegado el momento en que, más que nunca, el catolicismo de la provincia clave de la Iglesia necesitaba de la fuerza que sólo la vida contemplativa puede dar, resultó trágicamente que esta vida de contemplación se contrajo a las proporciones más reducidas, y la religión, aun para muchas almas santas, adquirió demasiado a menudo la apariencia de no ser sino un esfuerzo, asistido de la protección divina, para el logro de la perfección moral.

Fue en 1696 cuando la condenación de madame Guyon puso fin a la propagación efectiva de sus teorías perturbadoras. Cinco años después resurgió el movimiento jansenista como activo elemento perturbador de la vida católica.

En los treinta años que siguieron a la paz de Clemente IX, el jansenismo llegó a desaparecer prácticamente por completo. Ya no era, en toda su plenitud, el credo del partido jansenista. El partido, desde luego, continuó existiendo y afirmando que la Iglesia no era infalible en su declaración de que Jansenio enseñaba, en su Arrgustinus, la doctrina que la propia Iglesia había condenado. Continuó, además, fiel a su primitivo rigorismo en el uso de los sacramentos y en sus arcaicos gustos espirituales. Y estas estériles teorías y normas de vida continuaban influyendo, fuera del partido propiamente dicho, en los católicos cuya fe era completamente ortodoxa, pero que estaban temperamentalmente inclinados a lo que pudiéramos llamar, vulgarmente, un concepto puritano de la vida. Así, existía permanentemente una penumbra de católicos "jansenizados", que incluía obispos, sacerdotes, religiosos y seglares.

Hacia 1701 toda la cuestión se aireó de nuevo, a propósito de unas discusiones sobre la licitud para un católico de atenerse al punto de vista jansenista, de que podía acogerse con "un respetuoso silencio" la censura papal que suponía haber enseñado Jansenio el jansenismo. Esta nueva discusión indujo a Luis XIV, cuyo largo reinado de setenta y dos años duraba todavía, a pedir una decisión a Roma; y en 1705 Clemente XI (1700-1721) declaró que un "respetuoso silencio" no bastaba. La doctrina papal debía aceptarse como cosa cierta.

Este decreto no puso término al resurgimiento jansenista, pues las recientes discusiones habían dado nueva publicidad a un libro escrito por un ex oratoriano, Pasquier Quesnel (1634-1719), que ya había sido motivo de inquietudes. Tratábase de una reimpresión del Nuevo Testamento, con reflexiones morales para cada versículo. En esta labor devota, Quesnel, que estaba saturado de teorías jansenistas, procuró introducir la misma esencia de la doctrina condenada, ocultándola bajo la capa de una orientación piadosa.

Cuando apareció el libro en 1684, fue aprobado por de Noailles, obispo de Quesnel, entonces obispo de Chartres y ahora (1708) arzobispo de París y cardenal. La condena del libro por Clemente XI fue algo superior a lo que podía soportar su orgullo. No se opuso al papa abiertamente, pero pidió "explicaciones", y así empezaron otros treinta años de lucha en torno a la vieja cuestión, de condenaciones — la más famosa de ellas, la bula Unigenitus en 1713 —, de sumisiones, explicaciones, subterfugios, recursos, y una serie de disputas acerca de hasta qué punto los que apoyaban la convocación de un concilio general (hecha por el cardenal en 1717) y a los que Clemente XI había excomulgado en 1718, podían recibir los últimos sacramentos, y hasta qué punto podía castigarse a los sacerdotes que se negasen a administrárselos. El conflicto, en este último estado, fue ávidamente recogido por las asambleas legislativas denominadas parlamentos, el más famoso de los cuales fue el parlamento de París, donde los juristas regalistas vieron en la controversia una oportunidad para oponerse a una presunta intrusión papal en la disciplina interna del catolicismo francés.

Con el acto de sumisión del cardenal de Noailles en 1728, unos meses antes de su muerte, desaparece el jansenismo como secta organizada. Con todo, sobrevivió en muchos individuos, y como espíritu en las clases dirigentes y en los parlamentos, a los que inspiró y alentó en la larga lucha, que entonces dio comienzo, para conseguir la supresión de la Compañía de Jesús.

El principio fundamental de los reformadores del siglo XVI es el derecho de enjuiciamiento personal. Se negaban a reconocer la existencia de algo así como una autoridad docente impersonal en materia religiosa. Con la Biblia a su disposición, el hombre podía llegar con toda certeza y seguridad al conocimiento de la verdad divina. No obstante, ya en los primeros meses del movimiento surgieron divergencias entre los lectores de la Biblia, en cuanto al significado de lo que leían. Al correr de los siglos estas divergencias aumentaron y se multiplicaron las sectas. Tal evolución era inevitable, y como sólo existía una solución para las dificultades del texto sagrado y los residuos de la doctrina tradicional, a saber, la honrada opinión de cada individuo, no pasó mucho tiempo sin que empezara a desarrollarse el escepticismo respecto de las verdades que, según se afirmaba, debía enseñar la Biblia; escepticismo incluso respecto de verdades tan fundamentales como la propia existencia de Dios.

Siempre había existido en Europa, incluso en la Edad Media, un foco latente de ateísmo estrechamente relacionado con el culto a las ciencias naturales y vinculado a la práctica de una vida inmoral. En el Renacimiento semipagano del siglo xv y principios del xvi halló su hora y oportunidad, y el derrumbamiento de la creencia en la autoridad religiosa en toda Europa, producido por la revolución luterano-calvinista, dio lugar a que se desarrollase libremente, ya apenas sin tropezar con otro obstáculo que el convencionalismo.

Los deístas.

Los dos países en que primero se desarrolló el ateísmo realmente, como una especie de proyección filosófica en la vida, fueron Holanda e Inglaterra. La religión, la única clase de religión que Europa había conocido durante mil doscientos años, es decir, un conjunto de doctrinas y prácticas que se consideraban reveladas por Dios al hombre, fue totalmente rechazada por esos nuevos pensadores. La única religión que reconocían como razonable era la religión natural, una religión sin más dogma que lo que la razón, sin ayuda, pueda descubrir y cuyo único fin era la práctica de la virtud natural. Éste es el sistema llamado deísmo, y sus primeros inventores fueron ingleses del siglo xvii. En los últimos años de este siglo y primeros del xviii, los deístas empezaron a combatir la religión revelada tal como se manifestaba en las diversas sectas y, una vez que el movimiento hubo atravesado el Canal, empezó una guerra de exterminio contra la Iglesia católica. Su mayor adquisición fue la conquista de los principales escritores, científicos, filósofos y publicistas de la época, entre ellos uno de los más grandes propagandistas que hayan existido jamás: el brillante, cínico, desaprensivo e inmoral Voltaire.

En esta Francia en que el catolicismo yacía desvalido abrumado por la controversia jansenista, desconectado de Roma por su galicanismo, encadenado por su larga identificación con el estado, agobiado por una jerarquía con harta frecuencia incompetente y no pocas veces aseglarada; una Francia cuyas clases dirigentes se entregaban cada vez más a la inmoralidad, el escarnio de Voltaire, en una sola generación, llevó a la Iglesia al banquillo de los acusados. Se emplazó al catolicismo a que explicara qué derecho tenía a la vida. Odiado, escarnecido, se convirtió, a partir de entonces, para la más brillante intelectualidad de Francia y, en consecuencia, para la intelectualidad del mundo entero, en una infamia que no se podía tolerar.

Los deístas y ateos franceses se valieron de todas las armas literarias a su alcance para asegurarse el asentimiento de miles de inteligencias, a las que nunca tendría acceso una labor seria de teología o apologética. El jansenista había sido un adversario grave y serio, y se le pudo combatir, intelectualmente, sin gran dificultad. Pero a la mofa de estos nuevos enemigos, los precursores de los modernos ataques a la fe y a la moral tradicionales, no era posible hacerles frente con las armas del saber. Eran los primeros en reírse, y la plebe que coreaba su risa estaba ya fuera del alcance de la dialéctica. Para la hora en que la plebe se detuviera a reflexionar, el movimiento preparó un gran compendio del saber, la primera Enciclopedia, en la que la civilización del siglo xviii encontró una especie de educador popular universal con que iniciarse en el conocimiento de todas las ciencias y escrita de tal modo que, en todo momento, la totalidad del saber humano sirviera para manifestarse en contra de la religión, y especialmente en contra de la Iglesia católica.

La Iglesia no se encontraba preparada para luchar contra esos filósofos, los enciclopedistas, contra esos poetas, dramaturgos y reformadores sociales, que practicaban y recomendaban todo hábito licencioso (Voltaire, Diderot, D'Alembert, Rousseau, etc.), y que en una época en la que ser civilizado equivalía a ser francés, y cuando en toda Europa el pensamiento francés y las costumbres francesas se copiaban ávida y entusiastamente, eran escritores que marcaban la pauta al mundo entero como no se había dado el caso desde los tiempos de Erasmo. Sus mejores defensores eran los jesuitas, provistos como estaban, no sólo de una perfecta formación teológica y una sólida base espiritual, sino también de una habilidad práctica en el uso del lenguaje que los convirtió en maestros de un moderno estilo clásico. Desde 1750, aproximadamente, la ofensiva contra el catolicismo se convierte en ofensiva contra los jesuitas, para la que encuentran los deístas poderosos aliados entre los mismos católicos.

Guerra contra los jesuitas

En el año 1770 sumaban 23.000 los miembros de la Compañía de Jesús, entre sacerdotes, escolares, legos y novicios, y además de sus casas europeas administraban doscientos setenta y tres puestos en misiones extranjeras. Fue en Portugal donde la ofensiva obtuvo su primera victoria. El rey, José I, hombre de facultades corrompidas por largos años de vida licenciosa, era el muñeco de su ministro el Marqués de Pombal, un aventurero que, con el manejo de las finanzas y la creación de innumerables monopolios, especialmente en el tráfico vinícola, había acumulado una enorme fortuna. Los pormenores de su prolongada malversación, el naufragio de la organización militar, de las escuelas y las universidades, debido a su actuación; su salvaje represión de todo juicio crítico, son hoy día lugares comunes de la historia. En los jesuitas veía al único poder que, mediante una posible renovación de su influencia ante la familia real, podía derribarle con la misma facilidad con que se había encumbrado. Al ser atacados por un jesuita los monopolios, resolvió lanzarse.

Su método consistió en presentar una denuncia al papa, Benedicto xiv (1740-1758), acusando a la Compañía de participar en empresas comerciales por el hecho de que los jesuitas vendían el producto de las grandes reducciones que habían creado en el Paraguay. El papa consintió en que se abriera una investigación. De ésta se encargó el cardenal-patriarca de Lisboa, Saldanha. Antes de quince días, sin haberse escuchado la explicación o defensa de un solo jesuita, se encontró con que la Compañía había sido declarada culpable.

El anciano pontífice murió justamente al día siguiente de haber sido informados los jesuitas por la comisión. fue a su sucesor, Clemente XIII (1758-1769), a quien apelaron los religiosos contra el procedimiento seguido. Pombal, temiendo que una política más enérgica por parte de Roma pudiera empujar al rey a solidarizarse con la Compañía, recurrió a la falsificación y presentó al rey una decisión de Roma confirmando la condenación de Saldanha. El papa descubrió la trampa, y la falsificación fue quemada en Roma por el ejecutor oficial. Pombal, según todo hacía prever, tendría que ser ahora destituido. Pero en estas circunstancias tuvo lugar un atentado contra el rey cuando regresaba de una cita con la mujer de uno de sus nobles, dirigido por el marido agraviado. Falló el tiro, pero el asunto sirvió de excusa para anunciar que existía un vasto complot; practicáronse centenares de detenciones y, naturalmente, se consideró a los jesuitas complicados en el asunto. El 12 de enero de 1759, todos los jesuitas de Portugal fueron detenidos, y la mayoría de, ellos embarcados para los estados pontificios y abandonados en la costa, provistos únicamente de sus sotanas y breviarios. Sus casas, sus colegios y sus tierras fueron confiscados, y cuando el nuncio protestó, también él fue expulsado retirándose a la vez al embajador portugués en Roma.

Luego les llegó el turno a las provincias francesas de la Compañía. "Cuando hayamos destruido a los jesuitas, escribía Voltaire, en 1761, a un correligionario, fácilmente podremos acabar con la Infamia" (es decir, la Iglesia católica). En Francia, a partir de 1750, se había unido a los jansenistas, galicanos y filósofos, todos ellos rabiosamente hostiles a los jesuitas, una nueva fuerza, a saber, la concubina del rey, Madame de Pompadour, que nunca perdonó a la Compañía la negativa de sus miembros que desempeñaban el cargo de confesores de Luis xv (1715-1774), a sancionar sus relaciones adúlteras con el monarca. Llegado el momento crítico, todo dependería del rey, y su compañera, en ese momento, podría vengarse.

El motivo para la supresión en Francia fue el descalabro financiero de la misión jesuita de la Martinica, debido a la captura de sus cargamentos por barcos ingleses, en las primeras semanas de la guerra de los siete años (1756). El déficit ascendió a un millón de libras esterlinas, y el principal acreedor reclamó su dinero al jesuita que desempeñaba el cargo de procurador general para las Misiones.

Éste declinó toda responsabilidad, alegando, lo que al parecer era verdad, que el administrador de la misión de la Martinica, P. Lavalette, había efectuado sus transacciones sin la debida autorización y además que cada casa de la Compañía era la única responsable de sus deudas.

El acreedor demandó entonces a la Compañía, y los tribunales la declararon responsable y ordenaron que debía pagar. Los jesuitas apelaron al tribunal supremo, el parlamento de París, donde, por una centuria larga, se había sentado el más influyente de sus muchos enemigos. Otra vez se falló contra ellos, y no sólo se les condenó a pagar, sino que el alto tribunal aprovechó la oportunidad para hacer una investigación oficial sobre la Compañía, ordenando la presentación de sus estatutos al propio tribunal. A lo largo de los años 1761 y 1762,incitadas, provocadas o estimuladas por este ataque del parlamento de París, todas las acusaciones formuladas en cualquier época contra la Compañía, o contra sus miembros, se renovaron violentamente por medio de folletos y hojas volantes, al tiempo que su inclusión en los documentos oficiales del proceso les confería ante el pueblo ignorante cierto carácter de autenticidad. El 6 de abril de 1762 se tomó la decisión de que la Compañía. por ser poco menos que una asociación de delincuentes, responsables de todos los cismas y herejías que habían existido, blasfemos e impíos en sus doctrinas, debía suprimirse.

Durante otros dos años se prolongó la batalla, primero en los parlamentos de las diversas provincias de Francia y después en la conciencia del rey, cuya firma era necesaria para dar fuerza legal a los edictos. Al cabo de un largo asedio, Luis xv capituló y, en noviembre de 1764, firmó el decreto que negaba la existencia legal a la orden y ponía a sus miembros bajo la jurisdicción de los obispos locales.

Hasta qué punto procedió el rey al tomar esta resolución en contra de lo que todavía quedaba de mejor en él, lo declaran sus propias palabras a su ministro, Choiseul: "No siento personalmente ningún afecto especial por los jesuitas, pero todos los herejes los detestaron siempre. No digo más sobre este punto. Si, por la paz de mi reino, los expulso, contra mis inclinaciones, no quiero que se crea, ni por un momento, que estoy de acuerdo con todo lo que los parlamentos han dicho y hecho contra ellos... No digo más, o tendría que decir demasiado".

La supresión se llevó a efecto a despecho de las protestas de los obispos de Francia y su clero y, finalmente, del mismo papa. Clemente XIII los protegió enérgicamente, protestando contra los edictos del parlamento de París ; y cuando llegó el último acto y Luis xv firmó el decreto, publicó, en la bula Apostolicum (9 enero 1765), la más elocuente defensa de la Compañía de Jesús, una especie de reconocimiento formal de todo cuanto había hecho por la Iglesia, y una nueva aprobación de los principios de la institución y de sus muchas obras buenas.

"Me felicitas por lo de Rusia: felicítame también por lo de España", escribía Voltaire en 1768 a un librepensador protestante amigo suyo, el ministro calvinista Vernes. Hablaba a continuación de su otro amigo, el conde de Aranda, primer ministro de España, que "en un solo año ha llevado a los españoles más lejos de lo que han adelantado los franceses en veinte años". La hazaña de Aranda fue la supresión de la Compañía de Jesús en España, la nación entre todos los países católicos en que la Compañía se hallaba más floreciente, y esto en pleno reinado de un soberano, Carlos III (1759-1788), que era universalmente considerado como un modelo de vida católica. "Tu quoque, fili mi", le escribió el angustiado papa.

La supresión en España fue la más misteriosa de todas, y nunca ha llegado a ponerse en claro cómo fue que el rey se prestó a ello. En marzo de 1766 se produjeron graves disturbios en Madrid, así como en otras ciudades importantes. Se alegó que los verdaderos autores de este movimiento político, cuyo objeto era en realidad protestar contra la excesiva influencia de los napolitanos introducidos por el rey desde 1759, eran los jesuitas, y en octubre se abrió una investigación. Todo el asunto fue llevado con inusitada reserva. Los nombres de los testigos, la naturaleza de las pruebas, nunca fueron revelados. Tampoco se oyó a los acusados en su defensa. Y todos los documentos de la investigación fueron destruidos, una vez que el rey los hubo estudiado. En febrero de 1767 se tomó la decisión, y se dispuso que se anunciara sin dar explicaciones de ninguna clase. Se expidieron órdenes selladas, que se abrirían en la noche del 2 de abril de 1767. En la mañana del día 3, de acuerdo con estas instrucciones, todos los jesuitas que se hallaban en los dominios del imperio español fueron detenidos, enviados a los puertos previamente designados, embarcados y conducidos a los estados pontificios. El monarca español anunció simplemente que graves razones de estado, que para siempre guardaría encerradas en su real pecho, requerían y justificaban este modo de proceder.

En noviembre, su hijo, el rey de Nápoles, y en enero del siguiente año (1768), su sobrino, el duque de Parma, siguieron su ejemplo.

Ahora ya sólo faltaba forzar al papa a la supresión universal de la Compañía. Quedaban todavía diez mil jesuitas en los dominios austríacos, en Alemania y en el reino italiano del norte de Cerdeña, pues estos soberanos no habían sido hostiles a la Compañía. La nueva campaña contra el papa empezó inmediatamente, dirigida por Carlos III de España. El papa se mantuvo firme frente a toda suerte de insinuaciones; frente a la amenaza (1768) de que los poderes borbónicos le destronarían y se repartirían sus estados, y frente a la toma efectiva de Aviñón, Benevento y Ponte Corvo.

En enero de 1769, las tres potencias, Francia, España y Nápoles formularon una petición oficial conjunta para la supresión de la Compañía. Clemente XIII la rechazó total y rotundamente. Fue su último acto. El largo esfuerzo de sus once años de lucha con este decadente catolicismo borbónico acabó, al fin, con su resistencia, y mientras las tres potencias planeaban un bloqueo de Roma y una insurrección que obligaría al papa a huir, éste falleció el 2 de febrero de 1769.

No disponemos aquí de espacio para referir las intrigas que llenaron las largas semanas del conclave subsiguiente (15 febrero-18 mayo). Su resultado fue la elección del franciscano conventual Lorenzo Ganganelli, que tomó el nombre de Clemente xiv. ¿Acaso, en prenda de su elección, había prometido la supresión de la Compañía ? Así se ha afirmado por serios y competentes historiadores, aunque parece no ser verdad. Lo cierto es que, ya a partir de la primera semana de su pontificado, comenzó la ofensiva contra la inocente Compañía. María Teresa, emperatriz de Austria, cesó de apoyar a los jesuitas. El rey de Cerdeña, también buen amigo de ellos, falleció y gradualmente el papa fue cediendo. Los Borbones redactaron el decreto y, el 21 de julio de 1773, Clemente xiv lo firmó. Fue el breve Dominus ac Redemptor. No juzgaba a la Compañía ni pronunciaba sentencia contra ella. El decreto refería simplemente cómo desde siempre los jesuitas habían sido un blanco de contradicción, y exponía muchos de los cargos que se les imputaban. Por la causa de la paz, que no podría mantenerse mientras ellos existieran, el papa suprimió la Orden.

Con los repartos de Polonia, iniciados casi en ese mismo año (1772), la supresión de los jesuitas es el gran crimen que introduce la nueva era del liberalismo. Las intrigas, los embustes, la blasfemia, el libertinaje y la tiranía que lo originan, caracterizaron al movimiento liberal contra la religión a lo largo de la siguiente centuria, hasta el logro de su triunfo más espectacular: la supresión del poder temporal de los papas y la destrucción de sus estados (187o).

Febronio y José II

La crónica de esos quince años (1758-1773) es una aterradora demostración de lo poco de catolicismo que había sobrevivido realmente en esas monarquías católicas absolutistas que el concilio de Trento había aspirado a reformar y recordarles su deber, pero no se había atrevido. Apenas transcurridos dos siglos, habían obligado a doblar la rodilla al propio papado. Otros triunfos se registraron, no tan brutalmente violentos, pero igualmente significativos, en los estados no borbónicos. Hay que reservar un espacio para hacer mención del movimiento germánico denominado febronianismo y sus repercusiones italianas en el sínodo de Pistoya (1786), y para una descripción sumaria de las reformas del emperador José II (1765-1790).

Febronio era el seudónimo de Juan Nicolás de Hontheim, obispo auxiliar del príncipe obispo de Tréveris. Era un canonista, discípulo del más famoso tal vez de todos los canonistas galicanos, el profesor de Lovaina, Van Espen. En 1763, como contribución al movimiento para reconciliar a protestantes y católicos, publicó una obra titulada La constitución de la Iglesia y la autoridad legal del Romano Pontífice. Aquí, todas las teorías relacionadas con el concilio de Constanza, y refrendadas en los artículos galicanos de 1682, se enunciaron de nuevo, y de un modo más radical aún. La jurisdicción, se declaraba, pertenecía a la Iglesia como un todo y el papa estaba supeditado a la Iglesia. La primacía no iba necesariamente unida a la sede de Roma, y la Iglesia podía, en caso de necesidad, hacer papa a cualquier otro obispo. La primacía papal es en realidad una gestión administrativa, más que una fuente de potestad. De este análisis teórico, Febronio pasó a los hechos, y explicó la contradicción de éstos respecto de su teoría afirmando que durante el último milenio los papas habían usurpado gradualmente muchos de los poderes que propiamente correspondían a los obispos. El papa, declaró también explícitamente, no es infalible. El verdadero primado de la Iglesia es el concilio general, sin el cual el papa no puede promulgar decretos sobre la fe, ni decretos que afecten a la disciplina de la Iglesia universal. Tampoco puede el papa legalmente admitir apelaciones de toda la Iglesia.

La conclusión práctica del libro es que la usurpación debe terminar y debe restablecerse la disciplina primitiva. Para conseguirlo, se invita a los soberanos católicos a rechazar los decretos del papa, y a los obispos a reclamar la ayuda del gobernante civil para que les proteja contra el papa.

El libro fue condenado por Roma al año de su publicación (27 febrero 1764); pero aunque en Alemania se hallaron diez obispos dispuestos a obedecer al papa y suprimir la obra, el año siguiente (1765) vio dos nuevas ediciones y rápidamente fue traducida al alemán, francés, italiano, español y portugués. Entre 1770 y 1774, Febronio publicó tres volúmenes complementarios defendiendo su tesis contra la condenación, y en 1777 publicó un compendio manual de la misma obra. Hacia el año 1780 las nuevas ideas estaban bien difundidas por toda la parte de Europa que todavía se llamaba católica.

Pío VI (1775-1799), el sucesor de Clemente xiv, no contento con la condena del libro, conminó a su autor a retractarse de lo que había escrito, y en 1778 Febronio hizo un simulacro de retractación. Pero el mal ya estaba hecho y el libro resultó un instrumento sumamente útil en manos de los canonistas austríacos, dedicados ahora a esclavizar al catolicismo sometiéndolo al estado en los dominios de José II.

El libro proporcionó también una base para una demostración antipapal por parte de los príncipes obispos alemanes. Los electores de Colonia, Maguncia y Tréveris se reunieron en Coblenza en 1769 y públicamente se proclamaron agraviados por las "usurpaciones" de la curia romana en la jurisdicción que a ellos les pertenecía.

A los once años de esta protesta, al pasar el dominio íntegro del imperio a manos de José II, pareció que iba a traducirse en hechos la totalidad del programa febroniano. El nuevo emperador era un liberal, simpatizante con todas las ideas características del siglo xviii, determinado a reformar totalmente su administración, a abolir antiguos servilismos y a construir un estado moderno de ciudadanos ilustrados y libres. La compleja variedad de costumbres, leyes y jurisdicciones sería sustituida por la uniformidad de una eficiente máquina gubernamental, fuertemente centralizada. Los principales agentes de esta política eran el canciller, Von Kaunitz, amigo de Voltaire, y Van Sweten, el ministro de educación (si se nos permite esta denominación anticipada), que era jansenista.

Para José II la Iglesia era primordialmente un departamento de estado cuya misión era fomentar el orden moral. En la vida de la Iglesia el emperador sería la autoridad suprema, y ahora, en sucesivos edictos, se prohibió a los obispos recibir o tomar nota de los decretos pontificios sin el consentimiento del emperador; se les prohibió comunicarse con Roma, e incluso pedir facultades a Roma, lo mismo que publicar cartas pastorales mientras no las aprobase el censor imperial. Los monasterios y conventos inútiles (es decir, los de las órdenes contemplativas) fueron suprimidos. Sumaban éstos 318, entre un total de 915. Las órdenes terceras y congregaciones fueron suprimidas también, y toda la riqueza de la Iglesia se fundió en un solo fondo central, que el estado se encargaría de administrar en provecho de la religión. Las parroquias fueron reorganizadas a base de una iglesia por cada setecientas personas, y se estableció como norma que nadie tenía necesidad de vivir a más de una hora de cualquier iglesia, y que en ese radio no se necesitaba más que una sola iglesia. Las promociones de clérigos se admitirían mediante exámenes ante el estado; y en lugar de los diversos seminarios diocesanos y de las casas de estudio de las órdenes religiosas, el emperador fundó doce nuevos seminarios del estado, y en ellos únicamente recibiría instrucción el clero, regular y secular. Los directores y el cuerpo docente de estos seminarios fueron cuidadosamente seleccionados entre los elementos liberales que integraban el clero, no pocos de ellos francmasones, y con ello se introdujo una corriente de ideología liberal en la vida eclesiástica de Austria que seguiría constituyendo una fuerza hasta muy entrado el siglo xix. "Mi hermano el sacristán", como el rey librepensador de Prusia motejaba al emperador, fue todavía más lejos en los detalles. El número de cirios que debían encenderse en el altar para la misa, las oraciones que debían recitarse, los himnos que debían cantarse..., todo se fijó minuciosamente por decreto imperial. Sólo se celebraría una misa diaria en cada iglesia, y debía celebrarse en el altar mayor : todos los demás altares había que quitarlos. Se permitieron las misas para los funerales, mas no para los aniversarios. El breviario fue sometido a escrupulosa censura, y las fiestas, tales como la de San Gregorio, fueron prohibidas. Los sermones sobre la doctrina cristiana no se permitieron; se prohibió la letanía lauretana y el rosario. La custodia no debía emplearse para exponer el Santísimo.

Pío vi, alarmado por el futuro del catolicismo en Austria, cuyo soberano estaba pensando seriamente en una ruptura formal con Roma y en el establecimiento de una iglesia nacional, dio el paso inusitado de visitar personalmente al emperador para defender la causa de la unidad religiosa. Llegó a Viena en marzo de 1782, y la discusión se prolongó durante un mes. El emperador no quiso revocar lo que ya había decretado, pero hizo al papa la promesa de no injerirse en cuestiones dogmáticas y de no hacer nada que pusiera en duda la primacía de la sede romana.

En España, Cerdeña, Venecia y especialmente en Nápoles, empezaron a copiarse las reformas de José II. El rey de Nápoles rechazó explícitamente la soberanía papal, que databa de siete siglos, y, reivindicando el derecho de abastecer las sedes vacantes independientemente de la aprobación pontificia, dio lugar a que hacia 1790 se hallasen sin obispo más de la mitad de las diócesis del reino.

En Alemania, en 1786, los príncipes obispos se reunieron una vez más, en Ems, para protestar contra las "usurpaciones" romanas. Uno de ellos, el elector arzobispo de Colonia, era hermano de José II, y el manifiesto es prácticamente una exigencia de que la Iglesia en Alemania sea reconocida como independiente de Roma, y una aseveración de que, en la práctica, los obispos no tienen a nadie por encima en la tierra. El motivo de esta rebelión fue el establecimiento de una nunciatura en la corte bávara. Esos príncipes eclesiásticos solían ignorar las obligaciones de su estado, y eran los nuncios pontificios los que tenían que administrar los sacramentos de la confirmación y el orden en sus diócesis. El establecimiento de otra nunciatura, y la llegada a sus territorios de otro prelado de Roma con fines episcopales, fue un agravio para esos nobles mitrados.

Justamente un mes después de la declaración de Ems manifestóse la misma intolerancia respecto de lo sobrenatural, mucho más cerca de Roma, en el sínodo convocado por el obispo de Pistoya, en Toscana. Aquí el soberano, el gran duque Leopoldo, era también hermano de José II ; y el sínodo tenía por finalidad emprender en Toscana un movimiento de "reforma" similar al que prosperaba en Italia y Austria. Los obispos de Toscana, no obstante, negáronse a apoyar a su colega de Pistoya, y, excepto lo que significó como demostración antipapal y como nuevo testimonio de lo exigua que era la fe de los príncipes católicos, el sínodo no tuvo mayor importancia.

No es difícil comprender al historiador francés que ha dejado escrito: "Dios salvó entonces a la Iglesia enviándonos la Revolución francesa para destruir el absolutismo real". Efectivamente, hacia 1790, fuera de los estados de la Iglesia y de los nuevos Estados Unidos de América, no había un solo país en el mundo en que la religión católica gozara de libertad para vivir plenamente su propia vida, y ni un solo país católico en que se le ofreciera otra perspectiva que la de una progresiva esclavitud y un gradual debilitamiento.

Pero, antes de considerar los efectos de la revolución, hemos de decir algo sobre el anverso del sombrío cuadro que presenta el catolicismo en esos ciento cuarenta años (1648-1789), sobre la continua intervención sobrenatural que mantuvo viva la fe, la cual se manifiesta del modo más sorprendente en las vidas de los grandes santos y en el progreso de la devoción. Tres santos especialmente merecen un comentario: Santa Margarita María Alacoque (1647-1690), San Pablo de la Cruz (1694-1775) y San Alfonso M. de Ligorio (1696-1787).

Apariciones del Sagrado Corazón;
los pasionistas y los redentoristas.

Santa Margarita María era una religiosa de la orden de la Visitación, fundada por San Francisco de Sales, y pertenecía a la comunidad de Paray-le-Monial, en Borgoña. En este convento se apareció Nuestro Señor varias veces a la santa entre los años 1673 y 1675, dándole instrucciones para que fuese heraldo de una nueva devoción que recordase a la Iglesia el amor de Dios a los hombres y la realidad de su justicia. La devoción había de centrarse en torno a la contemplación del Sagrado Corazón de Jesús, y la santa recibió el expreso mandato de proclamar al mundo el apasionado amor de este Sagrado Corazón por los hombres. En una de estas apariciones, Nuestro Señor se la mostró con sus cinco heridas irradiando luz cual cinco soles y el corazón descubierto en su pecho y en llamas, como centro y fuente de toda luz. La santa recibió el encargo de establecer la práctica de honrar especialmente al Sagrado Corazón de Jesús el primer viernes de cada mes y de dedicar ella misma la última hora de cada jueves a una vigilia u oración "en parte para aplacar la cólera divina implorando misericordia para los pecadores, en parte para mitigar en cierto modo la amargura que Yo sentí al verme abandonado por mis apóstoles". Las palabras de Nuestro Señor al aparecerse durante la octava del Corpus Christi de 1675, resumen toda la significación y el espíritu de lo que la nueva devoción quería promover: "Contemplad este corazón que tanto ha amado a los hombres, que nunca evitó agotarse y consumirse para probar su amor. Y en correspondencia, de la mayor parte de la humanidad sólo recibo ingratitud, desdén, irreverencia, sacrilegio e indiferencia en el sacramento que es el mismo amor. Lo que más me aflige es precisamente que sean aquellos cuyos corazones se consagran a Mí los que me traten de ese modo. Por esto te encargo que el primer viernes siguiente a la octava del Corpus Christi sea dedicado a una fiesta especial en honor de mi corazón, en honrosa reparación por los insultos que ha recibido cuando ha estado expuesto en el altar. Y Yo te prometo que mi corazón se ensanchará para derramar con mayor abundancia el influjo de su santo amor sobre aquellos que le rindan este tributo y que trabajen para que este tributo le sea rendido."

La nueva devoción progresó muy lentamente. La propia comunidad de Paray estuvo dudando largo tiempo. Gradualmente fue conquistando los conventos de la orden, y en dos virtuosos jesuitas, el venerable Claudio de la Colombiére y el P. Juan Croiset, tuvo unos activos apóstoles que la dieron a conocer en el exterior 2. El venerable Claudio murió en 1682 ; Santa Margarita María en 1690. Fue sobre el P. Croiset sobre el que recayeron las primeras críticas realmente adversas. Era el momento de alarma universal por el quietismo y empezaba a cundir una desconfianza general respecto al misticismo. Ahora, al parecer, se trataba de otra novedad mística, y en 1704 el libro del P. Croiset, La devoción al Sagrado Corazón, fue puesto en el índice. Las instancias para que se instituyera la festividad del Sagrado Corazón fueron rechazadas en 1696, y de nuevo treinta años más tarde. No fue hasta 1765 cuando Clemente XIII, en medio de sus esfuerzos para salvar a la Compañía de Jesús de los príncipes católicos, promulgó el decreto que la incluía en el calendario.

Italia, en la generación que presenció estos primeros esfuerzos para establecer la devoción al Sagrado Corazón, fue testigo de un gran renacimiento espiritual capitaneado por el franciscano San Leonardo de Porto Maurizio (1676-1751). Aproximadamente desde el año 1710 estuvo constantemente de camino, predicando, y especialmente en Toscana, Génova, Córcega y en Roma. Con sus sermones hizo mucho por restablecer la práctica de la oración diaria ; y, en una época que tendía a desvalorar la necesidad de los sacramentos, él predicó constante e invariablemente las ventajas de la misa. En su fidelidad a estos dos temas y en la extrema austeridad de su vida, San Leonardo es una especie de precursor de San Alfonso, para el cual, realmente, él es "el gran misionero del siglo".

San Alfonso poseía otros dones que hicieron sentir su influencia en un campo más amplio. Pero otro santo, que como San Alfonso es fundador de una nueva orden, ocupa un lugar entre éste y San Leonardo. Nos referimos a Pablo Danei, San Pablo de la Cruz (1644-1775), fundador de los pasionistas. San Pablo es principalmente un gran místico, hombre de increíbles penitencias y de incesante oración, cuya vida toda está caracterizada por visiones y revelaciones especiales que se centran en torno de la devoción a la pasión de Nuestro Señor. Es una vida que constituye la misma antítesis del jansenismo. Como San Leonardo, era originario del norte de Italia, y allí fue donde trabajó principalmente. La orden que él fundó tenía por objeto predicar el significado de la pasión. El pasionista se entregaba a una vida de unión con Jesucristo en el sufrimiento, y con este espíritu predicaba su misión, que había de tratar, en fuerza de su voto, de la Pasión.

San Alfonso tal vez sea conocido sobre todo como fundador de los redentoristas, orden fundada con el solo objeto de devolver a los pecadores al recto camino y fortalecer a los fieles en su lealtad al mismo. El fundador fue la única gran personalidad católica de su tiempo. Napolitano de noble cuna, con sangre española, era ya figura destacada en el foro cuando, en 1723, dió un giro a su vida para consagrarse a la labor sacerdotal y apostólica. Los grupos a quienes se dirigía en su apostolado eran las abandonadas gentes de la campiña napolitana. La nueva orden, fundada en 1732, tenía un plan de acción definido y un alto nivel de estudios. Los redentoristas llevaban en sus moradas una vida tan rigurosa como la de un cartujo.

San Alfonso hizo, y observó, un voto de no perder jamás un momento; y cuando, después de casi veinte años de actividad misionera y vida religiosa empezó a escribir (1745), su producción literaria fue prodigiosa. Hay en el catálogo de sus obras innumerables libros de devoción popular, que continúan reimprimiéndose y siguen familiares a todos los católicos: así, las Visitas al Santísimo Sacramento y el Camino de salvación. Compuso también himnos a los santos, pues era un poeta y músico nada vulgar. Tiene numerosos escritos antijansenistas lo mismo que libros, extensos y breves, en réplica a los ataques de los filósofos contra la doctrina y la práctica católicas. En fin, tenemos de él la obra que lo ha colocado entre los doctores de la Iglesia, su Teología moral, una de las grandes obras cuya aparición señala en verdad el comienzo de una nueva época. Nadie ha hecho más, no sólo para derrotar al jansenismo como sistema ético, sino para poner término a la influencia jansenista sobre moralistas católicos ortodoxos y directores espirituales, que San Alfonso. Esto y el establecimiento de una nueva tradición positiva en la ciencia de la teología moral, le hacen altamente acreedor a la gratitud de las generaciones posteriores.

Su congregación de los redentoristas tuvo que afrontar toda la virulencia de las teorías regalistas en Nápoles y la injerencia del omnipotente ministro de Carlos III, Tanucci, que hizo mucho para impedir el temprano desarrollo de esta orden. Pero fue como una especie de réplica divina el que de la misma orden saliera San Clemente Hofbauer (1751-1820), no sólo el apóstol del renacimiento católico en Austria en la generación que siguió a José II, sino el victorioso jefe de la oposición frente al intento de imponer un nuevo regalismo después de las guerras napoleónicas.

Entretanto, redentoristas y pasionistas siguen contándose, junto con los dominicos, franciscanos y jesuitas, entre las fuerzas más conocidas que, en el moderno catolicismo, colaboran para mantener y extender la primacía de lo espiritual.
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1 Llamados en Francia lazaristas, en Inglaterra e Irlanda vicentianos oficialmente esta orden recibe el nombre de Congregación de la Misión.

2 Uno de los primeros lugares en que se predicó la nueva devoción fue el palacio real de Londres, donde el venerable Claudio residió algún tiempo (1676) como capellán de la duquesa católica de York, María de Módena.